8.

Después de la escuela decidí regresar a casa caminando para evitar el autobús. Era un paseo de catorce manzanas en medio del frío, pero al menos había remitido la suave llovizna que había caído durante casi todo el día, y quería estar un rato solo antes de atender mis obligaciones en la tienda. Salí de la escuela por una puerta lateral, y a continuación apreté el paso mientras cruzaba el patio de gravilla y pasaba junto al mayo en dirección a un camino de cemento que discurría entre dos edificios de apartamentos vacíos y llevaba a una calle lateral. Por dos veces oí cómo los chicos gritaban mi nombre desde la parte delantera del edificio, donde momentos antes había distinguido una hilera de estudiantes a la espera de subirse al autobús.

Me encaminé hacia Wesley Avenue, que en invierno era la calle más tranquila de una población de tranquilas calles invernales. Atravesaba el centro de la isla, a mitad de camino entre la bahía y el océano, y a ambos lados se veían lo que antaño fueron esplendorosas casas victorianas que el tiempo y el abandono habían deteriorado; resultaba demasiado caro calentarlas, y solo estaban ocupadas en verano por gente a quien atraía su bajo alquiler. Aunque mientras caminaba podía oír el batir de las olas, sabía, por las quejas de los veraneantes en la tienda, que Wesley Avenue no era el mejor trayecto hasta la playa cuando el calor apretaba, y que en las sofocantes tardes de agosto la brisa del océano apenas se dejaba sentir en las galerías de esas antiguas y espaciosas residencias. En invierno, nuestras furgonetas de limpieza en seco casi no se dejaban ver en esa ancha calle, cosa que yo agradecía, pues en ese momento nada me hubiera atraído menos que ver una cara conocida y, tal como me ocurría con los clientes en la tienda, sentirme obligado a hacerme el simpático.

No era esa la única razón por la que avanzaba por Wesley Avenue relajado y con cierta serenidad de ánimo. Era la ruta que mi madre siempre tomaba, cuando yo era un bebé e iba en cochecito, durante sus paseos en las suaves tardes de la década de 1930, desde su casita de recién casada, en el extremo norte de la isla, para visitar a mi padre en la tienda del centro. En nuestro álbum de fotos había examinado algunas que ella misma había tomado durante esos trayectos: se me veía sentado en el cochecito, con un sonajero en la mano y las familiares casas de Wesley Avenue al fondo mostrando los primeros signos de deterioro.

La Depresión ya se había dejado notar en la economía de ese centro turístico; el principal banco de la ciudad había entrado en suspensión de pagos, los dólares se habían visto sustituidos por pagarés, y esas casas, que las prominentes familias metodistas habían ocupado orgullosas a principios de siglo, acabaron embargadas o tuvieron que abrir sus puertas a huéspedes mensuales o a frugales veraneantes que se quejaban de los diez minutos que se tardaba en llegar a la playa.

Aun así, mientras yo caminaba acarreando mi cartera escolar, sintiéndome en aquel entorno lejos de mi frustración, me parecía que con unas cuantas capas de pintura y la reparación de unas pocas cercas afiligranadas, esa parte abandonada de la ciudad podría reflejar de nuevo épocas mejores, una era de esplendor e inocencia, de mujeres ataviadas con vestidos largos de volantes que caminaban protegidas con sombrillas a través del parque al que ahora me estaba acercando.

En el centro del parque, rodeado de árboles que alcanzaban toda la altura que les era posible en una comunidad asentada sobre arena, se levantaba el Tabernáculo metodista, un gran edificio rematado por una cúpula que completaron en 1881 los devotos de John Wesley. Liderando a los colonos que modelaron espiritualmente la isla, y que fueron ministros en el Tabernáculo, se encontraban los tres hermanos Lake, uno de los cuales, el reverendo Wesley Lake, engendró el hijo tenista que en la década de 1920 conduciría el Duesenberg. Cerca de la entrada principal del Tabernáculo había un cedro con una placa de bronce que conmemoraba el primer encuentro que tuvieron allí en 1881 los ministros fundadores; y al otro lado del parque, apuntando hacia el distrito comercial, que se encontraba a dos manzanas al oeste, había un cañón de la guerra de Independencia que había llegado a la costa tras el naufragio de un navío británico en 1777.

Mientras recorría el camino que pasaba cerca del cañón, vi a tres jóvenes soldados vestidos con trinchera inclinados delante del cañón y leyendo su inscripción. En aquella época había muchos soldados en la ciudad, y algunos estaban ingresados en el hospital militar de Atlantic City y solo venían a pasar un día de visita, pero casi todos eran de la ciudad y estaban de permiso. Desde el comienzo de la guerra, sus fotografías aparecían a menudo en el periódico local, y en las últimas semanas había reconocido a algunos mientras caminaban de uniforme por la calle principal, saludando a las chicas guapas que trabajaban en las pequeñas tiendas y en las de todo a cinco y diez centavos; y en el último año se habían oído historias de muchachas que habían abandonado su trabajo para escaparse con un militar. Incluso la camarera rubia y ya mayor de la cafetería que había tenido un asunto amoroso con el empresario casado del paseo marítimo, y cuyo abrigo de leopardo seguía colgado en la cámara de mis padres sin que nadie lo reclamara, se había ido bruscamente de la ciudad después del día de Acción de Gracias con un oficial de la guardia costera destinado en Camden. Desde entonces, en la ventana de la cafetería colgaba un cartel que al parecer había recibido muy poca respuesta: «Se busca camarera».

Si ninguna de las dependientas de mi madre se había fugado todavía con un militar no había sido por falta de oportunidades; cada día aparecían varios en la tienda, para que les plancharan o limpiaran el uniforme o para que les cosieran insignias o galones a toda prisa. Los hombres siempre parecían tener prisa, querían la limpieza y el planchado para el día siguiente, e insistían en que sus nuevos galones militares se los cosieran en la manga mientras estaban allí sentados, sin la guerrera, sobre las delicadas sillas que mi madre había colocado cerca de los probadores de su departamento. Por supuesto, mis padres comprendían que esos jóvenes orgullosos, tras haber ascendido de soldado a cabo, o de cabo a sargento, quisieran exhibir de inmediato los símbolos de su nuevo rango, pero en la sastrería había un número insuficiente de sastres y costureras para ese trabajo, pues mis padres, de manera patriótica, no aceptaban que los soldados les pagaran. Sin embargo, la lentitud del trabajo a menudo acababa en un diálogo desagradable entre el soldado impaciente y mi frustrado padre.

Era la actitud exigente de esos jóvenes lo que más exasperaba a mi padre, cuya educación en un pueblo de Italia siempre había puesto énfasis en el respeto a los mayores. Pero las exigencias de la guerra y el patrioterismo que imperaba en esa isla de banderas al viento —en los últimos carteles de reclutamiento se mostraba a un Mussolini gordo y despotricando, aún más villano que Hitler o Tojo— parecían haber conseguido que mi padre fuera aún más consciente de su acento italiano, lo que le obligaba a reprimir sus emociones.

En la tienda, incluso a mí me parecía a veces un ciudadano cuya posición estaba en entredicho, un extranjero rodeado de soldados de ocupación. De hecho, a menudo todo su negocio parecía bajo supervisión militar, pues había soldados que bloqueaban el pasillo que conducía al mostrador de la limpieza en seco mientras otros estaban sentados cerca de los probadores, fumando y manteniendo conversaciones cuarteleras. De vez en cuando, uno de los soldados, impaciente por recibir su uniforme en el que estaban cosiendo unos galones en forma de V, entraba con descaro en el taller, una zona a la que los clientes nunca habían tenido acceso. Como si llevara a cabo una visita de inspección, deambulaba entre los empleados que estaban sentados en los bancos, dándole a la aguja y el hilo. Al divisar sus galones y comprobar que todavía no se los habían cosido, el soldado preguntaba levantando la voz: «¿Cuánto más va a llevar esto?». Todos los empleados alzaban la vista, sin expresión, y con la aguja apuntaban a las guerreras verde aceituna o a las blusas azules de los marineros o a los uniformes verdosos de cuello levantado del Cuerpo de Marines; y mi padre, desde su mesa situada en la parte de atrás del taller, contestaba: «Apenas un par de minutos». Entonces las cabezas de los hombres y las mujeres volvían a su labor, y las agujas seguían perforando la tela; y entre ellas a veces había una en la temblorosa mano de Jet, el planchador, que en situaciones de emergencia era reclamado para ayudar a coser galones, mientras un montón de ropa de civil sin planchar permanecía inerte sobre su mesa.

Apoyar a los militares parecía ser la misión de todos los tenderos de la avenida (muchos exhibían estandartes en los escaparates, con estrellas que indicaban que tenían familia sirviendo en el ejército); y en el periódico de la ciudad constantemente se recordaba a los lectores que escribieran a menudo a los soldados que no habían podido venir a casa de permiso. En un editorial reciente, el periódico instaba a los residentes de Ocean City a que no se quejaran por los cazas que «pasan rozando nuestros tejados», despertando a los bebés y a los ancianos enfermos, porque esa diminuta pista de aterrizaje que había en la punta sur de la isla se utilizaba para una causa honorable: se trataba de pilotos navales que seguían un entrenamiento acelerado para aprender a aterrizar en un portaaviones.

Poco después de ese editorial, el periódico publicó una noticia en primera plana, acompañada de una fotografía, en la que se anunciaba la primera muerte en combate de un residente de la población. El teniente Edgar Ferguson, que había trabajado en el servicio postal y se había graduado en la escuela secundaria de Ocean City, era un veterano de las campañas del norte de África y Sicilia. Había muerto en Italia en el campo de batalla, no lejos del lugar de nacimiento de mi padre.

Mi padre había asistido al servicio conmemorativo con otros miembros del Rotary Club, había presentado sus condolencias a la familia del teniente, y se había marchado temprano para regresar a la tienda, donde recuerdo lo distraído y malhumorado que estaba mientras me entregaba mi lista de trabajos para la tarde. Eso fue a mediados de noviembre, poco antes del día de Acción de Gracias, y mi madre me explicó posteriormente que alguien de ultramar que tenía contactos con el ejército italiano le había mandado a mi padre la noticia de que su hermano menor, Domenico, asignado a la infantería italiana, se encontraba en la lista de desaparecidos en algún lugar de los Balcanes o de Rusia.

Yo había visto cómo mi padre ocultaba el sobre extranjero en el cajón del escritorio de su pequeña oficina con cristaleras. Siempre guardaba el cajón cerrado con llave, y estaba lleno de cartas que le habían llegado de Italia y habían sido leídas primero por mi madre. También contenía fotografías de nuestros parientes italianos, entre ellas varias instantáneas del ahora desaparecido Domenico Talese, del que mi padre me había hablado a menudo y últimamente de manera emotiva. Mi tío Domenico era el único pariente extranjero al que yo visualizaba más allá de aquellas instantáneas, sobre todo porque la vida de Domenico, o su vida tal como me la había contado mi madre, parecía llena de dramatismo y peligro.

Domenico, once años más joven que mi padre, había nacido en Maida en 1914, unos meses después de que su padre, Gaetano, hubiera regresado a la aldea para morir de su enfermedad. Cuando Domenico tenía seis años, mi padre se marchó de Maida, y los hermanos no se habían visto en más de veinte años, razón por la cual Domenico había escrito tanto y de manera tan gráfica, generalmente adjuntando alguna fotografía: no quería que su hermano mayor de los Estados Unidos lo olvidara, o que lo recordara apenas como el tímido chaval de seis años que no había ido a despedirlo con los demás miembros de la familia Talese a la estación de tren de Maida en la primavera de 1920.

En 1937 Domenico había sido llamado a filas por el ejército italiano; y como Mussolini apoyaba la causa del general Franco en la guerra civil española, habían enviado a Domenico a Cádiz junto con numerosas tropas italianas, y allí, durante el año siguiente, fue asignado a unidades de combate y dos veces acabó hospitalizado con heridas de bala. El momento más aterrador de la guerra de España que nos relató por carta ocurrió durante una batalla de la que salió ileso.

Acuclillado en las trincheras, mi tío Domenico escuchó sin querer una conversación entre dos soldados italianos que estaban cerca. Uno le dijo al otro: «Nací y me crie en una época de guerra, ¡y sigo en una guerra!». A lo que el otro soldado contestó: «¿Cuándo naciste?». Y el primero respondió con una queja, como si aquel día acarreara una maldición: «El 16 de abril de 1914». Al oír eso, el interés de mi tío se avivó, ¡pues resultaba que él también había nacido el mismo día de ese mismo año!

—Eh —gritó mi tío desde el otro lado de la trinchera—, ¿cómo te llamas?

—Domenico Talese —fue la respuesta.

¡Domenico Talese! —exclamó mi tío—. ¡Pero si ese es mi nombre!

Mi tío inmediatamente asomó la cabeza, y, al ver que su tocayo también alzaba la suya por encima de la trinchera, examinó a un hombre tocado con un casco y con unos rasgos faciales semejantes a los suyos, el cual, sonriendo y mostrando una petaca, dijo:

—¡Soy Domenico Talese de Nápoles! ¡Ven a echar un trago!

—Sí —dijo mi tío—. Se lo diré al teniente.

Mi tío se dirigió cautelosamente hacia el teniente, que se encontraba a pocos metros en dirección contraria, y le estaba solicitando permiso para la visita cuando de repente se vio sacudido por una explosión a su espalda. Momentos después de que la tierra se hubiera asentado y el humo se disipara, mi tío se volvió y comprobó que la trinchera en la que hacía un momento se encontraban su tocayo y el otro soldado había desaparecido por completo. Había sido eliminada por el impacto directo de un obús de artillería. Domenico Talese de Nápoles se había esfumado sin dejar rastro, arrancado de la tierra y transportado al olvido antes de que mi tío pudiera saber exactamente en qué parte de Nápoles había vivido o si eran parientes.

Poco después del final de la guerra civil española, Domenico fue reclutado para la Segunda Guerra Mundial; y en el otoño de 1942 se encontraba en un barco de transporte de tropas rumbo a Creta, que fue torpedeado por un submarino británico. Junto con otros quinientos soldados italianos, Domenico se hundió en el mar. Mi tío no sabía nadar, pero se agarró a un gran trozo de madera flotante y consiguió permanecer así seis horas, hasta que fue rescatado por un crucero italiano. Después de ocho días en el hospital lo mandaron a Creta.

Mi padre pasó muchos meses sin conocer el paradero de Domenico: solo sabía que su unidad había sido transportada al campo de operaciones europeo en unos aviones alemanes. Y entonces, justo antes del servicio conmemorativo al teniente Ferguson en Ocean City, mi padre se enteró de que Domenico había sido declarado oficialmente desaparecido.

Nunca me había resultado fácil pensar en Domenico Talese como mi tío; no solo porque nunca le había visto (y ahora quizá jamás le vería), sino porque en todas las fotografías parecía muy distinto de mi padre: mostraba una pose de descuidada indiferencia hacia lo que la gente pudiera pensar de él, una rústica audacia que orillaba la bravuconería y era totalmente contraria a lo que me habían enseñado en casa; y su manera de llevar la gorra militar con visera, echada hacia atrás y revelando una mata de pelo oscuro sobre la frente, suponía una afectación que mi padre habría considerado propia de un sinvergüenza. Sin duda, el uniforme de Domenico contribuía a que lo viera aún más ajeno a mí: en cada solapa exhibía una pequeña estrella, en la insignia de su gorra una corona real y dos rifles cruzados, y los galones de la manga apuntaban hacia abajo, contrariamente a los de los soldados americanos, que apuntaban hacia arriba.

Pero me gustaba la pinta que tenía mi tío, y aún me resultaba más atractivo porque dejaba entrever que se trataba de un recluta-aventurero soltero, desenfadado y un tanto pícaro, un hombre con una actitud de la-vida-está-para-vivirla que nada tenía que ver con el comportamiento mesurado de mi padre. Era como si la juventud que mi padre no había vivido la hubiera heredado Domenico, que la estaba disfrutando hasta los topes, si es que no se la había llevado ya a la tumba. Mi padre, por otro lado —incluso en las fotos que tenía de adolescente en París—, siempre aparecía con el estilo sartorial de un hombre de mediana edad, y con una pose que exudaba una intención seria. Pues mi padre era un hombre serio, un hombre que escuchaba música seria, que durante la cena expresaba pensamientos serios, y que se quejaba de que muchas películas, obras de teatro y programas de radio de la América contemporánea eran demasiado infantiles, poco adecuados para una mentalidad seria.

Y aquella personalidad tan seria se había visto afianzada por la angustia provocada por la guerra, y ahora había llegado a un punto en que yo no me atrevía a expresar ninguna opinión, temiendo encolerizarlo con mis ideas contrarias a las suyas. Intuyendo que podía explotar en cualquier momento, me mantenía a distancia, o pasaba de puntillas en su presencia y guardaba en secreto lo mejor que podía mis tribulaciones en la escuela.

Aquel lunes por la tarde, mientras me acercaba a la tienda y observaba el tranvía de Atlantic City detenerse en la esquina junto al banco antes de proseguir en dirección al paseo marítimo, supe que no revelaría nada de la decisión que me había excluido de la lista de monaguillos que ayudarían en la misa del gallo. Mencionarlo solo serviría para suscitar preguntas, y quizá impulsaría a mi padre a efectuar otra de sus fútiles llamadas telefónicas a la madre superiora. Mi idea era ir con mis padres a la misa del gallo, y entrar con ellos por la puerta principal, donde sería totalmente inoportuno —y también demasiado tarde— pararse a explicar o comentar por qué no estaba en la sacristía con los demás monaguillos. Y a la mañana siguiente cogería con resignación la bicicleta para ayudar en la misa de las siete de la mañana.

Eso era al menos lo que tenía en mente cuando me quité la cartera del hombro y abrí la puerta de cristal de la tienda, donde, para mi asombro, vi que mi padre, que habitualmente sabía controlarse, estaba detrás del mostrador de limpieza en seco inmerso en una viva disputa con una mujer que se cubría con un abrigo de zorro plateado. Procurando pasar desapercibido, recorrí de puntillas el pasillo del departamento de señoras. Mi madre, que estaba ocupada con unas clientas cerca de los probadores, me sonrió incómoda al verme pasar, y a continuación, enarcando una ceja, reconoció el contratiempo de una manera que indicaba que estaba tan perpleja como yo.

Subí las escaleras hasta la oficina acristalada de mi padre y para camuflarme me senté detrás de una palmera enmacetada. Ahora podía escuchar la escena que tenía lugar abajo, y vi, extendido sobre el mostrador, entre mi padre y la señora, un vestido de noche de seda rojo. Enseguida reconocí el vestido de haberlo visto la semana anterior, cuando esa misma mujer lo había traído para que lo limpiáramos, y había insistido en que tenía prisa porque deseaba llevarlo en una fiesta el lunes por la noche, que era precisamente el día en que nos encontrábamos. Recuerdo que el dependiente le había llevado el vestido a mi padre, que se encontraba en el taller, para preguntarle si lo podían limpiar en el plazo exigido. Cuando mi padre examinó la prenda, divisó una pequeña mancha en el canesú, una mancha que quizá exigiría un tratamiento especial que llevaría tiempo. Por esa razón se mostró reacio a aceptar el vestido, y recuerdo que él mismo salió a la sala principal de la tienda a explicarle el problema a la mujer.

—Lo siento —había oído decir a mi padre—, pero dudo que podamos tenerlo para el lunes. Esta manchita debe de ser de licor, y hay que quitarla limpiándola en seco, pues si la lavamos con agua es muy posible que el vestido se encoja.

—Pero ¿no puede al menos intentarlo? —había suplicado la mujer.

A lo que mi padre había contestado:

—Haremos lo que podamos, pero no le garantizamos nada. Desde luego, yo no limpiaría el vestido con agua, y si lo limpiamos en seco, sin tomarnos la molestia de analizar la mancha y darle un tratamiento especial, el lunes tendrá el vestido igual que está ahora.

—Bueno, haga lo que pueda —había dicho la mujer, encogiéndose de hombros. Y mientras dejaba el vestido y se encaminaba a la puerta, había añadido—: Nos vemos el lunes.

Y ahí estaba ahora, y parecía evidente que la limpieza del vestido de seda rojo no había dejado satisfechos ni a la mujer ni a mi padre. Mientras estaban prácticamente nariz con nariz sobre el mostrador, con el vestido extendido sobre un papel de seda entre ellos, escuché cómo mi padre repetía una y otra vez:

—Se lo dije, se lo dije, pero no me escuchó…

—Estaba escuchando —contestó ella—, pero no esperaba que el vestido quedara peor.

—¿Por qué dice que ha quedado peor?

—¡Ahora la mancha es más grande!

—Mire, señora —dijo mi padre en tono brusco—, llevo más de veinte años en este negocio y en esta ciudad, ¡y no lo he conseguido haciendo que las manchas sean más grandes!

—No solo es más grande —insistió ella—, sino que también hay una mancha en la parte de atrás que antes no estaba.

—O sea, que no solo agrandamos las manchas, sino que también añadimos otras nuevas, ¿no es eso? —la cara de mi padre estaba tensa de cólera.

—Lo que estoy diciendo —contestó ella con firmeza— es lo mismo que le estaba diciendo al principio. ¡Me ha estropeado usted el vestido!

¡Ha sido usted quien ha estropeado su vestido! —ahora mi padre gritaba—. Se derramó algún licor por encima y…

—Quiero un vestido nuevo —lo interrumpió ella—. Me ha estropeado el vestido, y exijo que lo reemplace por otro…

De repente mi padre dio un puñetazo sobre el mostrador y gritó:

—¡Quiero que salga de mi tienda!

—No hasta que arreglemos esto —contestó la mujer; pero entonces mi madre, que había estado observando todo ese tiempo en silencio, y sin duda avergonzada delante de sus clientas, se acercó y dijo:

—Por favor, ¿no podemos discutir esto con calma? Quizá mañana…

—¡Tengo que ir a una fiesta esta noche, y quiero solucionarlo ahora!

¡Fuera! —dijo mi padre, señalando la puerta—. Quiero que salga o llamo a la policía.

—Bueno, pues llame a la policía —replicó ella mirándolo furiosa—. ¡Voy a buscar a mi marido y vuelvo enseguida!

Desde detrás de las palmeras, con las manos sudorosas, vi cómo la mujer salía de la tienda a grandes zancadas y dejaba la puerta abierta. Mi madre colocó una mano en el brazo de mi padre y le susurró algo al oído, pero él comenzó a negar con la cabeza. Al otro lado de la tienda vi a las dependientas y sus clientas junto a los mostradores, hablando tranquilamente entre ellas. Todo el mundo estaba esperando, y al cabo de unos momentos apareció el marido: un hombre grandote cubierto con un sombrero marrón y un abrigo de piel de camello color habano que llevaba un puro en la boca.

Se dirigió directamente a mi padre y le gritó:

—¡Así que es usted el hombre que ha insultado a mi mujer!

—No he insultado a su mujer —contestó mi padre sin que le temblara la voz—. Le he dicho que saliera de mi tienda. ¡Y ahora le digo a usted que salga de mi tienda!

—¿Quién se cree que es? —preguntó el hombre, acercándose más a mi padre. Este, detrás del mostrador, rápidamente se quitó sus gafas de montura de acero y se las entregó a mi alarmada madre.

Entonces el hombre calló un momento, y a continuación habló en voz más baja, tan baja que no estoy seguro de si oí bien lo que dijo; pero mi padre desde luego lo oyó, pues de repente se apartó del lado de mi madre y entró en el taller mientras todos los que se encontraban en la tienda permanecían petrificados en su sitio y mi madre lo llamaba: «Joe… Joe…».

Quizá lo que el hombre había dicho —lo que tal vez yo había oído— era «espagueti». No había ninguna otra explicación a la furia que se había apoderado de mi padre; ahora era una figura transformada que sujetaba unas tijeras largas y pesadas que habitualmente se utilizaban para cortar tela gruesa o pieles de animales.

¡Fuera! —dijo mi padre, con una voz ahora fría y serena—. ¡Fuera! —repitió, mientras el hombre del abrigo de pelo de camello se retiraba, retrocediendo y sin apartar los ojos de mi padre, que repetía la palabra «¡Fuera!» mientras caminaba, hasta que el hombre abrió la puerta y salió trastabillando al aire invernal.

Pero antes de marcharse le lanzó una última mirada a mi padre y le dijo:

—¡Esto no terminará así! Pronto volverá a tener noticias mías…, de mi abogado. Y le demandaremos hasta el último centavo que tenga…

Mi padre no reaccionó, solo que las tijeras que tenía en la mano derecha comenzaron a temblar. Mi madre se las quitó suavemente y las entregó al sastre de pelo blanco de setenta y siete años de edad, que durante el alboroto había salido del taller detrás de mi padre. Tras el sastre se encontraba Jet, y otro planchador del taller, todos negando con la cabeza. Abandoné mi escondite detrás de las palmeras y bajé las escaleras para unirme a los demás. Las dependientas y las dos clientas que todavía quedaban en la tienda volvieron lentamente la cabeza y comenzaron a examinar los vestidos nuevos que colgaban en las perchas.

Mi padre, mientras mi madre le hablaba en voz baja, parecía haber recobrado la compostura. Pero entonces se volvió hacia el mostrador de la limpieza en seco y de nuevo la furia se apoderó de él. Allí, en ese mostrador, estaba el vestido rojo. La pareja lo había olvidado, quizá de manera intencionada. Sin decir palabra, mi padre agarró el vestido de seda, lo arrugó hasta formar una bola y rápidamente salió por la puerta.

—Síguele —me dijo mi madre.

Así lo hice, unos cuantos pasos por detrás mientras mi padre buscaba a la pareja en la acera, aunque, entre el gentío que había en la avenida haciendo las compras navideñas, no se les veía por ninguna parte. Pero entonces, cerca de la esquina, mi padre divisó al hombre del abrigo de pelo de camello subiéndose a un coche. Corrió hacia allí, y yo le seguí; pero antes de que mi padre pudiera alcanzar el coche, ya se había apartado del bordillo. Pude ver que el hombre que había al volante había vuelto la cabeza y había divisado a mi padre, y quizá, pensando que todavía llevaba las tijeras en la mano, había acelerado, mientras mi padre lo seguía a paso veloz.

Cuando mi padre comprendió que no lo atraparía y que ya no podría enroscar el vestido en torno a la antena del coche, como sospechaba que era su intención, lo vi apretar aún más la bola que era el vestido, echar el brazo hacia atrás y apuntar en dirección a las luces traseras del coche que se alejaba. De nuevo con aquel torpe movimiento de lanzador, tomó impulso y arrojó la prenda con todas sus fuerzas, y vi cómo surcaba el aire, y cómo de repente quedaba atrapada en una ráfaga de brisa oceánica que barría la avenida, una brisa que hizo volar el vestido hacia el cielo y lo llevó en dirección a un tranvía que se acercaba.

A continuación, igual que un imán, los chisporroteantes cables y dientes que había en lo alto del tranvía parecieron absorber el vestido en la rueda giratoria del techo; y mientras mi padre y yo nos quedábamos mirando, sin aliento, el vestido se transformó en una bandera rota y aleteante, y comenzó su largo y espasmódico trayecto a través de la bahía en dirección a Atlantic City.