Durante la primavera, el verano y el otoño de 1911, el joven Joseph Talese prosiguió su aprendizaje en la sastrería de Cristiani, ocupando cada día su posición en la parte delantera de la tienda detrás del gran escaparate, donde, mientras cosía botones e hilvanaba costuras, observaba a los peatones y los vehículos tirados por caballos en la calle, preguntándose de vez en cuando si el temido señor Castiglia y su igualmente temible guardaespaldas regresarían alguna vez.
Cuando los sastres de la trastienda dejaron de llevar cada día los pantalones de rodilla alada, tras convencer a Cristiani de que los estaban desgastando, a Joseph se le advirtió que no interpretara ese cambio de política como indicativo de relajación. «El señor Castiglia podría volver en cualquier momento —le recordó Cristiani—. Debes permanecer vigilante. Estás apostado en el escaparate para que nos avises en cuanto le veas. Debes mantener un ojo en la calle incluso cuando cosas, un truquito que puedes aprender fácilmente. Yo mismo lo aprendí a tu edad. En una ocasión mi amado padre enfureció al difunto barón de Palizzi, que prometió que regresaría a nuestra tienda con su espada cuando se enteró de que habíamos quemado una de las mangas de su frac, que había dejado para que se lo arregláramos, pues se había declarado un incendio en el taller por culpa de la explosión de una lámpara de gas. Pero es mejor que ahora no te moleste con estos detalles. Ya tienes bastante de qué preocuparte. Debes preocuparte del señor Castiglia. Y tu tarea es aún más difícil ahora que tenemos las Navidades encima y las calles están más concurridas de lo habitual. Debes observar con más atención, y dar un fuerte grito en el instante mismo en que veas al señor Castiglia acercarse a nuestra puerta».
Joseph asintió, sabiendo que no tendría ningún problema a la hora de identificar al señor Castiglia ni a su guardaespaldas si entraban en el pueblo. El recuerdo del incidente del Sábado Santo, aunque hubieran transcurrido ya muchos meses, estaba aún vivo en la memoria de Joseph; y desde aquel temido día a menudo lo despertaba por la noche la visión del corpulento señor Castiglia irrumpiendo por la puerta principal de la tienda entre disparos y salpicones de sangre para vengarse de los sastres que lo habían engañado de manera tan ignominiosa. Y mientras Joseph volvía a casa después del trabajo, se descubría estudiando algunas caras y figuras que veía por la calle, sobre todo los varones de hombros anchos, cuello grueso y gran barriga; había momentos en que de repente se paraba y se escondía a la sombra de un edificio, o acechaba detrás de otro peatón, cuando veía a lo lejos un perfil regordete o una barriga prominente que le recordaba al señor Castiglia. Entonces se detenía para tomar aliento y se le acercaba un poco más, lentamente y serpenteando cauteloso entre la gente; el corazón le latía con fuerza, era presa de una angustia intensa, no sabía lo que haría si resultaba que el hombre al que acechaba era en realidad el gánster de mirada penetrante al que Cristiani había hecho quedar como un bobo. Aun así, ninguno de esos individuos, al mirarlos de cerca, resultaba ser el señor Castiglia…, por lo cual Joseph daba gracias al cielo; pero seguía permaneciendo atento, semana tras semana, según el mandato de su maestro.
De hecho, Joseph se estaba volviendo un observador obsesivo de la gente del pueblo, cuando no un rematado fisgón. Conocía perfectamente la forma de hablar de los aldeanos, sus gestos más corrientes, su manera de vestir, la amplitud de su guardarropa, su tono de voz, sus temas de conversación, los chismes que circulaban. Por primera vez en su vida Joseph se dio cuenta de que casi todos los aldeanos eran gentes de costumbres. Parecían seguir sus mismos pasos siempre que daban un paseo; cada vez entraban en la iglesia por el mismo lado de la escalera; invariablemente se sentaban a la misma mesa en la terraza del café.
Cada mañana, a través del escaparate de Cristiani, Joseph observaba al recio y meditabundo poeta, don Ciccio Parisi, que compraba en el mercadillo de la plaza, escogiendo la fruta y las verduras tan concienzudamente quizá como sus palabras; y también compraban en el mercado muchas mujeres cubiertas con voluminosos chales negros que llegaban al suelo; algunas se tapaban con un velo la parte inferior de la cara, un vestigio de la influencia árabe, mientras los niños llevaban unos trocitos de sal gema en torno al cuello, amuletos contra el «mal de ojo».
Subiendo las inclinadas escaleras de adoquín que daban a la plaza había una mujer alta de paso firme, cabeza erguida y hombros echados hacia atrás; caminaba con extraordinario garbo mientras en equilibrio sobre la cabeza llevaba una tabla de madera de un metro de largo cubierta de chales que intentaba vender a la gente con la que se encontraba por el camino. Si alguien se acercaba, la mujer se detenía y hacía una reverencia para que pudieran ver mejor el género. Cuando habían pasado de largo negando con la cabeza, la mujer se incorporaba y seguía subiendo los peldaños con su agilidad habitual, avanzando hacia otro posible cliente, y así uno tras otro, con una paciencia que casaba con su postura.
Cada mañana, bajando apresuradamente las escaleras en dirección al mercado, minutos después de que las campanas de la iglesia hubieran señalado el fin de la misa, se veía al pícaro padre Panella. Un año antes había engendrado un hijo con su feligresa más recatada y devota, o eso había oído contar Joseph a un sastre en la trastienda de Cristiani.
A continuación se producía la aparición casi diaria de una banda de seis personas, que tocaban una atronadora música de marcha en la plaza mientras los reclutadores uniformados del rey intentaban que los hombres se alistaran para combatir en la guerra que los italianos libraban contra los turcos en Libia. Casi nunca había ningún voluntario. Un poco más tarde, el matón adolescente del pueblo, Pietro Mancuso, cruzaba corriendo la plaza dentro de una carreta cargada de toneles y aceite de oliva, chasqueando un largo látigo con el que a menudo azotaba a Joseph y a los demás alumnos en la espalda cuando pasaban desprevenidos junto a la carretera después de la escuela. También casi cada día cruzaban el pueblo hombres que llevaban unas gorras de copa plana y unas túnicas verdes con cinturones bordados y botas negras: eran visitantes de Vena, una aldea vecina ocupada por centenares de albanos sin asimilar cuyos antepasados habían llegado a Italia siglos antes huyendo de los perseguidores musulmanes de los Balcanes. Estos descendientes de albaneses que vivían cerca de Maida seguían hablando el idioma de sus ancestros y vistiendo como ellos, y asistían a la iglesia ortodoxa griega, donde los sacerdotes, contrariamente a sus hermanos romanos de Maida, podían casarse libremente.
Entre los demás paseantes que Joseph observaba a diario desde el escaparate de Cristiani se encontraba el boticario del pueblo, el doctor Fabiani, cuya farmacia era conocida por ser el lugar donde se reunían después de cerrar los socialistas de Maida y otros antimonárquicos; el ebanista Carmine Longo, que hacía de todo, desde guitarras a altares de iglesia; y la viuda más reciente del pueblo, Maria Palermo, que cruzaba lentamente la plaza vestida con una mantilla negra y un vestido negro que le llegaba por los tobillos, del brazo de su hermana soltera, Lena Rotella, que vestía igual.
Lena, como sabía casi todo el mundo, vivía detrás del muro normando, en un gran edificio que albergaba a niños nacidos fuera del vínculo matrimonial. En ese edificio llegaba a haber a veces hasta media docena de niños en espera de adopción. Los hijos ilegítimos a menudo eran llevados a la parte de atrás del edificio a altas horas de la noche, envueltos en mantas, hasta una ventana a la altura del suelo que nunca estaba cerrada por dentro. Detrás de la ventana, sobre una mesa redonda, había un cesto de mimbre lo bastante grande como para que cupiera un bebé. El cesto siempre estaba colocado al borde de la mesa, junto a la ventana. A mitad de la mesa, suspendida del techo, una cortina negra ocultaba el resto de la habitación. Una vez la ventana se abría y el niño era colocado en el cesto, la mesa redonda giraba sobre su pie central y el niño cruzaba las cortinas hasta ir a parar a los brazos de Lena Rotella o de alguna de las mujeres que la ayudaban a llevar el orfanato y recaudar fondos para su mantenimiento. La cortina era la manera que tenían las mujeres de ofrecer algo de intimidad al acto de separarse de un bebé.
En una ocasión, Joseph conoció a un muchacho de la escuela que, aunque no era ilegítimo, se había criado en el orfanato de Lena. El chaval tenía dos años más que Joseph, y era difícil entenderlo cuando hablaba por culpa de su tartamudez. Cuando era pequeño, una tarde su madre lo llevaba en brazos por una carretera de montaña en dirección al pueblo de Tiriolo, donde su padre, que trabajaba talando árboles, había sufrido una caída y quedado gravemente herido. Puesto que la mujer no tenía otro medio de transporte cuando se enteró de la noticia, y puesto que el clima en Maida era muy suave, pensó que llevaría a cabo el trayecto a pie en tres o cuatro horas. Pero tras haber caminado durante más de seis, ascendiendo cada vez más sin llegar a la cima de la montaña donde estaba situado Tiriolo, una tormenta de nieve barrió la ladera; y en la repentina inclemencia y oscuridad de última hora de la tarde, la mujer se encontró perdida y desesperada en el bosque. Con el niño en brazos, y sin nadie que la ayudara, se apoyó contra un árbol. La temperatura comenzó a descender rápidamente. Durante la noche helaba. Se quitó la ropa y envolvió con ella al bebé. Aquella noche murió congelada, pero unos cazadores descubrieron al niño a la mañana siguiente y lo rescataron. El padre de la criatura, que ya nunca se recuperaría de la herida, llevó al muchacho al orfanato de Lena y lo tuvo allí unos años, hasta que, al cumplir los diez, abandonó Maida y se fue a vivir con su padre inválido en Tiriolo, donde este —que entonces trabajaba de sedentario vigilante para una compañía maderera— le había conseguido un trabajo a su hijo de ayudante de un leñador.
Otra persona a la que Joseph observaba a menudo desde el escaparate de Cristiani era la figura elegante y de nobles zancadas del aristócrata más apuesto del pueblo, Torquato Ciriaco, que se encaminaba al bar de Muscatelli, donde tomaría un expreso con una gotita de grapa dentro de una delicada taza blanca. Don Torquato era un soltero de pelo gris que rondaba los treinta y cinco años, y siempre se tocaba con un sombrero hongo, vestía capas forradas de seda (confeccionadas en Cristiani) y llevaba un bastón con empuñadura de plata. Pero al ser el segundo hijo de una familia que todavía observaba la antigua práctica de la primogenitura, don Torquato no heredaría ni un centavo de la riqueza de sus padres mientras su hermano mayor viviera; y por tanto, como casi todos los caballeros italianos del sur en su posición, don Torquato tenía una amante en lugar de una esposa. Era una criada pechugona que vivía con su padre viudo en una cochera situada detrás del muro normando, no lejos del orfanato de Lena Rotella. Don Torquato la visitaba al menos dos veces por semana, pero por la noche siempre regresaba al palazzo de su familia cerca de la plaza.
El palacio era un oscuro edificio de granito con el escudo de armas de los Ciriaco tallado en mármol sobre la entrada en arco; en la parte delantera había unos inmensos ventanales que cuando hacía buen tiempo estaban abiertos de par en par, y de los que brotaba una música clásica que el joven Joseph siempre se paraba a escuchar por la noche, al volver a casa. Una noche escuchó lo que posteriormente identificaría como la flauta de don Torquato, con la que interpretaba de manera excelente la obertura de Juana de Arco de Verdi. Joseph recordaría la exquisitez de ese momento durante el resto de su vida.
A veces, dentro del palacio, se oía la música de una orquesta y el parloteo de mucha gente; y aunque las mujeres de clase humilde del pueblo nunca bailaban con los hombres —la Iglesia condenaba el baile por provocar la excitación erótica—, se rumoreaba que las parejas de la élite de Maida de vez en cuando se reunían en el salón de baile de los Ciriaco, y con altivo decoro se permitían bailar el vals. Se contaba que después de que llegaran las parejas las mujeres se sentaban juntas, mientras los músicos que había en la otra punta del salón de baile vacío interpretaban valses con paciencia. Llegado el momento, en la zona del salón donde se habían reunido los hombres, un caballero se apartaba de los demás y se aproximaba por detrás al círculo de mujeres, donde, tras señalar a la elegida, y acercándose a ella, le susurraba al oído. En lugar de volverse para contestar, la mujer permanecía sentada mientras se llevaba su espejo de mano a la cara para ver el reflejo del hombre que tenía a su espalda, todo ello siguiendo la timidez habitual que las mujeres virtuosas de la región debían exhibir hacia el sexo opuesto. Pero a continuación, extendiendo lentamente la mano enguantada, asentía en dirección al hombre para indicar que le permitía que la llevara a la pista. Sin embargo, mientras la mujer se movía al ritmo de la música, mantenía el cuerpo rígido y a escrupulosa distancia del de su pareja, y se esforzaba todo lo posible en no mirarla directamente a los ojos. Uno a uno, cada uno de los hombres hacía lo mismo hasta que la pista de baile se llenaba de parejas majestuosas y de porte rígido.
Más arriba del pueblo de Maida, junto a una abadía en ruinas —pero todavía visible desde la tienda de Cristiani—, se alzaba una torre de vigía abandonada que los normandos habían construido mil años antes para alertar a la población de las incursiones marítimas de los árabes; y también se encontraba allí, en las colinas de más altura, el cementerio local, que Joseph visitaba cada domingo por la tarde con sus abuelos paternos para colocar flores frescas sobre las lápidas de los antepasados de Domenico. Rodeando el cementerio había altos cipreses que el viento azotaba, emitiendo sonidos que a menudo perturbaban a los visitantes, sonidos sobrenaturales que, se creía, eran los lamentos de los espíritus enterrados. Mientras que las lápidas de los pobres no eran mucho más grandes que la caja de un vestido, los terratenientes del pueblo, como el abuelo de Joseph, Domenico, poseían mausoleos lo bastante espaciosos como para albergar seis u ocho ataúdes; y las viejas familias feudales como los Ciriaco, los Fabiani, los Farao, los Romeo y los Vitale poseían espléndidos mausoleos con fachadas adornadas por columnas y estatuas clásicas romanas: villas en miniatura que contenían capillas privadas con altares, altísimas velas, bancos de madera labrada y espacio suficiente a lo largo de las paredes para acomodar docenas de ataúdes. Pegados a los féretros recién colocados se veían fotografías enmarcadas de los difuntos, junto con mensajes inscritos en piedra de los muertos a los vivos. Non torno, vi aspetto, «No volveré, os espero». L’alba di ogni giorno ti porti il mio saluto, «Que el alba de cada día te traiga mi saludo».
En el acantilado de abajo, delante de la verja de hierro que daba acceso al cementerio, había una zona de pastos para ovejas y cabras; y desde el escaparate de la tienda Joseph podía ver a lo lejos al pastor Guardacielo, que conducía un rebaño de ovejas hacia un riachuelo flanqueado de olivares. En los últimos meses de 1911, cuando la lana valía aún menos que el queso de oveja, los corderos se utilizaban sobre todo para fertilizar los olivos. Y sin embargo, las ovejas eran siempre el primer animal que bendecía el obispo en la procesión anual de ganado de la plaza, el segundo domingo de marzo; y los pastores todavía valoraban a sus animales lo suficiente como para llevar escopetas y perros guardianes a las colinas para protegerlos de los ataques de los lobos de la montaña.
Joseph se había fijado una vez en que los perros guardianes de Guardacielo llevaban en torno al cuello una pesada correa de cuero tachonada con púas largas y afiladas. Tras describirle lo que había visto al señor Cristiani, este asintió como si aquello no tuviera secretos para él:
—Esos collares protegen el cuello de los perros de los dientes de los lobos. Cuando yo tenía tu edad, los perros no llevaban collares, y los lobos bajaban furtivamente de las montañas y mordían el cuello a los perros, pues en aquella época los lobos eran el doble de rápidos y feroces que los perros, y a continuación se escapaban con la oveja ante los mismísimos ojos de los pastores impotentes, que todavía no iban armados. En lo alto de las montañas viven centenares de lobos hambrientos —prosiguió Cristiani—, y cuando hace mucho frío, cuando los bosques de lo alto de la montaña están cubiertos de hielo, a los lobos les cuesta mucho encontrar ardillas, conejos y otros animales que comer. Entonces bajan la montaña hasta zonas más cálidas, cerca de donde vivimos nosotros. Solo con que haya un día o dos de intensa nevada y hielo en las cumbres, ya tenemos a los lobos por aquí. Así que cuando veas que el tiempo es tan frío —concluyó el señor Cristiani con una sonrisa sesgada—, no te sorprenda abrir la puerta y encontrarte un lobo delante de las narices.
Si la intención del señor Cristiani era asustar a Joseph (y es posible que lo fuera, pues en aquella época y en aquel lugar los mayores creían que un niño asustado era más responsable que un niño obediente), entonces se salió con la suya. Joseph comenzó a preocuparse constantemente por los lobos, y una tarde de invierno, mientras estaba arrodillado junto a su abuelo en el cementerio, delante del mausoleo familiar, habría jurado ver el perfil borroso de un lobo gris saltando entre las lápidas de las últimas tumbas.
Esa misma noche, después de irse a la cama, a Joseph lo despertaron los ecos del aullido de los lobos en las montañas. En esa parte de Italia, las cumbres se hallan a más de mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, y los sonidos nocturnos de los lobos en las altitudes superiores recorren muchos kilómetros y alcanzan las aldeas y valles de las montañas; y cualquiera que haya nacido en el interior montuno del sur de Italia, donde cada pueblo es una cámara de ecos de sonidos lejanos y cercanos, no tarda en aceptar que los aullidos nocturnos de los lobos son algo tan natural como el canto del gallo por la mañana. Sin embargo, aquella noche en concreto, a Joseph le pareció que los lobos sonaban más cerca de lo habitual. Pero su hermano Sebastian, que estaba en la cama a su lado, roncando, no sentía ninguna preocupación. Así que Joseph dijo una oración y acabó quedándose dormido.
Cuatro días más tarde, poco antes de las siete de la mañana del segundo jueves de diciembre, mientras Joseph bajaba a toda prisa la calle adoquinada que conducía a la plaza y a la sastrería de Cristiani, se topó con unas nubes de niebla helada que ascendían desde el valle. Debajo del brazo, en una bolsa de tela, llevaba los libros y el almuerzo. Después de dos horas en la sastrería, pasaría el resto de la mañana y parte de la tarde en la escuela, que estaba a cinco minutos andando de la tienda, y luego regresaría a Cristiani, donde permanecería hasta las siete y media o las ocho. Esa era su rutina diaria. Su único ejercicio físico de cada día era caminar. Y mientras aquella mañana caminaba al trabajo, temblando bajo su grueso abrigo de lana, se fijó en que la cumbre cónica del monte Contessa, que se alzaba a lo lejos tras la colina del cementerio, estaba cubierta de nieve. Unos días antes, aquella misma cumbre había sido un triángulo marrón moteado de árboles amarillentos tocados por el sol, y el cálido aire del siroco, que venía del norte de África, había barrido el valle y el Mediterráneo. Pero aquella mañana soplaban gélidos vientos del norte, y el cielo que había permanecido despejado durante semanas estaba cubierto y cada vez más oscuro. Aquel cambio de tiempo inquietó a Joseph.
También inquietó a los sastres de la trastienda de Cristiani, o eso le pareció a Joseph mientras escuchaba desde la parte delantera, cosiendo con las piernas cruzadas en el banco del escaparate y viendo a la gente que pasaba de un lado a otro, las capas y las faldas aleteando al viento. Un sastre se quejó de que había descubierto que aquella mañana se le había helado el huerto, y dijo que temía por las cosechas de los granjeros si la temperatura seguía bajando. Otro sastre añadió que aquella mañana había visto que la pequeña cascada que había al lado de su casa estaba bordeada de carámbanos. Un tercer hombre afirmó que nunca había visto el monte Contessa con tanta nieve. Cristiani, que era el que generalmente hablaba más en la trastienda, permanecía extrañamente callado.
Poco después de las ocho y media, Joseph dejó de coser y de vigilar y se preparó para ir a la escuela. Por lo general lo reemplazaba uno de los demás aprendices, todos ellos tres o cuatro años mayores que él, y que ya habían dejado la escuela; pero en aquella ocasión le sorprendió descubrir que su sustituto era el hijo de diecisiete años del señor Cristiani, Antonio, que se consideraba un sastre hecho y derecho. Atildado y diminuto como su padre, y casi tan obstinado, Antonio Cristiani ya había confeccionado varios chalecos y pantalones para el público, y se creía completamente cualificado para coser un traje entero. Pero de vez en cuando, para pinchar el globo de su engreimiento, su padre le asignaba alguna de las tareas que habitualmente llevaban a cabo los aprendices. La más aburrida y exasperante era la de Joseph: te privaba de la camaradería de la trastienda y te aislaba durante horas detrás del escaparate, donde tenías que coser botones con un ojo y con el otro vigilar la calle.
En una ocasión anterior en que Cristiani había ordenado a Antonio que reemplazara a Joseph, una ocasión que los demás sastres consideraron el merecido castigo de Antonio por criticar la línea de las hombreras de un traje que su padre acababa de terminar para el marqués de Botricello, Antonio había permanecido enfurruñado detrás del escaparate todo el tiempo que Joseph estaba en la escuela, cosiendo botones con la cabeza gacha y sin prestar la menor atención a lo que ocurría fuera.
En aquel momento, de nuevo relegado a aquella tarea de bobalicón que tan solo Joseph no consideraba degradante, Antonio se acercó al escaparate de malas pulgas, la cara roja y mordiéndose el labio inferior, al parecer todavía escocido por el desagradable diálogo entre padre e hijo que Joseph había escuchado momentos antes, y que había quedado acentuado por el golpe de un objeto metálico contra la mesa, posiblemente las tijeras más pesadas del viejo Cristiani.
Cuando Antonio se dejó caer en una silla junto a Joseph, sacudió la cabeza y dijo:
—Odio este lugar —habló en un tono no lo bastante alto como para que lo oyeran en la trastienda—. Esos viejos de ahí, mi padre incluido, ya no tienen nada que enseñarme —añadió encendiendo un cigarrillo. Tras una larga calada, dijo con toda naturalidad—: Mi sitio está en París.
A Antonio le gustaba soltar pronunciamientos grandilocuentes y jactarse ante su primo más joven, pues Joseph era la única persona de la tienda que lo escuchaba atentamente y parecía estar de acuerdo con todo lo que decía. Joseph siempre había admirado de verdad el desparpajo y la seguridad en sí mismo de Antonio, y le estaba agradecido por muchas amabilidades anteriores. Había sido Antonio quien un año antes le había enseñado los rudimentos de la confección, y quien últimamente le había instruido en las técnicas de cortar y coser ojales para chaquetas e insertar el ribete en los bordes de las solapas. Antonio se había mostrado muy comprensivo después del problema de Joseph con los pantalones del mafioso, y le había dicho que un error podía cometerlo cualquiera en la tienda, incluso el jefe; también le había tranquilizado diciéndole que su trabajo era seguro y que no tenía que preocuparse por que lo mandaran a la granja. Antonio se mostraba receptivo con la inseguridad de Joseph, y a menudo acompañaba al muchacho a casa después del trabajo y comentaban las dificultades de este con Sebastian y su abuelo Domenico; consolaba a Joseph evocando con admiración al padre de este, Gaetano: el queridísimo hermano mayor de la madre de Antonio, Maria, y también una figura romántica para este. Antonio le describía como un idealista errante, un hombre demasiado curioso con el mundo como para contentarse con la ladera provinciana de Maida.
Antonio había visto mucho más al padre de Joseph que su propio hijo. En los últimos años, mientras Joseph crecía, las visitas de su padre a Italia habían sido inexplicablemente menos frecuentes. Durante la última, a principios de 1909, hacía dos años y medio, Joseph había pasado gran parte del tiempo en la cama con difteria, y solo recordaba vagamente la presencia de su padre. Cuando le llegó el momento de marcharse, fueron Cristiani padre y Antonio quienes lo acompañaron al tren de Nápoles, y quienes lo despidieron en el muelle cuando Gaetano se embarcó en el vapor rumbo a los Estados Unidos, llevándose como regalo de despedida un nuevo abrigo confeccionado por Francesco Cristiani.
Era Antonio, sin embargo, quien cosía toda la ropa de Joseph, y practicaba su oficio diseñando chaquetas, pantalones y abrigos más pequeños, y cortando la tela de los rollos sobrantes que no bastaban para una prenda de hombre. De vez en cuando reducía a las dimensiones de Joseph, y luego lo arreglaba, parte del vestuario que él mismo había llevado de joven. El pesado abrigo de lana que Joseph había llevado al trabajo aquella mañana, y que estaba a punto de ponerse de nuevo para ir a la escuela, lo había usado anteriormente Antonio. Lo había diseñado siguiendo la ilustración de una de las revistas de moda de Milán y Turín que compraba en la estación de tren y ocultaba en casa. Cristiani padre no aprobaba esas revistas, le había contado Antonio a Joseph no mucho antes, sin explicar el motivo. Joseph sabía que, en una ocasión, las firmes opiniones de Antonio en cuestión de moda casi habían conseguido que la policía lo arrestara.
Según la madre de Joseph, que recordaba perfectamente el incidente, había ocurrido seis años antes, en 1905, cuando Antonio todavía no tenía doce años. El rey de Italia, Víctor Manuel III, iba a pasar por Maida en su viaje oficial a las provincias meridionales. El rey llegó en un turismo negro, un Fiat, el primer automóvil que se veía en Maida, y la multitud que flanqueaba la carretera estaba más interesada en el coche que en su pasajero real, pues en Italia los reyes rara vez eran un objeto preciado. El anterior rey, Umberto I, había sido asesinado unos años antes; y el actual, rodeado por la guardia montada, permanecía rígido en el asiento trasero saludando con una mano flácida a través de las ventanillas cerradas del coche.
De repente se oyó un fuerte estampido. Los guardas echaron mano de sus armas, el vehículo real se detuvo, inclinándose a un lado, y el rey salió por la puerta. Se oyeron suspiros entre el gentío, los caballos relincharon. Pero en cuanto se supo el origen del alboroto, regresaron el orden y la tranquilidad. Una rueda delantera se había aflojado por culpa de una piedra.
Mientras el chófer y otro criado procedían a arreglar la rueda, el rey caminaba impaciente junto al coche, detrás de sus guardias. Entre los espectadores se encontraba Marian Talese, acompañada de Sebastian, su hijo de seis años, y su sobrino Antonio, que había conseguido acercarse lo bastante al cordón de guardias para ver cómo iba vestido el rey. Muy poco impresionado por lo que vio, aquel mismo día, una vez se hubo marchado el séquito real, Antonio cogió una pluma y dibujó una serie de bocetos que creía podrían inspirar el guardarropa ideal del rey. Sin decirle nada a nadie, al día siguiente mandó los bocetos a la residencia real de Roma.
Una semana más tarde, tres miembros de la policía regional llegaron a la tienda de Cristiani con los bocetos, que habían sido interceptados por un inspector postal. Los agentes declararon que los bocetos resultaban degradantes para la dignidad real y, asumiendo que los había dibujado el padre de Antonio, amenazaron con encarcelarlo.
Francesco Cristiani, después de proclamar su inocencia, inmediatamente reconoció la mano y la firma del auténtico culpable, que en aquel momento había salido a hacer un recado. El sastre permaneció unos instantes en silencio, pensando deprisa. A continuación miró humildemente los ojos de sus acusadores y explicó que los dibujos los había garabateado su inofensivo hijo, que era retrasado mental. En Italia siempre había existido una extraordinaria comprensión hacia los padres de niños retrasados, y los agentes parecieron conmovidos por la explicación de Cristiani. Una vez este hubo garantizado que no volvería a dejar solo al muchacho para que repitiera una ofensa como esa, los agentes aceptaron la promesa con una severa advertencia y se fueron de la tienda.
Cuando Antonio regresó, lo recibió la pala de su padre: una tabla de madera de roble pensada originariamente para insertarse en las mangas de las americanas y abrigos y evitar arrugas indeseadas durante el planchado. Después de haber azotado con ella las nalgas de Antonio, su indignado padre lo acusó de arrogancia e insolencia, estupidez y flagrante irresponsabilidad. Y si en los años transcurridos desde aquel episodio Cristiani padre había cambiado mucho la opinión que tenía de su hijo, no le resultaba muy evidente a Joseph en aquella mañana en concreto en que estaba junto a él en el escaparate.
—Mi sitio está en París —repitió Antonio—, y ya he tomado cartas en el asunto.
Mientras Joseph esperaba a que continuara, Antonio se metió la mano en el bolsillo interior de la americana, que tenía solapas en punta y una flor en el ojal, y extrajo un folleto doblado y decorado con la silueta de un hombre vestido con sombrero de copa y frac. Le entregó el folleto a Joseph. Bajo la silueta estaba el nombre de esa persona: Comte Boniface de Castellane. Y al pie del folleto, con una letra muy elaborada, se leía el nombre y la dirección de una renombrada escuela de confección francesa: «École Ladaveze, 6, Place des Victoires».
—He mandado mi solicitud por correo —le dijo Antonio casi en un susurro—. Si me aceptan, me marcho. ¡De inmediato! Y no me importa lo que piensen ni digan los demás.
Joseph no dijo nada. Pero enseguida se sintió aislado con un sentimiento familiar de desesperación. La perspectiva de que lo abandonara su afable primo, cuya proximidad había comenzado a llenar la necesidad que tenía Joseph de un amigo en quien confiar, lo asustó tanto que apenas fue capaz de devolverle el folleto y volver la cabeza.
Joseph se puso el abrigo, cogió su bolsa de tela y se encaminó hacia la puerta. Oyó la voz de Antonio a su espalda. Hizo oídos sordos. La voz se tornó más imperiosa, sintió una mano en el hombro. Al volverse, Joseph contempló los intensos ojos oscuros de Antonio y una cara pequeña y de rasgos marcados. A pesar de su diferencia de edad, y de la imagen mundana que Antonio había prácticamente usurpado de las revistas, no era mucho más alto ni más grande que Joseph.
—Joseph —dijo con una sonrisa—, vendrás a París conmigo.
Él fue incapaz de reaccionar. Parecía demasiado increíble, demasiado absurdo.
—¡Ya lo creo que sí! —insistió Antonio, apretando con más fuerza los hombros de Joseph—. Iré a París, encontraré un lugar donde vivir y mandaré a buscarte.
Joseph seguía sin poder hablar. Bajó la cabeza, evitando los ojos de Antonio. Oyó las voces apagadas de los hombres de la trastienda, hablando entre ellos. Si no se daba prisa, llegaría tarde a la escuela. Pero mientras pensaba en lo que Antonio acababa de decir, la pesadumbre de su corazón se fue disipando.
—Vendrás a París solo con una condición —añadió su primo, ahora muy serio—. No has de revelarle a nadie mis planes. ¿Entendido?
Joseph asintió.
Antonio no quedó satisfecho con la respuesta.
—Joseph —dijo con una voz más imperiosa—, ¿lo prometes?
De repente Joseph estaba entusiasmado con la idea de huir a París. Viviría con Antonio.
—Sí, Antonio —dijo por fin—. Te lo prometo.