Cuatro días después, en Maida, Antonio ya tenía ganas de volver al frente. En el campo de batalla al menos sus deberes lo distraían; había procurado permanecer con vida, y había aprendido a mantener una distancia emocional con gran parte de la muerte y destrucción que había presenciado. Pero en la familiaridad de su pueblo, donde disponía de mucho tiempo y muy poco que hacer, y donde todo cuanto veía le afectaba personalmente, se encontró atormentado por la tristeza general; sentía el dolor de las heridas de todos, y percibía en concreto la amargura y desesperación de los corazones de aquellos amputados que había conocido cuando poseían todas sus extremidades y cuando eran capaces de soñar, igual que él, que algún día descubrirían una vida mejor que la de ese lugar atrasado y pesimista.
No se trataba solo de que la guerra los hubiera mutilado y desfigurado, y hubiera enloquecido a algunos con gas venenoso, sino que los había privado de la posibilidad de dejar el pueblo para siempre. En ultramar solo desearían trabajadores capaces. Y aquellos mutilados que ya habían sido empleados en el extranjero, y a los que habían dicho que después de la guerra podrían volver a su trabajo, estaban doblemente desanimados. Habían visto el futuro, y ahora volvían a estar anclados en el pasado, si es que todavía existía un pasado viable en un lugar tan moribundo como Maida.
La economía estaba en bancarrota. Casi todas las tiendas habían cerrado. La falta de mano de obra agrícola había limitado la agricultura y la ganadería, y la gente generalmente subsistía de lo que cultivaba en sus huertos o lo que obtenía haciendo trueques con sus vecinos. Docenas de niños habían dejado la escuela porque la mitad de los profesores se habían ido a trabajar a las fábricas de municiones del norte. Por las noches el pueblo quedaba a oscuras, pues no habían reparado las farolas después de los disturbios de 1916. Durante el día, hombres a los que les faltaba una pierna y caminaban sobre muletas avanzaban apoyándose en los muros de piedra de los edificios mientras subían y bajaban las calles inclinadas y en curva. Varias familias compartían sus hogares con madres jóvenes cubiertas con un velo negro e hijos sin padre. Por primera vez durante décadas, en Maida no había viudas blancas.
En las Navidades de 1917 prácticamente todo quedó paralizado. En la plaza no había gaiteros, y en los palazzos no había banquetes ni conciertos de puertas abiertas. La habitualmente festiva misa del gallo se parecía más a un réquiem, y esa atmósfera de tristeza invadió la casa de Antonio durante todo su permiso. Por mucho que todos intentaran alegrarse en su presencia, el telegrama que su abuelo Domenico había recibido del Ministerio de la Guerra dos horas antes de la llegada de Antonio a Maida era una losa sobre todos. Sebastian Talese había sido identificado con retraso como una de las bajas de la batalla de Caporetto.
La vida de Sebastian pendía de un hilo en un hospital de Bolonia. Había inhalado gases, y había quedado malherido por la explosión de un obús. No se permitía a la familia visitarlo en el hospital. La información que Francesco Cristiani había obtenido de un médico del ejército que conocía en Catanzaro indicaba que Sebastian sufría un daño cerebral leve y dolencias físicas que le impedirían volver a llevar su vida normal.
La madre de Joseph estaba conmocionada. Su hijo mayor y preferido jamás regresaría tal como lo recordaba. Cuando los padres de Marian se enteraron de la noticia, acudieron para llevársela con ellos al valle, igual que habían hecho tras la muerte de su marido, tres años antes. Sus tres hijos más pequeños la acompañaron. Joseph, de catorce años, estaba al cuidado, como siempre, de sus abuelos Domenico e Ippolita, y de su tía Maria y su tío Francesco Cristiani, y temporalmente del propio Antonio.
—La guerra terminará pronto —le dijo muchas veces Antonio a su primo durante aquella semana de Navidad, cuando Joseph parecía presa de la angustia y la confusión—, y luego tú y yo viviremos juntos en París.
Joseph escuchaba, como hacía siempre que Antonio hablaba, pero no parecía convencido. Los años transcurridos desde la muerte de su padre habían abundado en falsas esperanzas. Joseph ya no trabajaba en la sastrería, que el padre de Antonio se había visto obligado a cerrar hacía poco por falta de clientes, pues estos ya no disponían de dinero ni de ocasiones para llevar ropa nueva.
Ahora, cuando no estaba en la escuela, Joseph ayudaba en la granja de su abuelo. Si el estado físico de Sebastian resultaba ser tan malo como indicaba el pronóstico del médico de Catanzaro, entonces ya no volvería a hacer de capataz en la granja, y Joseph se veía siendo presionado por Domenico, que tenía ya casi ochenta años, para que asumiera la responsabilidad. Pero Joseph se prometió que no permitiría que eso ocurriera.
—Me escaparé, como hiciste tú —le dijo Joseph a Antonio la víspera de su marcha a Turín.
—No será necesario —contestó Antonio—. Vendré a buscarte. En cuanto la guerra termine, volveré, te ayudaré a hacer las maletas e iremos juntos a Francia. Probablemente me mandarán a Francia antes de finales de enero, y estoy seguro de que no tardaré en conseguir volver a París, y entonces comenzaré a prepararlo todo.
Y en efecto, Antonio estaba en Francia antes de finales de enero de 1918, solo que lejos de París. Estaba destinado a más de doscientos kilómetros al este de la capital francesa, en la ciudad fortificada de Verdún, en el río Mosa, a noventa kilómetros de la frontera alemana. Los alemanes habían atacado Verdún dos años antes, en febrero de 1916, iniciando una batalla de diez meses que sería la más larga de la guerra. Los franceses sufrieron 348 000 bajas, 20 000 más que los alemanes, pero defendieron Verdún con tanta determinación que los alemanes finalmente se retiraron a otros puntos de combate.
En 1918, sin embargo, los informes de reconocimiento indicaban que los alemanes planeaban una nueva ofensiva en esa zona; y los oficiales franceses que Antonio había conocido en Verdún, y con los que asistía a las reuniones del Estado Mayor como intérprete de los comandantes italianos recién llegados, veían el futuro con tal pesimismo que Antonio se acordó de los habitantes de su pueblo. Pero quizá el desánimo francés era inevitable. Hacía tres años que la guerra se libraba en suelo galo; había eliminado un gran porcentaje de su población juvenil masculina, y la nación seguía incapaz de librarse de los invasores alemanes. De hecho, ahora había más alemanes que nunca acuartelados en Francia y Bélgica, que amenazaban con aplastar a los fatigados defensores aliados en diversos puntos y capturar París, al tiempo que devolvían al canal de la Mancha a los británicos que protegían la zona noroccidental de Francia.
El hundimiento de Rusia el año anterior había permitido a los alemanes trasladar al frente occidental muchas tropas que antes combatían en el oriental, obteniendo así ventaja numérica. Eso obligó a los franceses a recuperar cuatro de las seis divisiones que habían prestado a Italia después del revés de Caporetto en 1917, y los británicos habían recuperado dos de sus cinco divisiones. Aunque esta decisión al principio no agradó a los italianos, al menos hablaba en favor de la autoestima del general Diaz, que en 1918 se veía capaz de mantener el frente sur de los Alpes con sus cincuenta divisiones italianas (más otras tres británicas, dos franceses y una checoslovaca) contra sesenta divisiones austrohúngaras que no estaban tan bien situadas ni tan bien armadas como las fuerzas de Diaz. Los británicos también trasladaron hombres a Francia de los destacamentos de Oriente Medio, donde el mariscal de campo Edmund Allenby había estado hostigando a los turcos con creciente vigor, ayudado por el coronel T. E. Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia. Y los italianos, ahora que el frente parecía seguro y su industria de municiones productiva, también fueron invitados a aportar hombres al frente occidental. El general Diaz accedió en enero de 1918, entregando un primer adelanto de un contingente prometido de 50 000 hombres —Antonio había viajado en los primeros trenes, acompañando a soldados entre los que había ochenta más que hablaban francés lo bastante bien como para servir de intérpretes de los oficiales—, y prometió enviar un número mayor de italianos antes de mitad de año.
Todos los hombres de Diaz, organizados en unidades de combate y a punto para la batalla, se unieron a unidades aliadas más amplias y sirvieron a las órdenes de generales franceses a los que se había confiado defender Verdún, o el bosque de Argonne, o el río Marne, cerca de París, entre otros puntos vitales, o a las órdenes de los generales británicos destacados al norte de París, cerca de Amiens y el río Somme, y en la punta de Flandes que tocaba el canal de la Mancha. Así pues, los italianos se instalarían en docenas de campamentos en las proximidades de tropas francesas, británicas y belgas, y también de tropas de las colonias francesas y británicas y de otras naciones aliadas: había tunecinos, senegaleses, sudaneses, annamitas, australianos, canadienses, portugueses, marroquíes y muchos otros. Acampados alrededor de Chaumont, una capital de provincias situada muy al sureste de París, cerca de las fuentes del Marne, se encontraban los primeros americanos, entre ellos las divisiones segregadas compuestas solo por negros, como el Regimiento 369, los Harlem Hellfighters.
Sin embargo, la llegada de tropas aliadas a Francia no compensó la ventaja numérica de Alemania. Tampoco era solo el mayor número de tropas y cañones del enemigo lo que alimentaba el pesimismo de los aliados. Los alemanes también tenían a sus hombres en emplazamientos que ofrecían mejores oportunidades de ataque, tal como había ocurrido desde los primeros días de la guerra, motivo por el que los aliados habían estado constantemente a la defensiva. Y cuando los aliados se habían arriesgado a pasar a la ofensiva, como habían hecho los británicos en el verano de 1916 en la batalla del Somme, el coste de vidas había sido espeluznante.
De los primeros 60 000 soldados británicos que salieron de las trincheras el primer día de aquel ataque, casi todos murieron a manos de las ametralladoras y el fuego de artillería de los alemanes, que apuntaban desde posiciones estratégicas clave; y a medida que en los meses siguientes el número de bajas británicas seguía aumentando, los comandantes británicos —con la esperanza de compensar sus pérdidas escenificando un giro dramático— introdujeron de manera prematura contra los alemanes una nueva arma que todavía no se había fabricado en número suficiente, ni puesto a prueba lo bastante en combate, para que influyera decisivamente en la situación.
Esa arma grande y pesada se había ideado y producido con tal celeridad y secretismo en Inglaterra que, aunque había ya varias muestras que, ocultas bajo lonas, viajaban en trenes de carga hacia el frente, a los militares se les había pasado por alto ponerle un nombre, a pesar de que unos objetos cubiertos de una manera tan llamativa era prácticamente imposible que no atrajeran la atención de cualquiera que viera pasar los trenes. Finalmente, en un intento por disipar la curiosidad de la gente y proteger el secreto del arma contra los espías enemigos, los militares hicieron correr la voz de que se trataba de «depósitos de agua» que se mandaban a los soldados británicos destacados en el desierto del Sinaí, y por eso dicha arma pasó a llamarse «tanque».
El tanque consiguió sorprender a los primeros soldados alemanes que lo vieron en acción en el Somme, observando asombrados y alarmados cómo docenas de monstruosos vehículos ovalados de acero provistos de cañones avanzaban hacia ellos sobre orugas que escalaban los búnkeres y atravesaban las alambradas, imparables mientras las balas rebotaban en su grueso blindaje. En una ocasión, trescientos soldados alemanes petrificados se rindieron ante un solo tanque. Pero los comandantes alemanes pronto consiguieron que sus unidades esquivaran esos vehículos torpes y lentos (velocidad máxima: menos de seis kilómetros por hora), algunos de los cuales también se averiaban a causa de fallos mecánicos y del inexperto manejo de la tripulación.
Y así fue como la batalla del Somme, al igual que casi todas las confrontaciones de esa guerra, se convirtió en una lucha entre hombres en el barro, infantería contra infantería: un terreno donde se puso a prueba la voluntad individual, el coraje y la hostilidad generada con el propósito, tal como lo expresó un historiador, de «la destrucción mutua». Los británicos conquistaron un territorio de poco valor estratégico alrededor del río, mientras más de 400 000 de sus hombres morían o caían heridos o prisioneros. Las unidades francesas que lucharon con los ingleses sufrieron más de 200 000 pérdidas, mientras que los alemanes tuvieron unas bajas estimadas en 600 000 hombres.
Sin embargo, las pérdidas sufridas en 1916 en el Somme y también en Verdún no afectaron la moral de combate de los alemanes en el año siguiente, sobre todo cuando las tropas del frente oriental comenzaron a reforzar las tropas occidentales; y cuando Antonio llegó a Francia en 1918, los alemanes parecían dominar no solo por tierra, sino también por mar y aire. Los pilotos alemanes ahora penetraban en las defensas aéreas aliadas, y el 30 de enero de 1918 bombardearon París, matando a cuarenta y cinco civiles e hiriendo a un centenar. Los submarinos alemanes hundían los barcos de suministros militares de los aliados y provocaban una aguda escasez de alimentos en Gran Bretaña, donde reinaban la angustia y el descontento político por el creciente número de muertos y la necesidad de mandar más tropas al continente, mientras al mismo tiempo el Gobierno de Londres reconocía el imperativo de mantener un número suficiente de tropas en el país para abordar una posible rebelión irlandesa.
Los dirigentes gubernamentales ingleses y franceses discutían por qué extensión del frente tenía que defender cada país, y qué cantidad de tropas había que desplegar. Naturalmente, los dirigentes británicos estaban más interesados en proteger las zonas vitales del noroeste, desde Picardía hasta Flandes, que daban al canal de la Mancha, por donde llegaban los suministros a sus soldados, y que, si la situación se hacía desesperada, proporcionarían una ruta de escape. Los dirigentes franceses, aunque no rechazaban la importancia que los británicos concedían a defender el canal, estaban más preocupados por defender las carreteras que llevaban a su capital.
Por los intérpretes militares franceses con los que Antonio se relacionaba en Verdún —casi todos ellos soldados con educación universitaria que chismorreaban como sastres en la trastienda—, se enteró de que también había desacuerdos entre los comandantes franceses y americanos. Mientras que había cuatro divisiones estadounidenses entrenándose en Francia, y muchas más de camino, el general Pershing no consideraba que estuvieran preparadas para combatir; y cuando una división estaba preparada, no quería que combatiera, ni entera ni en parte, bajo mando francés o británico. A Pershing quizá le preocupaba que, como los Estados Unidos habían llegado tarde a la guerra, los enviaran a las misiones más peligrosas si combatían bajo mando británico o francés, aunque en público nunca lo reconocía. Desde su cuartel general en Chaumont explicaba simplemente que quería que cada división americana luchara como una unidad, permaneciera al mando de los oficiales nombrados, y no se separara en facciones más pequeñas utilizadas a discreción por otros oficiales.
En marzo, los informes de reconocimiento aliados y otras fuentes (entre ellas prisioneros de guerra capturados a los que se había hecho hablar) indicaban más que antes la probabilidad de un importante ataque alemán antes de fin de mes. En previsión de que esto ocurriera, nuevos grupos de soldados italianos prometidos por Diaz (cuyos oficiales tenían órdenes de servir lealmente a sus superiores franceses y británicos) fueron enviados a Francia desde Turín. Numerosos trenes atravesaron Lyon y Dijon en dirección a Verdún, mientras que muchos otros iban en dirección oeste hacia París por el sur de Verdún, o tomaban rumbo noroeste hacia Picardía o Flandes.
En Verdún, Antonio, que técnicamente estaba asignado a una unidad de combate italiana destinada a otro sitio dentro del Quinto Ejército francés, seguía desempeñando su labor de intérprete a tiempo completo para los oficiales italianos de las tropas que llegaban, las primeras tres mil de las cuales fueron recibidas en la estación de tren de las afueras de la ciudad por una banda militar francesa que interpretó el «Himno de Garibaldi» y por los habitantes del pueblo, que les entregaron botellas de vino de fabricación local y coñac destilado por los monjes, que preferían dárselo a las fuerzas amigas en lugar de arriesgarse a que quedara para los alemanes. Los italianos fueron transportados en camión a Bois de la Ville, justo al sur de Verdún, donde al día siguiente comenzaron a relevar a las unidades de infantería francesa, que no habían tenido un permiso en más de un año, y que ahora, con los rumores de un nuevo ataque alemán, no perdieron tiempo en desalojar la zona.
Los soldados franceses que se quedaron se mostraron extremadamente cordiales con los italianos, y cada mañana llegaban a Bois de la Ville camiones con pan y pastas recién hechos, queso, carne, café y cigarrillos. Las tropas de ambos países comenzaron a conocerse mejor tras unas semanas en las trincheras; empezaron a comprender el idioma del otro, y en sus horas libres muchos jugaban a las cartas: los italianos jugaban por dinero; los franceses, para conseguir las botas de los italianos, que estaban mejor hechas que las francesas: de un cuero más blando, más duradero y menos poroso, y más cómodo durante las largas marchas. Los italianos que perdían a las cartas o bien intercambiaban las botas con los franceses o se procuraban otro par de su talla de los sargentos de suministros italianos, que cooperaban si se les compensaba adecuadamente en liras o francos. La superioridad de los fabricantes de botas italianos, que en décadas futuras sería reconocida en todo el mundo, al principio solo fue apreciada por los soldados franceses.
Cada día, a media mañana, Antonio montaba en un coche del Estado Mayor con un comandante y un capitán italianos, que los trasladaba desde Bois de la Ville hasta el cuartel general que tenía en Verdún un coronel francés ya mayor y corpulento al que la guerra había sacado de su retiro, y cuyo padre (al que se podía ver en una pequeña fotografía color sepia sobre el escritorio del coronel) había sido veterano de la guerra franco-prusiana de 1870. Padre e hijo llevaban el mismo bigote tipo morsa, con los extremos puntiagudos y doblados hacia arriba. Mientras los italianos solían ir bien afeitados, casi todos los oficiales franceses llevaban bigote, un gran porcentaje a imitación del mostacho del mariscal Foch, tipo morsa, pero más poblado que el del coronel de Verdún, y no tan puntiagudo en los extremos. Los oficiales que en días gélidos estaban de servicio al aire libre generalmente exhibían unos diminutos carámbanos colgando de sus bigotes.
El despacho del coronel estaba en un subterráneo, y se llegaba mediante una escalera de madera que bajaba a casi quince metros por debajo de la línea de las trincheras. Era un despacho espacioso, de unos diez metros por diez, con un techo de madera de cuatro metros de alto y rodeado de unas paredes de barro enlucido. Tenía iluminación eléctrica, y estaba amueblado con antigüedades y piezas que los soldados habían sacado de los escombros de casas y edificios públicos bombardeados durante la última batalla de la zona, dos años antes. El escritorio del coronel era la mesa de refectorio de un monasterio; y su butaca de madera de respaldo alto, a la que le faltaba un brazo, conservaba parte del escudo de armas de latón de una familia noble. Delante del escritorio del coronel había cuatro sillas rústicas, todas diferentes, para sus invitados, y en un rincón del cuarto había una sólida mesa que llegaba a la altura del pecho, con baldas que contenían botellas de licor en la parte de abajo y un gramófono en la de arriba. De la pared que había detrás del escritorio colgaban los mapas de los sectores orientales de Francia, en un radio de doscientos cuarenta kilómetros alrededor de Verdún, con alfileres de diferentes colores señalando la ubicación de las defensas fortificadas alemanas y aliadas. Sobre el escritorio del coronel, además de la fotografía de su padre, su esposa y su hija, y una bandera tamaño postal de la República Francesa, se amontonaban los cablegramas y los documentos militares, y había un cuenco de plata lleno de pipas y dos teléfonos negros.
Acostumbrado como estaba Antonio a las trincheras y refugios subterráneos pequeños, pútridos e infestados de ratas del frente italiano, se maravilló ante el agradable y generoso uso que hacía el coronel de aquel espacio tan profundamente excavado en la tierra, un espacio que no solo acomodaba el despacho del coronel, sino que a ambos lados conducía a diversas dependencias a las que se llegaba por una red de túneles. Había una sala de armas, una sala de suministro de ropa, una lavandería con calderos y una chimenea para hervir agua. Había una cocina con ollas y cacerolas colgando de las paredes, y un cuarto de baño con retretes. Había habitaciones con catres, en los que no faltaban mantas, sábanas y almohadones: eran los dormitorios para los oficiales de servicio que trabajaban las veinticuatro horas supervisando a los 1200 fusileros y ametralladores que se turnaban en las trincheras de arriba, a las que se llegaba mediante unas escaleras de mano.
Las trincheras también eran espaciosas, y muchas de ellas tenían dos niveles. En el superior, sobre unas plataformas de madera sustentadas por vigas verticales, estaban los soldados de vigilancia, apoyados detrás de sacos de arena, supuestamente mirando en dirección al enemigo invisible. Relajados debajo de ellos se encontraban los hombres que no estaban de servicio, sentados en cajas o toneles alrededor de mesas hechas con cajas de embalaje, sobre las que jugaban a las cartas o charlaban, o se acurrucaban en sus sacos de dormir pegados a la pared, entre las vigas y las escaleras extendidas que subían hasta las plataformas. Aquí y allá, entre las paredes salpicadas de piedra, había huecos en los que se veían cocinas de leña y rincones para almacenar comida, suministros médicos, equipos para la lluvia, mantas, toneles de agua y cajas con mosquiteras. En esas trincheras, y en la construcción subterránea del coronel, había algo permanente, como si estuvieran equipados para todas las estaciones del año. Las fuerzas francesas llevaban tanto tiempo atascadas en Verdún que al parecer habían decidido acomodarse lo mejor posible y domesticar la tierra, como si aquel agujero pudiera representar su última morada. La vieja fortaleza que se encontraba a kilómetros de distancia ya no proporcionaba ninguna protección. Había quedado obsoleta desde el final de la guerra franco-prusiana, y ahora estaba completamente abandonada, y no era más que un objetivo llamativo y vulnerable para la artillería pesada enemiga. Los franceses ahora esperan a los alemanes en esta gran excavación, y en muchas otras excavaciones como esta en todas las líneas defensivas de Verdún, escribía Antonio en su diario. Me quedo de una pieza cada vez que bajo sus escalones y veo al coronel y su Estado Mayor dirigiendo la guerra desde el interior de ese laberinto de habitaciones y túneles. Pero supongo que no es de extrañar que un lugar como este haya sido construido en la nación que construyó el Metro de París.