El cielo se había oscurecido y el viento era más frío cuando Joseph salió de la escuela, poco antes de las dos de la tarde, para regresar a la sastrería de Cristiani. Con el cuello del abrigo levantado, caminó sobre los adoquines húmedos; colgada del hombro llevaba la bolsa de tela que contenía sus libros y el almuerzo que se había traído de casa y pretendía comer en la trastienda. Había llovido mientras estaba en clase, y las palomas caminaban entre los charcos del suelo. Por encima del viento Joseph oyó los golpes de martillo de los trabajadores que construían un escenario de madera en el centro de la Piazza Garibaldi para la escena de la Natividad. En aquel escenario colocarían una estatua de tamaño natural del Niño Jesús en el pesebre, flanqueada por dos ciudadanos disfrazados que representarían los papeles de la Virgen y San José. Delante del escenario, media docena de gaiteros se reunirían para tocar delante del público sus agudas melodías.
Al llegar al borde de la plaza, Joseph se detuvo para dejar pasar al pastor Guardacielo con su rebaño, que había estado paciendo en la colina de arriba, cerca del cementerio, y ahora se encaminaba hacia el establo situado cerca del acantilado, propiedad de Domenico. El establo estaba en la linde de las tierras de su abuelo, tras el chamizo ocupado por Pepe, el primo lejano de Domenico de piel de reptil que vivía aislado de los demás. Guardacielo asintió mirando hacia Joseph debajo de su capucha mientras seguía caminando detrás del rebaño, con una larga vara en una mano y una escopeta en la otra. La lana de las ovejas era de color beige y estaba húmeda por la lluvia o por la densa niebla que bajaba de las montañas y se extendía por la plaza.
Junto a las ovejas trotaban los tres perros guardianes provistos de collar con pinchos. Joseph recordó que el señor Cristiani había afirmado que cuando helaba en las montañas, los lobos a menudo iban a buscar comida a las colinas inferiores; y mientras perseguían a las ovejas, tenían que lidiar con los perros que las defendían. Joseph se estremeció al observar las afiladas puntas de los collares, y se dio cuenta de que aquel año todavía no había visto a perros llevándolos.
Cerca de la sastrería, Joseph vio que Antonio, su primo de diecisiete años, estaba sentado en el escaparate, cosiendo con la cabeza gacha. Avivó el paso, impaciente por seguir hablando con Antonio de lo que le había comentado antes: su idea de huir a París, encontrar un apartamento y un trabajo, y luego disponerlo todo para que Joseph se fuera a vivir con él siempre y cuando este se mostrase digno de confianza y lo mantuviera en secreto para el resto de la familia. La historia de Garibaldi que había oído en la escuela había despertado el interés de Joseph por los viajes y las aventuras; pero la enormidad del plan de su primo y su responsabilidad a la hora de mantener el secreto le habían puesto muy nervioso aquella mañana cuando se dirigía a la escuela, minutos después de que Antonio le revelara su plan. Ahora, mientras se aproximaba a su primo, Joseph volvía a sentirse inquieto. La paliza que Antonio había recibido de su padre tras enviar por correo aquellos bocetos de moda al rey Víctor Manuel II había alertado a Joseph de las posibles consecuencias de obrar sin permiso familiar. Sin embargo, si Antonio conseguía llegar a París, él no deseaba quedarse en Maida.
Joseph abrió la puerta y saludó a Antonio con la mano. Estuvo a punto de decir algo acerca de París, pero su primo, como si leyera la mente, rápidamente se recostó en su silla y se llevó un dedo a los labios. Joseph cerró suavemente la puerta y puso cara de perplejidad mientras Antonio comenzaba a fruncir el ceño y se mostraba tenso. Joseph se dio cuenta entonces de que el padre de Antonio estaba cerca, detrás del mostrador que quedaba a la izquierda de la puerta, midiendo unas telas. A Joseph toda la sangre le subió a la cara al comprender lo cerca que había estado de que se le escapara algo que probablemente habría advertido al señor Cristiani de su secreto.
—Ah, ya estás aquí, Joseph —dijo el señor Cristiani en tono afable, levantando la mirada del mostrador—. ¿Cómo te va?
—Bien —dijo Joseph con un hilo de voz.
—¿Cómo te ha ido en la escuela?
—Bien —replicó Joseph, dejando en el suelo su bolsa de tela.
—Joseph —dijo el señor Cristiani con cierta preocupación—, ¿te encuentras bien?
—Sí —dijo Joseph—. Estaba un poco cansado, pero me repondré enseguida.
—Quizá sería mejor que esta tarde no trabajaras —dijo el señor Cristiani—. Tal vez deberías irte a casa y descansar un poco.
—No, enseguida me recuperaré —dijo Joseph mirando a Antonio, que cosía muy afanoso con la cabeza gacha.
—No estoy seguro —dijo el señor Cristiani, acercándose a Joseph y poniéndole una mano en la frente—. Creo que tienes un poco de fiebre. Sería mejor que te fueras a casa directamente. De hecho, ya lo había pensado antes, porque creo que tenemos una tormenta de camino. No me gustaría que tuvieras que ir andando a casa con tan mal tiempo y a oscuras. Esta noche todos trabajaremos hasta tarde para ponernos al día con nuestros pedidos navideños, y luego será demasiado tarde para que alguien te acompañe a casa. Así que vete ahora, Joseph, mientras todavía hay luz. Y mañana temprano, que estará más despejado, vuelves a trabajar bien descansado, ¿te parece?
Antes de que Joseph pudiera contestar, el señor Cristiani le había colocado la bolsa al hombro y, con unas palmaditas cariñosas en la cabeza, lo había acompañado a la puerta. Antonio había levantado la mirada de su labor y había saludado con la mano a Joseph al pasar. Este le había devuelto el saludo, ocultando su decepción por no tener la oportunidad de seguir hablando de París.
Las calles estaban casi vacías, pues la mayoría de la gente estaba en su casa echándose la siesta. Unas pocas tiendas habían vuelto a abrir a las dos, igual que la de Cristiani, pero casi todas permanecían cerradas hasta las tres. Joseph tenía mucha hambre mientras recorría las angostas calles hasta las húmedas colinas de la parte oriental del pueblo, donde se encontraba la hilera de casas de su abuelo. Por la mañana Joseph había ido corriendo a la escuela sin desayunar, y todavía no se había comido lo que llevaba en la bolsa, pero tenía demasiado frío para pararse a comer en la calle. Decidió correr para entrar en calor, y en menos de cinco minutos divisaba el muro alto y no muy firme que bordeaba un lado de la propiedad, un muro que después de muchos terremotos se había derrumbado y vuelto a construir, y cuya estabilidad parecía depender ahora de las tupidas enredaderas que se extendían por su superficie de piedra.
La primera en la hilera de casas de dos plantas que se podía ver detrás del muro era la que habitaban los Cristiani, pues había sido el regalo de boda de Domenico a su única hija, Maria, que se había casado con el sastre. Tan devota como su padre, y —como todos sabían— su preferida, Maria Cristiani ayunaba con regularidad y rezaba novenas, y a menudo iba a la iglesia por las tardes para recorrer de hinojos las etapas del vía crucis.
La casa situada junto a la de Cristiani estaba ocupada por el hijo menor de los tres varones de Domenico: Vincenzo, un hombre indolente de treinta y pocos años que trabajaba en la granja y se había casado con una mujer que a Domenico no le agradaba, por lo que no había recibido ninguna casa como regalo de boda. Vincenzo Talese seguía morando en la propiedad de su padre sin ser más que un arrendatario, y lo mismo se podría decir de los demás miembros del clan familiar de Domenico y de su círculo de conocidos (que alcanzaba la cifra de sesenta y uno), que residían en las otras seis casas y cuatro chamizos que salpicaban sus tierras.
La casa en la que Joseph vivía con su madre y sus otros tres hermanos quedaba pegada a la de su abuelo, y esta ocupaba la posición central en la hilera, y era un poco más grande que las demás construcciones. La casa de Domenico poseía un balcón de piedra en la fachada principal, que daba al muro exterior, y un balcón más pequeño de madera en la parte de atrás, que daba al corral. En la casa de Domenico vivía también su esposa de sesenta y cuatro años, Ippolita, una mujer etérea con una larga trenza de pelo gris que, al estar emparentada con la familia Gagliardi de Pizzo, era tratada con deferencia por todos los habitantes de las viviendas de los Talese, y sobre todo por el propio Domenico. Era la única persona con la que él nunca se mostraba brusco ni exigente. Complacido con su esposa y con la estima en que la tenían incluso los aristócratas del pueblo, Domenico gozaba de toda la satisfacción que un hombre orgulloso puede sentir al saber que está casado con alguien de una clase superior.
Mientras Joseph subía la escalera exterior y entraba en la segunda planta de la casa, vio el establo de su abuelo, detrás del patio, y entre los peones que regresaban de la granja que creyó reconocer se encontraba su hermano Sebastian, que ayudaba a descargar los carros. Su abuelo, a caballo, iba tras él; y rebasado el establo se veía el corral cercado en el que Guardacielo reunía a las ovejas.
La casa estaba en silencio cuando Joseph entró en el comedor, dejó la bolsa y se quitó el abrigo. A esa hora su madre solía visitar a sus padres en el valle en compañía de sus dos hijos más pequeños. Siempre volvía a casa antes del anochecer, y a continuación tomaba una cena ligera. La mesa ya estaba puesta. En una punta, como siempre, estaba el lugar donde se sentaba su padre, aunque hacía más de dos años que nadie ocupaba aquella silla. El vaso de vino boca abajo, el plato y los cubiertos de plata permanecían allí cada día, de vez en cuando se les quitaba el polvo, pero no a menudo, a la espera de ser utilizados por el hombre que podía regresar en cualquier momento, sin previo aviso. La mesa seguía puesta para él, para que los hijos no se olvidaran de la existencia del padre, y para añadir credibilidad a la fotografía que colgaba de la pared. Últimamente Joseph se había preguntado si su padre volvería aquel año por Navidad, pues había faltado las dos anteriores; pero aquel día ni pensó en ello.
De repente se sintió débil y se sentó en la cama. Temblaba y tenía frío. No había leña en el hogar, ni carbón en los braseros; y aunque lo hubiera habido, tampoco se habría atrevido a encender una cerilla, pues le había prometido a su madre que no lo haría nunca cuando estuviera solo. Sebastian era el único al que se permitía encender aquellas cerillas grandes que había sobre las repisas. Y así, sin quitarse la ropa, Joseph se envolvió en las mantas y se tendió en la cama, sumiéndose en un sueño del que no despertó del todo durante horas. Incluso cuando oyó voces en la casa, que reconoció como las de su madre y Sebastian, permaneció en la cama, incapaz de levantarse ni de contestar las preguntas que oía formular débilmente a su madre a un lado de la cama. No quería comer, ni hablar, ni levantarse; solo quería quedarse allí mientras oscurecía, y las voces de su familia tan pronto se oían como se apagaban, mezcladas con una especie de aullido lejano que le recordaba a los lobos.
El cuarto parecía flotar, los párpados le pesaban y el peso de las mantas le confortaba. Se vio levemente zarandeado cuando Sebastian se metió en la cama, pero enseguida volvió a quedar tranquilo dentro de la tela familiar del viejo albornoz de su padre y el aroma de la madera y el carbón al arder. Cuando oyó el histérico cacareo de las gallinas, seguido por los extraños bufidos de los cerdos, el inquieto piafar de los asnos y los caballos de los establos, y los gruñidos de los perros guardianes, pensó que estaba soñando. A continuación oyó cómo su madre quitaba los postigos y abría una ventana de su dormitorio. En su frente cálida sintió una ráfaga de viento glacial.
Marian Talese había salido de la cama al oír los ruidos que llegaban de la parte de atrás de la casa; al asomarse por la ventana vio, a la pálida y neblinosa luz de la luna, sorteando una cerca de madera, un lobo de cola tupida preparado para saltar al aprisco donde Domenico guardaba los corderos.
Soltó un chillido que aterrorizó a Joseph y a los demás niños, y que también sembró la alarma entre sus parientes en las dos viviendas que flanqueaban la suya; y al cabo de unos minutos todas las casas habían despertado en medio de la confusión y el pánico. Todo el mundo se asomaba por la ventana trasera con su ropa de dormir, o corría hacia los balcones con una lámpara de gas o una antorcha en la mano para ver qué ocurría en los gallineros y los corrales. Domenico y su hijo Vincenzo comenzaron a disparar sus escopetas al cielo con la esperanza de asustar al intruso. Los gritos de las demás mujeres no tardaron en sumarse a los de Marian, pues las luces delataron que otros dos lobos más estaban escalando el muro de piedra para dirigirse a la zona donde estaban encerrados los animales domésticos. Puesto que los perros guardianes con collar de pinchos por la noche permanecían atados con una cadena, los lobos no tenían contrincante, y atacaron a muchos corderos y aves que murieron rápidamente; otros huyeron o revolotearon por el corral intentando evitar las cargas de los lobos que los perseguían y los objetos que les arrojaba la gente furiosa de las casas, que no paraba de chillar. Les lanzaron cacerolas, sartenes, botas, cuchillos y botellas; y Domenico y su hijo ahora apuntaban sus armas hacia los animales, pero nada parecía distraer la atención de los lobos, que seguían hiriendo a sus presas. Ya habían contado cuatro lobos en el corral, y anteriormente habían visto otros dos arrastrando el cuerpo inerte de algunos corderos hacia la oscuridad, más allá de los establos.
Marian, tras haber corrido de habitación en habitación asegurando las ventanas, ahora buscaba inútilmente una pistola en el escritorio de su marido. A continuación aplicó toda la fuerza de su enjuto cuerpo para colocar la vitrina de la porcelana contra la puerta cerrada con llave que, por la escalera exterior, daba a la segunda planta. Finalmente, con una escoba en una mano y con la otra apretando contra el pecho a su hija de tres años, se quedó con los ojos muy abiertos y lívida detrás de una de las ventanas que daban a la escalera. Aunque estaba a la vista de su abundante parentela, que ahora la señalaba desde los balcones gritando algo inaudible en medio del barullo, por encima de la planta baja su edificio no comunicaba con los demás. Estaba aislada con sus cuatro hijos, sintiéndose, como pocas veces anteriormente, abandonada por su marido que estaba en América.
Su hijo Sebastian intentaba mantener la calma mientras permanecía sentado al borde de la cama, consolando a Joseph y a su otro hermano Nicola, de seis años, que había venido corriendo de la habitación de al lado. Pero Joseph observó que a Sebastian le temblaban las manos conforme se arrodillaba para colocar carbones en el brasero, y que de repente se santiguó al escuchar por encima del tejado un estampido que destruyó uno de los faroles que estaban al otro lado del muro, delante de la casa de Domenico.
Las explosiones y el alboroto continuaron durante gran parte de la noche, no solo en las tierras de Domenico, sino en todo el pueblo: desde la zona más baja, situada cerca del orfanato de Lena Rotella, hasta la más elevada cerca de la abadía en ruinas y el cementerio, pasando por las tierras intermedias de la plaza del pueblo. Allí, observando desde los balcones de los palazzos iluminados por antorchas, muchos aldeanos horrorizados vieron a dos lobos enfrentados rodando por los adoquines, que utilizaban los dientes y las garras para luchar por los restos ensangrentados de un diminuto cordero. Nada los distrajo, hasta que una carreta llena de hombres armados y tirada por cuatro caballos llegó para lanzarles una descarga a quemarropa. Solo al morir, esos voraces rivales se separaron y se apartaron del cadáver destrozado del cordero.
Momentos más tarde aparecieron más carretas, y unos perros guardianes con collares con pinchos fueron liberados en las calles para unirse al ataque; un grupo de jinetes envueltos en capas negras y atavío de caza cruzó la plaza al galope, liderado por Torquato Ciriaco, el cual, montado sobre su caballo, esgrimía una pistola y llevaba a un costado una espada incrustada de piedras preciosas. Siguiendo el grupo de don Torquato, en un carruaje abierto conducido por el fornido jefe de policía de Maida, se encontraba el alcalde monárquico recién elegido del pueblo, acompañado por su hija soltera, que hacía gestos con las manos a la multitud para que bajaran las armas y dejaran de arrojar cosas a las calles, que ahora estaban llenas de objetos domésticos, piedras, y cristales rotos que obstaculizaban el paso de los caballos.
Cuando la primera luz del alba reveló el estado del pueblo con más nitidez, en los arroyos, corrales, callejones y en la plaza encontraron muertos siete lobos y varias docenas de presas. Se habían perdido seis de las ovejas de Domenico, y cuatro gallinas. En su propiedad no se encontró ningún lobo muerto. Delante del palazzo de los Farao había un lobo que yacía ensangrentado con la piel gris acribillada de agujeros. El rostro angustiado y el cuerpo malnutrido del animal mostraban el hambre extrema que le había obligado a bajar de las montañas.
Se tardó un par de días en limpiar las calles con agua hirviendo y en quemar y enterrar los cadáveres de los lobos y sus víctimas en un barranco que quedaba más allá del valle. El prelado condujo las oraciones de una multitud de espectadores ante los huesos chamuscados de los animales, y agradeció especialmente a San Francisco de Paula —cuya estatua transportaron colina abajo ocho hombres, entre ellos Domenico— por haber procurado que ningún habitante muriera ni sufriera heridas ni otro percance. También apareció el alcalde para reconocer el valor de sus conciudadanos, y para comentar que Maida —que durante su larga historia había sido invadida por una infinita variedad de agresores, aunque rara vez por representantes del reino animal— de nuevo había demostrado su capacidad para resistir. El alcalde afirmó que como precaución contra algún lobo que pudiera quedar por las colinas había contratado a dos nuevos agentes para que se unieran a la fuerza de policía de Maida, que ya contaba con tres hombres. Junto al alcalde, el jefe de policía asintió en un gesto de aprobación. Uno de los nuevos agentes era su primo.
Después del incidente del lobo, Joseph y su familia abandonaron su casa y se mudaron temporalmente a la de su abuelo, que vivía al lado. La madre de Joseph seguía temiendo que se produjeran más ataques, a pesar de que la borrasca ya había abandonado la región y no se había visto merodear a más depredadores. De hecho, justo antes de Navidad los días fueron muy cálidos, pues regresaron del norte de África los vientos húmedos y templados del siroco; y los aldeanos abandonaron sus capas y chales mientras barrían los últimos restos de los portales y patios y decoraban los balcones con figuras religiosas de madera tallada y festivas banderitas navideñas envolviendo las barandillas.
Toda la comunidad se divertía con el coro vespertino de trovadores itinerantes, que cantaban sus baladas acompañándose de guitarras, mandolinas y flautas y se alumbraban con antorchas adornadas con cintas; para Joseph, eso también era un consuelo; y en Nochebuena a casi todos los niños de la aldea se les permitía quedarse despiertos para recibir sus regalos y asistir a la misa de las cuatro de la mañana, y por el camino pasaban por delante de la escena de la Natividad, y los gaiteros, cubiertos con un abrigo de piel de borrego, tocaban sus canciones. Después de la misa, todo el mundo se congregaba delante de la iglesia, intercambiaba saludos y besos y visitaba no solo las casas de los amigos, sino también las de aquellos que apenas eran conocidos. Aquella noche todo el pueblo era una «casa abierta», e incluso los aristócratas abrían sus palazzos al público en general.
Al entrar en la mansión de Ciriaco junto a sus abuelos, Joseph vio por primera vez el interior del salón y la sala de baile donde a menudo había oído el jolgorio y la música clásica mientras caminaba por la calle; y por primera vez observó de cerca a toda la familia Ciriaco, formada en hilera para recibir a las visitas: una docena de herederos de propiedades eminentes pero en la actualidad menguantes —tanto como se habían depreciado sus dotes—, ataviados con unos vestidos y unos fracs ajados, y adornados por antiguas joyas y medallas que no significaban nada concedidas por la corona borbónica ahora exiliada, que ofrecían una cálida bienvenida a la efusión de políticos locales, burócratas, artesanos, granjeros y su parentela como si fueran todos unos apreciadísimos primos. A continuación, el valet de los Ciriaco, con una exagerada reverencia, dirigió la larga línea de visitantes hacia las mesas del refectorio, rebosantes de jamón cortado y berenjenas rellenas, vino de producción casera y licores importados, un surtido de frutas, quesos y pasteles y los zeppole fritos, crujientes y dulces, que parecían un donut, y eran una especialidad de esas fechas.
Joseph observó que sus abuelos estaban muy relajados en ese ambiente. Y de hecho, la actitud reservada y confiada de prestamista que mantenía Domenico, reforzada sin duda por el hecho de que unos cuantos de los Ciriaco más jóvenes (entre ellos Torquato) le debían dinero, provocaba cierto atrevimiento y quizá una indebida familiaridad por su parte con sus anfitriones de la nobleza; mientras, la mujer de Domenico, la gentil Ippolita de ojos azules —descendiente del matrimonio de su abuela con un pariente lejano de la familia Gagliardi de Pizzo—, saludó a sus anfitriones con gracia y modestia, como si estuviera segura de ser bienvenida en recepciones como la que ahora ofrecían generosamente los Ciriaco, fuera cual fuera su solvencia, en aquella munificente mañana de Navidad.
La madre de Joseph nunca asistía a esas celebraciones. Tímida por naturaleza, y más aún durante las prolongadas ausencias de su marido, Marian prefería pasar las Navidades entre las paredes sin ornamentos de la casa de sus padres antes que visitar palazzos custodiada por su autoritario suegro. Y así, mientras Sebastian, su hijo preferido y acompañante más frecuente, la ayudaba a cargar a sus hijos más pequeños en un carruaje que los llevaría colina abajo hasta la granja de su familia, los Rocchino, permitía que el joven Joseph acompañara a sus abuelos paternos a los palazzos, sabiendo que a él le gustaba ir con ellos a esas reuniones sociales, enfundado en sus ropas hechas a medida, y escuchar a músicos competentes.
Maida era demasiado pequeño para tener su propia sala de conciertos, pero aquellos cantantes e instrumentistas profesionales que habían nacido y aprendido en la zona, y que regresaban cada Navidad para visitar a sus padres, eran invitados honoríficos en diversos palazzos. Y entre los propietarios de estos había ido surgiendo una cierta competencia, pues cada uno deseaba ofrecer la mejor música del pueblo. Aquella noche, en concreto, en la residencia de los Ciriaco había una soprano retirada pero todavía con voz que no mucho tiempo atrás había actuado en La Scala, el teatro de la ópera de Milán; mientras que en casa de los Vitale se podía escuchar un recital de piano con música de Mozart interpretado por el hijo de un profesor de música local, una joven promesa que había estado de gira por el norte de Italia, y en Bolonia había sido muy aplaudido como solista.
En el Palazzo Farao, se presentó ante el público un barítono joven y robusto que había debutado hacía poco en el teatro de la ópera San Carlo de Nápoles, y que ahora, a través de las ventanas abiertas de la residencia de los Farao, entonaba a grito pelado arias de Rossini y Donizetti que atravesaban la plaza y llegaban a los oídos no siempre apreciativos de los propietarios de los palazzos de los Ciriaco y Vitale.
Además de la música y la comida, los anfitriones ofrecían a sus huéspedes una breve visita por las espaciosas casas y los patios verdeantes. Joseph, que en su primera visita deseaba ver todo lo que pudiera, convenció a sus abuelos para que subieran las imponentes escaleras de tres o cuatro mansiones antes de la mañana, y, junto con numerosos visitantes, recorrieran las habitaciones enmohecidas pero espléndidas, con sus paredes pintadas al fresco, techos con artesonados, descoloridos tapices estampados y muebles barrocos dorados de talla recargada diseñados en Nápoles dos o tres siglos antes, cuando aquella orgullosa capital era la ciudad más poblada de Europa después de París, y en Italia solo Roma la superaba como centro de mecenazgo de artistas.
De los muros de esos palazzos deteriorados de Maida, así como en centenares de otros palazzos en los pueblos y ciudades de ese reino en decadencia, colgaban retratos heroicos que recordaban la prosperidad y el estilo del viejo Nápoles: las caras satisfechas de los enjoyados virreyes españoles del siglo XVII y los reyes Borbones del siglo XVIII que gobernaban el reino; las caras estoicas de los mártires cristianos que alimentaron la fervorosa religiosidad hispánica de la corte católica de Nápoles; y otras vívidas representaciones de hombres y mujeres que personificaron la buena vida y la buena muerte en aquellos años anteriores a la derrota del reino en 1861 por los soldados invasores subvencionados con dinero de la Italia del norte e inspirados por Garibaldi. La unificación de Italia, tal como Domenico le recalcaba a menudo a Joseph, no hizo nada por el sur, excepto sumirlo aún más en la pobreza y la desesperación. Nápoles perdió su trono, su autonomía y su importancia como centro del comercio y el mecenazgo; y su antaño próspero puerto marítimo ahora se utilizaba principalmente como lugar de embarcación para los emigrantes.
Más de un millón de italianos nativos vivían ya en los Estados Unidos, sin contar los muchos otros que había en Sudamérica, Canadá, Australia y Nueva Zelanda. La abrumadora mayoría de estos italianos eran gente sin derecho al voto que procedía del reino borbónico del sur: hijos de granjeros, en su mayor parte, que trabajaban denodadamente en fábricas y minas lejanas para mantenerse ellos y a sus familias; y Domenico solo podía lamentar aquella situación y sentirse contrariado porque muchos de sus conciudadanos, en 1860, le hubieran permitido creer al general Garibaldi, aquel cálido día en que pronunció su discurso en Maida, que su aplauso era sincero. Domenico estaba convencido de que no había sido así. Y aquella mañana de Navidad podía ver la confirmación de su creencia por todas partes: en aquellos palazzos, en cuyas paredes —en contraste con la placa de Garibaldi en el muro exterior del Palazzo Farao, y el cartel que portaba el nombre del general en la plaza pública— no se veían retratos heroicos ni homenajes al general conquistador. Dentro de los palazzos, más próximos a los verdaderos sentimientos y corazones del pueblo, había cuadros y tapices decorativos que evocaban un espíritu de nostalgia por el antiguo régimen y por el período barroco en el que floreció.
En las paredes del salón de baile de los Ciriaco había un gran óleo que mostraba una procesión de cortesanos y soldados de caballería que en 1734 conducían al primer rey Borbón español de Nápoles, el rey Carlos, hacia esa ciudad. Y también había un retrato del hijo y sucesor de Carlos, el devoto aunque desaliñado Fernando, que fue perseguido por los franceses hasta Sicilia, donde le rezaba a San Francisco mientras su esposa tomaba opio.
Además de los regios retratos, en los palazzos de Maida se exhibían muchos otros recuerdos y reliquias del antiguo régimen; y a medida que la multitud de visitantes navideños proseguía la festiva visita de mansión en mansión, sus anfitriones les explicaban con mucho gusto la importancia histórica de cada objeto y reliquia.
En el Palazzo Vitale les mostraron el abanico dorado y esmaltado —guardado en el interior de una vitrina encima del piano— que había pertenecido a la esposa del rey Fernando, María Carolina, que lo había recibido como regalo de su hermana, María Antonieta. Además, en el Palazzo Vitale, sobre la repisa de una chimenea, se veían mosquetes y bayonetas británicos utilizados durante la batalla de Maida de 1806, tras la cual el victorioso comandante inglés, el general John Stuart, permaneció en la mansión como huésped de honor.
Una notable víctima de los años morbosamente operísticos de la historia de Italia quedaba inmortalizada en el Palazzo Farao, en la forma de una caja de rapé de oro e incrustaciones de diamantes que se exhibía en una vitrina colocada dentro de una hornacina. Un miembro de la familia Farao explicó a los visitantes que aquella caja de rapé había sido propiedad del cuñado de Napoleón, Joachim Murat.
El nombre de Murat era legendario en el sur de Italia. Aunque formaba parte del régimen laico francés de Nápoles que clausuró monasterios y expulsó a los capellanes del ejército, como rey, sin embargo, consiguió despertar el interés de sus súbditos italianos por su estilo teatral en la corte, su valor caballeresco en el campo de batalla, y finalmente por las melodramáticas circunstancias de su muerte, un suceso que él mismo dirigió en el patio de un castillo, un poco más abajo de Maida, en el pueblo de Pizzo.
Murat murió en 1815. Siete años antes, en el otoño de 1808, después de que Napoleón le nombrara rey del sur de Italia, fue recibido entre vítores por multitudes deslumbradas al verle galopar a través de los arcos de triunfo de Nápoles ataviado con sus fastuosas vestimentas: una túnica bordada en oro cubierta por una capa de terciopelo escarlata; una espada en forma de cimitarra con empuñadura incrustada de diamantes; un sombrero de tres picos con plumas de avestruz y una hebilla de diamantes. Los rizos de su larga melena ondeaban al viento, mientras que su tez juvenilmente pálida quedaba solemnizada por las patillas que le llegaban a la mandíbula, en la que se veía una cicatriz: una herida de pistola disparada por un turco durante la invasión francesa de Egipto de 1799.
Murat había estado al lado de Napoleón en aquel conflicto, al igual que en muchos otros posteriores, desde el golpe de Estado mediante el cual Bonaparte se hizo con el control del Gobierno de Francia hasta la desastrosa marcha a Rusia que presagió el declive de todo el imperio de Napoleón. A finales de la primavera de 1815, Murat había sido expulsado de Italia por fuerzas leales al exiliado rey Fernando; y cuando en junio de aquel año el anciano rey Borbón regresó a Nápoles desde Palermo, la población católica lo aceptó como gobernante por derecho divino. En todas las iglesias se cantaron tedeums; y cuando Fernando apareció por primera vez en el palco real de San Carlo, el teatro de la ópera construido por su padre, Carlos, el público se puso en pie y lo vitoreó durante más de media hora. Fernando se sintió muy agradecido y conmovido por aquella reacción. Tenía lágrimas en los ojos.
Pero cuatro meses más tarde, a principios de octubre de 1815, Murat abandonó su escondite en Córcega y zarpó rumbo al sur, hacia la playa de Pizzo, contigua a Maida. Solo lo acompañaban treinta hombres en dos naves; pero —tal como había demostrado Bonaparte al escapar de Elba— se podían hacer cosas extraordinarias con un mínimo de efectivos. Murat creía poseer el carisma y el poder para recuperar Italia. Se había creado la ilusión de que el pueblo lo había amado como rey, sobre todo en la zona de Maida y Pizzo, donde era recibido con entusiasmo cada vez que cruzaba el valle con su caballería y su séquito.
Era casi mediodía de una espléndida mañana de domingo cuando Murat desembarcó de su bote, y con el agua hasta las rodillas caminó hacia la playa y la población de Pizzo. Repicaban las campanas de la iglesia. La plaza estaba llena de gente que iba a misa o daba la passeggiata. También era día de mercado, y había docenas de ruidosos vendedores ambulantes que pregonaban sus mercancías bajo los carros cubiertos de lona, mientras una pequeña banda tocaba en las escaleras del edificio municipal, sobre el cual ondeaba la bandera borbónica, desplegada hacía poco, del rey Fernando.
Cruzando la plaza, de vuelta a casa tras asistir a la misa de primera hora y completar la compra, estaba la abuela de la mujer de Domenico Talese, Ippolita. Se llamaba Maria; había nacido en la zona rural del norte de Maida, en 1777, y era hija del guarda de una propiedad ducal. Maria había vivido en Pizzo con su marido, un burócrata municipal de constitución débil pero activo llamado Vincenzo Gagliardi, uno de los hijos sin dote de la prestigiosa familia Gagliardi, que ocupaba un palazzo en la cercana población de Vibo Valentia, junto al acantilado.
Mientras Murat llegaba con sus tropas al costado de la plaza que daba al mar, y por un momento observaba aquella reunión de gente que iba de un lado a otro sumida en sus pensamientos (sus botas negras y sus pantalones blancos de nanquín todavía goteaban), Maria caminaba en dirección a él con un cesto lleno de comestibles y flores, con la firme intención de llegar a su casita, situada debajo de la plaza, a tiempo de preparar la comida para su marido y las personas que este había invitado. Con la vista humillada, como exigía el recato, pasó por delante del antiguo rey y sus tropas sin apercibirse de su presencia, y prácticamente había desaparecido por la escalera de piedra que iba de la plaza a su casa cuando se detuvo bruscamente al oír lo que pareció el seco estampido de una pistola.
Al darse la vuelta distinguió, quizá a una distancia de cincuenta metros, dos hileras de soldados en posición de firmes, con el mosquetón delante de la cara en línea vertical, aunque los uniformes eran de diferentes colores y estilos. Delante de ellos, apuntando al aire con una pequeña pistola humeante, se veía a un soldado vestido de negro azabache con una guerrera con borlas y un sombrero con plumas, que proclamó vigorosa y repetidamente ante la multitud:
—Viva il nostro re Gioacchino! —«¡Viva nuestro rey Joaquín!».
En la plaza, centenares de personas se volvieron de repente hacia los soldados, atónitos y confusos. Se oyeron abundantes murmullos y suspiros cuando el soldado de la pistola inclinó la cabeza hacia la ostentosa figura que se le acercó, un hombre orgulloso vestido con un frac azul claro con charreteras doradas y un gran tricornio reluciente con una escarapela incrustada de piedras preciosas. Maria lo reconoció inmediatamente.
En años anteriores, a veces había formado parte de los espectadores que contemplaban a Murat al frente de su cabalgata mientras se encaminaba a uno de los puestos militares de las montañas; una vez, en una recepción en su honor que tuvo lugar en el pueblo, celebrada en un jardín público delante del Palazzo Gagliardi, Maria recorrió la fila del comité de recepción y le hizo una reverencia. Pero en aquel momento, en la plaza de Pizzo, a última hora ya de aquella mañana de domingo, su primera reacción fue la de retroceder atemorizada mientras la gente comenzaba a reaccionar a la presencia de Murat con comentarios hostiles, e incluso obscenidades, después de que él exclamara: «¿Es que no me reconocéis? ¿No reconocéis a vuestro rey?».
—¡Nuestro rey es Fernando! —le corrigió airadamente un hombre, y acto seguido cogió un pequeño adoquín y lo lanzó en dirección al francés.
Fue un mal lanzamiento, que pasó a más de un metro de Murat; pero de repente, cuando los soldados apuntaron sus armas, las mujeres comenzaron a chillar, docenas de personas cayeron al suelo en medio del pánico, y otras tantas dieron media vuelta y echaron a correr, incluso cuando Murat, que levantó la mano enseguida para impedir que nadie disparara, intentaba desesperadamente que la gente no huyera.
—Hermanos y hermanas —los llamó—, he venido como amigo. Por favor, escuchad lo que tengo que deciros.
Pero la gente siguió corriendo, y pronto también los que habían caído al suelo pusieron pies en polvorosa. Maria, que observaba desde detrás de unas matas, cerca de las escaleras, vio que la plaza había quedado desierta, excepción hecha de Murat y sus soldados, que ahora se apiñaban en torno a él. Murat se quitó el sombrero y gesticuló con las manos. Los soldados se movieron en formación, abandonaron la plaza y se fueron colina arriba hacia la carretera de Vibo Valentia.
Maria siguió subiendo las escaleras con paso vacilante y recorrió un estrecho sendero hasta que llegó a su barrio: una hilera de casas de piedra llenas de gente desasosegada a quien, a través de los pórticos parcialmente abiertos de las ventanas, oyó comentar con preocupación la llegada de Murat. Un poco más adelante vio a su marido caminando deprisa hacia ella, ayudándose de un bastón a causa de su pierna deforme, instándola a que de inmediato buscara refugio en casa; había oído decir que pronto habría derramamiento de sangre. Las fuerzas leales a Fernando estaban a punto de tender una emboscada al grupo de Murat en la ladera de la colina, dijo, y en aquella zona existía el peligro de que te alcanzara una bala perdida o de toparte con los invasores en plena alocada huida o persecución.
Al cabo de una hora, mientras Maria y su marido, junto con su hijo Giuseppe, permanecían en su casa tras las puertas atrancadas, oyeron repetidos disparos en la vecindad; pero por la tarde, cuando volvió la tranquilidad, un vecino llamó a la puerta para anunciar que habían capturado a Murat. Había intentado escapar por la playa hacia su bote, dijo el visitante, pero la espuela dorada de una de sus botas se había enredado en una red de pesca que habían dejado en la arena, gracias a lo cual la milicia local había capturado al antiguo rey y lo había llevado al castillo de Pizzo, donde estaba entre rejas.
A primera hora de la mañana siguiente varios centenares de personas, entre ellas Maria y Vincenzo Gagliardi y su hijo, se encontraban delante del castillo que había junto al mar, esperando conocer el destino de Murat y deseando atisbar al antiguo rey si asomaba la cabeza entre las rejas de su celda. Las noticias de la captura de Murat ya habían llegado al rey Fernando de Nápoles transmitidas por semáforo; pero todavía no se había recibido respuesta del monarca Borbón.
Aquel día, en Pizzo, y durante los días siguientes, los burócratas y artesanos del pueblo, y también los granjeros, trabajaron muy poco, pues estaban reunidos en torno al castillo, debatiendo si había que ahorcar o fusilar a Murat, o simplemente encarcelarlo de por vida.
Aunque la milicia local mantenía un control absoluto sobre las puertas y los barrotes que confinaban a Murat y a sus seguidores que habían sobrevivido a la escaramuza del domingo, aquel castillo del siglo XV era propiedad del duque del Infantado de Madrid. Y el administrador del duque en Pizzo siempre tenía acceso al castillo. El administrador era un hombre humilde y amable llamado Francesco Alcalá, buen amigo del marido de Maria, que mantuvo a esta informada de lo que se cocía intramuros; por ese motivo Maria y su hijo, que en aquella época era un adolescente, estaban tan al corriente de los detalles del encarcelamiento de Murat; y posteriormente le relataría la historia a su hija, Ippolita, quien a su vez narraría el fallecimiento de Murat a su nieto Joseph.
—Tuvieron encerrado a Murat en el castillo de Pizzo durante cinco días —le contaría posteriormente Ippolita Talese a Joseph durante una tranquila tarde en su casa después de Navidad.
Vivir con sus abuelos después del ataque del lobo le había proporcionado a Joseph la primera oportunidad de pasar una temporada con su abuela, cuya narración de la historia de Murat era tan fascinante como lo que había oído en la clase de Historia de don Achille.
—Cuando Murat fue capturado en la playa por la milicia y llevado al castillo, una multitud de ciudadanos y bandoleros, a centenares, los atacaron por el camino —continuó Ippolita—. Le cortaron la cara. Le rompieron la ropa. Le robaron sus charreteras doradas, las espuelas, las joyas y la caja de rapé que viste. La milicia permitió que esos brutos hicieran lo que quisieran con Murat, y cuando por fin entró en el castillo casi se había desangrado.
»Fue el amigo de mi abuelo Vincenzo, Alcalá, el administrador, quien en aquella ocasión salvó a Murat. Corrió a buscar a un médico para que le curara las heridas de inmediato. Y también fue Alcalá quien le consiguió nuevas ropas a Murat, pues las que llevaba el pobre francés habían acabado hechas jirones. Llamaron a tres sastres de la zona para que le tomaran medidas a Murat y le confeccionaran algo de ropa, y uno de ellos fue un antepasado de tu mentor, Cristiani.
»Pero ninguna de esas prendas era tan elegante como las que Murat estaba acostumbrado a llevar. Sencillamente no hubo tiempo para vestirlo como es debido. El vestuario tenía que entregarse a los dos días, que era cuando el comandante militar del rey Fernando, el general Nunziante, tenía que llegar a Pizzo con sus ayudantes para interrogar a Murat, y este había insistido en que tenía el derecho a presentar un aspecto digno ante esa ocasión oficial. Pero eso resultó irrelevante. Murat fue declarado culpable de iniciar una agitación civil contra el rey Fernando y condenado a muerte.
»Murat falleció el quinto día de su captura —le contó Ippolita a Joseph, y en su voz escuchó un tono de simpatía que quizá la abuela de Ippolita había utilizado al relatar la historia décadas antes; su abuela Maria era conocida por sentir una gran compasión por los franceses—. El día de su muerte hizo que le cortaran un mechón de pelo y pidió a uno de los oficiales que lo incluyera en una carta que había escrito a su mujer, la hermana de Napoleón, y a sus hijos, que en aquella época vivían en Trieste. A continuación, Murat se quitó el reloj y se lo entregó al oficial como regalo. Pero antes de separarse del reloj arrancó de la tapa una diminuta cornalina en la que estaba tallado el retrato de su mujer. Murat apretó aquella cornalina en la palma de la mano mientras seguía a los soldados al patio, donde se aprestaban a matarlo.
»El sargento del pelotón de fusilamiento le ofreció a Murat una silla, pero este dijo que quería morir de pie. Le ofreció entonces cubrirle los ojos con una venda, pero Murat contestó que quería morir con los ojos abiertos. “Quiero hacer una petición”, dijo Murat. “He comandado muchas batallas, y me gustaría dar la orden de mando por última vez”.
»El sargento le concedió su deseo. Entonces Murat se colocó contra la pared del castillo y exclamó con una voz sonora: “Soldados, en línea”. Los seis soldados se alinearon a unos tres metros de él. “Preparen armas… Presenten armas”. Los soldados le apuntaron con sus mosquetes. “Apunten al corazón, no me den en la cara”, dijo Murat con una leve sonrisa. Y a continuación, después de levantar la mano para mirar por última vez la cornalina con el retrato de su mujer, pronunció la última orden: “¡Fuego!”.
»Los mosquetes detonaron, y seis balas le impactaron en el pecho. Murat cayó al suelo sin emitir siquiera un quejido.