Joseph se encontraba en la sastrería cuando el cartero entregó el telegrama dentro de un sobre. Habían pasado cinco días desde la partida de Antonio. Su padre al principio se había puesto furioso al descubrir que Antonio no se presentaba a trabajar; había dejado de un manotazo unas pesadas tijeras sobre la mesa, y tachado a Antonio de malcriado e irresponsable. Pero cuando Antonio pasó fuera toda la noche, el día siguiente y la noche posterior, Francesco Cristiani admitió la posibilidad de que su hijo pudiera haber resultado herido en un accidente sin que nadie lo supiera. Dejó la tienda al cuidado de los otros sastres mientras él hacía compañía a su afligida mujer y al resto de la familia en una misa especial de mediodía dedicada al regreso sano y salvo de Antonio.
Por la tarde, Francesco Cristiani se trasladó a Catanzaro, la capital de la provincia, para entrevistarse con el jefe de policía que dirigía la investigación, y que sería el primero en recibir cualquier información que llegara a las comisarías que habían sido alertadas en la región. Por la noche, Cristiani regresó para participar en la novena de la iglesia de Maida, a la que Joseph asistió con su madre, su hermano Sebastian y sus abuelos Domenico e Ippolita.
Aunque al principio Joseph no creía que le hubiera ocurrido nada malo a su primo, y desde luego no quería romper su promesa, al tercer día la presión de delatarlo se había hecho cada vez más acuciante. Rodeado de parientes afligidos y llorosos que se sentirían muy aliviados al saber que Antonio simplemente se había escapado, Joseph decidió que aquella tarde iría a casa de su abuelo y le contaría todo lo que sabía. Pero justo cuando cruzaba el patio oyó la voz de Sebastian, que había estado sentado en las escaleras fumando un cigarrillo. Había observado a Joseph con cierta suspicacia desde la marcha de Antonio, o eso le había parecido a Joseph; pero en aquel momento Sebastian lo acusó directamente:
—Sabes dónde está Antonio, pero no lo quieres decir.
—¡Yo no sé nada! —le contestó Joseph con un grito tan fuerte que temió que lo oyeran desde las otras casas. A continuación regresó rápidamente a su cuarto, donde decidió que debía proteger el secreto de aquel joven que era más hermano suyo que Sebastian.
Pero la llegada del cartero, al quinto día, aumentó la angustia de todos los que se hallaban en la sastrería de Cristiani. Francesco Cristiani había aparecido en la tienda un rato antes, y se encontraba en la trastienda cuando el cartero le pidió a Joseph que lo llamara. Tenía que firmar. Por el semblante del cartero, Joseph no supo decir si conocía el contenido del mensaje. Cuando se presentó el señor Cristiani para recibir la carta, estaba tenso en extremo, y no le dijo nada al cartero cuando abrió el sobre y comenzó a leer. Los demás sastres habían salido del taller y estaban detrás de él. Joseph vio cómo aparecían lágrimas en los ojos de su tío. A continuación este levantó la mirada y anunció con alivio, incluso con cierto orgullo: «¡Antonio está vivo y se encuentra bien, y ha llegado a París!». Mientras los sastres gritaban entusiasmados y Joseph se sentía aliviado de su carga, Cristiani salió corriendo de la tienda para contárselo a su mujer y a los demás. Aquella misma noche hubo una fiesta en casa de Domenico, y a la mañana siguiente Cristiani estaba en la oficina de correos para mandarle un giro postal de más de cuatrocientas liras a su hijo lo antes posible. Junto con el dinero, incluyó un mensaje para él: «Cose con amor».
Las cartas de Antonio llegaron de manera regular en los meses subsiguientes, y en la tienda su padre se las leía en voz alta a todo el mundo, clientes incluidos. Las experiencias de Antonio se convirtieron en un acontecimiento público, como una novela por entregas que todos los del pueblo seguían con impaciencia; y apenas pasaba un día sin que un cliente se parara a preguntar: «¿Hay noticias de París?». El aristócrata más sofisticado del pueblo, Torquato Ciriaco, mientras le tomaban las medidas para un traje nuevo, le dijo al señor Cristiani que en los dos mil años de historia de Maida, Antonio era probablemente el primer nativo del pueblo que llegaba a la afamada ciudad francesa. Eso le pareció muy trascendente al señor Cristiani, y le hizo una reverencia de agradecimiento a don Torquato.
Joseph también recibía cartas, y en una de ellas Antonio le dijo que llevaba un diario y anotaba gran parte de lo que veía y oía en su barrio y en la ciudad. En una carta fechada el 5 de febrero de 1912, Antonio le escribió que todo París hablaba de un sastre francés que había diseñado un paracaídas de aviador y que lo había probado saltando desde lo alto de la Torre Eiffel. El paracaídas no se había abierto, y el sastre se había matado.
Un mes más tarde, Antonio escribió que el esmoquin que se había confeccionado para él antes de salir de Maida le estaba resultando muy útil; él y una media docena de estudiantes de la École Ladaveze que poseían traje de noche habían sido invitados por el chef de claque de L’Opéra (un amigo de Monsieur Melhomme) a ocupar gratuitamente asientos de platea en las funciones, conciertos y todos los acontecimientos teatrales, siempre y cuando fueran vestidos de manera formal y aplaudieran las actuaciones con infatigable entusiasmo. La asistencia a la ópera y al teatro de París experimentaba un agudo declive, dijo Antonio, añadiendo que algunas personas lo achacaban a la competencia del cinematógrafo, mientras que otros culpaban a la inferior calidad de las producciones. En cualquier caso, Antonio dijo que él y sus compañeros de escuela casi todas las noches estaban ocupados aplaudiendo con ganas mientras gritaban «¡Bravo, bravo!».
Incluso antes de los exámenes parciales, Antonio ya le sugirió a Joseph que era el mejor estudiante de la École Ladaveze. Más de cien alumnos —dos tercios de los cuales eran de París o de las provincias francesas, y casi todo el resto procedía de ciudades importantes del norte de Europa y Sudamérica— estaban matriculados en los dos cursos de corte y confección. Aunque casi todos los estudiantes eran cinco o diez años mayores que Antonio, que tenía diecisiete, y más experimentados por haber trabajado en sastrerías a tiempo completo, Antonio, que casi nunca era modesto, se consideraba el maestro incluso de los alumnos avanzados en lo que se refería a diseñar y cortar trajes, coser, dar forma y moldear la tela para que encajara de manera perfecta en los maniquíes de madera y también en los modelos vivos que a menudo contrataban para las clases.
En una carta, Antonio se quejaba de que la mayoría de sus compañeros de clase, a pesar de su experiencia anterior, seguían ignorando la técnica correcta a la hora de encajar los trajes recién hechos en los cuerpos de los modelos para los que se habían diseñado y cortado las prendas. Aunque los alumnos aplicaban la cinta métrica a los modelos y verificaban las medidas y analizaban cómo les quedaba la ropa cuando estaban de pie, no los hacían caminar por la habitación, sentarse en una silla o acuclillarse. «El sastre debe observar cómo se comporta el traje durante estos movimientos —le recordó Antonio a Joseph—. Entonces descubrirá que hay que hacer otros ajustes para garantizar que el traje de un hombre y su cuerpo se mueven en perfecta armonía».
Joseph solo podía admirar el exigente criterio de su primo y su falta de apocamiento. Nunca olvidaría la historia de cómo Antonio, cuando tenía once años, se había atrevido a mejorar la vestimenta del rey Víctor Manuel III. Y sin embargo, después de recibir las engreídas crónicas de Antonio desde París, a Joseph le preocupaba que su primo irritara a los demás sin darse cuenta, igual que durante sus días de sastre en Maida había provocado la irritación de su padre. De hecho, había un profesor en la École Ladaveze al que Antonio ya había ofendido, tal como admitía en sus cartas. El profesor se llamaba Loubert. Al parecer, molesto por lo que percibía como la actitud de sabelotodo de Antonio, Monsieur Loubert a menudo se refería a él en clase no por su nombre, sino como «nuestro espabilado italiano». Si los demás alumnos no daban la respuesta correcta a una pregunta, Monsieur Loubert a veces se volvía hacia el atildado Antonio, que apenas medía uno sesenta y cinco, y que se sentaba muy erguido en la primera fila, y le decía: «Veamos si nuestro espabilado italiano es capaz de contestar a esta pregunta».
Durante una de las clases dedicadas al corte y confección de la ropa de etiqueta —una sesión en la que el modelo que habían contratado no se presentó—, Monsieur Loubert anunció: «Puesto que nuestro espabilado italiano tiene poco que aprender acerca de cómo se llevan adecuadamente los trajes de noche, pues es el favorito del chef de claque, hoy le pediremos que nos sirva de modelo».
Antonio se sintió avergonzado y ofendido. Pero, como le escribió posteriormente a Joseph: «Enseguida decidí que no le proporcionaría a ese profesor la satisfacción de verme molesto, así que me puse en pie delante de toda la clase, me quité la chaqueta, la camisa y la corbata, y comencé a aceptar la levita, el chaleco blanco y la camisa blanca con volantes que me entregó. Pero mientras me estaba poniendo la camisa oí unas risitas de burla, y me fijé en que algunos alumnos, y también Monsieur Loubert, me miraban de manera curiosa. De repente comprendí que la camiseta que llevaba la había hecho mi madre, la cual, como quizá sepas, no es muy buena costurera, por lo que está mal cosida y me sienta mal. Es una prenda de lana gruesa que llevan nuestros granjeros; y tiene un pequeño botón que cierra la abertura del cuello. Me la llevé a París para tener algo de mi madre, y ahora esos cabrones de clase se burlaban de esa camiseta… y también se burlaban de mí, pues en clase yo a menudo había hablado sin pelos en la lengua de cosas que estaban mal cosidas y no tenían buena caída. Me hervía la sangre, aunque procuré no delatarlo. Creían haber encontrado algo para meterse conmigo, pero no tenían nada. Me puse el chaleco blanco sobre la camisa con volantes, y a continuación la levita, y permanecí igual de callado que los modelos durante las medidas y las discusiones. Después de clase, rápidamente me puse mi ropa y esperé a ver si el profesor y los demás decían algo de mi camiseta. Pero no se atrevieron. De hecho, Monsieur Loubert se mostró muy educado. Cuando salí del aula me llamó por mi nombre y me agradeció sinceramente que hubiera hecho de modelo».
En junio, Antonio acabó el curso de seis meses con las máximas calificaciones, y fue escogido para ser uno de los dos alumnos que representarían a la escuela en el concurso del mejor sastre joven de la ciudad, patrocinado anualmente por la Sociedad de Sastres de París, en competición con una docena de escuelas de corte y confección. Los candidatos debían reunirse un domingo por la mañana de finales de junio en el salón de baile de un gran hotel, y, después de tomarle las medidas a un modelo para un traje, preparar el patrón, cortar la tela (toda ella donada para la ocasión por las principales firmas de lana de París) e hilvanarla sobre el modelo a última hora de la tarde para la primera prueba. En ese momento los jueces del comité examinarían el hilvanado, el corte y el conocimiento del oficio en general; los ganadores del primer y segundo premio serían anunciados en un banquete que se celebraría en el hotel la noche del domingo siguiente. Antonio había oído que los ganadores recibían un magnífico trofeo, de oro para el primer puesto y de plata para el segundo. Entre las cuatrocientas personas que asistían al banquete se encontraban casi todos los miembros señeros de la industria de la moda masculina de Francia, junto con los candidatos, sus familias y los directores de las escuelas.
Antonio creía haberse desempeñado bien en el concurso, y cuando asistió al banquete una semana más tarde con su compañero de clase y Monsieur Melhomme, pasó angustiado toda la comida y los discursos esperando a que proclamaran a los ganadores de los trofeos de plata y oro. Finalmente presentaron al presidente de la sociedad para que diera el nombre de los galardonados, y para decepción de Antonio, el primer premio fue a parar a un alumno de Toulon que había asistido a otra escuela de corte. Pero cuando remitieron los aplausos, Antonio oyó que mencionaban su nombre como ganador del segundo premio, y de repente Monsieur Melhomme le estrechaba la mano y lo acompañaba hasta la tribuna. Después de que el ganador del primer premio hubiera recibido su trofeo y pronunciado un breve discurso de agradecimiento, Antonio recibió la felicitación del presidente, aunque se dio cuenta de que no le esperaba ningún trofeo: apenas recibió un diploma conmemorativo. Tras haber expresado su agradecimiento en francés, regresó a la mesa con el diploma en la mano. Posteriormente, cuando pudo hablar un momento en privado con Monsieur Melhomme, le preguntó si era cierto que en años anteriores se había entregado un trofeo de plata a los segundos clasificados, a lo que Monsieur Melhomme replicó: «Sí, pero en su caso, es una pena, la Sociedad solo entrega un trofeo a los ganadores que son ciudadanos franceses». Al expresar su insatisfacción en una carta a Joseph, Antonio concluyó: «En este país se llenan la boca con la égalité, pero en realidad eso no existe».
En aquella época Antonio vivía en el Barrio Latino. Dos meses antes se había ido del pequeño hotel de la Rue du Bouloi, que le salía bastante caro, para compartir un espacioso apartamento con un nuevo amigo de Roma que hacía zapatos a medida llamado Lauri; allí solo tendría que pagar diez francos al mes. En el mercado de las pulgas había comprado una cama y otros muebles por un total de veinticinco francos, precio que incluía el préstamo de una carreta para que él y Lauri pudieran trasegar los muebles hasta el apartamento de la Place du Panthéon. Antonio seguía recibiendo ayuda económica de su padre, y también rollos de tela con los que ampliar su guardarropa; pero ahora, con su diploma de la École Ladaveze, y los recortes de periódico donde se mencionaba el premio obtenido, confiaba en que pronto encontraría un buen trabajo y podría independizarse.
Preparó una lista de casi cuarenta sastrerías lo bastante cerca de su apartamento para poder ir a pie, y pasó casi todo el mes de julio yendo de una a otra, siempre ataviado con un traje recién planchado, un sombrero canotier y uno de los tres pares de zapatos de punta de ala y dos tonos que Lauri le había hecho. Guardaba los recortes de periódico doblados en el bolsillo interior de su chaqueta, y bajo el brazo llevaba un caro paraguas que había comprado en los almacenes Du Louvre. Desde que había comenzado a buscar trabajo, se desataban frecuentes chaparrones de verano.
Después de haber recorrido toda la lista y regresado a algunas sastrerías tres o cuatro veces a fin de entrevistarse con los propietarios, que se habían hallado ausentes hacía un rato, recibió solo dos ofertas: un trabajo a tiempo parcial en una sastrería bastante ruinosa, y un trabajo a tiempo completo en otra, con una paga inaceptable de tan exigua. Varios propietarios de sastrerías mejores le sugirieron que regresara a mediados de otoño, pues el verano de 1912 había sido una temporada muy pobre, y las cosas no mejorarían hasta que refrescara.
Había una sastrería en la lista que Antonio había evitado. A pesar de su alta opinión de sí mismo, consideraba que le faltaba experiencia, y quizá incluso confianza, para ofrecer sus servicios a una tienda elegante que contaba ya con cincuenta empleados y seis sastres que disfrutaban de la mejor reputación de todo París. Se llamaba Damien’s, y estaba situada en la Rue Royale, en la misma calle que el restaurante Maxim’s. Antonio se había acercado a menudo a la puerta de la sastrería, pero en cada ocasión se había resistido a entrar. Había acabado contemplando los escaparates, donde admiraba los diversos maniquíes de madera ataviados a la última moda eduardiana afrancesada recomendada para la ópera, para la oficina y para las casas de campo los fines de semana: capas negras forradas de seda y sombreros para la ópera, abrigos chesterfield y sombreros homburgo, capas de Inverness y bombines, gorras ecuestres y chaquetones de caza en tonos claros con forro rojo y botones dorados ornamentales; americanas de tweed con cinturón y chaleco a juego, y pantalones pitillo con raya en el medio (obligatoria desde que se habían popularizado hacía poco las prensas planchapantalones); pañuelos de seda amarillos y blancos que caían de manera informal sobre las anchas hombreras y las solapas puntiagudas de los trajes cruzados de espiguilla color gris, que sugerían una vestimenta informal en las noches más frías que se avecinaban.
Desde la acera Antonio también observaba la llegada en carruaje de muchos de los clientes de Damien’s, hombres atildados que a menudo impartían órdenes a sus cocheros en idiomas extranjeros, con frecuencia en ruso, y luego entraban en la tienda, donde en los mostradores eran recibidos con una reverencia por una hilera de empleados, a continuación por el círculo de sastres, que se reunían cerca de los probadores con espejo, y finalmente por un afable hombre de cara oronda y pelo rojizo que por lo general estaba sentado ante un escritorio antiguo en la parte de atrás del establecimiento, que vestía un chaqué de color gris y unos pantalones a rayas, y fumaba unos cigarrillos que sobresalían de una boquilla dorada. Cada vez que Antonio se asomaba por el escaparate, acababa fijándose en ese hombre, y de su aire de propietario, y de la deferencia con que lo trataban sus empleados, Antonio dedujo que se trataba del dueño y renombrado cortador, Monsieur Damien en persona, del cual los profesores de la École Ladaveze a menudo hablaban con veneración.
Un día, mientras Antonio observaba cómo Monsieur Damien se levantaba de la silla para estrechar la mano a un cliente, también se dio cuenta de algo que se le había pasado por alto hasta entonces. Monsieur Damien era muy bajito. Desde luego, no más alto que Antonio. Cuanto más lo observaba, más asequible le parecía. En ese momento, se apoderó de Antonio el impulso de entrar y pedirle trabajo.
Pero primero se encaminó en dirección opuesta, hacia la cercana iglesia de la Madeleine, al final de la Rue Royale. Contrariamente a su madre y a su abuelo Domenico, Antonio no era demasiado religioso. Las únicas veces que había entrado en esa iglesia, antes de comprarse el paraguas, había sido para evitar mojarse durante algún chaparrón. Pero en aquel momento, después de subir las empinadas escaleras de piedra y cruzar las columnas corintias, cayó de rodillas dentro del imponente y magnífico santuario en penumbra que Napoleón había dedicado a su ejército. Antonio se santiguó y le rezó a San Francisco para que le inspirara a la hora de producirle una impresión favorable a Monsieur Damien. A continuación salió a paso vivo de la iglesia hacia la Rue Royale, y no tardó en empujar la puerta principal de la sastrería y acercarse al pasillo central, haciendo caso omiso de los jóvenes petimetres que atendían y que se interponían en su camino ofreciéndole ayuda. No se detuvo hasta llegar al fondo de la tienda y plantarse delante de Monsieur Damien, que permanecía tranquilamente sentado en su escritorio, exudando una fragancia a colonia y el olor acre de su cigarrillo turco.
Monsieur Damien levantó con lentitud la cabeza, se quitó el cigarrillo de la boca, apartó a un lado los papeles que había estado leyendo y, poniéndose en pie, sonrió a ese diminuto visitante bien vestido cuya talla de traje reconoció como idéntica a la suya.
—Vengo de Italia, y procedo de una familia de sastres —comenzó a decir Antonio, con voz pausada y seguro de sí mismo—, y llegué a París para estudiar en la École Ladaveze…
—Ah, sí —le interrumpió amigablemente Monsieur Damien—, recuerdo haberle visto hace poco en el banquete en que le concedieron un premio.
—Me honra que usted se encontrara allí —dijo Antonio, intuyendo que estaba de suerte, y sin perder tiempo, añadió—: Y me honraría todavía más si me contratara como ayudante de uno de sus sastres. Quiero trabajar en Damien’s.
El propietario lo estudió durante un momento, observándolo con cierta ambivalencia.
—Pero ¿por qué desea trabajar en Damien’s? —inquirió en un tono de falsa modestia que sus empleados conocían de toda la vida.
—Damien’s es la mejor sastrería de París —replicó Antonio—. Aquí aprenderé con los mejores.
Monsieur Damien demoró la vista brevemente en la línea de las hombreras del traje de Antonio, observando con aprobación que se le ajustaba perfectamente hasta el cuello.
—Bueno —dijo, al parecer todavía un tanto ambivalente a la hora de fichar a Antonio—, si pudiéramos contratarle, ¿cuándo estaría disponible para empezar?
—Ahora mismo —dijo Antonio.
—Oh, estupendo —dijo el propietario con un leve suspiro—, le tendremos a prueba un mes, y comenzará mañana por la mañana —Antonio rebosaba entusiasmo y satisfacción. Pero Monsieur Damien añadió, en un tono rotundo que no había mostrado antes—. Como es lógico, durante este período de prueba no cobrará ningún sueldo.
Antonio no dijo nada. Se sentía profundamente decepcionado, incluso un poco insultado, y su primer impulso fue rechazar la propuesta. Creía que la entrevista había ido bien; y aunque no esperaba que le pagaran mucho, desde luego había contado con cierta compensación económica a sus esfuerzos. Pero trabajar sin cobrar prolongaría la dependencia de su padre, cuyo apoyo no podía continuar de manera indefinida. La única opción de Antonio era regresar a una de las roperías de poca monta que había visitado antes y aceptar un trabajo mal pagado a tiempo parcial o completo. Allí, naturalmente, no dispondría de la oportunidad de aprender tanto como en Damien’s. Regresar a Italia, donde su padre sin duda le recibiría con los brazos abiertos, era algo que ni se planteaba.
Antonio se daba cuenta de que Monsieur Damien estaba esperando su respuesta, y de que quizás se estaba impacientando. Un empleado acababa de acercarse al escritorio y estaba a punto de susurrarle algo al oído a Monsieur Damien. Antonio no se lo pensó más.
—Estaré aquí mañana por la mañana —declaró Antonio, forzando una sonrisa—. Y se lo agradezco mucho.
—Le esperaremos mañana por la mañana encantados —contestó cordialmente Monsieur Damien, mientras se dirigía hacia su empleado y al mismo tiempo despedía a Antonio con un gesto de la mano, dibujando una floritura de humo con su cigarrillo y su boquilla dorada.
Durante las semanas siguientes, Antonio permaneció económicamente a flote comiendo poco y de manera irregular; limitando su almuerzo, por ejemplo, a una sola taza de café con muchísimo azúcar que tomaba en la barra de un café cercano, y aceptando trabajos extra de arreglo de trajes de otra sastrería, tareas que llevaba a cabo por las noches en su apartamento y entregaba por la mañana de camino a Damien’s.
Su papel en Damien’s era de aprendiz itinerante de los diversos sastres, tanto los maestros como los subordinados, y llevaba a cabo muchas de las mismas tareas que le habían asignado en Maida: cortar ojales, hilvanar y coser costuras y planchar las vueltas de los pantalones. Pero en París trabajaba con más energía y entusiasmo, sobre todo durante el período del almuerzo, cuando a menudo se encontraba solo en el gran taller. En una carta a Joseph fechada en esa época le escribió: «Una manera infalible de impresionar a tus superiores es trabajar con denuedo cuando no están. Mientras el propietario, los sastres e incluso los aprendices independientes disfrutan de su almuerzo, yo regreso a la tienda después de mi taza de café y completo una gran cantidad de trabajo que mis superiores observan a su regreso. Ahora saben que no soy un hombre que necesita que lo supervisen ni le insistan para que trabaje. Algunos aprendices han acabado odiándome. Pero los demás sastres me respetan y dan buenos informes de mí a Monsieur Damien. El viernes pasado, que era cuando terminaba el período de prueba, se me acercó y me dijo: “La verdad es que no necesitamos otro empleado, pero voy a contratarte”».
Antonio recibía un modesto salario de setenta y cinco francos al mes. Pero en noviembre de 1912 se había convertido en sastre subalterno con un aumento de cincuenta francos, y fue escogido por Monsieur Damien para que le ayudara a cortar los patrones para la ropa de ciertos clientes importantes cuya vestimenta exigía la atención personal del propietario. Entre estos se encontraban tres ricos y engreídos príncipes rusos; un robusto banquero bávaro que insistía en que sus chaquetas no llevaran botones; un quejumbroso crítico literario y auditor del Consejo de Ministros, Léon Blum, que con el tiempo se convertiría en el primer presidente socialista de la nación; el célebre aviador francés Louis Blériot, que en 1909 había cruzado el canal de la Mancha de Calais a Dover en el tiempo récord de treinta y siete minutos; y el barón Edmond de Rothschild, cuyo peso siempre fluctuante le obligaba a llevar regularmente al sastre sus trajes nuevos para que se los arreglara. Todos los trajes del barón exhibían en la solapa la escarapela de la Legión de Honor, y cuando Antonio estaba solo en el taller a la hora de comer, a menudo se ponía una de las chaquetas del barón y se miraba orgulloso en el espejo, imaginando que acababan de concederle la Legión de Honor.
Una tarde Antonio se encontraba junto al propio barón, sujetando una bandeja de plata llena de los alfileres que Monsieur Damien utilizaba en el proceso de reducir la talla del esmoquin que llevaba el barón, cuando oyó que Rothschild se jactaba de que ahora tenía siete mil ovejas en sus tierras. Justo en ese momento llegó uno de los príncipes rusos y exclamó: «En mi propiedad poseo siete mil pastores».
El mayor desafío de Monsieur Damien a la hora de confeccionar un traje que sentara a la perfección lo presentaba el héroe de aviación de Francia, Blériot, que había sufrido diversas heridas en accidentes de vuelo y lucía una figura desproporcionada. Tenía las caderas notoriamente descentradas, y una de sus piernas era varios centímetros más corta que la otra, lo que exigía que le fabricaran un zapato con una suela con alza. Sin embargo, a la hora de vestir era muy quisquilloso; y como le gustaban mucho los trajes de raya diplomática, a menudo encargaba varios a la vez, todos los cuales Monsieur Damien diseñaba y confeccionaba con una cierta inclinación, que permitía que la tela colgara de manera compensadora y favorecedora en el cuerpo curvado del aviador y produjera una ilusión de simetría.
A veces Antonio acompañaba a Monsieur Damien en su carruaje cuando había que hacer una prueba en las residencias o apartamentos de esos importantes clientes; y una tarde, en una espléndida suite del hotel Crillon, donde estaban probando ropa a un archiduque húngaro, Antonio escuchó que alguien tocaba el piano de manera espléndida en una sala adyacente. «Casi todas las piezas eran canciones de amor del sur de Italia y las arias que hemos escuchado durante nuestra infancia —le escribió Antonio a Joseph—. La puerta estaba entreabierta, y mientras yo ayudaba a Monsieur Damien a probarle la ropa al archiduque, me sentí transportado por la tristeza y la belleza de la música. Al poco se detuvo, y una encantadora mujer de pelo rubio apareció en la puerta, ataviada con un vestido largo y un deslumbrante collar. Se disculpó ante el archiduque porque no sabía que estábamos nosotros allí. El archiduque la presentó como su mujer a Monsieur Damien, que la felicitó por su manera de tocar. Ella le dio las gracias y dijo que había estudiado en un conservatorio de Nápoles siendo una niña, y que la música italiana era la única que le despertaba un sentimiento profundo. Posteriormente, antes de que acabáramos de probarle la ropa, regresó al piano y siguió tocando, y aquella noche, cuando me marché del hotel, tenía lágrimas en los ojos. Era la primera vez desde que estaba en París que sentía un poco de añoranza».
Como durante el otoño y principios del invierno de 1912 Antonio trabajaba también de noche, no tenía tiempo para asistir a la ópera, a los conciertos y a las otras actividades culturales que le proporcionaba el chef de claque; y cuando disfrutaba de algo de tiempo libre generalmente carecía de fondos y energía para salir por la noche, y tampoco cedía a la tentación de entrar en el Folies-Bergère, aun cuando le atrajera cada vez que pasaba por delante de su relumbrante fachada. Durante las vacaciones de Navidad de 1912, sin embargo, cuando Damien’s y otras tiendas cerraron unos días, una noche acudió con su compañero de piso a un salón de baile llamado Magic City.
«Poco después de llegar y de que nos sirvieran una copa en la abarrotada barra —le escribió Antonio a Joseph—, mi amigo Lauri divisó a dos jóvenes sentadas solas a una mesa. Las dos parecían sonreírnos. Lauri se les acercó y se presentó, y a continuación me hizo señas para que me uniera a ellos. Las dos eran simpáticas y parecían ricas. Llevaban abrigos de piel y buenas joyas. Lauri y yo pensamos que era nuestro día de suerte y que habíamos topado con dos ricachonas. Pero cuando les preguntamos si querían bailar y se quitaron los guantes, vimos que tenían la piel de las manos dura y áspera. Eran chicas trabajadoras, criadas que habían tomado prestados los abrigos de pieles y las joyas de sus señoras para lucirlas en el Magic City. La verdad es que eran tan pobres como nosotros. París está lleno de farsantes».
Sin embargo, no había nada en la capital francesa que Antonio no encontrara maravilloso y estimulante, y en las cartas que siguió remitiéndole a Joseph durante 1913 le recordó constantemente que él también tenía un futuro en París, si prefería esa opción a la de América. Dentro de un año o dos, Joseph podría matricularse en la École Ladaveze, dijo Antonio, y posteriormente conseguir un trabajo en Damien’s. Últimamente Antonio había obtenido varios aumentos de sueldo y mayores responsabilidades, y ahora contaba con dinero suficiente para pagarle a Joseph el viaje a París. Pero le insistía a este en que solicitara pronto un visado para poder cruzar legalmente la frontera y evitar así tener que tratar con los contrabandistas de Nápoles. A finales de 1913, Antonio le escribió que tenía habitación reservada para Joseph en París; Lauri había decidido regresar a Roma, y Antonio viviría solo hasta la llegada de Joseph, que esperaba con impaciencia.
Poco después de las vacaciones de Navidad, en enero de 1914, Antonio recibió una breve carta de Joseph dándole las gracias, pero diciéndole que su padre por fin había regresado a Maida. En esa carta explicaba que Gaetano estaba enfermo, y no hacía referencia a cuándo podría regresar a América. A mitad del verano de 1914, las cartas de Antonio a su padre y a Joseph comenzaron a reflejar cambios en el ambiente de la ciudad, cambios que parecían ocurrir en muy poco tiempo, y Antonio confesó que empezaba a sentirse confuso y preocupado. En una carta a su padre, relató los festejos que rodearon la celebración anual del Día de la Bastilla: hubo baile toda la noche en la calle, una competición de pilotos de globo aerostático en los jardines de las Tullerías, seguidos por una carrera de palomas mensajeras en la que participaron cinco mil pájaros; pero en la siguiente carta a su padre, Antonio le contó que había oído silbatos de policía y explosiones de bombas en las calles, y manifestaciones hostiles por parte de estudiantes serbios y eslavos delante de la embajada austrohúngara de la Rue de Varenne.
Semanas antes, Antonio había leído en la prensa parisina que el heredero del trono austrohúngaro, el archiduque Francisco Fernando, acompañado de su esposa, había sido asesinado por un joven serbio radical en Sarajevo; pero Antonio había creído que ese lejano incidente, que implicaba hostilidades solo entre Austria y Serbia, no interesaría a los parisinos más que unos pocos días. Sin embargo, en julio de 1914, transcurrido ya un mes desde el asesinato, por todo París comenzaron a proliferar las manifestaciones políticas, y en la tienda de Monsieur Damien muchos de sus clientes confesaban que estaban sacando el dinero del banco para marcharse de la ciudad. El 28 de julio, después de que Serbia hubiera rechazado un ultimátum austríaco que terminaría con la existencia de Serbia como país independiente, Austria declaró la guerra. Rusia se movilizó en apoyo de Serbia; Alemania apoyó a Austria y lanzó un ultimátum no solo a Rusia, sino también a Francia, exigiendo la neutralidad francesa en caso de una guerra ruso-alemana. Al no obtener esa declaración por parte de Francia, Alemania le declaró la guerra el 3 de agosto.
«Debes regresar a Italia inmediatamente —le dijo Monsieur Damien a Antonio cuando, el día en que se declaró la guerra, este se presentó a trabajar después del almuerzo—. Mi carruaje te espera para llevarte a tu apartamento, pero has de darte prisa. Acaban de anunciar que todos los extranjeros deben marcharse del país sin demora». Abrazó a Antonio y le deslizó un sobre en el bolsillo; a continuación acompañó a su incrédulo empleado hasta el carruaje y ordenó al cochero que lo llevara a su apartamento a recoger el equipaje y posteriormente a la Gare de Lyon.
Las calles estaban abarrotadas de personas que corrían de un lado para otro, y Antonio oyó que la gente cantaba «La Marsellesa» y gritaba Vive la France! y Vive la Russie! En su apartamento, Antonio llenó una maleta y dejó todo lo demás donde estaba. Su casero, al despedirse, le prometió que le guardaría el apartamento hasta su regreso. Antonio cerró la puerta con llave y se marchó sin hacerse la cama. (Aquella cama permanecería sin hacer los cinco años siguientes).
En la Gare de Lyon, Antonio esperó durante diez horas en una larguísima cola que avanzaba lentamente, en compañía de varios cientos de personas, sin tener muy claro su destino. En la nación francesa todavía no se habían disparado balas de fusil ni de cañón, y se mantenía la esperanza de que los líderes mundiales pudieran encontrar una solución de última hora que sentara a los gobiernos beligerantes en unas conversaciones de paz.
Italia había declarado su neutralidad en el conflicto, pero casi todos los italianos a los que Antonio había oído hablar entre el gentío estaban más a favor de los franceses, británicos y rusos que de los alemanes y austríacos. Casi todos se mostraban especialmente hostiles hacia estos últimos. Austria era el enemigo hereditario de Italia. La unidad italiana se había alcanzado solo después de tres guerras con Austria, y muchos consideraban que era necesaria otra guerra con este país para completar los objetivos del Risorgimento, para arrancar de manos del odiado reino Habsburgo ciertos puertos de mar y algunas aldeas que se encontraban al norte y al este de Venecia donde se hablaba italiano. Antonio no manifestó ninguna opinión en esas discusiones, mantenidas en gran parte por ancianos nativos del norte de Italia. Simplemente escuchaba y avanzaba con lentitud en la cola. Cuando finalmente llegó a la ventanilla, impulsivamente compró un billete para Turín. De todas las grandes ciudades del norte de Italia, era la que estaba más cerca de la nación francesa, que abandonaba tan a regañadientes.
Viajó toda la noche en un tren abarrotado y ruidoso, y se pasó casi todo el camino de pie. A media mañana había llegado a Turín. Después de registrarse en un pequeño hotel cerca de la estación, mandó un telegrama a su familia para informarles de que había dejado París sano y salvo. A continuación salió a una plaza y se quedó entre la muchedumbre de transeúntes que esperaban a que colgaran las últimas noticias en las vallas publicitarias, y las ediciones de los periódicos recién salidos de la imprenta, que unos ciclistas entregaban en los quioscos que había delante de la estación. Se pronunciaban muchos discursos, tanto por parte de los antimilitaristas como de los intervencionistas, y cuando la gente comenzaba a cantar «La Internacional» se oían sonoros vítores y abucheos. Policías armados con fusiles y porras separaban a los manifestantes, que gritaban y se insultaban entre ellos. Cuando los manifestantes empezaron a lanzar frutas e incluso botellas a los oradores, la policía disparó al aire y restauró el orden. Antonio se quedó entre la multitud observando en silencio desde la barra de un café al aire libre, y se mantuvo lo más lejos posible de los que pronunciaban discursos y lanzaban objetos.
Pasó el mes de agosto en Turín, creyendo que todavía existía alguna oportunidad de que las naciones movilizadas fueran de farol y decidieran no sumir a Europa en un gran baño de sangre. Pero día tras día los titulares informaban de la escalada de amenazas y declaraciones hostiles entre un número cada vez mayor de países. Cuando el ejército alemán entró en Bélgica, supuestamente de camino a París, los británicos se aliaron con los franceses en la guerra contra Alemania. Montenegro y Serbia le declararon la guerra a Alemania. Días más tarde, cuando las tropas británicas cruzaron el canal de la Mancha para unirse con las francesas, las dos naciones declararon la guerra a Austria. Al final de agosto, Japón declaró la guerra a Alemania y Austria, y Austria declaró la guerra a Bélgica. Por entonces los alemanes ya habían entrado en Bruselas. Los amistosos turcos permitieron el paso de dos navíos de guerra alemanes, el Breslau y el Goeben, por el estrecho de los Dardanelos, y pronto estarían en disposición de bombardear algunas ciudades costeras rusas. Posteriormente Rusia declaró la guerra a Turquía, al igual que Francia y Gran Bretaña. En las primeras semanas de septiembre, el ejército alemán, después de haber cruzado Bélgica, se enfrentó al ejército francés en lo que se conocería como la primera batalla del Marne. Antonio admitió que no tenía más remedio que regresar a Maida.
Con los periódicos doblados bajo el brazo, se dirigió al hotel a pagar la cuenta y recoger sus pertenencias. Allí el conserje le entregó un telegrama. Era de su padre.
«Vuelve a casa enseguida. El tío Gaetano ha muerto».