A finales de 1914, la atmósfera fúnebre de la casa de los Talese pareció contagiarse a todo el pueblo, sumiendo cada día a la población en premoniciones de desastre y muerte. Ahora la passeggiata era más como un cortejo, una procesión de hombres que se movían lentamente, lamentando el hecho de que sus hijos en edad militar hubieran recibido notificaciones en las que se les comunicaba que pronto tendrían que incorporarse a filas. Aunque los líderes del Gobierno en Roma seguían proclamando su neutralidad en la guerra europea, que ya sumaba bajas incalculables, pocos dudaban que en un futuro próximo Italia se vería involucrada en ese baño de sangre.
La fábrica de automóviles Fiat de Turín producía vehículos militares lo más deprisa posible, y la empresa de armamento y construcción naval Ansaldo, situada cerca de Génova, había doblado el número de trabajadores y todavía contrataría a ochocientas mujeres más para satisfacer las necesidades de su cadena de montaje. Por toda la península había pequeñas fábricas que habían contratado mecánicos, herreros, carpinteros y otros artesanos para que forjaran y fabricaran diversos productos y piezas militares; se habían requisado grandes cantidades de algodón y lana para fabricar tiendas de campaña, mantas y uniformes para el contingente militar italiano de casi novecientos mil hombres. Entre los centenares de fabricantes de telas y sastrerías a las que habían acudido las autoridades militares para encargar uniformes estaba la de Francesco Cristiani en Maida.
Joseph se encontraba solo en la parte delantera de la tienda el día en que fueron a visitarlos dos oficiales del cuerpo de intendencia de Catanzaro. Fue una tarde a última hora a finales de octubre, casi ocho semanas después del funeral de Gaetano. El primo de Joseph, Antonio, que había trabajado de manera esporádica tras regresar de París, no estaba en la tienda. Desde que recibiera su orden de alistamiento, a principios de la semana, había tenido fiebre y estaba deprimido.
—¿Podríamos hablar con el propietario? —preguntó el oficial de más edad y tamaño con una voz educada, mientras el más joven, un sujeto descarnado que parecía una comadreja, de nariz larga y gafas gruesas, recorría la tienda entrecerrando los ojos ante los montones de telas apiladas en los estantes.
Los dos hombres llevaban un uniforme verde grisáceo con estrellas en el cuello y una insignia en la visera de la gorra que Joseph fue incapaz de identificar. El hombre más grandote llevaba botas y pistola al cinto, mientras que el otro iba desarmado, calzaba polainas y bajo el brazo portaba una cartera de piel.
Cuando Joseph dio media vuelta para dirigirse al taller y avisar al señor Cristiani, vio que este ya salía con el ceño fruncido. También distinguió a los demás sastres de la trastienda, reunidos tras una mesa y susurrando entre ellos. Habían observado la entrada de los oficiales, y parecían aún más alterados que el señor Cristiani.
—Buenas tardes, soy el capitán Barone —dijo el hombre más grandote cuando Cristiani se acercó; y a continuación, señalando como quien no quiere la cosa a su compañero con gafas, añadió—: Y este es mi asistente, el teniente Faro.
Cristiani rápidamente estrechó la mano de los dos hombres y les dijo su nombre, pero nada más. Hacía poco que se había vuelto a afeitar, después de semanas de dejarse crecer las patillas, según la costumbre cuando se estaba de luto, y esta última semana había vuelto a sentirse afligido por la llegada de la orden de reclutamiento de su hijo. Durante la noche anterior, se había despertado dos veces aterrorizado, tras soñar que Antonio moría en las trincheras de una remota ciénaga; y el ver ante él a aquellos dos militares con sus uniformes color gangrena le provocaba náuseas y le corroía por dentro.
—Le traemos saludos de parte del general de intendencia —añadió el capitán Barone en tono risueño, sin hacer caso del humor de Cristiani—. Está al corriente de la altísima calidad de su trabajo, y se ha sugerido que usted y sus colegas sastres quizá puedan confeccionar cincuenta uniformes para el 48 Batallón de Infantería, que ahora está reunido en Catanzaro, para final de año. ¿Cree que podría hacerlo?
Antes de que Cristiani pudiera contestar, el teniente Faro había extraído de su cartera un folleto de cartón que desplegó en un patrón para uniforme, y al que habían pegado una diminuta muestra de la tela verde grisácea que había que utilizar; se quedó esperando a que Cristiani cogiera el folleto y lo examinara. Pero el sastre dejó que el folleto permaneciera en la mano extendida del teniente, se volvió hacia el capitán Barone y lentamente negó con la cabeza.
—Lo siento —dijo—, pero me faltan trabajadores para cumplir ese encargo. Además, es posible que pronto pierda a unos cuantos sastres más si tienen que ir al ejército, entre ellos mi mejor sastre, que ha estudiado en París. Lo llamarán a filas un día de estos.
El capitán Barone asintió y se quedó callado un momento. A continuación enarcó una ceja y le guiñó el ojo a Cristiani.
—A lo mejor lo podríamos arreglar —dijo el capitán con una sonrisa de complicidad—. Confeccionar uniformes para el ejército es esencial para el esfuerzo de guerra, ¿o no?
Cristiani, comprendiendo adónde quería llegar, sintió una oleada de entusiasmo en su interior, pero guardó silencio.
—Sí —prosiguió el capitán—, es posible, podría ser posible que se le concediera una prórroga.
Cristiani fue incapaz de reprimirse, y su adusta expresión, que no le había abandonado desde la muerte de Gaetano, se transformó en un gesto de alivio que no tardó en aproximarse a la euforia.
—Sí, una prórroga —dijo Cristiani, y a continuación repitió la palabra en un tono ausente, casi espiritual; Joseph, de pie en un rincón detrás de los oficiales, pudo ver que los jóvenes sastres del fondo reaccionaban al término de manera favorable.
Mientras tanto, el transformado Cristiani había arrancado el folleto de manos del teniente Faro, y ahora estudiaba el patrón del uniforme con un interés completamente inexistente momentos antes.
—La verdad es que es un diseño sencillo —reconoció en voz alta Cristiani, paseando la mirada entre el patrón de los pantalones militares y el de la guerrera—. Y veo que la guerrera no lleva trabillas ni charreteras, lo que nos ahorraría mucho tiempo…
—Sí —intervino con impaciencia el capitán Barone—, y no será necesario poner dobladillo en los pantalones, ni siquiera hilvanarlo, pues irán cubiertos por polainas o metidos dentro de las botas de los soldados…
Mientras Cristiani seguía examinando los patrones, el capitán Barone continuó hablando, explicándole orgulloso que aunque la tela tenía un color muy soso, se había demostrado científicamente que el verde grisáceo era casi invisible en condiciones de combate al aire libre. El teniente Faro, que hasta entonces había permanecido en silencio, dijo que por la mañana entregarían las cajas con la tela en la sastrería de Cristiani.
Después de que los oficiales se hubieran marchado, Cristiani le dijo a Joseph que localizara a Antonio, que le transmitiera aquellas alentadoras noticias y lo instara a regresar a la tienda enseguida. Joseph se apresuró hacia la puerta, muy excitado, y tomó un atajo hasta las viviendas de los Talese que evitaba la plaza pero le obligaba a cruzar de manera furtiva patios y huertos de fincas privadas, con el riesgo de incurrir en la ira de sus propietarios y perros guardianes. Pero a Joseph nada le importaba más que animar a Antonio, revivir el ánimo de su primo, el cual —hasta que se había deprimido por la notificación del ejército— había sido un baluarte de fuerza y esperanza después de la muerte de Gaetano. Antonio había dado muchas caminatas con Joseph, lo había animado diciéndole que pronto estarían juntos en París, que la guerra del norte de Europa no tardaría en finalizar, y que en cualquier caso los italianos no tenían nada que temer, gracias a la estricta neutralidad de su gobierno. Contrariamente a Francia, Italia no había sido invadida, había razonado Antonio, y no tenía nada que ganar con la guerra; así pues, ¿por qué iba a involucrarse?
Pero de repente todo cambió de la noche a la mañana. El Gobierno italiano, aunque insistía en su neutralidad, anunció sus planes de movilización, aun cuando nada hiciera presagiar que los austríacos o los alemanes fueran a invadir Italia. La policía se puso en contacto con todos los solteros en edad militar para comunicarles que no abandonaran la zona sin informar primero a la comisaría local. Los únicos solteros que quedaron exentos en Maida fueron los idiotas del pueblo, los tullidos incurables y el hijo del jefe de policía, que acababa de entrar en el cuerpo.
La emigración terminó de inmediato, y los ciudadanos italianos que había en los Estados Unidos y eran útiles para el ejército fueron llamados de vuelta a Italia. Dos de los tíos maternos de Joseph, que trabajaban en la fábrica de amianto de Keasbey & Mattison, recibieron la notificación de tomar el próximo barco a su país, con todos los gastos pagados por el Gobierno italiano. Los nombres de la primera ronda de llamados a filas de Maida, un total de catorce hombres, aparecieron en grandes letras en el tablón de anuncios que había delante del edificio municipal. Al verlo por primera vez, muchas madres se echaron a llorar y se desmayaron, o, después de santiguarse, cayeron de rodillas. Aquel cartel se vio como una sentencia de muerte. Encabezando la lista, que estaba por orden alfabético, aparecía «Cristiani, Antonio».
Ahora Joseph, que llevaba noticias prometedoras para Antonio, se abría paso entre zarzas y espinas y subía corriendo la carretera de tierra hacia las viviendas familiares. Pero después de entrar en casa de Cristiani no vio señal de Antonio ni de nadie más. El dormitorio que compartía con su primo, que se había marchado antes de que Joseph se levantara para ir a trabajar, seguía exactamente como Joseph lo había dejado. Los dos camastros estaban hechos de manera concienzuda pero torpe, y no se había añadido más carbón a los ciscos cenicientos del brasero que él mismo había colocado y encendido. La leña de la chimenea de la cocina era todo rescoldo, aunque todavía quedaba el leve olor del incienso que su tía Maria quemaba generalmente en la casa a la hora del ángelus.
Joseph miró por la ventana y no vio a nadie en el patio que había detrás de la hilera de casas. Su madre había ido a pasar toda la semana con sus padres, y su hermano Sebastian todavía no había regresado de la granja con los demás trabajadores. Pero carretera arriba, más allá del muro, Joseph pudo ver a su abuelo Domenico, que se acercaba montado en su semental blanco, con su sombrero y su capa negros recortados contra el sol menguante. Joseph bajó las escaleras y le esperó para saludarlo y preguntarle si había visto a Antonio.
—Acabo de verlo —dijo Domenico—. Está en el mitin de la plaza, perdiendo el tiempo escuchando a los socialistas.
Después de dar las gracias a su abuelo, Joseph dio media vuelta rápidamente y corrió hacia la plaza.
Antonio había pasado la mañana y casi toda la tarde caminando a solas por las montañas. Se había levantado al alba con su madre y la había acompañado a misa, pero no había entrado en la iglesia. Le incomodaba ver a todas aquellas mujeres cubiertas con un chal negro pasando por debajo de la arcada iluminada con antorchas del templo, llorando por anticipado la marcha y posible fallecimiento de sus seres queridos. Tras dejar a su madre en la puerta, subió por el camino rocoso que no había cogido en años y llegó hasta la nebulosa luz de la cima del monte Contessa justo cuando el sol de mediodía estaba en lo más alto; desde allí tenía una visión panorámica de todo el paisaje.
Al oeste podía ver la costa rocosa y recortada del mar Tirreno; los promontorios de la playa rematados por sus torres de vigilancia; sus aguas azules alcanzando la mole oscura y neblinosa de la isla de Estrómboli. Al este se veía el mar Jónico, que se extendía hasta Grecia, y cuya línea costera italiana estaba erosionada y abandonada a las leyendas de Ulises.
Para Antonio, esa semana había sido la más extraña de su vida. Había comenzado viendo su nombre en el edificio municipal en compañía de otros trece jóvenes de su misma edad a los que creía haber dejado atrás para siempre; pero ahora estaban todos reunidos en un inquietante vínculo de aprensión. Él, que no había querido regresar a Maida, ahora no quería marcharse. No conocía a nadie que quisiera ingresar en el ejército. Sospechaba que muy pocas personas de su pueblo o del sur de Italia en general se sentían parte de la nación italiana. La unificación de Italia, ocurrida medio siglo antes, había sido una imposición del norte sobre el sur, de los promotores del Risorgimento, y desde entonces el Gobierno que había dirigido los destinos de Italia —cuya capital había sido primero Turín, luego Florencia y finalmente Roma— no había llevado al sur más que una creciente pobreza y la necesidad de emigrar. Había expulsado a los Borbones, acabado con el esplendor de Nápoles, la antigua capital, y no lo había reemplazado con nada. Era algo que Domenico manifestaba a menudo, y ahora Antonio estaba más o menos de acuerdo con su abuelo en que el sur había quedado más aislado que nunca, y que no le debía nada al norte. ¿Y por qué ahora el sur debía entregar a los jóvenes de sus pueblos y a los que habían emigrado para apoyar las ambiciones belicosas y con ánimo de lucro de los industriales del norte y sus amigos irredentistas del Parlamento que querían una mayor penetración en los Alpes austríacos, y también más territorio costero al este de Venecia y más tierras de labranza al norte? ¿En qué ayudaría eso a solucionar los problemas del sur? Si Austria amenazara con reclamar Venecia, que había pasado a formar parte de Italia en 1866, entonces Antonio comprendería la movilización actual, y sin duda la apoyaría. Pero tal como estaban las cosas, su patriotismo se inclinaba más hacia el Gobierno de Francia que al de Italia, pues Francia se había visto provocada y obligada a defenderse contra los invasores alemanes. Lo único que esperaba era que Francia ganara la guerra, pues allí era donde veía su futuro.
Antonio pasó toda la mañana en las montañas sin comer nada ni ver a nadie; a primera hora de la tarde emprendió el camino de vuelta, y llegó a Maida después de la siesta, justo cuando un gentío se reunía en la Piazza Garibaldi para oír a los portavoces del Partido Socialista. Estos todavía no habían ocupado su lugar delante de la fuente, pero Antonio reconoció a dos oradores de los mítines de días anteriores, e imaginó que escucharía la repetición de lo que ya había oído, algo con lo que casi todos los del pueblo estaban de acuerdo.
Dejando aparte su catolicismo, la población de Maida cada vez veía con mejores ojos el socialismo, en gran medida a causa de la amenaza bélica. Los socialistas habían manifestado un incansable apoyo a la neutralidad. Cada día, a los demóstenes del partido local o de fuera del pueblo se les escuchaba reiterar su postura de que Italia debía permanecer fuera de la guerra, que en los últimos años el país ya había invertido demasiada sangre y dinero en su aventura colonial en Libia. Antonio ya había oído expresar esa cuestión en Turín dos meses antes, cuando se marchó de París; pero allí también había oído a disertantes que atacaban a los socialistas, apoyando la intervención detrás de Francia, Gran Bretaña y Rusia, y solicitando fondos para los voluntarios italianos impacientes por ir enseguida al norte de Europa para combatir a los alemanes y a los austríacos. Entre los voluntarios italianos que ahora luchaban al lado de los franceses se encontraban dos de los nietos de Garibaldi, y muchos otros jóvenes camisas rojas intervencionistas. Pero Antonio no vio ningún garibaldino de camisa roja entre la multitud reunida aquel día en Maida. Mientras estaba en la barra de un café esperando que le sirvieran algo de comer, observó que solo había un policía en esa multitud de quizá cuatrocientas personas. En Turín, hacían falta muchos policías para separar a las facciones enfrentadas; en cambio, en el pueblo no se esperaba ninguna confrontación, pues casi todo el mundo pensaba lo mismo, e incluso algún clérigo católico se había acercado a escuchar a los socialistas. Antonio contó a cuatro curas, tres monjes, y al monseñor acompañado de su rector. Aunque quizá eran contrarios al socialismo en general, los clérigos coincidían en su postura antibélica, la misma que la del Papa. Lo último que el Papa deseaba para Italia era que luchara contra la nación católica de Austria. A menudo se decía que los austríacos eran más devotos que los italianos.
Cuando comenzó a hablar el primer orador, Antonio salió del café y se aproximó a la fuente. En la linde de la plaza vio a su abuelo Domenico que volvía grupas y se marchaba. Antonio se alegró de que su abuelo no lo hubiera visto y se le hubiera acercado, pues la noche antes ya había quedado más que harto de sus arengas. Desde que Joseph vivía con los Cristiani, Domenico había adquirido la costumbre de cenar al menos dos veces por semana con la familia. Domenico estaba en contra de la guerra, el Gobierno y los socialistas. Era de los últimos partidarios de los Borbones, un residuo caduco del barroco. Antonio avanzó entre la multitud hacia algunos de los demás llamados a filas, que lo saludaron con la mano. Entre ellos estaban los hijos de un actuario, un fabricante de carruajes, un zapatero remendón y un molinero. Algunos de los demás llamados a filas que estaban por allí eran hijos de granjeros del valle.
La prolongada introducción del primer arengador, un hombre recio y calvo que era el jefe del partido en Cosenza, fue seguida por muchos vítores; comenzó el programa atacando a un socialista de Milán caído en desgracia, Benito Mussolini. Antonio nunca había oído hablar de Mussolini hasta que su nombre apareció en los titulares en los últimos días. Mussolini había sido el director del periódico socialista Avanti!, y había escrito muchos artículos defendiendo la neutralidad, pero de repente, sin avisar a sus colaboradores ni a los líderes de su partido, había publicado unas declaraciones en las que afirmaba que había sido un necio y había estado mal informado, e instaba a los italianos a seguir a los británicos y los franceses y entrar en la guerra enseguida. Los socialistas de todo el país reaccionaron con tanta vehemencia que Mussolini dimitió de su cargo editorial y rompió sus relaciones con el partido.
—Mussolini es la serpiente más viscosa —gritó el orador de Maida mientras la multitud rugía de aprobación—. ¡Ha vendido sus principios a los industriales del norte, que son sus verdaderos amigos, y ahora nos enteramos de que le están dando dinero para que publique otro periódico y extienda su propaganda en favor de la guerra!
Después de que el hombre hubiera concluido su diatriba y lo sustituyera otro declamador que se mostró igualmente crítico con Mussolini y el intervencionismo, Joseph entró en la plaza y enseguida localizó a Antonio entre sus compañeros. Uno de ellos le había echado el brazo por el hombro y ambos vitoreaban al orador. Joseph permaneció unos minutos junto a su primo sin que este se apercibiera. Cuando Antonio lo vio y sonrió, Joseph sintió la tentación de hablarle de la visita de los oficiales, pero decidió no hacerlo mientras su primo estuviera rodeado de amigos. Procuró concentrarse en lo que estaba diciendo el orador. Era un hombre canoso que movía mucho las manos y chillaba una y otra vez «Salandra, Salandra»; y cada vez que lo hacía el gentío abucheaba y silbaba en apoyo de su denuncia de ese tal Salandra. Aunque Antonio se inclinó hacia Joseph y le explicó que se sospechaba que Antonio Salandra, primer ministro de Italia, intentaba empujar al país hacia la guerra, aquello no tenía mucho sentido para Joseph: la multitud también silbaba y abucheaba cada vez que el orador mencionaba a Gabriele D’Annunzio, al que Antonio identificó como poeta, olvidando mencionar que también era un declarado intervencionista.
Los discursos continuaron casi hasta el crepúsculo, impresionando a Joseph sobre todo por el entusiasmo que engendraron en quienes le rodeaban. Las conversaciones y la agitación que había despertado la guerra esa semana habían servido, cuando menos, para pensar en otra cosa que no fueran sus propios problemas. Ya no estaba obsesionado con la muerte de su padre, ni con el hecho de que ya no iría a América, y quizá ni siquiera a París. Ahora las preocupaciones de Joseph se centraban en Antonio. Cuando terminó el mitin, y algunos de los amigos de su primo sugirieron que los acompañara a un café, Joseph se lo llevó a un aparte y le dijo que su padre le esperaba en la tienda para decirle algo importante. Joseph no le dijo lo que era, solo que tenía que ir a la tienda con urgencia.
Cuando llegaron, el padre de Antonio estaba en la trastienda, trabajando. Los demás sastres se habían marchado, y todas las tiendas de la calle habían cerrado sus puertas. Joseph esperó en la parte de delante mientras Antonio iba a ver a su padre. Durante los cinco minutos siguientes, escuchó cómo su tío hablaba velozmente pero sin alterarse, mientras Antonio apenas introducía alguna palabra para manifestar su acuerdo. Cuando los dos terminaron y hubieron apagado las luces, el anciano Cristiani le dio unos golpecitos a Joseph en el hombro y lo condujo hacia la calle.
Antonio lo siguió lentamente e insertó las llaves para cerrar la puerta, asintiendo en dirección a Joseph, pero sin decir nada. Si se sentía eufórico por la posibilidad de evitar el ejército, parecía decidido a reprimirlo. Pero incluso Joseph sabía que en el pueblo se consideraba de mal agüero anticiparse a la felicidad.
A la mañana siguiente, cuando Antonio despertó a Joseph, este vio que su primo ya estaba vestido y salía a trabajar temprano.
Posteriormente, cuando Joseph llegó a la tienda, comprobó que la tela verde grisácea ya había llegado de Catanzaro, y que dos soldados la descargaban de un camión bajo la supervisión del teniente Faro. Después de que los soldados se marcharan, los sastres comenzaron enseguida el proceso de confección de los uniformes para el 48 Batallón de Infantería. El ejército les había proporcionado tres máquinas de coser para acelerar el trabajo. A finales de noviembre tenían que haber completado veinte uniformes, y los treinta restantes al final de diciembre.
En los últimos días de octubre y primeros de noviembre, Antonio y su padre cortaron la tela e hilvanaron las partes de las prendas, dejando que los otros tres sastres y los aprendices más veteranos llevaran a cabo el cosido final con las máquinas, cosa que dio los frutos esperados, aunque no los llenara de orgullo sartorial. Joseph, el aprendiz más joven, cosía todos los botones de las guerreras y de la parte delantera de los pantalones, así como las almohadillas axilares de la parte inferior de la sisa, y el pespunte inferior de los puños de la guerrera. Aquella semana todos trabajaron muchas horas, y también la tarde del domingo, hasta el anochecer. Francesco Cristiani había colgado unas descoloridas cortinas de terciopelo en la puerta del taller, con la esperanza de ocultar a sus clientes su cooperación con el ejército. Aunque sabía que era imposible mantener en secreto algo así en un lugar tan pequeño como Maida —sobre todo teniendo en cuenta que el ejército había entregado la tela para los uniformes a la vista de todo el mundo—, seguía pensando que era mejor no exponer lo que hacían en el taller al escrutinio diario de los clientes que se paseaban por la tienda. Si alguien le preguntaba por su contrato con el ejército, lo confirmaría, aunque añadiendo que no había tenido elección. Después de todo, el ejército formaba parte del Gobierno. Incluso los socialistas más apasionados comprenderían su aprieto. Sin embargo, le sorprendió y alivió que, mientras sus empleados seguían trabajando cada día en aquellas largas mesas cubiertas de tela verde grisácea, ninguno de sus clientes expresara la menor curiosidad acerca del sonido de las máquinas de coser y las voces apagadas que se oían detrás de las cortinas.
Cada vez que terminaban un uniforme, este quedaba colgado dentro de una bolsa de lona beige en el armario de las viudas, junto a docenas de trajes, capas y abrigos de civil, además de varios pares de pantalones con el adorno de punta de ala en las rodillas. Aquel armario era en realidad una sala en forma de L lo bastante espaciosa como para que tuviera otros usos además del almacenaje; pero a Cristiani jamás se le ocurrió cuáles podrían ser esos usos, aparte de un escondite en el que ocultarse de clientes a los que deseaba evitar, como por ejemplo el mafioso al que había engañado años antes, el crédulo pero potencialmente peligroso señor Castiglia.
Cuando los primeros veinte uniformes se acabaron en el tiempo acordado, el teniente Faro regresó en un camión conducido por un sargento del 48 Batallón de Infantería. Todo el trabajo se detuvo cuando Cristiani apartó la cortina para dejar entrar al teniente, mientras el sargento se quedaba en la tienda para vigilar el camión.
—El teniente Faro ha venido a inspeccionar la primera remesa de uniformes antes de llevárselos a Catanzaro —explicó Cristiani a los sastres, mientras el teniente, con su cartera bajo el brazo, inclinaba rígidamente el tronco.
A continuación siguió a Cristiani hasta el armario de las viudas, y durante la media hora siguiente estuvo comprobando que los uniformes cumplieran las especificaciones militares; con una cinta métrica verificó que cinco de los veinte uniformes fueran de talla pequeña, tal como se había solicitado, y los otros quince de talla grande. El ejército razonaba que el cuerpo de intendencia haría mejor en entregar a las tropas uniformes que fueran demasiado grandes en vez de demasiado pequeños.
—Muy bien —dijo por fin el teniente tras inspeccionar el último de los uniformes—, todos estos están listos para la entrega —extrajo de su cartera un voluminoso sobre que tendió a Cristiani, que le dio las gracias sin abrirlo y lo colocó en un estante del armario. Supuso que contenía la suma acordada para cubrir los costos laborales, además de un modesto beneficio.
—Por cierto —dijo Cristiani con cierta vacilación, antes de salir del armario de las viudas—, ¿qué me dice de lo que el capitán Barone mencionó cuando estuvo aquí?
El teniente Faro lo observó con una mirada perpleja.
—Las prórrogas —susurró Cristiani con impaciencia—, las prórrogas para mis sastres, y sobre todo para mi mejor sastre, que da la casualidad de que es mi hijo, Antonio. ¿Se acuerda de que el capitán Barone dijo que eso podía arreglarse?
—Ah, sí —contestó el teniente, tras una pausa—. Creo que está trabajando en ello. Se lo recordaré cuando lo vea.
A continuación salió del armario de las viudas, saludó con la cabeza a los sastres que estaban en el taller y, apartando las cortinas, ordenó al sargento que comenzara a cargar el camión. Antonio y los demás trabajaban muy concentrados, con la cabeza gacha, mientras aquel sargento grandote se llevaba los uniformes en cuatro viajes. Mientras tanto, Francesco Cristiani acompañaba al teniente a la puerta, y, antes de despedirse, le dio las gracias por ofrecerse a recordarle al capitán Barone lo de las prórrogas.
—Se lo recordaré —repitió el teniente—, pero no afloje el ritmo. Acabe estos uniformes lo más deprisa que pueda. A lo mejor podría acabarlos en tres semanas en lugar de en cuatro. ¿Qué le parece?
—Lo intentaré —dijo Cristiani.
—Esfuércese —dijo el teniente—, y puede que eso cause una impresión favorable al capitán Barone.
Cuando el camión se hubo alejado, Cristiani regresó al taller e informó de lo que le habían dicho. Uno de los sastres, Cerruti, pareció molesto por que no se hubiera confirmado su prórroga, pero Antonio se tomó la noticia sin reaccionar.
—Lo único que podemos hacer es trabajar y esperar —dijo—. Acabemos este contrato lo más deprisa que podamos y esperemos que cumplan su palabra.
Cristiani estuvo de acuerdo en que tenían poca elección, y durante las tres semanas siguientes los sastres trabajaron a un ritmo acelerado, y también subcontrataron a unas cuantas costureras que Cristiani conocía en el pueblo vecino de Jacurso para que forraran las guerreras. A la tercera semana de diciembre, una semana antes del plazo acordado, los treinta uniformes estaban acabados y colgaban en el armario de las viudas a la espera de inspección. Cristiani mandó un mensaje al teniente por mediación de un cochero, y al cabo de pocos días el camión del ejército reapareció en Maida, y en él no solo iba el teniente, sino también el capitán Barone.
Jovial como siempre, el capitán entró en el taller y felicitó a los sastres por el trabajo que habían llevado a cabo el mes anterior. A continuación, acompañado por su asistente y Cristiani, entró en el armario de las viudas para comenzar su inspección; pero no se quedó tanto tiempo como el teniente la vez previa.
—Bravo —dijo cuando reapareció delante de los sastres, mientras el teniente Faro llamaba a un sargento y a otro soldado para empezar a cargar los uniformes—. Una vez más han hecho un trabajo impresionante bajo presión. Sé que el cuerpo de intendencia se suma a mi saludo.
Tras un brusco saludo militar cruzó las cortinas, y ya estaba en la puerta cuando Cristiani lo alcanzó.
—¡Capitán Barone! —lo llamó con urgencia—. ¿Qué ocurre con las prórrogas?
—Oh —el capitán hizo una pausa—, perdóneme —metió la mano en el bolsillo, extrajo el diminuto cuaderno y empezó a pasar las páginas—. Aquí está —dijo por fin, y comenzó a leer lo que había escrito—. Por lo que se refiere a su sastre Cerruti, que tiene treinta años, la prórroga está concedida. Por lo que se refiere a Antonio Cristiani, de veinte años, tendrá que presentarse al Cuartel Pepe de Catanzaro este fin de semana. Lo han asignado al 48 Batallón de Infantería.
Mientras Cristiani permanecía atónito en el bordillo, Antonio salió de la tienda y se colocó a su lado.
—Lo siento, joven —dijo el capitán Barone—, pero he hecho todo lo que he podido.
Antonio rodeó con el brazo el hombro de su padre, y los dos permanecieron en silencio durante varios minutos mientras los soldados acababan de cargar el camión y ponían en marcha el motor. Hasta qué punto ignoraba Antonio que durante las últimas semanas había estado confeccionando su propio uniforme.