10.

Mientras el carruaje del señor Castiglia se perdía por la carretera de grava hasta desaparecer tras las nubes de polvo que se alzaban por las verdes laderas de la colina cubierta de olivos, los alborozados sastres comenzaban a quitarse los pantalones de los difuntos y reclamaban su propia ropa, pero Cristiani rápidamente los detuvo levantando la mano.

—¡No os cambiéis de ropa! Habéis oído que le he dicho al señor Castiglia que hemos adoptado esta nueva moda, así que seguiremos llevándola, al menos durante una semana. Hemos de asegurarnos de que si vuelve nos encontrará vestidos así.

A pesar de las muchas objeciones, Cristiani impuso su voluntad, como siempre, y durante los días siguientes los sastres llevaron aquellos pantalones con el pajarito en la rodilla, que los aprendices regularmente limpiaban con un trapo húmedo y planchaban; y mi padre, que por aquella época todavía no tenía ocho años, trabajaba en la parte delantera de la tienda, cerca del gran escaparate, para poder vigilar la calle y alertar a todo el mundo en caso de que regresara el carruaje del señor Castiglia.

El joven Joseph Talese aceptó de muy buena gana esa tarea como parte de su expiación, y sintió un gran alivio al ver que su tío lo mantenía de aprendiz; pues si Cristiani lo hubiera despedido, Joseph se habría visto obligado a pasar sus horas no escolares trabajando en la granja familiar, un lugar que, después de haber trabajado en él durante la cosecha de otoño, detestaba con todas sus fuerzas. Odiaba los sonidos y los olores, los gruñidos y bufidos de los animales, los tábanos que constantemente zumbaban alrededor de los establos y las cuadras cubiertos de boñigas.

En los días secos, las carreteras rurales eran asfixiantes a causa del polvo. Cuando llovía, el barro te llegaba hasta los tobillos. Durante la cosecha, cuando a Joseph y a los demás alumnos se les dispensaba de ir a la escuela para que pudieran ayudar a los granjeros, tenían que esforzarse en el campo entre docenas de toscos temporeros de aspecto grotesco que cada mañana bajaban desde sus grutas en las laderas de la colina para trabajar a cambio de sacos de aceitunas y uvas, que posteriormente convertían en aceite de cocina y un vino fuerte y embriagador.

La sola visión de aquellos hombres que vivían en cuevas asqueaba a Joseph. Eran hombres oscuros y de piel curtida; casi nunca llevaban zapatos ni camisa, y trabajaban vestidos tan solo con unos repugnantes pantalones sueltos que sujetaban con un grueso cinturón del que colgaba una daga enfundada; se cubrían la cabeza con un sombrero de fieltro cónico que estaba pasado de moda desde la Edad Media. Cada vez que abrían la boca se veía que les faltaban varios dientes, y cuando se comunicaban entre ellos lo hacían con gestos y unos sonidos ásperos y guturales que nadie de fuera de su grupo comprendía.

Entre ellos generalmente había algunas mujeres, y unas pocas eran más grandes y más altas que los hombres: una especie de amazonas de hombros anchos, cara redonda y huesos fuertes, pelo oscuro y tupido que se recogían en lo alto de la cabeza para cubrirlo con un pañuelo. Inclinadas en el campo para recoger olivas y uvas, a menudo permitían que los pechos se les salieran de la blusa; y puesto que la mitad inferior de su larga falda estaba levantada y atada a la cintura con un trozo de cuerda, la tersa carne desnuda de sus muslos estaba a la vista para todo aquel que quisiera mirarla. Joseph nunca había visto ni los muslos ni los pechos de una mujer, y cada vez que lo mandaban al campo se sonrojaba de vergüenza al observar de lejos aquellas carnes; y sin embargo, estaba fascinado.

Un día que se sentía muy atrevido, atravesó rápidamente el maizal hacia una mujer semidesnuda que trabajaba en el campo vecino, debajo de una hilera de olivos. Era alta, con los brazos largos y musculosos y unas manos grandes que sacudían vigorosamente las ramas inferiores de los árboles para que cayeran las olivas. Cuando las aceitunas habían caído sobre las sábanas blancas que ella había colocado en el suelo, se inclinaba para recogerlas en sacos, revelando sus pechos de pezón oscuro, que asomaban tras la parte sin abotonar de su blusa de arpillera blanca. Trabajaba sola, no había nadie a su lado; y mientras sacudía las ramas y llenaba un saco tras otro, Joseph podía oír su pesada respiración por encima del zumbido de las moscas y el susurro de las hojas secas a la cálida brisa otoñal que recorría las extensas tierras de labranza.

De repente, la mujer se volvió y miró en dirección a Joseph, que se encontraba a cinco metros de ella, de pie entre los tupidos tallos de maíz que lo rebasaban en estatura y que le habían proporcionado un camuflaje ideal. Mientras ella miraba a la izquierda y luego a la derecha, Joseph comprendió que era una mujer recia, de edad indeterminada y cara huesuda pero agradable, tostada por el sol, en contraste con sus pechos blancos. Colgando entre ellos había un pequeño crucifijo de madera sujeto al cuello por un cordel.

Todavía sin haber divisado a Joseph, la mujer levantó una mano para protegerse los ojos del sol, y a continuación retrocedió unos pasos, adentrándose en la sombra del olivo. Observó con mayor atención el maizal. Por la manera en que la mujer miraba continuamente hacia donde Joseph se encontraba, supo que lo había descubierto. Y sin embargo, la mujer no hacía nada. Simplemente estaba allí de pie, estudiándolo en silencio, con la blusa aún sin abotonar. No había cólera en su expresión. Tenía la cara impasible. Era como si no estuviera escandalizada ni sorprendida al descubrir a un joven mirón merodeando entre el maíz.

Demasiado confundido para moverse, Joseph sintió un sudor febril que le caía de la frente por todo el cuerpo, que ahora se pegaba a su tosca camisa y sus pantalones grises de algodón y le humedecía los pies, no muy estables dentro de sus botas demasiado grandes y rellenas de trapos que le había prestado su hermano mayor. Intentó decir algo, pero fue incapaz. Continuó mirándola, aunque ahora más de refilón; y ella, a su manera misteriosa, siguió mirándolo mientras se limpiaba las manos con la pequeña toalla que colgaba de la cuerda que le ceñía la falda a la cintura.

Mientras Joseph se quedaba allí mirando, la mujer le sonrió. Una sonrisa amplia, que le enseñó una dentadura en la que faltaban dos incisivos. A continuación levantó una mano indolente delante de la cara, señaló hacia él y con el dedo índice le indicó que se acercara. Joseph no se movió. Pero un momento más tarde ella caminaba hacia él, y entonces le entró el pánico.

Presa de una súbita energía, como si acabara de salir de un trance, dio media vuelta y huyó, abriéndose paso entre las hojas combadas de los tallos que le azotaban la cara, y por dos veces trastabilló por culpa de aquellas botas holgadas mientras corría por el angosto sendero entre las hileras de maíz. Cruzó el naranjal, los campos de coles, los pastizales, y vio las caras perplejas de docenas de labradores que lo observaban. Finalmente, ya sin aliento, se detuvo delante de un granero de piedra donde su hermano mayor, Sebastian, apilaba heno con un bieldo.

Joseph no tenía intención de contarle nada de la mujer, pues generalmente su hermano se burlaba de él y le sacaba los colores; y sabía que si se atrevía a hablarle de la mujer a su hermano, este se lo contaría a su madre de manera distorsionada y haría que todo pareciera escabroso. Sebastian era el favorito de su madre, que siempre estaba dispuesta a creer todo lo que él le contaba. Durante los dos años que su padre llevaba en América, Sebastian se había impuesto como el cabeza de familia, y ahora mantenía una autoridad indiscutida sobre Joseph y los dos pequeños. Su madre lo alentaba de manera tácita, y no le hacía ascos a la ayuda de Sebastian a la hora de llevar la casa, a su devoción filial cuando se sentía sola o deprimida, y, naturalmente, a la aportación económica que obtenía de su trabajo en la granja de su abuelo.

Aunque Sebastian tenía doce años, su estatura y corpulencia le permitían convencer a los desconocidos de que era dos o tres años mayor; y Joseph se arriesgaba a que le dejara las orejas como un tomate de un sopapo si alguna vez se atrevía a desafiar el supuesto derecho de Sebastian a exagerar su edad. Joseph no intentaba desafiar a su hermano en ningún asunto. Le obedecía cuando era necesario; le evitaba cuando era posible. Y ahora, después de escapar de la mujer del olivar, intentaba esquivarlo en el granero pasando rápidamente por detrás de una carreta cargada de heno para perderse en el bosque cercano.

—Eh, ¿adónde vas? —gritó Sebastian desde detrás de un almiar, justo en el momento en que Joseph pensaba que ya no podía verle.

—Llego tarde a la escuela —contestó Joseph sin detenerse.

—¡Hoy no hay clase, bobo!

Sebastian corrió detrás de él con su bieldo. Joseph se paró con los ojos clavados en el suelo.

—Y por la cara que pones —añadió Sebastian, ahora delante de su hermano—, has hecho algo terrible.

—No es verdad —protestó Joseph.

—Entonces ¿por qué sudas como un cerdo y tienes pinta de haber visto un fantasma?

Joseph no dijo nada. Sebastian clavó el bieldo en la tierra delante de los pies de su hermano pequeño. A continuación le agarró ambos brazos por detrás y se los inmovilizó en la espalda.

—¿Dónde has estado? —preguntó Sebastian.

—En el olivar —contestó Joseph, poniendo una mueca de dolor.

—¿Con quién?

Joseph permanecía en silencio.

¿Con quién? —repitió Sebastian, levantando más los brazos de Joseph y retorciéndolos hacia el cuello hasta que este ya no pudo soportar el dolor.

—¡Había una mujer! —confesó.

Sebastian redujo la presión, pero como Joseph no seguía hablando volvió a tensar la llave.

—¡La mujer de la blusa desabrochada! —gritó finalmente Joseph—. Le vi los pechos, y ella me llamó para que me acercara.

Con una carcajada de incredulidad, Sebastian aflojó la presión.

—¡Ninguna mujer quiere a un alfeñique como tú! Y no distinguirías a una mujer desnuda ni aunque la vieras.

Mientras Joseph se quejaba de que se le estaban durmiendo los brazos y la espalda, Sebastian dejó de burlarse de él, pero no lo soltó. Seguía teniéndolo inmovilizado, se reía, y ahora acercaba la cara al cuello de Joseph y le preguntaba con una risita:

—¿Te gustaría ver de verdad cómo es una mujer sin ropa?

Joseph no contestó.

—Hoy puedes venir conmigo al granero principal a la hora de la siesta —continuó Sebastian—. Hay una escalera en la parte de atrás que llega al techo, y desde ahí se puede ver a las mujeres y los hombres de las grutas en el heno. ¿Quieres saber qué hacen en el heno?

—¡No! —gritó Joseph, intentando taparse los oídos con las manos, y todavía incapaz de liberarse.

—Hacen lo mismo que has visto hacer a los animales —dijo Sebastian, inmovilizándolo con más fuerza.

Joseph no dijo nada. Cerró los ojos y permaneció inmóvil, resignado ahora a esa posición. Se sentía indignado y humillado. Notaba el aliento de Sebastian en la nuca. Aparte del gorjeo de los pájaros en los árboles y el lejano mugido de las vacas, no había más sonidos en la granja. Estaba dominado por Sebastian. Y sin embargo, estaba decidido a no llorar. Preveía más hostigamiento, pero en aquel momento Sebastian parecía haberse cansado o aburrido. Su cabeza descansó sobre la espalda de Joseph durante unos instantes, y de repente lo liberó. Joseph se inclinó hacia delante, y los brazos cayeron pesados y entumecidos a los lados. Se acuclilló con la cabeza entre las rodillas y comenzó a frotarse los brazos. Sebastian se le acercó y se quedó delante de él. Joseph vio las polvorientas botas de su hermano, pero no levantó la vista.

—Lo siento —oyó decir a su hermano, que le entregó un pañuelo, como si Joseph estuviera llorando, pero este lo rechazó de un manotazo.

Cayó al suelo. Joseph se enderezó y apartó la mirada de su hermano. Al otro lado del campo vio una carreta tirada por un caballo y unos peones, y el polvo que levantaban las ruedas. Era casi la hora de la siesta. Sin hacer caso de Sebastian, aunque consciente de la sombra inmóvil que se inclinaba a su lado, caminó rápidamente hacia el sendero del bosque que subía en cuesta hasta la carretera que llevaba al pueblo. Todavía tenía los brazos doloridos y entumecidos. En aquel momento odiaba a su hermano. Le odiaba y lo compadecía. Sebastian tendría que quedarse en la granja.

Aunque a Sebastian le había sentado mal que su abuelo le obligara a quedarse en la granja, también le desagradaba ir a la escuela. Contrariamente a Joseph, Sebastian había sido incapaz de seguir el ritmo de las clases. Apenas sabía leer ni escribir. Era un pendenciero. Después de varias quejas de los profesores, lo expulsaron para siempre del colegio; y fue en ese momento cuando Domenico Talese, su abuelo de setenta y tres años, el patriarca de la familia en Maida, aprovechó la oportunidad para poner a trabajar a Sebastian en la granja a tiempo completo.

Aunque en esa granja trabajaban otros cincuenta parientes y amigos, Domenico a menudo se quejaba de que casi todos eran unos pigri, perezosos, y unos meschini, inútiles, y también demasiado viejos y frágiles para un trabajo pesado. Los hombres más jóvenes y más enérgicos del pueblo ya se habían visto atraídos por la fantasía de la democracia en América, observaba a menudo Domenico con amargura, olvidándose de mencionar que entre los pioneros de esa fantasía se encontraba su hijo primogénito, Gaetano, el padre de cuarenta años de Sebastian y Joseph, que se había ido a América a la ventura a los dieciséis —en 1888—, después de una riña con Domenico. Según la historia que a Joseph le había contado su madre (que se había casado con su padre durante una de las visitas de este al pueblo, aunque luego se había negado rotundamente a acompañarlo de vuelta a América), la primera riña entre Gaetano y Domenico surgió cuando el primero se resistió a la determinación de su padre a obligarlo a trabajar en la granja. Y ahora Domenico intentaba hacer lo mismo con el hijo mayor de Gaetano, Sebastian, aunque procurara apaciguarlo con la promesa de que si le obedecía y permanecía lo bastante cerca de él para empaparse de su sabiduría, algún día se convertiría en el único heredero de su propiedad. Esta incluía no solo la granja, sino también el molino harinero de Domenico, su acueducto, su negocio de prestamista (si Sebastian aprendía a emular su astucia, le recalcaba siempre a su nieto) y también la hilera de casas de piedra de la ladera de la colina que Domenico poseía, y que la parentela de los Talese ocupaba como inquilinos.

Sebastian a veces se jactaba ante Joseph de la promesa de su abuelo de convertirle en un hombre rico, pero Joseph nunca sentía envidia de su hermano, siempre y cuando pudiera seguir yendo a la escuela, continuar con su aprendizaje entre la gente elegante de la sastrería de Cristiani y librarse para siempre de trabajar a tiempo completo en la granja que se convertiría en la aciaga posesión de Sebastian. Joseph no se imaginaba nada peor que acabar como él: tener que levantarse cada día a las cinco nada más oír los golpes de látigo que daba su abuelo contra los muros de la casa a modo de despertador; y luego montar una mula y sumarse a la lenta procesión de peones que recorrían los bosques en sombra hasta el valle, a la escasa luz de la luna al apagarse; y finalmente, fatigado tras todo un día de trabajo en la calurosa tierra, regresar a casa al crepúsculo con la cara quemada por el sol, los brazos picados por los mosquitos y las botas y la ropa mugrientas y hediondas.

Joseph se entristecía, incluso se sentía culpable, cada vez que veía a Sebastian volver a casa. Pero esa compasión se transformaba en alarma cuando Sebastian sugería, algo que solía hacer cuando se sentía rencoroso, que aquella deprimente existencia podría representar también el futuro de Joseph; y este temía que pudiera ser cierto. No había nadie para impedirlo. El padre de Joseph estaba en América, y era un extraño en quien no podía confiar. Y la madre de Joseph creía que no había nada odioso en trabajar en el campo, pues ella misma se había criado en una granja; de hecho, Marian Talese consideraba que la agricultura era una manera más práctica de ganarse la vida que trabajar gratis como aprendiz en una sastrería que confeccionaba buena ropa para clientes que, en la economía cada vez más depauperada del sur de Italia, quizá fueran incapaces de poder permitírsela. En aquella época tenía, además de Joseph, dos hijos más pequeños de los que preocuparse —uno de cinco y una hija de tres—, y los cheques que su marido mandaba de manera irregular desde América (donde a veces lo despedían) hacían que se mostrara especialmente agradecida por las monedas y los alimentos que Sebastian ganaba en la granja trabajando para su próspero pero muy poco generoso abuelo.

Mientras que el abuelo Domenico se consideraba un hombre extremadamente justo y religioso, incluso Joseph sabía que no creía en la caridad. Domenico creía en partirse el espinazo y en las largas horas de sudor: una creencia que había estampado en el cuerpo agotado y el alma amargada de Sebastian, el cual, a medida que pasaba el tiempo, comenzaba a quejarse ante su madre de las injustas condiciones de su vida.

Una tarde, mientras Joseph hacía los deberes sentado a la pequeña mesa del dormitorio de la segunda planta que compartía con Sebastian, oyó que su hermano protestaba delante de su madre: «¿Por qué soy yo el único de esta casa que tiene que levantarse con las gallinas y montar una mula junto con esos viejos hasta la apestosa granja?». Cuando oyó afirmar a su madre que comprendía a Sebastian, Joseph se puso muy nervioso; y a la mañana siguiente, sin que nadie se lo pidiera, se levantó con Sebastian a las cinco al oír el látigo del abuelo, y así comenzó la nueva política de Joseph para intentar apaciguar a Sebastian, para desarmarle con una amabilidad que pudiera menguar su resentimiento, para mostrarse obsequioso con él igual que Francesco Cristiani hacía a menudo con los clientes más difíciles de la tienda.

Pronto se convirtió en una rutina: Joseph saludaba a Sebastian con unos corteses buenos días, a continuación se levantaba de un salto de la cama y le llevaba las ropas de trabajo que su madre había lavado y dejado secar junto a la chimenea la noche antes; mientras Sebastián se vestía, Joseph regresaba con una taza de café de puchero que su madre acababa de preparar en la cocina; mientras Sebastian se tomaba el café, Joseph salía al corral a buscar más leña para el fuego, poniéndose encima de su ropa de dormir un viejo abrigo de piel de cordero que su padre no se había llevado. Desde el otro lado del corral, Joseph oía a los animales despertando en los establos, y los cascos del caballo de su abuelo mientras este galopaba por la carretera adoquinada del lado interior del largo muro, restallando de vez en cuando el látigo contra las casas para recordar a todos los que estaban dentro que comenzaba un nuevo día de trabajo.

Cuando acababa de meter la leña, Joseph regresaba arriba con una bandeja metálica llena de carbón que había colocado cuidadosamente, cisco a cisco, en el brasero situado en el suelo del dormitorio, cerca del aguamanil que Sebastian utilizaba. Como no deseaba atraer de manera innecesaria la atención de Sebastian a las vidas tan distintas que llevaban, Joseph guardaba los libros escolares bajo la cama, y la ropa confeccionada en Cristiani que llevaba cada día cuando iba a la tienda y a la escuela colgaba detrás de las puertas cerradas del armario.

Una vez su hermano terminaba de lavarse y vestirse —generalmente se ponía un jersey que su madre le había tejido y el atuendo de trabajo de segunda mano y varias tallas grande que le había proporcionado su abuelo—, Joseph lo seguía hasta la cocina, donde su madre ya había llenado la fiambrera de Sebastian de rodajas de queso y embutido, pimientos e higos, y media hogaza de un pan muy moreno. Su madre era una mujer de huesos pequeños, briosa, que frisaba los cuarenta y llevaba el pelo, ya entrecano, recogido en un moño; se cubría los hombros con un pesado chal de lana que le llegaba casi hasta el dobladillo de su larga falda marrón. Hasta hacía poco Joseph había pensado que su madre era guapa. Pero últimamente la cara enjuta se le había demacrado, se veía casi chupada y había perdido la vitalidad; salvo cuando conversaba con Sebastian, tenía poco que decir, y parecía absorta en sus preocupaciones. Una semana antes había llegado una carta de su marido, pero se había negado a que Joseph la leyera, y con razón, pues en aquel momento Sebastian estaba en el cuarto, y Joseph sabía por experiencia cómo se enfurruñaba cada vez que cogía el correo de América y leía detenidamente aquellas palabras que, como sabían él y su madre, Sebastian era incapaz de comprender.

Cada mañana, después de recoger su fiambrera y darle un beso de despedida a su madre, Sebastian se encaminaba a la puerta y Joseph le seguía. Durante las semanas en que Joseph mantuvo esa nueva rutina para aplacar a su hermano, ni Sebastian ni su madre mostraron ningún signo de gratitud; pero Joseph reprimía su decepción cuando, apretando el abrigo de piel de cordero contra sus ropas de noche, cruzaba el gélido corral hacia el establo, donde ayudaría a Sebastian a cargar los carros tirados por asnos con jarras de agua de montaña que los trabajadores beberían en lugar del agua de las tierras bajas, donde quizá anidara la malaria.

Solía haber al menos una docena de hombres dentro del establo embridando a los caballos, y más hombres fuera, junto a la cerca, cargando las carretas y murmurando entre ellos. Unos cuantos saludaban a Sebastian al ver que levantaba las jarras de agua, pero ninguno parecía advertir la figura más pequeña de Joseph al otro lado del carro. Los hombres vestían jerséis anchos y pantalones arrugados, y gorras con visera o sombreros de fieltro de ala ancha descoloridos y manchados de sudor de tantas horas bajo un sol achicharrante. En las suelas de las botas se veían pequeños clavos de hierro que servían para no deslizarse por las carreteras de gravilla, empinadas y a menudo resbaladizas, que bajaban hasta el valle. Pero incluso en el terreno llano que rodeaba el establo, los hombres caminaban despacio y poco seguros, como si padecieran artritis o algún otro impedimento físico.

Aunque todos vivían en las casas propiedad de Domenico, y estaban emparentados con él en mayor o menor grado —eran sus hijos, sus tíos, sus primos, los hijos de estos o sus parientes políticos—, Joseph no se sentía próximo a ninguno de ellos, y a menudo le costaba identificarlos por el nombre. Un individuo al que reconocía al instante era un primo lejano de su abuelo, Pepe, un hombre tímido y larguirucho de pelo gris que tenía la cara rubicunda y con marcas de viruela, de piel escamosa y casi de reptil; el resultado, le había explicado el abuelo de Joseph, de que los padres de Pepe hubieran vivido en pecado muchos años contra las leyes morales de la Iglesia. Se habían enamorado y habían ocultado el hecho de que eran primos hermanos cuando el sacerdote los casó en una lejana iglesia próxima a Nápoles; y posteriormente, tras regresar a Maida, engendraron un niño feo y desfigurado al que llamaron Pepe.

Pepe era ahora un cincuentón, sus padres habían muerto, y las jóvenes del pueblo procuraban no acercársele cuando lo veían caminar por las calles, aunque él nunca era descarado ni descortés con ninguna. Durante el día sus únicos compañeros eran los animales de la granja. Por la noche dormía solo al fondo de la propiedad de Domenico, en un chamizo situado detrás de la última hilera de casas, cerca del gallinero.

Otro hombre al que Joseph reconocía era el voluminoso y simpático Vito Bevivino, el único trabajador del grupo que era enérgico y vigoroso, quizá el motivo por el que Domenico lo mantenía como capataz aun cuando ya tenía ochenta años. Era viudo y había estado casado con una de las hermanas de Domenico; y ahora era el mejor amigo del patriarca, probablemente su único amigo de verdad, entre los parientes que trabajaban para él. Uno de los deberes habituales de Vito consistía en castrar cada año dos cerdos elegidos por Domenico para que los animales estuvieran lo bastante tiernos y sabrosos para la Pascua, que todo el clan familiar celebraba en casa de Domenico, incluido Pepe; y cada mañana era el deber de Vito organizar la procesión de trabajadores y animales para emprender el trayecto de diez kilómetros hasta la granja que tenía Domenico en el valle.

Cuando Vito muriera, su posición de capataz la ocuparía Sebastian, o eso era lo que este le había confiado hacía poco a Joseph; pero por lo que Joseph podía ver en el establo, a Vito le quedaba todavía mucha vida mientras azuzaba y engatusaba a los demás para que se dieran prisa. Y como todo el mundo sabía en el pueblo, el padre de Vito, Antonio Bevivino, había vivido más de cien años, a pesar de los diminutos fragmentos de piedra y metal que tenía enterrados en algún lugar de su deforme cabeza.

Antonio Bevivino había sido soldado de caballería del ejército francés a principios de 1800, cuando miles de italianos fueron reclutados por el Imperio napoleónico, que controlaba casi toda Italia. En 1812 Antonio invadió Rusia con las unidades lideradas por Joachim Murat, y fue en Rusia donde sufrió una extraña herida craneal. Afirmaba que las astillas de una bala de cañón al rebotar (disparada por su propia artillería desde la retaguardia) le habían rasguñado el cráneo; y después de la operación, Antonio quedó con un agujero en el centro de la cabeza, una hendidura del tamaño casi de un puño que recordaba el cráter de un volcán. Sin embargo, sobrevivió a la década de 1880, y Domenico Talese, de joven, lo había visto a menudo en sus últimos años de vida: un anciano veterano de guerra que se sentaba en la plaza, sonreía a los transeúntes y los saludaba quitándose su sombrero cónico con borla, y revelando, dentro del agujero de su cabeza, una fruta o una verdura fresca, normalmente una calabaza.

El sombrero con borla de Antonio, que resultó ser más duradero que él mismo, no tardó en apropiárselo su hijo, que lo llevaba en el establo mientras cada mañana gritaba a los hombres: «Andiamo!» («¡Vamos!») y «Presto!» («¡Deprisa!»). A continuación las siete carretas tiradas por caballos acarreaban a los hombres y las herramientas, seguidos de tres carros tirados por burros que transportaban el agua y la comida; todos ellos salían del establo y se encaminaban hacia la alta verja de hierro. Joseph permanecía detrás, despidiéndose de Sebastian. Su hermano habitualmente volvía la cabeza, asentía sin expresión y se sentaba detrás de la última carreta.

Por delante de ellos, Domenico estaría esperando, a lomos de un semental blanco, en la carretera adoquinada que salía de la verja. Generalmente se cubría con una capa negra y un sombrero gris de ala ancha, pantalones de montar blancos y botas negras con espuelas plateadas. Domenico se quedaba mirando la caravana hasta que casi lo alcanzaba; contaba a los trabajadores, y se fijaba en quién faltaba para penalizarlo con la pérdida de dos días de salario.

Luego, dando un golpe en el flanco del caballo con el mango del látigo, comenzaba a galopar haciendo cabriolas con su montura para conducir al grupo hacia el valle, a través de la densa niebla que se levantaba cada mañana. El ruido de los cascos y de las ruedas de la carreta no tardaba en apagarse; el silencio volvía al pueblo, un silencio que no se rompía hasta que el repicar de las campanas de la iglesia señalaba el comienzo de la misa de las seis.

El joven Joseph sabía que Domenico asistiría a misa, pues era parte de la rutina habitual de su abuelo. Domenico acompañaba cada mañana a los hombres solo hasta el cruce que había al pie de la colina; una vez allí confiaba a su capataz de sombrero con borla la responsabilidad de acompañar al grupo hasta la granja, situada a unos siete kilómetros, saludaba con su látigo y daba media vuelta al caballo en dirección al camino de herradura que entre los arbustos servía de atajo para regresar a Maida. Después de atar el caballo a un poste junto al lateral de la iglesia, Domenico atravesaba la entrada en forma de arco y pasaba al interior iluminado por velas, y a continuación accedía al confesionario de roble cubierto por cortinas, donde se arrodillaba. Desde que de joven había sido seminarista en Nápoles, Domenico comulgaba cada día; y en muchas ocasiones, cuando llevaba a Joseph a misa —durante la cosecha o los domingos, cuando Joseph no trabajaba en la tienda de Cristiani ni tenía que ir a la escuela—, este se sentaba en un banco abarrotado y contemplaba a su abuelo canoso en el pasamanos que había junto al altar, y veía cómo echaba la cabeza hacia atrás al recibir la hostia del sacerdote; y luego su abuelo se quedaba de pie con las manos entrelazadas y regresaba rápidamente, con los ojos cerrados, hacia donde estaba sentado Joseph, como un ciego guiado por una luz interior: una figura de tan intensa religiosidad que Joseph se sentía a la vez incómodo y extrañamente orgulloso.

Su abuelo parecía diferente a todos los demás hombres del pueblo. Más ascético, más autoritario; muy elegante con un estilo anticuado, y nunca se le veía barro en las botas: no era un hombre de este mundo. No fumaba ni bebía licor, ni siquiera vino. Exceptuando algún plato esporádico de pescado, y quizá un poco de cerdo o cordero en Navidad o Pascua, su dieta era vegetariana, siguiendo la costumbre de San Francisco de Paula. Era el único lector ávido de la familia, sobre todo textos de teología e historia, aficiones que le venían de la época del seminario. Pero también leía cada día los periódicos de Nápoles, e incluso publicaciones de Roma y Milán cada vez que podía comprarlas en el quiosco de la estación. No hablaba el dialecto de la región, sino un italiano más formal, que pronunciaba con voz suave pero vocalizando con claridad, y a menudo se expresaba mediante proverbios.

«Los que más tienen más quieren», comentó una mañana con una sonrisa un tanto sardónica tras oír en la misa que las dos familias más nobles de la región, ambas relativamente prósperas, habían aprobado el compromiso matrimonial de un hijo adolescente con una heredera que estaba muy lejos de ser núbil; y sin embargo, Domenico respetaba a esas familias por haber dispuesto el enlace con antelación, y veía la consolidación de riqueza a través del matrimonio como una confirmación de la sabiduría pragmática que generalmente venía con la riqueza.

«Si cogieras toda la riqueza de la gente de esta zona, y la dividieras por igual entre todos los ciudadanos —afirmó Domenico en una ocasión delante de Joseph—, descubrirías que, al cabo de muy poco tiempo, la gente que era rica volvería a serlo, y los que habían sido pobres volverían a ser pobres».

Tampoco poseía mucha fe en la iniciativa individual de la gente corriente del pueblo, pero se negaba a dejarse impresionar por aquellos emigrantes que regresaban y que, mientras visitaban la aldea por unos días y se pavoneaban por la plaza con sus trajes americanos, se jactaban de lo bien que vivían en el Nuevo Mundo y condenaban las costumbres y tradiciones de aquella civilización antigua que había sobrevivido a los azares del sur de Italia durante más de dos mil años. Una vez en que Joseph le leyó a su abuelo una carta reciente de Gaetano que había llegado de los Estados Unidos, una carta en la que este elogiaba el Nuevo Mundo como un paraíso de las oportunidades y la igualdad, Domenico escuchó en silencio unos minutos, pero se le vio irritado por el contenido de la carta. Nunca había acabado de aceptar la decisión de su hijo de quedarse en los Estados Unidos. Gaetano era una persona impredecible que visitaba Maida cada pocos años, fecundaba a su mujer —y regresaba a América antes del bautizo— y dejaba que su padre se encargara de la responsabilidad del bienestar de la familia. Si América era tan abundante en oportunidades, bien podría preguntarse Domenico, ¿por qué Gaetano no estaba ganando dinero? ¿Cómo era posible que Gaetano, que afirmaba trabajar para un multimillonario que vivía en las afueras de Filadelfia, un magnate de los fármacos que estaba construyendo una ciudad industrial ejemplar con las ganancias de los milagros empaquetados, no se estaba forrando los bolsillos de oro y enriqueciendo también a su familia?

En cuanto a la referencia de la carta de Gaetano a la «igualdad», a Domenico le pareció conveniente ilustrar a su joven nieto Joseph. «La igualdad —le dijo— es una ilusión. Los hombres no fueron creados iguales. No hay igualdad en la condición humana, y nunca la habrá. Si Dios hubiera querido la igualdad, la habría creado; pero no la quiso, y solo hay que mirarse la mano para encontrar un ejemplo». En ese momento Domenico levantó la mano derecha delante de los ojos atónitos de Joseph y continuó: «Observa estos cinco dedos y fíjate en que no hay dos iguales. El pulgar es fuerte y grueso. El índice es largo y huesudo. El corazón es incluso más largo y prominente que el dedo índice, y también es más largo que el anular, donde se lleva el anillo. Y junto a él está el meñique, que de todos los dedos es el que más fácilmente se dobla. Es más débil y más corto, y siempre será más débil y más corto durante toda tu vida. Y sin embargo —prosiguió Domenico—, aunque todos estos dedos son diferentes en tamaño y fuerza, trabajan perfectamente juntos, que es lo que Dios pretendió. Si todos los dedos fueran del mismo tamaño, de la misma fuerza, la mano no funcionaría. Pero todos fueron creados distintos, y lo mismo ocurre en la naturaleza: las cosas no son iguales y nunca se pretendió que lo fueran».

Demasiado confuso para contestar, Joseph simplemente escuchaba con respeto, como hacía siempre que hablaba su abuelo. Para él, su abuelo era como un filósofo, un anticuado dogmático deductivo que menospreciaba casi todas las opiniones de los más jóvenes del pueblo, y que también desaprobaba a algunos de los profesores de Joseph, a los que consideraba demasiado liberales con los alumnos y demasiado alejados de los valores tradicionales de la Iglesia. La escuela de Joseph había sido gestionada por la Iglesia en los años anteriores a la revolución de 1860, cuando el general y agitador antipapista Giuseppe Garibaldi lideró la invasión armada del sur de Italia. En los años prerrevolucionarios, cuando un alumno era desobediente en clase, se veía obligado a arrodillarse y a mantenerse a distancia de los demás durante las oraciones diarias, y también a llevar alrededor del cuello, sujeto con una cuerda, un cartel en el que se leía qué había hecho mal.

Pero el actual director de la escuela había acabado con la práctica de llevar carteles al cuello, castigar a los alumnos de rodillas, y con las salmodias y oraciones; y había traído a jóvenes profesores que habían estudiado en Catanzaro, Cosenza e incluso la más lejana ciudad de Nápoles, y estaban ansiosos por desarrollar una sociedad más moderna siguiendo las pautas socialistas que habían sido imaginadas por Garibaldi y otros revolucionarios del siglo XIX. Aunque los profesores de Joseph no decían nada irrespetuoso acerca de la Iglesia, ya no había sacerdotes en el cuerpo docente, y a los alumnos se les hacía leer libros que retrataban a Garibaldi como un héroe y que hablaban de la revolución quizá como el suceso más prometedor de la historia italiana. Instigada y financiada en gran medida por aristócratas del norte de Italia y un consorcio de burgueses radicales y jóvenes aventureros, la revolución finalmente incorporó el sur agrícola al norte más industrial, al tiempo que reducía el poder temporal del Papa y confiscaba grandes cantidades de tierra y propiedades de la Iglesia, como por ejemplo el viejo monasterio que se había convertido en la escuela de Joseph. Pero a pesar de las quejas de su abuelo, en privado a Joseph le gustaban su escuela y sus profesores, un grupo jovial de jóvenes que cada día llegaban a clase cubiertos por unas capas con el cuello alzado y corbatas llenas de color, y que generalmente sonreían al hablar. Quizá eran las únicas personas del pueblo que sonreían mucho. Los parientes y amigos que Joseph conocía eran invariablemente adustos y solemnes, aunque no tan severos como su abuelo. Incluso la gente que veía cada día por la calle o la plaza transmitía la impresión de que les preocupaba algún problema o debían hacer frente a graves asuntos.

Por qué los profesores sonreían tan a menudo era algo que desconcertaba a Joseph, pero no tenía ninguna duda de los resultados positivos de su cordialidad y viveza sobre él como estudiante. En sus primeros años en la escuela, recibió la máxima distinción académica de su clase. En su quinto año —donde estudiaba matemáticas, gramática, ciencia e historia—, siguió teniendo las notas más altas de su clase en su boletín trimestral. La distinción significaba más para Joseph que para su abuelo, cuya aprobación tan fervorosamente deseaba. Pero cuando Joseph sacaba el boletín, ganándose un abrazo incluso de su madre, su abuelo se lo quedaba mirando y asentía sin mucho interés.

Domenico, tal como Joseph comprendería más adelante, se oponía a elogiar a personas jóvenes e impresionables. Consideraba que los jóvenes, en lugar de recibir premios de unos profesores liberales que les hincharan la cabeza, sacaban más provecho de la crítica de los ancianos con experiencia. El antiguo proverbio del sur —«Que tus hijos nunca sepan más que tú»— todavía tenía sentido para Domenico, que pensaba que la crítica patriarcal era un antídoto contra el engreimiento de la juventud. Como consecuencia, apenas pasaba una semana sin que Joseph recibiera alguna censura de su abuelo acerca de su tendencia, por ligera que fuera, hacia la petulancia o la condescendencia, la vanidad o el orgullo, la desfachatez o la irresponsabilidad. A Joseph se le criticaba por no afilar lo bastante el hacha que utilizaban para cortar leña, por no mantener la espalda erguida cuando estaba en la iglesia, por pronunciar mal alguna palabra ostentosa con que se había encontrado hacía poco mientras hojeaba alguno de los libros de la biblioteca de su abuelo. La crítica iba acompañada de amenazas de castigo si Joseph rebasaba los muros del pueblo un viernes por la tarde (día de mala suerte), colocaba una hogaza de pan al revés en un cesto (también daba mala suerte), o pronunciaba alguna palabra escatológica que le había oído utilizar a Sebastian. Y en las ocasiones en que Joseph se mostraba sinceramente contrito por lo que había hecho mal, como el desastre ocurrido con los pantalones del señor Castiglia, Domenico solía explotar la situación para que se sintiera peor.

De algún modo, su abuelo se había enterado del episodio de los pantalones incluso antes de que aquel horrible Sábado Santo Joseph regresara tarde a casa. Domenico estaba solo en el sendero que conducía a su hilera de casas, cubierto con su capa y su sombrero de ala ancha habituales; y después de que Joseph le hubiera saludado e intentado seguir su camino, Domenico lo detuvo con un gesto de la mano. Joseph se paró y esperó.

—Un aprendiz debería conocer su trabajo —comenzó a decir Domenico con voz severa y solemne— y nunca debería desafiar las reglas que hombres más sabios han dictado. Y tú has desafiado las reglas. Me has decepcionado muchísimo. Tú, en quien había depositado tantas esperanzas, has mostrado señales de imprudencia, estupidez, y peor aún, insubordinación…

Cuando Domenico hizo una pausa, Joseph comenzó a temblar. Le aterraba que las siguientes palabras de su abuelo dictaran el castigo más temido: mandarlo a trabajar a la granja con Sebastian. Antes de que Domenico pudiera continuar, Joseph levantó la mirada y le interrumpió.

—Abuelo —suplicó—, ¡ha sido un error! ¡Ha sido el primer error grave que cometo! No he sido insubordinado. Simplemente no me he dado cuenta de que los pantalones estaban escondidos debajo de la tela que estaba cortando. Ha sido mi primer error después de muchas cosas buenas que he hecho y que nunca me has reconocido —ahora hablaba más fuerte, y aunque era consciente de que nunca se había mostrado tan directo con su abuelo, siguió con desesperación—: ¡Nunca estás contento! Nada de lo que hago es bastante bueno para ti. Siempre eres estricto y severo conmigo —ya sollozando, Joseph añadió—: Lo que pasa es que no me quieres…

Su abuelo permaneció en silencio. Esperó varios minutos a que Joseph dejara de llorar. Cuando habló, lo hizo con una voz totalmente desconocida.

—Te quiero —dijo con un tono más comprensivo de lo que Joseph había oído nunca—. Pero todavía no eres lo bastante mayor para comprender este amor. Confundes la crítica con la falta de amor. Pero es todo lo contrario. La gente que critica se preocupa por ti. Quieren que mejores. La gente a la que no le importas no tiene puestas grandes esperanzas en ti. Te aceptan como eres. Dejan que te relajes. Quieren que te conformes. Quien no te quiere —concluyó— te hará reír. Quien bien te quiere te hará llorar.