15.

A Ippolita Talese la rodeaba un aura de misterio que a menudo desconcertaba a su nieto, y guardaba unas distancias que a veces incomodaban a Joseph en su presencia; y sin embargo, le provocaba una extraña satisfacción que esa mujer fuera su abuela. Ella le impresionaba. Le impresionaban su acicalado aspecto, su cara delicada y su piel clara, el hecho de que prácticamente no tuviera arrugas a pesar de su edad, y asimismo que se cambiara de vestido cada noche antes de cenar, o que, como mínimo, se sentara a la mesa con un hermoso cuello de encaje, y siempre desprendiera una fragancia leve pero agradable.

Cuando caminaba echaba sus delgados hombros hacia atrás, y se sentaba erguida durante la cena, en una de esas sillas de respaldo alto con cojines que resultaban mucho más cómodas que los muebles a los que estaba acostumbrado Joseph en casa. La mesa del comedor de su abuela era lustrosa y tenía candelabros; y las galletas que había preparado para Navidad se exhibían en el aparador sobre unas bandejas de cristal tallado con borde de plata. Ippolita hablaba en voz baja pero con un estilo franco, el mismo que había utilizado para relatarle a Joseph la vida de Murat; pero no hablaba demasiado de asuntos familiares ni de chismes del pueblo, y a menudo, en la mesa, se sumía en un largo silencio, ajena a las conversaciones y al parecer completamente ensimismada. Llevaba un surtido de anillos y tenía la nerviosa costumbre de hacerlos girar una y otra vez, como si le quedaran anchos. Había objetos artísticos en los estantes de su sala de estar, y cortinas con flecos color malva en las ventanas; y de la pared que había sobre la repisa de la chimenea colgaba un cuadro dentro de un marco dorado: mostraba una casa solariega junto a un acantilado, a la luz del crepúsculo, que Joseph no fue capaz de identificar.

En aquella casa había muchas cosas que a Joseph le eran desconocidas. Sus anteriores visitas habían sido escasas y breves, y hasta aquella ocasión, consecuencia del ataque de los lobos, nunca se había quedado a dormir. El dormitorio que compartía con Sebastian se encontraba en la parte de atrás de la primera planta, y durante los días de la baronía de Bongiovanni había sido la habitación de un criado. La habitación de al lado era la que ocupaba la madre de Joseph con sus hijos pequeños; pero al cabo de dos noches Marian se marchó y se los llevó a la casa de sus padres en el valle. Joseph se dio cuenta de que su madre se sentía incómoda entre sus suegros, y cuando esta hubo superado su miedo a que regresaran los lobos, propuso pasar las Navidades en la casa donde había crecido, e Ippolita no hizo ningún esfuerzo por desanimarla.

Pero Joseph se quedó con Sebastian, y cada día este acompañaba a los trabajadores de su abuelo a la granja, como siempre, mientras Joseph se iba al taller de Cristiani. La tienda solo se abría durante medio día hasta después de Año Nuevo, por lo que a menudo Joseph estaba solo en casa, o con Ippolita. Una tarde, superando su timidez, le preguntó a su abuela por el cuadro que colgaba sobre la repisa de la chimenea, en el que se veía aquella casa solariega, y ella le indicó que se trataba de la residencia de los Gagliardi en Vibo Valentia, donde había pasado mucho tiempo de niña. Sin embargo, el lugar había entrado en decadencia en los últimos años, dijo, y añadió con un suspiro:

—Pero es normal. La propia familia Gagliardi está en decadencia, cosa que también es normal. Todas las familias tienen sus altibajos, y a veces una familia pasa de la miseria a la riqueza y de la riqueza a la miseria en tres o cuatro generaciones, y el proceso vuelve a empezar. Todo depende de cuánta energía le quede. Al principio, la energía de una familia surge de la miseria. Y esta miseria a menudo impulsa a un miembro de la familia a ir en busca de una vida mejor; y a veces allana el camino para que los demás miembros lo sigan. Entonces tienes una familia en ascenso, laboriosa y motivada. Y al cabo de una generación esa laboriosidad puede producir riqueza. Y con la riqueza llega la posición social, incluso la nobleza. Y con la nobleza llega el orgullo, y a menudo la arrogancia. La arrogancia suele ser un elemento que conduce al declive, y con el tiempo vuelven a la miseria. Y el proceso continúa —concluyó sin que su tono fuera de pesar, y Joseph no supo si se refería a los Gagliardi o a las familias en general.

Casi todo lo que sabía de los Gagliardi lo había oído en la sastrería de Cristiani, pues la trastienda era una fuente inagotable de información acerca de las familias distinguidas de la región, sus escándalos y desdichas. El señor Cristiani había recordado que en una ocasión confeccionó dos vestidos para el marqués de Gagliardi y no los cobró; aunque Joseph nunca supo qué parentesco tenía exactamente el marqués con su abuela Ippolita, si es que tenía alguno directo. La familia Gagliardi era numerosa, con muchas ramificaciones que se extendían desde Vibo Valentia, al suroeste de Maida, hasta la población de Amantea que quedaba al noroeste. Lo que Joseph sabía de primera mano era que su abuela tenía mejores muebles y más joyas que todos los demás miembros de su familia, y que era la única que no iba a la iglesia.

No solo no iba a la iglesia, sino que —cosa que asombraba igualmente a Joseph— nadie la criticaba por ello, y ni siquiera se comentaba. Al parecer, todos los miembros de su familia, incluido su marido, aceptaban que su abuela era alguien diferente a los demás.

De manera instintiva, durante la estancia en casa de sus abuelos Joseph no preguntó el motivo por el que no asistía a la iglesia, pero no pudo dejar de observar —echando una rápida ojeada cuando pasaba por el dormitorio principal— que todos los objetos religiosos del cuarto estaban en el lado de la cama de su abuelo. Entre ellos se contaba el misal sobre la mesita de noche, el crucifijo colocado sobre el escritorio y las hornacinas que contenían las estatuillas de San Francisco, la Virgen y otras imágenes sagradas. En la mesita de noche de Ippolita había libros laicos, y uno de ellos era la poesía de Ovidio; de la pared que había detrás de su armario colgaba un tapiz, y en su escritorio había una ornamentada caja de bronce con cerrojo que, imaginó Joseph, contenía valiosas gemas que, se decía, había heredado.

El tema de las piedras preciosas de Ippolita Talese había sido muy comentado en la trastienda de Cristiani durante el verano anterior, tras un incidente ocurrido a primeros de julio en el que se vio involucrado Domenico. Según los sastres —y la madre de Joseph posteriormente lo confirmó— una mañana Domenico Talese volvía a casa a caballo después de la misa cuando junto al camino lo saludaron tres monjas de hábito marrón.

—Buenos días, don Domenico —exclamaron las monjas al unísono, dirigiéndose a él de una manera respetuosa que fue de su agrado.

También le sorprendió oír su nombre pronunciado por unas monjas que no identificó. Conocía a todas las monjas de Maida, y a muchas de los conventos vecinos, por lo que supuso que estas pertenecían a uno de los conventos del otro lado de la montaña, y a lo mejor iban de peregrinaje a Paula, pues durante aquella semana muchas monjas y monjes viajaban al santuario de San Francisco para celebrar su día de ayuno y volver a visitar la gruta donde había llevado a cabo el primero de sus muchos milagros.

—Buenos días, hermanas —dijo con una sonrisa, pero siguiendo su camino.

—Es usted un hombre santo, don Domenico —lo llamó una de las monjas—. Es una lástima que Donna Ippolita no siga su ejemplo.

Domenico tiró de las riendas de su caballo y se volvió de repente. Miró fijamente a las tres monjas, confuso y colérico.

—¿Con qué derecho la juzgan? —gritó—. ¿Y cómo es que la conocen?

—No la conocemos —replicó la monja de más edad, situada en el medio—. Solo hemos oído hablar de ella. Su familia es muy conocida en esta región. Pero no pretendíamos ofenderle, don Domenico —continuó la religiosa sin alzar la voz—. De hecho, hoy le traemos buenas noticias. Gracias a su devoción a la Iglesia recibirá usted pronto un regalo celestial. Su riqueza, don Domenico, se verá multiplicada.

Domenico las observó con suspicacia. Las tres figuras parecían bastante mansas, y ahora tenían la cabeza gacha. Eran unas mujeres menudas como pajaritos, y se las veía malnutridas de tanto ayunar. Permanecieron en silencio e inmóviles durante unos minutos.

—Así que mi riqueza se verá multiplicada —dijo finalmente Domenico, casi con sorna—. ¿Y quién les ha dado esa información?

—Nos ha llegado a través de nuestras oraciones —contestó la monja de más edad, levantando la mirada mientras las otras seguían con la cabeza gacha—. Somos hermanas del convento próximo a Serra San Bruno —explicó, refiriéndose a una población de las montañas situada unos treinta kilómetros al sur—. Pertenecemos al monasterio cartujo. La otra noche, durante el séptimo día de nuestra novena, su nombre entró en nuestras oraciones con la promesa de su recompensa. Se nos ha confiado que le informemos, y hemos recorrido muchos kilómetros para ello.

Domenico nunca había estado en Serra San Bruno, pero desde luego había oído hablar de los cartujos, una antigua orden contemplativa anterior incluso al sistema monástico de San Francisco. Y a pesar de que Domenico veía con escepticismo lo que le contaban las monjas, nunca se había mostrado escéptico acerca de los caminos inescrutables mediante los que el Creador a menudo se comunicaba con los auténticos creyentes. Si la vida devota de Domenico ahora le había granjeado la recompensa de ver su riqueza multiplicada, estaba dispuesto a aceptarlo; pues aparte de la religión, no había nada que le interesara más que ver su riqueza multiplicada.

—¿Y cuándo voy a recibir esa recompensa? —preguntó en una voz ahora cordial. Se quitó el sombrero en un gesto de cortesía un tanto tardío.

—Pronto —dijo la monja—. Mañana por la mañana, si lo desea. Lo único que ha de hacer es rezar con nosotras antes del anochecer. Tenemos que completar las cinco decenas del rosario. Y usted no le ha de revelar nada de esta recompensa a nadie, salvo, naturalmente, a su fiel esposa Donna Ippolita.

—¿Y dónde rezaremos? —preguntó Domenico.

—Podemos rezar en su casa —dijo la hermana—. Allí será más privado.

Él asintió, y estaba a punto de indicarles a las monjas cómo llegar cuando la de más edad levantó una mano.

—Conocemos el camino —dijo—. Llegaremos allí al anochecer.

Domenico regresó a casa para darle la noticia a su mujer. Ippolita reaccionó como ya se podía haber imaginado. Con una carcajada. Todo aquello le parecía muy divertido. De no haber sabido que su marido carecía de sentido del humor, le habría acusado de inventarse aquella historia para jactarse de su virtud y sugerir que era digno de un reconocimiento enviado por Dios. Pero también era una mujer de tacto y sensibilidad. Sabía que Domenico creía profundamente en Dios y en la probabilidad de los milagros; y mientras que por una parte le consideraba un cándido, pesaba más el amor que le profesaba a pesar de su irracionalidad y fe ciega. Ella misma, aunque evitaba a los sacerdotes, no era ni pagana ni atea. Incluso admitía rezar en privado a veces. Sobre todo durante los terremotos. Y así, cuando su marido le solicitó como favor especial que recibiera a las monjas en su casa y se arrodillara junto a él mientras rezaba en su compañía, no dudó un momento en cumplir su deseo.

Las monjas llegaron al anochecer. Domenico las esperaba detrás del muro, cerca de la verja. Sus velos oscuros ocultaron su cara cuando inclinaron ligeramente la cabeza y lo siguieron por el sendero adoquinado hasta las escaleras laterales que daban a la sala de estar de la segunda planta. Domenico podía oír a través del patio las voces de los peones de la granja al volver a casa, los relinchos de los caballos y los ladridos de los perros de Guardacielo. Las monjas avanzaban detrás de él sin hacer ruido, y Domenico confiaba en que nadie las hubiera visto llegar mientras las acompañaba a una habitación grande donde Ippolita estaba esperando.

La monja de más edad se presentó a Ippolita con el nombre de hermana Carmela, pero las otras dos seguían con la cabeza gacha y en silencio. Tras rechazar la comida y la bebida que Domenico le ofreció, la hermana Carmela rápidamente examinó la habitación. A continuación enfiló el pasillo y estudió el dormitorio principal, donde, al ver las estatuillas en las hornacinas y el crucifijo sobre el escritorio de Domenico, dijo:

—Aquí es donde deberíamos rezar.

Una vez todos hubieron entrado en el dormitorio, ordenó que Domenico e Ippolita se arrodillaran en la otra punta, mientras ella y sus compañeras se prosternaban al pie del escritorio que servía de altar, en el que había unas velas dentro de unas diminutas copas de cristal carmesí.

—Deben concentrarse completamente en cada una de las palabras de sus oraciones —les dijo la hermana Carmela a Domenico e Ippolita—, y una cosa más: necesitaré algunos objetos valiosos para que su valor pueda multiplicarse muchas veces.

Con aire de perplejidad, Ippolita dirigió una mirada a su marido. Antes de que este respondiera, la hermana Carmela apuntó con la mano derecha, por debajo del velo, a los anillos que Ippolita llevaba, y dijo:

—Eso servirá, y también sus pendientes. Y algunas de esas piedras preciosas que veo allí, cerca del joyero que hay sobre la cómoda.

Ippolita le lanzó una mirada interrogativa a su marido. Pero este no prestó atención y se dirigió a la cómoda, cogió las gemas que pudo reunir en la palma de la mano y se las entregó a la monja, que mientras tanto extrajo un pañuelo de seda negro de su hábito y formó con él una pequeña bolsa, en cuyo interior colocó las piedras preciosas que Domenico le había dado, y también las joyas que Ippolita le entregó, siguiendo sus órdenes.

—Gracias —dijo la hermana Carmela examinando cada pieza antes de depositarla en la bolsa—. Estas joyas permanecerán bajo la seda delante del crucifijo de este escritorio durante toda la velada. Al amanecer, si no las toca, y si decimos nuestras oraciones de manera correcta, las joyas aumentarán hasta veinte veces su tamaño y valor. Y ahora, arrodillémonos y comencemos a rezar.

Domenico hizo lo que le ordenaron, ocupando su lugar en la otra punta del dormitorio, junto a Ippolita, mientras las tres monjas se arrodillaban de cara al escritorio y empezaban a entonar el padrenuestro. La voz de la hermana Carmela sobresalía entre las otras, y mientras seguía conduciendo las oraciones durante el primer decenario y el segundo, Domenico se dio cuenta por primera vez de su extraño acento, un acento que nunca había oído en esa región ni en ninguna otra.

Pero se concentró en las plegarias, tal como le había solicitado la monja, y no tardó en cerrar los ojos y en dejarse llevar por la familiaridad repetitiva del rosario, mientras su mujer, poco acostumbrada a estar de rodillas, se removía inquieta a su lado con los ojos abiertos. Delante de ella veía la espalda de las monjas inclinadas y recortándose a la luz de las velas, y oía la mezcla de sus voces y el suave golpeteo de sus cuentas al pasar de oración en oración sin que delataran fatiga ni tedio por el constante sonsonete. Ippolita no rezaba con ellas; y puesto que su marido tenía los ojos cerrados, ni siquiera movía los labios para que estuviera contento. Solo pensaba en lo vacías que estaban sus manos sin los anillos, y se preguntaba cuánto tiempo tendría que permanecer en esa posición dolorosa sobre el frío suelo de piedra. Recitó poesía en silencio para pasar el rato, y también comenzó a contar cuántos primos tenía en la familia Gagliardi, y había llegado ya casi a los cuarenta cuando de repente advirtió, bajo aquella luz rojiza, que la mano derecha de la hermana Carmela se extendía hacia el escritorio donde las piedras preciosas se amontonaban bajo el pañuelo de seda.

Ippolita contuvo el aliento al darse cuenta de que la hermana Carmela colocaba lo que parecía una bellota bajo la tela mientras quitaba unas cuantas piedras preciosas y se las introducía en el hábito. Ippolita vio cómo aquello sucedía de nuevo: ¡la monja sacó otra bellota de debajo de las ropas y la intercambió por más gemas! Finalmente, cuando estaba a punto de repetir la operación una vez más, sin que la oración se interrumpiera, Ippolita chilló: «¡Ladrona!», y le dio un codazo a su marido en las costillas para sacarlo de su ensueño.

—¡La monja nos está robando las joyas! —exclamó. Domenico se puso en pie de un salto y se abalanzó sobre la hermana Carmela, a la que agarró por los hombros para ver por sí mismo si había agarrado las piedras.

—¡Quíteme las manos de encima! —exigió la hermana Carmela, mientras sus compañeras soltaban un chillido e intentaban ponerse en pie y correr hacia la puerta.

Domenico las amenazó con el puño, cerró la puerta de una patada y casi en el mismo movimiento cogió la escopeta, que colgaba detrás de la puerta. Apuntó con ella a las monjas y dijo:

—Quedaos de rodillas donde estáis.

Mientras Ippolita salía corriendo a buscar a sus parientes de las demás casas, Domenico mantenía a las monjas inmovilizadas a punta de escopeta. Las dos más jóvenes siguieron rezando, mientras la hermana Carmela le dirigió una mirada glacial y escupió palabras de sonido gutural que Domenico no pudo comprender.

La policía no tardó en llegar, y se llevaron a las monjas a la comisaría del pueblo. Allí las visitó posteriormente el religioso de la parroquia, el cual, tras hablar con ellas, le dijo a la policía:

—No son monjas. Son gitanas. Robaron los hábitos en un convento de Catanzaro, y han llevado a cabo esta estratagema con otras personas devotas.

Tras pasar la noche entre rejas en la mazmorra del castillo normando, las falsas monjas, todavía con el hábito, fueron expulsadas y trasladadas en carruaje para que las juzgara el magistrado de la capital de la provincia. Domenico e Ippolita fueron algunos de los aldeanos que se reunieron delante del castillo para presenciar la salida de las gitanas. A sus espaldas, la gente del pueblo comentaba y se burlaba a costa de Domenico. Había sido su avaricia lo que le había hecho picar el cebo de las gitanas, afirmaban. La propia Ippolita se negó a comentar ese episodio con nadie. Después de haber recuperado las gemas y devuelto los anillos a sus dedos, reanudó su vida con Domenico como antes, sin volver a mencionar a las gitanas ni, naturalmente, poner en entredicho la fe en los milagros de Domenico. Llevaba cerca de cuarenta y tres años casada con él, y durante ese prolongado período no había visto ningún cambio en su carácter, y tampoco lo esperaba. Ella no esperaba milagros.

Irónicamente, lo había conocido en una iglesia. Fue durante una cubierta mañana de domingo de principios de marzo de 1867, un día en que una timorata luz se derramaba sobre los feligreses a través de las ventanas de la iglesia de Maida. Ippolita estaba sentada junto a una prima mayor, y conmemoraban en privado el primer aniversario de la muerte de su padre. En el curso de dos años, Ippolita, que casi había cumplido los veinte y era hija única, había perdido a su madre y a su padre. La madre, Teresa, había muerto de gripe a los treinta y nueve años. Y el padre, Giuseppe Gagliardi, que tenía treinta años más que su madre, había muerto de una dolencia cardíaca que sin duda se había visto agravada por la inesperada muerte de su joven esposa y por la angustia de asistir a la quiebra de sus bancos, pequeñas sucursales del Banco Nazionale, que se habían visto económicamente afectadas por la caída de la dinastía borbónica en 1861.

Desde el fallecimiento de su padre, Ippolita había estado viviendo en Amantea con la prima que la había acompañado a la iglesia aquella mañana, Michelina Gagliardi. Michelina tenía treinta y dos años, y era administradora de una iglesia-hospital para ciegos ubicada entre Amantea y Maida. Pero en primavera Michelina planeaba casarse con un emigrante y trasladarse a Argentina. Ippolita no sabía dónde viviría entonces.

Aunque Ippolita había recibido una herencia de sus padres, la disputa de su padre con el patriarca de la familia Gagliardi en Vibo Valentia, cuando Ippolita tenía trece años, había impulsado a sus progenitores a trasladarse a Amantea, a más de sesenta kilómetros por la costa, de resultas de lo cual había perdido contacto con la rama principal de la familia. Era esa rama la que controlaba la vida social y política de Vibo Valentia. Su patriarca era el marqués Enrico Gagliardi, el alcalde de la población, recaudador de impuestos, comisionado para la administración y permisos de bienes raíces, y propietario de la industria atunera que daba trabajo a docenas de pescadores y vendedores ambulantes en el muelle de la vecina población de Pizzo. El aristocrático título de marqués y el origen de su riqueza procedían de su abuelo Luigi Gagliardi, un abogado que durante la década de 1780 había gestionado hábilmente la baronía de su madrastra, y que luego —fortaleciendo su riqueza mientras trataba de ganarse el favor de la poseedora de los bienes— se había casado con la hija menos agraciada de esta, Beatrice, con la que tuvo once hijos.

Luigi había vivido en un magnífico palacio de Vibo Valentia con su mujer y sus criados, e incluso había abierto las puertas de su casa a su primo un tanto enfermizo, Vincenzo Gagliardi, un hombre distinguido que se convertiría en el abuelo de Ippolita. Vincenzo había nacido en 1760, y había heredado su cojera de un hermano del difunto padre de Luigi, Domenicantonio; y este había adoptado a Vincenzo después de que su familia más directa pereciera en el terremoto de 1783. A pesar de su defecto físico, que le provocaba una cojera en la pierna izquierda, Vincenzo se las arreglaba perfectamente con un bastón, y cada día recorría muchos kilómetros en carruaje cumpliendo sus deberes de tasador de la propiedad y asesor tributario de la corona borbónica española. A menudo el magistrado del pueblo le llamaba para que mediara en las disputas por las lindes que, desde el terremoto, habían provocado años de litigios entre los barones con tierras de la región; y debido a su rectitud y diplomacia, Vincenzo no solo negoció muchos acuerdos, sino que también entabló amistad con diversos litigantes.

Una de las amigas de Vincenzo era la majestuosa esposa del duque Nicola Ruffo. A su marido, que había sufrido una apoplejía durante el terremoto y había quedado afectado, lo cuidaba una joven de pelo negro y ojos azules que había crecido en aquella propiedad, la hermosa hija del jefe de los guardas de la finca de los Ruffo. Se llamaba Maria Aversano, y Vincenzo no tardó en enamorarse de ella. Su padre, recientemente fallecido, había perdido a toda la familia —excepto a Maria, que por entonces tenía seis años— en el terremoto de 1783. La niña había sobrevivido al trauma en los brazos protectores de la duquesa, que la trató como a una hija durante toda su infancia. Poco a poco Maria había asumido la responsabilidad de cuidar al duque enfermo.

Maria Aversano tenía dieciséis años cuando conoció a Vincenzo Gagliardi, durante una de las primeras visitas de este a la mansión, e inicialmente se sintieron atraídos por la experiencia compartida de ser los supervivientes de dos familias en gran medida destruidas por aquel gran temblor. Posteriormente, cuando reconocieron su amor ante la duquesa y su intención de casarse, esta les ayudó en todo y celebró la boda en la mansión. Antes de que Maria, a sus dieciocho años, dejara la propiedad de los Ruffo, cerca de Maida, por las vecinas tierras altas de Vibo Valentia en compañía de su marido, la duquesa le regaló a la novia —y futura abuela de Ippolita— unas valiosas gemas por su boda.

Durante la década de 1790, en el sur de Italia había surgido una tendencia hacia una mayor igualdad y generosidad entre las clases sociales; las rígidas reglas y costumbres que antaño habían distinguido a la nobleza del vulgo habían comenzado a erosionarse. Uno de los motivos de ese cambio fue la Revolución francesa, que infundió un gran temor e incertidumbre en la corte de los Borbones españoles de Nápoles. De resultas de ello, los consejeros del rey intentaron apaciguar al pueblo insinuando que se aprobaría una constitución liberal, y sugiriendo también que se retomarían las anteriores políticas de reforma de la tierra e impuestos a la Iglesia, a pesar de las amenazas de aquellos clérigos que habían afirmado que el terremoto de 1783 había sido una reacción de Dios a esas políticas.

Pero en el sur, una influencia que resultó más democratizadora que la sangrienta Revolución francesa fue quizá el propio terremoto. En un solo día de febrero murieron treinta mil personas; los hogares de los ricos y los pobres fueron destruidos por igual, los supervivientes de todas las clases sociales recibieron la advertencia de que eran vulnerables e interdependientes. Durante esa época se abrieron muchos palazzos a la gente para que sirvieran de hospitales y sanatorios; a los nobles se los veía a menudo sirviendo de criados a los enfermos; y durante muchos años después el terremoto dejó un orden social menos estricto. Aumentaron los matrimonios entre clases sociales distintas, y la gente observaba menos la tradición que durante tanto tiempo había limitado la riqueza de una familia al mínimo número de miembros: la tradición de la primogenitura, por la que el hijo mayor heredaba la propiedad de sus progenitores. Esta costumbre había dejado a los hermanos del heredero varón económicamente dependientes de su buena voluntad y generosidad, y algunos habían tenido que buscarse otros medios de subsistencia. Podían intentar hacer carrera en el ejército o en la Iglesia; y si se casaban —muchos no lo hacían, y tenían hijos ilegítimos—, podían contraer matrimonio con familias de clase inferior que prosperaban y buscaban el ascenso social. Sin embargo, en los casos en los que el hijo primogénito y su aparente heredero habían escogido como esposa a una mujer de clase inferior, a menudo la familia del joven noble insistía en celebrar un matrimonio «de la mano izquierda»: un matrimonio en el que el novio le ofrecía la mano izquierda a la novia cuando se acercaban al altar, dejando claro delante de todos los testigos que renunciaba voluntariamente a sus derechos al título familiar y a una herencia exclusiva.

Pero someterse a la tradición de una manera tan ritualista se consideraba algo anacrónico en 1795, cuando los futuros abuelos de Ippolita, Maria y Vincenzo Gagliardi, se fueron a vivir con Luigi, el primo rico de Vincenzo; y fue tal la generosidad de Luigi, que no solo proporcionó a la pareja unas dependencias espaciosas en un ala de su residencia en Vibo Valentia, sino que también puso a su disposición como regalo de boda un carruaje nuevo con dos caballos.

Mientras Vincenzo proseguía su carrera como asesor tributario para la corona borbónica, y también desempeñaba labores de contabilidad y administrativas para el emprendedor Luigi, Maria ayudaba de manera voluntaria en el Palazzo Gagliardi. Le echaba una mano a la mujer de Luigi, Beatrice, supervisaba a los niños, compensaba la ahora tolerada dejadez de los criados y se convertía también en una compañera para la baronesa Fortunata, la madrastra de Luigi, que ocupaba la suite más grande de la mansión, y cuya altivez siempre tenía a Maria a la defensiva. Maria no deseaba que la baronesa la considerara una criada, ni esa mezcla de hija y enfermera que había sido para el senil duque Nicola Ruffo. A veces Maria intuía con temor que ese era el papel que le estaba destinado, cuidar a la nobleza enferma y anciana; y se preguntaba si el patriarcal Luigi, cuya generosidad no parecía carente del todo de pragmatismo, no la habría recibido en su casa con esa intención: la de cuidar de su escuálida madrastra y protectora de pelo blanco; de hecho, Maria también podía preguntarse si su tullido esposo, Vincenzo, no habría encontrado consuelo en ese aspecto de entrega a los demás cuando la había conocido en casa de Ruffo. Esos eran los pensamientos que Maria expresaba en un diario de cantos dorados que la duquesa le había regalado, después de enseñarle a leer y escribir; y ese cuaderno, en el cual anotaría posteriormente sus recuerdos de Murat, se convirtió en parte del legado que dejó a su vástago, un vástago que, por suerte para ella, llegó lo bastante pronto a la residencia del Palazzo Gagliardi como para librarla del estado de servidumbre que sus benefactores quizá habrían concebido para ella de haber permanecido sin hijos.

El primer y único hijo de Maria nació en el Palazzo Gagliardi en 1796. Maria lo llamó Giuseppe en memoria de su padre, el guarda de la propiedad de los Ruffo. Durante la infancia y la adolescencia de Giuseppe, fue criado en medio del esplendor proporcionado por Luigi. Pero una década más tarde —después de que el ejército de Napoleón se hubiera vengado en 1806 de la derrota impuesta por los británicos en la batalla de Maida, expulsando de Nápoles al Borbón español, que acabó en la isla de Sicilia, protegida por los ingleses—, en el Palazzo Gagliardi surgió una cierta desavenencia entre Vincenzo, leal a los Borbones, y su primo Luigi, políticamente acomodaticio. Vincenzo no tardó en dejar el palacio e instalarse con su familia colina abajo, en la población costera de Pizzo.

Privado de una carrera profesional auspiciada por los Borbones, así como de las comodidades del palacio de Luigi, Vincenzo vivía modestamente con Maria y el joven Giuseppe, y al final encontró trabajo como funcionario de aduanas de bajo rango en un edificio de la terminal marítima de Pizzo, cuyo supervisor durante ese período de posguerra de laxa administración francesa era un magistrado exborbónico al que Vincenzo había conocido durante sus primeros días como asesor tributario para el ahora exiliado rey Fernando. Mientras tanto, Luigi Gagliardi logró introducirse en la facción dominante francesa, y a finales de 1810 obtuvo varias audiencias con el cuñado de Napoleón, Joachim Murat, que enseguida se sintió atraído por la personalidad oportunista, vivaz y enérgica de Luigi, que le resultaba un agradable contraste con el estoicismo de casi todos los italianos montunos. Pero antes de que Luigi pudiera extraer grandes beneficios de esta cooperación y participación en los muchos proyectos de Murat para mejorar las condiciones de vida de la zona rural del sur de Italia, Napoleón sacó a su cuñado de Italia para que le ayudara a liderar el ejército francés en la campaña de Rusia de 1812. Aquello resultó doblemente terrible para Murat. En la batalla fracasó con Napoleón; y luego, al regresar al trono de Nápoles, que se había visto obligado a descuidar durante varios meses, se encontró entre ministros y cortesanos que lo consideraban un impotente beau sabreur napoleónico, un hombre cuyos días como rey estaban contados y cuya utilidad para ellos (y también para Luigi) resultaba despreciable. Al mismo tiempo, los enemigos británicos y españoles que Murat tenía en Sicilia, así como en los barcos de guerra que merodeaban cerca de Pizzo y Maida, estaban esperando el momento en que su deteriorado reino fuera más vulnerable a un ataque y se mostrara receptivo al regreso del rey Fernando, el cual, mientras Murat se congelaba en Rusia, vivía un soleado exilio en su pabellón de caza cerca de Palermo, cazando con sus sabuesos y sometiéndose a las variadas atenciones de sus sacerdotes consejeros y su amante de ojos oscuros.

En 1815, después de que Murat hubiera liderado lo que quedaba de su leal caballería en un intento vanaglorioso de unificar toda la península italiana —un intento que no fue más que pompa sin contenido—, este se marchó de Italia, dejando vacante el trono napolitano, que pronto fue ocupado por Fernando, que regresó triunfal de Sicilia, con lo que la saga de Murat se redujo al trágico acto final que tendría lugar cuatro meses más tarde, durante su dramática reaparición en la playa de Pizzo aquella aciaga mañana de domingo de primeros de octubre.

Tras la ejecución de Murat, el agradecido rey Fernando ordenó que se erigiera un monumento en la costa donde el último rey francés de Italia había perecido con toda justicia. El monarca ordenó que en el monumento se inscribiera la siguiente leyenda: «El cielo ha reservado para los habitantes de Pizzo la gloria de salvar nuestra patria e Italia de nuevas calamidades revolucionarias». El rey Fernando también decretó que el tesoro real pagara la restauración de la iglesia de Pizzo, algo que los administradores de Murat no habían llegado a hacer, y posteriormente afirmó que todos los ciudadanos que habían residido en Pizzo en la época de la captura de Murat quedaran exentos a perpetuidad de los impuestos reales, y que en el futuro se les concederían otros privilegios y un tratamiento especial de la corona borbónica.

De repente, aquella pequeña aldea junto al mar fue la envidia de todo el reino; y cada vez que un residente de Pizzo viajaba a cualquier otro punto del reino y daba a conocer su lugar de origen, siempre suscitaba un comentario o una reacción favorable que le hacía sentirse heroico y dichoso. Incluso Vincenzo, que durante la época de la captura de Murat no había hecho nada más que permanecer firmemente neutral, era considerado una figura influyente por casi todas las personas a las que conocía en las aldeas cercanas, entre ellas su primo de Vibo Valentia, Luigi Gagliardi. Una tarde, Luigi le hizo una visita a Vincenzo y le preguntó si podía interceder en su nombre ante las autoridades borbónicas, caso de que alguien llegara a echarle en cara sus anteriores tratos con los franceses. Vincenzo le dijo tranquilamente que haría lo que pudiera si surgía el problema, aunque, para su alivio, nunca surgió.

El hijo de Vincenzo y Maria —que luego sería el padre de Ippolita— era en aquella época un joven ambicioso de veintipocos años que ya comenzaba a beneficiarse del tratamiento de favor que el rey Fernando dispensaba a los residentes de Pizzo. Incluso antes de que los acontecimientos dieran ese giro, Giuseppe Gagliardi estaba dispuesto a aprovecharse de ello; la educación que había recibido de profesores particulares en la casa solariega de los Gagliardi de Vibo Valentia le había proporcionado una base superior a la de los demás jóvenes de Pizzo, donde la escuela religiosa ofrecía un programa bastante rudimentario, que ponía énfasis sobre todo en la obediencia religiosa. Y con la revitalización de la economía de Pizzo gracias a la munificencia del rey —las exenciones de impuestos, el subsidio real a los nuevos negocios, la designación de Pizzo como puerto a través del cual el reino canalizaba parte del comercio de su aceite de oliva y seda con Inglaterra—, Giuseppe consiguió muchos empleos variados y bien remunerados.

Alto y esbelto, afable y refinado al hablar (incluso en francés, aunque por entonces resultaba poco prudente utilizarlo), Giuseppe puso en práctica sus conocimientos matemáticos trabajando primero en una oficina de contabilidad. Un año más tarde pasó a la sección de pesos y medidas del edificio de la terminal del puerto, donde su padre era el director de la inspección de carga. Dos años después, consiguió un empleo de ayudante del director de préstamos del banco de Pizzo, una empresa que se había ido enriqueciendo gracias a los considerables depósitos de los barones terratenientes de la región, que buscaban algún vínculo con la ciudad favorita del rey.

Tras casi tres años en el banco, Giuseppe consiguió que lo trasladaran a Nápoles, donde obtuvo una experiencia más amplia en la oficina principal del Banco di Napoli. Allí vivía en un piso de una habitación que daba a la bahía, con vistas al monte Vesubio. Los domingos a menudo caminaba hasta el muelle para ver las llegadas y salidas de grandes navíos a vela. Acabó conociendo a los propietarios de los barcos y a los capitanes, y trabó amistad con el ministro de Navegación de la corona borbónica. Un día Giuseppe le sugirió al ministro que el nuevo vapor correo que dos veces por semana hacía el trayecto entre Nápoles y Palermo, y recorría la costa occidental de la península, hiciera escala en Pizzo. El ministro lo consideró una petición respetable, y aunque con cierta demora, fue concedida.

En 1831, a los treinta y cinco años, Giuseppe abandonó Nápoles para aceptar un puesto mejor cerca de su ciudad. Lo nombraron subdirector bancario de la región meridional del reino, con sede en Catanzaro, una ciudad de más de veinte mil residentes que se encontraba a unos sesenta kilómetros al noreste de Pizzo, y a la que se llegaba mediante una ruta tortuosa llena de baches que cruzaba el valle de Maida. En 1832 Giuseppe tomó esa carretera a fin de regresar a Pizzo para el funeral de su padre. Vincenzo Gagliardi había muerto de un ataque al corazón a los setenta y dos años. Después del funeral, Giuseppe convenció a su madre para que regresara con él a Catanzaro. Maria compartió su pisito durante tres años, pero nunca fue feliz en Catanzaro. En el verano de 1835 Giuseppe la llevó de visita a Pizzo. Una semana después de su llegada, Maria le pidió a su hijo que la acompañara hasta Vibo Valentia para que pudiera ver a Luigi. Arrugado, pero todavía con fuerzas a sus noventa y un años, Luigi se levantó de su silla, a la sombra de los árboles del jardín, al ver acercarse el carruaje. Saludó a Maria y Giuseppe con un vigoroso abrazo, y pareció casi complacido de ver su carruaje después de que Maria le recordara que, cuarenta años atrás, se lo había regalado por su boda.

Luigi había vendido la mansión en la que ella había vivido de recién casada, y se había trasladado a un palazzo todavía más imponente que ahora se alzaba detrás de él: un edificio de cincuenta habitaciones a través de cuyas ventanas se veían figuras y caras jóvenes y viejas, a la mayoría de las cuales Maria no reconoció. La esposa de Luigi, Beatrice, y su madrastra, la baronesa Fortunata, ya habían muerto. Y también cinco de sus once hijos, y doce de sus treinta y un nietos. Naturalmente, Maria Gagliardi no era familia directa, pues estaba emparentada solo a través de su difunto marido; pero incluso antes de que entrara en la casa para comenzar con los saludos y presentaciones, se sintió más que unida de nuevo a los Gagliardi cuando el viejo patriarca le informó de que en el palazzo siempre habría una suite disponible para ella si deseaba mudarse.

Tras la cálida recepción en Vibo Valentia, se sintió menos aislada y solitaria de lo que se había sentido tras la muerte de Vincenzo; y cuando le dijo a Giuseppe que prefería no regresar con él a Catanzaro, él respetó su deseo sin mucha discusión. Estaba claro que era más feliz lejos de Catanzaro, donde él no estaría totalmente solo. Giuseppe continuaría viendo, ahora de manera menos furtiva, a una mujer que su madre no aprobaba: a su amante y doncella a tiempo parcial, una viuda de casi cuarenta años cuyo marido había muerto en Rusia con el ejército de Murat.

Giuseppe la había contratado cuatro años atrás, poco después de conseguir un puesto en el banco de Catanzaro, y antes de que, tras la muerte de su padre, su madre se fuera a vivir con él. Aquella doncella era una hermosa mujer de piel olivácea que vestía blusas blancas y faldas de colores, lo que sugería que sus días de luto habían terminado. Giuseppe nunca le habló de matrimonio, ni a ella ni a ninguna otra. Cauto en todo, lo era aún más con las mujeres. Casi todas las jóvenes casaderas de las provincias del sur de Italia estaban sometidas a la vigilancia de parientes protectores y aspirantes a pretendientes, y las carreteras secundarias del reino estaban flanqueadas de cruces blancas bajo las cuales estaban enterrados aquellos incautos que habían mirado dos veces a la mujer que no debían. Giuseppe también tenía suerte de que no corriera por sus venas la sangre caliente de un atrevido Lotario; exceptuando sus esporádicos escarceos con su doncella, era tan frío y correcto en su vida privada como en su vida profesional. Estaba decidido a permanecer soltero de por vida. Después de haber experimentado claustrofobia de niño en el nivel inferior de la jerarquía de los Gagliardi, en Vibo Valentia, y tras haber sido hijo único y sobreprotegido en casa de sus padres, en Pizzo, Giuseppe deseaba permanecer libre de ataduras y relaciones de dependencia.

Esa siguió siendo su actitud incluso cuando se acercaba ya a su cincuenta cumpleaños y comenzaba a encontrar tediosa su vida laboral y vacía su vida personal, pues poco a poco habían desaparecido todas las personas que habían sido importantes para él. Primero, su doncella le abandonó un día, tras anunciarle que se había enamorado de un hombre cuya identidad no quiso revelarle, pero que deseaba casarse con ella. Un mes más tarde su madre murió mientras dormía en su residencia de Pizzo, dejándole su diario y las joyas que la duquesa le había regalado. Antes de que Giuseppe regresara a Catanzaro del funeral de su madre, se enteró de la muerte de Luigi Gagliardi a los noventa y siete años. Giuseppe se dirigió a Vibo Valentia para asistir a la misa de réquiem y participar en el cortejo fúnebre. La larga procesión al cementerio, una ocasión más social que solemne, y en la que participaron casi todos los nobles y políticos del sur profundo, permitió a Giuseppe escuchar comentarios poco halagüeños acerca del rey, y cómo se quejaban de que las condiciones de vida en las provincias estaban empeorando. La economía local estaba deprimida, de eso no le cabía ninguna duda a Giuseppe, pero el rencor del pueblo contra el actual ocupante del trono de Nápoles era más profundo y más emocional de lo que había escuchado en Catanzaro. Giuseppe tuvo la sensación de que la región donde había nacido estaba madura para una insurrección.

Fernando II, nieto y tocayo del reverenciado monarca que había librado al país de Murat, era ahora el rey. Muchas de las exenciones fiscales otorgadas por su abuelo se administraban de manera laxa o eran ignoradas completamente por sus ministros, incluyendo el suministro gratuito de sal anual a los ciudadanos de Pizzo, y muchos se quejaban de que ya no llegaba. En aquella zona la sal era muy apreciada, pues ahora escaseaba debido a que la corona monopolizaba su suministro y distribución, obteniendo así grandes sumas en impuestos sobre las ventas. A los ciudadanos se les había prevenido para que no recogieran ni siquiera pequeñas cantidades de agua salada, suponiendo que la dejarían al sol para que cristalizara. Para evitarlo, la policía borbónica y la patrulla costera tenían la responsabilidad de mantener una estrecha vigilancia en las playas; y aunque en el pasado casi nunca habían desempeñado esa tarea, se vieron obligados a ello tras la coronación de Fernando II. Y últimamente vigilaban incluso la playa de la antaño privilegiada población de Pizzo.

Durante los días que Giuseppe Gagliardi pasó en Pizzo y Vibo Valentia asistiendo a los funerales, se abstuvo de expresar ninguna opinión acerca de la administración del rey, no solo porque tenía miedo de que alguien lo oyera y lo denunciara, sino porque, como banquero, apreciaba los esfuerzos que el rey estaba llevando a cabo para mejorar la economía a través de un comercio internacional más agresivo. En el remodelado puerto de Nápoles, bajo el reinado de Fernando II, el número de barcos mercantes en uso y el volumen de negocio habían aumentado de una manera impresionante; de hecho, en el último año el rey podía jactarse de que sus barcos habían llevado a puertos extranjeros dos tercios de la producción del reino. En las fábricas de Nápoles y alrededores se producía una cifra récord de artículos de exportación tan populares como guantes, jabón, perfumes, adornos de coral, sedas, loza de barro cocido, sombreros y carruajes. El rey había convertido Nápoles en la primera ciudad de Italia que poseía un sistema ferroviario. Tras abrir la primera línea de Nápoles a Portici en 1839, Fernando amplió la red por el norte hasta Caserta en 1843 y hasta Capua en 1845, y esperaba llegar a Roma antes de morirse, aunque el Papa se oponía de manera inflexible a que ningún tren entrara en la Ciudad Eterna o en los Estados Pontificios. El Papa consideraba que el ruido, la suciedad y la monstruosa fealdad del tren estropearían las preciosas vistas de la campiña e interrumpirían el estado contemplativo de los que se arrodillaban en los bancos de las iglesias.

Aunque Giuseppe todavía no había visto un tren —no había vuelto a Nápoles desde que trabajara allí años antes—, había aceptado enseguida y de manera inequívoca la baja opinión del Papa de ese medio de transporte, compartida por todos aquellos que conocía; y por ello una noche se quedó muy sorprendido al escuchar emprender una enérgica defensa del sistema ferroviario al invitado de honor de una cena a la que asistió en Catanzaro poco después de regresar de los funerales. El invitado de honor era una joven menuda de Nápoles que llevaba un vestido de encaje blanco, y se llamaba Teresa Mazzei.

A Giuseppe lo había invitado a la cena un colega del banco que estaba casado con la hermana mayor de Teresa, a la que esta había venido a visitar desde Nápoles. Cuando se la presentaron a Giuseppe, no se sintió inmediatamente atraído por su atractivo o encanto físico, aunque era bastante guapa y harto sociable desde cualquier punto de vista. Fue más bien el entusiasmo de la joven lo que le atrajo, su espíritu risueño y su actitud extrovertida, cosas todas ellas que habían sido consideradas atrevidas entre las muchachas de la Italia rural; pero no había duda de que era una mujer urbana más allá de cualquier convención rural, y lo bastante joven como para que su exuberancia fuera aceptada por los comensales de más edad como parte genuina de su naturaleza y no simplemente como un intento de llamar la atención.

Y sin embargo, atrajo la atención de todos los comensales durante la cena, y también después, gracias a los humorísticos relatos de sus actividades sociales en Nápoles y a su valoración optimista del papel que jugaría el ferrocarril a la hora de conseguir que Nápoles mantuviera su posición como una de las más destacadas capitales del mundo. Relató la festiva apertura de la nueva terminal, reluciente gracias a las farolas de gas, que solo hacía poco habían librado las calles de las ciudades de siglos de dependencia de la tenue luz de las velas, y reveló haber disfrutado al ver que las vigas de hierro de la estación parecían retumbar con las voces e instrumentos de los intérpretes de la ópera de San Carlo, reunidos cerca de un andén para ofrecer una serenata a los pasajeros, que subían a bordo enfundados en sus vestidos largos y sus fracs. Aunque admitió que no haría un viaje en tren con el vestido blanco que se había puesto aquella noche para la cena en casa de su hermana, Teresa afirmó que el hollín negro que salía volando de la locomotora no había sido tan omnipresente como había esperado, y que las aterradoras sacudidas y bruscos giros durante el viaje no habían disminuido la emoción de la aventura.

Aquella noche, Giuseppe se fue de la cena imaginando que nunca volvería a ver a Teresa Mazzei; y de haber quedado a su iniciativa, probablemente así habría sido. Por mucho que hubiera despertado su interés, suponía que la muchacha regresaría a Nápoles, donde tendría pretendientes más próximos a su edad que los treinta años que los separaban. Pero unas semanas más tarde, el cuñado de Teresa le pidió a Giuseppe que lo acompañara a un picnic en el campo el fin de semana, donde también estarían presentes su mujer y Teresa, añadiendo que irían a buscarlo en el carruaje y saldrían juntos.

El día de la excursión el tiempo era radiante y agradable, y durante el breve paseo que dieron después de comer Giuseppe habló más íntimamente con Teresa, aunque seguía sintiéndose incómodo con una mujer tan joven, y su reacción a sus comentarios desenfadados y sus chanzas se expresaba sobre todo con un desconcierto casi paternal. Cuando ella mencionó casualmente que iba a quedarse más tiempo en Catanzaro, Giuseppe no consideró apropiado proponerle que volvieran a verse, pero quedó muy complacido cuando su amigo del banco se lo propuso por él.

En varias cenas posteriores, todas ellas organizadas por el cuñado de la joven, le dejaron claro a ese pretendiente reacio que era a él a quien cortejaban; y mientras Giuseppe expresaba delicadamente su preocupación al cuñado de Teresa, seguía mostrándose receptivo a la presencia de esta, hasta el punto de que meses más tarde aceptó la invitación de ella para acudir a Nápoles a conocer a sus padres. Teresa lo recibió en la verja de la gran casa de piedra donde vivía, en las afueras de la ciudad, y lo acompañó por el pasillo hasta la biblioteca de su padre; una vez allí se encontró con un hombre sonriente, elegante y de pelo gris que tenía exactamente su edad, y cuyos ojos oscuros y fisionomía general guardaban un asombroso parecido con los suyos.

Giuseppe y Teresa se casaron en 1846; y la primavera del año siguiente, en una casa recién comprada situada a unos kilómetros de Catanzaro, en dirección a Maida, tuvieron una hija, a la que pusieron el nombre de Ippolita. A la hora de elegir el nombre, Teresa lo dejó al criterio de su marido, que de manera insólita en él se había mostrado firme al proponerlo, aun cuando se trataba de un nombre ajeno a cualquiera de sus dos familias. Era el nombre de una mujer a la que la difunta madre de Giuseppe se refería a menudo, que le había entregado una dote de piedras preciosas el día de su boda.

Ippolita creció en un reino sumido en el caos político y la guerra, y en un hogar sacudido por la tragedia y la tristeza. Cuando Ippolita tenía dos años, en 1849, su madre casi murió por una infección contraída al dar a luz a un hijo que nació muerto; y antes de su recuperación, Teresa se enteró de que su padre había sido encarcelado en Nápoles por traición y estaba a la espera de que lo ejecutaran por haber formado parte, supuestamente, de una sociedad clandestina mazziniana que había conspirado contra el rey Fernando. Esas camarillas ahora proliferaban en el reino, alentadas por el hecho de que los seguidores de Mazzini y Garibaldi acababan de invadir y conquistar Roma, asesinando al primer ministro papal y al secretario personal del Papa; Pío IX había tenido que huir hacia el sur, hasta la ciudad de Gaeta, dentro de la esfera de protección de los Borbones españoles.

En Catanzaro, que era una capital de provincia, casi cada día había manifestaciones y violencia, pues la policía y los monárquicos luchaban contra los antimonárquicos que hacían circular folletos en los que se atacaba el régimen opresor de Fernando y se abogaba por un golpe de Estado. Giuseppe consiguió que lo trasladaran de Catanzaro, y partió en compañía de su familia en 1850; pasó a ser director de cuatro pequeños bancos de la costa oeste, uno emplazado en Pizzo, y compró una casa aislada con una alta tapia cerca del mar que esperaba ofreciera una atmósfera salubre para la recuperación de su esposa. Pero Teresa acabó sumiéndose más en la desesperación cuando le llegó la noticia de que un ataque al corazón había acabado con la vida de su madre tras la ejecución de su padre. Aquella melancolía nunca abandonó a Teresa, y la joven Ippolita jamás conoció a la mujer despreocupada y alegre que tanto había atraído a su padre cuando se cortejaban.

El padre de Ippolita a veces la llevaba a Vibo Valentia para visitar a sus parientes de la familia Gagliardi. El actual patriarca era el marqués Enrico, el nieto de Luigi, de treinta años, que controlaba el cereal y las industrias pesqueras de la zona, formaba parte del consistorio y se presentaba para alcalde. Al igual que el difunto Luigi, que se había casado con la hija de su madrastra, Enrico no se había aventurado muy lejos a la hora de encontrar esposa. Se había casado con su sobrina.

Cuando Ippolita tenía ocho años, en 1855, su padre aceptó de buena gana la sugerencia de Enrico de que asistiera a clase junto con los demás niños que se reunían cada día en el aula de una de las alas del Palazzo Gagliardi, junto a la capilla familiar; durante los cinco años siguientes, hasta que cumplió los trece, pasó más tiempo con los Gagliardi en Vibo Valentia que con sus padres en Pizzo. Su padre viajaba casi todo el día, visitando los bancos que supervisaba, y su madre, ahora con depresión crónica, se hallaba bajo los constantes cuidados de una enfermera. Teresa, que todavía no había cumplido los cuarenta, tenía momentos de lucidez e incluso de alegría, pero de repente su voz se perdía en un entrevero de palabras inaudibles, o permanecía en silencio durante horas o días.

Giuseppe dividía su tiempo tan animosamente como podía entre su esposa desquiciada, su circunspecta hija, a la que visitaba a diario, y sus bancos, que habían entrado en un lento declive junto con el régimen borbónico que constituía sus cimientos. La repentina muerte, en 1859, del cruel pero astuto Fernando II aceleró el fin de los Borbones, pues la corona pasó a su hijo de veintitrés años, Francisco II, que era un incompetente. Alto como su padre, con la nariz alargada y un semblante fino y linfático rematado por unos cabellos negros que llevaba muy cortos, el joven rey puso en evidencia su altivez ante su abochornada corte el mismísimo día de su coronación.

El rey Francisco permanecía de pie sobre una alfombra, delante de su trono, con tal insolencia y apatía que, mientras sus súbditos hacían cola para arrodillarse ante él y besarle la mano, ni siquiera se tomaba la molestia de levantarla. La dejó inerte a un lado mientras los demás hacían el esfuerzo de alcanzarla y llevársela a los labios, tras lo cual volvían a dejarla donde estaba, como si fuera el brazo sin vida de una muñeca. El rey tampoco miraba a la gente que le rendía pleitesía, sino que mantenía la vista perdida al fondo de la sala, donde se formaba la cola. Cuando un anciano tropezó y cayó mientras subía los peldaños alfombrados para besar la mano del rey, este no hizo ningún esfuerzo por ayudarle, ni manifestó ninguna expresión de pesar. Simplemente continuó mirando al frente mientras el anciano, con cierta dificultad, se alejaba y dejaba paso para que el que venía detrás llevara a cabo la genuflexión.

Una noche en que se quedó a cenar en el Palazzo Gagliardi, Giuseppe escuchó ese incidente con desagrado. Contrariamente a su espabilado pariente Enrico, que ya estaba en contacto con los agentes de Garibaldi, Giuseppe seguía comprometido con los Borbones. La reaccionaria monarquía borbónica y sus aliados asimismo reaccionarios, coaligados con las jerarquías más altas de la Iglesia, estaban profundamente arraigados en las tradiciones del sur agrícola; ellos y el sur eran inseparables, en opinión de Giuseppe; la gran mayoría de sureños eran personas sencillas y humildes de pocas necesidades, gente espiritual que aprobaba aquella vida dura, e incluso la recibía con alegría, como ruta adecuadamente rigurosa hacia la recompensa celestial. El irreligioso Garibaldi y el iconoclasta Mazzini, confederados como estaban con los intereses industriales del norte, tenían poco que ofrecer al sur, aunque Giuseppe concedía que el fin del estricto gobierno borbónico podía suponer más beneficios para los Gagliardi de Vibo Valentia. A pesar de lo generosos que habían sido con él y con sus antepasados, Giuseppe se sentía un poco resentido por la facilidad con que algunos sureños como Enrico Gagliardi cambiaban de camisa, y el color de esta era siempre el del poder.

Después de que el verano siguiente, en 1860, los camisas rojas de Garibaldi llegaran de Sicilia a la punta más meridional de Italia, y rápidamente comenzaran a superar las defensas borbónicas situadas al sur de Vibo Valentia, Enrico organizó una milicia para apoyar a los invasores de Garibaldi. Cuando los camisas rojas entraron en Vibo Valentia, les ofreció utilizar el Palazzo Gagliardi como cuartel general temporal. Tras un banquete en honor de Garibaldi, al que asistieron incluso los criados, y también la joven Ippolita —su padre no estaba presente—, Enrico llevó a cabo una gran aportación financiera a los garibaldinos, y al mismo tiempo se le pidió que se encargara del gobierno de la ciudad como delegado de Garibaldi hasta el final de la guerra.

El desacuerdo político entre Giuseppe y Enrico, que había precedido a la caída de los Borbones, jamás se resolvió; y más o menos en la época en que Enrico comenzó a ejercer de senador en el nuevo reino liderado por el monarca piamontés Víctor Manuel II, Giuseppe se llevó a su familia de la zona y se trasladó a la población costera de Amantea. Sus bancos eran insolventes, parecía esperarle un futuro triste. Ahora todo el país estaba gobernado por los políticos de Turín, y hacia aquella remota capital acudían en tropel muchas de las mejores mentes del sur, los elementos instruidos e industriosos que estaban cualificados para jugar un papel importante en el nuevo gobierno centralizado; mientras tanto, los añicos dejados por el antiguo reino borbónico fueron recogidos por las principales familias sureñas, que los corrompieron hasta transformarlos en una economía neofeudal controlada por las alianzas patriarcales de familias que se casaban entre ellas.

En Nápoles, que seguía teniendo el doble de tamaño que cualquier ciudad de Italia, la delincuencia y la indigencia habían aumentado entre sus más de cuatrocientos mil residentes. Las industrias napolitanas, que habían sido apoyadas por las políticas proteccionistas de la corona borbónica, eran socavadas por las políticas de libre comercio de los dirigentes del norte. Las extensiones de tierras de la Iglesia, que anteriormente se habían asignado a los pobres de las zonas rurales, a menudo se las apropiaban familias adineradas de toda la vida, muchas de las cuales contrataban a mafiosi para que protegieran sus propiedades e impusieran la ley en ellas.

Giuseppe siguió viviendo tranquilamente en Amantea, gracias a sus ahorros y al consuelo de la joven Ippolita, mientras él se dedicaba a cuidar a su mujer. En 1865 Teresa murió tras un ataque de gripe, y un año más tarde, a los setenta, Giuseppe fue víctima de un ataque al corazón. Ippolita se fue a vivir no muy lejos con su prima Michelina, que ahora era su amiga íntima. Pero con el inminente matrimonio y emigración de esta, Ippolita se quedaría sola, a no ser que hiciera caso a Michelina y presentara una solicitud para trasladarse con ella a Argentina.

Aquel nuboso domingo de 1867, las dos jóvenes habían estado comentando el asunto de camino a la iglesia de Maida, donde Ippolita conmemoraría el primer aniversario de la muerte de su padre. Después de la misa, Michelina se quedó esperando delante de la puerta del refectorio, en un lateral de la iglesia, para presentarle sus respetos al cura. Cuando este salió, iba acompañado de un hombre enjuto y de aspecto ascético vestido con traje oscuro y corbata. Ippolita supuso que era el diácono de la iglesia o un ayudante personal del sacerdote.

Había visto al hombre durante la misa, arrodillado unas cuantas filas por delante de ella, absorto en su misal. En la penumbra de la iglesia había tenido la impresión de que llevaba la cabeza tonsurada, pero ahora, a plena luz, comprobó que tenía el pelo rojizo y ya entrecano, y como lo llevaba muy corto se le veía la coronilla: además, tenía una cara agradable aunque seria, de piel tensa y tez rubicunda. Parecía rondar los treinta años, y ahora permanecía detrás del sacerdote con un aire bastante imponente, y se le veía un tanto desasosegado mientras el sacerdote mantenía una animada conversación con Michelina.

Finalmente, inclinando la cabeza en tono de disculpa, el anciano sacerdote sonrió y le tendió la mano a Ippolita cuando Michelina se la presentó. El cura, a continuación, implorando perdón por un olvido que jovialmente atribuyó a su edad, cogió con suavidad del brazo a su compañero y lo hizo avanzar.

—Este es mi amigo Domenico Talese —les dijo el sacerdote a las dos jóvenes.