6.

El aura del gran DiMaggio, que había provocado una jubilosa conclusión a aquel deprimente domingo, quedó bruscamente interrumpida a la mañana siguiente cuando sonó el repiqueteo de mi despertador metálico. Al cabo de media hora tenía que estar en la parada del autobús, en la esquina que había junto al banco, esperando la llegada del señor Fitzgerald a las ocho y cuarto. Generalmente llegaba cinco o diez minutos tarde, pero sospeché que aquel día sería puntual, con la esperanza de que fuera yo el que llegara tarde y pudiera dejarme en la acera y añadir así la impuntualidad a mi lista de infracciones: fechorías y lapsus mentales por los que en esta vida o en la siguiente debía esperar, tal como me habían enseñado las monjas, el castigo adecuado. Aunque todavía no había cumplido los doce, estaba desarrollando una paranoia precoz.

Mientras me vestía oí el siseo de las máquinas de planchar de la tienda, y el sonido del timbre indicaba la llegada de los empleados que ayudaban a mi padre durante el período de más trabajo antes de Navidad. Puesto que mi hermana Marian todavía estaba en la cama, aprovechando que los cursos inferiores comenzaban las vacaciones antes, desayuné en solitario en la mesa que había en la parte de atrás del apartamento, comiendo la fruta y los cereales que mi madre me había dejado preparados. También estaba en la mesa, dentro de una bolsa de papel marrón, mi almuerzo: un sándwich empapado de huevos con jamón, preparado con el pan italiano que mi padre había comprado la noche anterior a nuestro camarero en The Venice.

Después de arrojar a toda prisa el sándwich dentro de mi cartera y coger mi sombrero y mi abrigo, bajé a brincos la escalera y tuve que esperar casi diez minutos en la parada antes de que llegara el señor Fitzgerald. Temblando, me apoyé en la pared de granito del banco mientras observaba la actividad de la avenida: los tenderos abrían las puertas de sus tiendas, los camioneros descargaban la mercancía, los empleados de la limpieza barrían la calle. En la acera de cada manzana, encadenados a las farolas, había grandes cestos de alambre llenos de fajos de cartón y periódicos atados con cuerda, que la gente había depositado durante el fin de semana para que luego los recogieran unos trabajadores voluntarios afiliados a la agencia de reciclaje creada durante la guerra; y en los escaparates de las tiendas había carteles que recordaban a los ciudadanos que economizaran las grasas de uso doméstico, entregaran los tubos de dentífrico viejos cuando compraran los nuevos, y también aplanaran las latas y las llevaran a las tiendas de comestibles.

Desde que un año antes un buque cisterna había sido torpedeado por un submarino alemán a unos quince kilómetros al sur de Ocean City siguiendo la costa, la población hervía de fervor patriótico. Los hombres y las mujeres de mediana edad, como mi padre, se presentaban voluntarios para vigilar las incursiones aéreas y para ayudar a patrullar la playa; y casi todos los hombres en edad de combatir que habían sido declarados no aptos para el ejército trabajaban en las fábricas de defensa de Filadelfia, o en la fábrica de embarcaciones cerca de la bahía, al extremo sur de la isla, donde se construían barcazas y remolcadores para el Departamento de Guerra.

Con tanta gente en el ejército o trabajando en empresas militares, había escasez de mano de obra en la isla, y por ese motivo yo debía ayudar en la tienda después de la escuela, y por eso mis padres tenían que enfrentarse a trabajadores ineptos o poco de fiar a quienes en épocas mejores habrían despedido. Las dependientas de mi madre eran unas ancianas parlanchinas o despistadas que preferían intercambiar cotilleos con las clientas a hacer una venta, o jóvenes agresivas que se impacientaban con las clientas e incluso se mostraban groseras con quienes no compraban nada; y casi todas las dependientas fumaban como carreteras y de vez en cuando quemaban alguna prenda.

Las furgonetas de la tintorería de mi padre las conducían alumnos del último año de secundaria cuya inexperiencia e imprudencia provocaba frecuentes accidentes y numerosas infracciones de tráfico; el ayudante de mi padre en la sala de patronaje era un sastre jubilado de Filadelfia de setenta y siete años, el cual, entre lo mal que tenía la vista y lo mal que estaba de los nervios, no se había granjeado una fama de preciso ni en sus mediciones ni en su corte. Pero un problema aún más acuciante para mi padre eran las máquinas de planchar y los hombres que las operaban.

Estas máquinas eran como unos monstruos en forma de fauces que poseían unos labios blancos, acolchados y alargados que vorazmente comprimían la ropa en un escandaloso chorro de vapor; y si de manera repentina alguna de sus múltiples, recónditas e irreemplazables partes funcionaba mal, entonces se atascaban, crepitaban y quedaban inmovilizadas, estropeándose casi siempre aquellas tardes en que en las mesas de la trastienda se amontonaban los trajes y los abrigos arrugados que se había prometido entregar a los clientes antes del anochecer.

Esas anticuadas máquinas que mi padre había comprado a finales de 1920 no solamente eran complicadas de arreglar, sino que su uso te dejaba agotado; los trabajadores se veían obligados a aplicar una gran fuerza a la hora de bajar las palancas de las superficies alargadas y acolchadas de hierro que presionaban las ropas contra las superficies inferiores; y puesto que las calderas mal reparadas de las máquinas perdían excesivas cantidades de vapor, los hombres que trabajaban allí enseguida se adormilaban y se debilitaban, como levantadores de pesas en una sauna.

Incluso en los días más fríos de invierno, cuando todos los ventiladores de techo vibraban a toda velocidad, los hombres a veces se mareaban y se desmayaban de debilidad; y sin duda en ocasiones se preguntaban si la vida militar para la que se les había declarado no aptos sería tan exigente como el trabajo que llevaban a cabo detrás de esas enervantes moles de metal.

Sin embargo, había un joven que no se dejaba derrotar por las máquinas. Era un negro alto y nervudo de cara huesuda y despierta, con una reluciente masa de pelo crespo y negro teñido de color castaño que se peinaba de manera espectacular hacia atrás, y que le caía sobre los hombros de las chillonas camisas tropicales que siempre llevaba. Se llamaba Jet, y había llegado del sur antes de la guerra, cuando tocaba el saxofón en un grupo de jazz. Había tenido que dejarlo después de contraer la tuberculosis, que según él se estaba curando lentamente gracias a la inhalación de vapor y a que esnifaba un polvo blanco que llevaba en una bolsita en el bolsillo de la camisa.

Aunque Jet también sufría graves infecciones en los pies —tenía los dedos retorcidos por forúnculos y callos que asomaban bajo sus calcetines, a través de las tiras de cuero de las sandalias que calzaba incluso en invierno—, era con mucho el empleado más vigoroso y productivo de la tienda: planchaba la ropa más deprisa y mejor que cualquier otro; y cuando reventaba una junta de la máquina o se quedaba parada, Jet jugueteaba con sus válvulas y llaves como si fueran un instrumento musical, y pronto la máquina volvía a adquirir un ritmo armonioso.

Deslumbrado por Jet y totalmente dependiente de él, mi padre nunca se quejaba por que pusiera la radio a todo volumen y sonara una emisora que emitía jazz todo el día, y fingía no darse cuenta si Jet se presentaba a las ocho y media, media hora tarde, o se marchaba una hora o dos antes, pues su velocidad siempre compensaba cualquier disminución temporal en el volumen de ropa planchada.

Pero los días en que eran las nueve y Jet todavía no había aparecido (algo que ahora ocurría cada vez con más frecuencia), mi preocupado padre se ponía el sombrero y el abrigo, salía de la tienda por la puerta trasera y comenzaba a caminar con aire cauteloso en dirección al gueto negro, que en realidad no era más que una hilera de chamizos blancos en ruinas y pequeñas casas de madera que había dos manzanas más allá de la parte de atrás de la tienda, construidos siguiendo un trecho de vía férrea que daba a la bahía.

Si era sábado, el día que yo trabajaba a tiempo completo en la tienda, mi padre insistía en que lo acompañara, razonando quizá que la presencia de un joven haría que su vigilancia en una zona negra pareciera menos oficial, menos amenazante o punitiva. Puesto que mi padre nunca estaba seguro de cuál era la dirección exacta de Jet, ya que este cambiaba de un espacio de alquiler a otro, comenzábamos de manera arbitraria en uno de los lugares en los que Jet había residido en el pasado, con la esperanza de que algún casero nos diera una pista que pudiera ayudar a mi padre a localizar a su planchador ausente.

Pero los sábados a menudo llegábamos tan temprano al barrio que despertábamos a la gente y los molestábamos tanto que no nos decían nada. Una mañana, mientras mi padre estaba sobre las tablas sueltas de un porche medio podrido, dando golpecitos en las tablillas de madera de una puerta mosquitera rota y llamando a Jet por su nombre, por una de las ventanas de arriba se asomó una anciana que iba en bata y que le arrojó a mi padre una olla de metal. Aunque la mujer falló, el cacharro produjo tanto estrépito mientras rebotaba por la acera que los perros comenzaron a ladrar en la casa contigua, los niños se pusieron a llorar, y al otro lado de la calle un negro enorme abrió violentamente la puerta de su casa y nos miró con ojos de furia.

—Eh —dijo tras unos segundos—, ¿qué demonios quiere?

—Busco a Jet —contestó mi padre.

—Jet ¿qué? —respondió el hombre con aire desafiante.

Sorprendido y confuso, mi padre no contestó. Por un momento contuvo el aliento. Al parecer, se había dado cuenta por primera vez de que ignoraba el apellido de Jet. El negro enorme se quedó esperando de brazos cruzados; y yo temí que atravesara la calle hacia nosotros. Pero mi padre permaneció en silencio y mantuvo la mirada en el suelo, y el hombre simplemente dijo con desdén:

—¡Por aquí no conocemos a ningún Jet!

Y tras volver a entrar en su casa, cerró de un portazo.

Mi padre se volvió lentamente hacia mí y forzó una sonrisa. A continuación apretó mi mano con firmeza y bajamos los peldaños helados. Imaginé que volveríamos a casa, pero tras haber recorrido media manzana en silencio, dijo:

—Probemos una más, esa de la esquina.

Yo protesté, pero él me arrastró hacia una casa de listones de madera de dos plantas que, al igual que los demás edificios llenos de desconchones de la manzana, mostraba unas manchas marrones debajo de las bajantes, unos coches abollados y oxidados aparcados en la entrada, un patio embarrado y cubierto de botellas rotas, neumáticos pinchados y un surtido de escombros caseros profundamente hundidos en la tierra helada y cubierta de maleza.

—Volvamos a casa —supliqué.

Pero mi padre avanzó hacia la esquina de la vivienda, y no tardó en llamar a la puerta y, a un volumen no tan alto como antes, pronunciar el nombre de Jet. Sin embargo, esta vez no hubo ninguna respuesta. Nadie apareció por la ventana, ni ladraron los perros; era como si la casa estuviera totalmente abandonada. Mi persistente padre llamó más fuerte, golpeando sus nudillos enguantados contra la puerta blanca y remendada con contrachapado, lo que produjo un eco sordo que se expandió en el gélido aire matinal. Pero en la casa no había más que silencio.

—Muy bien —dijo por fin mi padre—. Vámonos.

Aliviado, le seguí hasta la acera, y luego hacia la calle que llevaba hasta la tienda. Ya había visto suficiente del mundo de Jet. Pero una sensación de tristeza perduró dentro de mí mientras caminaba, pues sabía que en cuanto llegáramos a la tienda aquel sábado, y todos los demás sábados en que Jet no se presentara, vería a mi padre quitarse la americana y la corbata en la sala de atrás, y después de quedarse en camiseta comenzaría a trabajar mientras pudiera, en el día más concurrido de la semana, en medio del vapor de la máquina de Jet.

Y no solo mi padre, sino que también yo me vería confinado —hasta el impredecible regreso de Jet— a la atmósfera calurosa y neblinosa en la que era imposible escuchar ninguna conversación por encima del golpeteo y siseo de las máquinas, donde el tiempo pasaba muy despacio mientras mi padre afilaba las rayas de los pantalones de otros (al tiempo que los suyos, hechos a medida, se empapaban y formaban una bolsa en las rodillas), y donde yo, sentado junto a él tal como era su deseo, colocaba con apatía centenares de guardas de cartón en las perchas de alambre antes de engancharlas a las barras al alcance de los hombres que no paraban de transpirar.

No pude por menos que observar que mi padre iba más lento incluso que el planchador semijubilado, corpulento y de pelo gris cuyo ritmo cansino en otras ocasiones había criticado sin cesar; y aunque aquel hombre tenía al menos veinte años más que mi padre, poseía una inagotable energía de la que mi padre claramente carecía. Después de media hora en mitad del vapor, mi padre componía una figura lamentable. Tenía las gafas empañadas. El cuello parecía habérsele encogido dentro del pañuelo blanco con que lo ceñía, ahora empapado y flojo. Y después de haber extendido sus brazos delgados sobre la cabeza para agarrar las palancas de la máquina, le costaba un gran esfuerzo bajar el enorme peso de la plancha de hierro, y en su cara aparecía la expresión agónica de su santo favorito.

Muchos años más tarde me pregunté si no estaría en su naturaleza casi disfrutar de esos momentos, de los humildes esfuerzos que quizá le ponían en contacto espiritual con aquellos flagelantes que de niño había observado atentamente, un gentío desaliñado pero tenaz que subía con lentitud la colina sobre las rodillas sangrantes; o aquellos ancianos ascéticos del pueblo, entre ellos su abuelo Domenico, que competían por el honor de portar sobre sus hombros la pesada estatua del monje que había ensalzado las virtudes de la mortificación.

En ese período de la Segunda Guerra Mundial, cuando en todas partes los ciudadanos estaban dispuestos a sacrificarse —y mientras la madre viuda de mi padre llevaba una vulnerable existencia en las colinas del sur de Italia, y sus hermanos en las trincheras enemigas—, quizá en aquel malestar encontrara un consuelo compartido a sus principales preocupaciones. O cuando menos procuraba que yo, su único hijo, adquiriera conciencia de lo dura que podía ser la vida, y del poco derecho que tenía, en comparación, a quejarme de las mínimas obligaciones que se me exigían en la tienda.

Sin embargo, yo me quejaba, y me enfurruñaba en silencio; y en la trastienda, cuando creía que mi padre no estaba mirando, a veces intentaba escabullirme. Pero él siempre me pillaba, y me reprendía; y con los pies empujaba hacia mí otra gran caja llena de guardas de cartón para las perchas. Cuando me arrodillaba para abrir la caja, y él se volvía y levantaba las manos en dirección a la palanca de la máquina blanca y mate, yo me entregaba a mi papel de la misma manera metódica con que ayudaba al sacerdote en la misa; y sin embargo, en la tienda, a veces rezaba con un fervor y una fe insólitos, esperando y creyendo que al cabo de unos milagrosos segundos la puerta de atrás se abriría y oiría el arrastrarse de las sandalias de Jet, que no tardaría en sustituir los zapatos de punta de ala de mi padre en los pedales de hierro, con lo que yo me vería liberado al menos de manera temporal de un sábado asfixiante y melancólico.