Antonio había decidido abandonar Maida durante las vacaciones de Navidad, cuando los trenes estaban abarrotados de viajeros, porque creía que tenía más posibilidades de pasar inadvertido en su huida. Llevaba dos maletones repletos de ropa que él había diseñado con la intención de venderla por el camino, para complementar los ahorros que se había cosido al forro de la chaqueta y embutido en la faltriquera, que llevaba atada en torno a la cintura por dentro de los pantalones. Antonio se sentía gordo, pero rico.
Su entrada en Francia se cumplió sin desviarse del plan que había trazado con gran antelación, y que tan solo le había confiado a Joseph. Había ido directamente de la estación de tren de Nápoles a uno de los bistrós del muelle, donde, le habían dicho, se podía conseguir que te llevaran en un barco a cualquier parte del mundo de manera clandestina. Antonio llegó al bistró a mediodía, cuando no había clientes en las mesas y el camarero estaba desplomado en un taburete con la cabeza apoyada contra la pared. Se dirigió directamente a la cajera y le dijo: «Quiero ir a Marsella, pero no tengo papeles».
Tal como Antonio relató luego en una de sus muchas cartas enormemente descriptivas dirigidas a su primo, que en el joven Joseph mantuvieron vivo un espíritu de aventura y la impaciencia por abandonar su casa, la cajera era una joven mulata con un pañuelo rojo anudado en torno a la cabeza y una capa de capitán de barco sobre los hombros que —y eso era lo más asombroso— estaba fumando un cigarrillo. Antonio nunca había visto fumar a una mujer. Costumbres tan atrevidas en las mujeres resultaban inconcebibles para Joseph. La joven echó el humo en dirección a Antonio, lo estudió un momento y a continuación chilló hacia la otra punta de la sala, donde estaba el camarero, un tipo grandote, de barba enmarañada y que roncaba: «Bruno, este hombre quiere ir a Marsella, pero no tiene papeles». El camarero levantó lentamente la cabeza, abrió un ojo y bostezó. «¿Tienes cincuenta francos?», preguntó por fin. Cuando Antonio contestó que sí, el camarero dijo: «Vuelve a las diez de la noche, y consigue queso y salami para un viaje de dos días». A continuación, el camarero volvió a apoyar la cabeza contra la pared y pareció dormirse de inmediato.
Aquella noche, después de que Antonio hubiera pagado los cincuenta francos a la cajera, esta le presentó a un marinero que lo esperaba para acompañarlo a pie al muelle, y luego en carreta a uno de los almacenes de la dársena. Allí Antonio vio a una docena de hombres mal vestidos que llevaban bolsas de saco y pequeñas maletas. Cerca de la puerta del almacén había dos marineros que la abrían y cerraban cada vez que llegaba alguien. Los que esperaban no parecían conocerse entre ellos, y la conversación era escasa. Poco después de las once llegó Bruno, que llevaba la misma capa que le había visto antes a la cajera en el bistró. Bruno hizo un gesto con la mano para indicar que todos le siguieran.
Después de cruzar una pequeña puerta que había en la parte de atrás del almacén y salir a un embarcadero, Antonio pudo ver la silueta de un gran vapor a la luz de la luna. Al acercarse a la embarcación, leyó las letras que lo identificaban como austríaco. Oyó música de baile procedente de la cubierta de arriba, y sonidos de risas y tintineo de vasos. Pero si había imaginado que se embarcaba en un agradable crucero, su fantasía comenzó a desvanecerse cuando Antonio y los demás siguieron a Bruno a la popa, donde de la cubierta colgaba una escalera de cuerda. Bruno les dijo adiós. Un marinero ayudó a Antonio a subir el equipaje a cubierta, y a continuación condujo a los viajeros por una estrecha escalera interior y por varias escotillas hasta que llegaron a un dormitorio mal iluminado de unos doce metros por doce, en las entrañas del barco. Atornillados al suelo, a lo largo de las paredes, había unos catres de acero, y sobre ellos, como descubriría pronto Antonio, colchones rellenos de paja.
Durante toda aquella noche, el día siguiente y la noche después, Antonio y los demás pasajeros quedaron confinados allí. Tenían acceso a baldes de agua que los marineros les habían proporcionado, y a toda la comida que habían traído con ellos. Todos dormían completamente vestidos. Antonio no pegó ojo en toda la primera noche por culpa de los ronquidos que le rodeaban y por la incomodidad de la faltriquera hinchada de monedas. A primera hora de la mañana una tormenta inclinó el barco y provocó un bandazo tan potente que algunos cayeron al suelo. Antonio volvió a subirse a su catre, se agarró a la pata metálica que parecía mejor atornillada, y rezó por que pudiera llegar a París.
Aunque cortés con los demás pasajeros, Antonio se comunicaba con ellos lo menos posible. Le avergonzaba ir tan bien vestido entre aquellos compañeros de viaje tan desaseados, y los miraba a todos con recelo. Tenía la impresión de que muchos eran vagabundos, desertores del ejército, ladrones o algo peor. Vio que algunos llevaban cuchillos envainados en el cinturón, debajo de la chaqueta o la capa. Un hombre portaba una pistolera con el arma sujeta con correas a un lado del pecho. Tenía una mirada feroz y la nariz ganchuda, la mandíbula cuadrada con una barba a lo Van Dyck, y unos ojos muy finos bajo unas cejas pobladas, y se cubría el pelo aceitoso con un chacó al que había arrancado las insignias militares y las plumas. Unas horas después de la tormenta, se acercó sigilosamente al catre de Antonio, y con un extraño acento, casi acusador, le preguntó: «¿Qué es lo que hiciste?». La suposición del hombre de que Antonio había cometido un crimen del que ahora estaba huyendo le preocupó mucho menos que la posibilidad de que, si negaba ser un delincuente, pudiera ofender a su visitante pareciéndole moralmente superior. Sin saber qué contestar, Antonio se puso una mano sobre la barriga y bajó la cabeza hasta colocarla entre las piernas, como si de repente le hubiera entrado mareo y estuviera a punto de vomitar, hasta que por fin el hombre se levantó y se alejó.
El único individuo con el que Antonio se sentía cómodo era un joven tímido, lleno de granos y pelirrojo, un año o dos menor que él, que vestía una descolorida chaqueta azul sobre cuyo bolsillo de la pechera estaba bordado el nombre del hotel Hermanos Orti. El joven era portero de noche en el hotel, cerca de los muelles de Marsella, y había ido a Nápoles a visitar a su madre enferma. Se había marchado años antes huyendo de su padre, francés y alcohólico violento. El joven portero le dijo a Antonio que si deseaba ahorrarse dinero, podía quedarse en el hotel gratis. Él tenía una habitación que no utilizaba por las noches, pues tenía que trabajar en el vestíbulo hasta las seis y media mientras el conserje dormía. Antonio le dio las gracias e inmediatamente aceptó la oferta. No había pensado quedarse en Marsella, pero ahora se le presentaba la oportunidad de conseguir que le plancharan la ropa y dormir un poco antes de dirigirse a la estación de tren y comprobar los horarios de los ferrocarriles que iban a París y el precio del billete.
Aunque iba cargado de dinero, tampoco conocía exactamente su situación financiera. Antes de salir de Maida, había calculado que sus ahorros ascendían a unas cuatrocientas liras; también llevaba mucha moneda extranjera y algo de dinero italiano antiguo —monedas de plata y oro, y billetes de banco— que se remontaba a la época de los ahora ya difuntos conquistadores del sur de Italia. Antonio había sacado ese dinero antiguo y extranjero, junto con la moneda italiana actual, de los bolsillos de la ropa de los difuntos que las viudas y los parientes llevaban a la sastrería de su padre para que la vendieran o la regalaran a viajeros desconocidos.
Los familiares de los difuntos generalmente entregaban las ropas en el mostrador de Francesco Cristiani envueltas en mantas, pues no querían tocar ni volver a ver la triste y familiar imagen de las prendas del fallecido; y se trataba de personas en general demasiado afectadas o supersticiosas por la muerte como para meter la mano en los bolsillos de la vestimenta dejada por el finado…, cosa que no le pasaba a Antonio. Siempre alerta a la llegada de personas de aspecto compungido con mantas bajo el brazo, enseguida los recibía, y, si traían ropa para el armario de las viudas que tenían en la trastienda, les aseguraba que aquellas prendas serían tratadas con el máximo respeto y entregadas a un digno portador. Y luego, mientras las colgaba en el armario de las viudas, sin que su padre o los demás sastres lo vieran (aunque Joseph estaba al corriente), rebuscaba en los bolsillos y descubría no solo liras y francos nuevos y viejos, sino también —generalmente en los bolsillos de emigrantes o de acaudalados viajeros— monedas y billetes de las Américas y diversas partes de Europa oriental y occidental, sin excluir los Estados Pontificios, el Ducado de Lucca, la República de San Marino, Mónaco, Rumanía y Serbia.
Pero aunque todo eso quizá habría convertido a Antonio en la envidia de los numismáticos, no representaba a la fuerza una moneda canjeable en diciembre de 1911, cuando inició su viaje hacia París. Por eso agradeció especialmente la idea de ser huésped invitado en el hotel Hermanos Orti, al que él y su amigo el portero se dirigieron directamente tras alquilar un carruaje nada más desembarcar en Marsella. Fiel a su palabra, su nuevo amigo le proporcionó alojamiento gratis en el hotel, pero, para la inmediata decepción de Antonio, el hospedaje no era muy superior al del barco. Sin más muebles que un catre y una mesita, la habitación estaba ubicada delante de la entrada de servicio, en la parte de atrás de la planta baja, junto a un gran establo para los caballos y los carruajes de los huéspedes. Sin embargo, a pesar del olor y de los relinchos de los caballos, Antonio durmió profundamente por primera vez en varios días, hasta levantarse de mala gana a las seis y media cuando su amigo se presentó para tomar posesión de la cama.
Durante la mañana y la tarde, tras un agradable primer contacto con el café y la pâtisserie franceses en un bar cercano a la estación —en la que había entrado no solo para reservar un billete, sino también para intentar vender uno de los tres trajes que llevaba bajo el brazo—, vendió dos trajes a un hombre de negocios italiano que estaba de paso, por un total de cuarenta francos. Eso era más que suficiente para comprar un billete en el tren nocturno que salía a París la noche siguiente.
Antonio pasó casi todo el día siguiente deambulando por Marsella y observando cómo iban vestidos los peatones, examinando la mercancía de los escaparates e intentando comprender las palabras francesas que veía en los carteles de las calles y los titulares de los periódicos que la gente de los cafés tenía delante de la cara. Por la tarde regresó al hotel para despedirse de su amigo, pero el conserje le dijo que el portero se había tomado la noche libre y había ido a visitar a su padre en el campo. Después de que el conserje le hubiera abierto la puerta de la habitación del portero, Antonio le dejó una nota de agradecimiento sobre la mesita y cogió sus maletas, que ya tenía hechas de antes. No se fijó en que las maletas eran inusualmente ligeras, y no las abrió hasta que estuvo en el tren. Fue entonces cuando descubrió que le faltaban sus dos pares de zapatos de repuesto, junto con uno de sus trajes. Lamentó más la pérdida de los zapatos que la del traje, que él había remodelado, pero que había confeccionado su padre. Mientras el tren traqueteaba a través de la noche, le pareció increíble que el portero le hubiera robado.
A las nueve de la mañana el tren disminuyó la velocidad al pasar por la orilla derecha del Sena y entró en la Gare de Lyon de París, con su arcada de cristal y su torre en el techo, en cuyo interior se alojaba un gran reloj cuya hora era visible desde los cuatro puntos cardinales. Antonio se apeó a toda prisa del tren con sus maletas, rechazando la ayuda de un mozo, y siguió a la multitud por el andén, con la que cruzó un gran vestíbulo antes de salir por la puerta principal. Allí se detuvo, inspiró profundamente y llenó los pulmones con el aire de París.
Colina abajo, a lo lejos, pudo ver extendiéndose ante él, bajo el sol apagado de principios del invierno y tras la niebla matinal, innumerables hileras de unos árboles verde marronáceos y unos toldos de alegres colores que seguían un bulevar blanco y ancho; y también había hileras de edificios recargados, más altos de lo que nunca había visto, coronados por tejados curvos rematados por una superficie plana que, averiguó posteriormente, eran la especialidad arquitectónica de un hombre llamado Mansart. Lo que vio parecía la espléndida pintura de un museo; y cuando un jovial conductor de carruaje que llevaba un sombrero de copa y una levita azul pálido apareció ante él y le propuso llevarle en su carruaje abierto, se completó la más duradera impresión que Antonio tuvo de París.
Antonio extrajo del bolsillo del abrigo la carta de aceptación de la escuela de patronaje de París, la École Ladaveze, que había recibido dos semanas antes en la oficina de correos de Maida. Se la enseñó el cochero y señaló la dirección que encabezaba la misiva. Al observar que la carta había sido enviada a Italia, el cochero se puso a hablar en un italiano bastante fluido; dijo que había oído por primera vez ese idioma años antes, cuando servía con los mercenarios italianos de la Legión Extranjera francesa en el norte de África. Cuando Antonio le explicó que había decidido vivir en París, el cochero se mostró todavía más amistoso; y mientras el carruaje descendía por la Rue de Lyon, y a continuación doblaba a la izquierda en la Rue Saint-Antoine en dirección a la Rue de Rivoli, el cochero señaló algunos edificios y lugares famosos: la Columna de Julio de la Place de la Bastille, el Hôtel de Ville, el museo del Louvre. Cuando el carruaje dobló a la derecha y se encaminó hacia la Place des Victoires, donde se ubicaba la escuela de patronaje, el cochero señaló con su fusta la estatua ecuestre de Luis XIV, mientras explicaba que esa estatua había sustituido una anterior del mismo rey que había sido destruida por la turba durante la Revolución. El despreocupado encogimiento de hombros del cochero que acompañó a ese comentario dejó poca duda de que sus simpatías estaban con la turba.
Antonio iba sentado en el segundo banco, sin decir nada y escuchando atentamente, inclinado hasta quedar a pocos centímetros del cuello del cochero. Mientras los caballos trotaban a paso regular por el bulevar, el feliz sastre de Maida comprobó que tenía que recordarse una y otra vez que no estaba soñando. Realmente se encontraba en París.
El cochero se detuvo delante del número seis de la Place des Victoires, un imponente edificio que Antonio consideró digno de una embajada. El cochero introdujo las maletas de Antonio en el vestíbulo, y a continuación anunció en francés al recepcionista de la École Ladaveze que estaba en lo alto de la escalera que un nuevo alumno acababa de llegar de Italia. Antonio esperaba que el cochero le cobrara más de los dos francos que le había pedido por el trayecto, pero eso fue todo lo que aceptó; y acto seguido, después de descubrirse, el cochero desapareció. Momentos más tarde Antonio vio a un hombre flaco, medio calvo, vestido con un frac, que bajaba las escaleras en dirección a él con la agilidad de un bailarín.
—Bienvenido a París —dijo el hombre en italiano, presentándose como Monsieur Melhomme, uno de los directores.
Con más fluidez que el cochero, Monsieur Melhomme explicó que había aprendido el idioma de niño en Túnez, pues su madre era italiana. Cogió una de las maletas de Antonio y le acompañó hasta un pequeño hotel del barrio, donde Antonio se registró, y a continuación a un café cercano para almorzar. El camarero colocó automáticamente un cesto con pan sobre la mesa, cosa que sorprendió a Antonio; en los restaurantes en los que había estado en Italia, había que pedir el pan, y te lo sumaban a la cuenta. Antonio también quedó impresionado por el hecho de que Monsieur Melhomme ordenara una comida de tres platos a precio fijo que incluía postre y café, y que fuera la mitad de cara de lo que cada uno de esos platos habría costado en Nápoles. Después de consumir una ración entera de sardinas en aceite, croquetas de ternera, patatas fritas y tomates al vapor, seguidos de fruta y un café con unas gotas de licor, Antonio concluyó que la vida en París era más barata que en Italia. Una impresión que solo le duró hasta el final del almuerzo.
Cuando regresó al hotel encontró debajo de la puerta de su pequeña habitación la factura semanal, que tenía que pagar por adelantado. Fue inmediatamente a la escuela para depositar el importe de la matrícula, que eran cien francos, y para enseñarle el dinero que le quedaba a Monsieur Melhomme. El director le confirmó que pronto sus fondos netos serían cero. Casi todo el efectivo que le restaba era de dudoso valor, demasiado antiguo para poder utilizarlo, pero no lo bastante como para que resultara atractivo para los coleccionistas de monedas raras y antiguas. De manera que Antonio, a regañadientes, le mandó un telegrama a su padre pidiéndole perdón y solicitándole un préstamo.