Las explosiones de la cantera despertaron a los pájaros de los árboles, zarandearon a los animales que pacían en los prados vecinos, y un día arrancaron parte del brazo izquierdo de uno de los trabajadores de la demolición, que había tardado demasiado en salir de la abertura en las rocas donde momentos antes había prendido la mecha de un barril de dinamita. Seis meses después del accidente, cuando Gaetano Talese llegó a Ambler en la primavera de 1888 para comenzar a trabajar, vio que la víctima atendía tras el mostrador de comestibles del almacén de la empresa Keasbey & Mattison, y llevaba un brazo artificial rematado por un gancho metálico. El doctor Mattison no era partidario de que la gente estuviera mucho tiempo de brazos cruzados.
Cada mañana, seis días a la semana, a Gaetano lo mandaban a la cantera en compañía de otros ochenta italianos. Allí diariamente extraían el interior rocoso de la tierra después de detonar barriles de dinamita y pólvora, y de bombardearlo con obuses de un cañón de la guerra de Secesión disparado por un irlandés llamado Michael Herlihy, un exsoldado descarnado y agresivo que había combatido en las filas del norte a las órdenes del renombrado general de Filadelfia George («Little Mac») Mclellan, y que ahora era responsable de volar la rocas.
Herlihy aparecía cada mañana en la cantera a caballo, tocado con un quepis negro, un mono con tirantes de hebilla de latón, botas y una pistola con culata de madreperla al cinto. Allí se reunían los cinco hombres del equipo de demolición, que llegaban en carretas del arsenal transportando el cañón y barriles de explosivos. Se taladraban agujeros en la cantera allí donde se iba a pulverizar la roca para las nuevas carreteras de Ambler, y posteriormente se colocaban gruesos haces de dinamita, mientras que la pólvora, menos potente, se utilizaba para arrancar fragmentos sueltos más grandes de roca para los muros y cimientos de los edificios del doctor Mattison. Cuando era necesario partir esos fragmentos más grandes para que los italianos pudieran transportarlos con más facilidad, Herlihy apuntaba desde detrás el cañón, lanzaba un proyectil a una distancia de unos treinta metros, y por lo general partía la roca en dos o tres partes.
La cantera tenía forma oval, y se parecía a un antiguo anfiteatro; tenía más de treinta metros de profundidad, y el triple de ancho; el borde interior lo componían terrazas rocosas e irregulares alisadas hasta formar un camino en espiral lo bastante ancho para que cupiera el tráfico en dos direcciones que fluía durante toda la jornada laboral. Los grupos de italianos se congregaban en las terrazas con sus grúas tiradas por caballos y cables, a la espera de que el equipo de demolición de Herlihy acabara su trabajo antes de bajar el serpenteante camino y comenzar a recoger los fragmentos de roca, subirlos a las carretas y transportarlos hacia los solares donde se construían los edificios.
En el equipo de demolición de Herlihy no había ningún italiano. En esencia, le había dicho al doctor Mattison que no podía confiar una tarea tan precisa y peligrosa a la limitada competencia de los italianos, y había insistido en que solo quería que le ayudaran hombres a los que pudiera comprender y en los que pudiera confiar. El equipo de Herlihy lo componían otros dos veteranos irlandeses de la guerra de Secesión, y tres robustos y rubios suecos que antaño habían trabajado en una molienda. El sexto miembro del equipo, un holandés de andar pausado llamado Faust, que había sido víctima de aquel accidente anterior y que ahora trabajaba en el almacén de la empresa, no había encontrado sustituto.
Por las tardes, los explosivos y los cañones se transportaban a través del bosque y se almacenaban en un granero de piedra que Herlihy había convertido en su arsenal. También guardaba allí sus rifles de caza y un alambique para fabricar whisky de maíz. La entrada a ese granero estaba prohibida a todo el mundo, con la salvedad de los hombres de Herlihy y de Faust y su brazo con gancho, que había sido su mejor amigo y su compañero de borrachera más frecuente. Lobianco a menudo advertía a los italianos que nunca se acercaran a menos de cincuenta metros del granero, añadiendo que si Herlihy los consideraba unos intrusos podía arrojarles un cartucho de dinamita o dispararles.
Pero un día, cuando Gaetano llevaba ya tres meses trabajando allí, Lobianco encargó a uno de sus amigos anarquistas, un hombre llamado Nicola Bosio, que condujera a los jóvenes trabajadores a la cantera. Era la época en que Lobianco se estaba retirando paulatinamente de su papel de padrone y pasaba más tiempo en Filadelfia; consideraba que Bosio, que había estado al frente de la pensión donde se alojaban Gaetano y muchos de los demás recién llegados, era un hombre en el que se podía confiar a la hora de mantener la disciplina y solventar cualquier disputa que surgiera en el grupo. Nicola Bosio era también su cuñado, pues la hermana de este, una mujer serena y de piel clara, era la mujer de Lobianco. Hermano y hermana no se parecían físicamente en nada; Bosio era un hombre vehemente de tez oscura, ojos de lechuza y un leve tic facial. Los dos años que se había visto acosado por la policía de Nápoles simplemente habían servido para confirmar su talante antisocial, y durante los cinco meses que llevaba en los Estados Unidos había vivido sin llamar la atención en la casa de huéspedes, donde se ganaba la vida como cocinero y vigilante, y por las noches se sacaba un sobresueldo venciendo a las cartas a sus inquilinos. Era un astuto jugador. Aunque no hubiera ligado ninguna jugada, enarcaba las cejas con aparente satisfacción e incluso parecía controlar su tic.
Después de mucha insistencia por parte de Lobianco, Bosio accedió por fin a dejar de vivir en su habitual reclusión, en la casa de huéspedes, y se aventuró a salir para ver algo del paisaje americano; su primer paso en esa dirección, aunque todavía no conocía ni una palabra de inglés, consistió en sustituir al padrone, y levantarse al alba nada más oír el agudo sonido del silbato de la torre de vigilancia del doctor Mattison para acompañar a Gaetano y a los demás trabajadores a la cantera.
A sus treinta años, Bosio era una década mayor que algunos de los recién llegados; y mientras asumía una pose de mando a la cabeza de la fila, Gaetano y los demás le seguían llevando el paso, y durante la primera semana no dijeron nada cuando tomó el camino equivocado a través del bosque en cuatro de las seis mañanas, y añadió al menos diez minutos a la caminata de un kilómetro y medio.
Durante el día, mientras los hombres de Herlihy bombardeaban la pared occidental, Bosio se quedaba observando desde la terraza superior en compañía de Gaetano y los demás, aunque no les prestaba ninguna ayuda cuando llegaba el momento de cargar las piedras en las carretas. El hecho de ser un anarquista que defendía el derrocamiento del orden establecido no implicaba que sintiera el menor deseo de unirse a las filas de los trabajadores que tenían que ensuciarse las manos. En su puesto provisional de padrone, del que pronto comenzaría a disfrutar, Bosio dejaba el trabajo manual a sus subalternos; y cuando el silbato a vapor señalaba el fin de la jornada, asentía en silencio, y, con un gesto de complicidad a sus hombres, los llevaba de vuelta a la pensión, hasta que una noche fue por un camino que no tardó en acercarlos peligrosamente al granero de Herlihy.
Algunos de los hombres vacilaron y abandonaron la fila sin decir nada, mientras Gaetano y los demás marchaban tras los pasos del despreocupado Bosio, que silbaba un aria de Così fan tutte y no prestaba ninguna atención al sujeto de rasgos marcados que de repente salió de detrás de un árbol esgrimiendo una pistola de cañón largo.
—¡Eh, espagueti! —gritó Herlihy—. ¡Lárgate de aquí con los otros macarroni cagando leches u os pego un tiro a todos!
Bosio, sin comprender una palabra, se dio la vuelta. Al ver la pistola, sus ojos oscuros comenzaron a temblar, se ensancharon y a continuación se estrecharon con un aire salvaje. Se tensaron los hombros cuadrados de su figura achaparrada, enfundados en una camisa blanca abotonada hasta el cuello, y la frente se humedeció debajo de la visera de su gorra negra. Hundió los talones firmemente en el suelo y colocó las manos en las caderas. Detrás de él, Gaetano y los demás jóvenes, asombrados al verse encañonados por una pistola tan poco después de llegar a América, le susurraban frenéticamente a Bosio, en italiano, que debían marcharse enseguida. Pero Bosio los insultó, les ordenó que no se movieran y se quedó mirando con aire amenazador la cara de Herlihy, clavándole los ojos, por encima del cañón de la pistola. De pronto se detuvo el tic de Bosio, todo su semblante quedó sereno y su insistente mirada desafió al pistolero.
La pistola de Herlihy emitió un chasquido. Bosio no se movió. Herlihy escupió a Bosio, volvió a amenazarle y a insultarle, pero el inmutable Bosio seguía mirando sin pestañear los ojos de Herlihy. Pasó un minuto, y otro. El irlandés no había apartado los dedos del gatillo, pero no disparó, y no tardó en desviar la mirada de aquel italiano aparentemente enloquecido que tenía delante, pasando a observar a Gaetano y a los demás trabajadores que lo acompañaban. En sus caras se dibujaba una expresión de inquietud, pero también se negaron a moverse y no dijeron nada. Tras unos minutos de tenso silencio, Herlihy dejó escapar un suspiro de desesperación. «Putos espaguetis de mierda», dijo en voz alta para sí mientras negaba con la cabeza.
El silencio continuó. Finalmente Herlihy bajó la pistola y dio media vuelta, evitando los ojos de Bosio. Herlihy entró en el granero y cerró de un portazo. Las mejillas de Bosio recuperaron su tic, y su mirada se suavizó al volverse hacia los hombres. Reprimiendo una sonrisa, el nuevo padrone llevó a Gaetano y a los demás de vuelta a la pensión.
Formar parte de un grupo al que Herlihy le tenía la suficiente aversión como para mantenerlo alejado de su equipo de demolición no disgustó lo más mínimo a Gaetano, para quien aquel trabajo ensordecedor —por no hablar de la agotadora tarea de levantar piedras— apenas representaba lo que tenía en mente al abandonar su país rumbo a los Estados Unidos. Lo que quería hacer era algo creativo, como por ejemplo trabajar de aprendiz para alguno de los competentes artesanos que el doctor Mattison se había traído de Italia con el fin de labrar los florones y otros ornamentos de piedra que adornarían su residencia y las mansiones góticas vecinas que estaba previsto que se alzaran en la calle más exclusiva de Ambler, Lindenwold Terrace.
Un día de finales de verano, más de un año después de su llegada, durante una tormenta y una lluvia persistente que interrumpió los trabajos en la cantera, Gaetano abandonó a sus amigos en la pensión y siguió el camino que conducía a la terminal del ferrocarril, delante de la cual se encontraba la sede central de Keasbey & Mattison. Era un edificio provisional, una estructura caótica rodeada de muchos chamizos y recintos con tiendas de campaña desperdigados por los terrenos en los que ya se había colocado una enorme cimentación de piedra para la oficina y el emporio de cuatro plantas de la empresa. De no haber estado lloviendo, la zona habría estado abarrotada de carpinteros, canteros y cuadrillas de carga; pero las únicas personas que trabajaban en aquel momento eran las que podían hacerlo en el interior.
Gaetano por fin encontró la habitación donde los arquitectos e ingenieros se habían reunido, y, tras limpiarse el barro y las hojas de los zapatos y quitarse el poncho impermeable y la gorra, se acercó a un italiano corpulento y barbado, de bigotes canosos, que parecía tener allí cierta autoridad. El hombre hablaba italiano en tono casi profesoral con dos jóvenes, ambos sentados en un alto taburete junto a una pizarra en la cual se veían grandes esbozos de torretas cónicas y remates que, supuso Gaetano, ornarían los edificios de Ambler en un futuro próximo.
—Perdone —le dijo Gaetano al hombre de más edad, quien apartó la mirada de los otros dos—, ¿sabría decirme cómo podría solicitar convertirme en aprendiz de los artesanos que construyen los hermosos edificios del doctor Mattison?
El hombre se volvió hacia Gaetano con una sonrisa de desconcierto y preguntó:
—¿Cómo sabes que serán hermosos si todavía no han empezado a construirse?
—Señor, esa es la opinión de mi padrone, el Signor Lobianco, y es un hombre muy sabio. Me ha dicho que los artesanos que han traído de Italia son los mejores de Europa.
—Pues sí que es sabio el Signor Lobianco —dijo el hombre, asintiendo de manera cordial y acariciándose su barba a lo Van Dyck—. Desde luego, son los mejores de Europa. Y yo soy su maestro.
En un silencio respetuoso, puesto que no se le ocurría nada apropiado que decir, Gaetano se sintió un tanto incómodo cuando el anciano, reculando un paso, comenzó a estudiarlo de pies a cabeza de una manera informal pero evidente. Gaetano sintió que tenía los pies fríos y sudorosos dentro de los calcetines empapados y de las suelas húmedas de sus botines italianos abotonados, y fue consciente de que sus pantalones confeccionados en Cristiani, que se había enfundado en lugar de sus pantalones de trabajo antes de acercarse hasta allí, le quedaban una pulgada demasiado cortos: había crecido desde que se fuera de Italia. En la casa de huéspedes también se había puesto su camisa limpia, aunque no tenía ni idea de qué importancia podría atribuir a todo esto el hombre que ahora le estaba examinando. ¿Acaso los artesanos y los aprendices no vestían un basto atuendo mientras trabajaban en el exterior, y sudaban y se ensuciaban tanto como los que trabajaban en la cantera? Pero el maestro artesano cuyos ojos ahora le escrutaban parecía una persona de cierta vanidad: lucía un alfiler con una perla que atravesaba su corbata azul, anudada en el interior del cuello duro y redondo de su camisa blanca; y un poco por debajo de la cintura de sus pantalones pardos, sobre su asomo de barriga, se veía un chaleco gris recorrido por la cadena de un reloj. En un bolsillo del chaleco asomaban varios lápices, cada uno de ellos con un pequeño capuchón metálico en la punta para impedir que la mina ensuciara la tela.
—¿Y cómo te llamas? —dijo por fin, en un tono bastante amable.
—Gaetano Talese.
De repente el hombre pareció sentir curiosidad.
—¿Tienes algo que ver con mi viejo amigo Domenico Talese?
—¿Se refiere al Domenico Talese de Maida?
—Sí —dijo el hombre—. Estuvimos en el seminario juntos.
Gaetano guardó un momento de silencio antes de proseguir, sintiéndose un tanto incómodo. Cabía la posibilidad de que el hombre estuviera al corriente de los problemas de Gaetano con su padre y su repentina marcha de casa. Pero confiando en que solo existiera una remota probabilidad de que el hombre supiera nada de eso, Gaetano decidió dar la impresión de que se llevaba la mar de bien con su padre.
—Soy su primogénito —anunció Gaetano con fingido orgullo.
—Bravo —dijo el hombre—. Tu padre era un hombre muy religioso, mucho más que yo. Yo me marché del seminario cuando tenía más o menos tu edad. Después de eso, lo más cerca que he estado de Dios ha sido tallando piedras cuando he trabajado en edificios eclesiásticos. Por cierto, mi apellido es Maniscalco, y da la casualidad de que necesitamos más aprendices. Déjame hablar con ese Signor Lobianco y veremos si puedo arreglarlo para que trabajes con nosotros.
El señor Maniscalco negó con la cabeza, y con un chorro de voz anunció:
—¡Gaetano, puede que este sea tu día de suerte!
A lo cual Gaetano simplemente asintió y dijo:
—Sí.
Aquel día también cumplía dieciocho años.
Durante los tres primeros años que trabajó como aprendiz del señor Maniscalco, y en años posteriores, cuando se convirtió en un artesano con todas las de la ley y con aprendices propios, Gaetano habitó un mundo de arcos en ménsula y molduras almenadas, de elevados y puntiagudos tejados góticos interceptados por gabletes barrocos y curvilíneos, sombreados por ahusados florones de influencia sarracena. Y aunque en muchos aspectos el doctor Mattison era muy dominante, se mostraba extraordinariamente indulgente con la cuadrilla de Maniscalco, permitiéndoles imponer sus propios impulsos creativos sobre los conceptos arquitectónicos que se adherían estrictamente a los principios góticos.
Mientras todos estos desvíos ofendían a los arquitectos principales de Filadelfia y Nueva York a los que originariamente se había encargado el proyecto, y que con el tiempo dejarían de trabajar para el doctor Mattison cuando vieron que no atendía sus protestas, el propio doctor aprobaba claramente los eclécticos adornos que los italianos moldeaban y montaban, cincelaban y labraban en lo alto y en los laterales de las hileras de edificios de piedra, grandes y con mucho espacio entre ellos. Los italianos, a medida que iban levantando más y más edificios, se iban tomando más y más libertades, y de manera quizá intencionada pero inconfundible iban reproduciendo lo que muchos de ellos habían visto de jóvenes en los pueblos y aldeas de su tierra natal: una tierra construida por conquistadores que a su vez acabaron conquistados, pero que invariablemente dejaron a su paso, junto con el polvo, restos de su arquitectura; y era la azarosa recreación de esos variados estilos arquitectónicos lo que asomaba en la construcción de los tejados y fachadas, buhardillas, contrafuertes, pilastras, portales y balaustradas de los nuevos edificios de Ambler de final de siglo.
Cuando Gaetano estaba subido en un andamio con sus martillos y cinceles puntiagudos, puliendo el labrado que ocupaba el arco principal de una puerta cochera, no seguía tanto los dibujos góticos del arquitecto como lo que recordaba haber visto de muchacho en el arco del muro normando que ocupaba la entrada a Maida. Otros, en virtud de lo que recordaban de sus aldeas, diluían sistemáticamente la pureza gótica del arquitecto, introduciendo elementos del barroco o el jónico, el románico o el bizantino; y el hecho de que al doctor Mattison le gustara lo que veía era lo más importante. Su socio, Henry Keasbey, se medio retiró al cumplir los cuarenta y dos años, en 1892; se trasladó al sur de Francia con su mujer, cuya salud se había deteriorado de una manera rápida e inexplicable no mucho después de mudarse con su marido a la casa colonial que había alquilado en Ambler mientras aguardaba a que completaran su mansión. Ahora que el señor Keasbey se había marchado del centro de fabricación de amianto que poseía en su mayor parte —y del que seguiría recibiendo beneficios como principal accionista—, el doctor Mattison se sentía libre no solo para decidir el aspecto que tendría la comunidad y cómo habría que llevar el negocio del amianto, sino también para gobernar de manera no oficial los asuntos políticos y económicos de los ciudadanos, cada vez más numerosos, que se habían trasladado a la zona a consecuencia del auge económico imparable desde que la empresa de Filadelfia se había instalado en el pueblo.
En 1888, seis años después de que los dos socios hubieran construido su primera fábrica junto a las vías del tren de Ambler (las fábricas tenían un diseño utilitario y se completaron años antes que las residencias), la población de Ambler se había cuadruplicado y el pueblo se había incorporado a un municipio, escogiendo a sus funcionarios y administradores, aunque estos, sin embargo, dependían de la buena voluntad y el apoyo del doctor Mattison, que ahora presidía el banco municipal, así como las compañías de agua, gas y electricidad.
Cuando el doctor decidió aumentar la tarifa que cobraba al municipio por el suministro de electricidad para sus tiendas, sus residencias privadas y sus farolas, al principio se le enfrentaron los concejales y otros políticos, muchos de los cuales declararon que el doctor no podía actuar con ellos con la misma arbitrariedad que mostraba hacia los empleados de su empresa y los trabajadores de la construcción. El doctor respondió apagando los interruptores conectados a los circuitos eléctricos del municipio. Aquella noche las calles quedaron a oscuras, y así permanecieron durante varias noches más, y solo se iluminaban cuando el doctor paseaba en su carruaje y dejaba instrucciones para que encendieran las farolas. El doctor Mattison no se prestó a discutir el tema con los funcionarios del municipio; por lo que a él se refería, no había ningún debate. Él era el propietario del sistema eléctrico, y decidía el coste. Al no tener otra opción, el municipio pronto aceptó el aumento de tarifas.
El doctor Mattison llegaba cada día a las oficinas de la segunda planta no más tarde de las siete de la mañana, y esperaba que a esa hora sus centenares de empleados y cuadrillas de la construcción estuvieran ya en el trabajo. Era él quien había ordenado que el silbato que había en lo alto de la fábrica principal comenzara a sonar a las seis menos cuarto de la mañana, y que lo hiciera con una fuerza y una persistencia suficientes para despertar a los trabajadores más adormilados de las pensiones y chamizos más lejanos, y a los empleados de la fábrica, los capataces y los ejecutivos que residían en las casas ya acabadas de lo alto de la colina. Centenares de empleados cuyas viviendas todavía no estaban acabadas llegaban desde las zonas de la periferia en tren o en carreta, ahorrándose el chirriante sonido del silbato, que ofendía a casi todos los que lo oían, en particular a los ciudadanos que no trabajaban para la empresa pero que también se despertaban a las seis menos cuarto, la hora en que según el doctor Mattison todo el mundo debería hacerlo. Una mañana, cuando el secretario del doctor llegó unos pocos minutos después de las siete por culpa de una demora en el tren, y jovialmente comentó: «Bueno, mejor tarde que nunca», recibió una mirada hostil y la siguiente respuesta hosca: «¡Mejor nunca tarde!».
Aunque el doctor Mattison poseía un sutil sentido del humor, casi nunca era evidente en la oficina; tampoco sonreía a menudo. Pero había muchas cosas que le proporcionaban un callado placer mientras estudiaba los informes de la evolución anual y mensual de su diversificada empresa. La división farmacéutica de Keasbey & Mattison, que lo había seguido hasta Ambler y continuaba suministrando productos por toda la nación y en el extranjero, obtenía millones de beneficios anuales, y, con el nuevo siglo, fue incluso superada por la división de amianto de la empresa. La demanda nacional de productos de amianto había aumentado hasta tal punto que en 1906 el doctor tuvo que comprar una mina de amianto de casi cincuenta hectáreas en Quebec con el fin de obtener material suficiente para poder satisfacer las necesidades de las fábricas de Ambler.
La variedad de productos ignífugos y de unidades de condensación de calor fabricados en Ambler incluía un gran porcentaje del material aislante utilizado en las locomotoras del tren y en las maquinarias a vapor de todo el país; se habían instalado cortinas no inflamables en numerosas casas, auditorios y teatros de los Estados Unidos (entre ellas el telón de escenario más grande del mundo, en el teatro Hippodrome de Nueva York); y se popularizó el revestimiento de frenos de amianto del doctor entre el número creciente de automóviles cada vez más veloces de América, que rápidamente quemaron el revestimiento de cuero que utilizaban los primeros coches, cuyo límite de velocidad oscilaba entre los dieciocho y los veintipocos kilómetros por hora.
Pero los beneficios más abundantes procedían de las tejas de cemento y amianto de Keasbey & Mattison. Tras algunas pruebas experimentales con esa mezcla, utilizada para construir las tejas de los primeros cincuenta edificios de la comunidad gótica —con el tiempo, los cuatrocientos edificios tendrían esos tejados—, el doctor Mattison mandó anuncios a toda la industria de la construcción proclamando que su producto era la cubierta más duradera y segura de toda la tierra. Las tejas de cemento y amianto eran más ligeras que las tejas de pizarra, y sin embargo prácticamente indestructibles cuando se las comparaba con la pizarra, tan quebradiza; evidentemente eran más seguras que las tejas de madera, combustibles y menos duraderas. Informaba de que sus químicos e ingenieros de la construcción, que llevaban a cabo experimentos por toda la nación, habían descubierto que las tejas de amianto eran ideales en sitios como Texas y Oklahoma, porque, contrariamente a la pizarra, no se partían durante las granizadas, y en zonas gélidas como Michigan y Minnesota, donde la nieve no se pegaba a la superficie enormemente pulida de las tejas. También eran igualmente deseables en zonas costeras, afirmaba, donde no hacía falta pintarlas y donde la niebla, la lluvia y la frecuente humedad mejoraban su aspecto y añadían fuerza a su textura.
Fuera verdad todo eso o no, el doctor demostró la misma habilidad vendiendo tejas que vendiendo su internacionalmente popular Bromo Caffeine: quince millones de tejas salieron de Ambler durante el primer año que la fábrica estuvo completamente operativa, y pronto cubrían las casas, escuelas, iglesias y edificios de todo el país: la fábrica de cerveza Pabst de Milwaukee; las vaquerías de las granjas de William Rockefeller en el estado de Nueva York; los establos del rancho de los Hermanos Miller en Oklahoma; y la residencia del célebre egiptólogo Theodore M. Davis de Rhode Island.
A principios del siglo XX, el doctor Richard V. Mattison era quizá el médico que no practicaba la medicina más escuchado del país…, lo cual no significaba que su deseo fuera que el público olvidara que poseía el título de doctor en Medicina. Y ese título acompañaba su nombre en todas las circulares que enviaba, en los anuncios de los periódicos, y en sus tarjetas de visita; se añadía detrás de sus iniciales («R. V. M., D. M.») grabado en sus gemelos de plata, en la tapa de oro de su reloj, en los bolsillos de ciertas camisas, en las puertas laterales de su carruaje, y posteriormente en el gran automóvil color rojo eléctrico que había diseñado especialmente con una alta cabina de cristal y un techo de tela de amianto.
Alto como era, el doctor Mattison podía sentarse en la parte de atrás con su sombrero de copa sin rozar el techo de terciopelo del automóvil; y mientras lo conducían de la oficina a la mansión y viceversa, a menudo se tocaba el sombrero para saludar a los trabajadores que veía junto a la carretera o en los andamios, y estos se quitaban la gorra y le devolvían el saludo. Cuando hacía calor y retiraba la parte superior de la cabina de cristal, los saludaba en voz alta: «Buenos días, caballeros», a lo que estos le replicaban, a veces con las únicas palabras en inglés que conocían: «Buenos días, doctor Mattison». Entre la élite social de Filadelfia, a la que el doctor pertenecía de manera tangencial como propietario de un palco en la ópera y entusiasta de la horticultura, era considerado un excéntrico representante de la alegre década de 1890, un hombre un poco pomposo pero cuyo éxito no se podía pasar por alto; para los italianos de Ambler era una figura imponente de otra época, una época que Gaetano Talese y los demás comprendían, aun cuando les alegrara haberla dejado atrás en su antiguo país. No lo juzgaban con la misma severidad que casi todos los no italianos de Ambler; y para el joven Gaetano, que nunca dejó de saludar a su jefe de barba blanca cuando pasaba dentro de aquel coche rojo, el doctor Mattison representaba América. Era grande, atrevido, distante y tenía éxito.
Gaetano era consciente de su lado humano: sabía que había atendido personalmente a uno de los aprendices que se había roto una pierna después de caer de un andamio, y lo había acompañado en el tren hasta un hospital de Filadelfia; sabía que había pagado el billete de vuelta a Italia a otro joven que quería pasar un tiempo con su madre después de que su padre hubiera muerto; y sabía que el doctor había llorado en público y a lágrima viva la muerte de su propia hija, fallecida de fiebres tifoideas a la edad de cuatro años, y en cuya memoria había construido, delante de su finca de treinta hectáreas, una iglesia episcopal gótica que fue consagrada en 1901.
Inicialmente el doctor Mattison contrató a un arquitecto llamado Samuel Franklin para que proyectara la gran iglesia de piedra gris en una parcela de poco más de una hectárea, pero el doctor era imposible de complacer. Nada parecía lo bastante bueno para su hija muerta. Finalmente liberó al arquitecto de su compromiso y él mismo rediseñó todo el edificio, haciéndolo más grande y más recargado. Especificó que las torretas altas y puntiagudas debían sobresalir de la línea inferior del tejado de terracota roja, que estaba rematado por una torre de treinta metros de altura que reflejaría la luz de varios pequeños focos ocultos en el tejado, que brillarían con más intensidad cada vez que el organista de la iglesia apretara los pedales. Unos cables eléctricos conectaban las luces del tejado con los pedales del organista. El órgano Haskell de tres cámaras, con tubos de cinco metros, era a su vez accionado por presión de agua procedente del suelo de la iglesia a través de una tubería de diez centímetros de grosor, alimentada por el sistema de circulación de agua de la mansión del doctor, que se encontraba a unos ochocientos metros de distancia. El altar principal de la iglesia estaba tallado de una sola pieza de mármol; el santuario lo rodeaban cinco ventanas opalescentes que representaban escenas de la Biblia; y la alta cúpula del techo, taraceada con roble tallado, se completaba con columnas con elaboradas tallas y vigas que se extendían en toda la longitud de la iglesia. Toda la carpintería la habían llevado a cabo tallistas y carpinteros que trabajaban bajo las órdenes del nuevo capataz del doctor, un sujeto refunfuñón nacido en Pensilvania llamado Leidy Heckler, mientras que la labor en piedra la seguían llevando a cabo los italianos de Maniscalco.
Cada día, vagones cargados de piedra llegaban de la cantera, y Gaetano saludaba desde su andamio en el claustro a algunos de los trabajadores de la cuadrilla de Bosio, dando gracias por no estar entre ellos. Sin embargo, Gaetano se fijó, cuando ya estaban a mitad de la construcción, en que varios de los trabajadores de la cantera ahora eran negros. Por las conversaciones que había oído en la pensión, sabía que comenzaba a haber escasez de italianos porque Carmine Lobianco había dejado de traer hombres de Nápoles, pues prefería concentrarse en sus intereses comerciales de Filadelfia. Gaetano nunca había visto ni hablado con ningún negro, pero una tarde se paró en la carretera para escuchar a los trabajadores negros mientras empujaban en dirección al pueblo, colocada sobre una enorme carreta plana de ocho ruedas, una iglesia blanca de listones que hasta entonces se había encontrado a unos quince kilómetros de distancia, donde habían estado colocando las vías del tren. Ahora unos treinta negros vivían en los barracones de la zona sur de Ambler, un sector que el doctor Mattison había designado para ellos; y antes de traer a sus esposas e hijos a la zona estaban reubicando su vieja iglesia baptista, que colocarían sobre unos cimientos de madera construidos en Ambler por los carpinteros de Leidy Heckler.
Tal como acabaría comprendiendo Gaetano, el doctor Mattison creía en la segregación racial y en establecer una especie de sistema de castas dentro de su comunidad residencial. Había escogido ciertas zonas de Ambler en las que construir viviendas para las familias negras e italianas: dos grupos que en su opinión podían ocupar un lugar estable en su comunidad como empleados de las fábricas de amianto de Keasbey & Mattison después de que el trabajo de construcción se hubiera completado. Aunque no permitía que negros e italianos alquilaran casas en los mismos bloques, ambos grupos habitaban la zona residencial más cercana a las fábricas, al otro lado de las vías donde residían los demás empleados del doctor y sus familias. Si bien el doctor Mattison se mostraba cordial con las cuadrillas de obreros italianos, no los querría como vecinos en caso de que ellos aceptaran trabajo en la fábrica y se trajeran a sus familias. Tampoco aceptaría tener de vecinos a muchos de sus otros empleados blancos no italianos. Todo el que se instalara en Ambler obedecería a una estratificación social determinada; la posición de cada uno se identificaría por el tamaño de la casa que se permitiría alquilar a cada empleado, y por la distancia de esta a la residencia principal de la comunidad. Esta era, naturalmente, la mansión con torretas del doctor Mattison, majestuosamente situada en lo alto de una colina y protegida tras tapias de piedra y patrullada día y noche por vigilantes y perros guardianes.
Casi al pie de la colina, aunque en una zona lo bastante elevada como para dominar las planicies situadas al otro lado de las vías que habían sido designadas para los negros y los italianos, vivirían los trabajadores de la fábrica no italianos, que morarían en hileras de residencias de piedra sólidas pero más pequeñas, con un mínimo de ornamentación y sin espacio entre ellas. En las calles más elevadas en dirección a la finca de Mattison estaba la zona residencial para los capataces y gerentes de Keasbey & Mattison. Allí se veían filas de casas de dos plantas de buen tamaño separadas por espacio suficiente para contar con un pequeño jardín a cada lado, y con más ornamentación que las casas de los trabajadores, aunque perceptiblemente menos (ni florones ni torretas) que las espaciosas casas de tres plantas construidas aparte para los jefes, desde las que se podía ver la iglesia erigida en recuerdo de la hija del doctor.
Al otro lado de la carretera, a la derecha de la iglesia, siguiendo Lindenwold Terrace, en el exterior de la parte occidental del muro que circundaba el dominio privado del doctor Mattison —un dominio en el que pronto haría remodelar su imponente residencia gótica para que pareciera un castillo—, se encontraban las ocho mansiones en las que a los hombres de Maniscalco se les había permitido ser más creativos, y que el doctor planeaba alquilar a los directivos principales, químicos jefes y otros individuos a los que quisiera honrar. El alquiler que se cobraba por estas mansiones, así como por las residencias más sencillas de colina abajo, era quizá la mitad del que se habría cobrado por residencias de tamaño similar en cualquier otro lugar de la distante zona rural de Filadelfia.
Al cobrar un alquiler bajo, el doctor aumentaba la dependencia de sus subordinados, y al tiempo conseguía que estuvieran dispuestos a recibir salarios por debajo de las escalas salariales imperantes en otros pueblos y ciudades.
Las casas de la comunidad de Mattison recibían el agua, el combustible para la calefacción y la electricidad de las empresas de distribución que él poseía; y si algún empleado se retrasaba en el pago de su alquiler o de sus recibos, o no devolvía los préstamos del banco, pronto descubría que le retenían una parte de su salario semanal para saldar esa deuda. Mientras que el doctor parecía una persona formal en extremo en su relación con sus subordinados, tenía una costumbre que, en apariencia, parecía contradecirlo.
Desde los primeros días de su comunidad, siempre había puesto a disposición de los residentes, completamente gratis, carros cargados de flores y pequeñas plantas que había cultivado en sus jardines e invernaderos. Al final de cada semana, los conductores de sus carretas colocaban cajas de madera con plantas y manojos de flores, envueltas en papel de periódico, en las aceras de las calles vagamente empinadas que bajaban y rebasaban las vías del tren. A veces se veía al propio doctor Mattison observando desde su coche rojo cómo la gente salía de su casa a paso vivo para proveerse de esas surtidas muestras de su horticultura. Si esperaba algún signo de gratitud, no lo revelaba. Simplemente se quedaba sentado en la parte de atrás del coche, detrás de su chófer sueco uniformado, observando desde una distancia suficiente para que no pudieran saludarlo cómo los hombres y las mujeres se llevaban las flores y las plantas, las cuales, sin que ellos lo supieran, ya se habían expuesto en jarrones y macetas de porcelana dentro de su mansión de cuarenta habitaciones, y ahora faltaban ya pocos días para que se marchitaran y murieran.