Las siete hileras de estudiantes permanecían en silencio en el salón de actos mientras don Achille tenía entre las manos el registro encuadernado en cuero; mirando por encima de sus quevedos, comenzó a pasar lista en orden alfabético.
—¿Amendola? —exclamó con su profunda voz de barítono.
—Presente —respondió la voz de pito de Vito Amendola, en la segunda fila.
—¿Barone?
—Presente —contestó Nicola Barone, un joven más alto y de voz más melodiosa.
—¿Cartolano?
—Presente —dijo Franco Cartolano, el fornido hijo de un carnicero y compañero de clase de Joseph.
—¿D’Amico?
—Presente
—¿Gentile?
—Presente.
—¿Giardino?
—Presente.
—¿Giglio?
Silencio.
—¿Giglio? —repitió don Achille, levantando la mirada y entrecerrando los ojos sobre sus quevedos.
Muchos estudiantes se volvieron de inmediato hacia la hilera de Joseph, pues era donde debería estar Gino Giglio. El padre de Gino trabajaba en la construcción en los Estados Unidos, y este vivía con su abuelo viudo, su madre y tres hijos más pequeños.
—Giglio ha faltado dos veces esta semana —dijo don Achille, más decepcionado que irritado—. Probablemente esté enfermo —concluyó el director en tono comprensivo. Pero a continuación, como si no estuviera del todo convencido, preguntó—: ¿Alguien ha visto a Giglio por el pueblo en los dos últimos días?
Entre los alumnos surgió un murmullo. Pero nadie se atrevió a contestar directamente. Joseph mantenía los ojos fijos en el suelo. Aquella misma mañana, mientras se dirigía a la sastrería de Cristiani, Joseph había visto a Gino en la herrería de su abuelo. El chico golpeaba con energía el martillo contra el yunque, con un cigarrillo colgando de los labios. Muchos alumnos fumaban sin disimulo, cosa que estaba prohibida en la escuela, cuando decidían dejar los estudios y trabajar a tiempo completo. Sebastian, el hermano de Joseph, fumaba. Y también los hijos mayores de casi todas las demás familias que Joseph conocía, sobre todo aquellas en las que el padre había emigrado y la madre luchaba por salir adelante en el pueblo con varios hijos a su cargo. Esas mujeres preferían que su hijo trabajara a tiempo completo a que, por culpa de sus estudios, descuidara la familia. Después de tercer o cuarto curso, ir a la escuela se consideraba un lujo que la mayoría de las familias más pobres no se podían permitir; y a pesar de las enérgicas campañas de educadores tan entregados como don Achille, los políticos del gobierno nacional hasta aquel momento habían fracasado a la hora de derogar la anticuada ley de educación de 1877, según la cual la asistencia escolar solo era obligatoria hasta los diez años.
—¿Giordano? —don Achille siguió pasando lista tras detenerse para anotar algo en el registro.
—Presente.
—¿Greco?
—Presente.
Don Achille tardó veinte minutos en pasar lista. Aquella tarea se podía haber llevado a cabo más rápidamente si la hubiera dividido entre los profesores, para que cada uno lo hiciera al comienzo de sus clases; pero al parecer disfrutaba de la oportunidad de presentarse delante de todos en el salón de actos, ejerciendo su prerrogativa de director para gozar de un gran público y ser el centro de atención. También estaba contento de que su campaña contra la falta de asistencia a clase obtuviera resultados positivos. Sonriendo, después de pasar lista anunció que aquel día solo faltaban a clase seis de los cincuenta y siete matriculados, y que aquel mes el porcentaje de faltas de asistencia había caído hasta la cifra récord del diez por ciento.
Tras bajarse de la tarima, don Achille se adentró en el pasillo con la mano derecha extendida, y por un momento se detuvo mientras sus estudiantes de Historia se alineaban detrás de él; a continuación le siguieron a través del ancho corredor hacia el aula donde impartía sus clases. Del mismo modo, los estudiantes de los demás cursos siguieron a sus profesores respectivos: don Bartolomeo y don Fabrizio, don Carmelo y don Enrico, don Nicola y dos ayudantes que enseñaban a leer y escribir a los más pequeños. Pronto todos los alumnos habían entrado en las diferentes aulas, después de pasar junto a la pila de agua bendita que llevaba décadas seca y una gran placa en la pared colgada mucho antes en honor del ascético sacerdote Giovanni Cervadoro, que había convertido su monasterio del siglo XVII en la primera escuela de Maida en 1820.
Cuando don Achille cerró la puerta del aula, Joseph y sus nueve compañeros de clase se sentaron en los pupitres de madera encarados a la tarima; detrás de ella, sobre un caballete, se veía un óleo del general Giuseppe Garibaldi. La pintura, que tenía un metro ochenta de alto por metro veinte de ancho, y se balanceaba un poco sobre las patas delgadas del caballete, llevaba allí más de un mes, desde que don Achille comenzara sus clases sobre Garibaldi. En el cuadro se veía al general con barba y tocado con un sombrero con plumas, liderando a caballo su batallón de mosqueteros de casaca roja. Detrás del retrato, la palabra «Risorgimento» estaba escrita con grandes letras en la pizarra. El Risorgimento se refería a la revolución del siglo XIX que Garibaldi personificó con audacia, y que en última instancia condujo a la unificación de Italia en 1861. En la clase de Joseph, al igual que en las escuelas de toda Italia durante 1911 —siguiendo los deseos del ministro de Educación de Roma—, el Risorgimento era objeto de intenso estudio, con la esperanza de cultivar entre la juventud una conciencia nacionalista más fuerte. Después de todo se trataba del cincuenta aniversario de la unificación. Unas bodas de oro en la vida de una nación relativamente nueva que tras la caída del Imperio romano había evolucionado lentamente entre siglos de caos y decadencia. Y don Achille, cuya pasión por el tema no precisaba del acicate del ministro de Educación, aquel año se había superado a sí mismo al relatar a su clase la apasionante saga, casi operística, que constituía la historia de Italia y que tanto se prestaba a las inclinaciones melodramáticas del maestro.
—Preparad los caballos, muchachos, para nuestra galopada final con Garibaldi —comenzó diciendo aquella mañana don Achille—. Galoparemos detrás de él a través de las colinas y valles del sur mientras se abre paso hacia la capital de Nápoles. En su ánimo percibimos signos de melancolía, pues de repente la guerra está terminando. Más adelante, rodeado de guardias reales, el rey espera su mensaje. Este es el rey por el que Garibaldi ha combatido, pero en ese momento duda de su decisión. ¿Es un rey digno? ¿Constituirá este rey una mejoría con respecto al rey al que Garibaldi acaba de expulsar del trono de Nápoles?… Pero, ah, Garibaldi es un hombre sabio —exclamó don Achille sin levantar la voz—. Fijaos en estos ojos tristes e inteligentes, y reflexionad sobre su sabiduría.
Todos los alumnos levantaron la mirada del pupitre y la dirigieron hacia la figura barbada y meditabunda de Garibaldi, el sable sobre el hombro. Sus ojos, que antes habían parecido tan seguros de sí mismos, ahora se veían realmente tristes.
El retrato de Garibaldi era una obra de arte sin ningún valor. Era la obra de un aficionado no muy bueno, pero a don Achille le servía para su propósito. Convencido de que los alumnos comprenderían mejor la historia si veían a las figuras que la protagonizaban —qué aspecto tenían, cómo vestían—, un año antes el maestro le había encargado a un artista del pueblo, concienzudo aunque sin talento (que daba la casualidad de que era su tío), que pintara retratos de algunos reyes, guerreros, estadistas y otras luminarias desaparecidas de las que don Achille tenía planeado hablar en aquellas bodas de oro de la historia de Italia, que se remontaban a la época de los antiguos griegos y romanos.
Cuando Joseph y sus compañeros asistieron a su primera clase, en el otoño de 1911, se quedaron sorprendidos al descubrir, colgando de la pared del aula, sobre la pizarra, tres cuadros de colores chillones de tema grecorromano. En uno se veía al musculoso guerrero griego Milón, que blandía una maza y conducía a sus soldados de infantería contra la caballería en retirada de la hedonista colonia de Sibaris, que destruyó en el año 510 a. C. En otra pintura se veía al renombrado orador romano Cicerón, recostado con los ojos cerrados dentro de un baño de vapor, en una propiedad que quedaba al suroeste de Maida, Vibo Valentia, que los romanos construyeron en el 192 a. C. y los árabes derribaron diez siglos más tarde. También había en la pared un cuadro con la figura doblegada de Aníbal, derrotado en una interminable batalla contra los romanos, exiliándose de Italia en un pequeño navío abarrotado de cartagineses heridos y cabizbajos.
—Estos cuadros, y los que veréis en semanas posteriores, representan la diversidad de los pueblos que antaño vivieron entre nosotros y desempeñaron un papel en nuestra historia —había explicado entonces don Achille mientras los estudiantes paseaban la mirada entre los cuadros sin comentar nada—. También espero que estas pinturas os ayuden a distinguir entre los muchos personajes importantes que se turnaron para gobernarnos. Como vivimos en la parte más estrecha de Italia, con poco más de treinta kilómetros de tierra rocosa entre las costas este y oeste de nuestra nación, hemos sido visitados e invadidos por tierra y por mar, y nos han llegado autodenominados liberadores de todas las partes del mundo. De ahí la tendencia a que nuestras casas sean como fortalezas, y a sobrevivir como podemos contra los intrusos que hay a nuestras puertas. Sin embargo, a veces también nos hemos aprovechado de la presencia de estos forasteros. Nos han hecho comprender lo vasto que es el mundo. Han enriquecido nuestra cultura. Nos han hecho más adaptables al cambio. «Cambio» es una palabra clave en nuestra historia, cambio a mejor y cambio a peor, como veréis a partir de los cuadros que colgaremos en las paredes durante este curso.
El ánimo de Joseph también iba cambiando regularmente mientras, durante las primeras semanas de otoño, escuchaba las clases de don Achille y cómo este relataba la historia a través de la recreación de hechos dramáticos en los que participaban aquellos protagonistas. Mientras Joseph disfrutaba de los relatos acerca del reinado de su emperador favorito, Federico II, sufrió pesadillas después de que don Achille narrara la decapitación de Conradino, el nieto de Federico. El mismo don Achille parecía afectado a veces por la convicción de su oratoria, y un día, en una de aquellas clases se dio media vuelta bruscamente y apuntó con un dedo acusador al retrato del monarca español del siglo XV Fernando el Católico —que había financiado las expediciones de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo— y le imprecó:
—¡Tirano! ¡Maestre de la Inquisición! ¡No solo permitiste que diez mil personas fueran torturadas en España, sino que enviaste a tus conquistadores a nuestras costas del sur de Italia, y con qué crueldad nos impusieron la enseña de su religión!
La cara de don Achille permaneció encarnada mientras se volvía hacia la clase, y tardó unos segundos en recobrar la compostura.
—Perdonadme, chicos, por hablarle tan irrespetuosamente al rey —explicó entonces don Achille sin aparente embarazo a sus alumnos, que se habían visto sobresaltados por aquel arrebato—, pero debéis comprender que la invasión española de Italia ha dejado una huella profunda y duradera. Incluso ahora, siglos después, se puede ver la antigua influencia hispana en nuestra arquitectura, que es similar a la de las poblaciones españolas. Y también se puede ver en las mantillas que llevan nuestras mujeres en misa, y en las cortapisas que nos impone la religión, e incluso en el hecho de que yo, como director de una escuela italiana, lleve el título de «don».
»No debéis olvidar nunca —añadió— que nuestros antepasados de esta parte de Italia vivieron durante casi tres siglos y medio bajo gobernantes vinculados a la corona española. Exceptuando el breve reinado de la realeza austríaca a principios del siglo XVIII, e incluso el reinado más breve de los parientes de Napoleón Bonaparte en Nápoles a principios del siglo XIX, el sur de Italia estuvo gobernado por virreyes que eran miembros de las familias más nobles de España, casi todos los cuales habían venido a Nápoles después de servir en Roma como embajadores españoles ante el Papa. Esas autoridades españolas eran tan crueles que incluso nuestra palabra spagnarsi, que significa “tener miedo”, guarda relación con los españoles. Cuando tenemos miedo decimos: Io mi spagno. Cuando decimos: “No tengas miedo”, es: Non ti spagnare. Pero si utilizáramos esta expresión en Roma, Florencia o Milán, o en otras ciudades italianas del norte que nunca estuvieron sometidas a los españoles, no nos entenderían.
Entregado como estaba don Achille a ilustrar a sus alumnos acerca de la hispanización del sur de Italia, Joseph encontró esta parte del curso un poco aburrida y a veces confusa (había demasiados sucesores al trono napolitano que se llamaban Fernando o Francisco); pero cuando las conferencias de don Achille se centraban en gente que había desafiado a la dinastía borbónica española, sobre todo cuando ese desafío había sido fomentado por un ejército voluntario de camisas rojas conducidos por el intrépido Gesù guerriero llamado Garibaldi, Joseph se quedaba de repente fascinado mientras las conmovedoras palabras de su maestro parecían reverberar dentro del marco de madera del retrato de Garibaldi, dando vida a su cara y su figura, y trasladando a Joseph a otro lugar y otra época mucho más emocionantes que todo lo que se podía imaginar entonces en Maida. De hecho, durante cinco semanas seguidas, desde noviembre hasta mediados de diciembre, Joseph iba corriendo a clase cada mañana oyendo en su imaginación un toque de diana entonado por un corneta vestido con casaca roja; e incluso aquella misma mañana, cuando Joseph llegó a la escuela extasiado por la posibilidad de escapar a París con Antonio, se dio cuenta de hasta qué punto le entristecería dejar la escuela de don Achille. Y le entristecería sobre todo no oír más los episodios diarios del gran Garibaldi, pues como había dicho don Achille la guerra contra los Borbones españoles estaba tocando a su fin; el rey Francisco II acababa de zarpar de la bahía de Nápoles, abandonando el palacio en manos de Garibaldi y sus camisas rojas, que a su vez se lo entregarían al rey recién llegado del norte de Italia, Víctor Manuel II, en un gesto que Joseph, de haber estado en el lugar de Garibaldi, nunca habría llevado a cabo. ¿Por qué Garibaldi le cedió el trono a Víctor Manuel II? Habían sido Garibaldi y los camisas rojas quienes habían expulsado a los Borbones españoles de Italia, y a los victoriosos pertenecía el palacio y el derecho a gobernar. ¿Quién podría haberse presentado ante el pueblo italiano más majestuosamente que Garibaldi? Según la descripción de don Achille, Italia no había producido un héroe más importante; y aunque Joseph se sentía decepcionado porque las clases sobre Garibaldi llegaran a su fin, sabía que siempre llevaría en su interior la historia de ese héroe que cada mañana don Achille había recreado de manera tan realista, comenzando por el principio, cuando Garibaldi no era mayor que aquellos alumnos.
LA HISTORIA DE GARIBALDI SEGÚN DON ACHILLE
Nuestro héroe nació el 4 de julio de 1807 en una casa de la costa de Niza, que resulta que había sido parte de Italia…, y, al igual que casi todos nosotros en esta aula, pasó gran parte de su infancia entregado a actividades frívolas, a veces feliz, a veces entre lágrimas. En su autobiografía admite: «Me gustaba más jugar que estudiar». Su madre era muy devota. Insistió en que le dieran clase los monjes, pero la severidad de estos lo exasperaba. Su padre, que era marinero, andaba poco por casa, y el joven Garibaldi tenía libertad para deambular con los demás chicos y experimentar las cosas que muchos de nosotros hemos experimentado: «Un día cogí un saltamontes y me lo llevé a casa. Cuando tenía al animal en la mano se le rompió una pata, lo que me provocó tanta aflicción que me encerré en mi cuarto y pasé horas llorando… En otra ocasión acompañé a un primo a una cacería, y nos topamos con una pobre mujer que lavaba ropa en el agua de una zanja. Cómo ocurrió no lo sé, pero la mujer cayó de cabeza al agua, y se estaba ahogando. Salté a por ella y conseguí sacarla. A partir de entonces jamás he dudado a la hora de ayudar a un semejante en peligro, incluso a riesgo de mi propia vida…».
A los dieciséis nuestro héroe se embarca de grumete con su padre… y sigue en la mar los siguientes diez años de su vida. En 1833, a los veintiséis, lo encontramos entre la tripulación de un gran carguero que se dirige a Constantinopla…, una embarcación que también lleva a una docena de hombres de pelo largo y túnica roja que han sido exiliados de su Francia natal tras ser tachados de indeseables. Se presentó a esos hombres, que se hacían llamar saint-simonianos. Formaban parte de una organización fundada en el período de la Revolución francesa, y su anhelo era crear una sociedad que ofreciera derechos iguales para las mujeres, bienestar para los pobres y una mayor libertad personal para todo el mundo. Garibaldi pasó mucho tiempo en su compañía durante los veintitrés días de viaje a Constantinopla. Los saint-simonianos eran amables, muy cultos y unos excelentes compañeros de viaje. Aunque en aquella época de su vida Garibaldi se sentía distanciado de su religión y de su patria, resistió la tentación de unirse a los saint-simonianos. Pero siempre se vio influido por su perspectiva idealista, y por un libro que le habían regalado, en el que se expresaba su credo. Encontrarían ese mismo libro cerca de su mesilla de noche cincuenta años más tarde, en el momento de su muerte.
No mucho después de conocer a ese grupo, Garibaldi se topó con un joven italiano muy interesante pero muy descontento; se llamaba Giuseppe Mazzini, y acababa de formar una organización llamada Giovine Italia, cuyo objetivo era derrocar a todas las facciones extranjeras que controlaban diversas partes de Italia. Mazzini quería transformar Italia en una nación independiente.
Nuestra parte de Italia, como sabéis, por entonces seguía bajo el control de la monarquía borbónica española, que gobernaba desde el palacio de Nápoles. La tierra al norte de Nápoles pertenecía al Papa, y los territorios papales abarcaban la ciudad de Roma y llegaban hasta la zona oriental de Italia, a menos de cincuenta kilómetros de Venecia. Esta ciudad y sus alrededores de la zona septentrional de Italia estaban bajo el gobierno de la familia real Habsburgo de Austria; y los austríacos también dominaban gran parte del noroeste de Italia, incluido Milán. Al oeste de Milán se encuentra la región del Piamonte, que por entonces estaba gobernada por el rey piamontés en la ciudad de Turín, donde casi todos los personajes importantes hablaban francés. La familia real de Piamonte también gobernaba la antigua República de Génova. Al sur y al este de Génova se encontraban los ducados más pequeños que se hallaban bajo la influencia política, cuando no el control militar absoluto, de los Habsburgo, quienes, al ser católicos y tremendamente conservadores, gozaban de la bendición del Papa.
Puesto que el Papa también gozaba de la lealtad de los Borbones españoles en nuestra parte de Italia, la única región de fidelidad cuestionable a los intereses políticos del Papa era el dominio del Piamonte, sobre todo la ciudad portuaria de Génova, donde había nacido el joven radical Mazzini, y que era cuartel general de muchos agitadores antiaustríacos y antipapistas. La organización de Mazzini lanzaba bombas y disparaba contra las guarniciones austríacas que se extendían por el norte de Italia, y aunque sus acciones eran censuradas en público por la familia real de Piamonte, en privado el rey aprobaba muchas de sus actividades, pues arrojaban dudas sobre cualquier ilusión que pudieran hacerse los austríacos de ser bienvenidos al norte de Italia. La táctica anárquica de Mazzini continuó incluso en la época en que este, su nuevo colega Garibaldi y otros jóvenes líderes clandestinos fueron expulsados temporalmente de Italia, cosa que solía ocurrir entre las décadas de 1830 y 1860.
Durante aquellos años, Giuseppe Mazzini, un intelectual reflexivo y de temperamento nervioso que vestía su cuerpo menudo siempre de negro y parecía estar en perpetuo luto —y el cual, toda su vida un solterón e idealista antisocial, rara vez permitía que el contacto humano influyera en su singular punto de vista y sus soluciones radicales—, vivió en diversas ocasiones en Francia, Suiza e Inglaterra. Desde esos países entraba esporádicamente en Italia de manera clandestina para organizar una incursión y luego volvía a salir antes de que las tropas austríacas o la policía piamontesa lo capturaran y lo castigaran. El ministro de Asuntos Exteriores austríaco, el príncipe Klemens von Metternich, calificó a Mazzini como el «hombre más peligroso de Europa».
Durante esos años Garibaldi también solía ser un fugitivo. Tras unirse a la armada real piamontesa en 1834, comenzó a reclutar marineros para la causa revolucionaria, y pronto se vio implicado en un plan para robar un barco en Génova y entregárselo a los insurrectos. El plan fue descubierto, y Garibaldi, capturado y condenado a muerte. Poco antes de la hora señalada para su ejecución, se escapó y entró en Francia, donde vivió durante dos años con nombre falso. Sin embargo, la cautelosa vida que se vio obligado a llevar le hizo sentirse poco importante para la causa radical, por lo que no tardó en dirigirse a Sudamérica, donde en 1836 se unió a otros exiliados italianos que se habían aliado con los rebeldes brasileños que luchaban contra la dictadura del gobierno de aquel país.
Garibaldi no regresaría a Italia hasta 1848, cuando las repentinas agitaciones políticas dieron como resultado una amnistía, cosa que le llevó a unirse al rey piamontés en una guerra contra la autoridad austríaca de Italia. El ejército del rey piamontés y los radicales trabajaban ahora juntos por primera vez para fundar una Italia libre y unida; y mientras que las tropas reales piamontesas serían derrotadas por los austríacos en las puertas de Milán en 1848, y de nuevo en Novara en 1849, las unidades de voluntarios lideradas por Garibaldi y otros oficiales invadirían Roma en 1849, y durante cinco meses gobernarían la Ciudad Papal, tras declararla una república, bajo la dirección política de Mazzini.
En aquella época, casi todos los italianos consideraban a Garibaldi un gran héroe, con la salvedad de los campesinos, que se negaban a unirse a su ejército porque los curas les decían que si seguían a Garibaldi irían al infierno. Pero Garibaldi no los necesitaba. Contaba con más voluntarios que mosquetes, y se vio obligado a armar a seis mil de sus voluntarios con lanzas. Y sus uniformes eran cualquier cosa menos uniformes. Lucían una variedad mal conjuntada de chaquetas, túnicas y pantalones multicolores, hasta que decidieron seguir la moda de Garibaldi —y la moda de sus hombres de más confianza, que habían luchado a sus órdenes en Sudamérica—: Las camisas rojas. Mientras que algunos periodistas afirmaban que las camisas rojas de los garibaldinos se remontaban a su fascinación juvenil por las vestiduras rojas de los saint-simonianos, la elección del color en realidad se originó años más tarde, mientras Garibaldi se encontraba en Uruguay en 1843, reuniendo a sus cuatrocientos italianos de la Legión Extranjera para que apoyaran la guerra de la República de Uruguay contra el régimen dictatorial de Argentina. Como quería darle un toque de distinción al aspecto de la legión italiana, pero no consiguió que el Gobierno uruguayo le entregara fondos para los uniformes, Garibaldi se enteró un día de que un almacén de Montevideo guardaba muchas cajas de unas camisas rojas tipo blusón para exportar a los mataderos de Argentina, pues los jiferos no querían que las manchas de sangre resaltaran tanto. Garibaldi se quedó aquellas camisas para sus legionarios, y así comenzó aquella moda que le seguiría de las batallas de Sudamérica a Italia.
Además de camisa roja, Garibaldi a menudo llevaba los ponchos que se había traído de Sudamérica. Solía tocarse, al igual que su círculo de confianza, con un sombrero de fieltro de ala ancha que decoraba con una pluma de avestruz. Pero Garibaldi siempre se distinguía de los demás por su melena rojiza, que le llegaba por los hombros, su barba, su porte majestuoso y unos ojos castaños profundamente engastados, cuya mirada a menudo hipnotizaba a sus seguidores, que le consideraban no tanto un jefe militar como un profeta o mesías.
Pero su éxito estaba destinado a ser breve, pues unos meses después de su entrada en Roma, en junio de 1849, el Gobierno francés envió un ejército de cuarenta mil hombres que se abrió paso a través de las barricadas y avanzó hacia la Ciudad Papal. Montado en su caballo y con la camisa roja manchada de sangre, a medida que el enemigo avanzaba, Garibaldi interrumpió la lucha y se dirigió a sus leales en la plaza de San Pedro: «A los que quieran seguirme solo les puedo ofrecer hambre, frío y el calor del sol. Ni paga, ni techo, ni munición. Escaramuzas continuas, marchas forzadas y combates a bayoneta». Y a continuación, su voz resonó llena de confianza al añadir: «¡Los que améis vuestro país y la gloria, seguidme!».
Más de cuatro mil quinientos hombres salieron con él de Roma en formación, rumbo al norte, al crepúsculo de un día sofocante, antes de que la carga de los franceses, que venían en dirección opuesta, rematara la derrota de la República Romana de Mazzini. En el camino ejecutaron a muchos de los resistentes atrapados, repelieron las hileras de adolescentes y otros civiles que los abucheaban o los insultaban por las calles, derribaron las banderas tricolores de la República Italiana de los balcones de los edificios, y gradualmente allanaron el camino para el regreso del papa Pío IX, que había huido al sur bajo la protección de los Borbones españoles.
Pero el cauteloso Papa, que no se sentía seguro mientras Garibaldi siguiera en libertad, tardó nueve meses en regresar a Roma, en un momento en el que parecía que el espíritu revolucionario italiano se hubiera extinguido por completo. Aunque Garibaldi y su grupo habían zigzagueado por las colinas y los valles de las provincias del norte, evitando milagrosamente que los capturara el ejército de ocho mil soldados procedentes de Francia, Nápoles, España y Austria que iban en su búsqueda, los camisas rojas garibaldinos iban muy mal equipados, y estaban demasiado agotados y famélicos para reagruparse y reanudar la ofensiva. En la huida muchos habían muerto a causa de las heridas de guerra y las infecciones, y entre ellos se encontraba la mujer de Garibaldi, Anita, a la que había conocido en Sudamérica, y que murió de fiebres. Después de que su afligido marido la enterrara detrás de una granja, en una remota aldea de la zona de Rávena, condujo lo que quedaba de su ejército a un bosque de pinos para evitar ser vistos por los regimientos de la caballería austríaca que se acercaban rápidamente entre dos colinas adyacentes.
Escondiéndose de día y viajando de noche, durante las semanas siguientes los miembros del movimiento clandestino guiaron a Garibaldi en dirección a la costa oeste de Italia, donde le esperaba un bote de pesca. Su ejército estaba dividido en numerosos grupos pequeños y desperdigado por muchos lugares. Cada grupo hacía lo que podía para volver a casa a través de matorrales y senderos apartados, lejos de los controles de caminos del enemigo. Antes de despedirse, Garibaldi tranquilizó a sus tropas afirmando que la revolución no había terminado, que en el futuro se reunirían de nuevo. Pero no había ningún lugar en Italia —o en lo que ahora llamamos Italia— donde él pudiera estar seguro. Así fue como en 1850 Garibaldi zarpó hacia los Estados Unidos.
Cuando llegó a la ciudad de Nueva York, descubrió que le habían precedido muchos refugiados políticos del norte de Italia que habían escapado de la cárcel por sus actividades revolucionarias, y muchos de ellos se habían reunido en el muelle para recibir a su compatriota. Entre ellos se encontraban un general que había servido con Garibaldi en Roma; otro hombre —Felice Foresti— que había mantenido vínculos con miembros del grupo clandestino italiano que se hacía llamar «los carbonarios», y que había pasado años en las cárceles austríacas y ahora era catedrático de Literatura Italiana en la prestigiosa universidad americana de Columbia; y también había un próspero hombre de negocios italiano que vivía en Nueva York, Antonio Meucci, que financiaba a los refugiados italianos y que sería el anfitrión de Garibaldi.
Después de la travesía atlántica, Garibaldi estaba muy cansado, y durante sus primeros días en Nueva York dejó claro que no deseaba que lo agasajaran con grandes banquetes ni lo homenajearan por las calles en un desfile, como había sugerido el alcalde. A pesar de los gloriosos titulares que los periódicos americanos que habían cubierto la revolución habían dedicado a Garibaldi, este no se veía como un héroe. La revolución había fracasado. Italia seguía siendo una nación fracturada, gobernada al norte por los austríacos, en el centro por el Papa, y en el sur por los Borbones españoles. Garibaldi continuaba triste por la muerte de su esposa. No había decidido cuáles serían sus planes, pero no estaba de humor para celebraciones.
Después de un mes en la aldea de Hastings, cerca de Nueva York, y de otro mes en una casa de huéspedes en el centro de Manhattan de la que era propietario un italiano, Garibaldi se trasladó a la zona más tranquila de Staten Island, la preferida de muchos pobladores italianos porque poseía la atmósfera familiar de nuestros pueblos agrícolas, y también porque desde ella se veía el mar. Garibaldi vivió en casa de Meucci como invitado, pero su orgullo no le permitía seguir a pan y cuchillo sin un céntimo, con poco más que dos camisas rojas en su bolsa de viaje. Posteriormente le regaló una a Meucci, que la depositó en el museo de Staten Island.
Más adelante, cuando Garibaldi se cansó de jugar al dominó y a los bolos en el bulevar de la costa, le pidió a Meucci que le diera trabajo. Primero estuvo en la fábrica de salchichas de Meucci, y después en una fábrica de velas. La experiencia no hizo felices a ninguno de los dos hombres, pues Garibaldi no estaba hecho para trabajar encerrado. Por suerte para ambos, durante la primavera del año siguiente algunos amigos italianos de la revolución compraron una gran embarcación bastante barata en San Francisco. Había muchas naves abandonadas por capitanes que se habían ido en busca de oro, pues se decía que había en abundancia en la costa oeste de América. Y así fue como le propusieron a Garibaldi que pilotara la nave y se dedicara durante una época a hacer de marino mercante, el oficio de su juventud. Garibaldi aceptó la oferta y desempeñó esa labor durante dos años; en una ocasión cruzó el Pacífico hasta Cantón con un cargamento de guano, navegando por aguas chinas infestadas de piratas que habían ejercido como tales y como comerciantes durante la primera guerra del Opio.
En 1853 Garibaldi se enteró de que se había formado un nuevo gobierno en la zona de Piamonte, en el norte de Italia, y que se le permitía regresar a esa zona en cuanto lo deseara. Inmediatamente planeó su retorno. En 1854, de camino a Italia, Garibaldi visitó a su amigo revolucionario Mazzini en Londres, y pasó largas horas escuchando la estrategia política y los planes de este para atacar de nuevo. Sin embargo, antes de abandonar Londres, Garibaldi decidió que no seguiría colaborando directamente con ese antiguo camarada radical. En Italia, los recientes levantamientos de Mazzini no habían provocado más que ruido y destrucción sin resultados. Garibaldi consideraba que lo que se necesitaba eran patriotas dentro de la política y el ejército del reino piamontés. Piamonte seguía siendo un reino autónomo a mediados de la década de 1850. Su rey, Víctor Manuel II —que, desde su ascensión al trono, había guardado las distancias con el Papa y las reaccionarias casas reales de Europa— seguía firme en su deseo de eliminar el dominio austríaco de los territorios italianos, entre los que se incluían Milán, Florencia y Venecia. El nuevo primer ministro del rey piamontés, Camillo Benso, conde de Cavour, poseía ambiciones similares, y dijo que quería conocer a Garibaldi. Se concertó un encuentro entre ambos en Turín, y a partir de entonces Cavour decidió utilizar la popularidad de Garibaldi con el fin de obtener apoyo público para otra guerra que el primer ministro quería librar contra Austria.
A tal fin, Cavour mantuvo reuniones secretas con los antiguos enemigos de Garibaldi, los franceses, y en 1858 consiguió que Francia se comprometiera a enviar doscientos mil soldados a Piamonte para arrebatar a Austria las tierras que incluían Milán, Florencia y Venecia. Como recompensa, Cavour prometió entregar a Francia dos zonas de Italia que los franceses valoraban enormemente, ambas en la frontera franco-italiana. Una de ellas era Saboya. La otra incluía una ciudad portuaria mediterránea cuyo nombre Cavour le ocultó a su nuevo amigo Garibaldi a lo largo de la guerra con Austria en 1859, que Garibaldi le ayudó a librar y a ganar. Se trataba de Niza, la ciudad natal de Garibaldi.
Cuando Garibaldi se enteró, se enfureció tanto que sintió la tentación de entrar en Niza con sus mejores guerrilleros, hacerse con el gobierno de la ciudad y negar a los franceses el derecho a recibir la dádiva del traidor Cavour. Hacía poco que había trasladado el cadáver de su mujer a Niza, pues antes se encontraba en la remota aldea del este de Italia donde la había enterrado en 1849, y la insensibilidad de Cavour le ofendió aún más. Pero sus amigos le convencieron de que no permitiera que los sentimientos personales interrumpieran el esfuerzo todavía inacabado de convertir Italia en una nación.
Después de haberles arrebatado Milán a los austríacos, junto con gran parte de la región de Florencia, en junio de 1859 las fuerzas combinadas de los franceses y los piamonteses obtuvieron una importante victoria en Solferino, al este de Milán, en la que murieron veintidós mil soldados austríacos. Sin embargo, se considera una victoria pírrica, pues los franceses perdieron veinte mil y los piamonteses cinco mil quinientos, además de los muchos miles de soldados heridos que quedaron sin atender durante días en el caluroso campo de batalla, mientras los campesinos les robaban las botas y nadie atendía sus gritos de dolor porque había pocos camilleros y médicos. (Un camillero suizo que presenció la escalofriante escena se llamaba Henri Dunant, y esa experiencia le condujo a fundar años más tarde la Cruz Roja Internacional).
El armisticio franco-austríaco de julio de 1859 puso fin a la guerra de manera temporal, y Garibaldi, en diciembre de 1859, dimitió de su cargo de mayor general de división y formó su propio ejército, planeando reanudar la revolución armada con tropas voluntarias que no tuvieran que responder directamente ante el rey Víctor Manuel II ni ante el primer ministro Cavour, en el cual nunca volvería a confiar.
En la primavera de 1860, después de pronunciar diversos discursos pidiendo fusiles y hombres para reemprender la revolución encallada, Garibaldi zarpó desde Quarto, cerca de Génova, con más de mil voluntarios, y se dirigieron a Sicilia por la costa oeste. Cuando desembarcaron y comenzaron a descargar sus armas y provisiones, muchos de los ciudadanos de Sicilia huyeron despavoridos, y los que se quedaron contemplaron a los hombres de Garibaldi, en el mejor de los casos, con suspicacia. No entendían el idioma de los garibaldinos, pues casi todos hablaban los dialectos de las clases más cultas del norte de Italia. Los campesinos del norte, al igual que los campesinos de toda Italia, por lo general habían evitado la cruzada de Garibaldi. Tal como él mismo explicó: «Esa clase robusta y trabajadora pertenece a los curas, que los mantienen en la ignorancia».
Al día siguiente los hombres de Garibaldi avanzaron hacia el este y entraron en el pueblo de Salemi, donde la gente se mostró más cooperadora: las mujeres lo saludaban desde los balcones, y unos cuantos hombres confiados y despreocupados, ataviados con traje negro y sombrero de paja, que bien podían haber sido mafiosi, advirtieron educadamente a los revolucionarios que se dirigían directamente hacia el fuego de los tres mil soldados borbónicos que estaban preparados para atacar a doce kilómetros al norte, en Calatafimi.
El que sus enemigos los superaran en proporción de tres a uno no desalentó a Garibaldi, pues tenía en muy poca consideración la capacidad de combate de los soldados borbónicos, y una gran confianza en sus tácticas guerrilleras, que había llegado a dominar en América del Sur. Él mismo encabezó un ataque hacia la ciudad de Calatafimi a caballo, exhibiendo una intrepidez casi suicida que constituía su estilo de combate. Sus mosqueteros, a punta de bayoneta, hicieron huir en desbandada a los borbónicos, matando casi a cuarenta e hiriendo a ciento cincuenta. Aunque entre los garibaldinos se contaron treinta muertos y doscientos heridos, la victoria de Calatafimi inspiró a centenares de sicilianos, y luego a miles, a seguir la marcha triunfal de Garibaldi a través de las carreteras calurosas y polvorientas hasta Palermo.
Tres meses más tarde, Garibaldi había conquistado toda la isla de Sicilia, declarándola parte del Reino de Piamonte, aun cuando el rey piamontés, Víctor Manuel II, y su primer ministro Cavour habían rechazado anteriormente la invasión de Garibaldi. Se mostraron todavía más críticos cuando este, a mediados de agosto de 1860, transportó sus tropas en pequeños botes hacia la parte meridional de la península con la intención de derrocar todo el reino borbónico gobernado desde Nápoles; y posteriormente Garibaldi intentó llevar la guerra hasta Roma, donde, tras derrotar a las fuerzas papales, secularizó la Ciudad Santa y los Estados Pontificios y afirmó que el poder del Papa radicaba más en el cielo que en Italia.
Para el verano de 1860, la fama de Garibaldi ya había llegado a Europa y Asia. Su conquista de Sicilia y su invasión del sur de Italia habían aparecido en primera plana en todos los periódicos importantes del mundo, y los libros acerca de sus aventuras ya se estaban traduciendo a muchos idiomas. El anciano novelista francés Alexandre Dumas se había unido a Garibaldi y acompañaba a sus cinco mil seguidores a la zona montañosa del sur de Italia. Casi todos los protestantes de los Estados Unidos, y muchos inmigrantes católicos irlandeses, estaban favorablemente impresionados por lo que leían de Garibaldi. En la Inglaterra protestante se celebraban reuniones con el fin de recaudar fondos para su ejército, y entre sus partidarios se encontraban Florence Nightingale, Charles Dickens y el segundo duque de Wellington, hijo del vencedor de la batalla de Waterloo. También en Londres había tiendas de ropa donde se vendía lo último en moda femenina: blusas color rojo estilo Garibaldi.
A finales de agosto de 1860, cinco días después de que los camisas rojas de Garibaldi hubieran desembarcado en la punta del sur de Italia, habían avanzado más de cien kilómetros por la costa oeste, pero todavía les quedaban trescientos más antes de llegar a Nápoles. En aquella época Garibaldi había averiguado que Cavour avanzaba desde el norte al mando de tropas reales piamontesas, con la esperanza de llegar antes que él, a fin de que este no cosechara todo el mérito como artífice de una Italia unida. Garibaldi, sin embargo, se movía rápidamente y sin oposición con la ayuda de muchos ciudadanos del sur de Italia que estaban ansiosos por formar parte del bando ganador. En Vibo Valentia, que se halla apenas a treinta kilómetros al sur de donde nos encontramos, había un barón local que había aportado muchos fondos a la empresa de Garibaldi, así como un grupo de trescientos hombres, entre los que se contaban granjeros y pastores, armados con escopetas, hachas y guadañas, que habían hecho huir a ochenta soldados borbónicos cuando estos intentaron bloquear la carretera que conducía a Vibo Valentia.
Después de que los camisas rojas de Garibaldi hubieran irrumpido en Vibo Valentia y proseguido su avance hacia el norte cruzando la población costera de Pizzo, Garibaldi acompañó a una avanzadilla al valle de Maida el 29 de agosto de 1860. Cuando llegó al cruce, lo saludaron cinco ancianos que, sombrero en mano, estaban de pie bajo un árbol junto a la gran estatua de San Francisco, en cuyos brazos alguien había colocado la bandera tricolor de la República de Italia. El delegado de más edad, un caballero un tanto encorvado de pelo blanco, el Signor Farao, dio un paso al frente delante del caballo de Garibaldi y exclamó: «Salve, invencible general. Te saludamos como redentor de Italia».
Cuando Garibaldi detuvo su caballo y devolvió el saludo, el Signor Farao lo invitó a entrar en nuestro pueblo, donde la gente lo esperaba con impaciencia para presentarle sus respetos. Sabiendo que sus hombres necesitaban descanso, pues habían viajado sin pausa desde Pizzo, Garibaldi le entregó su montura a un ayudante y dio orden de que todo el mundo desmontara y se relajara en nuestros olivares. A continuación se acercó al Signor Farao y saludó a los demás hombres de la comitiva. Entre ellos se encontraban dos socialistas sin pelos en la lengua, mis antepasados, los hermanos Schettini. Montado en el carruaje que iba en cabeza con el Signor Farao, Garibaldi avanzó colina arriba y sonrió a los granjeros y a sus familias, que permanecían a los lados de la carretera aclamándolo y arrojando flores a su paso. También arrojaban alargadas barras de pan al escuadrón de camisas rojas que seguía el carruaje, y que mordisqueaban la punta antes de ensartar el resto con las bayonetas de sus mosquetes.
Las campanas de la iglesia repicaban cuando el séquito llegó a la plaza, donde se había reunido la gente y tocaba una banda…
Joseph había escuchado muchas veces la historia de la entrada de Garibaldi en Maida, pero se la habían contado de un modo que carecía de la cualidad celebradora de la versión de don Achille. Se la había oído relatar a su abuelo Domenico, que se refería al acontecimiento a menudo y con desagrado, y en ocasiones con extrema cólera. Domenico había dicho que cuando alertaron a la población de que el carruaje de Garibaldi se acercaba, la banda local comenzó a tocar rápidamente una nueva canción de guerra muy popular, el «Himno de Garibaldi», y que era la misma banda que, hasta el día de la invasión, solía comenzar cada concierto con el «Himno a los Borbones». Domenico también decía que aunque las campanas de la iglesia repicaban, aquel día no había un solo sacerdote en la plaza. Él mismo, de hecho, estaba más estrechamente unido a la Iglesia que todos los que aclamaban a Garibaldi.
Domenico, que por entonces tenía veintidós años, hacía poco que había abandonado el seminario y regresado a casa para llevar la granja tras la repentina muerte de sus padres y su hermano mayor. Habían quedado aplastados en un desprendimiento de piedras cuando galopaban por el despeñadero más meridional del pueblo. Domenico siempre le había recordado a Joseph que en aquella época llevaba un crucifijo en torno al cuello, las sandalias de una sola tira del seminario, y el pelo muy corto a la manera de los franciscanos con los que había estudiado cerca de Nápoles. Lo que más enfureció a Domenico durante la visita de Garibaldi fue el escuadrón de camisas rojas que cabalgaba con los panes empalados en las bayonetas.
Aquello le repugnó. El pan siempre había sido para él una sustancia sagrada, el alimento esencial, la carne simbólica del propio Cristo. De niño se le había enseñado a tratar las hogazas de pan con especial cuidado, como hacían casi todas las demás personas del sur temerosas de Dios. Pero ahora observaba con pesadumbre que esa tradición evidentemente no había llegado a los paganos garibaldinos del norte. Cuanto más observaba a los jinetes de Garibaldi, más horrenda le parecía aquella afrenta, la profanación de ensartar la levadura de la eucaristía con una hoja que sin duda estaba manchada con la sangre de los soldados borbónicos.
Al escuchar los cascos de los caballos a su espalda, mientras permanecía esperando en la plaza para oír hablar a Garibaldi, Domenico se volvió y vio avanzar haciendo cabriolas a un joven soldado con la casaca roja: se llevó una copa a los labios y cogió un trozo de pan de la bayoneta levantada. Sin vacilar, Domenico pegó un salto hacia delante, le agarró la brida y le gritó: «¡Blasfemo cerdo pagano! ¡Espero que te ahogues en el infierno con ese trozo de pan!».
Justo entonces la banda acabó de tocar el «Himno de Garibaldi», y la colérica voz de Domenico resonó por toda la plaza, donde la oyeron centenares de personas, junto con los relinchos del caballo desbocado del soldado y la imprecación de su jinete, que casi se cae de la silla. Todos los presentes en la plaza y en los balcones se volvieron hacia la escena, Garibaldi incluido. Levantándose de un salto de la silla donde estaba sentado en la tarima, Garibaldi exclamó:
—¿Qué significa todo esto? ¡Les llamo al orden!
—Este hombre me ha insultado y golpeado —exclamó el camisa roja, todavía forcejeando para controlar a su nervioso caballo encabritado.
—¡Has profanado nuestro pan con tu arma depravada! —replicó Domenico, añadiendo con un dedo acusador dirigido a los guardias—: ¡Tú y tus compañeros sois unos salvajes!
Tras estas acusaciones, la tensión que había en la plaza pareció aumentar, y unos cuantos granjeros y pastores, armados con escopetas, comenzaron a proferir palabras de sonido áspero que Garibaldi no podía comprender. El Signor Farao acudió corriendo a su lado y le susurró algo en el oído derecho. Garibaldi asintió y a continuación se volvió hacia la multitud y levantó las dos manos en un gesto de paz.
—Hermanos y hermanas —anunció—, que reine la calma, por favor. Ha tenido lugar un ligero malentendido entre dos hijos de Italia —entonces se volvió hacia el soldado que había sido atacado y dijo—: ¡Dellepiane, saque ese pan de la bayoneta enseguida! —a continuación repitió la orden a los soldados que había apostados detrás de la tarima y concluyó—: El Signor Farao se ha ofrecido amablemente a llevar nuestro pan a la iglesia para que lo bendigan.
Mientras los camisas rojas extraían las barras de pan de sus bayonetas, las campanas de la iglesia comenzaron a repicar otra vez, y, a sugerencia del Signor Farao, los músicos retomaron sus instrumentos e interpretaron una vez más el «Himno de Garibaldi». Este se quitó su quepis, inclinó la cabeza hacia el Signor Farao, y a continuación se lo entregó como si fuera un recuerdo. El Signor Farao lo aceptó con una sonrisa, se lo puso en lo alto de su cabeza para que lo vieran todos, y con las manos invitó a aplaudir. Hubo algunos aplausos, y mientras los guardias depositaban el pan sobre la tarima a los pies del Signor Farao, el público se relajó y permaneció tan paciente como antes, y cuando hubo acabado de tocar la banda, escuchó unas palabras memorables pronunciadas por su renombrado visitante.
Domenico, sin embargo, ya se había ido de la plaza…
Oh, fue un día glorioso… aquella tarde de agosto de 1860 cuando nuestro héroe visitó el pueblo mientras se dirigía a unificar la nación. Al cabo de un año, el gran unificador había unido el norte y el sur bajo el reinado único de Víctor Manuel II. La primera capital de la nueva nación sería Turín, la antigua capital de Piamonte. En 1865 la capital de Italia sería Florencia. Y finalmente, en 1871, contra la voluntad del Papa, se trasladó a Roma. Víctor Manuel II estableció su corte en el palacio del Quirinal, que había sido la residencia papal, y el Papa trasladó su residencia al interior del Vaticano.
Ahora, en estas bodas de oro que celebramos en 1911 —cincuenta años después de que Garibaldi inspirara nuestra unificación—, Roma es el emplazamiento de un enorme monumento de color blanco al rey Víctor Manuel II, que espero que vosotros visitéis algún día. Da a la Piazza Venezia, y tiene más de sesenta metros de altura. Está adornado con columnas de mármol, mosaicos, fuentes, estatuas aladas, y, asomando por encima de la escalera central, la estatua ecuestre del rey, que murió en 1878 y cuyo nieto ocupa ahora el trono. Nuestro primer ministro, el conde de Cavour, murió a los cincuenta años en 1861, poco después de la primera sesión de nuestro Parlamento nacional. Giuseppe Mazzini, el promotor más radical del Risorgimento, murió en 1872. Y nuestro héroe murió a los setenta y cuatro años, en 1882. Durante la guerra de Secesión norteamericana, el presidente de los Estados Unidos Abraham Lincoln le ofreció a Garibaldi un generalato si combatía con el ejército de la Unión, pero en aquella época Garibaldi ya ponía muchos reparos a abandonar Italia para luchar en el extranjero.
A la muerte de Garibaldi, su necrológica apareció en todos los periódicos importantes del mundo…