32.

Ya habían pasado las siete de la tarde cuando el tren cruzó las marismas de Nueva Jersey hacia la frontera de Pensilvania, y Joseph no vio nada por la ventanilla, excepto su propio reflejo y el de una mujer mayor con un abrigo de pieles sentada a su lado que leía un libro. Había varias personas de pie, y algunas portaban paquetes de vivos colores. Aquel vagón no era tan elegante ni tan limpio como el que le había llevado varios meses antes por Italia y Francia, pero ahora estaba mucho más entusiasmado que cuando se dirigía a París; Filadelfia había sido la ciudad favorita de su padre, y Joseph percibía en su interior por primera vez parte del espíritu de aventura y de independencia de Gaetano Talese.

Después de varias paradas, el tren avanzó por un túnel, y a continuación aminoró al adentrarse en un recinto sustentado por vigas de acero, donde unas lámparas colgantes proyectaban una luz amarillenta; entonces se detuvo. Los pasajeros se pusieron en pie y recogieron sus pertenencias del portaequipajes, y Joseph salió del coche siguiendo a los demás y descendió una larga rampa que conducía al suelo de mármol de una gran sala que parecía más grande, y desde luego más festiva, que la de la isla de Ellis. Un coro de mujeres vestidas con capas y capotas azules cantaba villancicos cerca del mostrador de información, acompañadas de unos hombres uniformados que tocaban trompetas y tambores. Alguien vestido de Santa Claus hacía sonar una campana y solicitaba donaciones junto a un árbol de Navidad de diez metros de alto en el centro de la rotonda, y allí donde Joseph miraba, veía gente saludándose con abrazos y apretones de manos. Detrás de él, una voz preguntó en tono vacilante, en italiano:

—¿Eres el hijo de Gaetano?

Al volverse, Joseph vio a un hombre alto de pelo gris que lo examinaba con gran curiosidad. Llevaba un homburgo negro y un abrigo también negro con un clavel blanco en la solapa. Antes de que Joseph pudiera contestar, el hombre dijo:

—Pues claro que lo eres.

Dio un paso adelante y se presentó como Carlo Donato, y besó a Joseph en las dos mejillas.

—Lamento que nadie fuera a esperarte a la isla de Ellis —dijo el señor Donato—. Tu carta llegó hace pocos días, y hoy tus tíos no podían abandonar su trabajo en Ambler. Mañana la fábrica está cerrada, y vendrán a buscarte para llevarte con ellos. Pero esta noche eres mi invitado —le cogió la maleta a Joseph—. Y muchas personas esperan para saludarte. Vamos, hemos de coger un taxi mientras podamos.

Acompañó a Joseph hasta la parada de taxis que había bajo la puerta cochera del edificio. Un conductor les hizo una seña y abrió una puerta, pero justo en el momento en que Joseph estaba a punto de subirse, Donato le puso una mano en el hombro. A continuación le quitó la etiqueta con el número 6 de la gorra, la arrugó y la arrojó a una papelera que había en la calle.

—Ahora nadie se dará cuenta de que no eres americano —anunció, sonriendo mientras le invitaba a sentarse en la parte de atrás del vehículo.

Un trayecto de treinta minutos por el tráfico del centro los llevó hasta la zona italiana del sur de Filadelfia. Por el camino, Donato, además de señalar algunos monumentos y estatuas sin iluminar que a Joseph le costó ver a través de la ventanilla sucia del taxi, le habló de su antigua amistad con su padre.

—Compartimos un pequeño apartamento antes de que tu padre se casara —dijo—. Él no quería vivir entre italianos, quería vivir cerca de la estación que acabamos de abandonar, porque no paraba. Hizo muchos viajes a Italia, como sabes, y antes de uno de esos viajes le mandé una carta para concertar una cita con una prima mía, Marian Rocchino. Así fue como ella se convirtió en tu madre —Joseph se dijo que Donato quizá le preguntaría por la salud y el bienestar de su madre, o por el estado de Sebastian, pero no, y se sintió aliviado y complacido mientras el señor Donato seguía hablando de su padre—. Nos conocimos trabajando de canteros en una gran obra, en Ambler, y allí vivimos una temporada en una pensión. Cuando acabó la obra, nos trasladamos a un apartamento que algún día te enseñaré. Conozco a la pareja de ancianos que vive ahora en él. A tu padre le encantaba trabajar la piedra, pero yo lo odiaba. A él le encantaba ir de un trabajo a otro, y no quedarse mucho tiempo en el mismo sitio. A mí me gustaba la regularidad. Él viajaba continuamente, como te he dicho, y recuerdo que una vez llegó hasta California o México. No sé para qué. Yo, desde que desembarqué en 1888, nunca he llegado más allá de Delaware. Yo era capataz en una obra en Delaware cuando tu padre fue a casarse a Maida, y luego él regresó a Filadelfia y se quedó solo en el apartamento… —Donato hizo una pausa. Algo pareció inquietarle, y se quedó callado un momento, entrecerrando los ojos mientras intentaba ver a través de las ventanas veteadas de lluvia. A continuación le dijo algo en inglés al conductor.

Cuando los limpiaparabrisas se pusieron en marcha, Joseph pudo ver la calle con más claridad. El taxista acababa de rodear un alto edificio de granito en cuya fachada principal se veían unas banderas, y al otro lado de la calle vio unos grandes almacenes con los escaparates muy iluminados, y la marquesina de un teatro, en cuyo cartel se veía a una mujer pintada. Eran las once de la noche; los coches y los carruajes avanzaban por todas partes, y las aceras estaban llenas de peatones. Era obvio que se trataba de una avenida importante, no amplia y elegante como casi todos los bulevares de París, sino repleta de vida como las calles del centro de Nápoles.

—Al final dejé de trabajar a la intemperie y encontré algo más fácil —añadió Donato en italiano; el taxista giró a la derecha y pronto entraron en una calle estrecha en la que a ambos lados había edificios de ladrillo con peldaños de piedra blanca, todos exactamente iguales—. Me hice ayudante de embalsamador. Comencé hace veinte años, a unas pocas manzanas de aquí. Ahora estamos en la zona italiana, y estas gentes nunca se mudan. Viven y mueren aquí. Son prósperas toda su vida y se gastan una fortuna en el funeral. Yo debería saberlo. Ahora tengo mi propia funeraria. También tengo parientes en el negocio.

El taxi se detuvo delante de las escaleras blancas de una de las casas adosadas. En la puerta había una corona de Navidad, un poco más grande que las coronas de las casas que la flanqueaban. El taxista dejó la maleta en la acera, y mientras Donato pagaba el importe, Joseph se dio cuenta de que había gente mirándolo desde detrás de las cortinas corridas de las ventanas de la planta baja y las plantas superiores de ambos lados de la calle. Mientras el taxi se alejaba, se abrió la puerta de la casa más cercana a él, y un grupo de hombres y mujeres bajaron corriendo las escaleras hacia Joseph, todos hablando a la vez mientras se turnaban para besarlo en ambas mejillas y darle la bienvenida a América. Donato los presentó. Todos se apellidaban Donato.

Otras personas esperaban a Joseph en el interior: parientes y amigos de los Donato y también nativos de Maida. Mientras lo abrazaban, unos cuantos afirmaron ser parientes lejanos de ambas ramas de su familia. La sala parecía demasiado pequeña para que cupieran todos. Algunos se apretaban en un rincón, contra las ramas del árbol de Navidad. Otros se hallaban peligrosamente cerca de la chimenea, sobre la que se veían estatuillas de cerámica y un jarrón blanco con adornos dorados llenos de rosas de cerámica. El sofá de terciopelo azul, y las butacas a juego, en las que no se sentaba nadie, mostraban tapetitos de encaje en los brazos y en el respaldo.

La única persona de la sala que tenía más o menos la edad de Joseph era una sobrina de Carlo Donato llamada Carmela, una muchacha cordial y un tanto regordeta que tenía el pelo oscuro y lo llevaba recogido en una trenza, y unos ojos grandes y brillantes. El beso de saludo de Carmela había durado un poco más de lo habitual, y se lo había plantado a Joseph en los labios, lo que había suscitado una mirada ceñuda y un movimiento de rechazo con la cabeza en el hombre de aspecto digno que estaba detrás de ella. Joseph supuso que era su padre.

Detrás de la sala, y separado por puertas correderas, estaba el comedor. Las puertas estaban parcialmente abiertas, y Joseph se fijó en que había una mesa de roble rodeada de sillas, y en el centro un cuenco de cristal. No había cubiertos, sin embargo, pues la cena se serviría en las habitaciones más espaciosas de abajo, donde el señor Donato pronto conduciría a Joseph, después de haberlo acompañado al piso superior para que dejara sus cosas y viera el cuarto de baño, que suscitaba un orgullo sin reservas en su anfitrión. Proclamó que era el primer cuarto de baño interior de la manzana.

Se habían juntado tres mesas de alturas ligeramente distintas, cubiertas ahora con un mantel, lo que permitía acomodar a quince personas en ese sótano remodelado, aunque nadie comía. Un hombre de pelo blanco que vivía al otro lado de la calle, y que se quejaba de dispepsia, se limitaba a beber anís. Otros dos vecinos, una pareja de pelo blanco que se había presentado como primos lejanos del abuelo de Joseph, Domenico, le explicaron cortésmente que ya habían comido (era más de medianoche), pero se sirvieron unos zeppole fritos y azucarados y otros dulces típicos de esas fiestas. Lo que no se comían lo entregaban a dos niños pequeños sentados en sendas tronas, que o se lo acababan o lo tiraban al suelo.

—¿Cómo anda tu abuela Ippolita? —preguntó una mujer de mediana edad que llevaba un vestido negro y unos diminutos pendientes de oro, mientras colocaba una garrafa de vino tinto sobre la mesa.

—Está muy bien —contestó Joseph.

—Pero todo el año ha tenido problemas de bursitis —añadió otra mujer: explicó que había hablado con alguien que acababa de llegar hacía poco de Maida—. Ha ido a ver al doctor Mancini de Jacurso.

—Domenico no está mucho mejor —dijo Carlo Donato desde un extremo de la mesa—. He oído que no puede salir de casa.

Joseph no sabía nada. Tampoco estaba seguro de querer saberlo. Por suerte llegó la comida, y la conversación se hizo más alegre con las celebraciones del aroma.

Cocinaban sobre un gran fogón de carbón, y antes de servir la comida calentaban los platos en lo alto de una repisa de piedra delante del fuego. Sobre el marco de la chimenea, además del crucifijo y el cuadro de San Francisco, había unas fotos enmarcadas de Carlo y su difunta mujer. Hasta mitad de la cena Joseph no se enteró de que Carlo era viudo, ni de que la jovial mujer de pelo gris que llevaba un vestido de seda marrón y pendientes de aro, y que ejercía de anfitriona, era la hermana soltera de Carlo. Las demás mujeres que servían eran más jóvenes y de pelo oscuro, quizá de entre treinta y cinco y cuarenta años, pero muy matronas en su actitud y solemnemente ataviadas de marrón oscuro o negro, con el pelo recogido en un moño en la nuca. Dos estaban casadas con primos más jóvenes de Carlo, que llevaban claveles en la solapa de su traje gris; al igual que Carlo, trabajaban en una funeraria. También había un sastre llamado Raphael Donato, que vestía un bonito traje de estambre marrón claro y una corbata roja con un alfiler bajo el cuello redondo de su camisa blanca. Carlo le había explicado a Joseph en privado, cuando estaban arriba, que Raphael era modisto de señoras en la gran empresa local de Strawbridge & Clothier, y que quizá le ayudaría a encontrar empleo. Joseph esperaba que fuera así, pero durante la cena encontró a Raphael muy distante y poco comunicativo. Joseph estaba sentado justo delante de él, a la derecha de Carlo, pero Raphael evitaba su mirada. Era Raphael quien antes había puesto mala cara al presenciar el efusivo saludo de Carmela; en aquel momento Joseph estaba seguro de que era el padre de la chica.

Durante la cena, Carmela había estado demasiado ocupada para prestarle más atención a Joseph; había llevado platos de un lado a otro, atizado el fuego y atendido a los pequeños, que eran hijos de su hermana mayor, que aquella noche estaba en otra parte con su marido. A la una y media, como su hermana y su cuñado todavía no habían vuelto, Carmela se llevó arriba a los niños, ya medio dormidos. El propio Joseph estaba agotado, pues llevaba en pie desde el alba; pero sabía que resultaría una descortesía abandonar la mesa. Al parecer, él era el motivo de aquella celebración, aunque la conversación en gran medida le excluía, y se centraba en personas y asuntos que le costaba seguir. El hombre sentado a la derecha de Joseph, chef en un restaurante del barrio, se quejaba de la incapacidad de los camareros italianos para conseguir trabajo en los restaurantes de los principales hoteles de la ciudad. Uno de los empleados de funeraria más jóvenes culpó a los propios camareros, afirmando que hablaban inglés con mucho acento y rehuían a los sindicalistas. Carlo afirmó que el sindicato era antiitaliano, pero su primo le recordó que muchos italianos habían hecho de esquiroles desde su llegada a América. Joseph deseaba hallar una manera de congraciarse con Raphael, y que quizá este le propusiera ayudarlo a encontrar empleo; pero Raphael seguía como antes, escuchando con despego, diciendo poco y sin hacerle ningún caso a Joseph.

Ahora ya habían consumido los fettuccine, el lenguado y casi todas las verduras; y las mujeres se llevaban los platos y colocaban sobre la mesa cuencos de fruta, bandejas de pasteles y más vino. Carmela había vuelto del piso de arriba y ahora transportaba un cuenco lleno de varios trozos de finocchio, hinojo, a la mesa. Lo colocó delante de su padre, Raphael, sin hacer caso de la severa mirada que él le dirigió. Su pelo largo y reluciente, que antes llevaba recogido en una trenza, le colgaba suelto por los hombros y caía por la espalda de su blusa blanca. Su falda de lana color habano se le ajustaba a las caderas, se movía con un cierto atrevimiento muy poco habitual en las jóvenes italianas. Joseph intuyó que había nacido y crecido en los Estados Unidos.

Después de servirse un café, Carmela se sentó en la otra punta, en el lugar que había ocupado antes, junto a las tronas de los niños. Las mujeres que se habían sentado cerca de ella ahora secaban los platos y fregaban los cacharros en la cocina, separada por un biombo de la zona de comer. Joseph había olido el perfume de Carmela mientras pasaba detrás de él; y tras prestar un momento de atención a los hombres, lentamente se volvió hacia ella. Ahora Carmela se llevaba la taza a los labios, y sus vivos ojos parecían buscarle por encima del borde. Se miraron el uno al otro durante apenas un segundo, pero en ese segundo ella sonrió ligeramente y le guiñó el ojo.

Joseph se volvió de inmediato hacia los hombres reunidos en su lado de la mesa, aliviado al ver que ninguno se había dado cuenta. Carlo y otros miembros de su gremio discutían y simultáneamente abrían nueces con la palma de la mano, mientras los demás hombres bebían vino y los interrumpían a menudo. Con la salvedad de Raphael, todos los hombres se habían aflojado la corbata y habían colgado la americana en el respaldo de la silla. Raphael dio un sorbo de vino y buscó un brote de hinojo; peló un tallo y dio un mordisquito con delicadeza mientras asentía en dirección a Carlo.

Joseph dirigió de nuevo la atención hacia Carmela. Esta colocó la taza de café en el platillo y le devolvió la mirada. Volvió a guiñarle el ojo. Complacido, Joseph no apartó la mirada; y estaba a punto de sonreírle cuando de repente observó que en la cara de ella surgía una expresión de temor y levantaba las manos como para protegerse. Algo surcó volando el aire y golpeó a Carmela en la frente, lanzándole la cabeza hacia atrás. Era un bulbo de hinojo en forma de granada de mano, que, después de golpearla, aterrizó sobre la taza de café, la rompió, y cayó al suelo. Reinó un silencio absoluto. Aparecieron las mujeres detrás del biombo. Los hombres que habían estado discutiendo se quedaron muy rígidos con las manos en el aire, la boca abierta. Raphael estaba sentado detrás del cuenco de hinojo, la cara como un tomate, la sien palpitante, los ojos en el suelo. Carmela, tocándose la frente, le lanzó una mirada iracunda.

—Pobre niña —exclamó la hermana de Carlo, entrando desde la cocina, pero Carmela le hizo una seña para que no avanzara.

—Dejadme en paz —insistió, y las demás mujeres retrocedieron.

Carlo forzó una sonrisa e intentó quitarle hierro al incidente, pero los demás permanecieron en silencio. Casi nadie sabía lo que había ocurrido; tan solo intuían que se trataba de un asunto privado entre Raphael y Carmela, en el que no debían entrometerse. Carlo y el hombre con el que había estado discutiendo no tardaron en retomar su charla en un tono más suave. Otro hombre llenó el vaso de vino vacío de Raphael. Las mujeres reemprendieron sus actividades en la cocina. Joseph se levantó de la mesa y se acercó a Carmela.

—¿Te encuentras bien? —preguntó.

Ella asintió, pero tenía lágrimas en los ojos.

Joseph recogió el hinojo y lo puso sobre la mesa. Con la servilleta, recogió los trozos rotos de la taza y los colocó en el platillo. Al romperse, la taza estaba prácticamente vacía, y apenas había unas pocas manchas de café en el mantel.

Joseph se dio la vuelta al oír pasos a su espalda. Entró una joven pareja, que se disculpó por llegar tan tarde —venían de una fiesta— y pidió perdón a todos los presentes. Carlo y su hermana fueron a saludarlos, otros les dirigieron un gesto con la mano y se levantaron, y Carmela también se puso en pie y presentó a Joseph a su hermana y su cuñado. Este llevaba un esmoquin, y la hermana de Carmela, enfundada en un vestido largo con lentejuelas y con el pelo estilo paje tal como lo llevaban las mujeres americanas que Joseph había visto en el barco, les explicó que habían estado en una boda en Nueva Jersey. La hermana de Carmela era una mujer muy flaca de pelo castaño desvaído; por lo que Joseph pudo ver, no se parecía en nada a Carmela.

Joseph se quedó unos minutos, pero se le cerraban los ojos. Le dio una breve explicación a Carlo, que llamó la atención de todo el mundo para un último brindis por la llegada del joven Talese a América, momento en el cual Joseph expresó su agradecimiento antes de dar las buenas noches a todos y subir hacia su dormitorio.

Joseph durmió profundamente en el catre que habían colocado en la pequeña habitación situada en la parte de atrás de la tercera planta; y se habría quedado durmiendo todo el día si Carlo, ya vestido para salir y oliendo a colonia, no lo hubiera despertado para informarle de que sus tíos lo esperaban abajo. Los hermanos Rocchino habían llegado hacía más de una hora, le explicó Carlo, y estaban impacientes por coger el tren de mediodía de vuelta a Ambler.

Joseph se vistió a la carrera, abrochó las correas de su maleta y se bebió el café que Carlo le había subido. Cuando bajó, en la sala solo estaba Carlo —los demás dormían—, y sus tíos lo esperaban en la acera, junto a la puerta abierta de un taxi. Recordó haberse despedido de ellos en la estación de Maida ese mismo año, cuando se marcharon a América. Al igual que casi todos los Rocchino, no eran altos, y Joseph se irguió con orgullo al recordar que siempre le habían dicho que físicamente se parecía más a la rama de su padre. No estaba seguro de cuál de sus tíos era Anthony y cuál Gregory, pues en aquellas infrecuentes ocasiones en que los había visto, siempre estaban juntos. Seguía pareciéndole algo extraordinario que los hermanos de su madre, con quienes nunca había tenido mucha relación, se hubieran convertido en sus benefactores con un préstamo de quinientos dólares y ahora lo acompañaran hacia su primera residencia en los Estados Unidos.

Lo abrazaron y parecieron realmente alegres de verlo, aunque de inmediato los vio un tanto cambiados, distintos de los risueños viajeros a los que había visto abandonar Maida; en menos de un año habían envejecido de manera perceptible, y se movían más lentamente. Aunque su apariencia era bastante presentable, sus cejas oscuras y sus delicados rasgos color pastel —eran de tez clara, contrariamente a su madre— tenían un aspecto como ajado, y el abrigo que llevaba uno de ellos estaba deshilachado en los codos y los puños. Desde luego, no estaban a la altura del director de pompas fúnebres perfumado y bien planchado que acababa de despedirlos en la acera; pero a medida que el taxi se dirigía hacia la terminal, Joseph se sintió contento entre sus tíos, impaciente por comenzar su nueva vida en América.

La estación era menos imponente y festiva que la de la noche anterior; esta era la terminal de Reading, en el centro de la ciudad, en Market Street, una estación de cercanías para gente que a diario tenía que desplazarse a poblaciones fabriles como Ambler. Mientras cruzaban las afueras de la ciudad, Joseph se imaginó a su padre yendo a diario a trabajar en ese tren, quizá en ese mismo vagón, en la época que Carlo Donato había mencionado la noche anterior; pero cuando les pidió a sus tíos que le contaran más cosas de su padre, suponiendo que algo habrían averiguado por su hermana, los dos se disculparon por su ignorancia.

—Por desgracia, él falleció antes de que nosotros llegáramos a América —dijo uno de ellos—. Y cuando estuvo en Italia, en su último viaje antes de la guerra, pasó casi toda su estancia en un hospital cercano a Nápoles, intentando curarse la enfermedad del pecho, y a tu madre no le gustaba hablar de ello.

El tren cruzó un puente sobre unas aguas color tierra en las que flotaban barcazas y pequeños vapores; y a continuación atravesó una zona de granjas, con vacas, caballos y otros animales que pacían en pastos color verde descolorido, cubiertos aquí y allá de manchas de nieve. No se veían altas cumbres que le recordaran Italia, pero uno de sus tíos dijo que no lejos de Ambler había una zona montañosa que producía gran parte del carbón del país.

Sus tíos no eran muy habladores, a pesar de los esfuerzos de Joseph por iniciar una conversación; esperaba que dijeran algo que le revelara cuál era Anthony y cuál Gregory. Joseph se dijo que probablemente estaban cansados; parecían cansados, y viajaban en silencio. Cuando el tren se detuvo junto a un pequeño edificio de madera con un cartel que mostraba el nombre familiar de «Ambler», uno de sus tíos bajó la maleta de Joseph. El pasillo del vagón estaba lleno de gente que se apeaba, y mientras Joseph esperaba, se inclinó hacia la ventanilla y observó un majestuoso automóvil negro, más largo de lo que había podido imaginar, aparcando al borde del andén.

Mientras bajaba las escaleras del vagón detrás de sus tíos, Joseph vio a un hombre muy alto y de pelo blanco que salía por la puerta trasera de la limusina, que le había abierto un chófer uniformado. El tipo lucía un homburgo negro y un traje negro; una cadena de oro le colgaba delante del chaleco; pero lo que más llamó la atención de Joseph, aparte de su impresionante estatura, fue que el caballero llevaba en las manos un par de zapatos negros de hombre.

Los tíos de Joseph se detuvieron al divisar al hombre, como si resultara importante guardar las distancias. Esperaron a que cruzara el andén, después de lo cual se detuvo en el chamizo de un limpiabotas, donde un hombrecillo que llevaba un grueso jersey sobre su mandil aceptó los zapatos con una pequeña inclinación de cabeza.

—¿Quién es ese? —preguntó Joseph a sus tíos, observando cómo el caballero se daba la vuelta y regresaba hacia el chófer, que de nuevo le sujetó la puerta.

—Ese hombre es el propietario del pueblo, y de todo lo que hay en él —dijo uno de sus tíos—. Es el doctor Mattison, y vive como un rey.

—Bueno, acaba de llevar los zapatos al zapatero —dijo Joseph cuando el cochazo comenzó a alejarse—. En Italia, ningún rico haría eso. Se lo encargaría a un criado. Este es un país realmente diferente.

Sus tíos no dijeron nada.