31.

Por suerte para Joseph, su primo todavía no había llegado cuando, casi a las siete de la tarde, regresó a Damien’s. Pero luego, antes de que él y Antonio salieran a cenar, ya no pudo seguir ocultando lo que había hecho. Así que le contó a Antonio su visita a la embajada, y que esperaba irse de Francia lo antes posible. Para su alivio, Antonio no se enfadó; por el contrario, parecía complacido.

—Esta noche comeremos en un café que conozco en la Margen Izquierda, donde van los americanos —anunció—. Y luego iremos a escuchar a unos músicos negros que tocan ese nuevo estilo de música. Se llama jazz.

Bastantes años más tarde, mucho después de que Joseph se hubiera instalado en los Estados Unidos y casi olvidado su estancia de siete meses en Francia, comprendió, al leer los recuerdos de famosos periodistas y novelistas, que había residido en París cuando confluyeron allí numerosos jóvenes influyentes y creativos de Europa y los Estados Unidos. Pablo Picasso, James Joyce y Gertrude Stein ya se habían instalado en la ciudad. Ernest Hemingway y otros escritores y artistas pronto se unirían a ellos, junto con licenciados universitarios, prósperos exiliados y otros viajeros en lo que el escritor Malcolm Cowley denominó «la pasarela más larga del mundo».

Muchos soldados americanos negros que habían servido en Europa fueron licenciados en París, y prefirieron quedarse con sus esposas francesas en lugar de aceptar la repatriación en barcos de tropas americanos que los obligaban a viajar solos. Esas parejas podían vivir con poco dinero y comer bien en Francia si tenían moneda americana. A mediados de los años veinte, un dólar valía cincuenta francos. Mientras que la venta de licor estaba prohibida en los Estados Unidos, fluía libremente en los cafés y los clubs de jazz parisinos. Sylvia Beach abrió Shakespeare and Company, que era un lugar de encuentro para residentes de habla inglesa y una biblioteca de préstamo y librería. El joven compositor Aaron Copland asistía a una nueva escuela para músicos americanos en el palacio de Fontainebleau, que quedaba al sureste de París. La ya importante diseñadora francesa Gabrielle («Coco») Chanel, que lloraba a su amante muerto en accidente de coche, pronto influiría en el mundo de la moda con su pequeño vestido negro.

Pero si Joseph vio a alguno de estos exitosos individuos durante su época en París, no fue consciente de ello. Aunque le impresionaban las innovaciones que le rodeaban —los trenes subterráneos de la ciudad y la iluminación eléctrica, sus muchos teléfonos y ascensores, sus autobuses y taxis, la instalación del cable para iniciar las transmisiones radiofónicas desde la Torre Eiffel—, recordaría la Francia de 1920 sobre todo desde la posición estratégica del pequeño apartamento que había compartido con Antonio y por su trabajo en Damien’s. Y en un frío y tormentoso día de mediados de diciembre, después de viajar en tren a Cherburgo, abrazó a Antonio en el muelle y cruzó la pasarela para embarcarse en un enorme barco británico de fabricación alemana que se dirigía a Nueva York.

Ya le había escrito a su familia de Maida informándoles de su marcha, y también había escrito a sus dos tíos de América, pidiéndoles que fueran a esperarlo a la isla de Ellis. En el bolsillo llevaba el pasaporte y el visado. Antonio lo había acompañado a la embajada italiana, y había hecho buenas migas con el asesor de viajes. Siguiéndole la corriente al hombre en su afición por los recuerdos, Antonio se enteró de que su tío mafioso ya no vivía.

—Murió el año pasado en Chicago —reconoció tristemente el asesor.

—Oh, lamento oírlo —contestó Antonio—. Descanse en paz.

Joseph siguió el ejemplo de Antonio y bajó la cabeza delante del asesor, asumiendo un gesto de condolencia.

Tardó ocho días en llegar a los Estados Unidos. La embarcación encontró tormentas durante casi todo el camino, y Joseph estuvo tan aterrorizado y sintió tantas náuseas que recordó muy poco del viaje, con la salvedad del horror de estar a bordo. Pasó casi todo el tiempo en su camarote, agarrado a una barra de hierro que había sobre la cama mientras el barco subía y bajaba y daba bandazos en el mar picado durante la noche, y durante el día avanzaba entre enormes olas y bajo nubes oscuras y lluvia.

A pesar de su fe en San Francisco, al que rezaba constantemente, los sueños en los que se ahogaba fueron más convincentes que la fuerza consciente de su fe. De hecho, en la quinta mañana del viaje estaba convencido de que el barco se hundía, de que apenas unos segundos le separaban de la muerte; y en un estado de desesperación se cayó de la cama chillando, y al quedar de rodillas, se puso a suplicarle al santo que lo salvara.

El barco parecía inmóvil. Dos motores estaban en silencio. Oyó el ruido de las burbujas borboteando suavemente delante de la portilla. Por primera vez desde su salida de Maida, se sintió culpable de su decisión de marcharse, probablemente para siempre, admitía ahora. Aunque era cierto que los problemas económicos de su familia se podrían aliviar solo con dinero ganado en otra parte, se consideraba un desertor, un fugitivo de los lazos familiares, un escapista de las dificultades que pasaban en su casa. Esperó en su cabina, arrodillado en el suelo con la cabeza apretada en el catre, reconociendo que quizá merecía morir. Había abandonado a su familia, a su madre viuda y a su hermano enfermo en esa búsqueda de unas mejores condiciones de vida, una vida en una tierra de oportunidades y riqueza.

El barco entró tranquilamente en el puerto de Nueva York después del amanecer del 23 de diciembre de 1920, una mañana tan neblinosa que Joseph no pudo ver la Estatua de la Libertad. Las aguas estaban tan calmas, sin embargo, que se quedó con los pasajeros de la cubierta superior, vistiendo su mejor traje debajo del abrigo, y también los guantes, la bufanda y la gorra que Antonio le había ofrecido como regalo de despedida en Cherburgo.

A pesar de la ropa, tenía mucho frío, y se acurrucó contra la gente que estaba de pie en tres filas a lo largo de la barandilla. Muchas mujeres, e incluso unos cuantos hombres, llevaban abrigos de pieles hasta los tobillos. Joseph nunca había visto a un hombre con abrigo de pieles, ni tampoco a ninguno beber de una petaca, como ahora hacían algunos. Había mujeres que, con el pelo cortado a lo paje y cubierto con un turbante o un sombrero de ala pequeña, también bebían de los frascos plateados que los hombres hacían circular. Lo que más le sorprendió fue la despreocupación con la que las mujeres acercaban los labios a un frasco que segundos antes había tocado los labios de varios hombres. Sin duda, Joseph estaba entrando en el Nuevo Mundo.

Comenzó a sentirse mejor entre los cordiales y vocingleros pasajeros que estaban en cubierta, una multitud jovial y fácil de divertir. Todos se rieron cuando el viento arrancó el homburgo de la cabeza calva de un anciano y fue a parar al mar, ante lo que este simplemente se encogió de hombros elegantemente y sonrió. Aplaudieron cuando una de las aves carroñeras que daban vueltas sobre ellos agarró con el pico un trozo de pan que un pasajero había arrojado al aire. Hubo aún más aplausos cuando el sol asomó entre las nubes y apareció borroso el perfil de los edificios del sur de Manhattan. Al principio, Joseph pensó que se dirigían hacia un maizal, denso y dorado a la neblinosa luz de la mañana. La tierra era fértil, plantada hasta el exceso, crecía ante sus ojos. Todo el mundo en cubierta ahora la miraba concentrado, como si la viera por primera vez, aunque Joseph estaba casi del todo seguro de que la mayoría de los pasajeros eran norteamericanos. En cubierta había oído a unas cuantas parejas mayores hablar francés, pero la gran mayoría hablaba inglés con ese estilo natural y directo que había visto en los americanos sentados en los cafés de la Margen Izquierda y los clubs de jazz. A lo mejor incluso había visto a algunos de esos pasajeros en París; estaba casi totalmente seguro de haber visto antes al hombre alto de pelo negro que ahora estaba a su lado, y que se cubría con un voluminoso abrigo de mapache de cara al mar, con sus brazos largos de mangas peludas alrededor de los hombros de dos mujeres menudas que se resguardaban en abrigos de cuero adornados con pieles y calzaban zapatos de tacón de aguja con medias negras. En Maida, un hombre que abrazara a dos mujeres simultáneamente se estaría buscando un problema con al menos un pretendiente o aspirante celoso, pero en aquella cubierta a nadie parecía importarle, y mucho menos a las dos mujeres acurrucadas felizmente dentro de sus brazos. Una de ellas dio un sorbo a una petaca de plata. La otra miraba por unos binoculares y señalaba entusiasmada algo que hacía sus delicias en la orilla.

El barco ahora se encontraba a pocos kilómetros de una hilera de muelles, y su proa se abría paso entre fragmentos de hielo, pecios y escombros. Barcazas y pequeños vapores avanzaban lentamente siguiendo el borde del río, y también había un ferry rojo y blanco seguido por unos pájaros que volaban bajo y se alimentaban de lo que se arremolinaba a su popa. Más allá de la orilla, visible entre los fondeaderos y unos cuantos chamizos del puerto, había una carretera surcada por vehículos a motor y carretas tiradas por caballos; y al fondo se alzaban enormes edificios de piedra y acero, algunos tan altos como la Torre Eiffel, pero tan voluminosos y pesados que resultaba increíble que no se hundieran en esa fina capa de suelo y desaparecieran bajo el mar.

Haciendo sonar su sirena, el barco avanzó lentamente hacia la grada, y Joseph pudo ver cuadrillas de estibadores en el muelle, y mucha gente esperando en la cubierta del fondeadero. Le habían dicho que podría pasar por el control de aduanas e inmigración en Manhattan, junto con otros pasajeros de camarote y primera clase; pero como les había dicho a sus tíos que le recogieran en la isla de Ellis, tuvo que subirse a un ferry con los pasajeros de tercera clase.

El ferry esperaba en el muelle, cerca de donde había echado el ancla el barco grande. Las autoridades de inmigración, uniformadas de azul, se reunieron para dar órdenes a los pasajeros en distintos idiomas, y tras formar en fila, los pasajeros subieron a bordo. Se trataba de gente que Joseph no había visto durante la travesía; iban vestidos de manera sencilla, con abrigos de lana pesada, bufandas largas y mantas alrededor de los hombros. Algunas mujeres llevaban a bebés en brazos; algunos hombres transportaban cajas de madera, maletas de piel o bolsas de tela con sus manos sin guantes. Algunos no eran mucho mayores que Joseph; y estos no iban acompañados de mujeres. Casi todos eran de complexión recia y tez rubicunda, y parecían formar una especie de clan, pues se mantenían apartados de los demás mientras el ferry zarpaba ruidosamente a través de los pilotes y regresaba al mar.

Joseph estaba sentado en uno de los últimos bancos, detrás de hileras de parejas y niños, escuchándolos mientras se comunicaban sonoramente en francés y en idiomas que no pudo identificar, pero que pensó que quizá eran escandinavos o eslavos. No oyó hablar italiano, y tampoco inglés. Había desaparecido la cordialidad y frivolidad anterior de la cubierta del transatlántico, pero por suerte el ferry solo tardó quince minutos en cruzar las aguas y acercarse a un castillo rojo, extraño y casi arabesco, con cuatro torres abovedadas y una gran aguja asomando de cada una.

Unos funcionarios no uniformados, que hablaban diversos idiomas, los esperaban en el muelle; a continuación escoltaron a los recién llegados, con todo su equipaje, hasta el edificio de cuatro cúpulas. Allí, en la isla de Ellis, los inmigrantes pasaban casi todo el día haciendo cola a la espera de ser interrogados por agentes y someterse al examen de los médicos. Joseph permaneció con los demás, sumamente inquieto mientras representantes del Ministerio de Sanidad de los Estados Unidos se turnaban para examinar los ojos en busca de tracomas, el pelo en busca de piojos, el cuello, los brazos y las manos en busca de llagas, tumores, lunares o cualquier otro posible indicio insalubre. Unos aparatos médicos los exploraban en busca de tuberculosis, problemas cardíacos y trastornos nerviosos. Joseph había oído que algunos recién llegados a veces no pasaban esas pruebas, y eran devueltos al barco, deportados, separados de los familiares que los habían acompañado en el viaje. Pero aquel día, Joseph y los demás pasajeros del ferry avanzaban de un puesto médico al otro sin que nadie les pusiera ninguna objeción; a nadie le anotaron con tiza, en la espalda de su chaqueta, una de esas letras blancas que significaban posibles dolencias que exigían más exámenes médicos y la eventual deportación; en estos casos, el costo del viaje era asumido por la compañía de navegación que había contratado el pasaje.

Finalmente, un intérprete acompañó a Joseph hacia una hilera de escritorios. El mismo intérprete, un hombre un tanto encorvado y ya cuarentón, con bigote y gafas de montura de acero, que se presentó como el profesor Carlino, ayudó a Joseph a recorrer los puestos médicos. Le dijo que había llegado a América cuando tenía dos años, procedente de Nápoles. Ahora daba clases de ingeniería en la universidad de la ciudad, y los fines de semana y en vacaciones era uno de los intérpretes italianos de la isla.

—No podrías haber llegado en un momento mejor —le dijo—. Mañana es Nochebuena, y esta tarde el personal quiere salir antes para acabar de hacer las compras, incluidos los agentes de deportación. Solo detendrán los casos extremos, los enfermos terminales y cualquier bolchevique que lleve armas.

—¿Quién te ha pagado el precio del pasaje? —le preguntó un funcionario, sin levantar la mirada, simplemente hojeando los papeles de su escritorio, donde figuraba que Joseph había viajado en camarote.

—Lo he pagado yo, señor —respondió él en italiano, y a continuación escuchó la traducción del profesor Carlino.

El intérprete, de aspecto benévolo, permanecía detrás de las sillas de los dos interrogadores de uniforme, como un tutor ilusionado que apoya a su pupilo. Los interrogadores eran ambos de pelo gris y recios, pero uno parecía mucho mayor que el otro. Los dos portaban en la solapa una insignia dorada con las letras «U. S.».

—¿Cuál es tu ocupación? —preguntó el funcionario más joven.

—Soy sastre —replicó Joseph.

Los funcionarios observaron cómo iba vestido, y ninguno mostró señal de desaprobación. Llevaba una camisa limpia, pajarita, y se había lustrado los zapatos antes de salir del barco. Llevaba el abrigo en un brazo, la gorra en la mano, y el traje nuevo que había dejado colgando en la portilla de su camarote, donde no solo ocultaba el movimiento del mar, sino que también evitaba que se le arrugara en la maleta o en el armario húmedo y diminuto de la cabina.

—Así que los sastres pueden prosperar incluso a tu edad —comentó el funcionario más mayor con una sonrisa, mientras el otro añadía:

—¿Y supongo que te espera un trabajo en este país?

—Sí, señor —dijo con franqueza Joseph, ocultando su incomodidad por esa mentira. Antonio le había dicho que delante de los funcionarios de inmigración era más aconsejable mostrarse positivo que demasiado sincero.

—¿Y dónde trabajarás? —preguntó el mismo funcionario.

—En Filadelfia.

—Caramba —dijo el funcionario—, al parecer todos los sastres italianos que pasan por aquí se dirigen a Filadelfia.

—¿Sabes leer y escribir? —preguntó el de más edad.

—Sí, señor.

—¿Has estado alguna vez en la cárcel?

No, señor.

—¿Cuánto dinero llevas?

Al oír la traducción, Joseph miró con preocupación al profesor, que había presenciado el rechazo de personas bien vestidas al descubrirse que estaban en la miseria, pero aquella pregunta de cariz económico era inesperada en el caso de alguien que viajaba en camarote. El propio profesor no tenía razón para dudar que ese joven, que viajaba solo, llevaba al menos el mínimo imprescindible de diez dólares en monedas o billetes extranjeros que casi todos los inspectores exigían antes de validar la entrada del solicitante en los Estados Unidos.

—Llevo ciento cuarenta dólares en liras —dijo Joseph, y el profesor, que pareció muy complacido, estaba a punto de transmitir la cifra a los funcionarios cuando Joseph lo interrumpió para explicarle que lo llevaba escondido en una faltriquera en el interior de la cintura de los pantalones. Añadió que estaba cerrada con llave, y que para abrirla necesitaría bajarse los pantalones prácticamente hasta los muslos, pues la cerradura estaba adosada a la parte inferior de la bolsa—. Espero no tener que enseñarles el dinero —dijo Joseph, consciente de que allí podían verlo centenares de personas.

Había muy pocas paredes y tabiques en aquella gran sala de la isla de Ellis, símbolo quizá de una sociedad abierta, pero que podía avergonzar a alguien al que tal vez le pidieran que se bajara los pantalones. De hecho, aquella gran sala ahora estaba abarrotada, pues varios ferries habían descargado pasajeros desde la llegada de Joseph a media mañana. Peor aún, un número desproporcionado de esos pasajeros eran mujeres.

—No te preocupes —le tranquilizó el profesor, mientras al mismo tiempo asentía en dirección al inspector, que se había vuelto para expresar su impaciencia ante la demora en la traducción. Mientras Joseph se quedaba esperando, escuchó cómo el intérprete pronunciaba la palabra «dólares», y vio que el funcionario más joven, con una ceja enarcada, decía algo que suscitaba una expresión ceñuda en el profesor. Tras discutir un poco más, el profesor negó con la cabeza, bajó los ojos y anunció en voz baja:

—Joseph, insisten en ver tu dinero.

Joseph se sonrojó. Miró a los funcionarios con aire de súplica. El de más edad estaba mirando su reloj, y el joven daba golpecitos sobre la mesa con un lápiz. El profesor, ahora pálido, miraba a su alrededor con aire ausente. Joseph se preguntó si les habría dejado claro que el dinero estaba oculto dentro de sus pantalones, y que sacarlo sería un poco indecoroso.

Pero los funcionarios seguían esperando, y Joseph supo que no tenía elección, así que se inclinó y colocó su abrigo y su gorra en el suelo, delante de él. Se desabotonó la americana, procurando no pensar en la gente que pudiera estar mirándolo, sobre todo la joven en la que se había fijado en la fila de al lado, cuyas trenzas rubísimas colgaban detrás de su capota.

Se aflojó el cinturón de los pantalones. Uno de los funcionarios tosió, pero no dijo nada mientras Joseph colocaba dos dedos detrás de su pajarita y extraía la cadena que le colgaba del cuello; de ella pendía su medalla de San Francisco y la llave de plata de su faltriquera. Discretamente se desabrochó los tres botones superiores de la bragueta, e intentó desanudar la faltriquera de la cintura. Pero el nudo estaba demasiado apretado, y tuvo que desabrochar un cuarto botón y meter la mano para intentar abrir con la llave la bolsa con el dinero.

Ahora los funcionarios parecían confusos y horrorizados, y el de más edad se volvió hacia el intérprete y le preguntó:

—¿Qué demonios está haciendo?

El profesor al parecer no había explicado lo complicado que sería cumplir aquella petición; o quizá había infravalorado la dificultad con que se encontraría Joseph a la hora de llegar al bolsillo interior.

—Esto no es un cabaré —le dijo malhumorado el funcionario al profesor, que estaba sin habla y aturrullado detrás de las sillas—. Dígale que se abroche. Aceptamos su palabra de que tiene el dinero.

Después de que el profesor le comunicara el mensaje, y Joseph se hubiera vuelto a abrochar, el profesor le indicó que expresara su gratitud en inglés.

—Muchísimas gracias —dijo Joseph, recogiendo el abrigo y la gorra del suelo y siguiendo al profesor, que lo sacó de aquella zona.

—Bienvenido —dijo el funcionario de más edad—, y bienvenido a América.

Joseph entró en una gran sala de recepción ruidosa y abarrotada de gente que esperaba para saludar a sus amigos y parientes recién llegados. Miró a su alrededor y fue de un grupo a otro, pero no vio rastro de sus tíos. Tras buscar durante casi media hora, se preocupó. El profesor, que por suerte se había quedado con él, le sugirió que se dirigiera al mostrador de la Western Union; allí, entre montones de sobres amarillos, el empleado descubrió uno dirigido a Joseph.

El profesor se lo tradujo:

LO SIENTO TUS TÍOS NO PUEDEN VENIR. COGE TREN A FILADELFIA, ESTACIÓN CALLE TREINTA. AL LLEGAR LLAMA NÚMERO DE ABAJO. IREMOS A BUSCARTE. EL BUEN AMIGO DE TU PADRE, CARLO DONATO.

Joseph nunca había oído hablar de Donato, y no sabía cómo llegar al tren. Pero el profesor le dijo:

—Vamos, te debo un favor por el bochorno que has pasado. Me encargaré de que llegues. Podemos comprar el billete aquí, y la terminal está al otro lado del mar, en Nueva Jersey, adonde podemos ir en lancha.

Después de que el profesor hubiera ayudado a Joseph a convertir sus liras en dólares en la oficina de cambio —anteriormente Joseph había visitado los servicios y discretamente sacado sus fondos—, un guía de transportes, que ayudaba a los pasajeros cuando estos habían comprado sus billetes de tren, le clavó a un lado de la gorra una tarjeta con el número 6. La tarjeta numerada le recordaría al revisor que el destino de Joseph era Filadelfia.

Mientras le llevaba la maleta y acompañaba a Joseph a la vía del expreso con destino a Filadelfia, el profesor le recordó:

—No te bajes del tren hasta que haya dejado de moverse y todo el mundo se haya apeado. Esa será la estación de la calle Treinta, la última parada. El señor Donato te encontrará. Yo le telefonearé para decirle a qué hora llegas. Buena suerte. Y feliz Navidad.