Tras un noviazgo que fue en parte promovido por Michelina —que alentó los leves coqueteos de Ippolita mientras peroraba acerca del sombrío futuro que les esperaba a las solteronas en un sur empobrecido y privado de solteros que valieran la pena—, Domenico Talese superó su aversión de seminarista a las mujeres proponiéndole a Ippolita que fuera su esposa. Los casó, a mediados de noviembre de 1868 en la iglesia donde se habían conocido, el sacerdote que los había presentado.
La dama de honor fue Michelina, que ahora podía marcharse contenta a Argentina, sabiendo que su joven prima no se quedaba sola en Italia. El padrino fue el cuñado y capataz de Domenico en la granja, el jovial y parcialmente sordo Vito Bevivino.
La esposa de Vito era la hermana mayor de Domenico, Carolina, una mujer vehemente, descarnada y canosa dominada por el pesimismo y una superstición infinita. Nunca llevaba collares, pulseras ni pendientes que no contuvieran algún amuleto que la protegiera del mal de ojo; y jamás apareció en público sin ir vestida de negro y con velos de luto, incluso cuando acudió a la iglesia para casarse con Vito. En aquella ocasión explicó que todavía la obsesionaba el desprendimiento de piedras que dos años antes había aplastado a sus padres y a su hermano mayor; pero se sabía que también iba vestida de luto mucho antes del trágico accidente.
Al igual que su madre antes que ella, y al igual que muchos otros de sus compatriotas, Carolina era una persona notoriamente devota cuyo raciocinio quedaba ensombrecido por la sofistería griega de la Antigüedad y algunas ideas del diabolismo medieval; se identificaba sobre todo con la tristeza de los Evangelios, la saña del Creador y la omnipresencia de la muerte. Oír expresar a alguien un cumplido personal o interpretar un hecho como un auspicio favorable la alertaba de la posible presencia de la invisible jettatura. De no haberse casado con Vito Bevivino, que era sordo a sus palabras de desesperación, probablemente habría encontrado consuelo caminando entre los flagelantes que manchaban de sangre los caminos de todos los santuarios del sur, o cantando en coros de plañideras profesionales de las que siempre había demanda en el oscuro ocaso de ese reino caído.
A Domenico no le afectaba su temperamento elegíaco. Siempre había estado emocionalmente cerca de su hermana mayor, que de niño lo había criado durante las frecuentes ausencias de su madre tuberculosa. Su hermana lo llevaba a misa cada mañana, y más tarde se lo recomendó al monseñor como un joven llamado al sacerdocio. Lo apoyó de manera incondicional durante su época de dudas en el seminario, y calmó su cólera contra Dios tras la muerte accidental de sus padres y su hermano. Aunque excéntrica y etérea, era una mujer de férrea voluntad con la que siempre se podía contar. Domenico sabía que en su vida no había nadie más de fiar que Carolina, su última hermana con vida. La confianza que tenía en ella se extendía a su fe en la validez de su espiritualismo, en la divinidad de la esencia de este, pues surgía de un miedo que ambos compartían por igual, un miedo tan inquietante y vergonzosamente personal que solo podía remediarse con la guía y la protección del cielo.
Domenico creía, con su hermana, que quizá ambos vivían bajo la influencia de una maldición. Era ella quien le había transmitido esa ominosa sospecha, poco después de que abandonara el seminario a la muerte de sus padres. Antes de eso, se había guardado tales recelos para sí, recelos que habían surgido en forma de un rumor que había oído de joven en Maida. En una ocasión, Carolina superó su timidez y le preguntó a su padre, pero este, como ella le contó posteriormente a Domenico, negó con vehemencia el rumor, aunque Carolina se quedó con la impresión de que probablemente la historia era cierta, añadiendo que su padre le había suplicado que nunca hablara con nadie de aquel asunto. Sin embargo, se lo comentó a Domenico: el rumor de que el padre de su padre, Pasquale Talese, había sido hijo de un cura.
Tras dejar el seminario, y con la esperanza de encontrar pruebas que desmintieran esas habladurías, Domenico dedicó mucho tiempo a intentar trazar la genealogía de Pasquale a través de los archivos municipales y eclesiásticos de Maida y alrededores. Una tarea difícil y ardua, porque un alto porcentaje del material se había desplazado o perdido a consecuencia del terremoto de 1783; y después de que Domenico hubiera pasado tres meses de investigación sin resultado, su hermana se enteró por uno de los octogenarios del pueblo de que Pasquale ni siquiera había nacido en la zona de Maida, como siempre habían imaginado, sino al noroeste de Nápoles, en las afueras de Benevento.
Aquello se encontraba en la vecindad del seminario al que había asistido Domenico, y los hermanos no solo le permitieron volver a vivir con ellos como invitado, sino que le ayudaron a obtener la cooperación de quienes llevaban los registros en varias iglesias vecinas. Con esa ayuda, Domenico consiguió confirmar por fin el nacimiento de Pasquale en las afueras de Benevento en la primavera de 1765, y averiguar que la pareja que figuraba como sus padres habían engendrado anteriormente tres hijos. Pero no había ninguna manera de que Domenico pudiera confirmar los lazos de sangre de Pasquale con el padre que figuraba en el registro, y ni siquiera determinar que este último vivía en la época en que nació su abuelo, pues la fecha del fallecimiento del anciano no se encontraba en ninguno de los archivos de la iglesia.
Domenico tampoco consiguió explicar por qué, después de que Pasquale cumpliera los diecisiete, en 1782, y se casara por primera vez —no con la abuela de Domenico, que era la segunda mujer de Pasquale, sino con la joven esposa que moriría en el terremoto de 1783—, escribió su nombre con una ortografía diferente de la que figuraba en su certificado de nacimiento. Aquel cambio en el apellido —de «Telese» a «Talese»— ¿era un error del empleado municipal que había emitido la licencia matrimonial de Pasquale? ¿O había sido un intento deliberado por parte de Pasquale de distanciarse de los otros tres Telese que había engendrado su madre? Si la explicación era esta última, entonces quizá lo corroboraba el descubrimiento por parte de Domenico de una escritura de propiedad eclesiástica que indicaba que, en 1788, Pasquale había pasado a ser el único heredero de dos parcelas agrícolas de tierra pertenecientes a la Iglesia recibidas de un benefactor anónimo. ¿Era ese benefactor el clérigo que quizá lo había engendrado? En la escritura no había ningún nombre, solo el sello de la rectoría y del notario; pero Domenico era vergonzosamente consciente de que una de esas parcelas estaba ubicada en el valle de Maida, y que a la muerte de Pasquale la había heredado su hijo, Gaetano, cuyo fallecimiento en el desprendimiento de tierra había convertido en heredero a Domenico. Y ahora, su vasta y fértil superficie, junto con la tierra adyacente que Domenico había comprado, constituía su principal fuente de riqueza.
Pasó cinco meses en esa región del sur de Italia donde el abuelo paterno, Pasquale, había nacido y se había criado; y un día, mientras iba a caballo por un camino de herradura en la campiña que había al oeste de Benevento, Domenico vio un pequeño cartel en la carretera que señalaba la dirección de una población llamada Telese. Como nunca había oído hablar de ese lugar, Domenico siguió un estrecho y serpenteante camino hasta que llegó a un calvero en el que aparecieron los restos de un villorrio abandonado. No eran más que unos viejos muros agrietados que cercaban jardines de flores silvestres, maleza alta y varios edificios de piedra erosionados. Domenico supuso que ese había sido el origen del clan familiar. Y aunque no había nada en aquel lugar silencioso y en ruinas que indicara cuándo había estado habitado, días después Domenico descubrió, en los archivos de un monasterio cercano, muchas referencias históricas al villorrio de Telese.
Poblado en épocas precristianas, había sido destrozado en parte por los romanos en el año 214 a. C. en represalia por la hospitalidad que sus ciudadanos le habían ofrecido a Aníbal; pero posteriormente la comunidad fue colonizada por los romanos, y todavía conoció la presencia de los visigodos, los árabes, los normandos y otros invasores. Sin embargo, a principios del siglo XVII, varios terremotos de poca intensidad produjeron unas grietas en el suelo que crearon una atmósfera tan nociva que durante los doscientos años siguientes el lugar fue inhabitable. Muchos residentes se trasladaron a la isla de Isquia, frente a Nápoles, o a zonas más lejanas de Italia, mientras que otros permanecieron en las inmediaciones, fundando una nueva comunidad llamada Telese a varios kilómetros al oeste del antiguo asentamiento, un lugar irrigado por aguas sulfurosas que la gente consideraba terapéuticas.
Domenico leyó que el nombre de Telese derivaba del verbo griego telein, que significa «iniciar en los misterios», y le agradó averiguar que mucha gente de esa población se había visto iniciada en los misterios de la Iglesia como sacerdotes y monjes, entre los primeros el abad del siglo XII Alessandro di Telese, un erudito medieval y autor de cuatro volúmenes que daban una idea general de las relaciones entre los gobernantes normandos y el papado. Pero nada de lo que Domenico leyó o escuchó durante su estancia respondió a la pregunta fundamental acerca de la paternidad de su abuelo, y a su regreso a Maida tampoco se sintió menos vulnerable a los recelos de su hermana.
Carolina seguía tercamente empeñada en creer que pesaba sobre ellos una maldición, y aunque no había ningún antídoto seguro, instó a su hermano a que dedicaran sus vidas a la oración y a mantenerse vigilantes; y cuando, después de que Domenico se enamorara de Ippolita en el verano de 1868, informó a su hermana de que pensaba casarse el próximo noviembre, ella le advirtió que el único día seguro para ese matrimonio era el 18 de noviembre, pues señalaba el décimo aniversario de los desprendimientos de piedras. Insistió en que era imperioso que aquel día, además de celebrar el sacramento del matrimonio expresaran su acatamiento a la cólera del Señor. Lo contrario sería faltar al respeto a las almas de los difuntos y a su hacedor, que se los había llevado, y también podía acarrear mala suerte en el futuro a los vástagos de Domenico. Este se casó con Ippolita el 18 de noviembre de 1868.
Cuando Ippolita se enteró de que la fecha de la boda había obedecido a la superstición de Carolina, se quedó perpleja e incluso asustada, pues nunca había conocido a nadie que se viera tan influido por los posibles efectos de los malos presagios o las maldiciones. Pero entonces comenzó a molestarle que un día supuestamente dichoso también conmemorara un desastre ocurrido una década antes. Solo tenía veintiún años, pero no se podía decir que no hubiera conocido los desastres y la muerte; y sin embargo, la familia con la que se estaba casando parecía obtener consuelo en la resurrección de la tristeza. Aunque no expresó sus objeciones a nadie más que a su marido —y ni siquiera ante él dio rienda suelta a sus sentimientos—, es indudable que Ippolita se sintió evidentemente consternada cuando el día de su boda vio crespones negros entrelazados con las cintas blancas y las flores del altar, y observó a su llorosa cuñada vestida de negro de arriba abajo mientras oía cómo el sacerdote invocaba las bendiciones de los difuntos padres sobre la pareja que estaba a punto de unirse en el sacramento del matrimonio.
Ippolita culpó completamente a Carolina de la atmósfera de abatimiento que introdujo en la escena de su matrimonio, excusando a su marido, al que consideró una víctima temporal de su irritante hermana: un hombre inseguro atrapado entre su lealtad al pasado y al presente, un novio sonriente enfundado en un traje blanco que cubría su corazón con las cintas negras que caían de las flores del ojal. El padrino vestía igual. Ippolita, por supuesto, iba vestida completamente de blanco, al igual que su dama de honor, Michelina. Pero las dos docenas de invitados —todos ellos de Carolina, y todos ellos empleados en las granjas y en los molinos que se jactaba de poseer con su hermano— también mostraban crespones o brazaletes negros sobre la ropa en deferencia al temperamento de la hermana de Domenico.
Después de la recepción, cuando Ippolita se despidió de Carolina y los demás invitados en el patio de la casa de Domenico, una casa con crucifijos en las paredes que ahora también era suya, prometió que a partir de entonces mantendría a Carolina a distancia, aunque sería difícil, pues vivía en la casa de al lado. Para empezar, Ippolita dejó de asistir a misa con su marido, pues Carolina lo acompañaba de manera invariable; también consiguió llevar un horario completamente opuesto a la predecible rutina de Carolina: iba a comprar cuando esta estaba en casa; se quedaba en casa cuando ella iba a la compra; siempre entraba y salía de casa por una puerta lateral invisible desde las ventanas de Carolina; y fingía estar durmiendo la siesta cada vez que oía que la puerta principal retumbaba con los impacientes golpes de su cuñada.
Cuando Ippolita no se encontraba bien, lo mantenía en secreto; de lo contrario, Carolina insistía en visitarla y recetarle extraños remedios a base de hierbas, al tiempo que exageraba la gravedad de la enfermedad de Ippolita por toda la vecindad. Tras irse a vivir a la hilera de casas ocupada por la parentela y amigos de su marido, Ippolita pronto descubrió que el tema preferido de conversación eran las enfermedades de todo tipo: reumatismo, dispepsia, neuritis, neuralgia, intoxicación alimentaria, úlceras, caries, insolación, congelación, malnutrición, invalidez, dolor de cabeza, dolor de espalda, aflicción, tumores cerebrales. No solo Carolina, sino también los demás vecinos se quejaban constantemente y en público de todos sus dolores, como si admitieran que la buena salud podía acarrearles mala suerte.
Por fortuna para Ippolita, la imagen de novia tímida y joven que había cultivado le permitió evitar aquel círculo de gente quejosa, mujeres que, cada tarde a la misma hora, se reunían en torno a Carolina en la fuente del patio para describir y comparar sus últimos achaques, reales o imaginarios. Pero durante el verano de 1871 la relación de Ippolita con estas mujeres se alteró rápidamente en virtud de una nueva circunstancia. Se quedó embarazada. Se le notaba tanto que todos se dieron cuenta, y lo comentaban, y al parecer les hacía muy felices. Por desgracia para Ippolita, el tema de conversación de su inminente maternidad comenzó a ser casi tan popular como el de las enfermedades.
Ippolita ahora tenía la impresión de que no le quedaba más remedio que ceder a la atención de sus vecinas, informarles diariamente de su estado, y a veces ir con ellas de compras, o de lo contrario parecería grosera e insensible a sus expresiones de buena voluntad. Incluso comenzó a hacerle caso a su cuñada de una manera que jamás habría creído posible: recibía cortésmente a Carolina durante sus visitas diarias y aceptaba con agradecimiento las hierbas y sopas especiales que le ofrecía, y que se consideraban ideales para la salud de las madres gestantes (Carolina, que tenía cuarenta años y no era madre, se tenía por una autoridad en el tema de la maternidad), y también permitía que Carolina fuera preparando el bautizo del niño, a condición de que no hubiera en la iglesia cintas ni crespones negros, ni ningún otro símbolo de luto.
Al final del verano de 1871 le nació un varón. En contra de su habitual costumbre de no beber, Domenico compartió un tonel de vino con sus peones y amigos. Posteriormente, en la iglesia, donde el bautizo fue presenciado por un público más numeroso y festivo del que había asistido a la boda de Ippolita, se obró de acuerdo con la tradición, y al recién nacido se le puso el nombre de su abuelo paterno, en este caso Gaetano. Mientras se derramaba agua bendita sobre la cabeza del niño y se pronunciaba su nombre, el sacerdote atendió la petición de Ippolita de abstenerse de conmemorar la trágica muerte del antepasado tocayo del bebé.
Después de que Domenico e Ippolita se hubieran llevado a la criatura a casa, y ella poco a poco se viera inmersa en la rutina de cuidar al pequeño, comprendió que las obligaciones maternales le proporcionaban una excusa perfecta para evitar una vez más relacionarse con sus vecinos. Ahora fingía fatiga cuando buscaban su compañía, y, puesto que su marido había contratado a la hija de un granjero para hacer la compra, Ippolita podía rechazar educadamente todos los ofrecimientos de ayuda. Aunque a veces se sentía un poco misántropa, reconocía —algo inhabitual anteriormente— su necesidad de intimidad, no solo como protección contra sus bienintencionados vecinos, ni como fruto de su deseo de ser esa madre entregada que la suya propia, siempre enferma, no había podido ser, sino porque cada día deseaba disponer de un período de soledad que, de manera egoísta, pudiera dedicar a sí misma.
Durante el primer año de vida de su hijo consiguió disponer de ese tiempo; mientras la criatura echaba la siesta y su marido se iba de visitas de negocios, ella leía y bordaba, y dejaba volar su imaginación igual que había hecho en su adolescencia, al haber sido la introspectiva hija única de un padre ya mayor y de una madre melancólica.
Pero cuando al año siguiente nació un segundo hijo, y luego un tercero, y todavía un cuarto, en esta ocasión una niña, el lujo de la tranquilidad dejó de existir para Ippolita: de repente se vio abrumada por sus deberes, agotada por la falta de sueño, irritada por las quejas de su criada, que trabajaba demasiado y amenazaba con regresar a la granja. Fue entonces cuando la cuñada de Ippolita y otra mujer del vecindario llamaron a su puerta una tarde con flores y un cesto de fruta, y le preguntaron si podían ayudarla. Con lágrimas de gratitud, la joven madre de cuatro hijos les dio la bienvenida a su casa.
En aquella época Carolina le había cogido un cariño especial a la pequeña Maria, que tenía los ojos oscuros. Cuando la pequeña fue destetada, Carolina a menudo se la llevaba a su casa, donde jugaba con ella y la cuidaba; y en años posteriores Maria comenzó a acompañar de manera regular a Carolina y Domenico a la iglesia. Seguía los movimientos de los sacerdotes con interés y se sumaba a las oraciones con un fervor que, a medida que Maria se acercaba a la adolescencia, a Carolina le sugería una posible vocación religiosa. Pero Domenico se oponía a ello. Maria era su única hija, su ojito derecho, y le gustaba tenerla cerca. Era una niña obediente y recatada, aunque no tímida. También poseía un sereno encanto que Domenico sabía que no pasaría inadvertido entre los jóvenes que la veían en la iglesia.
Cuando cumplió los quince, uno de esos jóvenes, Francesco Cristiani, que por entonces contaba veintiún años y era sastre en la empresa familiar que confeccionaba la ropa de Domenico, un día lo abordó en privado en la tienda y reconoció que aspiraba a que le concediera la mano de Maria. Domenico conocía a Francesco desde niño, y le impresionaba su devoción hacia la Iglesia, y también sabía que era trabajador y de fiar. La familia de Francesco poseía pocas tierras, y la sastrería no era un negocio lucrativo, pero Domenico jamás había oído el nombre de Francesco asociado a ningún escándalo, y admiraba la franqueza del joven al haber hablado con él directamente en lugar de haber dejado que un pariente de más edad, tal como era costumbre, abordara el delicado tema de arrebatarle su hija a un padre. Sin embargo, Maria era demasiado joven para que alcanzaran siquiera un acuerdo preliminar, le dijo Domenico a Francesco, aunque le prometió volver a hablar del asunto en un año. Por entonces, dijo Domenico, también se reuniría con el padre y los tíos de Francesco. Añadió que si todo iba bien en ese encuentro, un domingo invitaría a Francesco y a toda su familia a comer en su casa, momento en el cual Maria también estaría presente.
La atención y el afecto que caracterizaban la relación de Domenico con su hija no existían en el caso de sus hijos varones. Los dos más pequeños, Giuseppe y Vincenzo, eran bondadosos pero apáticos, despistados en la escuela y tremendamente mimados en casa por su madre, que los adoraba, y por las mujeres de la vecindad, que se desvivían por ellos, les consentían todo y nunca les exigían nada. De bebés tardaron en comenzar a andar, y de jóvenes fueron timoratos, por lo que al crecer resultaron bastante incompetentes como empleados de su padre, que los mantenía de mala gana pero no les concedía ni responsabilidades ni respeto.
El hijo mayor era un problema distinto. Despierto e inteligente, al principio Domenico consideró a Gaetano un digno sucesor, hasta que en su temprana adolescencia este ya comenzó a revelar un carácter terco e independiente. De pequeño, Gaetano había aprendido a caminar muy pronto, y su madre veía en él una precoz inclinación a irse de casa. Vio cómo, después de haber sido un niño satisfecho y acostumbrado a recibir toda la atención de Ippolita, se convertía en un niño inquieto y volandero en cuanto sus hermanos pequeños comenzaron a hacerse mayores. Si fue incapaz de adaptarse al crecimiento de la familia, o simplemente se mostró incapaz de compartir con ellos el afecto de su madre, es algo que esta no supo; lo único que sabía era que, en cuanto dejaba de vigilarlo, desaparecía de su vista.
Gaetano detestaba la granja y constantemente eludía los esfuerzos de su padre para retenerlo allí. Al parecer tampoco se sentía contento en el pueblo, y prefería vagar solo por el borde de alguno de los acantilados de la costa y pasarse horas contemplando los barcos de vapor. Ahora había muchos trenes que recorrían las costas del sur de Italia, y una noche, a principios de otoño de 1887, después de que Gaetano hubiera cumplido los dieciséis, siguió a dos compañeros mayores, se coló por la abertura de un vagón de ganado y llegó hasta Nápoles.
Sus padres llamaron a la policía, y por las comisarías regionales comenzaron a circular notificaciones, pero nadie averiguó su paradero. A los compañeros de viaje de Gaetano, que eran de otro pueblo, ya los buscaba la policía para que respondieran de su participación en disturbios políticos ocurridos la primavera anterior en Catanzaro. En el sur ahora había constantes protestas contra las políticas del nuevo gobierno centralizado. Un importante grupo de disidentes estaba liderado por laicos católicos radicales que se oponían a la reducción del poder temporal del Papa por parte de los políticos, que ya lo habían desalojado del palacio del Quirinal y que ahora gobernaban la nación desde la antaño santa ciudad de Roma. Un segundo grupo de disidentes estaba en contra del Papa y del gobierno: de hecho, se trataba de internacionalistas inspirados por líderes como el difunto Mijail Bakunin, el anarquista ruso y autor de panfletos, que contaba con admiradores en ciudades de toda Europa, entre ellas algunas del sur de Italia: Nápoles, Palermo, Cosenza y Catanzaro. Los dos hombres con los que Gaetano se había subido al tren eran socialistas revolucionarios y partidarios de Bakunin; y cuando el padre de Gaetano se enteró, sintió una inmensa vergüenza y humillación en presencia de los feligreses y habitantes del pueblo.
Cuando Gaetano regresó a casa en noviembre, y ofreció una explicación muy poco satisfactoria y muy escaso arrepentimiento por su ausencia, Domenico le dio una paliza y lo dejó atado al granero durante dos días, donde subsistió a base de agua y pan rancio. La madre de Gaetano y el resto de la familia quedaron muy afectados por el castigo, aunque no criticaron a Domenico por haberlo impuesto; pero Gaetano lo aceptó sin ninguna queja, como si fuera un mártir reforzado por una causa noble que trascendiera el dolor y el sufrimiento.
Domenico ignoraba cuál podía ser esa noble causa, pero de la jerga política que salió de la boca de Gaetano en las semanas posteriores, durante sus discusiones a veces acaloradas, coligió que su hijo estaba afectado por el virus del socialismo revolucionario, cuya popularidad se extendía por aquellas tierras. Unos cuantos prosélitos socialistas habían visitado Maida hacía poco, y Domenico, que había escuchado sus discursos, estaba familiarizado con sus eslóganes y retórica, aunque prefería creer que el atractivo que le había encontrado su impresionable hijo obedecía más a su impetuosidad juvenil y a su carácter rebelde que a ninguna convicción razonada. Pues sin duda fue ese un período de osadía juvenil en la historia del sur de Italia: las deslumbrantes promesas de revolución del general Garibaldi se habían esparcido con el polvo de los caballos de los camisas rojas; y el declive político y económico del reino autónomo meridional iba acompañado del declive del poder que los padres tenían sobre sus hijos. Ni siquiera el hijo más devoto seguía para siempre a su padre por un camino que solo conducía a la perpetuación de la pobreza y la subyugación. En el caso de Gaetano, sin embargo, ese distanciamiento de su padre tenía no tanto que ver con la economía sino con la naturaleza personal de su relación, una separación imprecisamente expresada pero profundamente sentida que se vería aún más acentuada si ambas partes no transigían un poco y mostraban más comprensión.
Con la esperanza de que la situación mejorara, pues lo consideraba su heredero más capaz, Domenico intentó ver a Gaetano como su hijo pródigo, y en una insólita muestra de afecto y perdón, meses después de que Gaetano hubiera regresado a casa, un día lo abrazó y le propuso ponerle al mando de la actividad diaria de las granjas y los molinos. Pero Gaetano, con el máximo tacto, le contestó que no le interesaba. Añadió que pronto pondría rumbo a América. Había hablado con un agente de Nápoles que contrataba trabajadores para Filadelfia; y le había prometido que le adelantaría los gastos del viaje en primavera. Cuando Domenico vio que no conseguía convencer a su hijo con razonamientos, se desató su rabia, que hasta ese momento había mantenido estrictamente controlada. Prometió que si Gaetano se marchaba, nunca volvería a hablarle, y tampoco desearía verle.
En la primavera de 1888, Gaetano se fue a América. Todavía no había cumplido los diecisiete. Tomó un barco correo de Pizzo a Nápoles, firmó los documentos que el agente le presentó, y junto con otros cuarenta jóvenes emprendió la travesía de veinte días que le llevaría a Filadelfia. Se despidió de su madre y sus hermanos, pero no de su padre. Domenico permaneció tras la puerta cerrada de su dormitorio, haciendo caso omiso de las súplicas de Ippolita para que le deseara un buen viaje a su hijo.
Gaetano pasó los seis años siguientes lejos de su hogar. Durante aquella época escribía a menudo a su madre, hablándole de su trabajo y de lo que había visto en el Nuevo Mundo. Dijo que se había formado como cantero y artesano. Le mandó una foto en la que se le veía delante del Ayuntamiento de Filadelfia, enfundado en un traje que Francesco Cristiani le había confeccionado, y otra en la que aparecía con ropa de trabajo, de pie y en compañía de otros hombres ante una fuente que estaban construyendo en las afueras de Filadelfia para un renombrado fabricante de amianto, el doctor Richard V. Mattison, que era su jefe principal y quien había financiado su travesía del Atlántico. Gaetano a veces les mandaba a su madre y a sus hermanos pequeños regalos de la nueva tienda de Wanamaker en Filadelfia; y en 1892 envió un regalo de boda a Maria con ocasión de su matrimonio con el sastre Francesco Cristiani.
Maria había albergado la esperanza de que Gaetano volviera a Italia para la boda, pues este había sido informado de que en los años transcurridos desde su marcha la actitud de su padre hacia él se había suavizado enormemente, en parte debido a las súplicas y a las convincentes razones de Ippolita y, hasta su muerte a principios de 1892, de la hermana de Domenico, Carolina. Pero Maria se había enterado por su marido de que no era solo el conflicto con Domenico lo que impedía el regreso de Gaetano. Este temía que, si regresaba, lo arrestaran para interrogarle acerca de ciertos socialistas radicales de Nápoles con los que había trabado amistad, sobre todo aquel que le había ayudado a conseguir una litera en el abarrotado barco que lo trasladó a América.
El autoritario Gobierno conservador de Roma no se oponía al hecho de que cada año muchos miles de italianos se marcharan a América (a decir verdad, se alegraba de ese éxodo, porque reducía la carga económica de la nación, sobre todo en el superpoblado sur no industrial, de donde procedían casi todos los que se marchaban); el Gobierno, en cambio, sí se oponía a la red de socialistas y anarquistas que habían ido ganando influencia en el puerto de Nápoles —conspirando sin duda con los trabajadores de la dársena y las tripulaciones, todos relacionados con la Mafia—, que conseguían para sus afiliados políticos y amigos acomodo en barcos donde teóricamente ya no quedaba ninguna plaza libre.
Cuando el barco se hacía a la mar, esa red también ocultaba la identidad de fugitivos políticos y otros individuos que tenían problemas con la ley, y si era necesario, les proporcionaban documentos de viaje y contratos de trabajo falsos. Además de reservar el pasaje a América de los trabajadores inmigrantes que habían contratado (utilizando fondos adelantados por empresarios americanos ávidos de conseguir mano de obra barata), los miembros de la red a veces prestaban dinero a los trabajadores que sus socios en el extranjero luego cobraban con intereses. Casi todos los jefes americanos, que no hablaban italiano, les confiaban los salarios de los trabajadores y contaban con que los distribuyeran de manera justa.
En el caso de Gaetano, la red no solo le proporcionó una litera en un vapor y un trabajo en América que le permitiría reembolsar los costos del viaje, sino que también le consiguió alojamiento en una casa de huéspedes propiedad de un inmigrante italiano. La casa estaba cerca del primer trabajo que tuvo Gaetano, en las afueras de Filadelfia. El propietario de la pensión, que hablaba inglés, se llamaba Carmine Lobianco, y era primo de dos de los tipos que habían ayudado a Gaetano a salir de Nápoles; Lobianco era cordial con casi todos los hombres que se movían alrededor de las oficinas del edificio de la terminal de la bahía de Nápoles. Al igual que sus primos, Lobianco era un socialista radical. Y algunos de los demás eran anarquistas.
En 1892, el año de la boda de Maria, los primos de Lobianco y sus asociados poco a poco comenzaron a dejar sus empleos en los puertos marítimos, donde habían trabajado de burócratas, oficinistas o de lo que fuera, porque el Gobierno italiano había iniciado una nueva campaña para hostigar y restringir la manera en que se ganaban la vida aquellos alborotadores socialistas y anarquistas. No fueron los chanchullos en el mercado de viajes de los trabajadores inmigrantes lo que suscitó la acción del Gobierno, sino las huelgas y las escandalosas manifestaciones que los líderes socialistas y anarquistas fomentaban por toda Italia —sobre todo en ciudades separatistas como Nápoles y Palermo— contra las miserables condiciones sociales, el estancamiento de la economía y la política exterior imperialista del país en el este de África (Eritrea, Somalilandia), que llevaban a filas a los jóvenes italianos y aumentaban los impuestos, ya bastante altos. Y aunque los agitadores no habían conseguido politizar a los campesinos del sur lo suficiente como para alejarlos de sus vínculos con la Iglesia, no era porque no lo hubieran intentado. El Gobierno impuso severas penas de cárcel a aquellos enemigos políticos que consiguió atrapar y condenar, y persiguió con insistencia a los que se quedaron escondidos en Italia en lugar de buscar asilo en los Estados Unidos, como hicieron los primos de Lobianco, que se trasladaron a la pensión ya abarrotada que había cerca de la fábrica de amianto de Ambler, Pensilvania, a veinticinco kilómetros al norte de Filadelfia. Mientras que Gaetano jamás desempeñó ningún papel activo en la actividad subversiva de Italia o los Estados Unidos, su relación con muchos italianos que sí estaban involucrados, y que seguían siendo sus amigos, era excusa suficiente para mantenerlo alejado de Maida y de la boda de su hermana.