La primera visita de Gaetano Talese a Italia en más de seis años se convirtió en memorable una semana después de su llegada, cuando, mientras una tarde se encontraba debajo del balcón de una joven con la que mantenía una conversación prolongada y un tanto galante, un tipo le agarró por detrás del cuello y, antes de apuñalarlo con un cuchillo, susurró: «No tienes derecho a hablar con esta mujer».
Gaetano forcejeó con ese hombre y sintió que le salía sangre de la sien derecha; al poco el asaltante desapareció entre las sombras entre dos edificios y nunca lo detuvieron. Posteriormente la mujer juró ante la policía que no había podido identificar al atacante; y tampoco pudo sugerir la identidad de ningún hombre al que pudiera haber animado a mostrarse tan apasionadamente posesivo. Pero en aquella época no era insólito que una mujer de Maida ignorara que algún hombre la consideraba suya, pues ese hombre solo se sentía obligado a informar a sus amigos masculinos más íntimos, cuya no interferencia buscaba y exigía mientras él contemplaba por la noche la ventana de esa fémina, y a menudo la seguía durante el día, averiguando todo lo que podía de ella hasta que se sentía preparado para revelar su ardor y sus intenciones maritales a la familia de la muchacha.
Ese antiguo rito del cortejo a distancia, que todavía existía a principios de siglo en el sur de Italia, se consideraba algo natural y correcto: la mujer era deseada y perseguida en secreto; después su familia era informada y consultada; y finalmente las condiciones de la boda eran acordadas por representantes maduros de ambas partes: no había manifestaciones ambiguas, aventuras furtivas, ni los peligrosos escarceos de una joven pareja enamorada. Una sociedad estable se fundaba en el emparejamiento pragmático.
Pero, últimamente, la llegada de muchos nativos que venían del Nuevo Mundo de visita y se arrogaban el derecho de hablar con cualquier mujer que se les antojaba estaba causando agitación entre los habitantes. Mientras que casi todo el mundo expresaba en público su pesar ante lo que le había ocurrido a Gaetano, en privado muchos creían que se lo tenía merecido.
Otras ofensas cometidas por recién llegados de América habían pasado inadvertidas. Varias inocentes doncellas, influidas por las historias de hombres que exageraban su riqueza y logros allende los mares, y creyendo que sus promesas las liberarían de la pobreza y estancamiento del pueblo, acabarían embarazadas y abandonadas por sus convincentes enamorados, que regresaban solos al nuevo continente. Incluso cuando un joven era honorable, y deseaba casarse con su innamorata en Italia, a veces se veía rechazado por los padres de ella, que temían que si se iba a vivir con él al otro lado del océano, nunca volverían a verla. Por primera vez en la historia local parecía que la unión de la gran familia italiana podía verse debilitada y fracturada por su extensión transoceánica.
Así pues, aquellas visitas de los que trabajaban en el extranjero las veían con aprensión muchos ancianos, que consideraban que los emigrantes no eran hijos que regresaban, sino jóvenes al acecho, soldados de la economía que hoy estaban aquí y que luego se irían para siempre y no tendrían ningún papel en el futuro del pueblo. La experiencia americana había vuelto a sus jóvenes insensibles a las costumbres locales, y los había convertido en otros invasores que añadir a la larga lista. Y durante la passeggiata llamaban la atención con sus ropas confeccionadas en el extranjero, caminando orgullosos del brazo con sus parientes más modestos, y a menudo ni siquiera saludaban con el sombrero cuando pasaba un sacerdote o algún miembro de la aristocracia, como si fueran ellos los nuevos aristócratas.
Sin duda, muchos se mostraban generosos con sus parientes de Maida, y eran de gran ayuda para la economía local, pero su propia existencia suscitaba preguntas acerca de la valía y el coraje de esos solteros del pueblo que habían evitado la oportunidad de enriquecerse al otro lado del océano. La distinción entre quienes se habían quedado y quienes se habían marchado no habría constituido ningún tema de discusión de no haber sido tantas las mujeres que se sentían atraídas por los viajeros, y que pensaban que su vida podría mejorar si se arriesgaban y se desviaban del sendero escogido por sus mayores. Aun cuando no salieran del pueblo, las jóvenes ya no se contentaban con lo que tenían: se habían ensanchado sus horizontes, había nuevas perspectivas; los hombres que se habían quedado en el pueblo, mientras paseaban en círculo, carecían del misterio de los hombres que venían del extranjero.
Durante sus primeros días en el pueblo, antes del apuñalamiento, Gaetano ignoraba la tensión existente entre las muchachas y los muchachos de la localidad. De hecho, se había mostrado muy satisfecho por el cordial recibimiento de todos los que se encontraba, y sobre todo por la cariñosa recepción de su familia en la estación de tren de Maida, un grupo en el que estaban su madre; su hermana casada, Maria, y su marido, Francesco Cristiani (que llevaba en brazos a su bebé, Antonio); e incluso su padre, que rondaba ya los cincuenta y cinco, y cuyo pelo rojizo se había vuelto blanco. Domenico lo abrazó con fuerza dentro de su capa, con los ojos húmedos y extrañamente sentimental; y luego, en un momento en que estuvieron a solas, su padre admitió que había rezado por el salvo regreso de Gaetano durante todos y cada uno de los días de su ausencia. Y aunque Gaetano se conmovió al oír esas palabras, también se dijo que ojalá su padre no contara con que volviera a instalarse en el pueblo para trabajar en las empresas de la familia. La intención de Gaetano era regresar a los Estados Unidos al cabo de pocos meses, cuando el clima más suave de la primavera derritiera el mortero congelado y permitiera reanudar los trabajos de cantería en el exterior a tiempo completo. Le gustaba su trabajo, y también el descanso de tres meses que cada invierno le había permitido subirse al tren en Filadelfia y deambular por el país.
Durante el invierno anterior, el de 1893-1894, había pasado seis semanas en Nueva Orleans. El invierno precedente había ido en tren a California, y luego había viajado en diligencia de Santa Ana a la frontera mexicana. Ahora que había aprendido a hablar y leer inglés, Gaetano era un viajero perceptivo y comunicativo; y a pesar del dispendio de tales viajes (y de que había tenido que pagarle casi trescientos dólares de deudas de juego a Bosio), todavía contaba con algunos cientos de dólares en una caja de seguridad de Filadelfia tras haber adelantado el pago del pasaje de vuelta a Italia. De haberse mostrado más frugal, podría haber ahorrado hasta cinco veces esa cantidad. Pero Gaetano gastaba el dinero casi tan rápido como lo ganaba, vivía al día y no le importaba el mañana. Durante su cuarto año en América, antes de cumplir los veintiuno, abandonó la pensión de Lobianco y se instaló en un pequeño y caro apartamento en Filadelfia, que compartía con un compañero de trabajo de su misma edad, Carlo Donato, que cada día cogía el tren con él para ir a trabajar a Ambler. Donato procedía de un pueblo que quedaba justo al sur de Maida llamado Jacurso. Cada tarde, después de regresar a Filadelfia, y durante todos los domingos, Donato ganaba dinero extra trabajando como camarero en un restaurante italiano donde Gaetano iba a comer.
Gaetano no tenía ni idea de qué haría cuando se terminara la comunidad gótica del doctor Mattison. Su mentor, el señor Maniscalco, que era tan poco aficionado a hacer planes como Gaetano, le había dicho que siempre habría trabajo para los artesanos de la piedra en la zona este de los Estados Unidos. Maniscalco había predicho que el actual auge de la construcción en la zona duraría décadas, y Gaetano enseguida había estado de acuerdo. Durante sus excursiones, había observado desde la ventanilla del tren que había diversas obras en construcción, señales de una economía próspera en un país en crecimiento cuya nacionalidad pronto solicitaría: un país joven que difería enormemente de lo que vio en Italia a su regreso, a finales de 1894.
Al desembarcar del vapor en Nápoles para pasar allí tres días antes de subirse al tren hacia Maida, Gaetano observó lo poco que había cambiado la ciudad desde que había estado allí en 1888. Le resultó tan bulliciosa, sucia y abarrotada como siempre. No se construía nada nuevo; no se renovaba nada viejo. Había mendigos por todas partes. Rebaños de cabras recorrían sus calles populosas entre conductores de carruajes y peatones, y entre apretadas hileras de casas de piedra beige que se abrían en abanico desde el puerto hacia el monte Vesubio. Los pastores a veces hacían entrar a las cabras dentro de la planta baja de las casas de los clientes que querían leche, e incluso subían los peldaños hasta las de arriba, dejando un rastro de heces animales que no parecía importar a nadie.
En la Piazza del Plebiscito se encontraba el palacio real, cuyo trono llevaba ya mucho tiempo vacante; y detrás de las estatuas ecuestres de los dos reyes Borbones se alzaba la iglesia de San Francisco de Paula, con su cúpula cada vez más erosionada y sus columnas agrietadas y desportilladas. En el interior de la arcada de la iglesia, y dentro de otros espacios cubiertos de toda la ciudad, había cocineros ambulantes cuyas ollas humeaban, llenas de macarrones, pescado y salchichas; y mezclándose con ellos había vendedores ambulantes que pregonaban una gran variedad de productos: guantes, sombreros, cuentas de rosario, bandejas con colillas de puro (recogidas de las alcantarillas), joyas robadas y adornos hechos de lava. Como siempre, los ciudadanos se fijaban en el volcán como guía para predecir el tiempo. El día de la llegada de Gaetano, el cráter estaba oculto detrás de una gruesa capa de nubes, y el viento soplaba del sur, lo que indicaba que se aproximaba lluvia. A mediodía, el agua empapaba la ciudad.
Los titulares de los periódicos no eran menos deprimentes que seis años antes. Italia seguía embarcada en las guerras coloniales de África Oriental. Gaetano había visto a diversos soldados italianos en las calles de Nápoles; algunos iban vendados y caminaban con ayuda de un bastón. El Gobierno de Roma proseguía su campaña contra los anarquistas y los socialistas radicales. Casi todos los radicales que Gaetano había conocido en Nápoles se encontraban ahora en los Estados Unidos, lamentando de lejos la decisión de Italia de disolver el Partido Socialista y promulgar leyes severas contra los anarquistas. Pero ni siquiera los legisladores más fervorosamente antianarquistas de Roma creían que la vida del rey Umberto I, hijo del rey del Risorgimento, Víctor Manuel II, pudiera estar en peligro a causa de algún asesino anarquista.
Después de tres días en Nápoles, Gaetano pagó la cuenta del hotel, tomó un carruaje hasta el extremo oriental de la ciudad y se subió a un tren con destino al sur hasta Maida. La noche anterior había enviado un telegrama a sus padres anunciando su presencia en Italia y la hora prevista de su llegada al pueblo. Fue un viaje tedioso: el tren hizo parada en casi todos los pueblos del camino, permitiendo que los pasajeros utilizaran los retretes de las estaciones (en el tren no había ninguno) y que algunos viajeros de segunda clase del coche de cola pasearan las crías de cabra y cordero que llevaban a bordo. Gaetano se sentó solo en uno de los compartimentos de fumadores de primera clase, que estaban en la parte delantera del tren, tras los compartimentos reservados a las mujeres.
Aquel día el tren había salido de Nápoles sin mujeres a bordo, y en la parte delantera solo había cinco hombres, además de Gaetano. Contrariamente a los sociables y jóvenes viajeros con los que había bebido vino y cantado mientras cruzaba el océano, sus compañeros de ferrocarril eran figuras señoriales de mediana edad, ataviados con traje y sombrero oscuros, que intercambiaban pocas palabras incluso cuando estaban de pie en el pasillo. Todos se sentaban solos dentro de una cabina acristalada, rodeados de asientos vacíos, mientras leían un periódico o un libro, fumaban un cigarrillo o un purito, y de vez en cuando echaban una mirada al paisaje con una expresión facial que era pensativa, por no decir triste. Gaetano se decía que probablemente eran terratenientes napolitanos que se dirigían a inspeccionar los campos en barbecho de sus plantaciones, previendo los lúgubres informes económicos que pronto recibirían de sus capataces en el sur profundo.
La tierra parecía realmente estéril, daba igual dónde se asomara Gaetano mientras el tren avanzaba con lentitud y asfixiaba su camino a través del humo negro de su locomotora, siguiendo las vías que a veces rozaban el borde del mar Tirreno, a continuación se desviaban tierra adentro y trepaban por viaductos para adentrarse en túneles que remataban un promontorio, rugiendo y bamboleándose en la oscuridad durante varios segundos antes de volver a salir a la luz del día y descender de nuevo hacia la inhóspita costa. Muy rara vez veía Gaetano un barco de pesca en el mar. Incluso las antaño ubicuas aves carroñeras parecían haber desaparecido. Pero las montañas del interior, a la izquierda de Gaetano, nunca desaparecían: permanecían enmarcadas dentro de las hileras de ventanas durante todo el viaje, dominando la línea del horizonte con sus cumbres encapuchadas de nieve, sus colinas pobladas de abetos, los restos de castillos en ruinas y antiguas torres de vigilancia, y pueblos en las laderas de los acantilados, invariablemente inclinados. Gaetano sabía que muchos de esos pueblos habían sufrido terremotos décadas antes, siglos antes; pero solo ahora, con la perspectiva que una larga ausencia puede proporcionar a alguien que vuelve a casa, contemplaba con una nueva claridad esa tierra mutilada y escarpada, y reconocía que aquellos que decidían permanecer allí tenían que ser muy adaptables.
A medida que el tren frenaba y aceleraba para entrar y salir de las estaciones y lo iba acercando a Maida, Gaetano observaba reunida en los andenes a mucha gente que creía haber visto antes; pero no reconocía a nadie. Entre esas gentes que esperaban, casi todos eran jóvenes de su edad, a menudo acompañados por hombres y mujeres mayores que permanecían junto al equipaje y a veces se secaban los ojos con un pañuelo. Los jóvenes no se subían al tren de Gaetano. Esperaban el tren que iba en dirección contraria, en el andén rumbo al norte, a Nápoles. De la cantidad y tamaño de su equipaje Gaetano deducía que los jóvenes se marchaban por mucho tiempo, quizá a América con un vapor, y que las personas mayores eran amigos y parientes que habían ido a despedirlos.
En la estación de Amantea, más o menos a una hora de Maida siguiendo la costa, Gaetano vio a una joven pareja que le dio la impresión de ser recién casados. La mujer era guapa y parecía tener apenas veinte años; llevaba un ramo de flores atado con una larga cinta blanca que colgaba por delante de su falda marrón y su chal pardo con flecos. Se encontraba en el centro del andén, delante de la ventanilla de Gaetano, y cuando él se inclinó hacia delante y la estudió a la luz de la farola, la vio animada por la alegría y la esperanza. Tenía las mejillas sonrosadas, una luz en los ojos; y aunque parecía atenta a lo que hablaba su joven compañero, que lucía una flor en el ojal, y los ancianos que estaban junto a él, también lanzaba constantes miradas hacia las vías en la dirección de la que vendría el tren.
A Gaetano le impresionó el estado de ánimo de la muchacha, y se imaginó un día casándose con una mujer así y embarcándose en una nueva aventura. Durante sus años anteriores en Maida, y desde que había salido de allí, no había mantenido ninguna relación estrecha con una mujer de su edad. A pesar de sus viajes a América, y de la ampliación del círculo de sus amistades desde que ocupó el apartamento de Filadelfia, había conocido a pocas mujeres casaderas. América le abría los brazos, pero sus hijas eran invariablemente terreno vedado. Existía una barrera social que separaba a las mujeres no italianas de los trabajadores como él, y también ocurría que casi todas las mujeres italianas jóvenes que conocía en los Estados Unidos estaban casadas o prometidas. Por ese motivo se había mostrado muy complacido y receptivo cuando su compañero de cuarto, Carlo Donato, le había sugerido que visitara a una prima suya que vivía con su familia en el valle de Maida. Donato le había dicho que era muy atractiva, pero un poco terca, y que su nombre era Marian Rocchino. Donato también escribió una carta de presentación y se la entregó a Gaetano para que la mostrara en la casa de la chica, cosa que Gaetano hizo cinco días después de haber llegado a Maida.
Tras haber pedido prestado uno de los caballos de su padre, pero sin informarle de su propósito, Gaetano siguió las indicaciones de Carlo Donato para llegar a la granja de los Rocchino, que se encontraba a cinco kilómetros colina abajo. Sin embargo, al poco de llamar descubrió que no había nadie en casa, y un vecino le dijo que los padres de Marian estaban pasando unos días en Catanzaro, la capital de la provincia, pero que ella y su hermano pequeño se alojaban con unos amigos de la familia en el pueblo, no muy lejos de las viviendas de la familia Talese.
Era la hora de la siesta cuando Gaetano localizó la casa, por lo que, sin llamar, dejó la carta de presentación de Carlo con una nota de su propia mano, afirmando que si Marian tenía la amabilidad de encontrarse con él, estaría delante del balcón de la casa de sus amigos a las siete de aquella tarde.
Cuando regresó y comprobó que ella lo esperaba, al principio creyó estar viendo a la joven que le había llamado la atención en la estación de tren de Amantea.
Gaetano permaneció en cama varios días a causa de la herida de cuchillo, con fiebre, mareado y con un par de cicatrices. Ippolita lloró cuando la policía trajo a su hijo a casa, pero después de que el doctor la tranquilizara diciendo que se recuperaría por completo, se dedicó a cuidarlo todo el día, cambiando los vendajes tal como le había ordenado el médico. Después del primer día, su padre no volvió a visitarlo. Domenico consideraba la situación escandalosa, y no podía evitar preguntarse si Gaetano, o la mujer con la que había estado hablando, no eran responsables en cierto modo de la violencia resultante.
Domenico conocía un poco a la familia Rocchino, y tenía entendido que eran personas sencillas pero honorables, aunque no sabía nada de Marian. Había hablado con el padre de ella, que sentía más remordimientos que cólera, y reconocía que el incidente podría obstaculizar las opciones de su hija de casarse con alguien del pueblo. Pero a Marian solo parecía importarle la recuperación de Gaetano. Desoyendo el consejo de sus padres, insistió en visitarlo cada día. Era tal como su primo de Filadelfia se la había descrito a Gaetano: terca, pero muy atractiva. Cuanto más la veía, más le gustaba.
Cuando le hubieron quitado los vendajes y se encontró mejor, Gaetano comenzó a pasear con Marian en público. Eso fue en febrero de 1895, unas semanas después del apuñalamiento, y casi todos los que se encontraban en la plaza lo saludaban con la cabeza y sonreían al pasar. Aquel inicio de romance era evidente para todos los habitantes de Maida, y Gaetano se sentía muy satisfecho y orgulloso mientras acompañaba a su pequeña innamorata de veinte años a casa cada día, antes del anochecer, exhibiendo de manera ostensible su cicatriz de siete centímetros, pues había decidido no ponerse su habitual sombrero de fieltro y ala ancha, en parte para evitar que el borde interior le rozara la herida, y en parte para alardear de esta como desafío a su atacante. Aunque esperaba no protagonizar otra confrontación, ahora se mostraba descarado, vehemente y vigilante. Cuando se encontraba cara a cara con algún otro joven en la calle, y respondía cortésmente a su saludo, invariablemente lo miraba a los ojos de manera directa y prolongada. También llevaba un pesado bastón de Malaca que, si era necesario, pensaba utilizar como arma.
A final de mes, Gaetano le propuso matrimonio a Marian. Al principio ella se mostró reacia, y sugirió que deberían esperar a conocerse un poco mejor. Pero el entusiasmo y romanticismo de Gaetano con respecto al enlace resultaron convincentes, y pronto fue ella, más que él, quien insistió a sus familias para que concretaran sus conversaciones prenupciales, en las que habían de acordarlo todo, desde la dote hasta la fecha del matrimonio religioso. Ahora era Marian quien veía el matrimonio como algo inevitable, y no como un tema de debate por parte de las familias.
De todos los parientes, el padre de Gaetano era, de manera sorprendente, el más favorable a esa unión. Domenico consideraba que quizá el matrimonio fuese una solución al misterioso carácter díscolo de su hijo mayor, por lo que demostró un afecto insólito hacia su futura nuera, y se congració también con sus padres y hermanos. Asimismo prometió que uno de los regalos de boda de la pareja sería la escritura de propiedad de la casa de dos plantas ubicada junto a la suya. En privado albergaba la esperanza de que Gaetano mostrara su gratitud olvidándose de América y asumiera por fin un mínimo de responsabilidad filial.
En aquella época, Domenico no tenía ni idea, ni tenía por qué tenerla, dada la persistente vaguedad de Gaetano en sus expresiones, de que su hijo tenía la intención de vivir en América. Sin que lo supiera ningún miembro de su familia, Gaetano había recibido un telegrama del señor Maniscalco en el que le indicaba que podía ampliar su estancia en Italia, a causa de su herida, aunque también manifestaba su esperanza de que Gaetano volviera al trabajo no más tarde de finales de julio. El joven también había recibido una carta del primo de Marian, Carlo Donato, con la buena noticia de que había aceptado un puesto de capataz, con un buen salario, en una empresa de construcción de Delaware, con lo que le dejaría el apartamento de Filadelfia en exclusiva a Gaetano en un futuro inmediato. Sin consultar a Marian, Gaetano decidió que esa sería su futura residencia. Encargó los pasajes en un barco que los llevaría de Nápoles a los Estados Unidos para llegar dentro del tiempo límite que Maniscalco le había impuesto, con lo que se gastó casi todos sus ahorros en aquel viaje por mar que consideraba su luna de miel.
Dos días después de la boda, celebrada en julio de 1895 en la iglesia de Maida, donde se habían casado sus padres, Gaetano informó a su esposa de sus planes de trasladarse. Ella reaccionó con unas lágrimas que de ninguna manera diluyeron su decisión de no acompañarle. Argumentó que, al aceptar la casa que Domenico le había ofrecido como regalo de boda, su marido había permitido que ella supusiera que vivirían allí; y aunque le quería mucho, le recordó que experimentaba una hidrofobia aguda, y que nunca viajaría a ningún sitio por mar. También le relató algunas tristes historias que había oído acerca de las condiciones de vida de las esposas de los emigrantes en América, y nada de lo que Gaetano hizo o dijo en los tres días siguientes consiguió disuadirla. Finalmente él comprendió lo que había querido decir Carlo Donato al afirmar que su prima Marian era de opiniones firmes.
Marian era, en esencia, una mujer de provincias, una mujer que siempre estaría casada más con su pueblo que con un marido que se encontraba en el extranjero. Y así, después de tres días más de fútil esfuerzo, Gaetano, enfadado, abandonó Maida sin ella, zarpando de Nápoles con el mar picado y un cielo ceniciento. Ataviado con un traje nuevo que había sido uno de sus regalos de boda, y tocado con su sombrero de fieltro favorito ahora que ya se había curado la herida; agarrándose a la barandilla de latón dentro del salón acristalado de la segunda cubierta, Gaetano contempló las olas y cómo su tierra natal iba menguando en la distancia. Por lo que a él se refería, su matrimonio había terminado.
Durante cinco meses, no hubo comunicación entre la pareja. Entonces, un sábado por la noche, después de que Gaetano regresara a su apartamento de Filadelfia, llegó un mensajero con la noticia de que una importante carta de Italia le esperaba en la casa de un director de pompas fúnebres de Filadelfia llamado Francesco Donato, primo lejano de Carlo. Gaetano había oído hablar de Francesco, pero no le conocía, y por la cara de preocupación que puso el joven mensajero supuso que la carta le informaría de la grave enfermedad o muerte de algún miembro de la familia. Gaetano no le había dado a nadie en Maida su nueva dirección en Filadelfia, y le agradeció al mensajero el esfuerzo invertido en encontrarle. A continuación, tras vestirse con un traje oscuro y siguiendo las indicaciones del mensajero para llegar a la funeraria, que estaba en la otra punta de la zona italiana del sur de Filadelfia, Gaetano se encontró en una sala de recepción con el suelo de mármol blanco, rodeado de flores y de ataúdes vacíos y abiertos, estrechando la mano al señor Donato, un hombre corpulento y ya medio calvo que lucía un traje negro con un clavel blanco y un anillo con un gran diamante en cada meñique. En su cara oronda había una expresión jovial.
—Tengo buenas noticias —dijo el señor Donato—. Pronto será padre.
Le entregó la carta con el sobre abierto, y sonrió mientras Gaetano la leía, previendo una reacción de alegría. Pero la cara larga y los ojos oscuros y sombríos de Gaetano no se alteraron. A continuación volvió a colocar la carta de su esposa en el sobre y, en silencio, se la devolvió al señor Donato, que frunció el ceño en un gesto de decepción. Entonces se le ocurrió al señor Donato que a lo mejor Gaetano no sabía leer, y le preguntó en voz baja:
—¿Quiere que le lea la carta?
—Pero si acabo de leerla —dijo Gaetano, mirándolo con curiosidad.
—Entonces —prosiguió el señor Donato, tras una pausa—, ¿cuándo regresará a Italia para el nacimiento y el bautizo? —el señor Donato poseía una agencia de viajes además de una empresa de pompas fúnebres, y con el primer negocio ganaba casi tanto como con el segundo.
—No tengo planeado regresar —dijo Gaetano de una manera que el señor Donato encontró extraña e irritante. Después de haberse tomado la molestia de localizarlo, el señor Donato veía que no obtendría la recompensa esperada de venderle un billete de barco—. Pero cuando haya concretado mis planes —añadió Gaetano, ahora más sociable—, ¿puedo ponerme en contacto con usted?
—Sí, gracias —dijo el señor Donato con una sonrisa. Y cuando Gaetano se ofreció a reembolsarle los gastos relacionados con la carta, el señor Donato movió la mano en un grandilocuente gesto de rechazo.
Confiaba en que Gaetano regresara pronto a comprar un billete de barco.
Pasaron tres años antes de que Gaetano regresara a Maida. Pero durante aquella prolongada separación, gracias al intercambio de varias cartas afectuosas y al generoso apoyo económico de Gaetano a la madre y al hijo, tuvo lugar un acercamiento marital que resultó quizá más armonioso que si la pareja hubiera intentado vivir junta en el mismo país, cosa que nunca ocurriría durante casi veinte años de matrimonio, en los que nacieron siete hijos.
Gaetano hacía lo que más le gustaba —trabajaba con la piedra y viajaba mucho, a veces a Italia y a veces por los Estados Unidos—, mientras que su obstinada esposa, sumándose a las filas de las viudas blancas, permanecía firmemente en el país que había escogido, en la familiaridad de su pueblo, donde contaba con ingresos más que suficientes para sus hijos y para ella, y donde mantenía una relación insólita aunque romántica con un marido enigmático al que nunca conoció lo bastante bien para encontrarlo previsible. Marian lo idealizaba cuando estaba lejos y reñía con él cuando estaba en casa, que no solían ser más de unos cuantos meses cada dos o tres años…, lo suficiente para garantizar que, después de su regreso a América, Gaetano recibiera una carta anunciándole que volvía a estar preñada.
Aunque Gaetano siempre prometía regresar a Italia a tiempo para el nacimiento y bautizo del nuevo hijo, jamás cumplió la promesa, y su ofendida esposa pronto encontró la manera de vengarse. Dejó de seguir la tradición del pueblo de bautizar a los hijos en honor a la parentela del padre (Marian lo había hecho una vez, poniéndole Domenico a su primogénito, que contraería una meningitis fatal, por lo que a su último hijo también lo llamó Domenico), y en ausencia de su marido a los demás hijos les puso nombres sacados de su propia familia. A su segundo hijo, nacido en 1899, le puso Sebastian en honor de su padre, con el que mantenía una relación muy estrecha y al que visitaba casi cada día en su granja. Al cabo de tres años, después de que su impredecible marido tampoco se hubiera presentado para el nacimiento de su tercer hijo, Marian lo llamó Francis, por el hijo menor de su padre, una decisión que insultó hasta tal punto a la familia Talese que muchos no se presentaron al bautizo. Sin embargo, una de las personas que sí apareció en la iglesia fue la devota y supersticiosa hermana de Gaetano, Maria, que le suplicó a Marian que cambiara el nombre del chico, insinuando que su obstinación podría desencadenar la ira divina; pero ni las súplicas de su cuñada ni las del sacerdote de la parroquia que la había casado la convencieron para que cambiara el nombre del niño. Cuando por fin, en 1904, accedió a rebautizar al chaval y llamarlo Francis Joseph, fue a instancias del padre de ella, que le imploró que lo hiciera como un favor personal y una muestra de cariño. Pero dos años después del nacimiento de Francis Joseph (al que la familia Talese se dirigía utilizando solo su segundo nombre, el mismo que el de uno de los hermanos pequeños de Gaetano), Gaetano volvió a incumplir su promesa de estar con su mujer cuando naciera el hijo siguiente. Eso ocurrió el 6 de diciembre de 1905, y fueron dos gemelos, uno de los cuales murió al nacer. Al gemelo que murió, Marian le puso el nombre del segundo hermano más pequeño de su marido, Vincenzo; al que sobrevivió lo llamó Nicola, en honor al santo cuya fiesta coincidía con la fecha de nacimiento.
Cuando Marian dio a luz a su sexto hijo, una niña, en 1908, Gaetano estaba enfermo de neumonía en América, por lo que se le perdonó que no se presentara al nacimiento y al bautizo. Pero de manera inexplicable, zarpó hacia Italia durante el invierno de 1908-1909, y se presentó con regalos para toda la familia, sobre todo para su primera y única hija, Ippolita, llamada así, claro, por la madre de Gaetano. Permaneció alejado de los Estados Unidos durante los cinco meses siguientes, y no regresó hasta la primavera de 1909. Sin embargo, gran parte del tiempo que estuvo en Italia no lo pasó en Maida. A menudo se decía que estaba recibiendo tratamiento médico en un hospital para enfermos pulmonares de Nápoles. En otros casos se sabía que estaba en Roma, e incluso tan al norte como en Bolonia, por razones que nadie explicaba. Mientras se hallaba en Maida se le veía inquieto, muchas veces infeliz, y en dos ocasiones protagonizó una escena desagradable en la plaza del pueblo.
A primera hora de una tarde de primavera, mientras Gaetano jugaba a las cartas haciendo pequeñas apuestas en la trastienda de la carnicería de Pileggi, en la plaza, su padre apareció de manera inesperada y le pidió a Gaetano que regresara a casa con él. Gaetano, que por entonces tenía treinta y siete años, levantó la mirada de los naipes y miró ceñudo a su canoso padre. Cuando volvió a bajar la mirada para reconsiderar aquella mano con aparente concentración, Domenico agarró el mantel y pegó un tirón, tirando al suelo varias cartas y varios vasos de vino. Sin disculparse ante los demás, Domenico dio media vuelta y salió, haciendo caso omiso de las perplejas protestas de los jugadores. Gaetano, presa de pronto de una silenciosa indecisión, miró a su alrededor impávido durante un momento; a continuación se puso en pie y siguió a su padre a casa, hirviendo de rabia.
Varios días más tarde, durante la passeggiata vespertina del domingo, mientras Gaetano, vestido con traje, cuello blanco almidonado, una corbata de lunares de esmerado nudo y un sombrero homburgo, caminaba del brazo de un amigo, se dio cuenta de que un grupo de ancianos lo miraban y hablaban con lo que consideró un tono hostil. Se sentaban en sillas de madera agrupadas en torno a una mesa en el exterior del café, y mientras se encaminaba hacia ellos con su amigo, alguien se le dirigió en voz alta y de manera desdeñosa:
—¿Quién te crees que eres? Tú no eres un caballero.
Tras avanzar unos pasos, Gaetano reconoció a un sujeto arrugado y un tanto ebrio, miembro de la familia Bongiovanni, que años antes había perdido gran parte de su propiedad baronil tras haberse visto obligada a vendérsela al padre de Gaetano. Enrabietado, Gaetano se abalanzó contra ese hombre, pero sus amigos lo contuvieron. Algunos parroquianos del café, farfullando en defensa de Bongiovanni, se levantaron de la silla, mientras que otros se detuvieron a mirar. Cuando Gaetano se alejaba de Bongiovanni, se dio cuenta de que aquel no era su sitio. Tenía que regresar a América.
Durante sus visitas a Maida, a menudo discutía con su mujer, y el joven Joseph, que sin quererlo escuchaba todo desde el piso de arriba, oyó cómo su padre recriminaba a su mujer por no acompañarlo a América. Su padre también amenazó con romper la familia en un futuro no muy lejano. Declaró que Sebastian podía quedarse en Maida con los pequeños, pero que Joseph lo acompañaría a América. Lo cierto es que ya se lo había revelado en privado. La noche antes había entrado en la habitación de Joseph, y, mientras rememoraba con nostalgia sus andanzas por el Nuevo Mundo, le había dicho: «Siento no poder llevarte conmigo en este viaje, ya que todavía eres muy pequeño. Pero cuando vuelva la próxima vez, te prometo que te llevaré».
Una semana más tarde, mientras su padre llenaba su gran maleta para la travesía que había de emprender el fin de semana siguiente, Joseph lo ayudaba con una sensación de euforia y complicidad: la próxima vez que su padre volviera, lo acompañaría a un gran viaje. Mientras tanto, había recibido permiso de su madre para ir con Gaetano en tren a Nápoles, sumándose a su tío Francesco Cristiani y su primo mayor Antonio, que irían a despedir a su padre al barco.
Pero la mañana de la partida Joseph se despertó aquejado de lo que se temió fuera una recaída de la difteria que había padecido, por lo que los demás se fueron sin él. Durante todo el día y la semana siguiente, Joseph pareció más enfermo de decepción por no haber podido ir a Nápoles que por la recaída de su enfermedad. Cuando Antonio regresó de Nápoles, tranquilizó a Joseph diciéndole que todo saldría como estaba planeado, que su padre regresaría para cumplir su promesa dentro de un año, o quizá de unos meses.
Durante ese período Antonio mantuvo una relación con Joseph más estrecha que nunca, mientras que la relación de este último con su madre se volvía extrañamente distante. Era como si ella ya hubiera entregado a su hijo como rehén en su acuerdo marital; Marian tenía a su hijo favorito, Sebastian, que era su principal fuente de apoyo y consuelo, y, respaldada también por sus estrechos vínculos con los Rocchino, quienes la ayudaban a criar a sus hijos pequeños, vivía inmersa en el afecto de su propia familia.
Una vez transcurrido el año de 1910 sin que el padre de Joseph regresara, y como su relación con su hermano Sebastian se había vuelto más tensa, aumentó su dependencia de su primo, y continuó aumentando cuando pasó otro año sin que hubiera señales de Gaetano. Joseph se sintió especialmente decepcionado cuando su padre no se presentó en las Navidades de 1911, pues fue cuando los lobos atacaron el pueblo, y Joseph se sintió más vulnerable después de ese incidente —y más impaciente por irse de casa— que durante los dos terremotos anteriores. Aquel invierno también le afectó mucho el cambio de actitud de Antonio, que había cumplido diecisiete años. El hecho de que su primo se mostrara más distante no obedecía a que le tuviera menos afecto a Joseph, sino más bien a que acababa de comprender que ya no soportaba trabajar en la sastrería de su padre. «Mi sitio está en París», se había jactado ante Joseph aquella memorable mañana en la tienda.