5.

Mientras mi madre, a través de su matrimonio, conseguía una suerte de liberación que nunca habría conocido en casa de su padre, mi destino era convertirme en el hijo cumplidor de un sastre exigente que presumía de poseer la medida exacta de mi cuerpo y mi alma; y fue mi inevitable derecho de nacimiento lucir las ropas hechas a medida que reflejaban su gusto, servían de anuncio a su oficio y reafirmaban su talento con la aguja y el hilo.

Me convertí en el maniquí en miniatura de mi padre poco después de aprender a andar, y durante el invierno me envolvían con robustos abrigos de estambre y chaquetas con hombreras y pespunteadas a mano en los bordes de las solapas; y me cubría la cabeza con un sombrero fedora con una pluma —ladeado en el ángulo favorito de mi padre— que de vez en cuando derribaban los pendencieros estudiantes con los que iba en autobús a mi colegio religioso.

Casi todos los compañeros de clase eran hijos de familias católicas irlandesas que vivían en bungalós blancos en las marismas del sur de Jersey, al otro lado de la bahía; y aunque el catolicismo seguía siendo una religión minoritaria en la isla, los católicos irlandeses mantuvieron una autoridad absoluta sobre la educación de mis primeros años y sobre mi sombrero, a menudo aplastado.

Cada noche me iba a la cama temiendo el viaje de la mañana siguiente en autobús, un vehículo herrumbroso de un negro morado exactamente igual que el hábito que llevaban las monjas que nos daban clase. El conductor del autobús de la escuela, el señor Fitzgerald, era un malhumorado conserje nacido en Dublín que llevaba una gorra de tweed y cuyo aliento exudaba una agria mezcla de copos de avena y whisky. Además de su trabajo semanal como chófer y conserje de la escuela, cada domingo por la mañana aparecía en la sacristía de la iglesia para ayudar al anciano sacerdote a vestirse para la misa y servirse de manera furtiva un poco de vino de la consagración que el cura guardaba en un armarito lleno hasta arriba de la ropa blanca del altar.

Un domingo por la mañana, en la sacristía, antes del oficio de las diez y cuarto, mientras yo me abrochaba la túnica para cumplir con mis deberes de monaguillo, observé fascinado cómo el señor Fitzgerald (después de levantar una vestidura blanca por encima de la cabeza y los hombros del cura) daba rápidos sorbos con los ojos entrecerrados a una diminuta petaca de plata que metía y sacaba de su americana. Suponía que nadie observaba sus furtivos tragos, hasta que de repente se volvió y me pilló mirándolo desde la otra punta del cuarto.

El señor Fitzgerald me lanzó toda la furia de sus ojos azules inyectados en sangre; a continuación sus labios pálidos comenzaron a formar unas palabras que, aunque no pude oírlas, tomé por insultos en respuesta a mi indiscreta curiosidad.

A pesar de quedarme momentáneamente estupefacto, enseguida supe que debía transmitirle algún gesto de disculpa. Pero cuando di un paso hacia él, el señor Fitzgerald levantó la palma de la mano para indicarme que me mantuviera a distancia. A continuación me señaló repetidamente con el índice y apuntó hacia un gancho que había en la pared, del que colgaba una pértiga delgada de madera de metro ochenta de alto y rematada por una candela. Se utilizaba para encender las velas altas que había sobre el altar. Comprendí que se me había olvidado encender las velas. Eran casi las diez y cuarto, y el cura estaba completamente vestido y colocaba las hostias consagradas dentro de un receptáculo dorado. La misa estaba a punto de comenzar.

A toda prisa salí por la puerta y, después de encender la vela que había al final de la vara, entré en la iglesia propiamente dicha. Entre los feligreses que esperaban estaban mi padre y mi madre, sentados muy cerca el uno del otro en la tercera fila, dos italianos bien vestidos en la humilde iglesia católica de una isla protestante, una minoría dentro de una minoría.

Sujetando la parte delantera de mi túnica por encima de los tobillos, subí los cinco peldaños hasta la base del altar. Apenas distinguía los extremos más altos de las seis enormes velas, y mucho menos podía ver las mechas, pues estaban ocultas dentro de unos pesados aros de oro que rodeaban la punta de la vela para evitar que la cera goteara.

De puntillas, alargué la gran vara sobre mi cabeza hacia la anilla de oro que bordeaba la primera vela. Esperé resueltamente, expectante, con la mirada levantada hacia el extremo encendido de la vara, contemplando cómo emitía volutas negras de humo. Pero la obstinada mecha no se encendía. Me quedé allí durante lo que parecieron varios minutos, estirándome más y más mientras me dolían los brazos y los ojos se me llenaban de lágrimas. Ahora con menos cautela, empujé la punta de la vara con más fuerza contra el aro, pero aquello no daba señales de encenderse, y comencé a oír los susurros de la congregación. Y en lugar de agobiarme, empecé a sentir una perversa satisfacción al haber conseguido ser el centro de atención de toda la iglesia.

Ya no era el incompetente acólito incapaz de encender una vela, y me vi como un digno ejemplo de perseverancia y fortaleza, un artista de circo que jugaba con fuego y se elevaba a alturas temerarias; y, de una manera igualmente repentina, imaginé la esquiva mecha como una araña venenosa alojada en la cabeza de la vela cuyo largo cuello blanco yo quería asfixiar y chamuscar, torturar tal como había visto hacer con los conspiradores en las películas de guerra.

Pero antes de poder entregarme a mis fantasías, me sobresaltó un sonoro chasquido a mi espalda. Tras bajar la pértiga y volverme hacia los feligreses, vi a ocho monjas vestidas de oscuro en la primera fila, inclinadas hacia delante en sus asientos y con una mirada ceñuda. De pie ante ellas estaba la madre superiora, chasqueando los dedos e inclinándose sobre el pasamanos del altar, intentando con sus ojos alzados y su barbilla prominente dirigir mi atención a la vela donde se encontraba la araña de mi imaginación.

Retrocedí unos pasos sobre la tarima, y, tras levantar la mirada, vi que la mecha ardía luminosa sobre el aro de la vela, y quizá había ardido todo el tiempo que yo había permanecido fantaseando debajo de ella. Oí unas risitas de burla y me volví hacia la madre superiora. Pero ahora se había sentado, y tenía la mirada perdida al frente. Detrás de las monjas había decenas de feligreses que apretaban la cara en un gesto de animadversión, o que abrían la boca para bostezar, con la salvedad de mis padres, que estaban sentados con la cabeza ligeramente inclinada y la vista baja, como si rezaran.

Consciente de que había perdido a mi público y lo que fuera que había hecho pasar por aplomo, me puse a encender las otras cinco velas, no sin antes observar al señor Fitzgerald, que en la puerta de la sacristía señalaba frenético su reloj de bolsillo. La misa llevaba ya diez minutos de retraso gracias a mi incompetencia, y ver al señor Fitzgerald tan agitado me llenó de pánico; con las prisas comencé a mover aquella vara negra encendida adelante y atrás, peligrosamente cerca de cada una de las cinco mechas aún apagadas. Por dos veces topé contra los aros dorados que rodeaban las mechas, y cada vez parecía que alguna de las tambaleantes palmatorias podía caer. De no haber sido por los suspiros cada vez más sonoros de los alarmados feligreses, que me impulsaron a recobrar la compostura, podría haber profanado todo el altar con las caprichosas oscilaciones de mi pértiga.

Finalmente, tras haber rozado la sexta y última vela, esperé a que me dejaran de temblar las manos. A continuación me di la vuelta y bajé los peldaños alfombrados de rojo, y sin levantar la mirada para comprobar si había encendido las mechas, me encaminé hacia la puerta lateral que daba a la sacristía. Pero nada más desaparecer por la puerta, mi curiosidad me hizo volverme en el último momento para echar un vistazo a la repisa superior del altar. Todas las velas estaban milagrosamente encendidas.

Cuando el padre Blake recogió el cáliz y se arregló el bonete negro de tres picos, me coloqué delante de él y me acerqué al altar para comenzar una misa que ya iba con veinte minutos de retraso.

Durante la hora siguiente llevé a cabo mis funciones de memoria. Sujeté el dobladillo de las largas vestiduras del padre Blake cuando subió los peldaños del altar. Hice las genuflexiones en el momento adecuado. Y diestramente manejé las vinajeras de cristal tallado que contenían el agua y el vino tinto de la consagración, que el señor Fitzgerald, gracias a Dios, no había consumido. No se me olvidó hacer sonar la campanilla tres veces cuando el sacerdote levantó la hostia, y tampoco se me olvidaron las respuestas litúrgicas al sacerdote, ni siquiera cuando, al igual que la mayor parte de monaguillos de la parroquia, apenas fuera capaz de traducir una palabra del latín que me había visto obligado a memorizar.

Pero en el momento de la misa en que tenía que levantar un pesado y voluminoso devocionario con su atril de madera y llevarlo de la derecha a la izquierda del altar, tropecé con el dobladillo de mi sotana. Caí pesadamente sobre el libro y el atril, y oí el chasquido seco de la madera astillada, y también los gruñidos de la congregación cuando mi barbilla golpeó el suelo detrás de los tacones negros del padre Blake.

Tuvo la gentileza de no volverse, posiblemente porque estaba medio sordo; y yo me puse en pie lentamente levantando el libro sobre su fracturado atril, y con cuidado lo deposité sobre el altar —donde quedó un tanto torcido—, mientras el anciano sacerdote cerraba los ojos y hacía la señal de la cruz. A continuación bajé los peldaños, dispuesto a ocupar el lugar que me correspondía en el purgatorio de los monaguillos descarriados.

Nunca sabré cómo pude seguir ayudando el resto de la misa de aquel lamentable domingo. Durante años, el solo recuerdo de aquella mañana hacía que me subiera la sangre a la cara. Pero permanecí en el altar y completé mis tareas, ajeno a los demás y al espíritu de la misa, mi cuerpo convertido en un pecio que la marea pasea por la orilla. Cuando por fin terminó el oficio, sentí alivio, pero no pude huir de mi humillación.

Sin hacer caso de las severas miradas que me dirigía el señor Fitzgerald, ahora detrás del padre Blake mientras le retiraba las vestiduras sacerdotales, me quité y colgué mi corto sobrepelliz blanco y mi túnica, y enseguida me puse mi abrigo y mi sombrero y salí por la puerta lateral de la iglesia sin despedirme de nadie.

Unas frías ráfagas de aire salado del océano me recibieron mientras corría por la acera hacia el coche de mis padres, aparcado a una manzana de distancia. Era un Buick, un cupé azul de 1941 que tenía dos años, que mi padre había comprado un mes antes de que el gobierno detuviera la producción de automóviles. Me subí al asiento trasero, me hundí lo más posible y me cubrí la frente con el sombrero con la esperanza de que no me viera ninguno de los feligreses que pudiera haber presenciado mi patética actuación en la iglesia.

A través del parabrisas vi a mis padres a media manzana de distancia; se acercaban acompañados de mi hermana Marian, que tenía siete años. Después de unos cuantos pasos se detuvieron y se volvieron hacia la iglesia, esperando verme salir por la entrada lateral. Se encontraban junto a un gran árbol sin hojas, muy juntos, procurando refugiarse del viento, contemplando la iglesia; siguieron esperando mientras yo los observaba a lo lejos, sin moverme. En aquel momento no quería estar con ellos. No quería hablar con ellos, no quería que invadieran la serena intimidad del coche.

Me fijé en que mi madre llevaba un abrigo de castor que mi padre le había estrechado hacía poco, añadiéndole un cuello y unas mangas de visón: aquel abrigo había permanecido años en el almacén de pieles de la tienda de mis padres sin que nadie lo reclamara, y había sido propiedad de una corpulenta viuda de Filadelfia que había muerto sin herederos en Ocean City durante el verano de 1937. Era uno de los varios abrigos de piel que tenía mi madre. Algunos se los había comprado con descuento a un diseñador amigo de mi padre de Atlantic City; otros eran más o menos heredados de clientes del almacén que habían muerto sin que nadie los reclamara, o que habían cambiado sus pieles por vestidos y trajes nuevos durante la Depresión, o que llevaban mucho tiempo abandonados en el almacén porque la capa, el abrigo o la boa, con cabeza y cola, habían pasado de moda y se consideraba que ya no valía la pena pagar el coste de varios años de almacenaje.

Así fue como el legado de mi familia se fue adornando de abrigos de pieles de todos los tamaños y formas, de todas las texturas y colores, y durante las asfixiantes tardes de verano nada me gustaba más que quitar el cerrojo de la helada cámara que se extendía a un lado de la tienda y moverme sigilosa y velozmente entre las hileras de abrigos mientras con la nariz rozaba aquellas variadas pieles: el lujoso visón, el astracán de pelo rizado, el hirsuto mapache, la mullida e increíblemente fresca suavidad de la chinchilla.

Cientos de pieles colgaban en orden alfabético siguiendo los nombres de sus propietarios dentro de la luz azul lunar de la cámara y en medio de aquel aire que olía a alcanfor; y allí me imaginé a mí mismo en una comunión casi espiritual con la vida salvaje del mundo: leopardos africanos y corderos persas, focas de Alaska y zorros escandinavos, tejones canadienses y linces rusos, ardillas siberianas y guepardos asiáticos. También imaginaba cómo muchos animales quedaban destrozados en las trampas metálicas o recibían una herida de bala mortal durante un safari. A mi edad todavía no había olvidado los libros ilustrados de mi infancia en los que los animales se hallaban invariablemente personificados, e incluso humanizados, y me costaba mucho mostrarme desapasionado con el destino final de aquellos que poblaban el almacén de mis padres, una reclusión entre paredes de piedra color gris que sugería una fábrica de exterminio si uno se centraba en las hileras e hileras de cabezas, patas y colas de las boas de zorro que colgaban inertes. Las boas estaban formadas por los restos de tres zorros unidos en serie: la punta de la cola de cada zorro quedaba atrapada en el interior de las fauces del zorro de atrás. Era una grotesca simulación de realismo que denigraba y se burlaba de aquellas criaturas astutas que ahora adornaban las hombreras de un vestido con sus garras recortadas, los ojos reemplazados por un cristal, los hocicos aplastados, y las orejas aguzadas, sordas ya a los cuernos de caza y a los sabuesos del cazador.

Había un abrigo en la cámara, largo y de piel de leopardo, con un cinturón de cuero marrón, que colgaba aparte de los demás y no llevaba ninguna etiqueta con el nombre. La última persona que lo lució fue una mujer que había sido, ella misma, presa en una cacería. Era una camarera rubia que trabajaba en una pequeña cafetería situada en la esquina junto a la tienda de mis padres, y el abrigo se lo había regalado su amante, un empresario medio calvo que poseía unos cuantos establecimientos en el paseo marítimo y una mujer celosa cuya desconfianza acerca de la fidelidad de su marido la había llevado a contratar a un detective privado.

Una noche, el detective, acompañado de un fotógrafo, siguió al marido en coche, y después de cruzar el puente continuaron por la costa hasta Atlantic City. Allí, en el vestíbulo de un hotel, lo vio encontrarse con su amiguita, enfundada en el abrigo de leopardo, y a continuación entraron los dos del brazo en uno de los ascensores. Pero antes de que el detective y el fotógrafo pudieran pillar a la pareja en una situación comprometida, el conserje llamó a su habitación desde el teléfono interior y advirtió a la pareja, tras lo cual la rubia inmediatamente huyó por una escalera trasera, dejando el abrigo en el armario de la habitación del hotel.

Posteriormente, y ya más tranquilo, el hombre salió del cuarto con el abrigo escondido en una bolsa de la lavandería del hotel; y tras cruzar el vestíbulo afectando indiferencia, lo guardó en el maletero de su coche y se fue a casa. La noticia de este incidente pronto circuló por todo Ocean City, y en la tienda de mis padres escuché numerosas versiones de las chismosas de la ciudad que se hacían las simpáticas con mi madre, la cual, desde luego, siempre fingía escuchar el relato del incidente por primera vez.

Había algo teatral en mi madre, y lo utilizó de manera admirable cuando aquel hombre llegó al mostrador con el abrigo de piel de leopardo, todavía dentro de la bolsa de la lavandería, y le pidió a mi madre que lo guardara en la cámara. Así lo hizo ella, sin mover una ceja; y allí pasó el resto del invierno y todo el año siguiente, y las subsiguientes estaciones de mi adolescencia en Ocean City: un abrigo aislado, exiliado en la cámara, manchado por el escándalo.

Se abrió la portezuela del coche y mi madre, enfundada en su abrigo de castor, se sentó delante, con mi hermana pequeña encima.

—Te hemos estado buscando todo este tiempo —comenzó mi madre, al parecer más preocupada que irritada—. ¿Por qué no nos has esperado junto a la iglesia?

—Tenía demasiado frío —contesté.

Ella no dijo nada, y todos aguardamos a que mi padre terminara de limpiar el parabrisas con la sección de anuncios clasificados de la edición dominical del Atlantic City Press, un periódico que a veces compraba después de la misa en el quiosco que había delante de la iglesia. El pálido sol que había entrado por los cristales ahora estaba cubierto de nubes, y una fuerte brisa se levantó de repente y cubrió de polvo y arena la capota del coche, y mi padre cerró los ojos y se agarró el sombrero. Hundió el periódico bajo el brazo, abrió la puerta y me miró, como para comprobar de qué humor estaba yo ahora.

—Podríamos ir hasta Filadelfia y darnos una buena comilona, si tuviéramos gasolina —añadió refiriéndose a la escasez de combustible causada por la guerra—. Pero lo que haremos será ir esta noche a Atlantic City.

—Los niños tienen que hacer deberes —dijo mi madre enseguida.

—Tienen toda la tarde para hacer los deberes —dijo mi padre—. Saldremos pronto y estaremos de vuelta antes de las diez —me sonrió en el espejo retrovisor, pareció comprender mi deseo de huir, aunque fuera brevemente, de los estrechos límites de aquella isla.

Mi madre desabrochó la chaqueta de invierno de mi hermana mientras mi padre ponía en marcha el Buick. Iniciamos el trayecto de diez minutos hasta nuestro apartamento, situado sobre la tienda, en el distrito comercial de una zona céntrica de la ciudad. Observé a mi familia, todos ahora en el asiento delantero: mi padre con su abrigo de tweed y su sombrero de fieltro marrón, mi madre con su abrigo de pieles y su sombrero de cuero negro y ala curva, y mi hermana con una chaqueta invernal de color rosa ribeteada de piel de conejo blanco que había sobrado de uno de los arreglos de mi padre.

Era un hombre que no tiraba nada. Los restos de piel que quedaban sobre su mesa de trabajo reaparecían para decorar las solapas de los bolsillos o el cuello o el dobladillo del abrigo que otro cliente había llevado a arreglar. La habilidad creativa que había exhibido antaño como diseñador y cortador de trajes a medida para hombre, una habilidad que en el estado actual de la economía quedaba reducida a un arte de pobretones, la aprovechaba ahora para reparar y remodelar vestidos de señora.

Aquel mismo año, cuando las telas de todo tipo estaban racionadas a causa de la guerra, observé cómo una tarde mi padre arrancaba un centenar de pequeñas piezas de lana de un muestrario; luego, después de extender las piezas sobre una mesa y disponerlas en un interesante mosaico, las cosió para formar una tela multicolor a partir de la cual creó una casaca de lo más insólita. Después de forrarla de satén, pasó a exhibirla por la ciudad con un llamativo pañuelo de seda brotando del bolsillo de la pechera.

El Buick siguió avanzando lentamente hacia nuestro barrio, pasando junto a pequeños hoteles blancos y grandes pensiones que durante el invierno permanecían cerrados. Casi todas las casas poseían torretas acabadas con un florón sobre el que se posaban las gaviotas, tejados abuhardillados y espaciosos porches llenos de sofás de mimbre boca abajo y tumbonas atadas en manojos para que no se las llevara el viento. Casi nadie caminaba por la calle, y había bloques enteros en los que no se veía ni un coche en la acera. Exceptuando la farmacia y el estanco, estaba prohibido que las tiendas abrieran en domingo, ni siquiera el único cine de la ciudad, en cuya marquesina se podía leer: EL JOROBADO DE NOTRE DAMECHARLES LAUGHTON, MAUREEN O’HARA.

Escuché sin prestar atención cómo mis padres hablaban del trabajo por encima de la cabeza de mi hermana, mientras ella se acurrucaba entre ambos leyendo las tiras cómicas del suplemento dominical. La radio sintonizaba una emisora de Filadelfia especializada en música clásica, y había tanta electricidad estática que la melodía apenas se oía. Sin embargo, yo sabía que la afición de mi padre por ese tipo de música le impedía sintonizar una de las emisoras con mejor recepción en las que se oían las bandas populares de Benny Goodman o Tommy Dorsey, o a los vocalistas modernos que a mí me gustaban, como Bing Crosby, Nat King Cole y Frank Sinatra.

Ese Sinatra era un italoamericano cuyo talento no hacía mella en mi padre, irracionalmente reacio a todos esos intérpretes que apelaban primordialmente a un espíritu juvenil o ejemplificaban la última moda. Su aversión abarcaba no solo a esos cantantes melódicos, sino a las estrellas más célebres de Hollywood y las figuras más anunciadas del mundo de los deportes.

Entre los deportistas, consideraba que los jugadores de béisbol eran los más excesivamente alabados, y para él ese deporte no era más que una tediosa pérdida de tiempo, con lo que su reacción de hastío se transformó en profunda aversión después de que, a los nueve años, yo me convirtiera en adicto al béisbol. Me enganché a ese deporte en el verano de 1941, cuando el exterior central de los New York Yankees, Joe DiMaggio, batió el récord de las grandes ligas al conseguir marcar en cincuenta y seis partidos seguidos. Incluso en nuestra provinciana isla, donde los hinchas preferían a los equipos de Filadelfia, el bateador de los Yankees era admirado por las multitudes que se reunían en el paseo marítimo o bajo el toldo de franjas verdes del mercado de nuestro barrio, donde una radio emitía a todo volumen una nueva canción grabada por la banda de Les Brown:

De costa a costa, ya solo se oye hablar

de Joe el Hombre Espectáculo

él ha glorificado la esfera de piel de caballo.

Dale, dale, Joe DiMaggio…

Joe… Joe… DiMaggio… todos

te queremos de nuestro lado.

Un día entré en la tienda de mis padres silbando esa melodía, y mi padre, que la reconoció de inmediato, se dio la vuelta y se metió en la sala de patronaje, negando lentamente con la cabeza. Durante aquel día no paré de silbarla, aunque con menos energía; y la reconocí como el primer signo de rebelión contra mi padre, una rebelión que se intensificaría durante los dos años siguientes hasta el punto de que, en aquel diciembre de 1943, mi desasosegada mente pensaba en sus cosas en el asiento de atrás del Buick de mi padre, y yo planeaba escaparme del colegio cuando los Yankees comenzaran el entrenamiento de primavera el próximo mes de marzo.

No llegaría tan lejos. Hacía poco las páginas de deporte del periódico local habían anunciado que, a resultas de las restricciones de los viajes de larga distancia causadas por la guerra, los Yankees renunciarían a su temporada en Florida en favor de Atlantic City. Después de leer la noticia, yo marcaba en secreto el paso de cada uno de aquellos días fríos y deprimentes a la espera de una gloriosa primavera en la que cruzaría en tranvía las marismas hasta el estadio pequeño y destartalado que ahora se vería ennoblecido por la presencia de los campeones del mundo de béisbol. No le revelé ninguno de esos planes a mi padre, por supuesto, y me prometí que mi encuentro con los Yankees tendría lugar a pesar de lo que dijera o hiciera para justificar su anormal aversión al pasatiempo nacional.

A decir verdad, sin embargo, un día yo comprendería el nulo aprecio que mi padre sentía por los deportes. Cuando era niño, durante la Primera Guerra Mundial, en su pueblo no se practicaba ningún deporte, no había nada que hacer para relajarse: eran una época y un lugar en los que el trabajo infantil no solo era aceptado, sino imprescindible dada la miseria en que se vivía; y mi padre pasó sus años de adolescencia sin saber en qué consistía ser joven.

Tal como se apresuraba a recordarme cuando me quejaba de tener que ayudar en la tienda, él se había visto obligado a mantener dos trabajos pesados mientras estudiaba secundaria. Se levantaba al amanecer para trabajar de aprendiz de sastre en la tienda que su tío tenía en el pueblo; y después de la escuela debía trabajar en la granja que su padre administraba en el valle, que andaba escasa de mano de obra debido al creciente número de hombres que el ejército italiano había reclutado.

Entre estos estaba el hermano mayor de mi padre, Sebastian, que regresaría del frente en 1917 tullido y con problemas mentales tras haber inhalado gas venenoso y sufrido los bombardeos de artillería durante la guerra de trincheras contra los alemanes. Puesto que Sebastian nunca llegó a recuperarse del todo, y puesto que el padre de mi padre, Gaetano, había muerto tres años antes de asbestosis poco después de regresar a Italia tras haber trabajado en una fábrica de los Estados Unidos, le correspondió a mi padre responsabilizarse de manera prematura del bienestar de su madre viuda y sus tres hermanos pequeños.

Dos de esos hijos (los hermanos de mi padre Nicola y Domenico) formaban parte de la infantería italiana, y lucharon con los alemanes contra el ejército aliado que estaba atacando Italia. Casi cada noche, después de irme a la cama, podía oír las oraciones susurradas de mi padre cuando se arrodillaba delante del retrato de San Francisco y suplicaba al monje que salvara a sus hermanos de la muerte o de seguir el destino de Sebastian, y rezaba también por la protección de su madre y los demás miembros de su familia que estaban ahora atrapados en medio de la guerra. En aquella época Sicilia ya se había rendido, pero los aliados todavía no habían conquistado todo el sur de Italia, y a lo largo de 1943, en nuestro apartamento y en la tienda, fui testigo del comportamiento volátil de mi padre, de sus bruscos cambios de humor, que oscilaban entre la resignación y la irritación, la ternura y la distancia, la franqueza y la reserva. En esa isla donde tantos ondeaban la bandera, y donde mi padre deseaba que todo el mundo comprobara que era un patriota, de manera instintiva yo comprendía y simpatizaba con su tribulación de sentirse como una especie de agente doble emocional.

Al volver de la escuela, veía su desazón cuando el cartero entraba en la tienda para dejar sobre el mostrador un fajo de cartas. Cuando el cartero se marchaba, mi padre se acercaba al correo con cautela, y revisaba las cartas por si había alguno de esos finos sobres grises que llegaban de ultramar. Si encontraba alguno, lo dejaba sin abrir junto a la caja registradora que había en el departamento de ropa de mi madre para que ella lo abriera más tarde y leyera la carta.

Mi madre, que era franca y directa, y nunca se andaba con rodeos como mi padre, me había confiado un día que casi todas esas cartas procedían de un campamento de prisioneros de guerra del norte de África donde uno de los parientes de mi padre estaba preso. A este pariente lo habían capturado junto con varios cientos de soldados italianos después de la victoria británica sobre los alemanes en El Alamein; pero ese encierro no impedía que este pariente le remitiera a mi padre información, que de algún modo averiguaba dentro del campamento, acerca del bienestar de la gente que vivía en la aldea de mi padre y alrededores.

Después de que las puertas de la tienda quedaran cerradas con llave, mi madre abría esos sobres de ultramar y los leía en silencio, mientras mi padre escrutaba su cara en busca de algún signo de horror o tristeza. Si ella no cambiaba de cara, él se quedaba tranquilo, con la certeza de que no había ocurrido ningún desastre, y cogía la carta para leerla él mismo.

A lo mejor lo que yo presenciaba era una estratagema supersticiosa por su parte, una manía que había que remontar a un tipo de mentalidad que había modelado el carácter secretista de ese pueblo antiguo y aislado. O quizá simplemente utilizaba a mi madre de muleta en aquella época de incertidumbre y angustia, una garantía contra la posibilidad de que él fuera el único receptor de una noticia fatal.

Pero fuera cual fuera la razón, aquellas escenas me inquietaban, yo quería mantenerme lo más alejado posible de la compleja realidad que rodeaba mi vida. Hubo muchas veces en las que deseé haber nacido en una familia distinta, una familia sencilla y sin complicaciones, de impecables credenciales estadounidenses: una familia sin secretos, sin susurros, sin parientes que fueran soldados enemigos que mandaban cartas desde un campamento de prisioneros, una familia que no le rezara al cuadro de un monje feo ni comiera pan italiano con queso fuerte.

Habría preferido tener una madre que pasara menos tiempo en la tienda con las principales señoras protestantes de la isla, a las que les vendía sus vestidos, y más tiempo dedicada a la vida de barrio, con las monjas y las mujeres irlandesas del continente que invadían nuestra escuela cuando había reuniones de padres y noches de bingo. Y habría dado la bienvenida a un padre que fuera más relajado y despreocupado, que los fines de semana se quitara el chaleco y la corbata y jugara a la pelota conmigo en la playa o en el pequeño parque que había al otro lado de la iglesia del Tabernáculo metodista. Pero yo sabía que este último deseo no era más que una fantasía: lo había descubierto el verano anterior, tras haber hecho rebotar durante media hora una pelota roja de goma contra la pared de ladrillo del aparcamiento que había detrás de la tienda. Supuestamente tenía que estar trabajando dentro, colocando unas guardas de cartón finas y alargadas en la parte inferior de las perchas, que a continuación debía alinear sobre un armazón de tubos metálicos al alcance de los dos negros que planchaban los pantalones y las americanas. Pero después de haber colgado cincuenta perchas con las guardas colocadas, había desaparecido entre las nubes de vapor que se alzaban de las máquinas de planchar, y, con la pelota en el bolsillo, me había escabullido por la puerta trasera a la brisa fresca del aparcamiento. Allí había comenzado a lanzar la pelota contra la pared y a practicar la intercepción a bote pronto, a imitación de una de las estrellas de los Yankees, el segunda base Joe Gordon, un jugador acrobático y de ojos oscuros a quien me gustaba creer que me parecía.

Creía que mi padre se había ido a almorzar, tal como solía hacer siempre a media tarde los sábados; así que me quedé de una pieza al verle aparecer de repente por la puerta trasera, caminando hacia mí con mala cara. Sin saber qué hacer, aunque sin embargo impelido por la energía nerviosa a hacer algo, rápidamente cogí la pelota con la mano derecha, armé el brazo y se la lancé.

La pelota se alzó formando un arco de casi quince metros hacia su cabeza. Se quedó tan sorprendido que se paró en seco, y, con aire asustado, miró al cielo a través de sus gafas de montura de acero. A continuación —como si no supiera si bloquear la pelota o intentar atraparla—, extendió el brazo hacia arriba y ahuecó sus suaves manos de sastre, preparándose para el impacto.

Me quedé observándolo inquieto desde la otra punta del aparcamiento, no menos horrorizado que él por haber elegido ese momento para enfrentarle —quizá por primera vez en su vida— al reto de atrapar una pelota. Me encogí de miedo al ver cómo la bola le golpeaba con fuerza en un lado del cuello, hacía carambola en el hombro y rebotaba contra la pared que tenía detrás, para rodar despacio hasta sus pies, donde al fin se detuvo.

Mientras yo contenía el aliento, él bajó la cabeza y comenzó a frotarse el cuello. Entonces, al ver la pelota a sus pies, se agachó para recogerla. Por un momento sostuvo la pelota de goma en la mano derecha y la examinó como si fuera un objeto extraño. La apretó. Le dio vueltas con los dedos. Al final, con una sonrisa avergonzada, se volvió hacia mí, armó el brazo torpemente e intentó arrojar la pelota en mi dirección.

Pero se le resbaló, se le escapó sin fuerza en un ángulo oblicuo y rodó bajo una de las furgonetas de la tintorería que había al borde del aparcamiento.

Mientras yo me apresuraba a recoger la pelota, vi cómo él se encogía de hombros. Parecía muy avergonzado. Él, a quien tanto preocupaban las apariencias, había hecho lo que había podido, y sin embargo el resultado había sido lamentable. Un momento penoso para ambos.

Pero mi padre no puso ninguna excusa mientras yo me arrastraba debajo de la furgoneta para coger la pelota. Y cuando volví a salir, vi que ya se había ido.

El Buick dobló la esquina, pasó junto al banco, se adentró en la zona comercial y se detuvo delante de nuestra tienda. Eran casi las doce y cuarto, y debería haber tenido hambre cuando mi padre anunció alegremente: «Voy a hacer tortitas…, ¿alguien quiere?». Mi hermana dio un salto y lanzó un grito de alegría, pero yo me quedé callado.

Los seguí mientras Marian subía a saltitos la empinada escalera alfombrada interior, con sus paredes de piedra marrón, que ascendía dos descansillos hasta una entrada en arco. Una araña de luces de hierro forjado color negro colgaba sobre la entrada, y en la pared de cada descansillo había una hornacina de metro y medio que contenía la estatua de un santo y una vela votiva roja siempre encendida.

En una hornacina se veía la serena figura de la Virgen María, exquisitamente imperturbable mientras bajo sus pies desnudos se retorcía una serpiente. En la otra había una estatuilla de San Francisco cubierto por una túnica marrón, el cual, a pesar de que sus pies calzados con sandalias no estaban amenazados por ninguna serpiente, poseía su expresión facial característica adusta y ceñuda, tan deprimente como la que exhibía en el retrato que adornaba nuestro apartamento y las salas de estar de casi todos los amigos de mi padre de Filadelfia. Aquel monje de aspecto desdichado era el aguafiestas número uno de todos los santos, un horror desde mi primera infancia; y aquel día me recordó un poco a mí, por lo que lo detesté todavía más.

Una vez en el apartamento colgué el sombrero y el abrigo, y tras rehusar educadamente la propuesta de mi madre de subirme el almuerzo mientras hacía los deberes, cerré la puerta del dormitorio… para seguir trabajando en mis maquetas de aviones. Ahora tenía entre manos un caza Lockheed P-38 de doble fuselaje. Mientras pegaba meticulosamente las partes finas y crujientes de papel de seda en la estructura de madera de balsa, me llegó la música de Puccini, que ahora sonaba en la vitrola de mi padre. Me lo imaginé sentado en su butaca favorita leyendo el periódico, y también a mi madre, en la otra punta del apartamento, en su asiento habitual a la mesa del comedor, ayudando a mi hermana con la ortografía, la lectura y la aritmética.

Un domingo típico. Muy distinto del resto de los días de la semana porque no se oía la campanilla cada vez que un cliente abría o cerraba la puerta principal de la tienda; y la extensión del teléfono de arriba no sonaba a cada momento cuando alguien llamaba por negocios; y si ponía en marcha la pequeña radio que tenía en la mesita, no escuchaba la habitual electricidad estática que existía cada vez que las máquinas de coser eléctricas zumbaban en la sala de patronaje y se encendían los focos en la sección de vestidos de señora para dar realce a los maniquíes de madera de mi madre. A menudo, en las tardes de sábado de verano, cuando retransmitían los partidos de los Yankees desde Nueva York, me escabullía por la escalera lateral hasta la parte delantera de la tienda para apagar los focos que provocaban casi toda aquella electricidad estática, y entonces volvía a subir las escaleras y apretaba la oreja contra la cálida radio y esperaba que la voz de los Yankees, Mel Allen, me pusiera al corriente de todo lo que me había perdido.

Cuando mi padre se daba cuenta del jueguecito que me traía con las luces, entraba en silencio en el apartamento y a veces me pillaba encorvado sobre la radio; y después de apagarla girando con brusquedad el botón del dial, me empujaba furiosamente por los hombros escaleras abajo hacia la parte de atrás de la tienda, cerca de las máquinas de planchar y de los hombres sudorosos ocultos en parte por las nubes de vapor. En el suelo había enormes cajas de guardas de cartón esperando a que las colgaran de las nuevas perchas de alambre. O peor aún, había montones de colgadores usados y oxidados que mi padre había comprado a los clientes a bajo precio (para compensar la limitada producción de perchas metálicas durante la guerra). Había que separar esas perchas enredadas que colgaban juntas como cangrejos en un cesto, darles la forma adecuada, rascarlas para quitar el óxido, y a continuación colocarles una por una las guardas de cartón. Arriba, el partido proseguía en mi ausencia, y no sabía cómo había terminado hasta que, al día siguiente, hojeaba impaciente la sección de deportes del periódico dominical.

En aquel domingo de diciembre libre de electricidad estática, puesto que las retransmisiones de fútbol profesional me atraían poco, me concentré en mis maquetas de aviones: corté la madera con una hoja de afeitar, la encajé en su lugar, y poco a poco sucumbí al efecto anestesiante del poderoso pegamento que no tardó en dejarme fuera de combate.

Pasaron horas antes de que mi madre, con un suave empujoncito, me susurrara para que mi padre no pudiera oírlo: «Vístete, deprisa… Nos vamos a Atlantic City».

El Buick cruzaba las calles oscuras por una ruta interior en dirección al puente de la bahía, evitando la costa. A lo largo de esta la iluminación estaba prohibida. Las casas que daban al océano tenían las persianas bajadas, y la playa estaba ocupada tan solo por soldados de la Guardia Nacional Costera montada, cuyos caballos eran capaces de meterse en el agua hasta que esta les llegaba al cuello, y estaban entrenados para no alarmarse por los destellos fosforosos que a veces surgían de las aguas.

Mientras cruzábamos las marismas, una vez rebasados los pinares, más allá de las tierras de labranza heladas y las carreteras rurales que apenas reflejaban los faros azulados de nuestro coche, llegamos por fin al bulevar circular en cuyo centro había un monumento de granito que señalaba la entrada, alejándote de la costa, a Atlantic City. Después de recorrer varias manzanas por la avenida principal, sobre la cual una extensión plateada de decoraciones navideñas carentes de luz enmarcaba la noche, mi padre tomó una calle lateral en la que había bares y clubs nocturnos con hombres y mujeres de color en la puerta. Dos manzanas más allá, sin ningún negro a la vista, se encontraba el barrio italiano, cuyo restaurante The Venice era famoso en todo el vecindario.

Delante del restaurante había hombres cubiertos con abrigos y sombreros de ala ancha, que fumaban cigarrillos y puros y se ocupaban de meter y sacar los coches del aparcamiento. Uno de ellos le hizo una seña con la cabeza a mi padre, que llevaba años yendo a ese local; en el interior, el jefe de camareros estrechó la mano a mi padre y nos guio a través de la multitud que había en el bar hasta una mesa junto a la pared, en mitad de la sala. Casi todas las mesas estaban ocupadas por familias italoamericanas, algunas con bebés subidos a unas altas tronas (reconocí una roja que yo había ocupado de pequeño); y los camareros, todos ataviados con esmoquin y pajarita de clip, se movían velozmente arriba y abajo con sus bandejas, conversando con los clientes y entre ellos en una mezcla dialectal de inglés e italiano. Aunque el restaurante se llamaba The Venice, tenía muy poco de veneciano; el aroma de la comida era claramente napolitano, y detrás de la barra destacaba un mural de la bahía de Nápoles: lo último que habían visto de Italia muchas de esas personas antes de embarcar años antes hacia los Estados Unidos.

Mi padre, como siempre, nos preguntó qué queríamos y a continuación se lo tradujo al italiano a uno de los camareros, que nunca anotaban nada. Como siempre, mi primer plato fue espaguetis con salsa de almejas, y mi manera habitual de comerlos era con un tenedor y una cuchara de servir redondeada, que sujetaba como un guante de béisbol para recoger los fragmentos de almeja que caían y estabilizar el tenedor mientras intentaba hacer girar los espaguetis hasta conseguir un bocado apretado y engullible.

Me había fijado en que mi padre nunca comía así los espaguetis. Utilizaba solo el tenedor, que hacía girar con maestría sin dejar que ningún espagueti quedara colgando cuando se los llevaba a la boca. Pero en esta ocasión, después de que llegara mi plato y yo comenzara a comer a mi estilo habitual, con la cuchara, él me observó con una expresión casi afligida en la cara. A continuación me dijo, paciente:

—Sabes, creo que ya tienes edad para aprender a hacerlo bien.

—A hacer bien ¿el qué?

—A comer bien los espaguetis —dijo—. Sin la cuchara. Solo la gente sin modales come los espaguetis así…, o los ignorantes; o los italianos que son cafoni [paletos]. Pero, en Italia, a los italianos refinados nunca se les ve en público utilizando la cuchara.

La dejé a un lado e intenté enroscar tres o cuatro veces los espaguetis en torno al tenedor, pero cada vez se me escurrían y caían en la salsa, o resbalaban del plato y caían al suelo.

—Olvídalo —dijo finalmente mi padre—. Olvídalo por hoy, pero a partir de ahora practica. Un día aprenderás a hacerlo bien.

Pronto llegó el segundo plato, y luego el postre y el café negro en una tacita que bebía mi padre. Mis padres hablaban de negocios, y mi hermana y yo estábamos inquietos.

Yo dirigí mi atención a una mesa grande que había cerca de la barra, alrededor de la cual se congregaba un festivo grupo de hombres y mujeres de mediana edad que reían y aplaudían, y levantaban sus vasos de vino en dirección a un joven soldado que los acompañaba. El soldado era muy alto y vestía su uniforme caqui. Tenía el pelo negro y reluciente, con la raya muy bien hecha. Era de hombros anchos, cara alargada, enjuta y de facciones duras, y de ojos castaños y vigilantes. Parecía perfectamente consciente de ser alguien muy especial.

La gente que lo rodeaba prácticamente no podía dejar de mirarlo, ni de tocarlo, ni de darle palmaditas en la espalda cuando se inclinaba para comer. Solo comía él. Los demás hacían caso omiso de su plato y se concentraban en observarlo, aplaudir o brindar por él cada vez que movía el cuchillo y el tenedor.

Cuando el camarero llegó con la cuenta, le tiré de la manga y le pregunté:

—¿Quién es ese soldado de ahí?

El camarero enarcó las cejas con un leve temblor, se inclinó hacia mi oído y replicó:

¡Es Joe DiMaggio!

Me puse en pie de un salto y me quedé mirando al soldado alto que seguía comiendo, y me imaginé a lo lejos el sólido sonido del bate, el rugido de la multitud, el vivo ritmo de la banda de Les Brown.

Le di un golpecito a mi padre en el hombro y le dije:

¡Es Joe DiMaggio!

Mi padre levantó la mirada de la cuenta que había estado estudiando por si había algún error y la volvió luego hacia la gran mesa sin mucho interés. A continuación se giró hacia mí y me contestó:

—¿Y?

Sin hacer caso a mi padre, me quedé de pie, sin dejar de observar a DiMaggio. Y antes de que saliéramos del restaurante le eché una última mirada, esta vez desde más cerca, y en la mesa que había delante de mi héroe distinguí un humeante plato de espaguetis. A continuación inclinó la cabeza hacia delante, con la boca abierta, y todos cuantos le rodeaban sonrieron —yo incluido— cuando hizo girar su tenedor ayudándose de una gran cuchara de plata sin la menor vergüenza.