25.

El ataque sorpresa que mató a Muffo, Branca y a otros dos soldados de la unidad de Antonio, e hirió a media docena más, fue uno de los muchos reveses sufridos por las patrullas de reconocimiento italianas a principios del verano de 1915; y la cosa solo fue a peor en las semanas posteriores, cuando comenzaron las grandes batallas —en las que los italianos intentaron escalar los picos estratégicos y derribar al enemigo encaramado a ese frente rocoso y escarpado de seiscientos kilómetros—. Pero pronto quedó claro que morían más italianos de los que llegaban a la cumbre, y a final de año el número de bajas estremeció a la nación. Habían muerto más de 62 000 soldados italianos, y los heridos ascendían a 170 000, y lo único que había ganado Italia era humillación y dolor. Los austríacos seguían controlando las cumbres principales, y no había razón alguna para pensar que la situación fuese a variar.

Eso no era lo que los italianos habían esperado cuando, en mayo de 1915, el país entró en guerra. En aquella época, la participación italiana se veía como una aventura limitada, algo no muy distinto a la reciente campaña de Libia, con mucho que ganar y poco que perder. Se creía que Austria, ya en guerra con Serbia en los Balcanes y con Rusia en el frente oriental, ofrecería escasa resistencia en sus fronteras meridionales a la invasión italiana. Los estrategas italianos, sin embargo, habían infravalorado la fuerza y tenacidad del ejército austríaco; y ahora, después de ese baño de sangre no previsto, surgían enconados debates en el Parlamento italiano, protestas en pueblos y ciudades, y se exigía la dimisión del comandante en jefe italiano, el general conde Cadorna.

Pero el general Cadorna rechazó que él o su Estado Mayor fueran totalmente responsables del deprimente giro que habían tomado los acontecimientos. Habían sido los políticos, y no él, quienes habían llevado a Italia a la guerra; y la guerra que le habían legado había obligado a esas tropas jóvenes e inexpertas a luchar contra fuerzas situadas a más altura cada vez que se aventuraban en territorio enemigo, mientras que el inadecuado suministro de armamento y munición en el bando italiano proporcionaba una ventaja añadida a los austríacos, mejor equipados. La capacidad industrial de Italia, incluso a su máxima eficiencia, no podía competir con una Austria aliada con Alemania (Italia no tenía carbón, y antes de la guerra había importado el equipo y maquinaria sobre todo de Alemania); y el general Cadorna también consideraba que la baja moral de los combatientes italianos obedecía asimismo a la propaganda antibelicista de los socialistas y otros ciudadanos antipatrióticos del país, que diseminaban las disensiones y la duda.

Entre los que dudaban, sin embargo, se contaban varios de los oficiales de mayor grado y soldados veteranos del general. A menudo lo veían como un peón de los demás comandantes aliados, un hombre que sacrificaba de manera innecesaria a sus tropas en arriesgados ataques contra los austríacos en respuesta a los deseos de sus colegas de alto rango. Pero los franceses y los británicos también habían sufrido fuertes pérdidas en el frente occidental, al igual que los rusos en el frente oriental; y lo último que deseaban estos países, sobre todo desde que sus aliados serbios al parecer habían entrado en hibernación en los Balcanes, era un ejército italiano poco agresivo a la hora de mitigar la presión del enemigo en la frontera meridional de Austria. No obstante, con casi un cuarto de millón de italianos en combate sin que en 1915 alcanzaran un solo objetivo importante, la competencia del general Cadorna como líder estaba desde luego en entredicho; y muchos soldados italianos se sentían también inquietos por los persistentes rumores de políticas de reclutamiento injustas, que permitían que jóvenes aptos, sobre todo procedentes de familias privilegiadas, consiguieran un empleo en las industrias de fabricación de munición, algo muy necesario, y evitaran así ser llamados a filas. En el frente a esos hombres se los calificaba de imboscati, «haraganes».

En 1916 la guerra siguió yendo mal para los italianos, y a medida que crecía el resentimiento por el número cada vez mayor de imboscati, muchos soldados se negaban a luchar, fingiendo enfermedad mental u otras dolencias que los excusaban de ir al frente; y algunos de ellos llegaron al extremo de pegarse un tiro en la pierna para evitar lo que consideraban la aniquilación incesante y casi cruel de los menos privilegiados. En aquella época, mientras Antonio permanecía en el frente, y regresaba al 48 Batallón de Infantería después de que su equipo de reconocimiento quedara disuelto —él se contó entre los escasos afortunados que escaparon ilesos del ataque—, compartía los sentimientos de casi todos los descontentos soldados de infantería. Al igual que él, una mayoría de esos soldados procedían de las áreas rurales del sur; les parecía —y las crónicas publicadas posteriormente confirmaron sus sospechas— que el porcentaje de víctimas entre los jóvenes del sur era desproporcionadamente alto, pues carecían de influencia para obtener una justa porción de prórrogas o de destinos en la retaguardia, y casi siempre se veían expuestos a la batalla. Los jóvenes del norte, en cambio, más cultos y más instruidos que los del sur, eran considerados por sus comandantes (casi todos ellos nacidos en el norte) como más cualificados para las labores administrativas y otros destinos militares más seguros. Y puesto que las empresas industriales de Italia, que resultaron ser insuficientes en la primera parte de la guerra, estaban ubicadas casi todas ellas en el norte, los empleos vacantes y las prórrogas solían ir a parar a norteños.

De este modo, el ejército italiano quedó tan dividido como la nación. La unificación de Italia, ocurrida más de medio siglo antes, había fracasado a la hora de unir el norte y el sur; y los meridionales como Antonio no se sentían más integrados nacionalmente en 1916 que su abuelo Domenico en 1861, después del Risorgimento y la caída de los Borbones.

En las cartas que Antonio enviaba a su casa, y también en su diario, expresaba sus quejas y las de sus compañeros. Contaba que había visto a muchos imboscati durante sus breves permisos en las ciudades del norte, paseando despreocupados por la calle y sentados felices en los cafés. Esos trabajadores «fundamentales», comentaba amargamente, ganaban cinco veces más que las tropas que arriesgaban la vida en el frente. Pero señalaba que lo peor era que Italia estaba produciendo una gran cantidad de equipo defectuoso. Los obuses no explotaban. Una mínima porción de barro atascaba el fusil. Los lanzagranadas se sobrecalentaban enseguida, y a veces hacían volar a los soldados que los cargaban y disparaban.

Las copiosas lluvias convirtieron en pantanos las escasas tierras llanas que existían entre las montañas, y la caballería italiana resultó prácticamente inútil como fuerza de combate. Antonio describía a orgullosos oficiales ecuestres con las botas y los pantalones de montar sumergidos en el barro, agarrándose a la cola del caballo mientras cruzaban los pantanos; y repetía una expresión utilizada a menudo por un oficial de alta graduación para describir a la infantería italiana: «Figuras de barro que caminan». Esta expresión, que apareció en los periódicos italianos, ofendió al general Cadorna, el cual criticó al oficial que la había pronunciado. Pero aunque el general Cadorna levantó barreras contra la prensa e instituyó la censura del correo de los soldados, fue incapaz de detener el número creciente de manifestaciones contra la guerra por parte de las desdichadas familias de los reclutas.

Aunque Antonio veía la guerra desde la perspectiva de un meridional —desde su punto de vista, todo lo que estaba por encima de Nápoles era el norte—, también había familias desfavorecidas en el norte y el centro de Italia con parientes en el ejército que luchaban codo con codo con los meridionales y soportaban las mismas penurias con una sensación semejante de fatiga y cólera. Había protestas antibélicas en Mantua, Florencia y otras ciudades del norte y del centro. Sin embargo, las protestas del sur parecían más frecuentes y apasionadas. Los líderes izquierdistas del sur señalaban la guerra como otro ejemplo de cómo el norte exprimía al sur. Era la lucha de clases de siempre: los poderosos aprovechándose de los que carecen de poder; la burguesía urbana recibiendo un trato de favor en perjuicio del campesinado pobre. Los administradores del Gobierno eran más eficaces con sus pensiones y sus programas de asistencia privada en las ciudades que en el campo; pero su eficiencia mejoraba notablemente en las zonas rurales cuando se trataba de forzar la venta del ganado, requisar madera o llamar a filas a los peones agrícolas para satisfacer las necesidades de la guerra. Mujeres viudas y con hijos pequeños se veían obligadas a encargarse de grandes granjas con resultados desafortunados. Hubo un notorio incremento de motines de soldados en puestos como el de Catanzaro; y en pueblos como Maida cada noche se celebraban mítines contra la guerra, y finalmente estallaron unos disturbios en los que participó Joseph.

Sucedió un domingo por la tarde a principios de la primavera de 1916. Aunque quienes organizaron los disturbios fueron líderes socialistas que no residían en el pueblo, fueron ampliamente apoyados por los aldeanos, y entre quienes participaron más activamente se encontraban adolescentes a los que pronto llamarían a filas y que se habían inscrito en el club de las Juventudes Socialistas. Joseph, que todavía no había cumplido los trece, había entrado en ese grupo gracias a la influencia de un primo de su madre, políticamente comprometido y mayor que él, que había tenido que abandonar su empleo en América con la Keasbey & Mattison Company para entrar en el ejército. Ni la madre de Joseph ni su abuelo Domenico se opusieron a esa politización izquierdista; incluso los curas del pueblo, que durante el año anterior habían predicado en favor de la obediencia nacional, ahora no mostraban ninguna objeción a la política antibélica de los socialistas. Cinco jóvenes de Maida ya habían muerto en el frente —cinco de aquellos primeros trece que habían sido llamados a filas con Antonio—, y otros tres habían sufrido heridas de gravedad. Y la oposición a la guerra por parte de la familia Talese también se veía influenciada por el hecho de que Sebastian, el hermano de Joseph, acababa de cumplir los diecisiete, y ya le había sido notificado que debía presentarse enseguida en Catanzaro para recibir instrucción militar.

Tanto su madre como su abuelo habían visitado el ayuntamiento para protestar ante la oficina de reclutamiento, y su tío Francesco Cristiani había viajado a Catanzaro para apelar a la junta de revisión de la base militar, recalcando que necesitaban a Sebastian en la granja, pues era el principal sostén de su madre viuda y los cuatro hijos pequeños que dependían de ellos. Pero el ejército necesitaba tropas desesperadamente, y no iban a hacer una excepción con Sebastian.

Una semana después de la llamada a filas de Sebastian y de una docena de jóvenes de su edad, en la plaza se celebró un mitin nocturno rebosante de animadversión, que atrajo a una gran multitud que portaba antorchas y algunas escopetas. Cuando uno de los oradores sugirió que todos marcharan hacia el ayuntamiento y quemaran los archivos municipales, que era lo que consultaban los militares a la hora de reclutar a sus jóvenes, unos sonoros vítores saludaron la propuesta, y pronto más de trescientos individuos desfilaban por las angostas calles en dirección al oscuro edificio de piedra que se encontraba a varias manzanas de la plaza, cantando, gritando eslóganes y rompiendo farolas a su paso. Extrañamente, no había apostado ningún policía para bloquearles el camino, ni tampoco ninguna patrulla en la plaza. Joseph, siguiendo el ejemplo de los demás, recogió algunas piedras por el camino y las lanzó a las farolas, y posteriormente a las ventanas del ayuntamiento, donde tampoco había ningún guardia, aun cuando la comisaría se hallaba a pocas puertas de distancia y se veía luz en el interior, solo que los agentes de servicio parecían sordos al revuelo del gentío. Era evidente que nadie en el pueblo quería impedir aquel alboroto, y que los participantes de la manifestación representaban a todos los niveles de la sociedad local. Estaba el director de la escuela, don Achille; el carnicero, Nicholas Pileggi; el mampostero, Nicola Muscatelli (recién llegado de América); el farmacéutico, el doctor Fabiani; el aristócrata don Torquato; y también el padre Panella (se rumoreaba que el hijo que supuestamente había engendrado estaba siendo cuidado en un convento cercano). Estaba Ciccio Parisi, el poeta; Lena Rotella, que llevaba el orfanato; la solterona Nina Bevivino, sobrina nieta del difunto y llorado Antonio Bevivino (a quien habían agujereado la cabeza mientras combatía con Murat en el frente ruso en 1812); y el pastor Guardacielo, acompañado de su perro, con el collar de pinchos de acero al cuello. También estaba Francesco Cristiani, el tío de Joseph; el abuelo materno de Joseph, Sebastian Rocchino (el abuelo paterno de Joseph y las mujeres de la familia Talese asistían a la misa nocturna); y los compañeros de Joseph en las Juventudes Socialistas: Nicholas Pileggi, uno de los hijos del carnicero, de catorce años; Francesco LaScala, de quince años, que después de la escuela trabajaba en el taller de reparaciones de carruajes de su abuelo; Gino Giglio, de dieciséis años, el nieto del herrero, que recientemente había dejado la escuela y esperaba con tristeza su llamada a filas; y Giuseppe Paone, de dieciséis años, estudiante y vendedor ambulante de verduras que, a pesar de ser bizco, temía que el ejército italiano lo declarara apto.

Todas esas personas, y más, se reunieron sin que nadie se lo impidiera en torno al ayuntamiento y siguieron cantando y gritando mientras los líderes derribaban la puerta, abrían los archivos que contenían las partidas de nacimiento y no tardaban en prenderles fuego. Cuando por fin llegaron la policía y los bomberos, esforzándose por fingir sorpresa e indignación, el interior del edificio era un horno de humo negro y datos desaparecidos, y la multitud se había desvanecido repentinamente. Al día siguiente se arrestó a tres de los socialistas más conocidos de la zona para interrogarlos; pero pronto fueron liberados por falta de pruebas y falta de interés. Los inspectores militares de Catanzaro llegaron a Maida jurando venganza, pero poco podían hacer, aparte de buscar duplicados de las partidas de nacimiento en la oficina provincial, o en el obispado, y emitir un comunicado exigiendo que a los subversivos civiles se les aplicara el mismo castigo que aplicaba el ejército a los soldados desleales.

En 1916, no menos de 167 soldados fueron ejecutados por amotinarse y por otros actos de insubordinación, lo que suponía un aumento de cien hombres con respecto al número de sentenciados por delitos similares en 1915. Consternado por los continuos incumplimientos del deber patriótico, el general Cadorna aprobó la ejecución de 359 soldados en 1917, pero tampoco obtuvo los resultados deseados. En 1917, el ejército no era mejor que en 1916.

Muchos soldados italianos combatían de manera heroica, pero su valor probablemente se debía menos a la disciplina o el patriotismo que a lo que siempre había motivado a los hombres en peligro: el deseo de supervivencia. Todas las naciones beligerantes obligaban a sus jóvenes a llevar armas, a enfrentarse unos con otros a vida o muerte en el campo de batalla; algunos vivían, algunos morían, y otros huían. El factor determinante poco tenía que ver con la propaganda nacional o el amor a la patria, y sí mucho con tener buena vista, ser rápido con el gatillo y ser leal en la trinchera. Los hombres que luchaban denodadamente lo hacían para salvarse a sí mismos y a sus compañeros. El número de kilómetros ganados en la batalla era algo casi incidental, aunque a menudo gratificante. Pero cada kilómetro conquistado por los italianos, en una ruta generalmente cuesta arriba y peligrosa, se hacía a costa de miles de muertos o mutilados, y los que sobrevivían casi nunca comprendían por qué luchaban, como no fuera para seguir con vida. El terreno conquistado era casi todo rocoso e infértil. Italia ya tenía bastantes montañas sin tener que conquistar más en Austria. Si los soldados italianos se hubieran imaginado que a menudo arriesgaban sus vidas por un territorio en el que en décadas futuras no habría mucho más que estaciones de esquí, su celo patriótico, escaso como era, habría disminuido más todavía.

Sin embargo, en 1916 y 1917 a los soldados italianos se les seguía ordenando que fueran colina arriba, sin parar; y los que desobedecían a menudo eran ejecutados, y los que obedecían, con frecuencia eran aniquilados por los obuses o metralletas enemigos, o por desprendimientos de rocas causados por los bombardeos, o por avalanchas de nieve que los enterraban y los congelaban hasta la primavera: entonces, durante el deshielo, se descubrían sus cadáveres, rígidos y en la misma posición en que habían muerto.

Los soldados que en su avance cruzaban los arroyos de montaña a menudo tropezaban con cadáveres de hombres que se habían ahogado semanas y meses antes; y cuando mandaban alimentos y munición por teleférico a las unidades que combatían en las cumbres, los contenedores perforados solían regresar cargados de soldados muertos o heridos, cuya sangre enrojecía las cuerdas; sus cuerpos se balanceaban en el cielo e invitaban a que los fusileros austríacos acuclillados en los acantilados practicaran su puntería con ellos.

Sin encontrar oposición, los submarinos alemanes hundieron muchos barcos aliados que transportaban suministros muy necesarios para la nación italiana; y las revueltas del pan de las mujeres italianas en el país, no menos que el ataque austríaco al norte de Lombardía y las permanentes discusiones políticas en Roma, provocaron que el frustrado Antonio Salandra dimitiera de su cargo de primer ministro y volvieran a clamar las voces que pedían la destitución de Cadorna.

Pero el ejército italiano consiguió expulsar a los austríacos del norte y desplazarse hacia el este y capturar la ciudad fortificada de Gorizia, lo que salvó temporalmente la carrera del general, aun cuando siguiera sometiendo a sus unidades a tremendas pérdidas. La campaña del norte de Lombardía se saldó con 90 000 italianos muertos o heridos, una cifra de bajas un cuarenta por ciento más alta que la de los austríacos. La toma de Gorizia, al este del río Isonzo, tuvo lugar a costa de 48 000 italianos muertos y heridos, más del doble del total de austríacos. Uno de los italianos que resultaron heridos en Gorizia fue Antonio Cristiani.

Antonio quedó inconsciente a causa de las explosiones ocurridas alrededor de la trinchera en la que se encontraba junto a sus compañeros de infantería, a punto para iniciar la carga colina arriba. Su amigo Conti, con el que había servido en la patrulla de reconocimiento, murió bajo aquel fuego de ametralladora, mortero y artillería pesada. Sangrando a causa de heridas internas provocadas por esquirlas de roca y metralla, Antonio fue transportado por dos soldados al puesto médico, situado en una gruta, y a continuación bajó por teleférico hasta una carreta llena de soldados caídos que se dirigían al hospital base, donde se recuperó lentamente de sus heridas y su conmoción cerebral, fiebre alta y posteriormente neumonía; durante varias semanas de convalecencia, en las que permaneció a menudo inconsciente, vio a docenas de soldados muriendo a su alrededor, hombres que antes de expirar recibían un sucedáneo de extremaunción por parte de médicos que, con un crucifijo en la mano, se ponían un traje negro y se hacían pasar por sacerdotes.

En las zonas de combate nunca había sacerdotes suficientes para administrar los últimos sacramentos a los que habían recibido heridas mortales, y durante gran parte de la guerra el Vaticano parecía indeciso acerca del papel que debería jugar entre las dos naciones católicas beligerantes. Que el papa Benedicto XV se mostrara en privado favorable a los austríacos, tal como sugerían los católicos de ambos bandos, resultaba quizá comprensible, dado el contraste entre la historia de respeto a la Iglesia por parte de los Habsburgo y la toma de los Estados Pontificios por los líderes italianos del Risorgimento, liderados por Garibaldi, que tanto había hostigado al Papa. Ni siquiera los casi cincuenta años transcurridos habían conseguido cerrar la brecha entre el Gobierno italiano y el Vaticano. El papado todavía no había reconocido oficialmente la existencia de Italia.

A finales del verano de 1917, sin embargo, mientras más y más soldados católicos de ambos bandos seguían muriendo, en detrimento de la solidaridad internacional de la Iglesia y de su número de fieles, Benedicto XV por fin se pronunció en contra de la guerra y se presentó voluntario para mediar en una paz basada «no en la violencia, sino en la razón». Pero Italia declararía la guerra a Alemania, a quien Austria había pedido ayuda después de la captura de Gorizia por parte de los italianos; y en 1917 los alemanes no estaban por frenar una guerra que creían poder ganar. Aunque los Estados Unidos se habían sumado hacía poco a los aliados, los alemanes pensaban que las fuerzas anglofrancesas del frente occidental se derrumbarían antes de que la presencia militar norteamericana en Europa pudiera salvarlos; los británicos, por ejemplo, habían sufrido casi 600 000 bajas en la ofensiva de Passchendaele; por cada metro de terreno ganado, 56 soldados británicos murieron o resultaron heridos, y en el frente oriental el ejército ruso estaba paralizado por fatiga de combate, y debilitado por los bolcheviques que buscaban el armisticio, y que se estaban haciendo con el poder político tras la abdicación del zar. Si la iniciativa de paz del Papa, hecha pública en agosto de 1917, tuvo alguna influencia en la guerra, fue probablemente en detrimento del general Cadorna, pues proporcionó a los italianos que no tenían estómago para combatir una excusa añadida para bajar los brazos. Eso resulta especialmente cierto entre los soldados del sur y de Sicilia, donde la influencia de la Iglesia era más fuerte, y donde incluso los herejes y los agnósticos atribuían ahora su deserción o el haberse declarado prófugos a una tardía chispa de religiosidad.

Así fue como la lista de enfermos del ejército italiano se amplió en las zonas de guerra, mientras que el número de amotinados y desertores aumentaba en el frente y en los cuarteles de instrucción de todo el país (solo en Sicilia hubo 20 000 insurrectos en el ejército); y el general Cadorna poco podía hacer aparte de continuar con su política de ejecuciones, cosa que hizo, y amargar la vida todo lo posible a los soldados de retaguardia que podían andar pero que alegaban enfermedad, hasta el punto de que pronto prefirieron ir al frente para huir de los trabajos torturantes y degradantes que les imponía de manera sumaria.

Puesto que Antonio estaba legítimamente incapacitado y hospitalizado durante ese período, no se vio sometido a esos trabajos; y como consecuencia, en octubre de 1917 evitó la posibilidad de que lo mandaran a Caporetto. Fue una suerte. Pues la batalla de Caporetto resultó ser la experiencia más horrible y humillante de Italia en toda la guerra.

Comenzó a primera hora de la mañana del 24 de octubre, un día de espesa niebla y copiosa lluvia que en las montañas se estaba transformando en nieve. La localidad de Caporetto estaba situada en la parte superior del río Isonzo, bastante al norte del lugar donde los ejércitos italiano y austríaco habían librado sus enfrentamientos en los veintinueve meses anteriores. El general Cadorna no esperaba ningún gran ataque en las proximidades de Caporetto, pues creía que lo angosto del terreno entre las montañas y la dificultad de cruzar el río, que en esa zona discurría por una profunda garganta, obstaculizarían un avance amplio y poderoso del enemigo hasta el punto de convertirlo en impracticable. De manera que las defensas italianas allí eran mínimas, y se trataba de soldados generalmente agotados y nada motivados. Muchos habían combatido en numerosas contiendas en el pasado y llevaban casi un año sin recibir un permiso.

Posteriormente se rumoreó que en esas unidades había bastantes soldados socialistas, algunos de los cuales habían estado en el campamento enemigo y confraternizado con los socialistas austríacos; y se dijo que esos hombres habían difundido propaganda subversiva dentro de sus filas para aumentar la desobediencia y sabotear el esfuerzo de guerra. A las tropas italianas se les recordaba que su nación había sido la agresora al atacar a Austria; contrariamente a Francia y Bélgica, Italia no había sido invadida, y sin embargo, en 1915 había violado las fronteras septentrionales e iniciado hostilidades contra los austríacos.

En cualquier caso, la guerra estaba durando demasiado; en ese punto casi todos los soldados estaban de acuerdo. Muchos italianos habían creído que la guerra acabaría cuatro o cinco semanas antes, a mediados de septiembre de 1917, tal como habían predicho de manera optimista sus oficiales, después de que las fuerzas atacantes del general Cadorna hubieran capturado la meseta de Bainsizza, al sur de Caporetto, siguiendo el río Isonzo. Pero ese triunfo de dudosa importancia, que era también el undécimo enfrentamiento de envergadura entre los dos ejércitos en aquella zona desde el comienzo de la guerra, no aproximó la paz y costó a los italianos 40 000 muertos y 108 000 heridos. En otoño de 1917, la futilidad de sus esfuerzos en la campaña de Bainsizza tuvo un efecto desmoralizador en los soldados italianos supervivientes, y sin duda fue uno de los factores que explicaron la falta de compañerismo que caracterizó su actuación en el contraataque de los alemanes y los austríacos en Caporetto.

En la víspera del ataque, en las altas crestas que los austríacos controlaban varios kilómetros por debajo de las cumbres de los Alpes Julianos, al noreste del río Isonzo, los alemanes llevaron a cabo los últimos preparativos para lanzar 894 proyectiles que contenían gas venenoso, una mezcla de fosgeno y cloro que pretendían arrojar sobre los contingentes italianos que controlaban Caporetto. Durante semanas los alemanes habían ido descendiendo silenciosamente hasta esa zona desde las tierras altas, y en el momento del ataque seis divisiones alemanas se habían unido a siete divisiones austríacas para formar el nuevo Decimocuarto Ejército alemán, bajo el mando del general alemán Otto von Below, al que habían trasladado del frente oriental.

Los italianos no consiguieron detectar esa concentración de tropas, debido a su insuficiente reconocimiento aéreo y también a las hábiles precauciones tomadas por el enemigo; y el hecho de que el ataque cogiera totalmente por sorpresa a los italianos se puede atribuir a la densa niebla que lo cubría todo la mañana del 24 de octubre. Los italianos no pudieron ver lo que se les avecinaba hasta que fue demasiado tarde para reaccionar de manera eficaz; no solo se vieron superados en número, sino que estaban mal equipados para combatir las brigadas de ataques con gases que hacían explotar proyectiles a su alrededor. Cientos de italianos murieron a los pocos segundos. Fueron miles los que se retiraron presa del pánico, luchando por respirar mientras se veían atrapados entre el río y las altas laderas de la montaña, que impedían que el gas se disipara. Ni siquiera los italianos que llevaban máscaras sobrevivieron. O bien los respiradores funcionaron mal, u otros aspectos del diseño resultaron vulnerables al compuesto letal propagado por los alemanes. Aunque la guerra química había sido practicada en el frente occidental por las fuerzas anglofrancesas y también por las alemanas, era la primera vez que los italianos la experimentaban en combate, e innumerables italianos murieron en un estado de delirio y perplejidad.

El ejército del general Von Below, mientras tanto, penetró en Caporetto, no solo aplastando la vanguardia italiana con gas, fuego de metralletas y artillería, sino también poniendo en fuga la segunda línea, anulando así la capacidad de los italianos para contraatacar y comunicarse, pues el sistema telefónico quedó completamente destruido. El comandante en jefe a quien el general Cadorna había puesto al frente de la zona había abandonado su puesto cuatro días antes del ataque por enfermedad, aunque el que estuviera presente o no tuvo muy poca importancia ante la combinación de factores que causaron la derrota italiana. Desde el principio se vieron superados. Sus hombres estaban cansados y apáticos, mal armados y mal alimentados, y esto último era causa, en gran parte, del éxito de los submarinos alemanes contra el suministro marítimo de los aliados a Italia.

Encabezaron la invasión de Caporetto los especialistas en la guerra relámpago, tropas alemanas de élite recientemente entrenadas en tácticas de tierra que resultaban novedosas en su ferocidad, y que resultarían igualmente eficaces contra los aliados de Italia al año siguiente en el frente occidental, cerca de San Quintín. Las tropas de vanguardia alemanas en Caporetto habían sido elegidas por su velocidad, tenacidad y resistencia. Se lanzaban con audacia y causaban gran confusión con sus armas mientras los oponentes se desvanecían y se ahogaban por el gas. En apoyo del avance alemán había cañones pesados que detonaban de manera ensordecedora, pero de corto alcance y durante un período limitado de tiempo; la artillería deseaba destruir a los defensores sin dañar el terreno más de lo necesario ni abrasar la atmósfera y el entorno a través del cual pronto pasaría la rápida vanguardia alemana. Velocidad y sorpresa, no un intenso y continuo bombardeo, favorecieron su estrategia. La principal misión de las unidades de avanzadilla era ganar terreno sin vacilación y penetrar profundamente, arrasar cualquier oposición que encontraran, pero no ensanchar el ataque, ni capturar a los tambaleantes defensores que pudieran quedar en los laterales, ni entablar combate con los soldados italianos que pudieran dispararles desde las colinas cercanas. Eso sería responsabilidad de las tropas regulares de infantería austroalemanas que avanzaban rápidamente por detrás, que lanzarían el golpe de gracia a lo largo de todo ese frente que sus predecesores habían cortado por la mitad.

Como resultado de estas tácticas, muchos soldados italianos destacados en las colinas de repente vieron al enemigo por delante y por detrás, y su capacidad para defenderse dependía de la cantidad de munición que poseían en las tierras altas. Puesto que se vieron separados de cualquier fuente de suministro, y frecuentemente aislados de cualquier contacto telefónico con sus superiores, quedaron sumidos en la soledad, la perplejidad y el caos. Ese fue el destino de varias unidades alpinas que, antes de la toma de Caporetto, creían que podían dominar la zona desde esa posición estratégica más elevada. Pero con la asombrosa aparición de la vanguardia alemana abriéndose paso a través de la mañana neblinosa, seguida por la infantería regular avanzando detrás de nubes de balas y gases, las abandonadas tropas alpinas se encontraron desesperadamente a la defensiva. Combatieron mientras pudieron y con todo el valor de que fueron capaces. Cuando se les acabó la munición, arrojaron piedras contra los soldados austroalemanes que se preparaban para eliminarlos. Finalmente los italianos se vieron obligados a luchar con bayonetas y las culatas de sus fusiles. Pero nada pudieron contra unos agresores fuertemente armados. Cayó hasta el último de los alpinos.

Los italianos que no murieron en las colinas o en la meseta a causa de las balas, los obuses o el gas —y que no abandonaron sus unidades, o se unieron a ellas en la ordenada retirada que el general Cadorna se vio obligado a comandar—, generalmente no tardaron en rendirse al enemigo sin resistencia, felices de seguir vivos. El territorio que los italianos habían tardado dos años en conquistar, incluida la población de Gorizia, se perdió en pocas horas, y la incursión en Caporetto pronto desestabilizó todo el frente italiano. El general Cadorna no pudo traer tropas de reserva de la retaguardia porque las estrechas carreteras entre las montañas estaban atascadas por las tropas en retirada, animales de carga, camiones y ambulancias. La frenética e incontrolable escena sería recreada por Ernest Hemingway en su novela Adiós a las armas. El ejército de Von Below invadió el cuartel general italiano de Údine, al oeste del Isonzo, cinco días después del ataque inicial. En épocas más felices, el rey Víctor Manuel III se había desplazado a menudo de su villa en Údine al frente italiano —«el rey pasa en su automóvil (…) asoma su cara y su cuerpo menudo y cuellilargo, y una barba gris como de chivo», escribió Hemingway—, pero ya hacía mucho que se había marchado de la antigua ciudad cuando los austroalemanes llegaron el 29 de octubre, después de cruzar el camino utilizado unos catorce siglos antes por Atila y sus hunos para saquear Aquilea y otras ciudades romanas de las planicies venecianas. De hecho, muchos italianos heridos, pero no capturados, posteriormente afirmaron que cuando las feroces tropas de Von Below atravesaron sus líneas, gritaban al unísono y de manera ensordecedora: «¡Roma! ¡Roma! ¡Roma!».

A final de mes, la vanguardia alemana había llegado treinta kilómetros más allá de Údine y empujado a los defensores de Cadorna hasta el río Tagliamento. Casi 40 000 italianos habían muerto o estaban heridos, y 200 000 eran prisioneros. Un joven teniente alemán que conducía una unidad de asalto había capturado a 8000 italianos en un solo día, mientras que su unidad sufrió menos de una docena de bajas en toda la campaña. Se llamaba Erwin Rommel. Los italianos, en su desbandada, dejaron 2500 piezas de artillería y toneladas de víveres y ropas. Gran parte de lo que no habían hundido antes los submarinos alemanes ahora quedó en manos de la infantería alemana cuando esta entró en los almacenes abandonados. En el Parlamento de Roma, los airados políticos exigieron y aceptaron la dimisión del hombre que el año anterior había reemplazado a Salandra como primer ministro: Paolo Boselli, a quien un colega describió como alguien que estaba al frente del «ministerio de la debilidad simulando la fuerza». Boselli fue sustituido por el ministro del Interior, Vittorio Emanuele Orlando, al que habían puesto ese nombre en honor del abuelo del actual rey, el monarca del Risorgimento. En un intento de recuperar la unidad y revivir la disciplina en una nación aturdida por la derrota y la desesperanza, el rey Víctor Manuel III afirmó en una declaración pública: «Ciudadanos y soldados, formad un solo ejército. Toda cobardía es traición, toda desavenencia es traición». El poeta Gabriele D’Annunzio, y el director del periódico de Milán en el que tanto había influido, Benito Mussolini, expresaron sentimientos parecidos. Mussolini, el socialista convertido al intervencionismo, había servido en el ejército hasta febrero de 1917, cuando, mientras manipulaba un lanzagranadas defectuoso durante un ejercicio de entrenamiento, mató a cinco de sus compañeros de unidad y fue hospitalizado con cuarenta fragmentos incrustados. Licenciado del ejército, siguió dirigiendo Il Popolo d’Italia; y con los continuos fracasos en el frente posteriores a la caída de Caporetto, denunció aún más la incompetencia de los líderes del ejército y la deslealtad fomentada en el país por sus antiguos compañeros socialistas. En privado afirmaba que lo que Italia necesitaba no era un Parlamento impotente y en perpetua riña, sino una figura poderosa y solitaria, un dictador que militarizara la nación y devolviera el orgullo al pueblo italiano.

Pero no había orgullo que valiera durante aquella primera semana de noviembre, catorce días después del comienzo de la guerra relámpago. Las noticias de la guerra seguían siendo desastrosas. De las sesenta y cinco divisiones originales del ejército italiano, solo treinta y tres estaban militarmente operativas. Aunque los franceses mandaron seis divisiones al frente italiano como reacción al ataque de Caporetto, y los ingleses cinco, nadie sabía qué hacer exactamente con esas tropas cuando por fin llegaron. No había ningún plan organizado de cooperación entre los oficiales de campo italianos, franceses y británicos, y el resultado fue que las nuevas tropas no quedaron integradas en la primera línea italiana.

Al ver la incompetencia de su ejército, sumada a su opinión cada vez más baja del cuerpo de oficiales italianos, el general Cadorna siguió degradando o despidiendo a sus oficiales subordinados. Se deshizo de no menos de 217 generales y 255 coroneles en el curso de la guerra. Pero el 7 de noviembre —el día en que el Gobierno de Kérenski cayó ante los bolcheviques de Lenin en Rusia—, el propio general Cadorna fue depuesto por el nuevo primer ministro. Lo sustituyó el general Armando Diaz, que había nacido en Nápoles y era respetado como líder militar y como hombre capaz de comunicarse con los soldados de a pie. Aun así la situación bélica era más sombría que nunca. El maltrecho ejército italiano había retrocedido más de ciento diez kilómetros desde el ataque a Caporetto. Ahora estaba detrás del río Piave, mientras las fuerzas del general Otto von Below acometían desde el otro lado. Los atacantes se encontraban a menos de treinta kilómetros de Venecia.

Pero como escribió un historiador militar, parafraseando a Samuel Johnson: «Nada concentra tanto la mente como la inminente perspectiva de que te ahorquen». El ejército y la nación italianos, que durante semanas se habían visto deshonrados por hombres y oficiales ineptos, y por una ciudadanía descontenta que no había sabido apoyarlos, y que ahora parecían al borde de la rendición, de repente decidieron que el río Piave sería el escenario de un cambio drástico, un punto a partir del cual Italia ya no volvería a retroceder.