El joven Joseph Talese no comprendió la muerte de su padre más de lo que había comprendido su vida. Su padre había muerto de manera repentina e inexplicable en el dormitorio de su casa de Maida en mitad de una tarde soleada, el primer día de septiembre de 1914.
Joseph no se encontraba en casa en aquel momento, pues estaba trabajando en la sastrería de Cristiani, adonde se había dirigido directamente después de salir del colegio. Había estado feliz todo el día, encantado con la inusual presencia de su padre en el pueblo. Gaetano había pasado en Nápoles más de un mes, y había regresado inesperadamente la noche anterior. Cuando Francesco Cristiani de repente decidió cerrar la tienda temprano, poco antes de las cinco, sin dar razones, Joseph se apresuró a volver a casa con la esperanza de poder pasar un rato a solas con su padre antes de cenar. Pero en cuanto hubo cruzado corriendo la plaza y bajado la carretera en curva que conducía a las viviendas familiares, y hubo subido la escalera del lateral de la casa y entrado en la sala, supo de inmediato que algo iba mal.
La habitación estaba llena de gente; a muchos no los conocía, y a otros, entre ellos los parientes de su madre, la familia Rocchino, los conocía muy poco y nunca los había visto en su casa. Estaban sentados en pequeños grupos entre las paredes desnudas, negando con la cabeza y con la mirada fija en el suelo de cerámica. Todos hablaban en voz baja. La abuela de Joseph, Ippolita, estaba de pie, sola, mirando por una ventana que daba al acantilado y a la lejana costa. Su pelo blanco, generalmente recogido en una trenza, parecía más largo, y sus retorcidas puntas resultaban visibles a la luz que entraba por la ventana. Al oír que se cerraba la puerta, su abuela se volvió hacia Joseph, pero no pareció reconocerlo. Una de las tías de su madre extendió los brazos hacia él y le sonrió para darle ánimos. Joseph no le hizo caso y corrió hacia el dormitorio de sus padres, confuso, buscando a su madre.
Cuando entró, al pie de la cama de sus padres vio a un sacerdote que con un brazo rodeaba los delgados hombros de la tía de Joseph, Maria, en un gesto de consuelo. Joseph miró hacia ella en busca de alguna explicación, pero Maria permaneció callada e inmóvil, la cara en sombras bajo su mantilla negra. Sentada cerca del lateral de la cama, con la mirada perdida, estaba su madre, que llevaba el mismo bonito vestido marrón y el chal amarillo que le había visto por la mañana. Después de que Sebastian se hubiera marchado a la granja, su madre, llena de alegría, le había preparado el desayuno para él solo. Gaetano todavía estaba en la cama, agotado por el largo trayecto en tren desde Nápoles. Su maleta aún estaba abajo, cerrada con llave, en un rincón del cobertizo de los carruajes, donde la había dejado, encima de un gran baúl de madera que siempre se llevaba en sus viajes a América.
La madre de Joseph había estado de buen humor los días anteriores al regreso de Gaetano, recordando animadamente a Joseph y a los demás niños la inminente llegada de su padre mientras les imploraba que fueran aseados. Llenó la casa de flores frescas, lustró y volvió a lustrar la plata en la cabecera de la mesa donde Gaetano se había sentado semanas antes, tosiendo y estornudando, más demacrado y pálido de lo que se le veía en la fotografía enmarcada que había sobre el escritorio de Marian.
Ahora, mientras Joseph permanecía junto a la cama y tocaba el hombro de su madre, Marian se volvió para mirarlo; Joseph observó que se cubría parte de la cara con un pañuelo, y que en la sien derecha tenía un verdugón rojizo. El chal amarillo se le había caído de los hombros, y mientras seguía mirando a Joseph, apretó los labios. Temblando, Joseph apartó la mirada de ella y observó el abultado cobertor blanco de la cama; la figura que se extendía debajo parecía enorme. Entonces sintió la mano de su abuelo Domenico en el brazo, que lo apartó de allí de manera suave pero firme; y una vez lo hubo hecho salir del dormitorio, lo llevó a un rincón de la abarrotada sala y le dijo en un tono cariñoso:
—Joseph, tu padre ha muerto.
No entonces, sino mucho después, años más tarde, Joseph oyó contar a una de las hermanas de su madre que tras su última travesía del océano, en el verano de 1913, su padre no había vuelto directamente a Maida; se había dirigido a un hospital cercano a Nápoles, donde había recibido el primero de una serie de nuevos tratamientos médicos que se repetirían durante subsiguientes visitas en los últimos meses de su vida. La tarde de su muerte había sufrido un delirio, y en un arrebato de furia había lanzado una mano y golpeado a Marian.
Joseph también averiguó que los últimos años de su padre en América habían sido desdichados. Una recesión económica había interrumpido el florecimiento de la construcción a pesar de las previsiones optimistas, y Gaetano había trabajado de manera discontinua. También se había endeudado por culpa del juego, y a fin de poder hacer frente a sus gastos y sustentar a su familia en Italia, había comenzado a trabajar a doble turno en la fábrica de amianto de Keasbey & Mattison. Al poco tiempo había tenido dificultades para respirar; su dolencia, que primero se diagnosticó como un caso leve de bronconeumonía, había seguido empeorando.
Cuando Gaetano regresó de América en 1913, Marian no conocía la gravedad de la enfermedad de su marido. La tarde de su muerte, como era habitual en ella, estaba visitando la granja de su padre con sus tres hijos más pequeños. En cuanto Gaetano despertó a primera hora de la tarde, febril y tembloroso, comenzó a llamar a su mujer. Como ella no acudía, gritó más fuerte, reprochándole que no estuviera en casa. Una vecina que pasaba por delante del muro del recinto se detuvo a escuchar y pensó que se trataba de una riña doméstica, por lo que siguió su camino. Esa tarde, cuando Marian regresó a casa, encontró a su marido respirando con dificultad; había arrojado los almohadones y mantas al suelo mientras se retorcía y daba vueltas sobre las sábanas húmedas en medio de un sudor frío. Cuando Marian intentó consolarlo, acabó de perder el control y la razón, culpándola por no haber estado con él, y entonces agitó un brazo de manera descontrolada y la golpeó, provocándole el verdugón de la sien. Al poco rato quedó inconsciente, y no tardó en morir.
Marian no asistió al funeral. Si fue para ocultar la magulladura, o porque estaba resentida a causa del golpe de Gaetano, Joseph nunca lo supo. Aunque su madre comenzó a ir de luto por la casa, y se cubrió la cara con un largo velo negro en las misas conmemorativas que su abuelo Domenico había dispuesto que se dijeran en la iglesia, cada domingo por la tarde durante muchas semanas después del funeral, Joseph nunca la vio derramar una lágrima, ni llevar flores al cementerio, ni quejarse de que echaba de menos a su marido. Muchos de los parientes de su difunto esposo se sentían perplejos y ofendidos por el comportamiento de Marian, e incluso la censuraron por haber estado ausente en las últimas horas de vida de Gaetano. Esta información se la transmitió a Joseph, años después del funeral, la hermana menor de su madre, su tía Concetta Rocchino, que también le habló de los problemas de juego de su padre en América. Y aunque Concetta no pretendía menoscabar la memoria del padre de Joseph, insistió en defender a su hermana contra las críticas que, sabía, circulaban a lo largo y ancho de la rama Talese de la familia.
Concetta le reiteró a Joseph que su madre lloraba a su marido a su manera, y se sentía muy incómoda con la exhibición pública de dolor que habían llevado a cabo Domenico y su devota hija Maria. Concetta le sugirió a Joseph que ese par de fanáticos religiosos intentaban, utilizando las campanas de la iglesia y el incienso, dotar al difunto de una esencia espiritual que este ni había tenido ni había deseado en vida. En un esfuerzo por prolongar la memoria de ese hombre errante a quien su familia no conocía lo suficiente como para poseer muchos recuerdos de él, Domenico y Maria habían contratado a plañideras profesionales para que cada noche lloraran en su tumba y cada viernes por la noche esparcieran tierra y las fiori da morti, hojas de geranio machacadas; y en las misas dominicales, a las que ni siquiera Ippolita, la madre no creyente de Gaetano, se sentía obligada a asistir, Domenico y Maria guiaban al clan familiar en interminables letanías e incluso recitaban cantos de difuntos compuestos durante la Edad de las Tinieblas. Padre e hija ayunaron cada fin de semana en el otoño de 1914, y también al año siguiente, y mantuvieron el interior de sus casas con iluminación de velas en lugar de gas, y en el exterior de sus puertas y ventanas colocaron banderas y cintas negras que permanecieron allí hasta que, años más tarde, descoloridas y deshilachadas, se las llevó el viento.
Concetta le recordó a Joseph que, en el funeral, su tía Maria se había nombrado a sí misma «viuda» de Gaetano cuando vio que Marian no asistía. Maria había acompañado a los sacerdotes detrás del ataúd, y no se había peinado en varios días, siguiendo la antigua costumbre, y tampoco había permitido que se cocinara en su casa a lo largo de muchas semanas. Durante esa época, parientes y amigos habían llevado comida a la casa de los Cristiani además de a la de la madre de Joseph, relataba Concetta, añadiendo que esos amables gestos no habían pasado inadvertidos a los chismosos del pueblo, y que los comentarios desagradables habían exacerbado la incómoda situación creada entre la madre de Joseph y Maria. Concetta afirmó que a Marian le había resultado difícil representar en público el papel de afligida esposa, sobre todo porque todavía llevaba clavada la espina de la hostil despedida de su marido. Concetta concluyó que no era de extrañar que Marian acabara evitando las misas dominicales y prefiriera pasar los fines de semana con sus tres hijos pequeños en la granja que su familia tenía en el valle. Allí estaba rodeada de parientes y amigos que hacían caso omiso de las prácticas tradicionales del luto, y que le permitían conservar parte de la independencia a la que había estado acostumbrada durante sus casi veinte años de viuda blanca.
Lo que Joseph recordaba con más fuerza de los primeros días de auténtica viudedad de su madre era que, a pesar de mostrarse retraída y sin hablar apenas, era extremadamente activa y eficiente en la casa, y que en septiembre —que había comenzado con la muerte de su marido— había llevado a cabo tareas que cada año generalmente postergaba hasta octubre o noviembre. Había preparado una gran cantidad de conservas en tarros para el invierno; había arreglado la ropa de abrigo de los hijos pequeños; había hecho inventario de la provisión de leña y carbón y había enviado a Sebastian a buscar lo que le faltaba para el gélido clima que se avecinaba. También había comprado unas nuevas ruedas para el carruaje, previendo que lo utilizaría más que hasta entonces: un mes después del funeral comenzó a dividir su tiempo casi por igual entre la casa conyugal y la residencia de su infancia en el valle.
Su hijo mayor era responsable de llevarla y traerla de vuelta, en compañía de sus hijos pequeños, a una hora establecida, generalmente durante la siesta de mediodía, cuando Sebastian podía tomarse libres una hora o dos de su trabajo como aprendiz de capataz en la granja de Domenico. También era tarea de Sebastian cuidar de la casa del pueblo durante la ausencia de su madre. Sebastian Talese, un fornido muchacho de quince años, más de cuatro años mayor que Joseph, ahora era el cabeza de familia.
Sebastian no tardó en ocupar la silla de su padre a la mesa, y pasó a ser más activo a la hora de imponer disciplina a los pequeños. Habría intentado también disciplinar a Joseph, pero a las pocas semanas de la muerte de Gaetano, Joseph más o menos se había ido de casa gracias a los esfuerzos de Antonio, que había regresado a Maida y convencido a Marian de que, puesto que Joseph asistía a la escuela y trabajaba cada día en la sastrería, su rutina diaria mejoraría si comía y dormía en la casa de los Cristiani y recorrían juntos el trayecto entre la plaza del pueblo y las viviendas de la familia. Joseph apenas estaría a tres puertas de la casa de su madre, y podría mandar a buscarlo cada vez que deseara tenerlo bajo su propio techo.
Sin hacer caso de las tensas relaciones que mantenía con Maria Cristiani, la madre de Joseph accedió; fue como si honrara los deseos de su marido expresados el año anterior: dividir la familia y llevarse a Joseph a América. Ahora que eso era imposible, Marian hacía lo que le parecía mejor: dejar a Joseph al cuidado de la hermana de su difunto marido y permitir que el muchacho comenzara a vivir su propia vida. Ya había percibido que Joseph tenía un carácter cada vez más independiente, y previsto que en el futuro tendría muchos conflictos con Sebastian, y que se repetirían escenas como la que había presenciado dos noches después del funeral.
Los niños ya se habían acostado, y los mayores habían estado ayudándola: lustrando el suelo, desempolvando las alfombras con un sacudidor de sauce, y transportando un pesado arcón lleno de cosas de su marido hasta el cobertizo de los carruajes, para almacenarlo en un rincón, cerca de su baúl cerrado con candado y la maleta sin abrir que había traído desde Nápoles.
—Creo que debería sacar las ropas de tu padre de la maleta y llevarlas a la sastrería de Cristiani —había dicho la madre. Sebastian de inmediato cogió las llaves que colgaban de un clavo y se puso a buscar cuál de ellas abría el baúl.
—Deja esas llaves —dijo Joseph con una voz serena que sorprendió a su madre, pero que Sebastian pareció no oír—. ¡Deja esas llaves! —repitió Joseph, ahora más fuerte—. ¡No quiero que toques su ropa!
—¡Joseph! —dijo su madre—. ¿Qué estás diciendo?
—No quiero que des esas ropas —repitió Joseph—. Quiero conservarlas.
Aquello era algo extraño. En Maida nadie había conservado jamás las ropas de un difunto. Se consideraba algo indecoroso, morboso y seguramente de mal agüero.
—¿Por qué no subes? —preguntó Sebastian, todavía sin mirar a su hermano pequeño, pero después de haber abierto ya el baúl para que su madre lo inspeccionara.
Sin contestar, Joseph dio media vuelta y subió corriendo las escaleras. Unos minutos después bajó blandiendo en la mano derecha un pesado atizador que había sacado de la chimenea de la cocina, y rápidamente se dirigió hacia la figura acuclillada de Sebastian, que estaba sacando las ropas del baúl de su padre. Este se echó hacia atrás cuando vio acercarse a Joseph, y no lo perdió de vista cuando este se cernió sobre él esgrimiendo el atizador con un gesto amenazante.
—¡Basta, Joseph! —protestó su madre—. ¡Basta!
—He dicho que no quiero que toques esas ropas —dijo Joseph, mirando a su hermano—. Ahora dame las llaves y aléjate de ellas —Sebastian dejó caer las llaves al suelo y se alejó un poco sin apartar la mirada del atizador—. Y ahora vete tú arriba —le ordenó Joseph.
Sebastian miró a su madre durante un momento, a continuación a Joseph, desconcertado por la actitud furibunda que de repente había manifestado su hermano. Se puso en pie y subió las escaleras.
—Joseph —le preguntó su madre sin levantar la voz y acercándose a él—, ¿qué te ocurre?
Joseph permaneció callado un momento, bajó el atizador y a continuación dijo:
—No quiero que las ropas vayan a parar a Cristiani. No quiero que las des para que otros las lleven. Quiero conservarlas.
Sin esperar a que ella respondiera, colocó los trajes de su padre, los de verano y los de invierno, dentro del baúl y cerró la tapa. También volvió a cerrar la maleta que Sebastian había abierto.
Aseguró el baúl y la maleta con candado, y a continuación se metió las llaves en el bolsillo.