Para Gaetano, el esplendor y la abundancia de oportunidades de América los personificaba la ejemplar aparición en la obra, cada día sin falta, de su jefe y patrocinador, el doctor Richard V. Mattison, un médico de Filadelfia que no ejercía, alto y con patillas, que había superado sus orígenes humildes —de niño corría descalzo por la granja de la familia cerca de Bucks County— y había hecho fortuna fabricando pócimas farmacéuticas que supuestamente curaban multitud de dolencias y trastornos físicos, así como ciertas enfermedades del espíritu. Un colega suyo de toda la vida había dicho de él: «El doctor Mattison no solo acierta siempre, sino que nunca duda».
El doctor Mattison estudió con beca en la Facultad de Farmacia de Filadelfia y en la Facultad de Medicina de la Universidad de Pensilvania, y en 1873 abrió un modesto laboratorio junto al muelle de la ciudad, donde, financiado por un joven y acaudalado socio que había sido compañero suyo de clase en la Facultad de Farmacia, experimentó con diversos compuestos y elixires que antes del final de la década se mezclarían en el interior de miles de pequeños frascos barrocos y multicolores que se vendían sin receta en farmacias de todo el país y en ciudades extranjeras como Londres, París, Lucerna y Roma.
El Bromo Caffeine del doctor Mattison —que se anunciaba como paliativo para los nervios destrozados de «la mujer neurasténica o los dolores de cabeza congestivos o anémicos del hombre del fin de siglo»— era el más famoso de sus remedios; pero casi tan populares eran su Alkalithia para el reumatismo y su Cafetonique para la dispepsia.
Poco después de su treinta aniversario, en 1881, se contaba que mientras se encontraba en su laboratorio probando una de sus pócimas que contenía leche de magnesia, de manera accidental había vertido parte de su solución sobre una tubería caliente, donde había observado que se quedaba férreamente pegada al metal, lo que le llevó a comprender las propiedades aislantes del carbonato de magnesio y fue el origen de sus posteriores experimentos con magnesia, amianto y otras sustancias que acabarían creando una tela aislante con la que se podrían envolver las tuberías para el vapor de las casas a fin de reducir enormemente los gastos en combustible.
Así fue como el doctor Mattison abandonó su interés por los preparados farmacéuticos y emprendió una carrera profesional completamente nueva, en la que fabricaría no solo aislantes, sino también un tipo de tela y de cartón piedra ignífugo que se podía utilizar en materiales de construcción para aumentar la seguridad de los domicilios, los talleres y las escuelas. De resultas de su deseo de especializarse en productos refractarios, el doctor Mattison pasó a utilizar cada vez más el amianto, una sustancia incombustible y a menudo blanquecina que se encontraba en las vetas cristalizadas de ciertas formaciones rocosas de origen volcánico en muchas partes de África, así como en Canadá, Rusia, China, Australia e Italia. En su estado más valioso, el amianto es una fibra sedosa y untuosa, fina como un hilo, de entre cinco y siete centímetros de longitud, con la resistencia a la tensión de un cable de acero y lo bastante flexible para poder tejerse con algodón o lino y formar así un hilo resistente al calor y que repele el fuego. Las fibras de amianto que son demasiado cortas para hilarlas se pueden pulverizar y mezclar con cemento para fabricar tejas, placas para tabiques y baldosas incombustibles.
En la Antigüedad, la gente a veces se refería al amianto como «el mineral mágico». Se sabe que al emperador Carlomagno le encantaba tomar el pelo a sus visitantes de la siguiente manera: arrojaba su mantel de amianto al fuego y luego lo sacaba, intocado por las llamas; y los magos medievales vestían túnicas con capucha hechas de algodón mezclado con amianto para exhibir su resistencia a las llamas ante atónitas multitudes de cándidos espectadores. En la época precristiana, los griegos y los romanos cubrían el cuerpo de sus difuntos líderes con un sudario de amianto durante las ceremonias de incineración. Pero el uso generalizado de este escaso y costoso mineral no fue posible hasta el descubrimiento de enormes depósitos en Quebec durante la década de 1870.
Los primeros industriales británicos fueron sus principales consumidores, y posteriormente norteamericanos como Henry Ward Johns (cuya empresa fue la precursora de Johns-Manville); pero no menos activo a partir de principios de la década de 1880 fue el doctor Mattison, el cual, mientras seguía experimentando con amianto en su laboratorio, casi llegó a obsesionarse con las posibilidades maravillosas y lucrativas del mineral. También se veía liderando algún día una gigantesca empresa que produciría artículos de amianto en masa a escala nacional e incluso internacional: telones de amianto para el teatro, uniformes de amianto para los bomberos, forros de amianto para los hornos de las cocinas y de las fábricas, guantes de amianto para los trabajadores de las fundiciones y los panaderos, cinturones de amianto para llevar objetos que quemaran, tostadoras de amianto y soportes para planchas, botones de amianto para las válvulas del radiador, toldos de amianto sobre los porches de las casas de veraneo.
Pero antes de aventurarse en un negocio de tal magnitud, primero tenía que construir una fábrica que igualara en tamaño sus ambiciones, lo que significaba que tendría que abandonar su modesto local en Filadelfia y trasladarse a algún lugar de la campiña de Pensilvania, que era más cara. Su socio multimillonario, Henry G. Keasbey, un sujeto de modales suaves que consideraba al doctor Mattison un genio y casi nunca discrepaba de él, lo acompañaba los fines de semana de excursión por las afueras para explorar extensiones de tierras de labranza que pudieran convertirse rápidamente en zona industrial. Ataviados con sus trajes oscuros y sus bombines, y ayudándose de un bastón para esquivar la bosta de vaca de los pastos, ambos hombres componían una extraña visión para los trabajadores de las lecherías, los herreros y los carreteros que los observaban tranquilamente desde los laterales de los caminos de tierra, que no se habían ensanchado desde que el propio William Penn, en la década de 1680, reclamara el territorio para sus compatriotas inmigrantes cuáqueros ingleses después de haberse desembarazado de los indios.
Con su metro noventa de estatura, sus hombros anchos y sus caderas estrechas, y unas piernas tan desproporcionadamente largas y delgadas que parecía que caminara sobre zancos, el doctor Mattison, un hombre con gafas y aire adusto, era mucho más alto que el señor Keasbey, que apenas medía uno sesenta y nueve, tenía una cara redonda y rubicunda y patillas de boca de hacha, y asentía afirmativamente a casi todo lo que decía el locuaz doctor. Cualquiera que pasara por allí podría haber supuesto de manera justificada que era el doctor Mattison, y no el señor Keasbey, el descendiente de una poderosa familia de angloamericanos que habían sido líderes sociales y filántropos durante generaciones, y que decoraban sus imponentes residencias de Morris County, Nueva Jersey, con cabezas de alce colgadas sobre la repisa de la chimenea, y bruñidos petos de estilo medieval flanqueando las escaleras debajo de astas de estandartes de justas y hachas de guerra. En deferencia a la riqueza de Keasbey, y con el acuerdo de que seguiría financiando sus aspiraciones, el doctor Mattison colocaba el nombre de Keasbey delante del suyo en su empresa común. Se llamaba Keasbey & Mattison Company.
En 1882, en una de sus excursiones de fin de semana al campo, los dos socios encontraron una extensión de tierra de ciento sesenta y cinco hectáreas que los indios habían denominado Wissahickon, y que ahora era un pueblo en decadencia de molinos harineros obsoletos y pequeñas granjas que recibía el nombre de Ambler. Lo más digno de mención de la historia de Ambler era un accidente de tren ocurrido mucho tiempo atrás, en 1856, un año después de que el Ferrocarril de Pensilvania hubiera introducido los trenes de manera ceremoniosa en esa parte del estado. El primero que llegó al rescate fue una menuda mujer cuáquera llamada Mary Ambler, una viuda madre de nueve hijos que se presentó en una calesa en la que se amontonaban enaguas y sábanas que convertiría en vendajes tras haber extraído de las llamas a todos los accidentados que pudo. Doce años más tarde, meses después de la muerte de Mary Ambler en 1868, muchos de los pasajeros que había rescatado asistieron a una ceremonia conmemorativa en la que la compañía de ferrocarril le cambió el nombre a la estación de Wissahickon en honor de Mary Ambler. En 1869 el pueblo de Wissahickon también cambió su nombre por el de Ambler.
Cuando el doctor Mattison y el señor Keasbey visitaron Ambler por primera vez, en 1882, su población había ido decreciendo y no llegaba a los trescientos habitantes; había extensos solares y molinos vacíos a la venta a bajo precio en la proximidad de las vías del tren. El ferrocarril, que se había anunciado al pueblo como un estímulo económico, se había convertido, por el contrario, en su ruina. A los granjeros que antaño hacían cola para entrar en Ambler con carretas llenas de grano que llevaban a moler a los molinos del pueblo ahora les resultaba más cómodo cargar su grano sin moler en trenes de mercancías y mandarlo directamente a grandes distribuidores urbanos, que también se encargaban de molerlo. Puesto que la molienda había sido la única industria de Ambler —a mediados de la primera década de 1800 la población contaba con varios molinos harineros, un aserradero, una fábrica de seda y un batán—, la influencia del ferrocarril fue enorme. En 1880 los molinos, que en algunos casos llevaban existiendo doscientos años, y que durante la guerra de Independencia habían suministrado comida, ropa y leña a los campamentos militares vecinos del general George Washington, estaban en bancarrota o funcionaban con pérdidas. El anticuado aserradero de Ambler quedó igualmente afectado por las nuevas condiciones, y la fábrica de seda y la batanadura —donde antaño había docenas de telares que confeccionaban chales con flecos para las mujeres de todo el país— también sufrieron la desgracia de que en la década de 1870 los chales con flecos pasaran de moda. Grandes cantidades de estas prendas sin vender las guardó almacenadas durante años uno de los propietarios de la fábrica, un importador de lana y seda de Nueva York llamado Eberhard Flues; y después de su muerte, en 1896, los socios que le sobrevivieron donaron parte de los chales, todavía en buen estado, al almirante Robert E. Peary cuando anunció sus planes para su primera expedición al Polo Norte.
Pero cuando el doctor Mattison pasó junto a los terrenos abandonados de la antaño popular feria del condado de Ambler, después de haber visto los molinos en desuso y otros ejemplos de un pueblo en decadencia, no se paró a reflexionar sobre su decisión de convertirlo en su residencia y sede de su ambiciosa empresa. Por el contrario, quedó complacido por el estado ruinoso de Ambler, pues lo hacía más maleable para su reconstrucción. Su economía estaba estancada, pero sus poderosos y abundantes arroyos de agua pura primaveral, que tiempo atrás habían movido los molinos, serían ideales para sus productos químicos, creando una mezcla más predecible que el agua del contaminado río de Filadelfia. El ferrocarril podría traer de manera veloz y regular toneladas de amianto a Ambler desde las grandes minas de Quebec. Podría extraerse la piedra caliza de las colinas que rodeaban el pueblo para construir fábricas junto a las vías, que resultarían muy prácticas para recibir materias primas y entregar los productos acabados. El doctor Mattison y su socio podrían pavimentar el ancho paso de tierra que cruzaba el centro de la población, perpendicular a las vías, y también iluminar todos los caminos y senderos del pueblo con farolas eléctricas. Podrían prestar dinero a los hombres de negocios de la aldea para que renovaran y repintaran los edificios desgastados por el tiempo que había en las inmediaciones de la estación de tren: la tienda, la barbería, el taller de reparación de carruajes, la pensión y la botica de la esquina, la cual (observó con agrado el doctor Mattison) estaba bien provista de frascos de Bromo Caffeine.
El doctor Mattison y su socio seguramente necesitarían más de un arquitecto para proyectar todos los nuevos edificios que planeaban; no solo las fábricas, sino también las residencias para los trabajadores, los capataces, los altos ejecutivos y los químicos que trabajarían para Keasbey & Mattison. Esos alojamientos no serían los habituales bungalós de listones de madera ni las hileras de chabolas que caracterizaban casi todos los pueblos fabriles de los Estados Unidos; tendrían paredes gruesas, y serían duraderas estructuras de piedra provistas de las características y ornamentaciones especiales del agrado de la sensibilidad estética del doctor. El doctor Mattison había sido siempre un enamorado de la arquitectura gótica. Durante el verano anterior había quedado más embelesado que nunca mientras viajaba por el oeste de Alemania y contemplaba las torretas cónicas, los florones y las buhardillas de las mansiones de Renania, que reavivaron en él los sentimientos que había experimentado de niño mientras contemplaba las ilustraciones de Hänsel y Gretel en un libro que su profesor había hecho pasar entre sus alumnos en la escuela de una sola aula de Bucks County. El doctor Mattison a menudo había soñado con vivir en una mansión con torretas, y reveló sin disimulo esa fantasía a sus compañeros de aula en una redacción que leyó en clase de inglés. Y ahora, en Ambler, dos décadas más tarde, mientras estaba a punto de transformar una comunidad agrícola en una meca industrial —siguiendo su propia evolución de niño criado en una granja a magnate—, sus sueños juveniles adquirieron una forma realista gracias a su abundante inteligencia y a los surtidos fondos del señor Keasbey.
Aquella era una época de posibilidades ilimitadas en el norte de América. Los industriales con visión de futuro y determinación convertían las materias primas y la energía prima en oro y vivían como reyes: residían en mansiones e incluso en castillos al tiempo que gobernaban masas de gente e inmensas fábricas con una audacia, y a veces con un esplendor, sin precedentes en la historia americana. El doctor Mattison había oído hablar de algunos de esos hombres: J. P. Morgan y Andrew Carnegie, George Pullman, John D. Rockefeller, Andrew Mellon y el difunto Cornelius Vanderbilt. Y ahora aparecían otros nuevos en el horizonte: William Randolph Hearst, Henry Ford y docenas más. Se hacían fortunas, y seguirían haciéndose, de maneras asombrosamente variadas; y ahora el doctor Mattison veía su oportunidad, en esa edad del vapor, aislando las tuberías y calderas del país, desde los sótanos domésticos hasta los barcos de guerra, pasando por miles de edificios privados y públicos que convertiría en ignífugos con sus placas y revestimientos incrustados de fibras de amianto que los antiguos habían creído mágicas.
En cuanto a los trabajadores que primero construirían la ciudad gótica del doctor Mattison, y luego estarían empleados en las fábricas que crearían sus productos, ya había dispuesto la llegada de un tren cargado de hombres del sur de Italia. Había adelantado el coste de su travesía atlántica a través de una empresa de vapores de Nueva York que atracaba en Nápoles, y lo había ayudado a reclutar a esos trabajadores un inmigrante italiano de Filadelfia que anteriormente había sido vigilante y factótum en el laboratorio farmacéutico del doctor Mattison. El hombre se llamaba Carmine Lobianco. Había llegado a Filadelfia procedente de Nápoles a mediados de la década de 1870; al principio había trabajado en la construcción de una carretera que se extendía siguiendo el río más allá de la propiedad de Keasbey-Mattison, en Front Street. Durante los paseos de primera hora de la mañana del doctor Mattison, que constituían su único ejercicio físico, a menudo se detenía a observar a los trabajadores italianos, a escuchar su extraño lenguaje, y, aunque solían ser más bajos y enjutos que musculosos, admiraba la fuerza con que blandían sus almádenas y picos, y arrojaban las pesadas cadenas en torno a las rocas y vigas que levantaban mediante los cables de una grúa de acero accionada por un tiro de sudorosos caballos. El doctor Mattison observaba esa actividad con un vivo interés mientras especulaba acerca de esos exóticos trabajadores de piel olivácea, su origen, sus motivaciones y sus sueños para el futuro. Era un hombre de incorregible curiosidad, una característica atribuible en parte a sus largos años de trabajo de laboratorio, a su preparación como disector y experimentador, y en parte a su impenitente entrometimiento. Era incapaz de caminar por la calle sin fijarse en la gente, sin analizar sus caras y movimientos corporales ni escuchar todo lo posible su conversación. Su propensión a meter las narices donde no debía le provocó un grave perjuicio durante su último año en Filadelfia, 1882, cuando una noche, mientras se asomaba al escaparate de una fábrica farmacéutica rival para averiguar por qué sus empleados trabajaban hasta tan tarde, su pesado corpachón de cien kilos de peso cayó por una trampilla de la acera y se fracturó la mandíbula por tres sitios. Nunca volvió a quedarle como antes; y durante el resto de su vida evitó comer carne consistente, como la de un bistec, y la parte inferior de su cara exhibía las cicatrices de su desgracia, motivo por el cual, a la edad de treinta y un años, el doctor Mattison comenzó a dejarse la barba.
Pero la primera vez que vio a una cuadrilla de trabajadores italianos en una carretera, durante uno de sus paseos matinales, era un hombre de veintinueve años sin barba ni cicatrices; y le llamó especialmente la atención el hombre que manejaba la grúa, un personaje de nariz respingona y carácter enérgico, que se cubría la cabeza con una gorra que parecía un casco y azotaba los caballos con un largo látigo mientras llamaba constantemente la atención de sus colegas cubiertos de polvo que manejaban el hacha: al doctor Mattison, aquello le evocó la imagen de un auriga romano inmerso en una acalorada escaramuza. Cuando el doctor dio un paso al frente en aquel camino de tierra para observarlo más de cerca, sintió una inmediata simpatía por ese hombre vigoroso de la grúa, aquel rufián que, sentado allí en lo alto, se alzaba con determinación sobre la oscuridad de los que le daban al pico y la pala; y en el primer momento oportuno, cuando los hombres hicieron una pausa para compartir un cubo de agua, se acercó al hombre y se quitó el bombín.
—Buenos días —dijo—, soy el doctor Mattison.
—Buenos días —le contestó el hombre que accionaba la grúa, con un inglés sorprendentemente bueno y una viva sonrisa—. Me llamo Carmine Lobianco. Estoy a su servicio.
El doctor Mattison metió la mano en el interior de su chaqueta en busca de su librillo de recetas, donde nunca escribía ninguna receta; garabateó su nombre y dirección, arrancó la página y se la entregó al operador de la grúa. Dos meses más tarde, cuando terminaron de construir la carretera y los italianos fueron despedidos, Lobianco se presentó en la oficina del doctor Mattison en busca de trabajo. El único puesto vacante era de conserje. Lobianco lo aceptó sin titubeos.
Pero en su afán de ser más útil, no tardó en llevar a cabo otras actividades. Se le veía en la línea de montaje, con los técnicos de laboratorio que llenaban la interminable procesión de frascos con los diversos remedios del doctor Mattison. Dos veces por semana cogía una carreta y entregaba cajas de esos frascos cuidadosamente empaquetados en las farmacias de la ciudad, y también en la estación de tren para su distribución por todo el país y allende los mares. Los fines de semana, una vez que el doctor Mattison y Keasbey decidieron expandir su negocio en la campiña y abandonar Filadelfia —poco después de que el doctor Mattison se hubiera caído por la trampilla—, Lobianco conducía el carruaje mientras buscaban un lugar donde instalarse; y los acompañó durante su primera visita a Ambler. Cuando comenzaron a buscar arquitectos para que proyectaran las nuevas fábricas y la comunidad gótica, Lobianco obtuvo permiso para traer a sus propios trabajadores italianos de Filadelfia y comenzar a extraer piedras de la cantera y cavar zanjas para la conducción de agua; y cuando el doctor Mattison afirmó que se necesitarían muchos más trabajadores, además de canteros altamente cualificados, Lobianco anunció que sabía exactamente dónde encontrarlos. Afirmó que los mejores canteros del mundo procedían de las montañas del sur de Italia, cerca de su aldea natal, donde, después de siglos construyendo y reconstruyendo villas y monasterios entre desprendimientos de roca y terremotos, esos hombres habían dispuesto de abundantes oportunidades de practicar su oficio. Lobianco también le dijo al doctor Mattison que tenía primos y amigos que trabajaban en el puerto de Nápoles y alrededores, y que podían reclutar rápidamente excelentes artesanos y resistentes trabajadores a precio razonable si el doctor les avanzaba el precio del pasaje. Lobianco no le contó al doctor Mattison que sus amigos y primos eran socialistas y anarquistas revolucionarios buscados por la policía italiana. Supuso que lo que más le importaba al doctor Mattison era que el trabajo se hiciera con diligencia y bien. Y lo que más le importaba a Lobianco era quedarse con una parte del dinero que la compañía naviera pagaba como comisión a los reclutadores, así como los considerables beneficios que podían obtenerse haciendo de padrone de los trabajadores italianos que llegaban.
Lobianco hacía mucho que aspiraba a convertirse en padrone, un título un tanto solemne que se daba a aquellos inmigrantes italianos oportunistas que actuaban como intermediarios étnicos durante los primeros años de la emigración en masa de trabajadores italianos. El padrone se enriquecía gracias a su jefe americano, al que proporcionaba mano de obra barata, y gracias también a los propios trabajadores, que le entregaban una parte de sus salarios. Además de facilitarles trabajo y alojamiento, en un principio el padrone era quien más influía en todo lo que hacían los recién llegados durante casi cada hora de todos los días de la semana, si no lo imponía directamente. Al carecer de familia o amigos en América, y no hablar el idioma, el trabajador medio dependía totalmente de su padrone. Puesto que al menos la mitad de todos los trabajadores eran analfabetos incluso en su propio idioma, el padrone se encargaba de toda su correspondencia entre Italia y América. Como esos trabajadores nunca habían salido antes de su país, por primera vez tenían que escribir cartas, incluidas cartas de amor, cuya redacción, e incluso a veces embellecimiento, corría a cargo de esos padroni, que utilizaban una prosa florida. Gran parte de la exagerada y operística nostalgia que se expresaba en esas cartas era más indicativa de las fantasías amorosas de los padroni, de su despreocupada picardía, que de un sentimiento que existiera realmente dentro del corazón de los trabajadores. En su absoluta dependencia de los padroni, muchos eran sin embargo conscientes de que una sola frase de exagerado afecto en una carta dirigida a una joven del pueblo podría ser interpretada por esta —y también por su familia, que siempre procuraba averiguar el contenido de esas cartas— como una promesa de amor eterno y una irrevocable propuesta de matrimonio. Pero el matrimonio estaba muy lejos de las mentes de aquellos pioneros italianos, que todavía no podían permitirse el gasto de hacer venir a su prometida. Y eran pocos los trabajadores que pensaban permanecer para siempre en América. Más del cincuenta por ciento de la primera oleada de inmigrantes no pensaba establecerse, sino que estaban allí de manera temporal, eran aves de paso, jóvenes solteros cuya intención era trabajar con denuedo durante dos o tres años, correrse algunas buenas juergas mientras sudaban por conseguir dólares americanos en zanjas y túneles, y luego regresar a Italia más ricos, más sabios y sin depender ya de su padrone.
Pero para los trabajadores italianos que se establecieron en América, o que regresaban a su país temporalmente y luego volvían con una esposa (en algunos casos el novio había quedado atrapado por las efusiones de quien le había escrito las cartas), el padrone seguía jugando un papel vital; y a principios de la década de 1880, cuando Lobianco se convirtió en padrone bajo los auspicios de Keasbey & Mattison Company, varios padroni ya eran importantes y poderosos en la ciudad de Nueva York y en Filadelfia, en New Haven, Siracusa, Utica y otras ciudades industriales del este donde se habían reunido grandes cantidades de italianos. Así, mucho antes de que los «padrinos» de la Mafia se forraran en Norteamérica —un fenómeno que no comenzó hasta la década de 1920, cuando los gánsteres de Sicilia y el sur de Italia empezaron a prosperar gracias al tráfico ilegal de licor inspirado por la Prohibición—, existía un sindicato de padroni que prosperaban legalmente —aunque a veces aprovechándose de los demás— como agentes comerciales y asesores personales de sus compatriotas, generalmente menos astutos y cultos.
Probablemente, el padrone más eminente de los Estados Unidos en aquella época vivía en la ciudad de Nueva York, que albergaba la mayor cantidad de inmigrantes italianos del país. Se llamaba Luigi Fugazy; era un hombre minúsculo con un aire profesoral que vivía en una gran casa de estilo ducal de Bleecker Street, en la zona de Little Italy del Greenwich Village de Manhattan. Nacido en Piamonte, donde su padre era profesor, en una acomodada familia del norte de Italia, Luigi Fugazy había sido oficial en el ejército real piamontés en la época del Risorgimento, y durante una breve temporada había estado asignado a una unidad comandada por Garibaldi. Tras embarcarse hacia Nueva York en 1869 con conocimientos de inglés y una importante herencia de su padre —cuyo apellido, Fugazzi, Luigi posteriormente transformó en Fugazy, justificándolo como un gesto de asimilación—, al poco tiempo aumentó su fortuna convirtiéndose en agente de viajes para una compañía naviera, negociador laboral para los empleados italianos, y también propietario de un banco de barrio y una empresa de servicios que hacía préstamos, proporcionaba traductores y redactores de cartas y autenticaba las hipotecas, las licencias, los testamentos y otros documentos de los inmigrantes. Luigi Fugazy también fundó varias organizaciones fraternales italianas, así como clubs sociales y sociedades de ayuda mutua.
Un segundo padrone neoyorquino, aunque no tan importante como Fugazy, era sin embargo muy influyente porque utilizó parte de sus ganancias como banquero y casero del barrio italiano para fundar el periódico en lengua italiana más importante del país, Il Progresso Italo-Americano. Se llamaba Carlo Barsotti; y, al igual que Fugazy, había crecido en circunstancias privilegiadas en el norte de Italia. Barsotti había nacido y se había criado en Pisa. Pero si adquirió renombre en los Estados Unidos fue por ser el impulsor, gracias a la campaña editorial de su periódico, de la conmemoración del Día de Colón, que comenzó en 1892: el cuatricentenario del descubrimiento de América. Se recaudaron fondos para erigir una estatua a Colón en Nueva York, y también en otras ciudades donde había un gran número de italianos y padroni convincentes que podían influir en ellos.
En New Haven ese hombre era Paolo Russo, propietario de una tienda de comestibles, banquero y abogado (el primer italoamericano que se graduó en la Facultad de Derecho de Yale en 1893); en Siracusa, el padrone principal era Thomas Marnell (nacido con el apellido de Marinelli en Nápoles), que comenzó como trabajador del ferrocarril y acabó de banquero; y en Filadelfia, el padrone principal era un director de pompas fúnebres llamado Charles C. Baldi, un virtuoso a la hora de consolar a las familias afligidas, y que también presidía una empresa de carbón, una agencia de viajes, una agencia inmobiliaria y el periódico en lengua italiana L’Opinione.
Los padroni que guiaban a los trabajadores italianos en las zonas menos industriales del país —en el sur rural, las Grandes Llanuras y a lo largo de las Montañas Rocosas hacia el Pacífico— eran menos ricos que sus homólogos del este, en parte porque casi todos los inmigrantes, que en su mayoría habían huido de las granjas de sus padres en el sur de Italia, se resistían a instalarse en las aisladas zonas del interior de los Estados Unidos. Ya habían visto suficiente aislamiento en su país, y no solo carecían de dinero para invertir en aperos de labranza y tierras, sino que tampoco poseían ni temperamento ni suficiente conocimiento del idioma para aventurarse en los amplios espacios abiertos que ya habían sido ocupados en gran parte por irlandeses, alemanes y suecos, y, naturalmente, por pistoleros y hombres de la frontera nacidos en Norteamérica que tenían poco aprecio por los extranjeros en general. Los italianos preferían el mundo cerrado y protector de los guetos, donde se podía comprender su dialecto, donde podían comprar salchichas y aceite de oliva importados de Italia en la tienda de la esquina propiedad de su padrone. Y cuando las importaciones de Italia incluían mujeres, comenzaban a criar a sus familias en edificios altísimos y abarrotados que de una manera extraña evocaban la atmósfera de las aldeas montañosas que los había rodeado desde su nacimiento. El hecho de que pocos árboles flanquearan las calles de estas ciudades era considerado una bendición por las mujeres, las cuales, acostumbradas al antiquísimo hábito diario italiano de sentarse junto a la ventana durante horas y espiar a los vecinos, se habrían frustrado si en América las hojas de los árboles les hubieran impedido ver la calle.
Y a estos italianos que moraban en las ciudades siempre les llegaban suficientes historias de terror y tribulación de la vida de provincias para convencerlos de que vivían mucho mejor donde estaban. Una de esas historias se refería a una cuadrilla de obreros a los que su padrone había acompañado al sur profundo para recoger algodón en una plantación de Misisipi: cuando visitaron la población recibieron el mismo trato miserable que se les daba a los negros, y a veces, por las noches, se encontraban por los caminos con hombres que portaban cruces en llamas. El pequeño restaurante italiano que el padrone había abierto cerca de la plantación fue destruido después de que un cocinero italiano le sirviera a un negro. Otro relato hablaba de unos italianos que habían organizado una comuna agrícola en Arkansas, soportando no solo sequías y tornados, sino también los ataques de xenófobos que los acosaban y los insultaban llamándolos «espagueti». Los italianos a los que habían enviado a las zonas inhóspitas del Medio Oeste para trabajar para la Chicago & North Western Railway habían sido incapaces de encontrar alojamiento durante todo el invierno. Cuando buscaban refugio y calor dentro de la paja de los vagones de ganado en los apartaderos, los despertaban atracadores que les robaban todo el dinero que habían ahorrado de su salario de nueve dólares a la semana. Muchos italianos que habían sido reclutados para trabajar de esquiroles en las minas de cobre de Colorado durante una huelga casi murieron apaleados por multitudes de sindicalistas que habían sido despedidos y que los insultaban. En Luisiana, después de que un jefe de la policía del lugar hubiera sido asesinado mientras investigaba denuncias de extorsión y violencia entre cuadrillas rivales de trabajadores de los muelles, once italianos fueron arrestados y acusados de asesinato, pero no encontraron culpable a ninguno. Indignados por lo que consideraron una excesiva indulgencia por parte del tribunal, unos ciudadanos miembros de un comité de vigilancia atacaron la prisión de Nueva Orleans, capturaron a los italianos que habían sido juzgados y los lincharon a todos.
Pero dichas atrocidades, que podían leerse en los titulares de la prensa americana, y también en los periódicos de Italia —y que llenaban de satisfacción a algunos terratenientes italianos que tenían que hacer frente a la escasez de mano de obra causada por la emigración—, representaban tan solo una imagen parcial y a menudo distorsionada de la vida de los inmigrantes italianos tal como tenía lugar fuera de los guetos y las actividades fabriles del noroeste a principios de siglo. Igualmente relevante, aunque no lo bastante dramática para aparecer en la prensa ni ser objeto de chismorreo en los guetos, era la lenta pero tenaz asimilación de los italianos, que generalmente coexistían pacíficamente con los no italianos del sur, el Medio Oeste y el Lejano Oeste, y cuya siguiente generación a menudo crecería hablando inglés y con un deje sureño o con acento texano, y aprendería a recitar el Juramento de Lealtad en lugares como la sala de la hermandad de la Sociedad Italiana de Víctor Manuel III de Waukesha, Wisconsin.
Bernard de Voto, hijo nativo de Ogden, Utah, nacido de padre italiano y madre mormona, se convertiría en un importante ensayista americano. En Fort Huachuca, Arizona, creció entre soldados, indios y broncos jinetes el hijo adolescente de un director de banda de música del ejército de los Estados Unidos nacido en Italia y casado con una judía de Trieste: su nombre era Fiorello La Guardia, y posteriormente se convertiría en alcalde electo de Nueva York. En Texas hubo un cowboy nacido de padre italiano y madre irlandesa que escribiría leidísimas novelas del Oeste bajo el nombre de Charles A. Siringo; y un inmigrante italiano que llevaba un pequeño hotel en San José, California, tuvo un hijo, Amadeo Pietro Giannini, que acabaría fundando el Bank of Italy de San Francisco, que luego se convertiría en el Bank of America, uno de los bancos privados más grandes del mundo.
Es cierto que los italianos que echaron raíces al oeste del Misisipi apenas constituían el veinte por ciento de todos los italianos que entraron en Estados Unidos antes, y un poco después, del cambio de siglo. Pero ese veinte por ciento probablemente llegó a «sentirse americano» mucho antes que el ochenta por ciento que llevaba una vida más protegida en poblaciones industriales y barrios étnicos al este del Misisipi, y que continuaban confiando en su padrone como enlace primordial con el americano medio. En California, donde los italianos obtenían rápidamente aceptación social y éxito material, apenas existía ningún padrone.
También es cierto, sin embargo, que los italianos que se trasladaron a California procedían sobre todo del norte de Italia; y que al beneficiarse de un nivel educativo superior al de los meridionales, y proceder de un entorno menos pobre, estaban más preparados para apañárselas solos en América. Menos del doce por ciento de los que llegaban del norte eran analfabetos, en comparación con los más del cincuenta por ciento de analfabetos del sur. Mientras que los meridionales se habían visto reprimidos durante siglos por las tradiciones opresivas y antiintelectuales de la corona borbónica y la Iglesia católica, en el norte procedían de una tradición más mundana, si no menos espiritual, pues a lo largo de los siglos habían interactuado y se habían casado con diversos grupos europeos que moraban en las fronteras septentrionales de Italia o sus inmediaciones: franceses, suizos, alemanes y austríacos, ciudadanos de naciones extranjeras con las que las autoridades italianas a menudo habían mantenido disputas, pero con cuyos idiomas y costumbres muchos italianos al menos estaban familiarizados, y cuyas diferencias religiosas, cuando existían, eran toleradas de una manera que hubiera resultado inaceptable para un obispo Borbón de Nápoles. Los héroes italianos del norte que desencadenaron el Risorgimento —el rey Víctor Manuel II, el conde de Cavour, Mazzini y Garibaldi— eran todos católicos descreídos; y aunque no había ninguna prueba que indicara que los italianos del norte eran menos temerosos de Dios que los del sur, los inmigrantes americanos que procedían de la Italia septentrional (contrariamente a sus compatriotas del sur) no eran vistos enseguida como peones del Papa y la escoria de la humanidad por la mayoría protestante de los Estados Unidos.
Ya el aspecto físico ayudaba a los inmigrantes italianos del norte a mezclarse mejor que los del sur. Su estructura corporal y su tono de piel eran más próximos al tipo anguloso y rubicundo de los protestantes europeos anglonórdicos: colonos, pioneros y arribistas que solían representar, en el físico y la fisonomía, el prototipo norteamericano. Los italianos del norte solían ser más altos y menos morenos que los del sur, a menudo tenían el pelo y los ojos de color claro, y según el escritor William Dean Howells, cónsul de los Estados Unidos en Venecia durante la década de 1860, «un temperamento más desenfadado». Los septentrionales no solo habían recibido una educación mejor que los sureños, y tenían mejor predisposición a dominar el inglés, sino que por regla general eran más extrovertidos, menos cautos con los forasteros y más emprendedores. También tuvieron la suerte de que un número significativo de sus compatriotas del norte llegaran a la bulliciosa zona de la bahía de San Francisco casi al mismo tiempo que los demás colonos nativos, en la época de la fiebre del oro de 1849, cuando el tenor y el tempo de la región lo caracterizaban un grupo de individuos materialistas, versátiles y todavía no estratificados socialmente, con el que los italianos resultaron ser bastante compatibles. Entre los primeros italianos que prosperaron en esa época se encontraba Domenico Ghirardelli, que recorrió las poblaciones mineras de California vendiendo chocolatinas y caramelos. De su energía surgiría una fábrica de dulces y siropes que florecería en San Francisco mucho después de su muerte.
Un contemporáneo de Ghirardelli, que se contaría entre los primeros italianos que se abrieron camino como vinateros en California, fue Andrea Sbarbaro, un banquero genovés que fundó la Colonia Italosuiza del valle de Sonoma, en California. En las aguas de la bahía de San Francisco y más allá, compitiendo con los pescadores chinos que echaban sus juncos a la mar, había también pescadores inmigrantes italianos, casi todos llegados de Génova. Pero posteriormente, en la década de 1880, como los genoveses prosperaban y se ganaban la vida de manera mejor remunerada en la costa y en la ciudad, muchos vendieron sus faluchos de pesca de altura y pequeños botes y redes para pescar cangrejos a los pescadores italianos recién llegados, algunos procedentes de Sicilia. Entre los sicilianos que llegaron a finales del siglo XIX había un pescador nacido en Isola delle Femmine, un islote cerca de Palermo, donde sus antepasados se habían ganado la vida en el mar durante generaciones. Se llamaba DiMaggio. En América tendría cinco hijos, y los dos mayores serían pescadores. Los tres más pequeños carecieron de la disciplina y el temperamento para la vida del mar, y de niños a menudo se alejaban del Muelle de los Pescadores y se encaminaban hacia los solares donde los niños jugaban al béisbol con remos partidos.
No solo en el norte de California, sino también en las zonas de Los Ángeles y San Diego, con el tiempo los inmigrantes italianos contribuirían de manera significativa al desarrollo de la economía estatal, algunos como vinateros y otros como cultivadores de frutas y verduras a gran escala. Casi todo lo que crecía en Italia crecía también en el suelo fértil y de clima suave de California; de todos los estados de Norteamérica, es el que más se parece a la península italiana. Entre los italianos que mejor capitalizaron el clima de California se encontraban sin duda los inmigrantes nacidos en la zona norte de Italia, más industrial; hombres que habían evitado la otra zona del país, con sus humeantes ciudades fabriles y sus guetos, en busca de un lugar más próspero al sol. De manera irónica, los italianos meridionales, que se habían visto derrocados por los invasores del norte durante el Risorgimento, en América seguían encontrándose en una posición inferior a sus paisanos norteños, y continuaban gobernados por oportunistas septentrionales: sus padroni.
Con pocas excepciones, los padroni que gobernaban las vidas de los jornaleros italianos eran nativos del norte de Italia. Una excepción era el protegido del doctor Mattison de Filadelfia. Carmine Lobianco había cultivado su astucia durante su juventud en los trapicheos de los muelles de Nápoles, y, procurando trabajadores a la Keasbey & Mattison Company de Ambler, pronto alcanzó la prosperidad que había sido su ambición primordial.
A mediados de la década de 1880, en los periódicos americanos de las grandes ciudades comenzó a surgir mucha publicidad negativa acerca de los padroni; se insinuaba que las autoridades de inmigración de los Estados Unidos recomendaban una legislación que vetara numerosas prácticas de los padroni consideradas explotadoras y ladinas. Muchos de ellos fueron acusados de mantener tratos deshonestos con sus jefes americanos, que les adelantaban el importe del pasaje de los emigrantes: los padroni exageraban el coste real que la compañía naviera cobraba a los peones para llevarlos a los Estados Unidos (embolsándose la diferencia), y a continuación anotaban una cifra más alta del coste del pasaje en la lista de deudas que los trabajadores posteriormente debían devolver con los salarios obtenidos.
El día de pago, algunos desdichados trabajadores descubrían que no tenían ni un céntimo después de haberle reembolsado a su padrone lo que este afirmaba que le debían por alojamiento, comida y transporte al lugar de trabajo; por servicios personales como escribir cartas, traducir y autenticar documentos; y por los intereses que cobraban sobre los préstamos personales. Aquellos hombres que no podían devolver la deuda eran obligados a renunciar a sus pequeñas parcelas agrícolas en Italia, que el padrone había retenido como garantía. La pérdida de dicha tierra causó un profundo resentimiento entre los trabajadores de América y sus parientes en Italia; y las protestas resultantes contra estas situaciones y otras parecidas provocaron que todo el sistema de los padroni fuera sometido a examen por los legisladores y la prensa norteamericana a mediados de la década de 1880, ensuciando la imagen de un buen número de padroni que durante mucho tiempo habían disfrutado de una justificada reputación de caballeros de humanidad e integridad intachables. Carmine Lobianco, sin embargo, no era uno de esos caballeros.
En los últimos meses de 1888, Lobianco se había ido retirando poco a poco y de manera voluntaria. Con las campañas cada vez más intensas libradas por las autoridades de inmigración americanas, acabó obsesionado por la posibilidad de ir a la cárcel. Ahora era más rico de lo que sabía que se merecía; y aunque eso no le remordía la conciencia —después de todo había alcanzado la prosperidad de una manera no distinta a la de los barones de su tierra natal, y de muchos americanos prominenti como su patrón, ese eminente elaborador de pociones que, igual que él, se había aprovechado del mercado de mano de obra barata—, deseaba dedicar más tiempo a sus diversos negocios. Gracias a los beneficios obtenidos después de seis años como padrone, Lobianco poseía, en el distrito italiano del sur de Filadelfia, dos casas de pisos de ladrillo rojo que tenía en alquiler, un banco de barrio, una agencia de viajes y una tienda de comestibles. También era propietario de dos laberínticas casas de huéspedes en las afueras de Ambler, donde los italianos seguían trabajando en la ciudad gótica y en el centro de fabricación de amianto del doctor Mattison. La casa de huéspedes la supervisaba la esposa de Carmine Lobianco, hija de un anarquista de Nápoles que, al igual que él, había entrado en el país ilegalmente.
En las casas de huéspedes, durmiendo sobre colchones de farfolla, en habitaciones de cuatro literas, vivían muchos de los operarios de Keasbey & Mattison. Cada mañana, al amanecer, el capataz de Lobianco los llevaba por el camino de tierra hacia la cantera para dinamitar y transportar más piedras colina arriba, con las que seguir construyendo las más de cuatrocientas residencias y fábricas que compondrían la comunidad industrial de Ambler.
Durante sus años como padrone, Lobianco había sido responsable del traslado de más de quinientos hombres de Nápoles a Ambler. Pero ahora, en ese período de publicidad adversa, las innumerables responsabilidades de ese puesto —recibir las embarcaciones que llegaban llenas de trabajadores, acompañarlos a los trenes, alojarlos y alimentarlos, atender sus diversas necesidades y exigencias, servirles de guardián y de compadre con el que confraternizar, y todas las demás ingratas tareas— ya no compensaban a Lobianco. Subcontrataría casi todas las faenas habituales a sus primos y amigos de Nápoles, mientras él se trasladaba a Filadelfia para vivir en circunstancias menos exigentes.
El último cargamento de trabajadores del que fue directamente responsable llegó a finales de abril de 1888. A bordo había cuarenta y tres hombres, todos ellos solteros. A todos les esperaba un empleo en la Keasbey & Mattison Company, ya fuera en la cantera o como aprendices de los canteros y artesanos que ya habían completado docenas de edificios góticos que el propio doctor Mattison había rediseñado después de expresar su malestar respecto a los planos originales presentados por los arquitectos.
Los cuarenta y tres recién llegados no habían redactado ningún contrato con Lobianco especificando las condiciones de trabajo, pues esa práctica había sido prohibida por las autoridades de inmigración norteamericanas, presionadas por los sindicatos; pero los colegas reclutadores de Lobianco en Nápoles le habían asegurado que todos y cada uno de aquellos hombres habían prometido permanecer en los Estados Unidos bajo la guía del padrone por un tiempo no inferior a dos años.
Uno de los trabajadores que habían aceptado esas condiciones era Gaetano Talese.