El París que Gustave Flaubert había elogiado por sus «amorosos efluvios y emanaciones intelectuales» no era el París que Antonio le enseñó a Joseph en la primavera de 1920. El París que Joseph vio estaba perfumado por el aroma de las prostitutas callejeras, abarrotado de refugiados de guerra y rusos blancos, y era ridiculizado por los poetas y pintores que representaban un movimiento de vanguardia llamado dadaísmo.
Los dadaístas creían que no valía la pena conservar nada del pasado. La Gran Guerra y el síndrome psíquico que la había alimentado lo habían envenenado todo; y como símbolo de cómo el nuevo movimiento rechazaba los criterios tradicionales artísticos, el artista Marcel Duchamp produjo en 1919 un grabado en el que se veía a la Mona Lisa de Leonardo con bigote y perilla.
Como para dar validez a la idea dadaísta de que el mundo se había vuelto loco, el presidente de Francia fue descubierto, a principios de una mañana de 1920 (dos días después de la llegada de Joseph a París) caminando descalzo por el campo y en pijama, después de haberse caído del coche cama de su tren por la noche; y el mismo individuo —Paul Deschanel— sería visto posteriormente abandonando una reunión política al aire libre para abrazar un árbol, y más tarde se metería en un lago totalmente vestido. Al final del verano, el presidente de Francia, maníaco-depresivo, había sido reemplazado e internado en un manicomio.
Si bien las secuelas de la guerra fueron más pronunciadas en Francia que en ninguna otra parte, también es cierto que el país había sufrido más muertes y destrucción que ningún otro. Habían muerto 1 400 000 soldados: el 17,6 por ciento de su ejército, en comparación con los porcentajes de Austria —el 17,1—, de Alemania —el 15,1— y de Gran Bretaña —el 13 por ciento—. De los tres millones de soldados heridos de Francia, más de un tercio quedarían incapacitados de manera permanente.
«Cuando la guerra por fin terminó, resultó imprescindible que ambos bandos mantuvieran, e incluso hincharan, el mito del sacrificio, a fin de que la contienda no se viera como lo que había sido en realidad: una pérdida absurda de millones de vidas —escribió el crítico de arte Robert Hughes más de medio siglo después—. Lógicamente, si la flor de la juventud había sido cercenada en Flandes, los supervivientes no eran la flor: los muertos eran superiores a los traumatizados vivos. Así, la práctica destrucción de una generación aumentó aún más la distancia entre los jóvenes y los viejos, entre lo oficial y lo no oficial. Uno de los resultados fue el odio que sintieron ciertos artistas hacia cualquier forma de autoridad, hacia todos los estilos tradicionales. Pero el principal resultado fue el deseo de empezar de cero. Si Verdún representó el punto culminante de la cultura patriótica, nacionalista y respetuosa con la ley de los padres, entonces los hijos serían pacifistas e internacionalistas. Algunos (…) querían construir utopías literales de la razón y la justicia social, creadas (y no simplemente expresadas) por la arquitectura y el arte. Otros eran menos ambiciosos; tan solo querían huir de la locura».
La impresión predominante que Joseph extrajo durante su estancia de siete meses en París fue que se trataba de una ciudad de hombres ancianos y mujeres jóvenes; y lo que le sorprendió al principio fue la gran cantidad de mujeres jóvenes que parecían conocer a su primo Antonio. Desde la tarde en que salió de la terminal del ferrocarril, y durante los posteriores paseos por la ciudad, las mujeres se acercaban a Antonio con mucha familiaridad y le decían cosas en francés que parecían sonrojarlo. Pero él las ahuyentaba con un gesto y se negaba a traducirle las palabras a Joseph.
Aunque Antonio tenía solo veintiséis años, Joseph ahora lo veía como alguien mucho mayor, más una figura patriarcal que el primo y confidente que había sido en Maida. En Damien’s, donde Antonio había conseguido que aceptaran a Joseph de aprendiz, este se quedó impresionado por la seguridad en sí mismo de su primo en presencia de Monsieur Damien y de los demás veteranos en el oficio, así como delante de la distinguida clientela que entraba para que les enseñaran los rollos de tela, ahora ya no racionada, que cortarían siguiendo la moda más holgada y menos formal de la posguerra. Entre sus clientes había aristócratas emigrados de la Rusia de Lenin; miembros de la familia Rothschild y otros banqueros prominentes; y algunos de los importantes ministros aliados que seguían supervisando la conferencia de paz de Versalles.
Durante el verano anterior, los ministros aliados habían impuesto condiciones muy duras a los delegados de los derrotados gobiernos alemán, austríaco y búlgaro; y durante la primavera y el verano de 1920, los ministros se portaron de manera parecida con los húngaros y los turcos. Pero cuando muchos de esos ministros entraban en el salón de espejos de Damien’s para escoger su vestimenta otoñal, el individuo más decidido del local parecía ser Antonio. Era él quien les decía qué tenían que llevar y cómo. Ellos se habían repartido Europa; él les cortaría la ropa.
De dónde surgía una actitud tan decidida era algo que seguía asombrando a Joseph, pues incluso la experiencia de los años de guerra y el haber llegado al grado de sargento eran insuficientes para explicar completamente la personalidad dominante y convincente de Antonio. Pero a medida que transcurría el verano, y Joseph seguía observando a su primo en el trabajo, durante sus periplos por la ciudad, y en la intimidad de su apartamento, comenzaba a reconocer en el carácter de Antonio algunas de las cualidades de su abuelo Domenico. Ambos creían saber qué era lo mejor para todos los que les rodeaban; y ambos transmitían, allí donde se encontraran, un aire de propietario, que en el caso de Antonio impresionaba aún más, pues allí no era propietario de nada.
Observar cómo Antonio saludaba cada día a los clientes en los anchos y abarrotados pasillos de la tienda —su cabello oscuro prematuramente gris peinado hacia atrás con brillantina; las flores (una por la mañana y otra por la tarde) que cada día adornaban el ojal de su solapa; las alzas de sus zapatos de dos tonos por debajo de la vuelta alargada de sus pantalones, que le elevaban hasta la estatura napoleónica de uno sesenta y cinco— era ver a un hombre que había llegado muy lejos, y que probablemente iba camino de convertirse en el siguiente director de la empresa y heredero de la familia propietaria; y Monsieur Damien tampoco desalentaba esa impresión, pues los fines de semana a menudo invitaba a Antonio a su casa para que cenara con su mujer y sus hijas.
Pero las ambiciones de Antonio iban más allá de todo eso. Como él mismo le confió a Joseph, quería tener su propio negocio, deseaba ver su nombre estampado encima de la puerta y escrito en letras de oro en los escaparates. A pesar de lo mucho que Monsieur Damien le pagaba, Antonio no lo consideraba suficiente, y su opinión quedó reforzada a finales de verano, cuando una empresa de la competencia, Larsen’s, le ofreció un contrato con un salario más alto. Mientras meditaba la oferta, Antonio proclamó que Joseph probablemente obtendría un contrato parecido en el establecimiento todavía más prestigioso de Kriegck & Company. Incluso mientras trabajaba para Damien’s, no era ningún secreto que Antonio dedicaba parte de sus energías a otra cosa; tres tardes por semana, después de que Damien’s cerrara sus puertas, Antonio supervisaba clases de confección en una escuela de artes y oficios no lejos de la École Ladaveze. Varios estudiantes eran europeos del este desempleados que habían entrado en París como refugiados de guerra; otros eran veteranos franceses discapacitados que deseaban aprender un oficio en el que sus limitaciones a la hora de andar no tuvieran mucha importancia. Joseph era uno de los ayudantes en la clase de Antonio; el puesto le proporcionaba algunos francos que resultaban de agradecer (en Damien’s no cobraba), pero también significaba que tres noches por semana se iba a la cama con hambre.
Puesto que Damien’s cerraba a las ocho y la escuela (que se encontraba a quince minutos en autobús) comenzaba a las ocho y cuarto y terminaba a medianoche, Antonio y Joseph no tenían tiempo para comer y levantarse al alba a la mañana siguiente, algo imprescindible, pues Monsieur Damien le había confiado a Antonio una llave de la tienda para que recibiera las telas, cosa que generalmente ocurría a las seis y media. Pero las tardes que no había escuela, Antonio procuraba que Joseph tomara una comida completa, aunque no cara. Naturalmente, Antonio elegía los restaurantes y se encargaba de pedir todos los platos.
Durante los primeros dos meses de la estancia de Joseph en París, evitaron los restaurantes italianos en favor de los bistrós y cafés franceses; Antonio insistía en que frecuentar esos locales aceleraría la familiaridad de Joseph con el idioma local y las costumbres de los parisinos. Pero a pesar de que Antonio corregía de manera diligente los defectos de pronunciación de Joseph, y de que este seguía estudiando sus libros de francés, carecía de la facilidad de Antonio con el idioma; o quizá carecía del sincero deseo de Antonio de dominarlo. De manera instintiva, y aunque no lo manifestara, Joseph sabía que no se quedaría mucho tiempo en París. Estaba claro que Antonio había encontrado su lugar, que había descubierto la ciudad que se adaptaba a su temperamento, su estilo de vida y sus ansias de emociones. Pero para Joseph la capital de Francia no era más que una escala hacia América. Hasta que no cumpliera los diecisiete, a primeros de octubre, Joseph estaba resignado a seguir siendo el pupilo de Antonio, un papel que al menos le salvaba de tener que volver a Maida. Pero al ser Antonio tan protector y controlador —algo probablemente inevitable—, y dado que, mientras permaneciera en París, Joseph dependía de él, pronto se sintió atrapado y presa de la claustrofobia de una manera que no había experimentado ni siquiera en Maida.
Cuando Sebastian se fue a la guerra, Joseph se acostumbró a tener un dormitorio para él solo; y aunque eso cambió con el regreso de Sebastian, el hecho de que este hubiera vuelto incapacitado implicó que ya no intentaba impartir órdenes en su papel de hermano mayor. Su abuelo Domenico, al que después de la tragedia de Sebastian se le veía mayor y más retraído, también declinó como fuerza directriz en la casa durante el último año de Joseph en Maida. Pero ahora, en París, probablemente la ciudad más liberal y libertina del mundo —una ciudad que parecía integrar los sonidos de los ruidosos bolcheviques que defendían la insurrección por los bulevares, y pasar por alto los bares de lesbianas y burdeles que flanqueaban las calles secundarias—, Joseph se encontraba encerrado con su autoritario primo cinco pisos por encima de la sastrería en la que era aprendiz sin paga, durmiendo lo mínimo cada noche, en un pequeño catre del apartamento de una habitación protegido por una triple cerradura para impedir la entrada del conserje vasco alcohólico y entrometido.
Antonio había reforzado la seguridad después de pillar al conserje en tres ocasiones intentando forzar la cerradura; cada vez, la inverosímil justificación del conserje había sido que había olido humo y creído que se estaba declarando un incendio en el interior. Y aunque Antonio no hubiera recelado del conserje, sí lo habría hecho del otro inquilino de la sexta planta: la sigilosa y taciturna mujer argelina que, siempre con gafas oscuras, se paseaba por las chirriantes escaleras a las horas más extrañas, y casi nunca dormía en su apartamento más que dos veces al mes. Antonio creía, sin la menor prueba, que era una espía implicada en algún plan para derrocar al Gobierno francés. Pero la razón más plausible de su mala predisposición hacia ella era que, contrariamente a lo que Antonio había esperado, la mujer no se había convertido en una mártir de su causa y dejado el apartamento vacío para que él lo ocupara y se lo cediera a Joseph.
Aunque ninguno de los dos se quejaba, a mediados de verano tanto Antonio como Joseph se sentían un poco apretujados entre las paredes del apartamento, tres cuartas partes del cual quedaban tácitamente monopolizadas por Antonio, mientras que la alcoba del rincón era el dominio de Joseph. Un espejo enmarcado en caoba de metro ochenta de altura y sin soporte, que se habían traído prestado del almacén de Damien’s, dividía el rincón de Joseph del resto de la habitación. Detrás del espejo estaba su catre. Su maleta, colocada en el suelo y envuelta con un trozo de damasco, servía también de mesa auxiliar, mientras que sus ropas colgaban de un perchero al que le faltaban dos ganchos, con lo que quedaba inclinado hacia la pared.
Los muchos trajes y abrigos de Antonio llenaban el armario que había en la otra punta del apartamento, entre dos de las ventanas delanteras. A la izquierda del armario había una cama con un cabezal de latón que había comprado en un rastro y había trasladado de su antiguo apartamento del Barrio Latino. Junto al lavabo (el retrete estaba en el pasillo) había una cómoda de cinco cajones sobre la cual se veían los numerosos cepillos y peines de Antonio, sus pomadas, colonias, enjuagues bucales, y otros artículos de tocador embotellados, todos formando una línea tan recta como la de unos soldados a la espera de inspección. Sus pares de zapatos estaban alineados con el mismo esmero sobre el suelo de su armario. Antonio se hacía la cama meticulosamente cada día nada más levantarse.
En contraste con el carácter ordenado de Antonio, un espíritu de caos y abstracta extravagancia se expresaba en las paredes del apartamento, dentro de los marcos de los óleos que había comprado baratos a artistas callejeros que exponían junto al Sena. Algunos de sus cuadros eran del estilo cubista que había estado de moda antes de la guerra; otros mostraban signos de lo que en años posteriores se denominaría surrealismo; y otros eran manchas indefinidas de colores chillones que habían sido arrojados sobre el lienzo con un balde. Sin embargo, había un cuadro que resultaba abstractamente erótico. En él se veía a una mujer desnuda y pechugona de pie dentro de una bañera, acariciándose los pechos.
Joseph era incapaz de mirarlo sin sentirse incómodo, aunque nunca se lo comentó a Antonio. Sin embargo, el que estuviera colgado sobre la cama de Antonio le hacía preguntarse si su primo era tan mojigato como se esforzaba en aparentar cuando iban por la calle y rechazaba bruscamente los acercamientos de las prostitutas y los vendedores callejeros de postales francesas subidas de tono. Y el hecho de que casi toda la pared estuviera dedicada al arte moderno, sin ninguna imagen santa ni ningún crucifijo a la vista, hacía que Joseph viera todavía con más perplejidad a su primo. La impiedad de la guerra quizá había provocado cierto escepticismo, y su brutalidad parecía perdurar en los sueños de Antonio. Joseph había sido testigo de algunas de esas pesadillas, pues lo habían despertado los ruidos de Antonio al golpear con una mano la cabecera de la cama y gritar lo que parecían órdenes militares, u órdenes de batalla, o palabras de advertencia presas del pánico. Había dos nombres que solía mencionar a menudo, y los repetía con urgencia: «¡Muffo! ¡Branca!… ¡Muffo! ¡Branca!…». En mitad de una noche calurosa, Joseph se despertó y encontró a Antonio caminando sonámbulo, describiendo círculos en ropa interior, y de repente encaminándose hacia una ventana abierta de par en par. Joseph corrió y lo agarró por los hombros. Antonio se dio media vuelta e insultó furiosamente a Joseph, como no lo había hecho nunca. Después de calmarse, Antonio le explicó que no estaba sonámbulo, pero que el agobiante calor lo había puesto nervioso y se dirigía a la ventana para refrescarse. Por la mañana, mientras se vestían rápidamente para ir a trabajar, ninguno de los dos mencionó el incidente.
Esa tarde, después de que Antonio se marchara con Monsieur Damien a un hotel para visitar a un cliente, Joseph se escabulló de la tienda y siguió las indicaciones que había trazado en su mapa de bolsillo de París hasta la embajada italiana. Allí esperaba solicitar un visado para los Estados Unidos sin decírselo a Antonio. Sin saber muy bien cómo reaccionaría este, y sin estar ni siquiera seguro de si podría conseguir una solicitud de visado, pues todavía no había cumplido los diecisiete y carecía de los documentos necesarios de un patrocinador en el país de destino, consideró que lo mejor sería investigar privadamente antes de arriesgarse a una riña familiar por algo que quizá ni siquiera iba a ser posible. Al razonar así, Joseph se guiaba por el ejemplo de Antonio al huir de Maida. Primero actúa, luego da explicaciones.
Tocado con un sombrero de paja y enfundado en un traje de franela beige de cuya americana Antonio había eliminado casi todo el forro para que resultara más ligera y fresca, Joseph se adentró en el calor del final de la tarde siguiendo un bulevar flanqueado de árboles con una nueva sensación de independencia y nerviosismo. Era su primer paseo por París sin que fuese con él Antonio. La avenida estaba abarrotada de parejas, muchas mujeres fumaban y llevaban el pelo corto como el de un muchacho. Solían acompañarlas oficiales de pelo gris con las botas lustrosas y una hilera de insignias en el pecho, u hombres de aspecto ministerial con sombrero de copa y bastón, a los que se veía bastante frescos a pesar de sus cuellos almidonados y sus pesados trajes oscuros. Joseph oyó numerosos idiomas, y de vez en cuando alguna voz que pensaba que podía ser americana, aunque no estaba seguro. Le habían dicho que París estaba llena de turistas americanos, atraídos por la subida del dólar, que un año antes equivalía a siete francos y ahora a casi veinte, lo que había causado la aparición de buscadores de gangas en todas las facetas del comercio menos la de la prostitución. Dicha industria había perdido un gran porcentaje de clientela desde la repatriación de los millones de soldados que habían frecuentado los burdeles de la ciudad durante los permisos y las estancias de una noche. «Las prostitutas andan desesperadas buscando dinero —le había dicho recientemente Antonio a Joseph, para explicarle la brusquedad con que había tratado a una insistente mujer en la calle—. Si no consiguen dinero de una manera, lo consiguen de otra, con la ayuda de los cuchillos que llevan en el liguero —añadió, con su aire de sabelotodo—. O con la ayuda de sus chulos, que siempre andan cerca, entre las sombras».
Evitando las sombras, Joseph siguió caminando por el borde exterior de la acera rumbo a la embajada italiana, a paso vivo y esquivando a todas las mujeres que veía de pie mientras intentaba permanecer cerca de los peatones varones de uniforme, asumiendo que esos al menos no eran chulos. La seguridad personal de Joseph era una preocupación secundaria para él; lo más importante era lo que llevaba en torno a la cintura, dentro de sus pantalones, los fondos con los que esperaba comprar un pasaje para América: la faltriquera que contenía los quinientos dólares en liras que le habían prestado sus tíos de la familia Rocchino, que ahora estaban en Ambler. Joseph llevaba su cinturón a todas partes, no se lo quitaba ni en la cama. Aunque eso aumentaba esa sensación de confinamiento que había experimentado desde su llegada a París, no veía alternativa. Las calles hervían de posibles ladrones, según su primo, e incluso el conserje de su edificio era aficionado a intentar forzar las cerraduras de los demás.
Al ver la bandera tricolor italiana ondeando tras el edificio de la embajada, rodeada por una tapia, Joseph se apresuró hacia el carabiniere de sombrero emplumado que estaba de guardia en la entrada. El agente, que llevaba una espada plateada y una pistola dentro de una funda negra al cinto de su uniforme azul, levantó una mano enguantada de blanco hacia su gorra, en un saludo poco formal. Después de que Joseph pidiera permiso para visitar la oficina del cónsul, y tras mostrar su pasaporte, le indicaron por dónde tenía que ir, y el agente le hizo una seña para que entrara guiñándole el ojo, guiño que repitió a las dos jóvenes que salían del edificio y se encaminaban hacia la calle.
Tras cruzar el vestíbulo principal, donde había un retrato del rey Víctor Manuel III, Joseph subió los tramos de escaleras y entró en una sala alargada donde había un techo alto y recargado; la habitación estaba abarrotada de gente que esperaba en dos filas para entrevistarse con dos hombres de traje oscuro, uno canoso y el otro calvo, que ocupaban unos grandes escritorios donde se acumulaban los papeles y los libros. La gente de la cola era muy silenciosa, y por toda la sala se oían las preguntas de los dos hombres, mucho más sonoras que las respuestas de los solicitantes.
El hombre canoso hablaba italiano con un acento que no le resultaba familiar a Joseph, que supuso que era característico de alguna región del norte de Italia. La voz del calvo, sin embargo, tenía esa entonación del sur que Joseph reconoció enseguida; y a pesar de sus recientes esfuerzos para distanciarse de sus raíces —de su familia, de su pueblo, y también de Antonio—, inmediatamente se sintió atraído por lo que le resultaba familiar. Se colocó en la cola que se dirigía hacia el hombre del sur, aun cuando fuera la más larga. Había unas cincuenta personas, mientras que en la otra eran menos de cuarenta. Casi todos los que hacían cola eran mayores que Joseph, y su edad oscilaba entre al menos los cuarenta y los setenta, quizá incluso más, y aunque vestían de manera presentable, Joseph sabía, por lo que había visto en las revistas de moda y en la sastrería Damien’s, que esas personas seguían una moda predominantemente anticuada, de años antes de la guerra.
Los hombres llevaban pantalones estrechos y con vuelta, que se afilaban en los tobillos; las americanas eran un poco largas, entalladas, y formaban una curva en los costados, como las de montar. Muchos vestían polainas sobre los zapatos de puntera estrecha, y cuello duro con pajarita, y barba con patillas. Las mujeres vestían faldas largas y amplias en vivos tonos veraniegos, en muchos casos descoloridos, blusas almidonadas de cuello exageradamente alto, sombreros de paja o capotas de fieltro; y varias mujeres también portaban sombrillas plegadas bajo el brazo. Parecían salidos de un gran cartel fin-de-siècle, en el que se veía una escena callejera de París, que Joseph se había parado a mirar hacía poco con Antonio delante del escaparate de unos grandes almacenes. Pero Joseph se recordó que esas personas que estaban en la embajada no eran franceses, sino italianos, o parientes de italianos, o posiblemente emigrados francoitalianos de las zonas rurales de la frontera que se habían trasladado a la capital durante la guerra para huir de los austríacos. Se contaban entre los supervivientes de más edad de la Gran Guerra, y ahora obtenían información para poder comenzar quizá una nueva vida en algún lugar remoto. La pareja de pelo gris que estaba delante de Joseph iba de la mano. La mano izquierda del hombre y la derecha de la mujer estaban entrelazadas dentro de los pliegues de la falda larga de ella, provocando un leve movimiento de la tela cada vez que aflojaban las muñecas y entrelazaban los dedos.
El pelo plateado de la mujer, recogido en un moño hacia atrás, iba rematado por un sombrero de paja de ala ancha con una rosa en el lateral de la cinta. Era una mujer alta y de hombros anchos, y miraba al frente sin susurrarle ni una palabra a su compañero; pero de vez en cuando erguía los hombros, arrugando la espalda de su blusa de lino almidonada. El hombre era recio y tenía el pelo gris y espeso, con la raya en medio. En la manga izquierda de su americana negra llevaba cosido un fino brazalete negro de luto; se confundía tan bien con la americana que apenas era perceptible. En la mano no entrelazada con la de la mujer sostenía un sombrero panamá que parecía recién comprado. La textura tersa como de palma de la copa blanca brillaba a la luz de la ventana, y el ala ancha del sombrero parecía delgada y afilada como un cuchillo. Como Joseph nunca había visto a una pareja de esa edad que se diera la mano, no sabía qué pensar; pero el afecto que mostraban entre ellos resultaba confortador, le hacía sentir más esperanzado y menos aislado de lo que se había sentido al entrar en aquella sala.
La fila avanzaba lentamente, a pocos pasos cada cinco o diez minutos. A Joseph le preocupaba que Antonio hubiera regresado ya a la tienda y se alarmara al no encontrarlo. Ya eran las cuatro de la tarde. Al escuchar a la gente que tenía delante, Joseph se daba cuenta de que casi todo el mundo pedía ayuda para ir a Sudamérica o Canadá. Las ciudades más mencionadas eran Buenos Aires y Montreal. Los barcos que salían en esas direcciones zarpaban dos veces por semana, y aquellos dos asesores, por una tarifa, se ofrecían voluntarios para acelerar el trámite de los visados que tenían que expedir los representantes en París de los países donde deseaban entrar los solicitantes.
Puesto que ninguno de los solicitantes había expresado hasta ese momento ningún interés en visitar los Estados Unidos, Joseph se preguntó si los puertos americanos seguían cerrados a los extranjeros, como había ocurrido durante la guerra; sus tíos de la familia Rocchino, después de todo, habían conseguido zarpar en un barco que salía de Nápoles. Quizá solo los barcos que zarpaban de Francia limitaban el número de civiles que viajaban a los Estados Unidos. La idea de comprar un pasaje en Nápoles le resultaba desalentadora a Joseph, pues si regresaba al sur de Italia se sentiría obligado a visitar a su madre y a los demás parientes de Maida, que intentarían hacerle cambiar de opinión para que no se fuera a América.
A las cuatro y media, Joseph casi había llegado al escritorio del asesor de viajes. La pareja de pelo gris, que había dejado de darse la mano cuando les había llegado el turno, ahora estaba de pie ante el escritorio explicando que deseaban emprender un viaje a Australia en las próximas tres o cinco semanas. Decían que eran misioneros protestantes de Piamonte, y que les habían asignado una misión en Melbourne. Joseph no había conocido a ningún protestante, pues en su región del sur eran casi inexistentes, pero sí sabía que algunos italianos, entre ellos un primo de su difunto padre, se habían instalado en Australia.
Ahora la sala estaba casi vacía. La última persona de la otra fila acababa de marcharse, y el asesor canoso estaba contando el dinero que había recogido con la promesa de acelerar la consecución de los visados y encargarse de los billetes de los pasajeros. El asesor calvo que estaba delante de Joseph ojeaba unos grandes libros y le indicaba a la pareja los horarios de los diversos trenes y barcos que podían utilizar para llegar a Australia.
Pasaron casi quince minutos antes de que la pareja se decidiera, depositara la paga y señal y, con prolongadas expresiones de gratitud, por fin se diera media vuelta para marcharse. La mujer casi se rozó contra Joseph al girar con su larga falda y ajustarse el sombrero, y por un momento él le vio la cara, guapa y angulosa, y sin carmín. Su compañero, un individuo de rasgos ásperos pero refinados, saludó a Joseph con la cabeza y con una sonrisa antes de alejarse con la mujer.
—El pasaporte, por favor —exclamó el asesor.
Joseph dejó de mirar a la pareja y rápidamente dio un paso al frente con su pasaporte. El hombre lo examinó un momento, y a continuación enarcó una ceja.
—Ah, veo que es usted de Maida —dijo en tono amable.
—Sí —contestó Joseph.
—Bueno, yo nací cerca de Maida. Soy de Cosenza. ¿Ha estado en Cosenza?
—No, pero sé dónde está —dijo Joseph—. Es la capital de la provincia.
A Joseph le alegró conocer ese dato, pues pareció impresionar al hombre, que prosiguió diciendo:
—Bueno, pues yo no solo sé dónde está Maida, sino que he estado allí. Es un bonito pueblo sobre una colina. Hay un castillo en el centro. Estuve hace ya muchos años, pero me acuerdo de la visita. Fue en Semana Santa. Acompañé a mi tío a un sastre de Maida. Se iba a hacer un traje para Pascua —hizo una pausa antes de añadir—: Tuvo un desacuerdo con el sastre.
Joseph se echó a temblar. Se acordó de que de manera accidental había cortado la rodilla del traje nuevo que su tío le había confeccionado al mafioso de Cosenza, Vincenzo Castiglia. Ahora el corazón le golpeaba con fuerza, y se sintió mareado. El asesor observó que se tambaleaba.
—Joven, ¿se encuentra bien? —preguntó.
—Sí —dijo Joseph—, es solo que estoy un poco nervioso.
—Nervioso, ¿por qué? —preguntó el hombre.
En su voz había curiosidad y preocupación. Levantó la mirada del escritorio y, entrecerrando los ojos, estudió atentamente la cara de Joseph. Este bajó la vista. Hubo unos segundos de silencio.
—Me da miedo ahogarme —mintió Joseph, aunque era algo que ya se había imaginado en sus pesadillas—. Nunca he ido en barco.
El hombre se recostó en su silla. Relajó su mirada inquisitiva y puso una amplia sonrisa que reveló dos muelas de oro.
—No tema, joven —dijo—. Nuestros barcos son muy seguros. Y por cierto, ¿adónde quiere ir?
—¿Puede conseguir que vaya a los Estados Unidos? —preguntó Joseph un tanto vacilante.
—Es posible —dijo el hombre. Cogió un fajo de papeles que había sobre su escritorio, encontró el que buscaba y lo leyó durante unos segundos para sí—. Los ingleses acaban de apoderarse de algunos barcos alemanes, y piensan utilizarlos para transportar civiles —dijo—. La ruta incluirá Nueva York. Los barcos zarparán el mes que viene de Cherburgo. Sabe dónde está Cherburgo, ¿verdad?
Joseph titubeó.
—Cherburgo está en el norte de Francia —añadió el hombre—. Se puede ir en tren desde aquí. Y puedo arreglárselo todo, incluyendo el pasaje y el visado —cogió una solicitud de visado del escritorio y se la entregó a Joseph junto con una pluma—. Tome, rellene esto —dijo—, y también necesitaré la suma de la solicitud. ¿Tiene cuarenta francos, o cincuenta liras?
Joseph no buscó en la bolsa llena de liras, pues la mantenía en secreto para todo el mundo excepto Antonio. De su americana extrajo un sobre que contenía los francos que había ahorrado trabajando por la noche como ayudante de Antonio. Creía que debía de haber más o menos lo bastante para cubrir el coste de la tarifa. Pero en su impaciencia por pagarle al hombre —Joseph estaba muy contento porque no le habían preguntado la edad ni si tenía patrocinador— dejó caer el sobre viejo y quebradizo sobre la mesa del asesor, donde se abrió para revelar no solo los francos, sino el preciadísimo dólar que años antes le había regalado su padre.
—¡Dinero americano! —proclamó alegremente el asesor, agarrándolo con los dedos; y antes de que Joseph pudiera protestar, el hombre se lo metió en el bolsillo, junto con un puñado de francos—. Con esto bastará —declaró en un tono tajante que desanimó cualquier discusión posterior—. Y deprisa, llene el impreso —añadió—. Estamos a punto de cerrar.
Joseph obedeció con aire sombrío, y a continuación observó al hombre mientras este examinaba su impreso y lo colocaba en un cajón del escritorio. El otro asesor, que había estado esperando en su mesa, se acercó a su colega y lo ayudó a transportar los muchos libros y panfletos que había en el escritorio hasta el cajón abierto de un archivador que tenían al lado.
—Debería volver dentro de tres semanas —le dijo el asesor a Joseph—. Entonces a lo mejor tendremos un informe de nuestros progresos.
Joseph se despidió moviendo la cabeza, salió del edificio, cruzó la verja y recibió otro despreocupado saludo del carabiniere.
Ahora el bulevar se veía más abarrotado que antes; los cafés estaban llenos, y las aceras completamente en sombras. Eran poco más de las seis. Mientras Joseph seguía caminando, se preguntó qué le diría a Antonio, y todavía estaba triste por la pérdida del recuerdo de su padre. Pero casi brincaba al caminar, tenía la vaga sensación de haber conseguido lo que quería. Creía que el curso de aquella tarde lo había acercado a su destino final. También recordó que el día que su padre le regaló el dólar, le dijo que algún día debía gastarlo en algo maravilloso. A Joseph no se le ocurría nada más apropiado que un visado para América.