Mientras Joseph caminaba por la calle, veía a la gente que se arremolinaba alrededor de los puestos de fruta y comestibles, escuchaba los cascos de los caballos al apretar el paso, el traqueteo de las ruedas de las carretas y el tintineo de las riendas adornadas con campanillas en manos de los impacientes cocheros. El aire seco del siroco se había disipado por obra de las corrientes cargadas de niebla del norte, vientos glaciales que hacían aletear los bordes de los toldos que cubrían las tiendas. En la terraza de un café, un camarero, con un delantal blanco en torno a la cintura, metía las mesas y las sillas dentro del local y las acercaba a la barra. Ahora mismo no había ningún cliente.
Al levantar la mirada, Joseph se fijó en las nubes, en aquel momento más densas y más bajas que antes, y la cumbre nevada del monte Contessa ya no se veía detrás del cementerio. Más cerca distinguió, alzándose en la plaza elevada que daba a la del mercado, el oscuro edificio rectangular que era su escuela. Eran casi las nueve. Al cabo de unos minutos comenzarían a pasar lista. Pero a Joseph no le preocupaba llegar tarde ni si hacía mal tiempo. Lo habían invitado a París. Lo que importaba era proteger el secreto de Antonio.
Cómo su primo ejecutaría su plan era algo que escapaba a su imaginación. Aunque era cierto que siempre había algún joven que abandonaba el pueblo sin previo aviso, esos viajes solían estar financiados por las empresas navieras y los jefes de las fábricas de los Estados Unidos. Antonio se iría a París por su cuenta. Y también Joseph. ¿De dónde saldría el dinero? ¿Cómo se iba a marchar Joseph sin que se enteraran su madre, su abuelo Domenico y Sebastian? Joseph tenía una gran confianza en los recursos de Antonio. Pero en aquel momento, mientras seguía cruzando la plaza en medio del viento, apretando los libros y el almuerzo que llevaba en su cartera contra el abrigo, se puso a pensar en lo que ocurriría si se marchaba.
Marcharse de casa no era moco de pavo. Sin duda llamarían a la policía. Recordaba haber oído hablar de la paliza que había recibido Antonio después de que los agentes se presentaran en la sastrería llevando aquellos bocetos de moda para el rey. Joseph también intuía que la reacción de su abuelo Domenico sería furibunda. ¿Qué pensaría su padre, que estaba en América, cuando se enterara de que había huido a París? ¿Era tan diferente lo que su propio padre había hecho cuando era joven? Sí, era diferente, se dijo Joseph; su padre se había ido a los dieciséis años. Joseph acababa de cumplir ocho. Y a tan temprana edad ya estaba implicado en una conspiración con Antonio, cosa que le ponía más nervioso cuanto más pensaba en ello.
A mitad de camino de la plaza, creyó sentir que los adoquines vibraban bajo sus pies. Miró a su alrededor para ver si los demás sentían lo mismo. Era un diminuto temblor, como un terremoto, pero nadie más parecía notarlo. Sintió un vacío en las tripas y que todo le daba vueltas. Joseph ya había vivido dos terremotos. Tenía tres años durante el primero, y seis durante el segundo. En ambas ocasiones casi todos los aldeanos se habían desplazado al valle para evitar el peligro de las rocas que salían despedidas, algunas de las cuales habían caído sobre el pueblo procedentes de las colinas más altas y de los muros de los edificios inestables por culpa del temblor de tierra. Durante el último, todo el clan Talese, bajo la dirección de Domenico, había vivido en tiendas de campaña instaladas en su granja durante unos días, y el propio Joseph recordaba vagamente las veladas a la luz de las antorchas y la multitud de personas que se turnaban para recitar el rosario durante toda la noche. Él mismo creía haber visto a su padre durante el segundo terremoto, pero su madre insistió en que en aquella época estaba en América, al igual que durante el primero. Sin embargo, Joseph recordaba haberse encontrado cara a cara con su padre, alto y de ojos oscuros, en algún momento de ese período en el que temía por su vida, y que su padre había llegado para consolarlo, y para hacerle un regalo que llevaría siempre como recuerdo. Aquella misma mañana lo llevaba en un sobre remetido en el bolsillo interior del abrigo.
Era un billete verde: un dólar americano. Recordaba que su padre había aparecido inesperadamente por la noche, un hombre sonriente de ojos azabache, cara angulosa y bigote, que lucía una aguja de corbata con una perla y un sombrero hongo, y que se veía tan apuesto como en la fotografía que colgaba en la pared de su casa mientras mantenía el billete extendido entre las puntas de sus dedos. Tras doblarlo hacia dentro, todavía sujetándolo por los extremos, volvió a extenderlo bruscamente, produciendo un sonoro pop. «¡Escucha el chasquido del papel! —había exclamado su padre al plegar y desplegar el dólar como si fuera un acordeón—. ¡Escucha el sonido de un dólar fabricado con fibra dura y resistente!». A continuación sacó del bolsillo un billete de una lira, lo sostuvo delante de la cara de Joseph, y comenzó a arrugarlo y extenderlo de manera parecida…, solo que este se partió en dos. «Aquí en Italia fabricamos la seda más fina del mundo —dijo su padre, dejando que el billete de una lira cayera revoloteando al suelo—. Pero todavía no sabemos fabricar un dinero fuerte». Acto seguido le entregó el dólar a Joseph. «Guárdalo —dijo—, y algún día gástalo en América. Cómprate algo maravilloso».
Cuando llegó a la escuela, subió los altos peldaños de mármol y cruzó la entrada en arco. Antaño la escuela había sido un monasterio. El pasillo era ancho y oscuro, y las paredes tan gruesas que Joseph ya no oía el viento tempestuoso, los cascos de los caballos ni las campanillas de los arneses. En la otra punta del pasillo, apenas visible a la luz de las velas de dos arañas metálicas de color negro, Joseph vio el salón de actos, en el que docenas de estudiantes formaban en fila por cursos a la espera de que el director comenzara a pasar lista. Había casi sesenta alumnos matriculados en los siete cursos. Todos ellos eran chicos, que iban de los cuatro a los quince años. Las chicas del pueblo asistían a una escuela distinta, situada al otro lado de la plaza, en el ala de un edificio que había sido un convento.
Mientras se dirigía a ocupar su lugar en la fila, Joseph saludó con la cabeza a unos cuantos compañeros. Uno de ellos era Francesco LaScala, un afable chaval que cada día, antes de la escuela, trabajaba en el taller de reparaciones de carruajes de su padre. También vio a Giuseppe Paone, un muchacho bizco y tímido que comenzaba el día ayudando en el puesto de verduras de su tío en el mercado. Y estaba también Vincenzo Pileggi, un aprendiz de barbero que cada mañana se presentaba en la escuela con un altísimo tupé engominado y un anillo con un granate en cada meñique, y que en las grandes ocasiones marchaba con la banda del pueblo soplando un clarinete que no sabía tocar. Casi todos los chicos trabajaban antes de ir al colegio, y por esa razón se pasaba lista a las nueve y no antes. Cuando llegó el director, los estudiantes dejaron de hablar. El director era un hombre robusto, vivaracho y de hombros anchos que casi bailaba al cruzar la tarima, seguido por el vuelo de su capa marrón, y sobre su nariz aguileña se posaban unos quevedos de plata. Tenía unos ojos grandes, azules y penetrantes que sin embargo mostraban un brillo cordial, y su majestuosa frente se alzaba sobre una cara sonrosada y de mandíbula prominente orlada por un pelo rojizo ya ralo que no conseguía cubrir el centro de su coronilla calva. Descendía de una antigua familia de educadores y políticos socialistas —uno de ellos fue un valeroso alcalde antimonárquico de Maida durante la época revolucionaria, cuando el sur de Italia estaba controlado por los reyes Borbones españoles— y se llamaba Achille Schettini. Pero al dirigirse a él, los alumnos utilizaban su nombre de pila precedido por el título español de cortesía, que en aquella tierra se había conservado. Era don Achille.
—Buenos días, muchachos —dijo sonriendo desde la tarima. Bajo el brazo llevaba el libro de registro encuadernado en cuero, donde figuraban el nombre de cada uno y sus faltas de asistencia.
—Buenos días, don Achille —respondieron todos al unísono.
—En primer lugar, dejad que os felicite por haber hecho frente al mal tiempo y haber conseguido llegar a la escuela —dijo, observando con aparente satisfacción las siete hileras de muchachos que estaban ante él.
Recientemente había pronunciado apasionados discursos en la plaza instando a los padres a que le ayudaran a reducir el porcentaje de alumnos que hacían novillos, argumentando que los que recibieran una mejor educación probablemente se convertirían en los emigrantes más ricos, un argumento que quizá atraía a muchas madres cuyos maridos semianalfabetos, ahora en ultramar, a menudo se quejaban de que sus compatriotas con más estudios que supervisaban las cuadrillas de trabajo italianas en los Estados Unidos los timaban con el dinero.
—Y también quiero daros las gracias a vosotros, los alumnos, por haberos esforzado más en venir a clase este trimestre —añadió—. Todos los profesores me han dicho que esta semana, cuando acabe el trimestre, las notas medias que sacaréis en Matemáticas y Ciencias, Gramática, Geografía, y sobre todo Historia, serán más altas.
Sonrió al referirse a la Historia, pues era él quien impartía esa asignatura, y lo hacía con tanto entusiasmo y oratoria, retratando con tanta viveza a los héroes y villanos de la historia en escenarios pintorescos, que Joseph siempre lamentaba que la clase hubiera acabado. Joseph prácticamente se evadía de su vida en la clase de don Achille, que era la primera de la mañana, y el director añadía al atractivo de su curso el ofrecer visitas guiadas durante algunos fines de semana para los alumnos deseosos de conocer los lugares de interés histórico a los que se podía ir y volver en carro en el mismo día.
Joseph se había apuntado dos veces a la visita en meses recientes, observando desde el carro cargado de heno de su profesor, que seguía las carreteras de la costa de las colinas vecinas, un surtido de muros romanos en ruinas y torres sarracenas, cúpulas bizantinas en lo alto de iglesias medio desmoronadas, castillos normandos cuyas torretas se habían derrumbado, y una sola columna dórica que era todo lo que quedaba de lo que había sido el imponente templo de Hera. «Aquí es donde comenzó la civilización en Italia», había afirmado don Achille durante aquella primera visita, bajándose del pescante delantero de la carreta de dos caballos y colocándose en la base de la columna con un brazo extendido. A continuación puso una amplia sonrisa y añadió: «Esto lo construyeron seis siglos antes de Cristo mis antepasados que llegaron aquí desde Grecia».
Más tarde, mientras se encontraba junto al cauce rocoso de un riachuelo, don Achille había dirigido la atención de sus alumnos a un grupo de rocas cubiertas de musgo que asomaban sobre la superficie, y había proclamado con su voz estentórea: «Contemplad el lugar donde está enterrado el bárbaro rey Alarico, que saqueó Roma en el año 410 d. C. y secuestró a la hija del emperador Teodosio, y que finalmente murió aquí de fiebres mientras planeaba saquear a los sicilianos. Después de que sus soldados bárbaros obligaran a la población a bloquear el curso natural de este río, y a construir un sepulcro regio en el lecho que contuviera el cadáver del rey y su botín, masacraron a todos los trabajadores y los arrojaron sobre el sepulcro antes de devolver el agua a su cauce natural». Mientras Joseph contemplaba medroso el río junto con sus compañeros de clase, don Achille exclamó: «Típico de las muchas atrocidades que caracterizan la historia de Italia».
En esa visita, tras informar a los estudiantes de que estaban siguiendo la misma ruta que habían utilizado en el siglo XII Ricardo Corazón de León y sus caballeros mientras desde Salerno se dirigían hacia el sur, rumbo a Tierra Santa y a la Tercera Cruzada, don Achille detuvo la carreta delante de un castillo feudal bien conservado, aunque totalmente abandonado. Era uno de los muchos castillos del sur de Italia que durante el siglo XIII fueron ocupados por el emperador Federico II, un rey inquieto que controló no solo Italia, sino gran parte del resto de Europa desde su corte, que se desplazaba continuamente de un lugar a otro. Además de ser el soberano de un inmenso ejército, recalcó don Achille ante sus alumnos, el rey Federico II fue un hombre de sensibilidad artística y de una curiosidad intelectual ilimitada. Hablaba seis idiomas con fluidez, y llenó su corte con una representación de filósofos, matemáticos, físicos, astrólogos, músicos, pintores y poetas de todo el mundo. Él mismo escribía poesía en italiano, y en el siglo siguiente fue elogiado ni más ni menos que por Dante Alighieri; y el interés del rey Federico a la hora de diseminar el conocimiento facilitó la construcción de varios centros de enseñanza italianos, entre ellos la Universidad de Nápoles, que fundó en 1224.
«Federico fue el primer renacentista —dijo don Achille a sus alumnos, sentados en círculo en la hierba delante de uno de los parapetos—. El primer despertar intelectual de Europa después de la Edad Media no tuvo lugar en ciudades septentrionales como Florencia, sino aquí mismo, en el sur de Italia, dentro de los muros de este castillo que hoy se alza delante de nosotros».
El rey había nacido en la ciudad italiana de Iesi, una población montañosa de la costa del Adriático, en 1194. Su madre, la normanda reina Constanza —cuyos antepasados habían invadido y conquistado el sur de Italia más de un siglo antes—, había viajado con su séquito hacia Sicilia desde Alemania «cuando de repente se vio obligada a interrumpir el viaje por culpa de los dolores de parto», explicó don Achille, leyendo las notas que siempre llevaba a esas visitas. La reina tenía más de cuarenta años, y era su primer hijo, y sabía que en las chismosas cortes de Europa había mucho escepticismo acerca de su capacidad para tener un hijo a tan avanzada edad. En esa época las mujeres a menudo eran madres a los quince. Y lo que preocupaba aún más a la reina era que ese repentino parto en una remota población fuera verificado por suficientes testigos y crónicas como para que no existiera ninguna duda de los derechos legítimos de su vástago a la hora de heredar sus dominios y los de su padre, el rey Enrique VI, al que, en connivencia con otros conspiradores, envenenaría unos años más tarde. Así que la reina decidió dar a luz en la plaza del mercado de Iesi, bajo una gran tienda de campaña, e invitó a entrar a todas las matronas del pueblo. «Llegaron en gran número —prosiguió don Achille—, y posteriormente aplaudieron el nacimiento del futuro rey, al cual, en las primeras horas de su existencia, su madre, con el pecho desnudo, sacó a la abarrotada plaza, amamantándolo a la vista de cientos de hombres y mujeres que permanecían en silencio».
Los alumnos también permanecían en silencio mientras escuchaban el relato, y Joseph estaba avergonzado por la visión de aquella reina exhibiendo el pecho en la plaza pública. Pero, sin detenerse, don Achille pasó a narrar la infancia del joven rey, explicando que Federico creció en el exótico entorno de la corte de Palermo, donde las paredes estaban decoradas con escudos normandos y tapices orientales, y que de joven vagabundeaba por las pobladas y polvorientas calles de la ciudad, donde era atraído por los sonidos del laúd del barrio árabe, y por las chicas que bailaban chasqueando los dedos, y por los ancianos sabios de los que aprendió a hablar y leer árabe. Federico también daba largas caminatas por el exuberante parque real —antaño orgullo de sultanes moros y todavía una reserva mediterránea de animales africanos y pájaros exóticos—, que desprendía el intenso aroma de los cítricos, los laureles y los arbustos de hoja perenne de los que brotaban arándanos y moras y flores color de rosa.
Con el tiempo, el futuro rey Federico se convirtió en naturalista, tan agudo observador de la fauna y la flora como experto jinete y justador; e incluso después de asumir sus responsabilidades imperiales y construir en la península italiana castillos que todavía existían en el sur de Italia en 1911, siempre viajaba en caravanas muy completas en las que no faltaban pájaros y otros animales, bailarinas árabes y otras cosas que le recordaban su juventud. De hecho, el paso de Federico por las ciudades y los pueblos de Italia, entre ellos Maida, recordaba menos la indumentaria y el séquito de los reyes más poderosos de Europa que los animales y personajes grotescos de un circo ambulante.
«Primero llegaba la caballería ligera, consistente en corceles árabes acompañados de música oriental —relataba don Achille con todo lujo de detalles, remitiéndose a sus notas, que parecía haber memorizado—, a continuación venía una raza especial de camellos de paso rápido de Babilonia; y luego, sobre unos postes que reposaban en los hombros de eunucos negros, aparecían los palanquines en los que holgazaneaban las figuras cubiertas de seda del harén del rey Federico. Varios pasos por detrás, lo bastante alejado para permitir que el polvo del camino se asentara, venía la procesión montada de caballeros y cortesanos, y detrás de ellos un variado surtido de músicos y convoyantes, astrólogos, magos enanos y otros bufones. Y luego, aún más atrás, cabalgando sobre un corcel negro, erguido pero no rígido, aparecía el propio rey. La multitud de espectadores que se aglomeraban junto a la carretera nunca tenía ningún problema a la hora de identificar a Federico, debido al trato deferente que le prodigaban todos los demás jinetes, aunque él procuraba no llamar la atención.
»Su atavío de viaje era por lo general un modesto conjunto de caza pardo ceñido por un cinturón que se ajustaba perfectamente a su cuerpo enjuto; y sus rasgos más distinguidos, puesto que no llevaba barba y casi nunca sombrero, eran su elevada frente y su pelo castaño rojizo, y la manera casi hipnótica con que dirigía sus ojos azules hacia los objetos en los que se concentraba, un aire como de halcón que le resultaba tan natural como la banda de halcones que le seguían en la cabalgata (y a los que mimaba hasta el exceso), y los había a docenas sujetos con correas a las muñecas enguantadas de pajes uniformados con túnica; y su furia de halcones quedaba contenida bajo las capuchas de cuero que el propio rey Federico había diseñado. Detrás de los pajes caminaban los mozos de cuadra árabes, que guiaban los carros tirados por caballos que servían para transportar jaulas de leones y linces, leopardos y guepardos, aves exóticas y los excitables sabuesos imperiales de piel lustrosa y concienzudamente cepillada. Entonces llegaba la jirafa del rey, importada de África, la primera que se veía en Europa, seguida del lento avance del elefante imperial, sobre el cual se sentaban, en una torreta de madera, el conductor del elefante y dos ballesteros árabes…».
Joseph había quedado hipnotizado por aquel recital, y cuando regresó a su casa no podía pensar en nada más que no fuera la procesión del rey, que atravesó sus sueños aquella noche y la siguiente. Cuando posteriormente don Achille describió a los estudiantes la repentina muerte de Federico en 1250 a causa de una disentería aguda, una muerte que había predicho el astrólogo del rey, Joseph se lo tomó de una manera extrañamente personal; y lo acompañó la imagen de la majestuosa procesión que había llevado el cadáver del rey a través del sur de Italia, dentro de un ataúd de pórfido púrpura, hasta la catedral de Palermo, donde fue vestido y enterrado con una prenda de lino bordada en oro y una túnica roja decorada con un brocado de águilas imperiales abrochada con adornos de esmeralda.
Don Achille contó a los estudiantes que, transcurridas dos generaciones desde la muerte del rey Federico, el reino se extinguió igual que lo había hecho él; los hijos del rey se vieron debilitados por sus propias fuerzas o derrotados por los pueblos que invadieron Italia, y el destino del nieto del rey, Conradino, fue trágico en extremo. Conradino solo tenía dieciséis años cuando intentó reunir un ejército para recuperar la corona, y Joseph y sus compañeros se identificaron con el esforzado joven príncipe mientras combatía las legiones superiores en número lideradas por Carlos de Anjou, un noble francés y favorito del Papa al que este había invitado a ir a Italia para destruir el último vínculo masculino legítimo con el a menudo sacrílego Federico.
«El príncipe Conradino era un joven valeroso pero inexperto, y un comandante militar ingenuo —explicó don Achille—. Y un día, mientras Conradino y sus edecanes descansaban en su cuartel general secreto (en aquel momento el príncipe estaba concentrado en una partida de ajedrez), alguien reveló su paradero; los franceses atacaron y pronto Conradino y sus edecanes fueron llevados ante Carlos de Anjou, que ya controlaba Nápoles. Conradino y sus amigos fueron inmediatamente juzgados y condenados por ser enemigos de la Santa Iglesia y traidores al monarca reinante, y sentenciados a ejecución pública en Nápoles junto a la iglesia de los frailes carmelitas. Conradino afirmó delante de Carlos de Anjou que sus amigos eran inocentes, y le suplicó que les perdonara la vida. Pero su solicitud fue rechazada. A continuación, Conradino solicitó que le permitieran morir a él primero para no tener que presenciar la ejecución de sus amigos. Tal petición también fue rechazada.
»Y así, días más tarde —continuó sombríamente don Achille ante su público afectado pero atento—, Conradino y sus amigos subieron los peldaños del cadalso situado a la sombra de la iglesia, donde se había reunido una gran cantidad de espectadores. Y allí, uno por uno, los amigos de Conradino fueron decapitados, y cada vez que caía una cabeza, Conradino la cogía y la besaba. Finalmente Conradino dio un paso al frente para doblar la cerviz bajo el filo de la espada. Pero antes de hacerlo, arrojó sus guantes al aire, hacia la multitud, que ahogó un grito: un gesto de despedida del último superviviente de la dinastía del rey Federico en Italia».