Durante el invierno y comienzos de la primavera de 1915, el soldado raso Antonio Cristiani recibió un entrenamiento básico en el Cuartel Pepe de Catanzaro, donde aprendió a cargar y disparar un cañón, a reptar sobre el vientre sin permitir que la tierra le atascara el fusil, y, manejando unas tijeras de podar de acero con sus suaves manos de sastre, a cortar alambradas. Dos veces al mes se le permitía volver a casa a pasar el fin de semana; pero un viernes por la tarde de finales de mayo, cuando estaba a punto de subirse a un vagón de tercera que se dirigía a Maida, un policía militar lo interceptó en la estación y le dijo que regresara al cuartel enseguida. Todos los soldados destacados en Catanzaro que se encontraban fuera del cuartel, al igual que en docenas de otros puestos militares por todo el país, recibieron la orden de regresar a sus unidades. Italia estaba a punto de declarar la guerra a Austria.
Dos días más tarde hubo un desfile de despedida en la calle principal de Catanzaro, y toda la familia de Antonio fue a verle marchar en compañía de mil cien soldados más hacia la terminal del ferrocarril y los trenes con rumbo al norte que los trasladarían a la frontera austríaca. Su madre y su padre lo observaban con los ojos llenos de lágrimas, y el resto de la familia —estaban todos, desde sus abuelos hasta Joseph— se mostró igualmente solemne mientras se mezclaba con la muchedumbre de espectadores ataviados de negro que flanqueaba el desfile, nada receptivos a la animada música de las bandas e indiferentes ante los políticos que no dejaban de pronunciar discursos patrióticos desde el balcón principal de la Piazza dell’Immacolata.
Entre los oradores había un emisario real de Roma, un hombre con sombrero de copa vestido con un frac atravesado por una banda tricolor; y mientras las tropas estaban en posición de descanso con sus rifles y bayonetas, y después de que los clarines hubieran llamado la atención de la multitud de espectadores reunidos por todos lados, el emisario dijo con una voz estentórea:
—Hijos de Italia, vuestros padres han combatido por la conquista de la independencia nacional en tres ocasiones. Ahora esta nación debe empuñar las armas para completar lo que quedó sin hacer. Este objetivo representa, en palabras de nuestro rey, «vuestra fortuna y vuestra gloria»…
Hubo pocos aplausos cuando el emisario siguió citando el texto preparado del rey; y Antonio, sudando al sol e intentando espantar las moscas de la cara, se dijo que ojalá los generales del rey actuaran de manera más competente que su séquito la vez que visitó Maida, una década antes. Antonio recordaba haber visto, en aquella ocasión, a Víctor Manuel III caminando impaciente por una carretera polvorienta mientras el chófer y otros criados se arrodillaban ante el guardabarros intentando reparar la avería de su turismo Fiat.
Ahora Víctor Manuel III estaba en Roma soñando con la victoria, y el soldado Antonio Cristiani, que hacía poco había cumplido los veintiuno, escuchaba aquellos discursos junto con otros mil cien reclutas, sudando en el interior de su uniforme de invierno confeccionado para combatir los Alpes austríacos, y agobiado por el peso de su armamento y su abultada mochila.
En la mochila, además de sus artículos personales, llevaba una herramienta metálica para cavar trincheras, latas blancas de una comida casi indigerible, su equipo para la lluvia, una manta, y un uniforme extra de la misma tela verde grisácea que el que llevaba puesto.
Poco después de que el sargento de suministros le hubiera entregado sus uniformes, Antonio, a escondidas, había comenzado a descoserlo, un trozo cada vez, para volver a confeccionarlo a la medida de su cuerpo. Se había llevado sus utensilios de sastre a Catanzaro; y al caer la tarde, cuando sus compañeros estaban en la cantina o jugando a las cartas en la habitación del sargento, en la parte de atrás de los barracones, reemprendía el arreglo de su uniforme, rehaciendo las puntadas a máquina e insertando un acolchado extra en los hombros para amortiguar el dolor que le provocaba el peso de la mochila y el fusil incluso durante las marchas cortas.
Mientras recosía el forro de una de las guerreras, Antonio reconoció las toscas puntadas de las costureras que su padre había contratado en Jacurso; y fue capaz de identificar las lazadas inclinadas y zurdas de Cerruti en la pretina de los pantalones del mismo uniforme. El otro uniforme de Antonio, que podía adivinar que no había sido confeccionado en el taller de su padre, había sido cosido a máquina enteramente con las costuras torcidas, que indicaban que la persona asignada a la máquina era un principiante, un vacilante novato más preocupado por no pincharse los pulgares que por coser en línea recta.
Desde su lugar en la fila, rodeado por todas partes de hombres más altos, Antonio dudó que su familia pudiera alcanzar a verle. Estaba en medio de la octava fila. El comandante de su compañía creía que la unidad produciría una impresión más formidable durante los desfiles si los soldados más altos marchaban en la parte exterior y los más bajos por dentro, para que nadie los viera. Pero Antonio ya se había despedido de su familia por la mañana, después de la misa. Habían ido juntos a la catedral, donde, tras confesarse, se habían acercado en fila al altar para comulgar. Era la primera vez que Antonio recibía el sacramento en seis años.
Después del último discurso hubo un explosivo saludo del cañón ceremonial de la ciudad, seguido de marchas militares, y el desfile prosiguió junto a los imponentes edificios y palmeras del Corso Mazzini, rumbo a la estación. A la cabeza del desfile iban los oficiales de mayor rango, a caballo, flanqueados por unos ordenanzas que portaban estandartes y lanzas; luego venía el cuerpo de Bersagliere de la región, con su paso inusitadamente brusco y sus chulescos sombreros de ala plana decorados con plumas negras gachas; los seguían los regimientos de caballería con los sables levantados al sol; la artillería, con sus obuses tirados por caballos, y finalmente los batallones de los reclutas de infantería, muchos de los cuales no llevaban el paso —Antonio entre ellos—, temían lo que pudiera depararles el futuro y no veían muy claro que aquello valiera la pena.
Al caer la tarde de aquel día, el 24 de mayo de 1915, en el tren que lo transportaba junto a las demás tropas hacia el norte siguiendo la costa, Antonio escribió en su diario, un diario que había comenzado a llevar en París: Ventiquattro maggio: un día triste en la historia del sur… Salandra se ha salido con la suya, y ahora nos llevan a las montañas austríacas a matar o a que nos maten… Nos sentimos tan impotentes como los cerdos que sacrificamos en nuestras granjas…
El tren llevó a cabo muchas paradas en su viaje; tardaron casi una semana en llegar al frente. La locomotora de diez vagones avanzó siguiendo el mar Tirreno y atravesó Paula, Nápoles y Roma antes de detenerse y resoplar durante medio día en Civitavecchia porque había un atasco de trenes de tropas un poco más adelante. A continuación, expulsando ráfagas de vapor, el convoy reemprendió su viaje a toda velocidad, pasando por Grosseto, Livorno y Pisa. A lo largo de todo el camino Antonio vio la campiña italiana ensuciada por miles y miles de latas blancas arrojadas por las ventanillas por las tropas que los habían precedido; y en su propio tren también vio a sus compañeros practicar ese mismo deporte: armaban el brazo y lanzaban sus latas de comida —algunas vacías, otras a medio comer, otras incluso sin abrir— por las ventanillas, lo más lejos que podían. O bien era un juego para ver quién la tiraba más lejos o una última juerga antes de que cada movimiento de los soldados quedara estrictamente regulado. En cualquier caso, cuanto más al norte viajaban, cuanto más se acercaban a la zona de combate, mayor era la densidad de latas blancas que absurdamente cubrían las laderas cuajadas de hierba a ambos lados de las vías.
Todos los amigos que Antonio tenía en Maida habían sido asignados a otras compañías, y el único soldado del vagón que procedía de su zona era un joven granjero robusto y de grandes orejas llamado Muffo, cuyo padre poseía tierras en el valle contiguo al de los Rocchino. Una noche Muffo había visto coser a Antonio en los barracones de Catanzaro, y puesto que estaba demasiado gordo para sus guerreras, le había pedido ayuda. Este le había arreglado el uniforme recolocando los botones para que la ropa le quedara más holgada, y Muffo se había sentido muy agradecido; desde entonces, y durante todo el viaje, aunque Antonio habría preferido no hablar, Muffo permanecía sentado a su lado, o lo seguía por el vagón, o por las noches dormía junto a él, en el suelo. Muffo era el que roncaba más fuerte de todo el vagón.
Al cabo de tres días y tres noches siguiendo la ruta costera, el tren se desvió hacia el interior, rumbo a Lombardía, cruzando las suaves laderas con campos de maíz, pastos y prados. Atravesaron modestas poblaciones y aldeas pastoriles que tenían como centinelas hileras de álamos blancos, y por fin se detuvieron en Milán, donde cuatro oficiales de alto rango y dos civiles de traje oscuro tocados con un sombrero de fieltro y que llevaban un maletín se subieron a un vagón de primera clase que iba delante. Mientras tanto, miembros de la policía militar rápidamente flanquearon el andén para impedir que se apearan las tropas de los vagones de cola; pero se permitió a los vendedores ambulantes vender sus mercancías a los lados del tren, a través de las ventanillas: dulces, cigarrillos, cestos de fruta, trozos de queso y salchicha, hogazas alargadas de pan y pequeñas botellas de vino. Aunque supuestamente los vendedores no tenían permitido incluir periódicos entre sus productos, pues los comandantes deseaban proteger a los soldados de cualquier sentimiento antibelicista que pudiera aparecer en sus columnas, Antonio consiguió sobornar a un vendedor para que fuera a un quiosco, comprara un surtido de periódicos y se los entregara, doblados en el interior del papel que envolvía una hogaza de pan, justo en el momento en que el tren se estaba alejando. A Antonio no le preocupaba mucho que lo pillaran leyendo. Aunque formaba parte del ejército, se sentía muy distanciado de aquellos que presumían de regular su vida. Después de todo, no era su guerra; y además, los comandantes iban todos en el vagón de primera clase.
Comenzó a lloviznar cuando el tren salió de las afueras de Milán, y entonces se puso a tronar y a llover copiosamente sobre el tejado con goteras del vagón de Antonio, mientras la locomotora continuaba hacia el este siguiendo las planicies de Lombardía durante otro prolongado y chirriante trayecto. Antonio se bebió dos botellas de vino con el pan con queso y leyó los periódicos mientras Muffo se asomaba por encima de su hombro, al parecer interesado; pero Antonio creía que Muffo, a pesar de que más o menos había cumplido con los requisitos para entrar en el ejército, era prácticamente analfabeto.
Por lo que Antonio pudo deducir de los editoriales y crónicas de los corresponsales adscritos a los ejércitos francés y ruso, la guerra no iba bien para los aliados de Italia. En el frente occidental, los franceses, británicos y belgas se habían pasado la mayor parte del tiempo a la defensiva desde el estallido de la guerra, nueve meses antes, los meses de neutralidad italiana. Ahora los alemanes controlaban una gran parte del norte de Francia. Las fuerzas austroalemanas que se enfrentaban a los rusos en el frente oriental también parecían llevar la mejor parte. Y los austríacos de los Balcanes ya no tenían que desafiar al ejército serbio, inexplicablemente inactivo.
Lo que Italia esperaba conseguir al entrar en la guerra sería a expensas de Austria (Italia no le había declarado la guerra a Alemania); Italia afirmaba que geográficamente eran italianas las tierras al noreste de Venecia, cerca de los Alpes Julianos, adonde Antonio creía que se dirigían, así como algunos territorios del otro lado del mar Adriático, entre ellos la ciudad portuaria de Trieste. Italia también quería una buena porción de los Alpes orientales que controlaba Austria: a saber, la región de los Dolomitas hasta el paso de Brenner, por debajo de Innsbruck, y la región de Trentino, al suroeste de los Dolomitas. Mientras que un porcentaje sustancial de la población de esa zona hablaba alemán y prefería ser gobernada por Austria, los patriotas italianos argüían que era una zona más italiana que otra cosa, y que lo había sido desde la época de los romanos, aun cuando se hubiera visto regularmente invadida y ocupada por bárbaros del norte: Alarico y sus visigodos, Atila y sus hunos, y muchos otros a quienes numerosos italianos ahora asociaban con los regimientos austrohúngaros que controlaban la zona. Si a Italia le merecía la pena entrar en guerra con la esperanza de recuperar esa región de cadenas montañosas y profundos cañones era una cuestión que Antonio había sido incapaz de contestar cuando se la planteó, durante su último permiso en Maida, el cliente favorito de su padre, el aristócrata Torquato Ciriaco. Don Torquato, que antaño había recorrido el territorio alpino mientras volvía a casa de unas vacaciones en Zúrich, dijo que estaba compuesto casi en su totalidad de terreno infértil y enormes e inútiles rocas. Pero en París, Monsieur Damien, que antes de la guerra había estado de vacaciones en los Dolomitas y Trentino, y había llegado al lago de Garda, había descrito la belleza natural y salubridad de la región, sus posadas rurales tirolesas, sus balnearios de aguas minerales y sus majestuosos hoteles junto a los acantilados. Monsieur Damien recordaba agradables tardes de verano en terrazas blancas. Clientes ricos y elegantes de todas partes de Europa y América, que bailaban valses vieneses, bebían champán francés y cenaban cocina italiana; y recordaba un delicioso paseo en un barco de vapor con paletas por el lago de Garda.
Las vías por las que ahora circulaba Antonio pronto le llevaron más allá de la linde meridional del mismo lago, tal como averiguó tras consultar el mapa que llevaba doblado en el bolsillo. El tren había seguido hacia el este desde que salieran de Milán. Se había detenido para pasar la noche en una cabeza de línea en algún lugar al oeste de Brescia, donde le habían enganchado dos vagones de carga llenos de maderos, rollos de alambrada, pesados toneles con armas cubiertos por lonas y una nueva provisión de raciones enlatadas que hicieron circular entre los vagones (en medio de las quejas de las tropas). Por la mañana el tren regresó a las vías principales, y antes de mediodía avanzaba lentamente por la ladera de una colina hacia el borde meridional del lago. Antonio se asomó por la ventanilla de su izquierda y se quedó asombrado ante la calma de las aguas, donde apenas alguna onda arrugaba lo que parecía ser un espejo gigante. La cuenca sur del lago se encontraba en territorio italiano; pero la parte septentrional, situada a más de cincuenta kilómetros de distancia, y que bordeaba los acantilados de Trentino, estaba controlada por los austríacos. El tren pasó junto al lago muy lentamente, como si de pronto el maquinista se hubiera vuelto prudente. Pero Antonio no vio movimiento alguno en las colinas que lo rodeaban, ni siquiera un pájaro volando sobre las aguas. Era una escena de total abandono y tranquilidad; el sol iluminaba la superficie y proyectaba suaves sombras detrás de los árboles de las colinas y los bosquecillos, con sus bancos de picnic vacíos. Probablemente el barco de vapor a palas con el que Monsieur Damien cruzó el lago haya quedado guardado mientras dura la guerra, escribió Antonio en su diario, y quizá las posadas que mencionó se hallen en una zona más interior de la región del lago, donde se encuentran los austríacos. A lo lejos, al norte, veo una línea oscura que podría ser una cadena montañosa. A lo mejor los austríacos están allí en alguna parte, sentados en una terraza con las botas sobre la mesa, bebiendo champán… No deberíamos tardar en cruzar Venecia y seguir al norte, hacia las montañas. Quizá mañana, o al día siguiente, nos encontremos con los austríacos allá arriba…
A media tarde, tras haber dejado atrás Venecia y mientras seguían hacia el norte cruzando marismas y poblaciones montañosas que parecían deshabitadas, el tren por fin se detuvo en una estación sin nombre, en la falda de una montaña cavernosa. El sol que había brillado sobre el lago Garda se había ocultado, y comenzaba a llover. Dos policías militares que habían hecho el trayecto en uno de los coches de cabeza saltaron al andén y comenzaron a soplar sus silbatos; a continuación apareció un sargento mayor con un megáfono y ordenó que las tropas salieran apresuradamente y se alinearan para la inspección. Apeándose de un brinco detrás de los demás y ocupando su posición en las filas, Antonio pudo oír el tronar de grandes cañones disparando a lo lejos. Las explosiones tenían lugar quizá a unos treinta kilómetros, aunque Antonio tuvo la sensación de que podía sentir, debajo del andén de roble, una vibración no muy distinta a los terremotos que a veces sacudían los adoquines de Maida.
En posición de firmes, con el fusil delante de la cara bajo una lluvia constante, dirigió la vista hacia el edificio de la terminal adyacente a las vías, una especie de granero construido hacía poco y flanqueado por almacenes de suministros cubiertos por toldos que se parecían a los de los puestos de vendedores ambulantes de la plaza de su pueblo. Apilados bajo los toldos había docenas de latas de treinta litros de combustible para vehículos, partes de motor y neumáticos, pontones para puentes flotantes y miles de raciones dentro de latas blancas, como esas con las que ya se había familiarizado hasta la náusea. Después de que el sargento mayor y dos jóvenes tenientes hubieran pasado delante de él sin mirar su rifle ni examinar su mochila para ver si contenía todo lo necesario, Antonio se relajó en posición de descanso durante la media hora siguiente, hasta que el equipo de inspección hubo recorrido todo lo largo y ancho de las cinco hileras de tropas que se extendían por el andén. A continuación, siguiendo los berridos del sargento, los soldados se llevaron el fusil hasta la barriga, giraron a la derecha y se alejaron del andén a través de los campos empapados de lluvia hasta llegar a unas enormes tiendas de campaña rectangulares sujetas con estacas y cuerdas. Dentro de las tiendas había varias mesas alargadas. Ante una de ellas, sobre la que se extendían montones de máscaras antigás, se dijo a cada uno de los soldados que cogieran una y la colocaran dentro del casco de acero que llevaban atado con la correa al exterior de la mochila. En otra mesa, sobre la que había calderos de sopa humeante y montones de sándwiches de ternera envueltos en papel, se dijo a las tropas que sacaran sus tazones metálicos y se sirvieran sopa, y que después metieran un solo sándwich sin abrir dentro de su mochila. El sándwich se lo comerían luego, recalcó el sargento mayor, cuando se les diera permiso.
Antonio se acabó la sopa y fue avanzando con la fila, y luego un sargento que movía mucho los brazos y señalaba una larga hilera de camiones verdes cubiertos con una lona, aparcados en charcos de barro tan profundos que todos los neumáticos parecían deshinchados, los hizo salir de la tienda y volver a la lluvia. Los soldados formaron en una sola hilera para subirse a la parte de atrás de los vehículos, y mientras Antonio corría, manteniendo el fusil bajo su trinchera para que no se mojara, vio a un oficial empapado, de pie junto al guardabarros del primer camión, gritándole obscenidades al conductor, que no conseguía poner el motor en marcha. De inmediato designaron al conductor del segundo camión para que liderara el convoy, mientras que a las tropas que se apiñaban bajo la lona del primer camión se les ordenó que bajaran del vehículo que se había quedado sin batería, junto con el humillado conductor, para que el tráfico pudiera sortearlos.
Antonio se subió al quinto camión y encontró un lugar en la parte de atrás, entre las trincheras de lana empapadas de los soldados sentados al borde de sus asientos, cuyas abultadas mochilas ocupaban casi todo el espacio posterior. Justo cuando el conductor estaba a punto de cerrar la puerta de atrás, llegó Muffo salpicando a través del barro y se subió de un salto, aterrizando a los pies de Antonio. Segundos más tarde, el motor se puso en marcha y las ruedas giraron hacia delante, derrapando de vez en cuando hasta encontrar una superficie de macadán a la que agarrarse y poder subir la montaña en dirección al sonido de los cañones.
Mientras Antonio contemplaba cómo la estación se iba haciendo más pequeña y la larga hilera de camiones salpicados de barro seguía la carretera en curva que comenzaba en la base de la montaña, se le ocurrió escribir algo en su diario, pero iba demasiado apretado para poder meter la mano en la mochila y sacar el cuaderno. Ninguno de los soldados decía nada. O miraban al vacío, estremeciéndose con el estampido de un cañón, ahora cada vez más fuertes, o, como hacía Muffo en el suelo, delante de él, cerraban los ojos y parecían dormir. No obstante, al otro lado de Muffo había un joven soldado que manejaba el lápiz; escribía o dibujaba sobre una cartulina que mantenía en el regazo y ocultaba en parte dentro de los pliegues de su guerrera sin abrochar. Tenía la cara pálida y regordeta, de aspecto inocente, casi de querubín; no tenía barba y parecía demasiado joven para ser llamado a filas, quizá no más de quince años. Llevaba la gorra con visera echada hacia atrás, revelando un flequillo infantil, y en cierto modo daba la impresión de ser afeminado. No había coincidido con Antonio en el cuartel de Catanzaro, y debía de haber subido al tren en alguna de las paradas de la ruta norte, quizá en Milán o en la escala que habían hecho en Brescia. A Antonio le recordó a un joven que había conocido en la claque de París: un homosexual fanático de la ópera que estaba de aprendiz en una de las principales sombrererías de señoras de la ciudad. Cuando era niño y vivía en Maida, Antonio no se había fijado en los homosexuales, pero en París había conocido a unos cuantos. Un alumno de la École Ladaveze le había alertado de que uno de los profesores era homosexual. Mientras Antonio seguía con la mirada clavada en el soldado, el joven levantó los ojos y le sonrió, y a continuación dio la vuelta a la cartulina para enseñarle lo que había estado haciendo. En la parte superior había dibujado una hilera de soldados con el fusil en posición de fuego, y debajo, en letra de imprenta, había escrito unas palabras de Gabriele D’Annunzio, el poeta y defensor de la intervención: «Que cada disparo encuentre su objetivo, que cada ciudadano sea un guerrero, que cada guerrero sea un héroe». Antonio había oído esa cita a uno de los oradores en el desfile de despedida de Catanzaro. El joven seguía mostrando la cartulina, como si esperara alguna señal de aprobación. Fríamente, Antonio apartó la mirada.
Eran casi las cinco de la tarde, según el reloj no siempre de fiar de Antonio, un regalo de fabricación americana que le había hecho su difunto tío Gaetano por su confirmación y al que había que darle cuerda dos veces al día. No estaba seguro de qué día era. Quizá el último de mayo, o el primero de junio, o quizá el 2 o el 3. Los periódicos que había leído en el tren estaban un poco atrasados. Después de haber pasado días y noches sin dormir, no tenía mucha noción del tiempo. Lo único que sabía era que aquel día de primavera de 1915 estaba resultando muy largo, un día que la lluvia torrencial empeoraba aún más, y que era el año en que Italia había entrado en guerra, y que el camión cada vez subía más alto en su zigzag. Las montañas eran el doble de altas que en su región del sur de Italia. Algunas de las cordilleras de la frontera ítalo-austríaca poseían cumbres que oscilaban entre los dos mil quinientos y los tres mil seiscientos metros de altura, y estas últimas eran comparables a una docena de torres Eiffel una encima de otra. Aquella guerra se libraría en las cumbres de Europa, y Antonio comenzó a sentirse mareado mientras el camión seguía subiendo y las explosiones eran cada vez más fuertes; y supo que se acercaba a la zona de peligro, porque el borde exterior de la carretera de montaña estaba ahora camuflado con una alambrada de más de tres metros de alto entrelazada con tupidos carrizos y marañas de hierbas. La idea era impedir que los observadores austríacos, posiblemente apostados con catalejos en las cumbres nevadas del otro lado del cañón, detectaran los movimientos motorizados del ejército italiano. El camuflaje cubría también la calzada, colgando tan cerca del techo del camión que algunas hierbas lo rozaban al pasar. Los túneles de hierba, que ensombrecían la calzada y obligaban a los conductores a aminorar la velocidad, habían sido colocados hacía poco por ingenieros militares italianos que trabajaban de noche y sin más luz que la de la luna. Los ingenieros habían conseguido completar su tarea sin que los observadores austríacos los divisaran; y hasta ese momento, puesto que los primeros camiones italianos habían comenzado a transportar tropas por esa ruta una semana o diez días antes, todavía no se habían convertido en objetivos del enemigo. El engaño de los camufladores había sido magistral.
No obstante, Antonio se sintió aliviado cuando el convoy salió de la carretera cubierta, donde creía que su suerte se estaba apurando hasta el límite, y se desvió bruscamente a través de una grieta en la montaña hacia un camino de tierra flanqueado a ambos lados por arbustos y árboles entrelazados con alambres de espino. Los camiones avanzaron lentamente durante casi un kilómetro, pasando junto a una cascada y un arroyo en el que Antonio vio a algunos soldados italianos bañándose y haciendo la colada. Comprendió que por fin había dejado de llover. Al final de la carretera, dos centinelas con carabinas hicieron señas a los camiones para que entraran por una verja. Después de que los camiones se hubieran parado, aparecieron diversos sargentos y cabos detrás de los vehículos y ordenaron a todo el mundo que saliera y formara para la inspección.
Cuando Antonio se apeó de un salto y miró a su alrededor, comprobó que estaba debajo de una inmensa roca en saliente; se hallaba sobre una planicie rocosa rodeada por todas partes de paredes montañosas que se alzaban a más de cien metros y se estrechaban la una hacia la otra en la cima. Los bordes de las paredes eran irregulares, y a través de una abertura en lo alto se podía ver el cielo nublado. La planicie sobre la que se encontraba era tan amplia como la plaza del pueblo de Maida, y a lo largo de las paredes había docenas de tiendas de campaña y chozas de madera rodeadas de soldados, algunos de los cuales permanecían junto a carretas tiradas por mulos y pequeños camiones que cargaban y descargaban suministros y equipo.
Parecía haber centenares de tropas acampadas en ese escondite hueco que seguramente quedaba al alcance de la artillería, si no de la observación telescópica y el conocimiento, de los equipos alpinos de observadores y tiradores austríacos. De hecho, Antonio sospechaba que algunos de los obuses que había oído explotar en las lejanas montañas y valles habían pasado por encima de la cúspide de esa acogedora concavidad. Y sin embargo, mientras permanecía en posición de firmes y el sargento mayor y un teniente recorrían la hilera de soldados inspeccionando los documentos de identidad de cada uno, no pudo evitar asombrarse de la despreocupación que mostraban muchos de los oficiales y soldados que veía moverse delante de él, en la vecindad de una gran choza rematada por una bandera italiana que supuso era el cuartel general de la base.
Dos oficiales salieron de la cabaña del brazo, conversando como si disfrutaran de una passeggiata. Junto a la choza, Antonio atisbó a unos cuantos soldados que hacían cola tranquilamente en el mostrador de una cocina de campo sobre ruedas, aparcada junto a una oficina de correos también móvil, a la que otros soldados llevaban paquetes y cartas para el correo. También vio una herrería sobre ruedas, en la que el herrero trabajaba animosamente con un martillo de acero, al parecer sin que le inquietaran los sonoros golpes que el aire llevaba hacia el interior, suponiendo sin duda que el eco de ese ruido quedaba apagado por los sonidos más poderosos que emitía la artillería. Junto a la enfermería y a una hilera de letrinas había dos grandes y humeantes tinas de madera en las que se bañaban media docena de soldados.
El sargento mayor informó a los recién llegados de que podrían darse un baño después del recuento y de verificar sus documentos; pero primero los condujo a sus barracones, ubicados en el bosque, y a los que llegaron después de caminar unos cien metros tras rebasar una ancha abertura en el refugio, la misma por la que habían entrado anteriormente los camiones. Estos habían dado media vuelta y ya marchaban de nuevo por el camino de tierra, y supuestamente volverían a recorrer los túneles de hierba hacia la estación para recoger más tropas.
El barracón que les asignaron a Antonio y a Muffo era el segundo de una hilera de seis, todos ellos pintados del mismo color verde grisáceo que los uniformes de los soldados. Por lo demás, no había más camuflaje que el que proporcionaba la naturaleza, los árboles de hoja caduca que acababan de florecer y que se sumaban a la cobertura que ya ofrecían los cipreses y los pinos. No muy lejos, Antonio distinguió la verja de madera por la que habían entrado, con su alambre de espino, y dos centinelas con casco de acero armados con carabinas. En el barracón, se les dijo a Antonio, a Muffo y a los demás que escogieran un catre, se pusieran ropas secas y, después de bañarse y comer algo en la cocina de campo si lo deseaban, volvieran para descansar.
—Puede que sea vuestra última siesta antes de que acabe la guerra —dijo el sargento con una sonrisa. A continuación añadió—: Hoy, a medianoche, todos saldréis de patrulla.
La sala quedó en silencio, y Antonio vio disiparse la ilusión de haber encontrado un refugio seguro en las sombras de la guerra.
Pasó la última parte del día dando vueltas, demasiado inquieto para dormir, sin hambre suficiente para comer. En la cocina de campo llenó su taza de café, a continuación se sentó sobre un tocón mientras Muffo y los demás se servían sopa y macarrones y se sentaban a comer a una de las largas mesas. Tras deambular un rato y escuchar lo que se decía, Antonio se hizo una idea de dónde estaba y cuál era el papel militar que se esperaba que jugaran las tropas allí destacadas.
Se hallaban en la cima de una montaña a varios kilómetros al oeste del río Isonzo, que nacía en los Alpes Julianos controlados por los austríacos, y desembocaba más al sur, en el golfo de Trieste, controlado también por los austríacos. Estos también dominaban las montañas situadas al este del Isonzo, pero los italianos planeaban infiltrarse por la noche en la zona del río y concentrar allí sus tropas; después de cruzar el río sobre pontones se abrirían paso luchando por las montañas y expulsarían a los austríacos. El equipo de reconocimiento del que formaría parte Antonio aquella noche era una avanzadilla de la gran campaña.
Muffo se acercó a Antonio, y los dos estaban allí sentados charlando cuando los llamó un teniente: «Tenéis pinta de necesitar algo que hacer». Antes de que pudieran contestar les ordenó que le siguieran. No tardaron en encontrarse de nuevo en el bosque, no lejos de sus barracones, y cerca de un establo y un granero. Dos soldados de caballería almohazaban a sus caballos junto al establo, y en el granero había varias mulas enganchadas a carros de dos ruedas que contenían heno. Otros soldados manejaban un bieldo y herramientas más pequeñas inclinados sobre balas de paja, cortando el heno en trozos más pequeños y luego cogiéndolo con la mano y examinándolo antes de cargarlo en los carros.
—Comprueban que no haya puntitas de acero en el heno —les explicó el teniente a Antonio y Muffo, añadiendo que habían recibido noticias de la oficina del general al mando de que parte del heno comprado por los italianos a sus aliados (que procedía de los Estados Unidos) contenía puntas de acero, insertadas posiblemente por simpatizantes alemanes y austríacos de los Estados Unidos que querían matar a los caballos y mulas de los aliados.
El teniente dijo que habían descubierto esas puntas en el heno entregado en otros escenarios de operaciones de los aliados; por consiguiente, todos los mandos italianos tomaban precauciones antes de alimentar a los animales. Había que inspeccionar el heno del granero antes del anochecer, añadió el teniente, y quería que Antonio y Muffo echaran una mano. El cabo que estaba al mando del destacamento les entregó dos bieldos, y el teniente les dio las gracias y se marchó.
Antonio y Muffo trabajaron junto a los demás soldados durante casi dos horas, hasta que estuvo demasiado oscuro para proseguir; pero en ese tiempo ninguno descubrió la menor puntita de acero, y tampoco se había descubierto ninguna anteriormente. Sin embargo, la actividad había evitado que Antonio pensara en la noche posiblemente precaria que los esperaba; y cuando el cabo les dio permiso para marcharse, ambos se dirigieron a las tinas y se dieron un baño caliente antes de regresar al barracón.
Era ya noche cerrada, y Antonio vio que algunos soldados dormían en sus catres, mientras que otros, en ropa interior, ordenaban sus mochilas y limpiaban el fusil. Antonio volvió a ver al joven soldado en que había reparado en el camión, el que dibujaba a unos fusileros en acción bajo una cita de D’Annunzio; pero ahora el soldado no le sonrió. De hecho, le dirigió una mirada ceñuda; y cuando Antonio se la devolvió, el joven apartó la vista y comenzó a mover el cerrojo de su fusil adelante y atrás con todo el ruido y velocidad de que fue capaz. Aunque Antonio no le tenía miedo, sabía que en el campo de batalla tenía que mantenerse a distancia de él. Decidió que era un tipo raro. Cualquier soldado que iba a la guerra y se ponía a dibujar soldados disparando su fusil era raro.
Antonio se quitó la ropa y se tendió en el catre; a continuación le echó un vistazo a Muffo, que ya dormía. Metió la mano en la mochila en busca de su diario y tomó unas cuantas notas, apuntando la fecha del 5 de junio acompañada de un signo de interrogación. No tengo que perder de vista a este joven, este patriota, o lo que sea, escribió Antonio. Puede que sea un espía del ejército. He oído que hay espías entre las tropas, gente que mantiene los oídos muy abiertos e informa a sus superiores de todo lo que oye… Antonio comenzó a anotar que había pasado la tarde en el granero buscando puntas de acero; pero en ese momento entró un sargento y apagó las luces.
Tuvo la sensación de que solo habían pasado unos minutos antes de que alguien le diera la orden de que se levantara de su catre. Un sargento anunció que las tropas tenían diez minutos para reunirse en el exterior con la bayoneta calada en el fusil. Delante de los barracones había letrinas, y también cubos de agua y calderos de café. Después de doblar la manta dentro del saco de dormir, vestirse y servirse un café, Antonio se sumó a los demás en el calvero del bosque iluminado con faroles y siguió el movimiento del brazo del sargento hacia un comandante que permanecía junto a un grupo de bersaglieri y algunos miembros del brioso cuerpo alpino, que llevaban con chulería un sombrero verde grisáceo acabado en punta y adornado con una pluma de águila.
Esas dos unidades de combate representaban una orgullosa minoría dentro de las filas uniformadas de los jóvenes italianos. Parecían disfrutar de la vida militar y de la disciplina espartana. No solo marchaban al paso, sino que lo hacían a paso ligero. En una tierra que adoraba a los santos y a los individualistas heroicos, pero que todavía no había conseguido un reconocimiento colectivo como nación, y mucho menos como nación militarista, los bersaglieri y los alpinos eran sin duda anomalías, pero exhibían una audacia que exigía respeto. Y se ganaban ese respeto incluso de combatientes tan reacios como Antonio, que aquella noche se sintió confortado por su presencia, y que, tras enterarse de que iría de reconocimiento con ellos, se sintió honrado. Su trabajo, al igual que el de los otros soldados de infantería, sería marchar detrás de esas tropas de élite y proteger la retaguardia y los flancos cuando avanzaran, marcando el paso, arrojados e intrépidos mientras se adentraban en terreno enemigo.
Lideraba ese contingente de reconocimiento el comandante Riccardo Reina, un veterano fornido y de hombros anchos de la campaña de Libia. El comandante Reina había dividido el contingente en tres grupos; y, como explicó después de que los sargentos hubieran impuesto el orden entre los soldados, cada grupo recorrería el bosque por un camino distinto hasta llegar al río, donde establecerían tres cabezas de puente antes del amanecer y comenzarían a señalar el camino a la ofensiva a gran escala que vendría después. El propio comandante Reina estaría al frente de un grupo, y los demás los dirigirían dos capitanes a los que presentó a los soldados, ambos bersaglieri. Los miembros de las tropas alpinas se integrarían en los tres grupos; estaban entrenados en métodos de avance por terrenos escarpados, y también cualificados para ayudar al cuerpo de ingenieros a la hora de instalar funiculares con cables metálicos para transportar suministros y municiones a las zonas más altas de las montañas y a través de los abismos. Los ingenieros serían los responsables de elegir los mejores lugares del río para colocar los pontones; el cuartel general de la división sería informado de cuáles eran esos lugares por telégrafo, y los cuadros dedicados a la construcción de puentes en la vanguardia del ataque utilizarían esos emplazamientos. A cada uno de los tres grupos de reconocimiento se le asignaba una docena de soldados de infantería cuya tarea principal era ofrecer protección en caso de que el grupo fuese descubierto y hostigado por las fuerzas austríacas. Antonio y Muffo fueron asignados a la partida del comandante Reina, la cual, contando los ingenieros, los bersaglieri y los alpinos, estaba formada por un total de veintiséis hombres. Antonio observó con agrado que el querubín había sido asignado a otro grupo.
Después de lo que a Antonio le pareció una interminable demora, el comandante Reina y su sargento formaron al grupo en dos hileras y se pusieron en marcha. Sin que nadie se lo indicara, los fusileros Bersagliere —cuyo nombre reflejaba su reputación como tiradores de élite— se trasladaron a la cabeza de la fila, detrás del comandante Reina y su sargento. Antonio y los demás soldados componían la parte media y la retaguardia de la fila, mezclados con los ingenieros y los alpinos. Aunque Antonio había ido de maniobras nocturnas durante su entrenamiento en Catanzaro, la primera salida en combate le puso nervioso, y tras alejarse de la luz de los faroles llegó un momento en que de repente ya no vio nada. Extendió la mano y tocó la correa de la mochila del soldado que iba delante. Durante unos instantes continuó avanzando, siguiendo las pisadas y el ritmo de los que le precedían, hasta que poco a poco percibió la respiración en la nuca de alguien que iba detrás de él, y que ahora se agarraba ligeramente a su mochila. A medida que los ojos de los soldados se adaptaban a la oscuridad, fueron soltando las mochilas del de delante y caminaron de manera natural detrás de los jefes por un angosto y frondoso sendero del bosque alpino.
De vez en cuando oían hablar en voz baja al comandante y a los bersaglieri, pero en la parte media y en la retaguardia nadie decía nada. Antonio marchaba junto a un hombre bigotudo y de nariz aguileña llamado Conti, un ebanista de Reggio Calabria que había pasado casi dos años construyendo carreteras en Massachusetts a las órdenes de un padrone. Antonio había charlado un rato con él durante el viaje en tren por la costa, y Conti le había parecido un hombre alegre y despreocupado. Contaba chistes a los soldados que estaban en el pasillo, participaba en todas las partidas de naipes que se formaban en el suelo y era solista en todas las canciones subidas de tono. Conti también había lanzado su porción de latas por la ventanilla. Pero ahora, durante aquella marcha, Antonio se dio cuenta de que Conti llevaba un rosario alrededor de la culata del rifle y movía los labios sin hacer ruido.
Delante de Antonio marchaba un granjero joven y grandote llamado Branca, nacido en el campo, cerca de la población de Filadelfia, no lejos de Maida. Branca llevaba en su mochila un cuerno serrado, que en su granja utilizaban para calmar a los cerdos. Un oficial de inspección se había planteado confiscarlo mientras las tropas subían al tren en Catanzaro, pero había cedido cuando Branca le explicó que era un amuleto de buena suerte y le ayudaría a sobrevivir en la guerra. Al lado del corpulento Branca marchaba Muffo, que era más recio y un poco más alto, y cuyas orejas de soplillo se recortaban a la luz de la luna. Los dos hombres se movían con la misma calma que si guiaran un dócil rebaño de reses por un exuberante e idílico prado.
Los artilleros austríacos llevaban en silencio desde el anochecer, pero Antonio supuso que reemprenderían su bombardeo al azar por la mañana. Le sorprendió no tener hambre ni estar cansado después de la primera hora de marcha, ni después de la segunda, la tercera y la cuarta. Durante los períodos de descanso, cuando a las tropas se les permitía sentarse junto a la carretera y beber agua de la cantimplora —pero no comer, ni fumar, ni hablar—, permanecía de pie, sostenido por una energía nerviosa, demasiado agitado para relajarse. Cuanto más se adentraban en el bosque, mejor podía ver en la oscuridad, y más se aguzaban sus sentidos. Por encima del leve susurro del viento y las suaves pisadas de los soldados, escuchaba grillos y lechuzas lejanos, el correteo de pequeños carroñeros entre el follaje y la maleza. Suponía que habría lobos por aquella zona, pero prefirió no darle más vueltas.
Poco antes del alba, su grupo llegó a la falda de la montaña. Allí los árboles eran más bajos, y el terreno más húmedo; y a medida que se internaban en el calvero, Antonio atisbó el río en curva un poco más abajo, a poco más de medio kilómetro de distancia. El comandante Reina ahora encabezaba las tropas en un movimiento de flanqueo paralelo al río, en dirección a una cresta que se alzaba a unos doscientos metros por encima de la ribera occidental del río y los ocultaba de las montañas del otro lado. Allí se instalarían hasta que el comandante ordenara el siguiente movimiento.
Mientras Antonio y los demás dejaban las mochilas en el suelo detrás de la cresta, el sargento pasó entre ellos y les susurró que enseguida debían comenzar a cavar un hoyo para atrincherarse. Antonio sacó su herramienta y comenzó a cavar lo más deprisa y profundamente que pudo. Pero no tardó en darse cuenta de que se estaba quedando rezagado respecto de los demás. Le dolían los brazos y la espalda; sus hombros y sus manos carecían de la fuerza y habilidad necesarias para excavar en la tierra un agujero del tamaño de un hombre con la misma facilidad que los otros. Al cabo de un rato el resto de soldados comenzó a hundirse lentamente en el suelo, y al poco solo sus cascos de acero asomaban. De manera frenética y sudando profusamente, consciente de que estaba amaneciendo y pronto quedaría expuesto a la luz, Antonio siguió cavando; pero a pesar de sus esfuerzos el agujero solo le llegaba a la cintura. Era como si los demás se hubieran encontrado con un terreno blando y él con roca pura. Demasiado orgulloso para pedir ayuda, y demasiado agotado para continuar, intentó amadrigarse dentro de aquel agujero de talla escasa lo mejor que pudo, encogiéndose con las rodillas y los codos doblados y la barbilla apretada contra el pecho; pero su espalda encorvada asomaba visiblemente por encima del agujero. Incómodo como estaba, permaneció en aquella posición durante un rato, hasta que comenzó a retorcerse al sentir algo que le reptaba por la espalda.
Temiendo que fuera un roedor u otro animal alpino, y con la esperanza de que se marchara, procuró no moverse; pero cuando en lugar de sentir algo que reptaba notó un golpecito más fuerte sobre los hombros, se volvió lentamente y levantó la vista. A la escasa luz divisó la abultada figura de Muffo inclinándose hacia él y haciéndole señas para que saliera del agujero. Antonio le obedeció y Muffo se metió dentro, y tras algunas enérgicas paladas con su herramienta, el agujero quedó lo bastante grande como para contener todo el cuerpo de Antonio, y este agarró su mochila y se introdujo en él. Antes de que pudiera darle las gracias, Muffo ya se había metido dentro de su propio escondite subterráneo.
Las tropas permanecían enterradas, respirando lo más silenciosamente posible. El sol se alzó rápidamente en el horizonte, y llegó el calor, que con el tiempo comenzó a recocer los uniformes de lana húmedos y pesados de los hombres. Antonio se removía en su agujero mientras sentía el sudor secándose bajo las ropas, y además del picor que le provocaba, imaginaba los bichos que penetraban por las costuras cosidas con esmero. El calor prosiguió durante el día, pero no se impartió ninguna orden; y a medida que iba perdiendo la noción del tiempo, Antonio alternaba entre el sueño y el duermevela, los sonidos de las bombas y el zumbido de los mosquitos, o bien, de manera inconsciente, seguía el lento arco del sol mientras al caer la tarde se ocultaba tras los árboles. Aliviado por el frescor del crepúsculo, introdujo la mano en la mochila en busca de su diario. Creo que en cualquier momento, escribió, algún austríaco de las montañas divisará con su catalejo las huellas de nuestras botas en la cresta y ordenará que la artillería la vuele. Pero durante toda la mañana y por la tarde los cañones han disparado lejos de nuestro emplazamiento. No veo las montañas que hay al otro lado del río por culpa de esta cresta. Detrás de mí sí puedo ver la montaña por la que bajamos ayer por la noche. Algunos árboles de la cima de esta montaña se han incendiado por culpa de las explosiones. Me he pasado el día matando mosquitos y aplastando bichos que salen de la tierra. Se dan un festín con la mierda de este agujero y las migas que se me caen de las raciones. Esta tarde he encontrado en la mochila el sándwich de ternera que nos dieron cuando bajamos del tren. El pan estaba mohoso y la carne verdusca en los bordes. Me he comido lo que no estaba verde y he tirado el resto al fondo del agujero para los bichos…
Cuando las explosiones paraban, Antonio oía ronquidos procedentes de algunos agujeros, algún suspiro o tos, y el tableteo del pequeño telégrafo que el ordenanza del comandante Reina había transportado en una bolsa de lona durante toda la noche. Antonio creía que el comandante Reina intercambiaba mensajes con los demás grupos de reconocimiento que había en el río, y con el cuartel general del jefe del Estado Mayor, el general conde Luigi Cadorna, muy alejado, en la retaguardia. El padre de Cadorna había sido general durante el Risorgimento, y había comandado un ejército contra el Papa en 1870, para apoderarse de Roma como capital de la nación. Aunque el joven Cadorna había sido un líder triunfante en las recientes guerras coloniales italianas en África, ninguno de los veteranos a los que Antonio había oído hablar durante los meses que había permanecido destacado en Catanzaro se refería a él con admiración. El general conde Cadorna era considerado un aristócrata altivo y obsesionado con la disciplina, muy versado en la historia y la estrategia militar, a quien le preocupaba poco la moral de la tropa y que todavía tenía que participar en alguna batalla vital para demostrarse que era un gran comandante. Ahora tenía cerca de un millón de hombres bajo su autoridad en el ejército italiano, la mitad de los cuales en ese momento estaban estacionados en un frente de seiscientos kilómetros que se extendía desde el rincón noroccidental de Italia, en la frontera suiza, hasta las montañas del noreste, por debajo de Austria, y que incluía ese risco sobre el borde occidental del río Isonzo que la unidad de Antonio planeaba cruzar.
Cuando el cielo se oscureció y salió la luna, casi todos los hombres situados junto al río se quedaron profundamente dormidos; pero a las dos de la mañana un sargento golpeó el casco de Antonio y le dijo que se despertara. A su alrededor, vio que todos los soldados salían de sus agujeros y sacudían las mantas con que se habían protegido contra los bichos y la tierra húmeda. La noche era silenciosa, pues los artilleros mantenían su habitual descanso nocturno, y Antonio poco a poco se dio cuenta de que había tenido sueños vagamente agradables mientras dormitaba dentro de su escondite, la cabeza apoyada sobre un pequeño almohadón que había fabricado con los calcetines de algodón de repuesto que había sacado de la sala de suministros de Catanzaro.
Después de saludar con la cabeza a Muffo y a Branca, y de beber agua de la cantimplora y echarse un poco por la cara, Antonio formó con los demás y siguió al comandante Reina por un sendero en dirección al río. Todo el mundo se movía con cautela. El intenso silencio superaba la vigilancia de la marcha de la noche anterior; nadie emitía un sonido. El comandante encabezaba la unidad pistola en mano, rodeado por su cuerpo de élite y su sargento con los fusiles y carabinas extendidos; y luego venían los demás, con las bayonetas caladas y protegiendo los flancos y la retaguardia. Antonio no dejaba de mirar a derecha e izquierda mientras marchaba junto a Conti, y los dos soldados que los seguían caminaban hacia atrás. El temor que ahora sentía Antonio no solo venía suscitado por la posibilidad de un enfrentamiento con los austríacos, sino también por el hecho de que le harían cruzar el río. Él era digno descendiente de su familia y de su pueblo, criado, por tanto, según la tradición de la hidrofobia. Al igual que las demás personas con las que había crecido, Antonio no sabía nadar.
Pero mientras el grupo se acercaba a un calvero de la ribera, Antonio se quedó sorprendido al comprobar que ya habían llegado centenares de soldados. Y aunque no sabía de dónde habían salido, ya estaban flotando y uniendo pontones en las partes más estrechas del río; y Antonio comprobó que un poco más allá ya había un puente operativo. Lo estaban cruzando fusileros y soldados que acompañaban a caballos y mulas, y algunas de estas tiraban de carros de dos ruedas que transportaban fusiles y cañones.
De manera inexplicable, los austríacos supuestamente estacionados en lo alto de las montañas no se apercibían de la presencia de los italianos reunidos junto al río. Antonio se dijo que la artillería austríaca debía de haber oído el ruido que producían los hombres y los animales al cruzar. Decidió que o bien los austríacos estaban sordos o estaban descendiendo por la ladera de la montaña, donde sus grandes cañones pronto atraparían a los italianos que cruzaban los puentes en un fuego cruzado.
El comandante Reina levantó la mano que sujetaba la pistola e hizo una seña a sus tropas para que siguieran a paso ligero hacia uno de los puentes ya finalizados. Antonio no tardó en cruzar una docena de pontones, resistiendo la tentación de agarrarse a la mochila de Branca, que corría delante de él, y finalmente aterrizó al otro lado, entre el barro que le llegaba hasta los tobillos. Caminando con dificultad hasta la tierra seca donde los esperaba el comandante, Antonio apenas había recuperado el aliento cuando este les indicó que siguieran avanzando. Ahora tenían que trepar por un camino rocoso, entre piedras que caían rodando tras ellos, hasta llegar a un camino de tierra que cruzaba el bosque inferior por encima de un risco para adentrarse en una espesura. Antonio tuvo la impresión de que se encontraban en el mismo lugar de la noche anterior, con la salvedad de que su grupo no estaba solo; por el mismo sendero los precedían y seguían otras pequeñas unidades, y también había otras a derecha e izquierda que trepaban por senderos paralelos. No tenía ni idea de adónde se encaminaban; simplemente siguió el paso de Branca, Muffo y Conti hasta que les ordenaron parar un momento para que el operador del telégrafo del comandante enviara información a las demás unidades que avanzaban o al alto mando de retaguardia. A continuación reemprendieron la marcha, continuaron subiendo por aquella ladera cubierta de abetos, y sin embargo el enemigo, instalado en los picos más altos, seguía sin bombardearles.
Al romper el alba, poco antes de las seis, cuando los cañones austríacos de largo alcance comenzaron su actividad, los artilleros prosiguieron lanzando sus proyectiles muy hacia el oeste, como antes, y las explosiones sonaban por encima de las cabezas del grupo de Antonio y de las demás unidades que poco a poco iban avanzando hacia la artillería austríaca. Antonio se dijo que aquello era sin duda un ataque sorpresa, y que los austríacos ignoraban la presencia de los italianos que, a resguardo del tupido bosque, tenían debajo de sus narices. No obstante, también consideró que era cuestión de tiempo que se toparan cara a cara con el enemigo.
Menos de una hora más tarde, tras avanzar cautelosamente por el bosque, el grupo de Antonio apareció en una pequeña aldea situada en un calvero, cerca del borde de un acantilado. Era un pueblecito precioso, con una docena de chalés blancos de piedra que seguían una calle adoquinada en curva, y en la esquina se veía una posada con postigos rojos y un porche en lo alto en el que había un asta sin bandera. Al otro lado de la calle había una hilera de tiendecitas, unos cuantos establos y graneros, y al otro extremo, detrás de un campanario, se veía un riachuelo con una caída de casi cien metros, desde lo alto de un acantilado hasta una cuenca de granito, después de lo cual discurría por la ladera de una colina. Aunque las tiendas estaban cerradas con candado, algunas puertas y ventanas de las casas y la posada, y también del granero, estaban abiertas, y las cabras y otros animales deambulaban a su antojo. No se veía a ningún habitante del pueblo.
Agachados cerca del suelo, el comandante Reina y sus bersaglieri, junto con las tropas de élite de otras dos patrullas de reconocimiento, rodearon el pueblo; tras lanzar granadas de mano a la entrada de algunos edificios, e incluso por las ventanas de la posada, con la esperanza de hacer salir a cualquier francotirador que pudiera estar apostado dentro, los italianos irrumpieron por las puertas con los fusiles preparados para disparar. Pero no encontraron a nadie.
Habían evacuado todos los edificios. Sin embargo, era evidente que allí había vivido alguien hasta hacía muy poco. En las cocinas, las tropas hallaron frutas y verduras frescas, y sobras de lo que habían preparado la noche anterior o incluso aquella mañana; y en las chimeneas las ascuas todavía estaban calientes. A pesar del deterioro y desorden causado por las granadas, casi todas las habitaciones conservaban signos del esmero y orden de sus propietarios. Habían barrido el suelo; las camas estaban hechas; los hervidores, restregados; y la leña del hogar, perfectamente apilada. Era como si los habitantes de esas aldeas remotas, ignorantes de la guerra, hubieran esperado la llegada de huéspedes, quizá turistas u otros inquilinos que normalmente alquilaban habitaciones mientras estaban allí de escalada o de caza.
Aparte de servirse la comida que encontraron, y capturar algunos cerdos para asarlos posteriormente en su campamento del bosque, los soldados italianos obedecieron la política del ejército en contra del pillaje; de todos modos, poco había allí que tuviera algún valor monetario. Sin embargo, había tantos objetos personales abandonados —fotografías familiares, cartas, anteojos, medicinas, llaves— que no había duda de que los habitantes se habían marchado apresuradamente.
Mientras Antonio se paseaba por una de las casas vio sobre un escritorio la fotografía enmarcada de un apuesto soldado que lucía un uniforme austríaco; con un brazo apretaba contra sí a una joven rubia que lo besaba en los labios. La pareja había posado delante de la casa en la que Antonio se encontraba ahora, pero en la fotografía el suelo estaba cubierto de nieve, y colgaban carámbanos de los aleros de los tejados —una imagen insólita para Antonio—. Imaginó que el soldado habría estado allí de permiso durante las Navidades pasadas, quizá procedente del frente ruso, donde los austríacos libraban virulentos combates, o de alguna unidad destacada en la cima de esa misma montaña. A pesar de que Antonio dio rienda suelta a su curiosidad abriendo cajones y mirando los armarios, solo descubrió ropa y zapatos de la joven; en aquella casa no había nada que pudiera pertenecer a un hombre. Aquella pareja que tanta intimidad mostraba en la foto no estaba casada, concluyó Antonio, y quizá por culpa de la guerra ya no lo estaría nunca.
En otra casa, mientras echaba un vistazo a las estanterías, Antonio observó un libro de historia de Italia escrito por un profesor austríaco en italiano; lo hojeó y encontró referencias negativas al Risorgimento, a Garibaldi y a otros hombres que los profesores de Antonio habían retratado como héroes. Intrigado por esa visión alternativa de la historia, sintió la tentación de meterse el libro en la mochila para leerlo más adelante; pero decidió que era mejor pedirle permiso al comandante Reina antes de confiscarlo.
El comandante, que estaba al sol hablando con los bersaglieri, lanzó una mirada somera a lo que Antonio le mostraba y le dijo que se lo podía quedar. El comandante Reina se encontraba de muy buen humor. Acababa de telegrafiar a sus superiores para informarles de que había tomado aquella aldea austríaca sin ninguna oposición, y que tenía razones para creer que las tropas enemigas que había en lo alto de la montaña habían huido detrás de los civiles. En las cumbres, los cañones austríacos habían permanecido extrañamente en silencio desde que los italianos habían invadido aquella población. A lo mejor les faltaban artilleros, o se les había acabado la munición. En cualquier caso, el comandante Reina consideraba que era un momento perfecto para ascender audazmente hacia la cima, y tras discutir la estrategia con los oficiales Bersagliere, el comandante le dijo a su sargento que reuniera a las tropas para poder anunciarlo.
En aquel momento las tropas italianas deambulaban por el pueblo, gozando de la novedad de poder moverse sin precaución a plena luz del día y disfrutando de la gloria que acompañaba a un triunfo sin oposición. Muchos soldados se habían reunido cerca del manantial: se echaban agua por la cara, se enjuagaban la camisa, e incluso había algunos que se bañaban desnudos o nadaban en las aguas poco profundas. Muffo y Branca se revolcaban en el agua, y Antonio, tras introducir el libro en uno de los compartimentos de la mochila, se encaminó hacia ellos. Todavía no era mediodía, el sol brillaba en todo su esplendor sobre las montañas coronadas de nieve, y el sargento aún no había hecho sonar su silbato.
Mientras se quitaba la mochila y se desabrochaba la camisa, Antonio contempló a sus amigos desnudos durante un momento, disfrutando de aquella imagen de diversión mientras el agua caía en cascada sobre sus caras sonrientes y sus brazos, que no dejaban de sacudir; y como el agua solo le llegaba a la cintura, Antonio se preparó confiado para desafiar una vez más su hidrofobia. Pero cuando estaba a punto de sortear el saliente de granito para meterse en la hoya, el agua de repente dejó de bajar; habían colocado una barricada de madera. Antonio y los demás levantaron la vista, entrecerrando los ojos. Allí, en lo alto del acantilado, a unos cien metros por encima de sus cabezas, se veía una hilera de soldados enemigos armados y cubiertos con cascos, sin que nada los ocultara.
Las balas y las granadas comenzaron a llover sobre ellos, y las explosiones salpicaron el agua y lanzaron piedras y nubes de humo veteadas de llamas amarillas. Mientras los italianos salían de aquella hoya gritando, se tiraban al suelo y corrían hacia el bosque en busca de refugio, Antonio iba detrás de ellos…, aunque no antes de ver cómo Muffo y Branca desaparecían en el interior de aquella cuenca de agua, acribillados a balazos, oscureciendo el color del agua que ahora caía en un hilillo por la ladera de la montaña.