Existe un cierto tipo de trastorno mental leve que resulta endémico a la profesión de sastre, y que comenzó a abrirse paso en la psique de mi padre durante sus días de aprendizaje en Italia, cuando trabajaba en la tienda de un inestable artesano llamado Francesco Cristiani, cuyos antepasados varones habían sido sastres durante cuatro generaciones sucesivas, y, sin excepción, habían mostrado síntomas de esa preocupante dolencia.
Aunque nunca ha atraído la atención de los científicos, con lo que no se le puede adjudicar un nombre oficial, mi padre la describió una vez como una forma de prolongada melancolía que se presentaba esporádicamente en ataques de mal humor: el resultado, sugería mi padre, de excesivas horas de un trabajo lento, exigente y microscópico que avanza puntada a puntada, pulgada a pulgada, hipnotizando al sastre con la luz reflejada en una aguja que entra y sale de la tela.
El ojo del sastre debe seguir la costura con precisión, pero el hilo de sus pensamientos es libre de desviarse en múltiples direcciones, de meditar en su propia vida, de reflexionar acerca de su pasado, de lamentar las oportunidades perdidas, de crear un drama, imaginar desaires, amargarse, exagerar: en términos sencillos, cuando cose, el sastre tiene demasiado tiempo para pensar.
Mi padre, que había trabajado de aprendiz cada día antes y después de la escuela, se daba cuenta de que algunos sastres eran capaces de pasarse horas seguidas trabajando en silencio, sujetando una prenda entre la cabeza gacha y las rodillas cruzadas, y coser sin hacer ejercicio ni ningún movimiento físico, sin que les entrara oxígeno fresco para despejarles el cerebro, y entonces, de manera inexplicablemente repentina, mi padre veía levantarse de un salto a uno de esos hombres y ofenderse muchísimo por un comentario casual pronunciado por alguno de los que trabajaban con él, un diálogo trivial que no había tenido ninguna intención de ser provocador. Y mi padre a menudo se encogía de miedo en una esquina mientras carretes y dedales de acero volaban por la habitación, y el sastre excitado, si lo provocaba algún colega insensible, llegaba a blandir el instrumento de terror favorito del taller, aquellas tijeras largas como espadas.
También había enfrentamientos en la parte delantera de la tienda en la que mi padre trabajaba, disputas entre los clientes y el propietario: el diminuto y jactancioso Francesco Cristiani, que se enorgullecía enormemente de su ocupación y creía que él, y los sastres que estaban bajo su supervisión, eran incapaces de cometer ningún error grave; y si lo eran, no estaba dispuesto a reconocerlo.
En una ocasión en que un cliente entró para probarse un traje nuevo pero fue incapaz de colocarse la americana porque las mangas eran demasiado estrechas, Francesco Cristiani no solo se negó a disculparse ante el cliente, sino que se comportó como si se sintiera insultado porque este desconocía el inimitable estilo de ropa masculina que se confeccionaba en su tienda.
—¡No ve que en esta chaqueta no hay que meter los brazos en las mangas! —informó Cristiani a su cliente en un tono de superioridad—. ¡Esta chaqueta está pensada para llevarse por encima de los hombros!
En otra ocasión, cuando Cristiani se detuvo en la plaza del pueblo después de comer para escuchar a la banda de Maida durante su concierto de mediodía, observó que el nuevo uniforme que le había entregado el día antes al tercer trompeta mostraba un bulto detrás del cuello cada vez que el músico se llevaba el instrumento a los labios.
Preocupado por que alguien lo observara y pusiera en entredicho su categoría como sastre, Cristiani mandó a mi padre, por aquel entonces un escuálido chaval de siete años, a que se deslizara subrepticiamente detrás de las banderitas del quiosco de música y, con furtiva sutileza, tirara del extremo de la chaqueta del trompetista cada vez que apareciera el bulto. Cuando el concierto terminó, Cristiani ideó una manera sutil mediante la cual volver a recuperar y reparar la chaqueta.
Pero más o menos por esa época, en la primavera de 1911, ocurrió una catástrofe para la que no parecía haber ninguna solución. El problema era tan grave, de hecho, que la primera reacción de Cristiani fue abandonar la ciudad durante una temporada antes que permanecer en Maida y afrontar las consecuencias. El incidente que provocó ese pánico aconteció en el taller de Cristiani el sábado anterior a Pascua, y tuvo su origen en el destrozo causado por un aprendiz, accidental pero irreparable, en un traje nuevo que había sido confeccionado para uno de los clientes más exigentes de Cristiani: un hombre que se encontraba entre los renombrados uomini rispettati —hombres de respeto— de la región, popularmente conocidos como la Mafia.
Antes de que Cristiani se diera cuenta del accidente, había disfrutado de una próspera mañana en su tienda cobrando las facturas de diversos clientes satisfechos que habían entrado para la última prueba de su traje, que llevarían al día siguiente en la passeggiata de Pascua, para los hombres el acontecimiento más exhibicionista del año del sur de Italia. Mientras las recatadas mujeres del pueblo —con la salvedad de las más atrevidas esposas de los inmigrantes que estaban en los Estados Unidos— después de la misa pasaban el día discretamente asomadas a su balcón, los hombres se paseaban por la plaza, charlando entre ellos mientras caminaban del brazo, fumando y examinando furtivamente cómo les quedaba a los demás su traje nuevo. A pesar de la pobreza del sur de Italia, o quizá a causa de ella, había un excesivo énfasis en las apariencias: formaba parte del síndrome de la región ofrecer un buen aspecto, fare una bella figura, y casi todos los hombres que se reunían en la piazza de Maida, y en docenas de plazas semejantes a lo largo de todo el sur, eran unos auténticos entendidos en el arte de la sastrería fina.
Sabían evaluar la calidad de los atuendos que llevaban los demás, apreciaban una buena puntada cuando la veían, y podían valorar la maestría del reto más exigente de un sastre: los hombros, de los cuales debían colgar en armonía y permitir moverse con holgura las más de veinte partes individuales de la americana. Casi todos los varones orgullosos, cuando entraban en una sastrería para elegir la tela de un nuevo traje, sabían de memoria las doce medidas principales del cuerpo que había que tomar, desde la distancia entre el cuello y la cintura de la chaqueta hasta la anchura exacta de la vuelta a los pantalones. Entre esos hombres había muchos que habían sido clientes de la empresa familiar Cristiani toda su vida, al igual que sus padres y abuelos antes que ellos. De hecho, los Cristiani llevaban confeccionando ropa de hombre en el sur de Italia desde 1806, cuando la región estaba controlada por Napoleón Bonaparte; y cuando el cuñado de Napoleón, Joachim Murat, que se había instalado en el trono de Nápoles en 1808, fue asesinado en 1815 por un pelotón de fusilamiento de los Borbones españoles en el pueblo de Pizzo, a veinte kilómetros al suroeste de Maida, el guardarropa que dejó incluía un traje confeccionado por el bisabuelo de Francesco Cristiani.
Pero aquel Sábado Santo de 1911, Francesco se enfrentaba a una situación en la que no le iba a servir de nada la larga tradición familiar en el negocio. En sus manos tenía unos pantalones nuevos con un corte de tres centímetros de largo en la rodilla izquierda, un corte que había sido obra de un aprendiz que estaba enredando con unas tijeras encima de la mesa en la que se habían colocado los pantalones para que Cristiani los inspeccionara. Aunque a los aprendices se les recordaba repetidamente que no tenían que manejar esas pesadas tijeras —su tarea principal consistía en coser los botones e hilvanar las costuras—, algunos jóvenes infringían esa regla sin darse cuenta en su impaciencia por obtener experiencia en el oficio. Pero lo que magnificaba el delito de ese joven en aquellas circunstancias era que los pantalones dañados habían sido confeccionados para un mafioso cuyo nombre era Vincenzo Castiglia.
Vincenzo Castiglia era un nuevo cliente de la vecina ciudad de Cosenza, y era tan flagrante su profesión de delincuente que un mes antes, mientras se tomaban las medidas para el traje, le había pedido a Cristiani que dejara espacio suficiente dentro de la americana para la pistola, que llevaba en una funda sujeta al pecho con una correa. En aquella misma ocasión, sin embargo, el señor Castiglia había llevado a cabo otras peticiones que a ojos del sastre lo habían elevado a la categoría de un hombre con estilo que sabía lo que podía favorecer a su corpulenta figura. Por ejemplo, el señor Castiglia había pedido que las hombreras del traje tuvieran un ancho extra para darle a sus caderas un aspecto más estilizado; y para que la gente no se fijara tanto en su barriga prominente había ordenado un chaleco plisado de solapas anchas y puntiagudas, y también un agujero en el centro del chaleco a través del cual introducir una cadena de oro que iría enganchada a su reloj de bolsillo con incrustaciones de diamante.
Además, el señor Castiglia especificó que los pantalones fueran con vuelta, según la última moda del continente; y mientras contemplaba el taller de Cristiani en la trastienda, expresó satisfacción al observar que todos los sastres cosían a mano y sin utilizar la popular máquina de coser, la cual, a pesar de que trabajaba más deprisa, carecía de la capacidad para el moldeado especial de las costuras y ángulos de una tela que solo era posible a manos de un sastre con talento.
Inclinando la cabeza en señal de agradecimiento, el sastre Cristiani le aseguró al señor Castiglia que su tienda jamás sucumbiría a esa depravada invención mecánica, aun cuando las máquinas de coser estaban ya ampliamente extendidas entre algunos de los principales sastres de Europa y también de los Estados Unidos. Cuando el señor Castiglia oyó mencionar los Estados Unidos, sonrió y dijo que una vez había visitado aquel Nuevo Mundo, y añadió que tenía varios parientes que se habían instalado allí. (Entre ellos un joven primo, Francesco Castiglia, que en años venideros, comenzando la era de la Ley Seca, alcanzaría gran notoriedad y riqueza con el nombre de Frank Costello).
En las semanas siguientes, después de que Vincenzo Castiglia hubiera dejado una señal por el traje, que se le había prometido el día antes de Pascua, y se hubiera marchado en un carruaje conducido por un cochero armado con un rifle, Cristiani dedicó mucha atención a satisfacer las especificaciones del mafioso, y finalmente quedó orgulloso del resultado de su trabajo…, hasta que, aquel sábado, descubrió, bajo un patrón de papel extendido sobre la mesa, los pantalones del señor Castiglia con un corte de tres centímetros en la rodilla izquierda.
Con gritos de angustia y de furia, Cristiani no tardó en obtener una confesión del aprendiz culpable, que admitió haber estado cortando retales de tela descartados siguiendo el patrón bajo el que se habían encontrado los pantalones. Cristiani permaneció en silencio y temblando durante varios minutos, rodeado de sus colegas, igualmente preocupados y sin habla. Como es lógico, Cristiani podía poner pies en polvorosa y esconderse en las colinas, tal como había sido su primera intención; o podía devolverle el dinero al mafioso tras explicarle lo que había ocurrido, y a continuación presentarle al culpable aprendiz como chivo expiatorio para que se encargara de él como creyera apropiado. Pero había circunstancias especiales que desaconsejaban esta última acción. El culpable era un joven sobrino de la esposa de Cristiani, Maria. El nombre de soltera de su mujer era Maria Talese. Era la única hermana del mejor amigo de Cristiani, Gaetano Talese, que en aquella época trabajaba en los Estados Unidos. Y el hijo de siete años de Gaetano, el aprendiz Joseph Talese —que posteriormente sería mi padre—, lloraba ahora desconsoladamente.
Mientras Cristiani procuraba consolar al arrepentido sobrino, su mente no dejaba de buscar una solución plausible. Los pantalones ya no tenían arreglo. En las pocas horas que faltaban antes de la visita del señor Castiglia, era imposible confeccionar un segundo par aun cuando hubieran tenido la tela. Tampoco era posible de ninguna manera disimular el corte ni siquiera con un remiendo maravilloso.
Mientras los demás sastres seguían insistiendo en que lo más prudente era cerrar la tienda y dejarle una nota al señor Castiglia alegando enfermedad o alguna otra excusa que demorara la confrontación, Cristiani les recordó enérgicamente que nada podía eximirle de su fracaso a la hora de entregar el traje del mafioso a tiempo, y que resultaba imperioso encontrar una solución en aquel mismo momento.
A mediodía sonó la campana de la iglesia de la plaza principal, y mientras todas las demás tiendas de Maida comenzaban a cerrar para la siesta del mediodía, Cristiani anunció con gravedad:
—Hoy no habrá siesta para ninguno de nosotros. Este no es momento de comer y descansar, sino un momento de sacrificio y meditación. Así que quiero que todos os quedéis donde estáis y penséis en algo que pueda salvarnos del desastre…
Le interrumpió el refunfuño de los otros sastres, que lamentaban perderse el almuerzo y la siesta; pero Cristiani los hizo callar levantando la mano, e inmediatamente mandó a uno de sus aprendices que fuera a dar el recado a las esposas de los sastres de que no los esperaran hasta la noche. A continuación dio orden a los demás aprendices, entre ellos mi padre, de que corrieran las cortinas del escaparate y cerraran con llave la puerta delantera y trasera de la tienda. Después, y durante los minutos siguientes, todos los empleados de Cristiani, una docena de hombres y muchachos, se reunieron entre las paredes de la tienda a oscuras, como si participaran en un velatorio.
Mi padre estaba sentado en un rincón, todavía abrumado por la magnitud del desastre cometido. Cerca de él había otros aprendices, molestos con mi padre pero obedientes a la orden de su jefe de permanecer allí confinados. En el centro del taller, sentado entre sus sastres, se encontraba Francesco Cristiani, un hombre menudo y enjuto, con un fino bigotito, con la cabeza hundida entre las manos y que cada pocos segundos la levantaba para observar los pantalones que tenía delante, como para recordar que el corte en la rodilla era real y no desaparecería simplemente cerrando los ojos.
Varios minutos más tarde, Cristiani se puso en pie chasqueando los dedos. Aunque apenas medía uno sesenta y cinco, su porte erguido, su elegancia y su arrogancia le daban presencia. Ahora, mientras recorría la sala con la mirada, se veía un brillo en sus ojos.
—Creo que se me ha ocurrido algo —anunció lentamente, haciendo una pausa para permitir que aumentara el suspense y que todos le prestaran una atención absoluta.
—¿El qué? —preguntó el sastre más veterano.
—Lo que puedo hacer —continuó Cristiani— es abrir un corte en la rodilla derecha que sea exactamente igual que el de la rodilla izquierda, y…
—¿Estás loco? —le interrumpió el sastre veterano.
—¡Déjame acabar, imbécil!… —gritó Cristiani, dando un puñetazo sobre la mesa—, y así podré coser los dos cortes de los pantalones con una costura decorativa que encaje de manera exacta, y luego le explicaré al señor Castiglia que es el primero en esta parte de Italia que lleva unos pantalones diseñados a la última moda, la moda de la costura en la rodilla…, que ahora hace furor en París, Londres, Viena o…
Y su voz se perdió mientras los demás escuchaban atónitos.
—Pero maestro —dijo uno de los sastres más jóvenes, en un tono cauto de respeto—, ¿no se dará cuenta el señor Castiglia, una vez le presente esta «nueva moda», de que los sastres no llevamos pantalones que la sigan?
Cristiani enarcó ligeramente las cejas.
—Tienes razón —concedió mientras el pesimismo volvía a invadir la sala. Aunque volvieron a brillarle los ojos y dijo—: ¡Pero lo único que hemos de hacer es seguir la moda! Haremos un corte en la rodilla de nuestros pantalones y luego los coseremos con una costura parecida a la del señor Castiglia —antes de que los demás pudieran protestar, añadió rápidamente—: Pero no cortaremos nuestros pantalones. Utilizaremos los que hay en el armario de las viudas.
Inmediatamente todo el mundo se dirigió a la puerta cerrada de un armario que había al fondo del taller, dentro del cual colgaban docenas de trajes cuyos últimos portadores habían sido hombres ya difuntos, trajes que las afligidas viudas, que no deseaban nada que les recordara a sus difuntos maridos, le habían entregado a Cristiani con la esperanza de que los regalara a los forasteros para que los llevaran en pueblos y ciudades lejanos.
Ahora Cristiani planeaba dar nueva vida a los pantalones de los muertos con la moda del corte en la rodilla; y mientras sus colegas se mostraban inicialmente horrorizados ante la idea, pronto se vieron arrastrados por la euforia con la que Cristiani abrió la puerta del armario, extrajo varios pantalones de los colgadores y se los arrojó a los sastres, instándolos a que se los probaran enseguida. Él mismo ya no llevaba nada más que su ropa interior blanca de algodón y sus ligas negras, y buscaba unos pantalones que se acomodaran a su escasa estatura; cuando los encontró se los puso, se subió a la mesa y se quedó allí un momento como un modelo orgulloso delante de sus hombres.
—Fijaos —dijo, señalando la longitud y la anchura—, me quedan perfectos.
Mientras los demás sastres comenzaban a escoger entre la amplia selección de ropa descartada por las viudas, Cristiani ya se había bajado de la mesa, quitado los pantalones, y, tijeras en mano, comenzaba a cortar meticulosamente la rodilla derecha de los pantalones del mafioso, duplicando el daño ya hecho en la rodilla izquierda. A continuación aplicó incisiones parecidas a la rodilla de los pantalones que había escogido para él.
—Y ahora, prestad atención —llamó a sus hombres mientras se sentaba en un taburete en ropa interior, con los dos pantalones extendidos delante de él.
Con una floritura de su aguja enhebrada con hilo de seda, dio la primera puntada a los pantalones del muerto, atravesando el borde inferior de la rodilla rota con una puntada interior que diestramente unió con una lazada al borde superior: un movimiento atrevido y circular que repitió varias veces hasta que zurció el centro de la rodilla con un diseño pequeño y redondo en forma de espiral del tamaño de media moneda de diez centavos.
A continuación procedió a coser, en el lado derecho de la espiral, una costura de poco más de un centímetro un tanto ahusada e inclinada hacia arriba en el extremo; y, tras reproducir esa costura en el lado izquierdo de la espiral, creó la minúscula imagen de un pájaro visto desde lejos, con las alas extendidas y volando hacia el observador, un pájaro muy semejante a un halcón peregrino. Así fue como Cristiani dio origen al estilo de pantalones con las rodillas en punta de ala.
—Bueno, ¿qué os parece? —preguntó a los hombres que le rodeaban, indicando con su brusquedad que le importaba bien poco lo que pensaran. Mientras sus empleados se encogían de hombros y murmuraban, él añadió en tono perentorio—: Muy bien, ahora cortad las rodillas de los pantalones que lleváis y cosedlas con el bordado que acabáis de ver.
Sin esperar ninguna oposición y sin recibirla, Cristiani bajó la cabeza para concentrarse de lleno en su tarea: acabar la segunda rodilla de los pantalones que llevaba y comenzar a trabajar meticulosamente en los del señor Castiglia.
En estos últimos, no solo planeaba Cristiani bordar un dibujo alado con hilo de seda que fuera exactamente del mismo tono que el hilo utilizado en los ojales de la americana del señor Castiglia, sino que también proyectaba insertar un forro de seda dentro de la parte delantera de los pantalones, que fuera del muslo a la pantorrilla, y que protegiera las rodillas del señor Castiglia del roce del bordado interior, disminuyendo asimismo la fricción contra las costuras de la rodilla cuando el señor Castiglia saliera a caminar en la passeggiata.
Durante las dos horas siguientes, todo el mundo trabajó en un silencio febril. Mientras Cristiani y los demás sastres añadían el diseño alado a las rodillas de todos los pantalones, los aprendices ayudaban con cambios de poca importancia, cosiendo botones, planchando bajos y otros detalles que dejarían los pantalones de los muertos tan presentables como fuera posible cuando se los pusieran los sastres. Francesco Cristiani, como es de suponer, no permitía que nadie más que él se encargara de las prendas del mafioso; y cuando sonaron las campanas de la iglesia señalando el final de la siesta, Cristiani estudió con atención el trabajo que había hecho, y en privado dio gracias a su tocayo en el cielo, San Francisco de Paula, a quien le había estado rezando durante esa terrible experiencia para que le inspirara con la aguja.
Ahora ya se oían ruidos en la plaza: el cascabeleo de los carros tirados por caballos, los gritos de los vendedores ambulantes de comida, las voces de la gente que iba de compras por la calle adoquinada donde estaba la tienda de Cristiani. Ya habían abierto las cortinas del escaparate, y mi padre y otro aprendiz estaban apostados un poco más allá de la puerta con orden de avisar en cuanto avistaran el carruaje del señor Castiglia.
En el interior, los sastres formaban una hilera detrás de Cristiani, famélicos y fatigados, y no muy cómodos con aquellos pantalones pertenecientes a unos difuntos y con las rodillas en punta de ala; pero lo que dominaba sus emociones era la angustia y el miedo a cuál sería la reacción del señor Castiglia al ver su traje de Pascua. Cristiani, en cambio, estaba extraordinariamente sereno. Además de sus pantalones marrones recién adquiridos, cuyo dobladillo rozaba sus zapatos abotonados con empeine de tela, vestía un chaleco gris con solapas sobre una camisa a rayas de cuello blanco redondeado y adornado con una corbata inglesa color burdeos y un alfiler de perla. En la mano sujetaba, con una percha de madera, el terno de espiga del señor Castiglia, que instantes antes había cepillado suavemente y planchado para el momento final. El traje todavía estaba caliente.
A las cuatro y veinte, mi padre entró corriendo por la puerta y, con una voz aguda para no delatar su pánico, anunció: Sta arrivando!, «Ya llega». Segundos más tarde, un carruaje negro tirado por dos caballos se detuvo con gran estruendo delante de la tienda. Después de que el cochero armado con el rifle se bajara para abrir la puerta y extendiera la mano hacia el pasajero, la corpulenta figura de Vincenzo Castiglia bajó los dos peldaños que lo separaban de la acera seguido por un hombre enjuto cubierto por un sombrero de ala ancha, una capa larga, y calzado con botas tachonadas.
El señor Castiglia se quitó su sombrero de fieltro gris y con un pañuelo se limpió el polvo del camino de la frente. Entró en la tienda, donde Cristiani se apresuró a recibirlo y, levantando el traje nuevo todavía en la percha, proclamó: «¡Su maravilloso traje de Pascua le espera!». El señor Castiglia le estrechó la mano y examinó el traje sin hacer ningún comentario; a continuación, tras rechazar educadamente el vaso de vino que le ofreció Cristiani, le dio orden a su guardaespaldas de que le quitara la americana para poder probarse de inmediato su atavío pascual.
Cristiani y los demás sastres permanecían a su lado en silencio, contemplando cómo la pistola que Castiglia llevaba dentro de una funda en el pecho se movía al compás de sus movimientos mientras extendía los brazos y recibía sobre los hombros un chaleco gris con solapas, seguido de la americana de anchas hombreras. Aspirando mientras se abrochaba el chaleco y la americana, el señor Castiglia se volvió hacia el espejo de tres cuerpos que había junto al probador; y tras inspeccionar y admirar su reflejo desde cada ángulo, y ver también los ojos sin pestañear de media docena de sastres, se volvió hacia su guardaespaldas, que asentía en tono de aprobación, y comentó con voz autoritaria:
—Perfetto!
—Mille grazie —respondió Cristiani, inclinando ligeramente la cabeza mientras con cuidado retiraba los pantalones de la percha y se los entregaba al señor Castiglia.
Tras excusarse, este entró en el probador. Cerró la puerta. Unos cuantos sastres comenzaron a caminar arriba y abajo por la tienda, pero Cristiani permaneció cerca del probador, silbando flojo para sí. El guardaespaldas, que todavía llevaba la capa y el sombrero, se había apoltronado en una silla con las piernas cruzadas y fumaba un cigarrillo delgado. Los aprendices se habían reunido en la trastienda, ocultos, excepto mi nervioso padre, que permanecía en la sala de ventas ordenando y volviendo a ordenar montones de género sobre el mostrador al tiempo que no apartaba la vista del probador.
Durante más de un minuto nadie dijo nada. Los únicos sonidos que se oían los emitía el señor Castiglia mientras se cambiaba los pantalones. Primero fue el golpe seco de los zapatos al caer al suelo. A continuación el tenue susurro de las perneras de los pantalones al ponérselos. Segundos más tarde, un fuerte topetazo contra el tabique de madera, probablemente cuando el señor Castiglia perdió el equilibrio al permanecer sobre una sola pierna. Después un suspiro, una tos, y el crujido del cuero de los zapatos…, más silencio. Pero entonces, de repente, una voz grave desde detrás de la puerta gritó:
—¡Maestro! —y aún más fuerte—: ¡MAESTRO!
La puerta se abrió de golpe, mostrando el rostro malhumorado y la figura agachada del señor Castiglia, cuyos dedos señalaban hacia las rodillas dobladas y al diseño alado de los pantalones. Caminando de esa guisa hacia Cristiani, le chilló:
—Maestro…, che avete fatto qui? —«¿Qué habéis hecho aquí?».
El guardaespaldas se puso en pie de un salto, mirando ceñudo a Cristiani. Mi padre cerró los ojos. Los sastres recularon. Pero Francesco Cristiani permaneció erguido e inmóvil, impasible incluso cuando el guardaespaldas introdujo las manos en la capa.
—¿Qué habéis hecho? —repitió el señor Castiglia, todavía acuclillado con las rodillas dobladas, como si sufriera un agarrotamiento de las articulaciones. Cristiani lo observó en silencio durante unos segundos; pero finalmente, con la voz autoritaria de un maestro que riñe a un alumno, respondió:
—¡Vaya, estoy muy decepcionado con usted! Me siento triste e insultado al ver que no aprecia el honor que pretendo hacerle, porque pensaba que se lo merecía… Por desgracia, me equivocaba…
Antes de que el confuso Vincenzo Castiglia pudiera abrir la boca, Cristiani prosiguió:
—Me ha preguntado qué he hecho con sus pantalones, sin darse cuenta de que lo que he hecho ha sido introducirle en el mundo moderno, pues pensaba que era su sitio. La primera vez que entró en la tienda para una prueba, el mes pasado, me pareció completamente distinto de la gente atrasada de esta región. Un hombre sofisticado. Individualista. Dijo que había viajado a los Estados Unidos, que había visto el Nuevo Mundo, y supuse que estaría al tanto del espíritu contemporáneo de libertad…, pero me equivoqué por completo… Por mucho que uno se vista con ropa nueva, no se convierte en otro hombre…
Dejándose llevar por su grandilocuencia, Cristiani se volvió hacia el sastre de más edad, que estaba a su lado, e impulsivamente repitió un viejo proverbio del sur de Italia que lamentó haber pronunciado en cuanto las palabras le salieron de la boca.
—Lavar la testa all’asino è acqua persa —recitó Cristiani: «Lavarle la cabeza a un asno es tirar el agua».
El silencio y la estupefacción se extendieron por la tienda. Mi padre estaba encogido tras el mostrador. Los sastres de Cristiani, horrorizados ante esa provocación, contuvieron la respiración y temblaron cuando vieron que el señor Castiglia se sonrojaba y entornaba los ojos, y a nadie le hubiera sorprendido que sonara entonces la detonación de un arma. De hecho, el propio Cristiani bajó la cabeza y pareció resignarse a su destino…, pero extrañamente, tras haber ido demasiado lejos para arrepentirse, Cristiani repitió temerariamente aquellas palabras:
—Lavar la testa… —«Lavarle la cabeza a un asno es tirar el agua».
El señor Castiglia no contestó. Farfulló, se mordió los labios, pero no dijo una palabra. Quizá, como nunca nadie se había mostrado descarado con él, y mucho menos un sastre tan menudo, se sentía demasiado pasmado para actuar. Incluso el guardaespaldas parecía paralizado, con la mano todavía dentro de la capa. Al cabo de unos segundos más de silencio, los ojos de Cristiani, que todavía tenía la cabeza gacha, comenzaron a alzarse poco a poco, y vio que el señor Castiglia tenía los hombros encorvados, la cabeza colgando ligeramente y una mirada vidriosa y arrepentida. A continuación miró a Cristiani y puso una expresión de pesar. Al final habló:
—Mi difunta madre utilizaba esa expresión cuando la hacía enfadar —le confió en voz baja el señor Castiglia. Tras una pausa, añadió—: Murió cuando yo era muy pequeño.
—Vaya, lo siento mucho —dijo Cristiani, mientras la tensión se iba rebajando—. Sin embargo, espero que acepte mi palabra de que hemos intentado confeccionarle un hermoso traje para Pascua. Simplemente me ha decepcionado que sus pantalones, que le hemos diseñado a la última moda, no hayan sido de su gusto.
El señor Castiglia se miró otra vez las rodillas y preguntó:
—¿Esto es la última moda?
—Desde luego —le tranquilizó Cristiani.
—¿Dónde?
—En las grandes capitales del mundo.
—Pero ¿no aquí?
—Todavía no —dijo Cristiani—. Usted es el primero entre los hombres de esta región.
—¿Y por qué la última moda de esta región tiene que empezar conmigo? —preguntó el señor Castiglia, en una voz que ahora parecía no tenerlo muy claro.
—Oh, no, no ha empezado con usted —le corrigió rápidamente Cristiani—. Los sastres ya la hemos adoptado —y levantando las rodillas de sus pantalones, dijo—: Compruébelo usted mismo.
El señor Castiglia bajó la mirada para examinar las rodillas del sastre; y entonces, cuando se volvió para inspeccionar toda la sala, vio que los demás sastres, uno tras otro, levantaban una pierna y señalaban con la cabeza las alas ahora familiares del infinitesimal pájaro.
—Ya veo —dijo en voz baja el señor Castiglia—. Y me doy cuenta de que le debo una disculpa, maestro —añadió—. A veces un hombre tarda un poco en apreciar lo que es la moda.
A continuación, tras estrechar la mano de Cristiani y pagar la factura —pero al parecer sin querer quedarse ni un momento más en aquel lugar donde su desconocimiento de la moda se había puesto en evidencia—, el señor Castiglia le hizo señas a su obediente y mudo guardaespaldas y le entregó su viejo traje. Ataviado con el nuevo, y tras saludar tocándose el sombrero, se encaminó hacia su carruaje a través de la puerta que mi padre le había abierto de par en par.