26.

Dado de alta del hospital a primeros de diciembre de 1917, Antonio Cristiani hizo autoestop hasta Milán y recorrió el abarrotado pasillo de la principal terminal del ferrocarril hasta un tren rumbo al sur que le llevaría a su casa para pasar las Navidades. Sería su primera visita a Maida en más de dos años y medio. Había intentado informar a su familia de que volvía, pero dudaba que hubieran recibido su telegrama. En el sur había escasas oficinas de telégrafos, y en aquel momento estaban sobrecargadas entregando unos mensajes prioritarios en los que, por fortuna, su nombre no aparecía.

Sin embargo, mientras caminaba por el suelo de piedra, bajo aquel techo alto y entre los silbatos y el susurro del vapor, muchas cosas le recordaban la muerte y la tragedia. Los ataúdes se apilaban en las rampas de carga. Grupos de civiles llorosos y vestidos de negro deambulaban por los andenes. Centenares de soldados cubiertos de vendas —muchos de ellos moviéndose con ayuda de un bastón, una muleta o una silla de ruedas— avanzaban lentamente en las colas de pasajeros que se encaminaban hacia docenas de trenes que partían hacia todas las zonas de Italia.

Antonio, que llevaba un pequeño talego, subió los escalones de acero y entró en un vagón en el que todos los asientos estaban ocupados, y algunas personas se hallaban ya de pie en el pasillo. Exceptuando dos monjas y media docena de ancianos vestidos por entero de negro, el vagón estaba completamente ocupado por jóvenes soldados enfundados en su uniforme verde grisáceo. Había varias ventanillas abiertas, pero flotaba un omnipresente olor a desinfectante, medicinas y lana sudada. Algunos soldados llevaban en la cabeza vendajes un tanto manchados de sangre. Se veían muchos pares de muletas colocados de manera horizontal en el portaequipajes a ambos lados del vagón. A medida que entraban nuevos soldados, recibían discretas miradas que evaluaban su estado de salud. Si parecían demasiado discapacitados para permanecer de pie o apoyados en un reposabrazos del pasillo, un soldado sentado y menos enfermo se levantaba y ofrecía su asiento. Incluso las mujeres mayores y las monjas procuraban ceder sus sitios a los soldados heridos. Exceptuando los casos más graves, los ofrecimientos de las mujeres eran rechazados. No hubo un vagón de tren abarrotado más abundante en cortesía y preocupación por los demás.

Antonio recorrió lentamente el pasillo y se quedó en la parte de atrás, junto a una puerta metálica que, cuando el tren comenzó a moverse, resonaba por culpa de una cadena suelta que la golpeaba desde el exterior. Cerca de él había otros tres soldados aparentemente sanos. Uno era de aviación; los otros, de artillería. Después de saludarse brevemente, permanecieron en un silencio incómodo durante varios minutos, mientras el tren salía de la estación y la luz del sol entraba en el vagón, con lo que resultaron aún más evidentes las heridas sufridas por muchos de los pasajeros. La mitad de las piernas que asomaban al pasillo estaban escayoladas o eran ortopédicas, de metal y sujetas con correas de cuero. Al menos un tercio de los soldados sentados llevaban en cabestrillo un brazo herido o parcialmente amputado. De vez en cuando se oían los gemidos de los soldados doloridos, y Antonio recordó su época en el hospital. Se acordó de Muffo, Branca y Conti. La locomotora avanzaba muy lentamente, como si se demorara hasta que la carne delicada de los soldados se adaptara al movimiento.

El aviador que estaba al lado de Antonio de repente se puso a hablar. Era un hombre robusto, de cara oronda, que rondaba los veinticinco años, con un bigote bien recortado y una gorra que le quedaba pequeña. Proclamó que era de Avellino, cerca de Nápoles. Había servido en la fuerza aérea durante dos años, pero formaba parte de las tropas de tierra, no era piloto. Dijo que sabía pilotar muy bien, pero que sus instructores, todos ellos de Génova, lo habían suspendido cada vez que había intentado pasar el examen de piloto. Su voz no dejaba dudas de que lo habían suspendido porque no era de Génova. Hacía poco había estado destinado en una base aérea cerca de Údine que había sido bombardeada y tomada por las tropas austroalemanas tras la caída de Caporetto. Durante el verano anterior, dijo, había ayudado a repostar al escuadrón que Gabriele D’Annunzio había liderado en el bombardeo del puerto austríaco de Pola, en el Adriático. Los austríacos ofrecían veinte mil coronas por la cabeza del poeta, dijo el soldado de aviación, pero añadió que nunca lo cogerían vivo. Mientras continuaba hablando de las heroicidades de D’Annunzio y de la guerra en general, Antonio y los dos artilleros lo escuchaban. Uno de ellos, que se agarraba al brazo de su compañero cada vez que el tren tomaba una curva cerrada, escuchaba atentamente, con la mirada perdida en el vacío. Antonio pronto comprendió que era ciego.

Aquel lento tren de diez vagones se paraba en cada estación, y en cada una se apeaban uno o dos soldados. Cuando el tren llegó a Livorno, junto al mar Tirreno, había suficientes espacios vacíos en el coche de Antonio para que se sentaran él y los demás que estaban de pie. Antonio se aposentó junto a un escuálido joven de dieciocho años que había perdido la pierna derecha por debajo de la rodilla durante la gran batalla anterior a Caporetto, la de la meseta de Bainsizza, cuando el general Cadorna aún estaba al mando. El joven soldado, que regresaba a su pueblo, situado justo al norte de Nápoles, dijo que la mitad de los miembros de su unidad murieron a causa de la artillería austríaca, y que él sobrevivió probablemente porque el caballo extraviado de un oficial de caballería muerto le cayó encima durante una explosión, aplastándole la pierna derecha pero protegiéndole el resto del cuerpo del impacto destructor del obús.

Después de una noche en la que muchos pasajeros permanecieron despiertos por el sonido de las pesadillas y el sufrimiento de los demás, el tren se detuvo con una sacudida en otra estación. El cartel con el nombre se veía tan deteriorado que Antonio fue incapaz de leer las letras. En mitad del andén, a poco más de un metro de la vía, distinguió a tres policías militares y a centenares de civiles de todas las edades, dos tercios de ellos mujeres, que se apretaban contra las cuerdas intentando ver de cerca a los combatientes sentados en el tren. Desde que el tren había salido de Milán, en todas las estaciones se congregaba gente que al parecer había recibido la noticia de que su esposo, su hijo u otro pariente regresaba a casa del frente durante el día o la noche. Como no sabían exactamente en qué tren iría la persona que esperaban, la multitud aguardaba con creciente expectación la llegada de cada convoy. En todas las estaciones se llevaba a cabo ahora una vigilia las veinticuatro horas del día; la gente se pasaba allí horas, callada o ruidosa, hasta que alguno gritaba que había oído un silbato en la distancia, o veía el humo de una locomotora alzándose sobre una colina. Entonces todos los demás corrían hacia el andén, todas las cabezas dirigidas hacia el norte, los ojos clavados en el ancho de vía cada vez más estrecho mientras se preguntaban si el tren que iban a ver era el que estaban esperando.

Se sabía que en grupos así la gente se volvía incontrolable. Hacía poco los periódicos habían informado de que las madres de dos soldados que retornaban a su casa, impacientes por acercarse al tren en el que suponían que volvían sus hijos, habían tropezado mientras corrían por el andén y habían muerto después de golpearse contra las vías.

Como resultado de tales incidentes, en todas las estaciones habían acordonado a la gente que esperaba, en una operación supervisada por la policía militar y las autoridades locales. Antonio se dio cuenta de que a la policía le costaba lidiar con la multitud. Era una mañana oscura y lluviosa, y después de que el tren hubiera permanecido parado durante varios minutos y ningún soldado se hubiera apeado, muchas personas comenzaron a empujar contra las cuerdas y dirigir sus gritos de angustia hacia las ventanillas abiertas del tren, gritando los nombres de aquellos a quienes esperaban. «¡Giuseppe Nardi! ¡Giuseppe Nardi!», gritaba una mujer de mediana edad, con una capa empapada colgando pesadamente sobre sus rasgos demacrados, mientras otra más joven voceaba a su lado, aún más fuerte: «¡Andrea de Marco! ¡Andrea de Marco!». Dos adolescentes blandían sus puños ante el policía militar que les había dado un fuerte empujón con su porra después de que se hubieran colado bajo las cuerdas; una anciana, situada al final de la hilera, cayó al suelo desmayada tras pronunciar un nombre.

Ninguno de los soldados que iban en el vagón de Antonio dijo nada a los que estaban detrás de las cuerdas. La gente estaba demasiado lejos para conversar, y ahora casi todos los soldados dormían o estaban demasiado incapacitados y agotados para hablar después de una noche terrible y dolorosa. Con el sonido del silbato y una columna de vapor, el tren comenzó a alejarse de la estación. Antonio pudo ver cómo se relajaban los hombros de los que seguían esperando, y percibió su decepción cada vez más profunda. Muchos de ellos sin duda llevaban aguardando toda la noche y habían visto pasar demasiados trenes, y ninguno de ellos había llevado a nadie del pueblo. Pero Antonio también era consciente de que ese tren no había dejado ningún ataúd.

En cambio, entregó ataúdes en ocho de las siguientes veinte poblaciones en las que se detuvo aquel día, y cuanto más al sur, más ataúdes dejaba. Ahora también se apeaban soldados en casi todas las paradas, pero toda la alegría que Antonio veía en los encuentros en el andén quedaba ensombrecida por las figuras desamparadas que se reunían cerca de los vagones que transportaban cadáveres para reclamar el cuerpo de su ser querido. Antonio vio cómo, a medida que los dos sargentos de intendencia que acompañaban los ataúdes en el vagón de carga leían en voz alta los nombres, algunas mujeres caían al suelo entre llantos, mientras los hombres maldecían mirando desdeñosos al suelo. Vio cómo algunos sacerdotes intentaban consolar a los afligidos, rociaban los ataúdes con agua bendita, y agitaban en el aire incensarios de latón. En un segundo plano vio carros tirados por mulas con flores, y unas jóvenes cubiertas con velos negros de seda que llevaban en brazos a niños que aún no tenían edad para caminar. Pero Antonio era incapaz de contemplarlo mucho rato seguido. Le hacía ser demasiado consciente de que aún estaba vivo.

Tras haber sobrevivido a unas batallas en las que sus amigos habían muerto, y tras haber viajado durante horas con soldados inválidos de por vida, ahora le acosaba la siguiente pregunta: ¿por qué ellos, y no yo? ¿A qué le debo mi vida, el no haber perdido ninguna parte de mi cuerpo? Había comenzado a reflejar estos pensamientos en su diario, aunque se resistía a ello. Decidió que era mejor no ponerlos por escrito. El solo hecho de pensarlos podía darle mala suerte. Y sin embargo, había sido imposible evitarlos desde que había visto a Muffo, Branca y los demás aniquilados delante de él durante la emboscada. De manera inconsciente, ahora a menudo se comportaba de un modo que era el reflejo de lo que deseaba reprimir. Caminaba más despacio, y, después de entrar en la terminal de Milán y cruzar el pasillo rodeado de soldados que se apoyaban en bastones y muletas, sillas de ruedas y camillas, incluso fingía una leve cojera. Miraba al frente mientras recorría el pasillo del vagón y pasaba junto a las víctimas sentadas, en busca de un lugar en la parte de atrás, donde no viera a sus desdichados camaradas. Cuando por fin hubo asientos vacíos en el tren, tras muchas horas de trayecto, Antonio fue uno de los últimos en buscar un sitio. ¿A qué se estaba resistiendo? ¿De qué estaba avergonzado? Durante su estancia en el ejército, ni siquiera en ese viaje en tren, nadie había alentado esos sentimientos. Ni una vez había detectado en las expresiones faciales de los soldados heridos, ni escuchado en sus comentarios, nada que le diera razones para sospechar que le envidiaban o estaban resentidos con él.

Por el contrario, y sobre todo desde la batalla de Caporetto, el solo hecho de llevar uniforme en público le había granjeado muestras de respeto y cordialidad de parte de todos los soldados y civiles con los que se había topado por la calle o en las poblaciones ocupadas por italianos situadas detrás de la línea del frente. El camionero se había desviado varios kilómetros de su camino para llevar a Antonio a Milán; el camarero del café que había cerca de la terminal no le había dejado pagar el desayuno; el hombre y la mujer de mediana edad que esperaban en la cola para subirse al tren habían insistido en cederle el paso a Antonio: todas esas personas, y muchas otras, mostraban respeto por el uniforme italiano, y deferencia hacia los hombres que lo llevaban, sin distinguir entre los soldados que estaban malheridos y aquellos que parecían gozar de una perfecta salud. Respeto era lo que un soldado merecía y apreciaba, no compasión. Antonio lo sabía. Lo sabía racionalmente. Pero en su interior se agitaban antiguas advertencias en contra de dar la impresión de que estabas mejor que tu vecino, de acomodarte en la sensación de bienestar, incluso de suponer que las cosas buenas de tu vida durarían mucho tiempo. Había crecido entre pesimistas, místicos, gente cuya mentalidad había sido conformada por terremotos, plagas y otras calamidades que escapaban a su control. En aquel pueblo no había nada seguro, no se podía contar con ninguna certeza. Maida era un lugar cálido y luminoso en las montañas, pero nadie veía realmente el sol. La gente vestía de negro aun cuando no tuviera motivos para ir de luto. Iban de luto por anticipado. En aquel lugar, el cumplido más irreflexivo podía interpretarse como una maldición.

Antonio recordaba que, una tarde, cuando tenía cinco o seis años, jugaba junto a la carretera, cerca de su casa, cuando un desconocido que cruzaba el pueblo se detuvo a descansar. Era un hombre demacrado de barba blanca, de setenta y pico años, vestido con una túnica de saco y sandalias, que se ayudaba con un bastón y llevaba una cartera de piel colgada del hombro izquierdo. Tenía una expresión amable, y tras sentarse debajo de un árbol, llamó a Antonio y le pidió que le llenara de agua la botella vacía que llevaba. Después de que Antonio se la hubiera llenado en una fuente cercana, y de que el desconocido hubiera bebido frugalmente, miró a su alrededor y le preguntó a Antonio el nombre del pueblo, y la distancia que mediaba hasta el pueblo siguiente en dirección norte, y otras preguntas acerca de la zona. Antonio habló sin cortapisas y con educación, con lo que el hombre le felicitó por sus modales y le preguntó qué quería hacer con su vida cuando fuera mayor. Antonio no lo había pensado; pero al imaginar lo que le agradaría a su madre y a su abuelo Domenico, ambos muy religiosos, contestó que desearía ser sacerdote.

—Pareces un muchacho muy simpático —dijo el hombre—. Serías un buen sacerdote. Y aunque no acabes siendo sacerdote, veo que en el futuro te ocurrirán muchas cosas maravillosas.

El hombre no tardó en reemprender su camino, y cuando Antonio volvió a casa le contó a su madre aquella predicción favorable. Inmediatamente alarmada, Maria especuló que aquel desconocido intentaba lanzar un maleficio sobre su futuro. Maria enseguida fue a consultar con su padre, que estaba al otro lado del patio; a continuación regresó y le dijo a Antonio que tenía que ir detrás de ese hombre enseguida, mirarle directamente a los ojos y afirmar que le había dado una información falsa. Si el hombre hacía más preguntas, le advirtió, Antonio no tenía que contestarle sino volver directamente a casa.

Confuso pero obediente, Antonio salió corriendo por la puerta y tomó la carretera por la que se había alejado el hombre. Pero no le vio por ninguna parte. Antonio traspasó los límites de Maida y siguió hacia el norte unos cuantos kilómetros en dirección al pueblo siguiente, Nicastro. Después de haber perdido la esperanza de encontrarlo, pues entre las personas a las que preguntó por el camino nadie parecía haberle visto, dio media vuelta y volvió a Maida. Quería regresar a casa antes de que oscureciera. De camino se encontró a sus preocupados padres y abuelo, que temían que se hubiera perdido. Al ver que se encontraba bien, le transmitieron su decepción cuando Antonio confesó que no había encontrado al anciano. Su madre y su abuelo parecían especialmente alterados, aunque no le riñeron ni expresaron su frustración. Tan solo hablaron entre ellos de vuelta a casa, quedándose unos pasos por detrás de Antonio y su padre, que le rodeaba el hombro con el brazo y le decía palabras de consuelo mientras lo mantenía alejado de lo que se estaba comentando tras ellos, pues Maria de vez en cuando levantaba la voz y revelaba su preocupación sobre las consecuencias, las posibles consecuencias, de lo que había ocurrido. ¿Y qué había ocurrido? Antonio no lo sabía. Y nunca lo sabría con exactitud, pues nadie de su familia fue capaz de explicárselo adecuadamente. Todo lo que comprendió fue que algo le había sucedido, algo en apariencia agradable pero de intención posiblemente maléfica. Como no había sido capaz de enfrentarse al hombre para que este se retractara, un mal presagio flotaba en el aire, un pronóstico que (aunque positivo) podía acarrear resultados negativos aun cuando llegara a cumplirse. En el mejor de los casos podía causar orgullo y engreimiento; en el peor, la envidia de los demás, su desprecio y quizá su venganza. En cualquier caso, podía tener resultados desfavorables. Y sin embargo, era parte de la carga psíquica de Antonio, parte de la herencia que había recibido de niño en Maida y que se había llevado con él a Francia y lo había acompañado durante casi tres años en la ciudad más ilustrada y sofisticada de Europa. Ahora, de vuelta del campo de batalla, regresaba a casa con esa carga, cojeando con ella en un andén de la estación de Nápoles, a un metro de un grupo de gente que había caído al suelo gritando mientras descargaban los ataúdes del tren.

Antonio estaba sentado en una mesa al fondo de un café, en el interior de la ruidosa rotonda de la terminal de Nápoles, desde donde veía el reloj de la estación en lo alto de la pared de piedra. En aquel momento su tren se hallaba en un apartadero, no solo para permitir que sacaran los abundantes ataúdes, sino para que los mecánicos pudieran arreglar los problemas de la locomotora. Momentos antes de que el tren llegara a Nápoles, el maquinista jefe había entrado en el vagón para anunciar en tono de disculpa que habría una demora de dos horas debido a leves problemas de compresión de la máquina. El anuncio había alegrado a Antonio. Por fin podría bajarse un rato del tren. En la terminal de Nápoles había una oficina de telégrafos, desde la cual podría mandar un mensaje a Maida. También estaba aquel café, donde había comido en el pasado y en cuya barra había un vasto surtido de vinos y whiskies, un licor que guardaban para los viajeros ingleses. Desde que salió de Milán, solo había comido lo que los vendedores ambulantes ofrecían por las ventanillas, y muy poco.

Después de enviar el telegrama, Antonio pidió un vaso de vino mientras esperaba la pasta y contemplaba la multitud de gente que pasaba ante él. Prestaba especial atención a los grupos de jóvenes soldados que se encaminaban hacia las vías y, era de presumir, al frente. Aunque animados, carecían del temple y el valor de las tropas a las que él había acompañado por ese mismo camino. Se acordó de su primer viaje en el tren que transportaba las tropas: habían jugado a las cartas y se habían acostado en el suelo, habían cantado y bromeado en los pasillos, habían arrojado sus latas blancas por las ventanillas mientras recorrían las colinas onduladas y verdes de Lombardía a finales de primavera. Casi todos sus compañeros creían entonces que se dirigían a una guerra de la que no tardarían en volver victoriosos. Los jóvenes que ahora contemplaba ya no anidaban esa ilusión, y dudaba de que mostraran ninguna señal de alegría mientras se desplazaban hacia el norte.

Por los periódicos que había comprado cerca de la oficina del telégrafo se enteró de que los italianos seguían resistiendo en las riberas occidentales del río Piave, y de que el Noveno Cuerpo Italiano había sido especialmente eficaz a la hora de rechazar un ataque mal planeado del enemigo. Las fuerzas del general Von Below habían avanzado tan rápidamente desde su incursión en Caporetto que se habían alejado demasiado de su sistema de abastecimiento. Ahora, mientras las unidades de ataque de Von Below permanecían reunidas en el costado este del río, carecían del material para tender puentes y el equipo necesario para cruzar el río y derrotar a las tropas italianas, bien situadas y reforzadas. Además, nevaba copiosamente en las montañas y valles, lo que doblaba la dificultad de abastecimiento, y el mando aliado suponía que no habría más ataques relámpago hasta principios de la primavera.

Por entonces, Antonio volvería a estar en el frente, aunque con toda probabilidad en un escenario bélico diferente. Cuando le dieron de alta del hospital recibió nuevas órdenes: después de Navidad saldría de Maida y se presentaría en Turín para unirse a las unidades italianas que se preparaban para trasladarse a Francia. En un programa de intercambio puesto a prueba por el alto mando aliado, algunas divisiones italianas se unirían a las anglofrancesas del frente occidental, y algunas divisiones anglofrancesas pasarían a formar parte del ejército del general Diaz en el norte de Lombardía y en el río Piave. Este programa era en gran medida el resultado de la conclusión del alto mando de que hasta ese momento habían actuado de manera demasiado independiente, y que hacía falta un esfuerzo más integrado, y a las órdenes de una sola persona que estableciera una unidad de mando y redujera gran parte de la ineficacia que había caracterizado los métodos de combate. Se había recalcado, por ejemplo, que después de que once divisiones británicas y francesas hubieran llegado para ayudar a los italianos en la campaña posterior a Caporetto, ninguno de los generales italianos se había puesto de acuerdo en cómo ni dónde debían desplegarse. Ahora, bajo el nuevo plan, dicha decisión se confiaría al nuevo comandante en jefe de las fuerzas combinadas aliadas, el mariscal francés Ferdinand Foch.

Mientras que los americanos, al mando del general John J. Pershing, no se subordinarían a Foch, naturalmente cooperarían con el mariscal francés; y lo que significaba el ascenso de Foch era que, como mínimo, los aliados se comunicarían más en francés. Dentro del Estado Mayor del general Diaz, pronto se descubrió que muchos oficiales italianos que afirmaban hablar francés de manera fluida no eran comprendidos por los franceses; y el resultado fue que se solicitaron más intérpretes y traductores civiles, y personal militar italiano que realmente dominara la lengua francesa.

Un día, durante la última semana de estancia de Antonio en el hospital, escuchó cómo un coronel que estaba de inspección preguntaba a uno de los médicos si sabía de alguien que hablara perfectamente en francés. Sin esperar la respuesta del médico, Antonio exclamó desde la cama: «Oui, mon colonel!». Así fue como Antonio fue nombrado intérprete y correo entre los oficiales italianos y franceses del frente occidental. Todavía tenían que asignarlo a una unidad de infantería italiana, pero esperaba que a menudo lo destinaran a acompañar a algunos de los oficiales de campo de Diaz a las reuniones del Estado Mayor con sus colegas franceses. Se comentó que Antonio, que ya era cabo, pronto ascendería a sargento, aunque su permiso de Navidad quedó reducido de tres semanas a dos.

Cuando por un megáfono anunciaron que su tren estaba a punto para proseguir su viaje, Antonio se acabó el café y abandonó el local por la salida que estaba al otro lado del vestíbulo. Mientras se abría paso entre la multitud, vio a más reclutas inexpertos, que caminaban encorvados mientras transportaban sus mochilas, fusiles y máscaras antigás, que Antonio esperaba que fueran mejores que las que les habían entregado en Caporetto. Además de los civiles de más edad y los numerosos soldados heridos que deambulaban por la estación, Antonio se fijó en que una gran cantidad de mendigos y marginados de las calles de Nápoles, más popularmente conocidos como lazzaroni, habían sido obligados a trabajar de mozos de cuerda o barrenderos y a empujar los carritos con el correo, e incluso llevar a cabo labores de mantenimiento en las vías.

Los lazzaroni, cuyo nombre derivaba del mendigo de la Biblia llamado Lázaro (Lazzaro en italiano), durante siglos se las habían apañado solos; vivían al aire libre y en los refugios que ofrecía la ciudad; pero de vez en cuando, sobre todo durante las emergencias nacionales, se les invitaba a abandonar su precaria existencia y atender las necesidades del Estado. Cuando el ejército de la Revolución francesa entró en Nápoles en 1799, fueron reclutados a millares para ayudar a defender la ciudad; y en alianza con las tropas borbónicas y con los vigilantes del cardenal Fabrizio Ruffo, rechazaron a los invasores. Ahora, a causa de la escasez de mano de obra provocada por la Primera Guerra Mundial, los lazzaroni, decrépitos y desnutridos como estaban, llevaban a cabo ciertos trabajos en la terminal y en otros lugares de la ciudad; y mientras Antonio observaba cómo algunos de ellos ayudaban con el equipaje a los soldados heridos, le resultaba imposible decir quién estaba más discapacitado.

Anochecía casi cuando el tren puso rumbo al sur rebasando las colinas napolitanas, y Antonio vio por última vez el Vesubio, cuyos vapores flotaban hacia el oeste a través de una leve llovizna. Siguiendo la costa vio playas desoladas, hileras de botes de pesca boca abajo, y palmerales, los primeros que veía en dos años y medio. Su vagón estaba medio lleno, o eso dedujo del volumen de toses, ronquidos y suspiros procedentes de los asientos donde casi todos los soldados se habían apoltronado. El joven soldado de infantería con una sola pierna a cuyo lado se había sentado Antonio durante gran parte del viaje se había apeado al sur de Roma. Igual que el soldado de la fuerza aérea que había abastecido de combustible al escuadrón de D’Annunzio, y también su compañero, el soldado ciego de artillería. Antonio no estaba seguro de si llevaba de viaje dos días o tres, o incluso más. Tras incontables paradas, y tras pasarse mucho tiempo dormitando, había perdido la noción del tiempo. Pero ahora que el tren proseguía por aquella ruta familiar de la costa por la que tan a menudo había viajado cuando regresaba de sus viajes para comprar telas en Nápoles con su padre, Antonio cayó en un sueño profundo, como siempre hacía de niño; y cuando despertó era por la mañana, y el tren se acercaba al valle de Maida.

Se puso en pie y bajó el talego del portaequipajes. Quería ser de los primeros en apearse del tren. No deseaba permanecer en el andén y contemplar quizá la llegada de hombres del pueblo en un ataúd. Era posible que los ataúdes depositados en esa parada costera, Santa Eufemia, no contuvieran a ningún joven de Maida, pues la estación no solo la utilizaban los residentes de su pueblo, sino también gentes de las poblaciones montañosas vecinas y de las comunidades costeras. Sin embargo, Maida era la localidad más grande de la zona, y era muy probable que dentro de los ataúdes hubiera alguien de su pueblo; no quería arriesgarse a ver las caras de dolor de los padres o las esposas que habían ido a reclamar los cadáveres de jóvenes que probablemente habían crecido con él.

De manera que saltó del tren antes de que se detuviera del todo; y calándose bien la gorra ante los ojos, cruzó rápidamente el andén lejos de la multitud acordonada. Les lanzó una breve ojeada, por si algún miembro de su familia intentaba llamar su atención. Pero nadie hacía señas en su dirección, ni tampoco parecía fijarse en él. Todo el mundo estaba absorto contemplando a los sargentos de intendencia que salían del vagón de carga, decorado con banderines negros y la bandera tricolor de Italia ondeando en el techo. Al parecer, sus parientes no habían recibido el telegrama, pero eso no le decepcionaba. Así no tendría que detenerse mientras se dirigía directamente hacia la hilera de cocheros que esperaban junto a sus caballos.

Arrojando su talego al pescante de atrás, Antonio le dijo al cochero que tomara el camino de la colina hacia Maida; y estaba a punto de subirse al carruaje cuando notó que alguien le tiraba de la chaqueta. Se volvió y distinguió a una mujer cubierta con un velo negro que lloraba y pronunciaba su nombre en voz baja, repitiéndolo varias veces, como incrédula. Cuando la mujer extendió los brazos y lo rodeó con ellos, Antonio reconoció a su madre. Permanecieron abrazados en silencio durante varios segundos hasta que Antonio, un tanto incómodo, y consciente de que el cochero esperaba y de que la gente los estaba mirando, ayudó a su madre a subir al carruaje.

Estuvieron muchos minutos sin hablar. Maria se apartó el velo de la cara, ahora luminosa con su sonrisa, y Antonio sintió que le apretaba el brazo con la mano. En respuesta a su pregunta, Maria le dijo que el telegrama no había llegado. Pero durante la noche había tenido la premonición de que regresaría a casa por la mañana, y por eso estaba en la estación. Francesco y el resto de la familia no sabían que había ido.

Mientras el cochero proseguía hacia Maida, Maria le pidió que tomara una ruta distinta, que en lugar de ir por la carretera principal fuera por un camino del bosque. El cochero protestó, afirmando que el sendero que sugería no era mucho más ancho que un camino de herradura, y que el coche se le enredaría en los arbustos y las ramas. Pero ella insistió. A menudo había cruzado el bosque en carruaje, dijo, y volviéndose hacia su hijo le explicó que había hecho una promesa que tenía que cumplir en esa ruta, una promesa realizada mientras rezaba para que volviera sano y salvo. Ahora resultaba esencial que la llevaran a ese lugar para hacer lo que había prometido.

A insistencia de Antonio, el cochero obedeció, y durante la media hora siguiente recorrieron un estrecho sendero rodeado de árboles, que finalmente se ensanchó y los condujo a una pequeña capilla de piedra negra que Antonio no había visto nunca, y cuya existencia desconocía. Se encontraba en el camino que San Francisco de Paula había recorrido al visitar Maida siglos antes, explicó la madre de Antonio, y le pidió al cochero que se detuviera para poder llevar a cabo una breve visita a la capilla. Antonio dijo que la acompañaría, pero ella negó con la cabeza y afirmó que debía entrar sola. Él la ayudó a bajar y la observó desaparecer dentro de la capilla. Él y el cochero esperaron durante cinco minutos, que se alargaron hasta diez. Era una fría mañana de diciembre, y en los árboles aún se veía la escarcha de la noche. Siguieron esperando junto al caballo otros cinco minutos, hasta que Antonio, más preocupado que impaciente, decidió ir a buscar a su madre.

Cuando abrió la puerta de madera, delante de él vio un altar iluminado con velas, y una hilera de bancos en la que no había nadie sentado, y pinturas en las paredes de figuras que no supo identificar. Miró a su alrededor, pero no vio señal de su madre. Ni estaba arrodillada ante el altar ni sentada en los bancos.

Caminó despacio por el pasillo, y de repente se detuvo. Allí, en el suelo, Antonio vio una oscura figura: era su madre, postrada, arrastrándose lentamente con el velo anudado atrás y lamiendo las piedras con la lengua.

Antonio la observó horrorizado. Esperó un momento, pero ya no pudo seguir mirando. En contra de las protestas de ella, la puso en pie, y, rodeándola firmemente con el brazo, la obligó a salir de aquel lugar donde los fieles todavía ajustaban primitivos acuerdos con Dios.