28.

A principios de marzo de 1918, Antonio, acompañado de un capitán francés y uno italiano, fue enviado al oeste de Verdún, al bosque de Argonne, para atender la llegada del último tren cargado de italianos. Casi dos mil soldados de infantería se unirían a los seis mil reservistas franceses en una base camuflada cerca de un punto hacia el que el enemigo pronto se esperaba que avanzara. Era un lugar situado en las afueras del bosque, junto a una carretera que iba hacia el oeste, en dirección a la ciudad catedralicia de Reims. Fue en el bosque de Argonne donde dos de los nietos de Garibaldi, Bruno y Costante, murieron mientras servían en una legión de voluntarios italianos camisas rojas que apoyaban a Francia antes de la entrada de Italia en la guerra. Ahora, en 1918, mientras la infantería italiana formaba en un calvero para la inspección del primer día, el comandante francés que estaba al frente les dio la bienvenida con un discurso que rindió homenaje a los dos jóvenes, y también al general Garibaldi, como símbolo de la reforzada alianza francoitaliana.

Mientras Antonio desempeñaba sus labores de intérprete, el comandante instó a los italianos allí reunidos a reforzar su relación en las batallas que se avecinaban; a continuación pidió un momento de silencio en memoria de los italianos caídos en la guerra. Al final de la ceremonia, una banda francesa interpretó el «Himno de Garibaldi». Antonio no lo había oído tocar en todos esos años en el sur de Italia, y ahora, en el frente francés, ya lo había oído dos veces. Estaba claro que Garibaldi era como un héroe en ese país, probablemente más por apoyar a Francia en el campo de batalla en 1870, durante la guerra que perdieron con Rusia. De hecho, Victor Hugo había comentado, con más admiración que exactitud, que Garibaldi era el único general del ejército francés que no había sido derrotado en aquella guerra.

Tras una semana en el bosque de Argonne, Antonio y otro sargento italiano llamado Graziani fueron asignados a una importante misión de correo en París; el militar italiano agregado de más graduación tenía que hacer circular una nueva serie de directrices a las diversas unidades italianas en el campo de batalla, y a Antonio y a Graziani se les ordenó que tomaran un tren hasta la Gare de l’Est de París para recibir los documentos correspondientes a los italianos de la zona de Verdún, que luego tenían que entregar al comandante en jefe italiano de Bois de la Ville.

Aunque sería un viaje rápido, Antonio estaba entusiasmado ante la perspectiva de regresar a París, donde no había estado desde su brusca marcha en agosto de 1914. Y esa nostalgia se concentró de una manera específica cuando, mientras esperaba en el parque móvil, vio una larga hilera de autobuses parisinos de vivos colores aparcados en el bosque. Al parecer, esos autobuses se habían utilizado durante una emergencia reciente para acelerar el traslado de tropas francesas al bosque de Argonne, al igual que se habían utilizado los taxis de París para mandar refuerzos hacia el río Marne y ayudar a rechazar el primer ataque alemán de la guerra. Pero ahora aquellos autobuses, poco apropiados para el terreno rocoso y a menudo sin asfaltar del bosque, abandonados y sin utilidad militar, y a la espera de que acabara la guerra bajo aquellos árboles, crearon para Antonio un recuerdo del París en paz, extraño pero que le llenó de alegría, sobre todo cuando se fijó en que sobre el parabrisas de uno de los autobuses había un cartel con las letras «AB».

Antonio acostumbraba a coger el autobús AB cada mañana para ir a trabajar. Se subía antes de las ocho en la Place de la Contrescarpe, cerca de su apartamento en el Barrio Latino, al otro lado del Sena, y luego se bajaba e iba caminando hasta la Rue Royale, donde se encontraba la sastrería de Damien. Mientras Antonio seguía mirando el autobús AB que había en el bosque, se lo imaginó avanzando por los festivos bulevares, por los edificios y lugares de París que tan bien conocía, por los cafés de aceras recién enjabonadas y hombres con delantal manejando la escoba, junto a cocheros tocados con chistera y hombres de negocios en automóviles y gente que paseaba a su perro, junto a parejas que se daban la mano y caminaban en una mañana de primavera perfumada con la fragancia de las floristerías, las panaderías, los jardines y parques en flor, escolares que esperaban para cruzar la calle, gendarmes de guantes blancos que movían las manos levantadas para orquestar el movimiento y fluir de cada nuevo día. Antonio estaba tan absorto en su ensueño que precisó un fuerte golpe en el hombro por parte de Graziani para volverse y comprender que los estaba esperando el conductor del camión camuflado y cubierto de barro que tenía que llevarlos a la estación de ferrocarril.

Pasaron en el tren toda la noche, pues eran las horas más seguras para viajar, ahora que los pilotos de los bombarderos alemanes tenían un mayor papel en la guerra; y al alba su tren entró en la Gare de l’Est. Era un sábado de mediados de marzo oscuro y con llovizna. Incluso antes de que el tren se detuviera del todo, tres policías militares subieron a bordo para localizar a los sargentos correo, examinar sus credenciales y a continuación acompañarlos a un restaurante cercano al vestíbulo principal de la terminal, donde un representante del agregado militar italiano los esperaba para desayunar.

El representante era un teniente joven y de ojos azules que hablaba italiano con acento de Florencia. Tras un perentorio saludo desde su silla, y después de chasquear los dedos en dirección al camarero, el teniente les dijo a los sargentos que se sentaran y pidieran algo de comer sin demora, pues no podía pasar mucho tiempo con ellos.

El camarero anotó el pedido, y el teniente encendió un cigarrillo sin ofrecer otro a los sargentos; se los quedó mirando un momento a través del humo, y poco a poco su atención se desvió hacia Graziani. El sargento era un hombre grandote de hombros anchos y carrilludo, mucho más alto que Antonio; en la vida civil había trabajado de estibador en su ciudad natal, Brindisi, un puerto de mar del Adriático en el talón de la bota de Italia. En el exterior de las muñecas de Graziani, visibles parcialmente por debajo de los puños de la guerrera y la trinchera, que le quedaban pequeñas, asomaban tatuadas un par de sirenas, una de ellas revelada casi hasta el nivel de los pechos. El teniente inclinó un poco el cuerpo hacia delante, como para mirarlas más de cerca, pero a continuación, resoplando ligeramente por la nariz, se recostó en la silla. Graziani apestaba a ajo.

Durante el día anterior, antes de reunirse con Antonio en el parque móvil, Graziani había recibido raciones extra de estofado de cordero, en el que flotaban dientes de ajo, por parte de un sargento del comedor que conocía. Antonio había sufrido el hedor a ajo de Graziani durante toda la noche en el tren, un hedor que le llegaba incluso a través de la gorra con visera con la que se había cubierto la cara, en un intento infructuoso de dormir en medio de las condimentadas ráfagas de los ronquidos de Graziani.

—Veamos —dijo el teniente, apartándose todavía más para coger el maletín que tenía debajo de la mesa—, el paquete que estoy a punto de entregarles debe estar en el escritorio del comandante de Bois de la Ville antes del mediodía de mañana, ¿entendido?

Después de que los sargentos asintieran, el teniente extrajo de su maletín una caja de cartón fina y lacrada, de tamaño parecido a la caja en la que a uno le regalarían un par de guantes o una cartera. Sin decidirse por quién debería llevarla, el teniente miró primero al estibador grandote y aromático, y a continuación al sastre seguro de sí mismo y de hombros delgados, y de nuevo al estibador.

—Tome —le dijo el teniente a Graziani—, protéjalo con su vida.

Graziani se lo colocó en el bolsillo interior de la trinchera, junto a la funda de su pistola. A continuación el teniente les dio un documento para que lo firmaran, responsabilizando a ambos por igual de la custodia y entrega del paquete.

—Ambos deben pasar todo el día en este edificio —continuó el teniente—. Y deben marcharse en el primer tren que sale al anochecer —cogió el documento que habían firmado, examinó las rúbricas y lo devolvió a su cartera—. Bajo ninguna circunstancia —prosiguió el teniente— deben salir del edificio, ni aunque sea un momento. Nada de ir a visitar París hoy —tras decir esto, miró fijamente a Antonio, como si le leyera la mente.

Engreído, muy seguro de sí mismo, escribió posteriormente Antonio del teniente en su diario. Un florentino típico. Antes de sacar sus cigarrillos, Antonio tuvo la precaución de preguntarle al teniente si le permitía fumar, aun cuando este ya había encendido un cigarrillo. El teniente hizo un signo de aprobación con la mano y, volviéndose al camarero que pasaba por allí, lo llamó para quejarse por lo mucho que tardaba el desayuno. El camarero pronto apareció con café, bollos y tres tortillas de queso. Era el teniente quien había pedido las tortillas —los sargentos solo habían querido café—, pues antes, con las prisas por pedir, el teniente le había encargado por error tortilla para todos, y los sargentos habían preferido no corregirle. Ahora, mientras el teniente cogía su tenedor para atacar la tortilla, Graziani hizo lo mismo, pero Antonio, que era alérgico a los huevos, con el tenedor lentamente dobló su tortilla dentro del plato y comenzó a apisonarla, para que pareciera más pequeña.

Mientras los demás comían en silencio, Antonio se fue tomando el café, se comió un bollo con desgana, fumó y miró a su alrededor. Las demás mesas estaban ocupadas en su mayoría por oficiales franceses con bigote, enfundados en sus uniformes azul claro. En la entrada había un trío de policías militares italianos vestidos con uniforme gris, y con el emblema de los Carabinieri en las mangas. Llevaban pistola al cinto, una porra en la mano, y los pies cubiertos por unas botas muy lustrosas y muy codiciadas por los franceses.

Más allá de la puerta del restaurante, Antonio distinguió el gentío que se encaminaba a la salida, y deseó con toda su alma estar entre ellos. Un simple paseo de quince minutos por los Campos Elíseos satisfaría su anhelo de civilización después de tanto tiempo en el ejército, tratando con gentes como Graziani y ese insolente teniente. Antonio no había esperado que esa misión fuera un viaje de placer, pero tampoco tener que pasarse todo el día en la terminal con Graziani.

Cuando el teniente hubo acabado de comer y los miró sin nada más que decir, Antonio rompió el silencio para preguntar cómo andaban de moral los parisinos y cuáles eran las condiciones de vida de la capital. Por alguna razón, quizá porque acababa de tener una fugaz fantasía en la que se había visto a sí mismo yendo a trabajar en el autobús AB, lo preguntó en francés. Pero también era posible, como reconoció posteriormente en su diario, que hubiera pasado al francés por un deseo inconsciente, aunque profundo, de pinchar el orgullo de ese inflado teniente, el cual, si hablaba francés, cosa que Antonio dudaba, seguramente lo haría mal. En cualquier caso, Antonio contaría con la placentera oportunidad de ver cómo quedaba al descubierto la ignorancia del idioma de ese florentino.

Resultó que el teniente hablaba francés perfectamente. Pasó a hablarlo de manera automática, y en ese idioma resultaba todavía más desagradable que en italiano.

—Dios mío, sargento, ¿tan ignorante es de lo que ocurre en París? —exclamó con las convincentes inflexiones de un francés petulante—. ¡Hay pánico en las calles, bombardeos cada día! ¡Hace solo dos días murieron cien civiles, y muchos más resultaron heridos! Por eso les he pedido que se queden todo el día en la terminal, y si oyen sonar la alarma antiaérea, vayan directamente al refugio que hay en el nivel inferior. Quiero que los dos permanezcan con vida al menos hasta que hayan entregado mi paquete en Bois de la Ville.

Antonio y Graziani se mantuvieron en silencio mientras el agitado teniente, tras mirar su reloj, se ponía en pie y anunciaba que llegaba tarde a su siguiente cita. Asintiendo con la cabeza, pero sin decir adiós, se alejó de la mesa. Antonio le vio saludar de nuevo con la cabeza mientras pasaba junto a los policías militares que había cerca de la puerta. Antonio sospechaba, sin equivocarse, que el teniente se había ido sin pagar la cuenta del desayuno.

En la estación, el día fue largo y tedioso. Allí donde iban los sargentos, los policías los seguían. Cuando se sentaron en un banco, los policías se sentaron en el banco de delante, hablando en voz baja entre ellos y mirando indolentes a su alrededor, pero sin perder de vista ni un momento a los sargentos. Antonio estaba seguro de que si él o Graziani se ponían a charlar con cualquier persona de la estación, levantarían las sospechas de sus guardianes y estos acabarían interviniendo. Así que Antonio pasó las horas hojeando periódicos y revistas franceses que compró en el quiosco. Graziani permaneció a su lado, a veces mirando los titulares y las fotos por encima del hombro de Antonio, expresando algún comentario inane, pero casi todo el rato en silencio, con los gruesos brazos cruzados y mostrando sus muñecas decoradas con colas de pez, sintiendo el tacto de la pistola y el paquete que custodiaba. Graziani no solo olía a ajo, sino también a los aros de cebolla cruda que habían cubierto su tortilla.

Tras haber escuchado la sombría descripción que había hecho el teniente del París en tiempos de guerra, que Antonio aceptó sabiendo que a los italianos generalmente les gustaba que todo pareciera peor de lo que era, le alegró extraer de los periódicos la sensación de que el pueblo francés no se dejaba intimidar por la guerra, que París seguía siendo la ciudad de la luz y la parranda. Aunque los periódicos admitían que habían caído bombas, y que una de ellas había explotado muy cerca de un teatro abarrotado, también señalaban que el público se había negado a salir, que había preferido quedarse en sus asientos y cantar «La Marsellesa» acompañando a la orquesta. Mientras hojeaba las páginas de un periódico, Antonio observó entre los anuncios de los grandes almacenes, de las tiendas al por menor y las boutiques de señoras, un anuncio del principal competidor de Damien’s, Kriegck & Company, una sastrería de hombres situada en el número 23 de la Rue Royale. La dirección de Kriegck anunciaba que la sastrería iba a comenzar a confeccionar ropa militar, y ofrecía las mejores telas y el mejor corte en los uniformes de los oficiales franceses, británicos y americanos. Se dijo que aquello no complacería a Monsieur Damien.

Mientras Antonio estaba sentado en el banco, y cuando se ponía de pie para dar una vuelta acompañado de su escolta, vio que muchos oficiales y soldados americanos llegaban a la terminal, junto con el personal militar de otras naciones aliadas. Algunos hacían cola en la ventanilla de información, o en el andén, o en la cantina de la Cruz Roja situada en la otra punta del vestíbulo, donde se ofrecían tentempiés y bebidas no alcohólicas de manera gratuita. Por regla general, los norteamericanos eran más altos y más fornidos que los demás soldados, y tenían las orejas más grandes. Antonio todavía no había conocido a ninguno. Había conocido a varios clientes ingleses en Damien’s, pero nunca a un americano, y apenas comprendía una palabra de inglés. Sin embargo, sentía curiosidad por oír hablar a los americanos, y estaba a punto de acercarse a la cantina de la Cruz Roja cuando de repente oyó unos sonidos atronadores, y Graziani se puso en pie de un salto chillando: «¡Bombas! ¡Bombas!».

Los policías militares también se levantaron de un salto y cogieron a los dos sargentos por el brazo, justo en el momento en que sonaron las sirenas y centenares de personas echaban a correr en todas direcciones. Hubo otra explosión, más fuerte que la primera. Los policías, soplando sus silbatos y agitando sus porras en el aire, se abrieron paso a codazos a través del gentío, y no tardaron en llevar a Antonio y Graziani escaleras abajo, hacia una zona supuestamente más segura. Docenas de civiles y soldados ya se habían reunido en el vestíbulo inferior, gritando en idiomas diferentes, topándose de cara en medio de la confusión y levantando la mirada al techo como si esperaran que se derrumbara en cualquier momento. Finalmente, un empleado de la estación anunció con un megáfono que los aviones enemigos habían pasado. Pronto dejaron de sonar las sirenas, y la casi totalidad de las dos mil personas comenzaron a subir las rampas y escaleras hacia el vestíbulo principal.

Antonio y Graziani, sin embargo, fueron retenidos por dos de los tres policías. El tercero había ido a llamar por teléfono a la oficina del agregado. Regresó una hora más tarde, a las tres y media, para decir que no había cambios en los planes de los sargentos; saldrían, tal como estaba planeado, en el primero de los trenes con rumbo al este. No se esperaba que los aviones regresaran, pues no era habitual que el enemigo llevara a cabo dos ataques aéreos en el mismo día. Los alemanes debían de haber quedado satisfechos con los estragos del día. El policía dijo que las bombas habían impactado en una fábrica de municiones y granadas de Le Courneuve, en el sector norte de París; pero las restantes circunstancias del ataque no fueron conocidas por Antonio y Graziani hasta días más tarde, después de entregar el paquete en Bois de la Ville y haber regresado a su trinchera de Verdún.

Las explosiones, que se habían oído a sesenta kilómetros de la fábrica, y que habían destruido centenares de puertas y ventanas, tejados y postes telegráficos en un radio de un kilómetro y medio de la zona bombardeada, habían matado o herido a más de seiscientas personas.

Aunque los comandantes aliados todavía no lo sabían, la destrucción de la fábrica de municiones, aquella tarde del sábado, un 14 de marzo, marcó el inicio de la gran ofensiva de primavera del káiser, cuyo objetivo era ganar la guerra al final del verano de 1918.

Equipados ahora con cañones de largo alcance que podían disparar proyectiles a más de cien kilómetros de distancia, los alemanes batieron París a voluntad; y un masivo avance germano al noreste de París a finales de marzo obligó a los aliados a trasladar tropas de todas las partes de la nación para bloquear las carreteras, líneas férreas y pasos fluviales que llevaban a la capital de Francia. El general Pershing, comandante en jefe de los Estados Unidos en Francia, ya no podía seguir insistiendo, sin cargo de conciencia, en que sus divisiones lucharan como una unidad solo bajo supervisión americana. Mientras miles de norteamericanos recién llegados comenzaban su instrucción en Francia, Pershing entregaba a miles de americanos preparados para combatir para que el mariscal Foch dispusiera de ellos. Los yanquis no tardaron en servir al mando de generales británicos en Picardía y Flandes, y al mando de generales franceses en el río Marne, cerca de París, y a cien kilómetros al noreste, cerca de Reims, y más al este, en el bosque de Argonne y en Verdún, donde Antonio estaba destinado.

Durante su época en Verdún, Antonio conoció a varios americanos, uno de ellos un capitán de infantería que hablaba francés y había nacido en Niagara Falls, Nueva York, el cual, tras recorrer el complejo refugio subterráneo del coronel francés, lo calificó de «bon secteur». Pero no se quedó mucho tiempo, escribió Antonio en su diario a principios de mayo de 1918. Él y la Segunda División estadounidense salieron apresuradamente de Verdún una noche en dirección a Gisors, a más de cincuenta kilómetros al noroeste de París. Allí se espera que los alemanes ataquen muy pronto. Cada día oímos rumores de un ataque alemán.

A mediados de junio, el propio Antonio se marchó de Verdún, quedó temporalmente relevado de su trabajo como intérprete en el cuartel general y fue reasignado una vez más a una unidad de combate italiana vinculada al Quinto Ejército francés. Desde que emprendí aquella misión de correo en compañía de Graziani, sospeché que mi agradable trabajo como intérprete acabaría pronto, escribió Antonio. Cada vez que pienso que las cosas van bien, sé que me espera algo malo. Dos días después de que entregara aquel paquetito al asistente del general Albricci, Graziani fue enviado a un batallón de infantería. Una semana más tarde el general Albricci y todo su Estado Mayor se dirigieron a Reims para ponerse a las órdenes del francés Gouraud. Eso fue hace un mes. Últimamente muchos oficiales italianos han sido trasladados cerca de Épernay. Hay mucho movimiento. Convoyes de camiones cargados de tropas salen de Verdún rumbo al este, hacia París, o se adentran en el bosque de Argonne, adonde yo me encamino

Un mes más tarde escribió: Sigo en el bosque, y cada día hace más calor. Mi unidad es una brigada de infantería situada en la zona 115 cuya misión es construir carreteras por la noche y fortificar las defensas durante el día. Los alemanes se encuentran al norte y al este de donde estamos, bombardean las carreteras que utilizan nuestros convoyes, y cada noche salimos a repararlas a la luz de la luna. Ayer nuestros camiones trajeron unos cuantos miles de soldados de infantería americanos, pero el calor de julio no les sienta bien. Todos visten unos pesados uniformes de lana de cuello alto, y cuando pasan delante de nosotros los vemos sudar a través de la pesada tela. Nos saludan, pero pocos sonríen. Deben de envidiar los uniformes más ligeros que llevamos nosotros y los franceses. Probablemente no pensaban entrar en combate hasta el invierno

Más de un millón de americanos seguían en Francia a mediados del verano de 1918, y sus maltrechos aliados pronto se sintieron resucitar gracias a la transfusión de sangre fresca; de hecho, antes del final de julio —en parte a causa de los errores del alto mando alemán, y en parte a causa de la presencia americana— la guerra dio un vuelco definitivo. Los comandantes alemanes cometieron el grave error de no proseguir su ataque de primavera, y avanzaron en lugares que alejaban demasiado sus fuerzas de combate de sus suministros y mermaban su capacidad defensiva. Mientras tanto, los aliados —los franceses, británicos, italianos, belgas, canadienses, australianos y demás— comenzaron a luchar con más vigor y más convencimiento de que podían ganar. La mayor moral de las tropas no pasó desapercibida para los oficiales alemanes de campo, pero quien quizá lo expresó mejor fue el canciller alemán, el conde Georg von Hertling, que afirmó tras el armisticio: «A principios de julio de 1918 estaba convencido, lo confieso, de que el 1 de septiembre nuestros adversarios nos mandarían una propuesta de paz (…). Esperábamos importantes acontecimientos en París a finales de julio. Eso fue el 15 [de julio]. El 18, incluso los más optimistas entre nosotros comprendieron que todo estaba perdido. La historia del mundo se transformó en tres días».

Durante esos días, el mariscal Foch pasó a una estrategia ofensiva. Por fin tenía suficientes fuerzas para actuar de manera más agresiva, y también se benefició del deterioro de la moral de los alemanes. A primeros de julio, algunos prisioneros alemanes recientemente capturados, que estaban muy hartos de aquella larga guerra y querían terminarla a toda costa, revelaron el emplazamiento en el que el 15 de julio, exactamente a las doce y diez de la noche, más de 1600 baterías alemanas atacarían las tropas francesas en la región de la Champagne, al este de París. Como resultado, los franceses pudieron concentrarse en las posiciones enemigas y eliminarlas antes de que los alemanes pudieran comenzar sus bombardeos; los franceses cañonearon a los artilleros alemanes, los suministros de municiones, los sistemas de comunicaciones, y las tropas de asalto preparadas para la incursión programada al amanecer.

Además del desánimo alemán, los aliados comprendieron que los prisioneros que acababan de coger eran mucho más jóvenes que los capturados meses antes; el ejército alemán —que en años de agresión en dos frentes había perdido a un alto porcentaje de sus soldados más comprometidos— se veía obligado ahora a llenar sus filas de reclutas reacios o indignos de cumplir sus objetivos. Y antes del final del verano de 1918, los aliados habían recuperado prácticamente el territorio perdido en primavera.

Ahora casi todas las unidades alemanas eran inferiores en número y en potencia de fuego, y a menudo erraban por los bosques y campos en busca de comida y refugio mientras allí donde fuesen las perseguían hombres de naciones hostiles. Una división marroquí, flanqueada por regimientos americanos, atacó a los alemanes al sur de Reims. Una división escocesa se unió a las fuerzas americanas y francesas al este de París para frustrar un intento desesperado alemán de contraatacar por la ribera sur del Marne. Y las unidades italianas de Verdún, que a final del verano se habían trasladado del bosque de Argonne al río Marne, también lucharon de manera eficaz contra los alemanes. Antonio se encontraba entre los italianos enviados allí, y su misión —ayudar a coordinar la entrega de municiones a las hileras de ametralladores colocadas a lo largo del río— le permitía ver cómo los botes de carga enemigos, que transportaban veinte soldados cada uno, eran acribillados y volcados. Los soldados alemanes que sobrevivieron a las balas tuvieron que cruzar el río a nado, junto con varios caballos que habían saltado de los pontones perforados, que ahora se hundían bajo el peso de los vehículos a motor alemanes y demás equipo. Una vez anulada la oposición alemana, los aliados siguieron ganando terreno hacia el noreste, guiados por avanzadillas de americanos que cruzaron el Marne sobre pasarelas que se mantenían a flote gracias a grandes bidones vacíos de gasolina.

El trayecto por Francia desde el Marne hacia la frontera alemana tendría un gran coste para los aliados: solo los estadounidenses sufrieron 40 000 bajas mortales; pero las sombras del otoño eran mucho más oscuras en el lado alemán del frente. Su renombrada defensa Hindenburg, cerca de la frontera franco-belga, fue atravesada por contingentes de británicos, franceses y australianos durante la primera semana de octubre. El jefe de Estado alemán, el general Erich Ludendorff, pronto fue destituido por el káiser, mientras él mismo consideraba la abdicación y la huida a Holanda, que era neutral. Bulgaria, aliado de Alemania, se derrumbó a finales de septiembre de 1918; y a finales de octubre los turcos también dejaron de luchar en Oriente Próximo. Otro aliado, Austria, siguió combatiendo durante octubre al sur de los Alpes, pero ahora se enfrentaba a las optimistas divisiones aliadas comandadas por el general Diaz de Italia.

Diaz inició una contraofensiva contra los austríacos siguiendo el río Piave el 24 de octubre, en el primer aniversario del hundimiento italiano en Caporetto. Ahora la situación se había invertido: los austríacos fueron rechazados de manera veloz e inexorable en la batalla de Vittorio Veneto, y en noviembre todo había terminado. Aquel mes señaló el derrumbe del ejército austríaco y el fin del antiguo reinado de los Habsburgo. Una cláusula en las condiciones del armisticio proporcionaba a los aliados el derecho a utilizar los ferrocarriles austríacos, y como consecuencia los alemanes podían ahora ser invadidos desde suelo austríaco.

El general Diaz era un héroe nacional, pero el triunfo también fue compartido por los soldados aliados extranjeros que acompañaron a los hombres de Diaz en los meses de retirada que precedieron a la gloriosa represalia. Entre los muchos americanos que se identificaron con la lucha italiana se encontraba un piloto de aviación italoamericano que había participado en ataques contra las instalaciones austríacas y a quien el rey italiano, Víctor Manuel III, concedería la Cruz de Vuelo. Ese piloto también había servido como intermediario entre Diaz, en Italia, y el general Pershing, en Francia, durante el último año de la guerra. Finalizó la contienda con el rango de comandante, y antes de alistarse acababa de ser elegido para el Congreso, pero sería más recordado por sus posteriores logros como alcalde de Nueva York: era Fiorello La Guardia.