El autobús de la escuela se detuvo con un chirrido de frenos dos minutos antes de la hora prevista, y después de que se abrieran las puertas vi el severo perfil del señor Fitzgerald. Llevaba su gorra de visera gris, que apuntaba recta hacia el parabrisas, y sus dedos tamborileaban impacientes sobre el volante.
Mientras subía los dos peldaños, apretando mi abultada cartera contra el cuerpo para evitar rozar la varilla cubierta de grasa que mantenía la puerta abierta, observé que los ojos del señor Fitzgerald no se movían ni un ápice en mi dirección. Parecía decidido a evitar todo contacto personal, y para seguirle la corriente ni le di los buenos días, un desaire social al que quizá respondió un segundo más tarde cuando cerró sonoramente la puerta y arrancó el autobús de manera brusca antes de que yo hubiera podido sentarme.
Aunque el autobús estaba menos lleno de lo habitual porque los alumnos de primaria seguían de vacaciones, en la parte de atrás había un ruido y un desorden insólitos por culpa de algunos de los chicos mayores, quienes, al no tener que preocuparse del bienestar físico de los más pequeños, se mostraban menos inhibidos a la hora de lanzarse brutalmente bolas ensalivadas, o de luchar en el pasillo, o turnarse para pellizcar y estrujar los brazos de las chicas, que chillaban y se retorcían y parecían disfrutar de su compañía. Aquellos muchachos de entre diez y trece años iban vestidos con chaquetones de tela escocesa con capucha y gruesos pantalones de pana que restallaban al caminar; y debajo de sus gorras de caza exhibían orejeras peludas de vivos colores que yo a veces envidiaba, pero que, por razones supuestamente estéticas, mi padre me prohibía tener. La prenda que más envidiaban casi todos los demás estudiantes varones de la escuela eran los cinturones del ejército que a unos cuantos muchachos les habían traído sus hermanos soldados, unos cinturones caquis de lona que, durante el recreo en la escuela, se sacaban de la presilla de los pantalones y hacían revolar frenéticamente sobre nuestras cabezas como si fueran lazos, desafiando a cualquiera que se acercara al amenazante impacto de sus hebillas de latón.
Las muchachas que estaban sentadas en la parte de atrás del autobús también llevaban chaquetones con capucha, o chaquetones marinos de color azul complementados patrióticamente con bufandas rojas y gorras blancas con borla; y, junto con los chicos, a veces escondían la cabeza detrás del asiento para fumar un cigarrillo. Casi todas las chicas y chicos iban en autobús cada día desde las zonas agrícolas, los rústicos pinares, y una pequeña comunidad que quedaba justo al otro lado de la bahía y donde había un área de bares; era la progenie de las amas de casa y los agricultores rurales, enfermeras del hospital y hombres que trabajaban en el astillero, oficinistas y bomberos, camareras y bármanes que trabajaban por la noche en los locales con luces de neón del muelle, y que los adalides del prohibicionismo de Ocean City veían con desaprobación, aunque, por culpa de la niebla, también de manera borrosa. Las luces que brillaban sobre las tabernas y los clubs de baile eran como los faros de la disipación, y depreciaban no solo el valor de la propiedad, sino también el valor moral de toda la región de Back Bay, motivo por el que quizá muchas familias católicas serias de la región enviaban a sus hijos a varios kilómetros de distancia cada día para que recibieran una educación disciplinada bajo la tutela de las autoritarias monjas de la isla.
Pero fuera cual fuera el efecto positivo que las monjas ejercían sobre los niños del continente, aquella mañana, en el autobús, no se veía por ninguna parte. Y aunque yo hubiera preferido sentarme lo más lejos posible del señor Fitzgerald, no quería quedar dentro del radio de acción de los que lanzaban bolitas ensalivadas. Así que me senté en la parte delantera, en la tercera fila, entre una docena de alumnos que eran más o menos de mi edad o un poco más jóvenes, a quienes conocía de nombre pero con los que, por culpa de las horas que pasaba en la tienda, no tenía mucha amistad.
Cuando el autobús volvió a detenerse, subió una alumna a la que conocía mejor. A veces entraba en la tienda con sus padres, que eran clientes habituales. Se llamaba Rosemary Kurtz, y era la simpática hija de un hombre que trabajaba en el concesionario Ford, un tipo locuaz y voluminoso, medio calvo, que era el parroquiano católico más destacado de la isla, quien más dinero aportaba a la iglesia y quien patrocinaba el premio anual al Mejor Monaguillo, que yo no albergaba la menor esperanza de obtener jamás.
Aunque Rosemary ya mostraba cierta tendencia a heredar los huesos grandes de su padre y su cuerpo rollizo, tenía una cara de formas delicadas, unos ojos radiantes y una tez rosácea que resultaba singularmente atractiva. Cada vez que las monjas buscaban a alguien que llevara una aureola en una obra escolar, o representara a la Virgen en la escena de la Natividad, Rosemary solía ser la primera elección; y seguía interpretando el papel mucho después de acabada la obra. Era una muchacha serena, considerada, circunspecta, aunque socialmente distante. Parecía carecer de amigos íntimos y no formaba parte de ningún grupito. Cada día se presentaba en la escuela con abrigos en tonos pastel de aspecto un tanto mojigato, y un sombrero a juego adornado a veces con algún resto de piel de la tienda de mi padre; y aunque en el autobús conversaba con todos, y de vez en cuando incluso se sentaba cerca del bullanguero grupo de chaquetones con capucha del fondo, transmitía la impresión de que en todo momento esperaba que la trataran con el respeto y la dignidad que los feligreses de la misa dominical concedían a sus magnánimos padres. Y por lo que yo sabía, así era como la trataban incluso los alumnos más gamberros de la escuela, que en su presencia procuraban no decir palabrotas, ni echar el humo del cigarrillo en dirección a ella, ni lanzar bolas ensalivadas en sus inmediaciones. Era, por tanto, la compañera ideal de viaje cuando ibas en el autobús de la escuela, y eso me consoló cuando decidió sentarse a mi lado aquel lunes por la mañana; y en consecuencia, me quedé más asombrado que disgustado cuando, de repente, mientras charlábamos, un pequeño objeto volador casi me rozó la mejilla, rebotó hacia arriba en el asiento vacío que había delante de mí e impactó con fuerza en el parabrisas, cerca de la cara del señor Fitzgerald.
Era un trozo de goma de borrar. Y mientras rodaba por el suelo, el señor Fitzgerald dio un pisotón al freno, se volvió bruscamente y sus ojos inyectados en sangre nos estudiaron con cólera y suspicacia mientras bramaba: «Muy bien, ¿quién ha sido el gracioso?».
Más de dos docenas de alumnos sentados en las filas delanteras e intermedias se volvieron inmediatamente hacia atrás, donde el alborotador grupo de chicos mayores permanecía sentado, inmóvil en su pose de inocencia, la cara pálida y el ceño sin fruncir bajo la capucha de sus chaquetones, con una pinta tan cándida como la de unos monjes en plena oración. Yo también me volví y esperé a distinguir algún gesto de culpa, algún tic que delatara al malhechor; hasta que se me ocurrió, mientras estudiaba las caras de los chicos mayores, que en ese mismo momento sin duda mantenía contacto visual con el misterioso culpable; y rápidamente volví la cabeza, pues no quería arriesgarme a ofender al infractor con una mirada acusadora que luego pudiera provocar represalias en el patio, teniendo en cuenta que quizá se trataba de alguien que poseía un cinturón del ejército de los Estados Unidos con hebilla de latón.
Después de volver a mi posición observé que Rosemary Kurtz era la única alumna que no se había dado la vuelta para examinar a los demás. Mantenía la vista al frente… sin que aquello le interesara ni le afectara, y por tanto tampoco quedaba mancillada por la zafiedad de lo que ocurría en la parte de atrás. El señor Fitzgerald pronto perdió interés, al comprender que aquel día nadie confesaría su perfidia. Y así, tras una especie de admonición para cubrir las apariencias —«¡Si no paráis de una vez, os echo!»—, pisó el acelerador y reemprendimos nuestro viaje por una húmeda carretera de macadán negro que discurría paralela a la playa, pasando junto a unas borrosas hileras de apartamentos blancos y vacíos con galerías color jengibre y ventanas entabladas.
En verano las aceras estaban abarrotadas de veraneantes con sandalias que transportaban tumbonas de lona y armazón de madera y sombrillas alargadas, ataviados con sombreros de paja y ropa de algodón sobre sus bañadores de diseño modesto, que en el caso de los hombres también incluían la parte de arriba, pues había una ley local que prohibía exhibir el pecho en la avenida, la playa e incluso en el mar. Puesto que en verano el número de católicos de la isla aumentaba de manera significativa, sobrepoblando la única iglesia parroquial del centro, los domingos se celebraban misas auxiliares en la capilla de nuestra escuela. Sin embargo, durante el resto del año no se decía ninguna misa, aunque la arquitectura de la escuela era inconfundiblemente eclesiástica: y en ese momento distinguí su familiar contorno a través de la neblina que se levantaba mientras el autobús se dirigía tierra adentro.
Era un voluminoso edificio de ladrillo con techo gris y puntiagudo, y un campanario raquítico rematado por una cruz, que se alzaba por encima de una entrada de doble puerta. A los lados del edificio, que ocupaba media manzana al otro lado de una ancha acera recién pavimentada, había unas ventanas de cristal transparente que daban a las aulas, y que proporcionaban luz adicional a los estudiantes más espabilados y una borrosa vía de escape para los despistados como yo. Dos ventanas más pequeñas en la parte posterior del edificio, en este caso vitrales, señalaban el emplazamiento de la capilla. En la otra punta del colegio, y detrás de él, había un acre de tierra aislado y sin malas hierbas compuesto de gravilla ligera apisonada y arena arrastrada por el viento que, a la luz gris de la mañana, parecía nieve. A medida que el autobús avanzaba lentamente hacia la media manzana ocupada por la escuela, también podía ver, emergiendo delante del parabrisas, una imponente figura ataviada en blanco y negro. Estaba de pie sobre los peldaños de piedra de la entrada, esperando nuestra llegada: la hermana Rita, la encargada de la disciplina.
Era la más joven de las ocho monjas de la escuela, y como resultado quizá había heredado los deberes mundanos que las hermanas mayores ya no querían desempeñar, como por ejemplo ejercer de centinela cada mañana en medio del frío esperando la llegada del señor Fitzgerald, cada día a una hora diferente, para a continuación procurar que los alumnos se alinearan en la acera en dos filas segregadas por sexos para entrar en la escuela, una rutina que a menudo aceleraba hurgando ligeramente en la espalda de los rezagados con un puntero de pizarra con el extremo de goma que sujetaba con la mano derecha como si fuera un látigo.
Se contaba que una vez había azotado las nalgas de un muchacho descarriado con el crucifijo de metal que colgaba de las grandes cuentas del rosario que llevaba alrededor de la cintura; y aunque no puedo dar fe de la veracidad de esa historia, observé personalmente cómo en dos ocasiones la hermana Rita golpeaba con una regla los nudillos de unos chicos mayores que se habían demorado demasiado en los urinarios y tocado sus partes prohibidas durante un período de tiempo que ella consideraba excesivo.
Parecía estar obsesionada con lo que tenía lugar en los retretes de los chicos, y siempre entraba y salía de allí tempestuosamente, agarrando por el pescuezo a cualquiera que buscara refugio en esas dependencias. Era ella la que instruía a los alumnos sobre cómo debían dormir cada noche: boca arriba, con los brazos cruzados sobre el pecho, las manos en hombros opuestos; una postura supuestamente santa que, de manera no casual, hacía que la masturbación resultara imposible. La masturbación, e incluso el hecho de pensar en ella, parecía representar uno de los grandes anatemas de la hermana Rita. Una mañana, mientras yo estaba sentado en su clase de Geografía, mirando un libro de mapas y escuchando su lección, me di cuenta de que se había callado bruscamente. Levanté la mirada y vi que me observaba fijamente, o, para ser más exactos, observaba la manera en que yo estaba sentado, con la pierna derecha en el pasillo y la mano izquierda en el bolsillo del pantalón.
—¿Qué estás haciendo con esa mano? —me preguntó.
Toda la clase se volvió hacia mí. Me puse rojo de vergüenza y turbación: de pronto me vilipendiaba por cometer algún acto indefinible que resultaba monstruoso de una manera inescrutable. Aparté la mano lentamente. Con la vista en el suelo, esperé.
—¡Nunca —dijo con voz trémula—, nunca te metas las manos en los bolsillos!
El señor Fitzgerald apagó el motor del autobús y —con lo que pareció un suspiro de alivio— empujó la manija metálica que impulsaba la grasienta varilla que abría la puerta. Oí cómo la hermana Rita llamaba desde la acera: «¡Muy bien, chicos y chicas, filas rectas, filas rectas, y rápido!». Mientras ella sujetaba el puntero entre los pliegues de su larga falda, me bajé del autobús con un saltito detrás de algunos alumnos más jóvenes y ocupé mi lugar en una hilera que se iba formando y que, comenzando delante de los peldaños de la escuela, no tardó en llegar casi a la acera. Paralela a la nuestra, aunque a un metro de distancia, estaba la fila formada por las chicas, encabezada, observé, por Rosemary Kurtz. En total, éramos menos de cuarenta alumnos. Pero iban llegando decenas de estudiantes a pie, en bicicleta, o en el coche de sus padres; acatando las instrucciones de la hermana Rita, se unían a las hileras cada vez más largas, que no tardaron en doblarse en ángulo recto cerca del bordillo y seguir por la acera.
Con el frío que hacía, permanecimos allí unos cuantos minutos para que nos aireara, más o menos, el gélido aire del océano; y entonces, con las carteras en el suelo, la hermana Rita empezó a contar en voz alta: «Uno-dos-tres-cuatro», indicándonos que comenzáramos nuestro ritual diario de calistenia. Consistía en estirar los brazos sobre la cabeza, aspirar profundamente, e inclinarse hacia delante hasta tocar las puntas de los pies con los dedos. Aunque la hermana Rita no participaba en esos ejercicios —pues su enorme tocado, sus velos flotantes y el cuello clerical en forma de medialuna, blanco y almidonado, que le rodeaba la garganta como un yugo, constituían un atavío muy poco adecuado—, enérgicamente seguía el ritmo con el pie mientras contaba, y movía el puntero adelante y atrás como si fuera un metrónomo. Y mientras gritaba desde el escalón superior de la entrada, instándonos a acelerar nuestros movimientos en aquella mañana glacial, unas nubes de vapor le salían flotando de la boca, tornándola borrosa y transformando brevemente su imagen en la de una aparición que asciende a los cielos, una figura nebulosa envuelta en un manto que nos daba órdenes con una fuerza y una claridad trascendentes: calistenia ex cátedra.
Durante casi diez minutos prosiguieron nuestros ejercicios en la acera; y aunque la intención era que circulara la sangre y aumentara la receptividad a las tareas escolares que nos aguardaban, a mí simplemente me mareaban y me abrían la mente a una divagación sin rumbo. Sin embargo, esa clase representaba la única actividad deportiva organizada que teníamos en el colegio, que carecía de espacio y recursos económicos para un gimnasio, y que por lo demás solo ofrecía, al final del día, apenas dos períodos de recreo de quince minutos en el patio de gravilla de la escuela. En un extremo del patio había un mayo pintado de un color negro violeta: la pintura que había sobrado después de haber retocado hacía poco el autobús escolar; y colgando de la punta giratoria del mayo había seis largos trozos de cáñamo, cada uno con un nudo en el extremo que supuestamente tenía que impedir —aunque no lo consiguiera— que a los niños se les resbalara la cuerda mientras agarraban el extremo inferior y giraban en un arco circular alrededor del poste.
En la otra punta del patio había una zona ancha y despejada que tenía la forma provisional de una pista de béisbol de invierno. La pelota era de goma y dura; el bateador utilizaba su puño enmitonado en lugar de un bate (que la hermana Rita rechazaba por ser un arma potencialmente peligrosa), y los límites del campo interior y exterior estaban marcados en la tierra con las puntas afiladas de alguna rama o palo, que se utilizaba de manera constante, pues las líneas continuamente quedaban borradas por culpa del viento o las pisadas de los jugadores. No tan fáciles de erradicar eran el montículo y la base, marcados con piedras o trozos de ladrillo.
Como durante el recreo para almorzar y el de la tarde no teníamos ni jugadores ni tiempo suficiente para jugar un partido de béisbol en condiciones, en nuestra versión del juego había diez o doce muchachos desperdigados al azar en el diamante y en el campo exterior que formaban una defensa contra un único y autoproclamado bateador, el cual, balanceando el puño hacia una bola arrojada sin levantar el brazo por encima del hombro, la golpeaba hacia donde podía hasta que alguien en el campo la atrapaba antes de tocar el suelo. En ese momento, quien cogía la bola ocupaba el lugar del bateador; y este sistema normalmente producía una rápida rotación de bateadores, con lo que todo el mundo tenía oportunidad de batear antes de que terminara el recreo…, a menos que estuviera bateando Billy Maenner.
Billy era un muchacho pecoso de pelo castaño rojizo cuyo padre poseía una taberna al otro lado de la bahía. Era mi único amigo entre los alumnos de la península. Aquella mañana, durante la calistenia de la hermana Rita, mientras extendía los dedos hacia los pies, vi que Billy me guiñaba el ojo desde su posición boca abajo cerca del bordillo. A continuación sacudió lentamente la cabeza y enarcó las cejas, indicando que estaba tan aburrido como yo de ese ejercicio; el gesto contradecía el hecho de que Billy era lo más parecido a un atleta que teníamos en la escuela. Aunque no era más ancho que yo, y también estaba en sexto sin haber cumplido aún los diez años, Billy Maenner podía golpear la pelota más fuerte y más lejos que ninguno de los chicos mayores; y tenía la habilidad de lanzar la pelota hacia lugares donde nadie podía alcanzarla. Durante cinco o diez minutos, e incluso más, levantaba el puño para golpear cada uno de los cuarenta o cincuenta lanzamientos que le llegaban por arriba y por abajo, por dentro y por fuera, e invariablemente arrojaba todos fuera del alcance de los dedos extendidos del jugador de cuadro, o entre los jugadores del perímetro que convergían para atraparla, o bien sobre sus cabezas, y la pelota llegaba rodando hasta el mayo.
Tal proeza le granjeó el derecho a sentarse como un igual entre los chicos mayores en la parte de atrás del autobús. Pero contrariamente a ellos, nunca era travieso ni descortés: no era de los que lanzaban gomas de borrar, y conmigo había sido siempre muy cordial. Un día de otoño, en el patio, me dio algunas indicaciones que posteriormente mejoraron mi manera de jugar en la base meta, donde yo nunca había destacado; y otras veces, cuando subía al autobús y me sentaba solo, dejaba a sus amigos y venía a hacerme compañía; y con su actitud modesta y reflexiva daba la impresión de ser una persona solitaria, esencialmente un forastero, igual que yo.
Según mi padre, en la familia de Billy había sangre alemana, cosa que, de ser cierta, podría haber sido un factor que nos hermanara. Hasta cierto punto, los dos estábamos en el bando equivocado de la guerra. Y al igual que yo, obtenía notas mediocres; de hecho, ambos éramos casi de los peores de la clase. Y, no obstante, se le veía mucho menos afectado que a mí por los boletines de notas que cada mes las monjas mandaban por correo a nuestras casas, quizá porque su padre y el mío reaccionaban de manera distinta a tan sombrías noticias.
Mi sensible y protector padre, que se preocupaba enormemente por la reputación de su familia en aquella población de pocos secretos, consideraba que mis malas notas resultaban degradantes para él, que eran una afrenta a su orgullo y dignidad como progenitor y prominente católico; pues hay que añadir que era la persona que aportaba más dinero a la iglesia, con la salvedad del representante del concesionario Ford. Mi padre también había cultivado una relación estrecha con el venerable sacerdote, el padre Blake, al que finalmente había convencido para que colgara un cuadro de San Francisco en la pared lateral de la iglesia, y ni que decir tiene que mi padre siempre limpiaba en seco los trajes negros del cura, sus abrigos y atavío sacerdotal, así como los hábitos negros de las monjas, sin cobrarles por ello.
Cuando examinaba mi boletín de notas, mi padre a menudo se preguntaba en voz alta si había algo que no funcionaba en el sistema de calificación de la escuela, en lugar de poner en entredicho mi aplicación como estudiante; y a pesar de mis objeciones telefoneaba a la madre superiora para pedir una cita, y días después, a través de las ventanas de mi aula, observaba a mi bigotudo padre bajarse de su Buick y caminar con una expresión adusta mientras entraba por la puerta lateral, con el sombrero de fieltro en la mano y el aspecto de un diplomático extranjero que se dispone a discutir uno de los puntos más espinosos del largamente disputado Tratado Lateranense. Por lo que yo podía ver, ninguno de esos diálogos acababa redundando en mi beneficio, pues cuando llegaba el siguiente boletín, parecía que las monjas me hubieran juzgado con más severidad que antes.
El padre de Billy, por otro lado, nunca aparecía por la escuela. Como poseía una taberna y trabajaba hasta las primeras horas de la madrugada, quizá tenía la costumbre de dormir durante toda la jornada escolar. Fuera cual fuera la situación, a Billy nunca se le veía tenso, a pesar de sacar unas notas tan malas como las mías; en todo caso, su moral parecía mejorar a medida que pasaba el tiempo, y pese a sus malas calificaciones, las monjas a menudo le sonreían por el pasillo entre clase y clase, y de vez en cuando incluso le permitían hacer novillos.
—¡Filas rectas! —gritó la hermana Rita desde las escaleras, y su aliento dejó un rastro en el aire como las palabras que un avión escribe en el cielo, y su puntero señaló el camino que había delante de la entrada.
La calistenia por fin había acabado, y ahora nos disponíamos a entrar de manera ordenada en el edificio. Eran casi las ocho cuarenta y cinco. Sin mucho entusiasmo, cogí mi cartera y ocupé mi lugar en la fila. Billy Maenner se colocó detrás de mí.
—Hola —dijo—, ¿qué te ha parecido esa goma que te ha pasado rozando la nariz en el autobús?
—No me ha hecho gracia. ¿Quién la ha tirado?
—He sido yo —dijo jovialmente. Me quedé estupefacto.
—Bueno —dije por fin—, pues has fallado.
Justo en ese momento la hermana Rita dirigió el puntero hacia nosotros exigiendo silencio, pero no antes de que Billy me hubiera contestado en un susurro:
—Sí. Quería fallar.
Chicos y chicas subimos las escaleras en filas separadas y recorrimos el cálido pasillo, sin detenernos hasta el salón de actos. Por el camino pasamos junto a las aulas, que tenían la puerta cerrada para retener el calor, y aspiramos una fragancia donde confluían el incienso, las velas y la cera para el suelo. En el salón de actos había diez hileras de sillas de madera plegables, todas ellas encaradas a una tarima ancha y alfombrada de verde detrás de la cual había un pequeño altar. En verano era donde se decían las misas, pero durante el invierno ese espacio tenía diversas utilidades: era el comedor de alumnos, la sala donde se reunía la asociación de padres y estudiantes ciertas noches laborables (después de lo cual a menudo había bingo), y cada mañana, antes de clase, era donde la madre superiora, sentada en una silla de respaldo alto, recibía a los alumnos y conducía la oración.
Era una mujer alta y esbelta, y aguardaba en la tarima con la despreocupación que otorga la autoridad mientras nosotros nos acomodábamos en las sillas con la cartera cerca de nuestros pies. No decía nada hasta que la sala estaba en silencio, tan en silencio que se podía oír el chasquido de las cuentas del rosario que colgaba de sus largos dedos. Tenía las manos anormalmente blancas, como si la tiza que utilizaba para escribir en la pizarra se le fuera infiltrando en la piel de manera permanente. Sus ojos tenían un tono pálido indefinido…, indefinido para mí porque nunca los había mirado de cerca. Tampoco había mantenido ninguna conversación en privado con ella. Mi padre las mantenía por los dos, y los discutibles resultados de sus intercesiones me habían convencido de que era mejor para todos si la madre superiora no me ponía la vista encima.
Por fin, tras ponerse en pie e inclinar la cabeza, la madre superiora comenzó a rezar un decenario: «Padre nuestro, que estás en los cielos…», y su voz atiplada se perdió en el murmullo de respuesta de toda la sala, donde las voces de las otras monjas sonaban más fuerte, pues estaban juntas en los pasillos exteriores, con sus altas tocas inclinadas tan hacia delante que parecían a punto de caer al suelo.
De hecho, nada les hubiera gustado tanto a la mayoría de alumnos que allí había, y que no dejaban de especular acerca de qué había exactamente debajo de las tocas de las monjas. ¿Llevaban el pelo completamente afeitado? ¿Lo llevaban corto, como los chicos? ¿Cuál de las monjas tenía el pelo rubio, o moreno, o gris, o blanco? Esas mujeres que todo el día revoloteaban sobre nuestras cabezas en la escuela, que condicionaban nuestras mentes, que regulaban nuestro horario, que invadían nuestros retretes, estaban envueltas en misterio, eran misteriosas novias de Cristo, esquivas y distantes. Pocos las veíamos llegar a la escuela por la mañana, ni salir por la tarde; tampoco teníamos ni idea de dónde pasaban la noche.
Sin embargo, yo era una excepción. No solo sabía dónde vivían porque la furgoneta de reparto de la tintorería de mi padre a menudo les llevaba la ropa, sino que recientemente había acompañado al conductor a esa silenciosa residencia situada en la otra punta de la ciudad; y mientras le ayudaba a acarrear los paquetes hasta el porche, había mirado a través de la puerta abierta, donde estaba la asistenta, y por un momento había atisbado algo en la casa que resultaba desconcertante y excitante.
La casa era una residencia espaciosa pero simple de tres plantas situada en mitad de una calle flanqueada por edificios parecidos que en invierno permanecían desocupados casi en su totalidad. Estaba a dos manzanas de la iglesia. En la casa no había ningún símbolo ni signo religioso que la identificara como el domicilio de las monjas. Detrás de las ventanas de la primera planta las cortinas estaban corridas, y cuando el conductor y yo llegamos a última hora de la tarde no vimos ninguna luz en la parte delantera.
Pero poco después de que el conductor pulsara el timbre, un leve haz de luz brotó de una bombilla colocada dentro de una lata negra que colgaba del techo del porche —un portalámparas instalado de conformidad con las políticas de luces apagadas que imperaban en la isla durante la guerra—, y a continuación la puerta se abrió de par en par y apareció una negra de aspecto jovial. Aceptó los paquetes uno por uno mientras el conductor comprobaba con esmero los artículos en su inventario. Yo permanecía detrás de él, sujetando los dos últimos paquetes, mientras contemplaba cómo se revelaba poco a poco una gran sala de estar a la tenue luz de unas pequeñas velas colocadas sobre la repisa del revestimiento de madera de las paredes y de otras más grandes dispuestas sobre la mesa del refectorio en el comedor. Colgando de una pared encima de un sofá había una gran cruz de ébano en la que estaba clavada una figura plateada de Cristo, y en otra pared se veía un marco dorado con una pintura al óleo de la Virgen María.
Detrás del comedor había una pequeña habitación nítidamente perfilada a la luz. Allí vi de repente moverse una sombra, y a continuación la espalda desnuda y los brazos extendidos de una mujer, y una cabeza de forma delicada con el pelo oscuro muy corto por encima de las orejas. Por detrás, unas manos que no eran las suyas le tocaban el cuello, lo masajeaban; y cuando la cabeza se inclinó hacia atrás, me di la vuelta conteniendo el aliento.
La asistenta cerró la puerta y yo seguí al conductor hasta la furgoneta, sin decirle nada de lo que había visto. Desde luego, no se lo mencioné a ninguno de los alumnos con los que ahora estaba rezando en el salón de actos. Pero mientras proseguía la oración, desplacé la mirada hacia el grupo de monjas que permanecía en los laterales con la cabeza gacha, y me pregunté, como había hecho repetidamente, a cuál había visto.
Cuando terminó el rezo, se oyó un arrastrarse de pies y el ruido de las sillas de madera al desplazarse; pero la madre superiora silenció a los alumnos con la mano levantada y dijo:
—Un momento, por favor. Hoy la hermana Rita tiene algo que anunciar.
La hermana Rita se subió a la tarima y, con un tono de voz imperioso, dijo:
—Más tarde habrá un simulacro de incendio, que sustituirá al recreo de media tarde… —se escuchó un suave susurro entre los muchachos, sobre todo procedente de Billy Maenner, que estaba a mi lado—. Y después del simulacro —añadió—, todos los monaguillos tienen que presentarse en la sacristía, donde recibirán las tareas para la misa de la semana de Navidad… —deseé que me incluyeran entre aquellos que ayudaban en la ceremonia de la misa del gallo, lo que me permitiría dormir hasta tarde la mañana del día de Navidad—. Como sabéis, en esta época todas las misas están dedicadas al bienestar y seguridad personal de nuestro santo padre el Papa, que se ve obligado a vivir en medio de la terrible guerra de Italia…
Los alumnos eran más que conscientes de esta augusta figura, pues en cada aula colgaba un cuadro de Pío XII: un hombre meditabundo de cara alargada y nariz fina que llevaba un solideo blanco y unas gafas de montura de acero exactamente iguales que las de mi padre.
—Y finalmente —prosiguió la hermana Rita—, y esto es importante: quiero que todos y cada uno de vosotros limpie su taquilla antes del último día de clase, que es mañana. Durante las vacaciones de Navidad vuestras taquillas deben estar aireadas. ¿Ha quedado claro? —todo el mundo permaneció callado, y algunos se inclinaron en silencio para recoger sus carteras—. Muy bien, pues —concluyó mirando su reloj (eran las ocho cincuenta y cinco)—, podéis dirigiros a vuestras aulas.
Eso nos concedía cinco minutos para colgar el abrigo y, si era necesario, ir al servicio. Los servicios de los chicos y las chicas quedaban detrás de las grandes puertas metálicas, justo al otro lado del pasillo. El servicio de los chicos, que contaba con seis urinarios y seis excusados cerrados, tenía un suelo de piedra al que un guardián le daba manguera y lo fregaba dos veces al día, con unas cantidades tan pródigas de amoníaco que a cualquiera que entraba en el lugar le escocían los ojos. Era el método que tenía la hermana Rita para conseguir unas aceptables condiciones sanitarias y desalentar a los muchachos a utilizar aquellas dependencias como centro de confraternización. En las frecuentes ocasiones en que entraba, invariablemente se cubría la cara con un pañuelo.
Las aulas a las que nos dirigíamos eran un total de ocho: los cuatro cursos inferiores estaban en el ala oeste del edificio, y los cuatro superiores en el ala este, expuesta a la brisa del océano y con las ventanas empañadas. Permanecíamos todo el día en nuestras respectivas aulas, mientras las diversas monjas profesoras rotaban cada hora de un aula a la otra. Después de una sesión de cincuenta y cinco minutos, había un intermedio de cinco durante el cual a los alumnos se les permitía charlar en el pasillo o hacer una rápida visita a los servicios.
Cuando el reloj de pared que había en el pasillo daba sonoramente la hora, comenzaba una nueva clase, y el orden se imponía inmediatamente en cada aula con la llegada de la monja siguiente, y los alumnos regresaban a sus pupitres para pasar otros cincuenta y cinco minutos cumpliendo con su programa de estudios. Puesto que nos sentábamos por orden alfabético, en cuatro filas de izquierda a derecha, yo ocupaba una posición que se consideraba deseable en la parte de atrás del aula, casi fuera del alcance de la vista de la monja, y a menudo me ocultaba detrás de la mano constantemente levantada de una estudiosa alumna de la península llamada Mary Steelman, cuya avidez a la hora de contestar la pregunta que fuera me aliviaba de cualquier pequeño deseo que hubiera podido tener de hacerme oír.
Pero aquella mañana, mientras caminaba hacia el aula, supe que no conseguiría esconderme detrás de Mary Steelman: la primera hora consistía en un examen escrito, un test de historia de los Estados Unidos que trataba de la expansión territorial del país durante el siglo XIX y principios del XX. Nuestra profesora era la hermana Irma, una mujer amable pero tímida que hablaba con un sonsonete y presentaba la historia como una serie de episodios impersonales y fechas precisas, en gran medida carentes de las pasiones y los caprichos del espíritu humano. La historia, tal como ella relataba, era de una inalterable monotonía; y durante las veladas en que le pedía ayuda a mi padre, cuya asignatura favorita era esta, recibía una interpretación de la historia americana desde el punto de vista italiano, la cual, aunque interesante a veces, no tenía nada que ver con la clase de la hermana Irma, y no contribuía en absoluto a mejorar mis calificaciones.
Por ejemplo, en lo referente a la cuestión de la compra de la Luisiana —de la que lo único que le interesaba a la hermana Irma era que había sido adquirida a Francia en 1803 por quince millones de dólares y había aportado 214 448 hectáreas al territorio americano—, mi padre veía en ese negocio la «sutil mano italiana» de su compatriota de adopción, Napoleón Bonaparte, que al vender una posesión lejana a la que solo se podía llegar a través de un océano dominado por la flota británica había enriquecido sabiamente sus fondos para la guerra y desplazado sus prioridades a combatir a los ingleses en un lugar más cerca de su patria; de hecho, añadía mi padre, en 1803 las fuerzas francesas estaban concentradas en el canal de la Mancha, preparadas para una invasión británica, y entre las tropas de Napoleón había seis mil soldados italianos…
—¡Pero —le interrumpí— eso no tiene nada que ver con la historia americana!
A lo cual él me respondió de manera rotunda:
—Nunca comprenderás la historia de los Estados Unidos a no ser que comprendas la historia de Europa, incluyendo Italia… No olvides que América fue descubierta por un italiano y recibió su nombre de un italiano, y que la Declaración de Independencia…, todo eso de que los hombres han nacido libres e iguales…, Jefferson lo sacó de los escritos de Philip Mazzei. ¿Has oído hablar alguna vez de Philip Mazzei?
—No —dije, deseando no haberme visto envuelto nunca en aquella conversación.
—¿En la escuela no te han hablado nunca de Mazzei?
—No, pero tengo que hacer un examen sobre la compra de la Luisiana, el canal de Panamá, y cómo los Estados Unidos consiguieron adueñarse de Florida, Texas y lo demás… ¡Eso es lo que me preocupa para mi examen!
Y todavía me seguía preocupando cuando entré en el aula de la hermana Irma aquella mañana para examinarme y ocupé un lugar detrás de Mary Steelman y delante de un muchacho escuálido y lleno de vida llamado Jackie Walsh, con Billy Maenner al otro lado del pasillo, que, como siempre, parecía no tener ninguna preocupación en el mundo. Cuando la hermana Irma comenzó a recorrer los pasillos entregando a cada uno un ejemplar del test, Billy se sentó despreocupadamente en su pupitre con una mano bajo la barbilla, la vista clavada en la pizarra y una sonrisa en la cara. Se volvió hacia mí y me guiñó el ojo. A continuación, con un dedo, dirigió mi atención hacia la pizarra, sobre la cual se veían dibujadas, con tintas de colores, figuritas de ángeles y querubines, y un reno que saltaba a través de las nubes hacia lo que supuse que era la estrella de Belén. La parte superior de la pizarra adyacente también estaba decorada como una postal navideña, con dibujos a color y en tiza de la Virgen y el Niño en el pesebre, rodeados de ganado y de los Reyes Magos, y más ángeles aleteando por encima, y debajo de todo, con una caligrafía perfecta, se veía la firma del artista: «B. Maenner».
Al momento comprendí por qué las monjas habían tratado a Billy con tanta cortesía al final de la semana anterior, y por qué había recibido permiso para saltarse algunas clases. Probablemente había estado ocupado esbozando esos dibujos, que debía de haber completado durante el fin de semana. Me pregunté si había hecho dibujos parecidos en las demás aulas. No lo sabía. Lo único que sabía era que cuando había salido de la escuela el viernes aquellos dibujos no se veían en las pizarras.
Y de pronto, el incidente ocurrido justo antes del día de Acción de Gracias, en la clase de religión de la madre superiora, cobró sentido. Billy había estado sentado en su pupitre sin prestar atención a la clase; con la cabeza gacha, hacía garabatos en su cuaderno. Dos veces la madre superiora le lanzó miradas de furia, pero él no se dio cuenta hasta que tuvo casi encima la sombra de la monja, que estaba viendo en su cuaderno lo que al principio parecía la sensual figura de una mujer con los brazos levantados a la manera estimulante de las chicas de las revistas.
—¿Qué es esto? —preguntó la madre superiora agarrando el cuaderno.
Pero antes de que pudiera contestar, la mirada de la madre superiora se suavizó y las tensas líneas que le rodeaban la boca se diluyeron en una sonrisa recatada. Y cuando se acercó el cuaderno a la cara y lo examinó de cerca, comprobó que Billy había estado dibujando un ángel.
Se trataba de una copia del ángel que adornaba la cubierta de nuestro libro de religión; en cierto modo, era una imitación línea por línea, con la salvedad, tal como podía ver la madre superiora, de que la versión de Billy poseía una cualidad etérea que superaba el trabajo estilizado del ilustrador profesional. El ángel de Billy flotaba sobre la página. Era como si su lápiz hubiese sido guiado desde el cielo.
La madre superiora volvió el dibujo en dirección a nosotros, levantándolo para que pudiéramos examinarlo y compartir la admiración que le había despertado. Me quedé tan impresionado como parecían estar los demás por aquellos diestros trazos, sus carismáticos arabescos, y mientras le transmitía mis felicitaciones desde el otro lado del pasillo, y era sincero en mis sentimientos, también sentía crecer la envidia en mi interior. Billy no poseía tan solo el puño capaz de golpear más fuerte de la escuela, sino que ahora se le aclamaba por el toque artístico de su mano. No era de extrañar que las monjas le hubieran tratado con tanta deferencia. Seguían la tradición caritativa que la Iglesia había prodigado a lo largo de los siglos a los artistas con talento. Billy era nuestro Miguel Ángel, un personaje extraordinario cuyas carencias académicas se omitían a causa de la exquisitez con que dibujaba criaturas celestiales; y el día en que la madre superiora descubrió el talento de Billy, antes de que concluyera su clase de religión, yo me había quedado mirando sin saber muy bien qué pensar cómo ella lo llamaba a su escritorio, hablaba con él en privado, y a continuación colocaba en sus manos una pequeña caja de cartón que contenía tizas de ocho colores diferentes. Era más que un regalo, había pensado mientras observaba aquel día; era un presagio de su ascenso de categoría, y en ese momento parecía que separaba a Billy Maenner de nosotros, sus compañeros de clase, y de mí, su amigo.
Y en aquel instante, mientras la hermana Irma colocaba una copia del examen de Historia sobre su escritorio, volví a tener la sensación de que estábamos separados, cosa que quedó confirmada por la manera en que reaccionó a la tensión del momento: los demás éramos un manojo de nervios; él permanecía imperturbable como una almeja. Cuando bajó la mirada hacia el examen que tenía delante, le observé atentamente, con la esperanza de que dejara entrever lo difícil que era, pues yo pensaba, en un sentido escolástico, que pertenecía a la categoría inferior que siempre había sido fundamental para nuestra compatibilidad. Pero su cara no reveló nada. Al cabo de un momento levantó la vista, lanzó una mirada en dirección a la pizarra, y se le vio muy satisfecho.
Me volví hacia el examen. Como un autómata escribí «J/M/J» en la parte superior del margen izquierdo, tal como exigían las monjas en todos los exámenes, para recordar de manera reverencial a Jesús, María y José. En la esquina superior derecha de la página escribí mi nombre. A continuación pasé a enfrentarme con la primera pregunta, que contenía tres partes; y enseguida comprendí que estaba en un lío.
Trataba de la compra de la Luisiana, y se nos pedía que identificáramos la nación a la que Francia había comprado el territorio antes de venderlo a los Estados Unidos en 1803, y también que incluyéramos la fecha de la primera transacción y el precio de la venta. Lo más que podía hacer era intentar adivinar la respuesta de esa pregunta triple. Aunque dudaba que Francia la hubiera adquirido de Gran Bretaña —al menos después de lo que me había contado mi padre sobre la rivalidad franco-británica—, también sabía que en las pruebas escritas la respuesta que primero descartabas a menudo era la acertada. Los profesores con frecuencia disfrutaban engañando a los alumnos con preguntas así. Sin embargo, vacilé, pues sabía que Francia también podía haber comprado el territorio a España o Portugal, o incluso —¿era posible?— a México. En aquella época, ¿México era México? Y si lo era, ¿hacía negocios con los Estados Unidos? ¿Cuándo había sido la guerra entre los Estados Unidos y México?
Consciente de que estaba perdiendo mucho tiempo con esa primera pregunta, y más consciente aún de que había una larga lista de preguntas desafiando mis conocimientos, me desplacé al borde de la silla y alargué el cuello ligeramente para poder mirar por encima del hombro de Mary Steelman. Si conseguía ver el examen de esa inteligente estudiante, mi problema quedaría solucionado. Tras asegurarme de que la hermana Irma no me pillaba en tan comprometedora posición, me incliné hacia delante, entrecerré los ojos con todo mi poder de concentración, y vi que la respuesta de Mary Steelman a la primera parte de esa primera pregunta era: «España». Tranquilamente escribí «España» en mi examen. Pero cuando volví a inclinarme hacia delante para ver el resto de la respuesta, de repente ella cubrió el test con el brazo. De inmediato me sentí indignado, insultado… y abandonado. Estaba solo.
Decidí saltarme el resto de la primera pregunta y pasar a la segunda, con la idea de regresar y completar la primera más adelante con cualquier cosa que se me ocurriera… y quizá contando con la inspiración de «J/M/J». Pero la segunda pregunta, también en tres partes, no supuso ningún alivio. Trataba de las relaciones de los Estados Unidos con la República de Panamá, un asunto complicado que nunca había acabado de comprender, ni siquiera después de haber leído atentamente el capítulo referente a ello en nuestro libro de texto, que había releído casi una docena de veces. Lo único que sabía de Panamá era que, al contrario que la Luisiana, no era propiedad de los Estados Unidos. Los Estados Unidos tampoco eran dueños del canal de Panamá, pero como explicaba el libro, nuestra nación poseía «el perpetuo derecho de ocupación, uso y control» del canal, por lo cual habían pagado a la República de Panamá diez millones de dólares, además de doscientos cincuenta mil dólares anuales por su uso. Cuando miré el mapa y vi lo pequeño que era Panamá (comparado con la Luisiana, por ejemplo), me habían desconcertado las condiciones del acuerdo. Pero ahora me desconcertaban aún más las tres partes de la segunda pregunta del test: (a) ¿Mediante qué tratado habían obtenido los Estados Unidos el uso del canal de Panamá? (b) ¿Cuándo? (c) ¿Cuál era la anchura del canal?
Puesto que no tenía ni la menor idea de las primeras dos partes de la pregunta, las pasé por alto sin vacilar y me centré en la tercera: ¿qué anchura tenía? Aquí me sentía un poco más seguro, pues me había pasado la vida rodeado por el mar. Sabía que la bahía que separaba la isla de Ocean City de la península donde se vendía licor, y donde el padre de Billy Maenner tenía su bar, era de una anchura de tres kilómetros, y no veía razón alguna por la que el canal de Panamá tuviera que ser más ancho (a pesar de todo el dinero que los Estados Unidos habían invertido de manera increíble), por lo que anoté, poniéndome generoso: «Cinco kilómetros».
Tras mirar mi reloj y comprender que solo me quedaban veinte minutos para contestar las seis preguntas restantes, me entró un ataque de pánico. Rápidamente le eché una ojeada al resto del examen, intentando salvar lo que pudiera del desastre, y me alegró descubrir que muchas de ellas pedían información de cosas que yo no desconocía del todo. Por ejemplo, en la tercera de las seis preguntas —que se referían, de manera respectiva, a la adquisición de Florida en 1819, de Texas en 1845, Oregón en 1846 y Alaska en 1867—, por suerte había memorizado casi todos los hechos aislados y otras nimiedades que me permitían contestar con autoridad a las preguntas formuladas por la hermana Irma.
La séptima pregunta, sin embargo, se refería a la así llamada Venta de Gadsden[1], una adquisición de la que no tenía ni la menor idea. Ignoraba en qué parte de los Estados Unidos se situaba Gadsden, si es que estaba en nuestro país; y de hecho, hasta ese examen jamás había oído hablar de Gadsden. Así que, para responder a las preguntas acerca de Gadsden —¿a quién se lo había comprado los Estados Unidos? ¿Cuándo? ¿Por qué cantidad?—, repetí la misma cifra y fecha que había utilizado para la Compra de Oregón (razonando que quizá eso doblaba mis opciones de acertar alguna pregunta), y mencioné «Francia» como nación vendedora, porque tenía el presentimiento de que había abusado de «España» en mis respuestas a preguntas anteriores.
Y cuando pasé a la octava y última pregunta, de repente me subió mucho la moral. Ahí sí me sentía seguro de mí mismo, pues había memorizado esa materia con la ayuda involuntaria de mi padre. La octava pregunta era: «¿De qué nación habían obtenido los Estados Unidos Filipinas, Guam y Puerto Rico? ¿Mediante qué tratado se había ratificado? ¿En qué año?». Mientras estaba leyendo todo eso en mi habitación, sentado en mi escritorio, mi padre había asomado por la puerta y preguntado:
—¿Qué estás haciendo?
—Estoy leyendo lo de la guerra entre España y los Estados Unidos —le dije—, y cómo España perdió y tuvo que ceder las Filipinas, Guam y Puerto Rico a los Estados Unidos —sin quitar el dedo del párrafo del libro de texto, proseguí irrefutable—: España tuvo que ceder estos territorios a los Estados Unidos en 1898 según las condiciones del Tratado de París —cuando mencioné París, el interés de mi padre aumentó, le brillaron los ojos y comenzó a recordar con todo detalle sus años de juventud en París, cuando trabajaba de aprendiz de sastre, en 1920, en la sastrería cerca de la Rue de la Paix.
Mientras mi padre evocaba sus años en París, y yo mantenía el dedo en el apartado que explicaba lo del tratado, casi podía sentir la conexión mental estableciéndose en mi cabeza: París, mi padre, las Filipinas, Guam, Puerto Rico, y la conclusión oficial de la guerra entre España y los Estados Unidos por el Tratado de París de 1898. Y mientras ahora incorporaba esa información a mis respuestas, concluía el examen con buenas sensaciones, y todavía me quedaban cinco minutos para llenar los espacios en blanco de las preguntas anteriores.
Al tiempo que completaba a toda prisa lo que esperaba resultara una digna actuación y anotaba lo que me parecía plausible en esos últimos y frenéticos momentos, miraba a mi alrededor cada pocos segundos para ver cómo les iba a mis compañeros de clase. En la primera fila observé que dos de los estudiantes más inteligentes se relajaban cómodamente en sus pupitres, pues al parecer habían terminado el examen y se lo habían entregado a la hermana Irma. Se trataba de Bobby Becotte, que era hijo de un policía de la ciudad, y Mary Chester, hija de un agente inmobiliario que poco a poco se estaba volviendo aún más guapa que Rosemary Kurtz. Además, la familia de Mary Chester parecía estar prosperando, pues corría la voz de que su padre había comprado una mansión aislada en la península que contaba con pista de tenis privada y que había pertenecido a un extravagante vástago de la familia de ministros metodistas que habían fundado Ocean City: un tal Harvey Lake, que durante la década de 1920 recorrió la isla conduciendo un llamativo Duesenberg. Detrás de Mary Chester se sentaban tres chicos de la península que llevaban cinturones con hebilla del ejército y que todavía luchaban con el examen; al otro lado del pasillo pude ver que Rosemary Kurtz estaba repasando sus respuestas con expresión tranquila. Y detrás de ella, con sus agudas córneas de copista clavadas en su examen, y reproduciendo sus respuestas en su propio test lo más rápido posible antes de que sonara el timbre, estaba Billy Maenner.
No me podía creer lo descarado que era. Sentado con el cuello alargado hacia delante, y al parecer sin importarle lo más mínimo que la hermana Irma pudiera pillarlo, llenaba sin vacilar los espacios en blanco con las respuestas de Rosemary. Seguí mirando asombrado mientras él se concentraba con ojo de halcón en el examen de Rosemary, mirando por encima del hombro de esta para consumir fragmento a fragmento el contenido de su intelecto, y luego, con vertiginosa velocidad, apropiarse de todo lo que veía. Cuando sonó el timbre y dejé el lápiz sobre la mesa, furtivamente me incliné hacia el pasillo para estudiar con más atención lo que Billy Maenner había copiado. Además de las respuestas, me fijé en que, con letra clarísima, en la esquina superior derecha de la página había escrito el nombre de ella: «Rosemary Kurtz».
Estupefacto, no dije nada. ¿Debía susurrarle que borrara el nombre de Rosemary? Se me ocurrió, pero antes de darme tiempo recorrió rápidamente el pasillo detrás de Rosemary para dejar el examen en el montón que había en el centro del escritorio de la hermana Irma. Mientras lo seguía con mi examen en la mano, me fijé en si la hermana Irma había observado algo inusual, pero ella se concentraba en que los alumnos colocaran sus exámenes en el montón perfectamente alineados. No quería que hubiera ningún examen cuyos bordes sobresalieran; solo con que estos quedaran infinitesimalmente torcidos, los recolocaba de inmediato con la punta de sus dedos blancos como la tiza. Luego, después de que todos los alumnos hubieran entregado sus exámenes, la hermana Irma los introducía cuidadosamente en su cartera de cuero negra. Tras las vacaciones de Navidad, nos los devolvería corregidos. Hasta entonces, solo podía preguntarme cuál sería su reacción cuando viera el nombre de un alumno repetido en dos exámenes escritos con letras distintas. A lo mejor le divertiría. A lo mejor la enfurecería.
Al regresar a mi pupitre para esperar el comienzo de la clase de Geografía de la hermana Helen, me quedé mirando la pizarra, admirando la hilera flotante de lo que podía ser el último vuelo de los ángeles de la guarda de Billy Maenner.
Pasé el resto de aquel día en la escuela, tranquilo y distraído, aliviado por haber dejado atrás el examen y por lo poco que faltaba para las vacaciones, que comenzaban la tarde siguiente. Para mí no serían unas vacaciones de verdad, pues tendría que ayudar en la tienda durante la época de más trabajo; pero, salvo por la tarea de colocar guardas de cartón en las perchas, el tiempo que pasaba en la tienda solía ser entretenido y agradable.
No me importaba quitar el polvo de las vitrinas y limpiar los espejos del departamento de ropa de mujer de mi madre, y me encantaba acompañar a los conductores de las furgonetas que recorrían la isla, parándonos en pequeños hoteles o casas de clientes donde comenzaba la periferia para entregar prendas etiquetadas dentro de cajas o bolsas de papel marrón, mientras recogíamos pantalones, americanas y abrigos arrugados que llevábamos a la tienda para limpiarlos en seco, o, como insistía en llamarlo mi padre, para hacerles «una limpieza en seco francesa».
Aunque no había absolutamente nada galo ni especial en el proceso utilizado en el local de mi padre —las prendas giraban alrededor de un depósito grande y circular de nafta, y luego eran arrojadas a una máquina secadora, de donde pasaban a los planchadores—, a mi padre le gustaba embellecer su negocio con algún toque extranjero socialmente aceptable. Por eso, en el anuncio de nuestro local que aparecía en el periódico siempre especificaba «limpieza en seco francesa»; y por eso colgaba de manera destacada en la pared de su tienda su grandilocuente diploma de sastre francés (firmado en París en 1920 con la florida letra de su primo Antonio); y por eso en los laterales de las furgonetas se veía, además del nombre de la tienda en letra gótica, el escudo de armas de mi padre con la forma de unas tijeras abiertas y unas agujas cruzadas debajo de su lema en latín: Pro vobis optimum, «Para usted, lo mejor».
Pintadas en blanco y negro, se trataba de unas furgonetas Ford compradas al padre de Rosemary Kurtz. Eran tan altas y espaciosas que un adulto podía ponerse de pie dentro sin tener que agacharse, y yo podía colgarme de las barras para la ropa como si tuviera mi propio gimnasio privado.
Mi labor durante esas salidas era ayudar al conductor siempre que fuese necesario metiendo o sacando grandes cantidades de ropa de la furgoneta, y rellenar los comprobantes de toda la ropa que recogíamos para limpiar. Esta última tarea me gustaba especialmente, pues me permitía hurgar en los bolsillos de los demás con total impunidad y con la emocionante expectativa de lo que podría hallar.
Resultaba extraordinario lo descuidados que eran sobre todo los hombres a la hora de dejar cosas en los bolsillos de sus americanas y pantalones, y después de un solo día entre mi botín encontraba plumas estilográficas, cortaúñas, resguardos del peaje del puente a Atlantic City, cartas de amor, cigarrillos, paquetes de chicle sin abrir, tubos de protector labial Chap Stick, condones Trojan, llaves, librillos de cerillas en cuyo interior estaba escrito el nombre de una mujer y su número de teléfono, pañuelos y muchas otras cosas, entre ellas, naturalmente, dinero. Un día me encontré cinco billetes de veinte dólares doblados formando un pequeño rectángulo y metidos en las profundidades del bolsillo del reloj de un chaleco.
Todos los billetes que me encontraba, junto con los objetos que valían más de un dólar (masticaba el chicle, tiraba los condones), posteriormente se los entregaba a mi madre, que a continuación se lo notificaba al cliente y concertaba la devolución. Pero no me sentía obligado a informar de las monedas que me encontraba, las cuales, aunque en un solo día nunca ascendían a una cantidad considerable, acababan permitiéndome ir al cine y a la heladería durante el fin de semana.
Mientras permanecía en el pasillo de la escuela después de mi última clase, a la espera de que el timbre indicara que podíamos ir a recoger los abrigos al guardarropa, e intentaba recordar qué película proyectaban aquel fin de semana —¿reponían El jorobado de Notre Dame? ¿O era El fantasma de la ópera, protagonizada por uno de los actores preferidos de mi madre, Nelson Eddy?—, uno de mis compañeros de clase, Bobby Becotte, se me acercó y me preguntó:
—¿Por qué esta tarde no has ido a la reunión de monaguillos?
Solté un gemido, y tras maldecir mi mala memoria y mi crónica afición a soñar despierto, bajé corriendo el pasillo en dirección a la sacristía, con la esperanza de encontrar a la hermana Rita y presentarle alguna excusa aceptable que planeaba inventarme por el camino. Sin embargo, cuando llegué a la sacristía, esta estaba vacía. Pero sobre una mesa, en el centro del aposento, vi un pequeño sobre blanco dirigido a mí. Esos sobres se entregaban cada semana a los monaguillos, y contenían una tarjeta que nos notificaba en qué misas teníamos que ayudar. No obstante en aquella ocasión también enumeraba los nombres de los monaguillos que habían sido elegidos para la misa del gallo, la ceremonia a la que asistirían casi todos los feligreses, incluidos mis padres, y en la que yo anhelaba participar.
Lentamente abrí el sobre. A continuación leí la tarjeta y enseguida sentí una mezcla de cólera y dolor al ver que me habían excluido. No solo no estaba en la lista, sino que encima me habían asignado la misa menos deseable: la del día de Navidad a las siete de la mañana.
El señor Fitzgerald me había entregado su recado.