29.

La Primera Guerra Mundial acabó el 11 de noviembre de 1918, pero Antonio Cristiani y muchos miles de soldados aliados no discapacitados siguieron en activo durante un año más para ayudar a eliminar los escombros y los restos humanos que habían quedado desperdigados por Europa durante los cuatro años y cuarto de caos que habían provocado la muerte de diez millones de personas.

En enero y febrero de 1919, Antonio trabajó con una cuadrilla italofrancesa eliminando alambradas y minas desde la ribera sur del río Marne; en marzo y abril fue sargento de suministros en un hospital de campaña de Bar-le-Duc, cerca de Verdún; y en mayo fue destinado a París como intérprete para un coronel italiano que formaba parte del grupo militar del general Diaz que asistía a la conferencia de paz.

Aunque los comandantes de los ejércitos victoriosos quedaban relegados a un segundo plano ante la llegada de los estadistas que representaban a Gran Bretaña, Francia, Italia, los Estados Unidos y las demás naciones aliadas, dichos oficiales eran consultados regularmente por los líderes civiles en un esfuerzo por clarificar las muchas disputas que surgieron en la mesa de negociación de los ganadores. Los disparos habían cesado, pero ahora los negociadores aliados se peleaban entre ellos por el botín, e Italia se encontraba en medio de la disputa. El primer ministro italiano, Vittorio Emanuele Orlando, abandonó la conferencia durante dos semanas. Estaba molesto con el presidente de los Estados Unidos, Woodrow Wilson, que pretendía no concederle a Italia (y entregarlo a la nación recién creada de Yugoslavia) gran parte del territorio que antes de la guerra había estado en poder de los austríacos y que los franceses y británicos habían prometido en secreto a Italia en 1915 como incentivo para que se uniera a los aliados. La nación italiana, tras haber sacrificado las vidas de más de 530 000 soldados, no estaba para regateos; y muchos de sus ciudadanos se alegraron cuando Gabriele D’Annunzio, ayudado por miles de insurgentes invasores, se hizo con el control de esas tierras por la fuerza.

Con esa cuestión por resolver, la conferencia de paz se enfrentó a otras disensiones, como la discusión entre los primeros ministros francés y británico sobre la reclamación belga de territorio holandés, y cómo obtener de Alemania un pago de las reparaciones. En un momento del debate, el primer ministro británico, David Lloyd George, agarró por el cuello a su colega francés, George Clemenceau, y le exigió una disculpa por las afirmaciones supuestamente falsas e insultantes pronunciadas por el francés. El presidente Wilson se interpuso entre ellos para impedir que llegaran a las manos, pero Clemenceau se negó a disculparse, y sugirió que Lloyd George podía pedir satisfacción «con pistola o espada».

Antonio se alegró de poder volver a París en la primavera y el verano como asesor lingüístico de un coronel italiano, sobre todo porque le ofreció la oportunidad de comenzar a gestionar su regreso a la vida civil. Cuando se presentó en la sastrería de Damien, su antiguo jefe lo abrazó cálidamente y ofreció un gran aumento si volvía a trabajar con él cuando lo licenciaran; Monsieur Damien también puso a su disposición un apartamento de renta baja en la sexta planta del edificio que poseía, y donde estaba su tienda. Después de la sugerencia de Damien de que Antonio lo alquilara de inmediato, aun cuando estaba obligado a no alejarse de la sede de la conferencia de paz, Antonio le pidió prestado a Damien su chófer para que lo ayudara con la mudanza, y en pocas horas había vaciado su antiguo apartamento del Barrio Latino, donde tan solo tuvo que recoger una maleta que contenía dos trajes y un esmoquin, y quitar las mantas mohosas, los almohadones y las sábanas de una cama que no se había hecho en cinco años.

Su nuevo apartamento, aunque solo tenía una habitación con una alcoba, sería lo bastante grande para incluir a Joseph, al menos temporalmente; y en la sexta planta había otros apartamentos que Antonio pensó que podría conseguir en el futuro. Uno se utilizaba entonces para almacenar los viejos archivos y mobiliario de la empresa. Otro estaba alquilado a una mujer argelina a la que no se había visto en varios meses, aun cuando el importe del alquiler llegaba regularmente por correo. Otro estaba ocupado por el conserje del edificio, un anciano vasco que bebía mucho.

El apartamento de Antonio, en la parte de delante del edificio, tenía dos ventanas que le proporcionaban una bonita vista del horizonte y de la calle. El inminente desfile del Día de la Bastilla pasaría por debajo de su casa; sería un gran espectáculo, una procesión triunfal de las bandas de música aliadas de todas partes del mundo, y Antonio planeaba contemplarlo desde su ventana. Pero la mañana del 14 de julio, cuando llegó a la sexta planta y entró en su apartamento, vio a una docena de desconocidos asomados a sus ventanas. El conserje, que también estaba en la habitación, sonrió avergonzado. A continuación metió la mano en el bolsillo, se acercó a Antonio y le entregó algunos francos, afirmando que esa era la mitad de la cantidad que la gente había pagado por aquel espacio privilegiado. Antonio aceptó la suma sin dar las gracias y se fue a ver el desfile a la escalera de la calle.

Antonio y Joseph intercambiaron varias cartas durante el verano y el otoño de 1919; y en enero de 1920 —cuando Antonio ya se había licenciado y volvía a trabajar en Damien’s— Joseph le escribió para decirle que había recibido permiso de su madre y su abuelo para ir a París con Antonio en primavera. La vida de posguerra en Maida seguía siendo mala, escribió Joseph; todo el pueblo funcionaba sobre todo a base de trueque, y muchos clientes de la sastrería de Cristiani, que había vuelto a abrir hacía poco, pagaban sus ropas con fanegas de harina, cabezas de ganado y otras mercancías. La granja familiar funcionaba, pero como Sebastian estaba postrado en la cama y el abuelo Domenico, de casi ochenta y dos años, estaba menos activo, la mitad de la superficie quedaba sin labrar, y los trabajadores eran escasos incluso en esa época de tanto desempleo.

Muchos de los veteranos que regresaban eran físicamente capaces de trabajar, pero no parecían dispuestos a ello. Se pasaban las horas jugando a las cartas en el café, o en la trastienda de la carnicería de Pileggi; malvivían con sus ahorros de la época de la guerra y sus pequeñas pensiones, maldecían al gobierno que les había prometido tanto pero estaba haciendo tan poco para mejorar la economía del sur. Durante el invierno de 1920 hubo manifestaciones antigubernamentales en Maida y en otros lugares, todas ellas encabezadas por veteranos desengañados. Pero los más ambiciosos, en lugar de manifestarse, hacían las maletas y se iban del país. Marchaban en busca de trabajos bien pagados que les habían prometido en América del Norte y del Sur y en Australia.

Dos de los tíos de Joseph, los mayores de los cuatro hermanos Rocchino, abandonaron el pueblo a final de febrero de 1920 para aceptar el empleo que se les había ofrecido en la fábrica de amianto Keasbey & Mattison de Pensilvania. Joseph había acompañado a su madre y a otros parientes a despedir a los dos hombres. Era una mañana terriblemente fría, pero los hermanos Rocchino llevaban los mismos trajes ligeros de lino americano y sombreros canotier que habían llevado al volver a Maida en respuesta a la llamada a filas. Ahora, mientras decían adiós con la mano desde la ventanilla del tren que avanzaba lentamente hacia Nápoles, parecían dos despreocupados turistas que emprenden una gran aventura. Joseph, que por entonces tenía dieciséis años, los observaba desde el andén deseando irse con ellos.

Sin embargo, tres meses más tarde fue él mismo quien se marchó. Su madre lo acompañó a la estación, junto con sus abuelos, sus hermanos menores y otros parientes de las dos ramas de la familia. Domenico e Ippolita permanecían del brazo, separados un metro de los demás en el andén; eran más reservados e iban mejor vestidos que los extrovertidos abuelos de la rama de los Rocchino: su tío por parte de madre, que llevaba una pelliza de piel de borrego, y las dos primas viudas de esta, cubiertas con un velo y con dientes de oro. La tía Maria se había quedado en casa cuidando de Sebastian. Por la mañana, Joseph se había acercado a la cama de su hermano, pero este apenas le había susurrado unas palabras ininteligibles y no pareció comprender que Joseph se estaba despidiendo. El menor de los Talese, Domenico, que tenía seis años, había estado llorando, decepcionado por no poder viajar en tren; y ahora, en el andén, se sentaba mohíno sobre la maleta de Joseph, agarrando firmemente el asa con la mano derecha. Aquella vieja maleta había pertenecido a su padre, y todavía mostraba a ambos lados los restos de las pegatinas del vapor americano. Detrás de la maleta se encontraban la hermana de Joseph, Ippolita, de once años, y su hermano de catorce, Nicola, que miraba a Joseph sin decir nada.

—No te olvidarás de nosotros, ¿verdad? —preguntó la madre de Joseph.

Joseph negó con la cabeza. Se sentía incómodo al ser el centro de todas aquellas miradas, y estaba impaciente por subir al tren. Llevaba el nuevo abrigo marrón y el sombrero a juego que su tío Francesco le había confeccionado y entregado esa misma mañana de camino a la tienda. Alrededor de la cintura, por dentro de los pantalones, Joseph se había atado una bolsa de dinero que contenía el dólar americano que su padre le había dado, además de quinientos dólares en liras que le habían prestado los tíos Rocchino que se habían marchado a América. Le habían dicho a Joseph que podía vivir con ellos en Ambler si las cosas no funcionaban en París. A Joseph le había alegrado oírlo, pues los bombardeos de París, de los que el anciano Cristiani hablaba tan a menudo cuando se preocupaba por Antonio, habían hecho que la ciudad perdiera parte de su atractivo; como resultado, ahora Joseph se mostraba receptivo al afecto que su padre tenía por América. Pero Marian esperaba que su hijo regresara a Maida en cuestión de meses. Ese viaje en tren a París solo tenía que ser una visita de verano en la que Joseph decidiría si le gustaba la ciudad lo suficiente como para querer vivir en ella.

—¿Estarás en casa antes de tu cumpleaños? —preguntó su madre, más a modo de recordatorio que de pregunta, pues era algo que ya habían decidido. El 6 de octubre, el día de su diecisiete cumpleaños, su abuelo Domenico iba a ofrecer una misa en su honor y luego una fiesta. Los diecisiete años marcaban su entrada en la madurez. Solo entonces podría decidir su destino.

—Sí —contestó Joseph, sin mirar a su madre a los ojos.

Antonio había dicho que lo importante era salir de Maida; una vez estabas fuera, poco podía hacer nadie para remediarlo. Joseph había rezado regularmente a San Francisco en busca de guía y sabiduría; pero en aquel momento, en el andén —mientras el tren esperaba y el mozo le quitaba la maleta al pequeño Domenico y la colocaba en lo alto de los escalones de acero—, a Joseph lo consumían emociones en conflicto.

El tren siguió toda la noche por la costa, y a la mañana siguiente había cruzado Roma y se encaminaba hacia la Toscana. Joseph había pasado las horas sentado en el silencio del compartimento, durmiendo y leyendo un manual de conversación y un diccionario de francés que Antonio le había enviado. Pero después de la parada en Roma, el tren quedó lleno de pasajeros, y Joseph tuvo que desplazarse hacia la zona del banco de terciopelo más cercana a la ventanilla para dejar sitio a dos monjas y a un caballero anciano de pelo blanco que se sentaron a su derecha. Ahora, delante de Joseph había dos jóvenes vestidas de negro y con mantilla de encaje, y un hombre corpulento y con gafas enfundado en un traje negro, corbata negra y sombrero hongo negro, con una cinta negra cosida en la mano izquierda de la americana. El hombre cogió las maletas de las jóvenes y las subió al portaequipajes. A continuación se quitó el sombrero hongo y se abanicó unas cuantas veces antes de sentarse entre las mujeres, con el sombrero en el regazo. Con los dedos tamborileó impaciente el ala hasta que el tren comenzó a moverse. Le dijo algo a la joven de la derecha, y a continuación a la de la izquierda. La primera parecía de la edad de Joseph; la segunda, unos años mayor. Ambas eran guapas de una manera serena y delicada, y la familiaridad del hombre con ellas le hizo pensar a Joseph que era su padre; por cómo iban vestidos los tres, Joseph dedujo que iban o volvían de un funeral.

Joseph regresó a su manual de conversación, pero a menudo dirigía la mirada al centelleo del mar, y hacia las montañas y pueblos que en las laderas quedaban de cara al tren. Aunque el paisaje era entretenido, no era muy distinto de lo que recordaba de los viajes anteriores en tren entre Nápoles y Maida con su tío Francesco; y Joseph tenía que decirse constantemente que ahora recorría territorio inexplorado: se había ido de casa y viajaba por la costa del mar Tirreno hacia el norte de Italia, y pronto llegaría a Turín y cruzaría la frontera francesa rumbo a una vida completamente nueva. Como nunca había viajado en un compartimento de lujo, dio gracias a su abuelo Domenico, con quien el jefe de estación de Maida estaba en deuda, por procurarle ese asiento de ventanilla en primera clase.

Mientras proseguía el viaje, sin embargo, Joseph comenzó a sentirse incómodo. El hombre sentado entre las dos jóvenes no dejaba de mirarlo. No era una mirada crítica, como si Joseph hubiera cometido alguna leve indiscreción; pero tampoco sugería la amable curiosidad que una figura paternal depositaría en un joven viajero de aspecto estudioso con un diccionario de francés en el regazo. Era evidente que había algún rasgo de la apariencia de Joseph que preocupaba a aquel hombre; y tras haber intercambiado unas palabras con sus acompañantes femeninas, estas también estudiaron a Joseph con una expresión, aunque pasiva, bastante concentrada.

Joseph se removió en su asiento, detrás de su libro. Levantó dos veces la mirada, y en ambas las mujeres desviaron la vista. El hombre seguía mirando fijamente. Parecía mirar a Joseph y a través de él. A Joseph se le ocurrió que a lo mejor el hombre era ciego, pero entonces recordó que había levantado las maletas de las mujeres sin ningún esfuerzo para colocarlas en el portaequipajes nada más entrar.

Ahora el tren pasaba por un túnel, y las luces del compartimento parpadearon. Un sonido hueco inundó el vagón, y el roce de las ruedas en las vías subió una octava entera. Los haces del sol crepuscular destellaban en las ventanillas mientras el tren salía del túnel, y el hombre se miró los pies. Pero a la luz parpadeante del siguiente túnel, Joseph vio que el hombre volvía a observarlo fijamente, como si proyectara una especie de aura.

Las monjas de la derecha parecían ajenas a todo eso. Seguían hablando entre ellas igual que cuando se habían subido al tren. El anciano caballero, con la cabeza inclinada a un lado y apoyada en el cojín de la esquina, cerca de la puerta, dormía profundamente.

Cuando el tren se detuvo en Génova, las monjas se pusieron en pie y una de ellas le dio un codacito al hombre. Este se levantó rápidamente, cogió las maletas de las monjas, abrió la puerta y salió delante de ellas. Joseph también se puso en pie, con la intención de recorrer el tren en busca de asiento en otro compartimento. Si encontraba uno, regresaría a por su maleta. Estaba harto de ser objeto de esa misteriosa atención. Pero cuando salía, sintió una mano que lo agarraba del brazo, y el hombre, con una voz amable, mientras colocaba delante de él una jarra vacía de cristal tallado, le preguntó:

—Perdone, ¿le importaría traernos un poco de agua?

Joseph se quedó inmóvil y miró directamente al hombre por primera vez. Estaba seguro de que no lo había visto nunca. El hombre tenía una cara redondeada y simpática, y el pelo, de un castaño claro, le raleaba en la coronilla; la barbilla, ancha, estaba rematada por una perilla de un rojo grisáceo. Sus gafas de montura de acero le apretaban la nariz huesuda, y sus ojos claros estaban inyectados en sangre. Las dos jóvenes se ajustaron la mantilla y se movieron un poco hacia el borde del asiento, pero no hicieron amago de levantarse. La de más edad estudió a Joseph por un momento, y no apartó la vista mientras él la miraba; de hecho, la muchacha inclinó la cabeza ligeramente y sonrió después de que él cogiera la jarra y contestara que traería el agua.

Joseph salió al aire de la tarde y llenó la jarra en una de las fuentes que había en el andén. El aire era muy frío y húmedo, con un leve olor a mar. Después de que los pasajeros que se habían apeado allí hubieran desaparecido, el andén quedó en silencio, salvo por el siseo de la locomotora y la cháchara de los pasajeros recién llegados que se dirigían a Turín o quizá pensaban cruzar la frontera francesa. La sonrisa de la joven había sido alentadora, pero Joseph se sintió igual de incómodo que antes al escuchar el último silbido del revisor y volver a subir al vagón. Sujetando con cuidado la jarra, esperó a que los pasajeros que iban delante de él arrastraran su pesado equipaje al compartimento, y a continuación siguió avanzando hasta el suyo. Ahora el hombre estaba de pie en el pasillo, cerca de la puerta.

—Es usted muy amable —dijo.

Cogió la jarra y se la entregó directamente a una de las mujeres, y a continuación cerró la puerta. Joseph se quedó delante de él un momento esperando a que volviera a abrir, pero el hombre se quedó bloqueando la entrada y se inclinó para acercarse a Joseph.

—Quisiera disculparme —dijo casi en un susurro—. Sé que probablemente lo hemos incomodado al mirarlo como lo hemos hecho. Pero me temo que no hemos podido evitarlo. Es usted el gemelo idéntico de mi hijo único. No solo se le parece, sino que en el porte y en la manera de moverse es exactamente igual que él —Joseph se quedó sin habla en el pasillo; a continuación bajó los ojos cuando el hombre añadió—: Mi hijo ha muerto.

—Lo siento —dijo Joseph.

—Sí —continuó el hombre—, murió durante la guerra. El último día de la guerra. Es posible que fuera el último italiano que murió en la guerra. Solo tenía diecisiete años. Llevaba en el frente menos de un mes.

El tren se puso en marcha con una sacudida, y el hombre perdió el equilibrio y se golpeó contra una de las ventanillas del pasillo, agarrándose al brazo de Joseph para no caerse. Incluso después de recuperar el equilibrio, siguió agarrado al brazo de Joseph, aunque ahora de manera muy suave a medida que el tren iba cobrando velocidad.

—Mis hijas y yo regresamos a Turín —le explicó—. Venimos de Roma. Allí se ha celebrado una ceremonia conmemorativa, y hemos recibido las condolencias del rey y de los miembros del Parlamento personalmente. Nos hemos sentido muy honrados. Pero todavía hay momentos —añadió con los ojos húmedos— en los que me parece que no quiero seguir enfrentándome a la vida…

Joseph asintió, pero no se le ocurrió nada que decir. Deseaba que el hombre le soltara el brazo y le dejara abandonar el pasillo y regresar al compartimento, aunque no estaba seguro de querer hacerlo. Allí dentro quedaría encerrado con la tristeza del hombre. En el pasillo, en cambio, vería pasar a otros pasajeros, personas inquietas que no podían dormir y que tendrían ganas de hablar: una posible compañía. Pero no se veía a nadie más en el pasillo mientras el tren avanzaba hacia el norte e iba dejando las últimas luces de Génova apagándose en la niebla.

—¿Adónde se dirige? —preguntó el hombre. Joseph se lo dijo, pero también añadió que quizá luego se fuera a América—. ¿Y qué me dice de su familia?

La cautela natural de Joseph con los desconocidos no le inhibió, pues a pesar de su incomodidad anterior al sentirse observado, ahora comprendía la razón, por morbosa que fuera. Parecía ser una persona sincera, no un entrometido; y a medida que el tren avanzaba, y mientras Joseph permanecía cerca de aquel hombre incluso después de que este hubiera dejado de agarrarlo del brazo, contestó a sus preguntas con una franqueza y una confianza creciente. Le habló de su familia en Maida; de la enfermedad de Sebastian; de la miseria de la posguerra en el pueblo; y del hecho de que pronto debería asumir la responsabilidad de mantener a su madre y a su familia, pues su padre había muerto.

—Lamento lo de su padre —dijo el hombre, pero en su voz había una cierta animación y entusiasmo.

Dejó de interrogar a Joseph y comenzó a hablar de sí mismo. Dijo que era propietario de una gran fábrica en Turín, que había heredado de su padre y que su hijo habría heredado de él. Sus hijas, estudiantes universitarias, vivían con él en la propiedad familiar y se encargarían de administrarla, o eso esperaba, pues su madre —su esposa durante veinticinco años— había muerto de tuberculosis tres años atrás. Mientras el hombre seguía hablando, Joseph pudo ver en la ventanilla del tren el reflejo de las hijas encerradas detrás del cristal, su piel pálida envuelta en las mantillas negras, sus figuras tan cerca una de la otra en el asiento que casi parecían la imagen dividida de una sola persona. No oyó la pregunta cuando se la formuló, por lo que el hombre se la repitió:

—¿Le gustaría venir con nosotros a Turín?

Joseph se quedó perplejo.

—Me gustaría enseñarle nuestra ciudad —le explicó el hombre con una sonrisa tranquilizadora—. Me gustaría enseñarle mi fábrica, que pasara unos días en nuestra casa y viera cómo vivimos. Turín es una ciudad bonita, e imagino que nunca ha estado. A lo mejor acaba gustándole tanto que no quiere marcharse.

—Pero —le interrumpió Joseph en tono vacilante— vienen a buscarme a la estación de París.

—No se preocupe —dijo el hombre—, me encargaré de que el ferrocarril informe a esas personas de su cambio de planes, y luego puede mandarles un telegrama explicándoles lo ocurrido o incluso llamarlos por teléfono. Y en caso de que deseara reemprender su viaje a París después de ver Turín, naturalmente yo me encargaría de todo…

Joseph miró la cara de aquel hombre. Su expresión parecía cordial y razonable. Joseph comprendió la situación: le estaba pidiendo que por un tiempo, o quizá para siempre, hiciera de sustituto de su hijo. Lo que todavía desconcertaba a Joseph era si esa proposición representaba una tentación o una bendición. Conseguir hacer de sustituto de un hombre tan rico sin duda significaba gozar de unas oportunidades que nadie más podía garantizar, y en un instante se imaginó a su abuelo Domenico, e incluso a su madre, aprobando el cambio de planes como un buen augurio. Joseph permanecería en Italia. Se convertiría en el ojo derecho de un gran signore, y su futuro económico quizá quedaría asegurado.

Pero mientras el hombre esperaba una respuesta, Joseph comenzó a negar con la cabeza, y a continuación, con una voz enérgica que apenas reconoció como la suya, dijo:

—Lo siento, pero estoy decidido a ir a América.

—Quizá cometa un gran error —dijo el hombre, sin ocultar su decepción—. Creo que debería pensarlo un poco más.

Mientras Joseph estaba de pie en el pasillo, contemplando la oscuridad que había más allá de las vías, volvió a sentir la mano del hombre en el brazo. El tren tomaba una curva al entrar en las afueras de Turín.

—Deje al menos que le dé mi tarjeta —dijo por fin el hombre. Le soltó el brazo y sacó su cartera, de la que extrajo una tarjeta blanca que le entregó a Joseph—. Si las cosas no salen como espera en París, o decide no ir a América, confío en que se ponga en contacto conmigo.

—Sí —dijo Joseph, aceptando la tarjeta—. Lo haré.

El hombre se volvió hacia el compartimento y abrió la puerta. Sus hijas ya estaban de pie y bajaban las maletas. Joseph dio un paso al frente para ayudarlas, pero el hombre lo rechazó cortésmente.

—Las maletas pesan muy poco —dijo—, y nuestro chófer nos recogerá en el andén.

El tren se había detenido totalmente en la estación de Turín. Las dos jóvenes saludaron con la cabeza a Joseph cuando salieron al pasillo, y el hombre le estrechó la mano y le deseó buena suerte. Cuando se hubieron marchado, Joseph regresó a su compartimento, que ahora estaba vacío. Se quedó sentado unos segundos, a continuación volvió a levantarse y contempló desde la ventanilla del pasillo cómo un hombre alto que llevaba una librea y una gorra gris con visera recogía el equipaje y conducía al hombre y a sus dos hijas hacia la salida.

El resto del viaje fue tranquilo y sin incidentes; Joseph durmió casi todo el camino. Cuando el tren llegó a la Gare de Lyon de París, divisó a Antonio esperándolo en el andén. Antes de bajarse, cogió la tarjeta que le había dado el hombre, la arrugó y la dejó en el suelo del compartimento.