4.

Mi madre tenía un primo en Brooklyn que era miembro de la Mafia, o eso supuse siempre, porque, aunque jamás aguantó mucho en ningún empleo, invariablemente se presentaba en la casa de los padres de mi madre, cuando había alguna cena familiar, al volante de un coche nuevo, y luciendo trajes de seda y camisas adornadas con gemelos y agujas de corbata donde siempre asomaba un diamante; e inclinado sobre la frente caía un sombrero negro a prueba de balas, un bombín forrado de acero.

Yo sabía que estaba forrado de acero porque un fin de semana, después de haber acompañado a mi madre y a mi padre a una gran fiesta nupcial en Brooklyn, mientras estaba sentado en el borde de la pista de baile cerca de este primo, y él intentaba quitarse el sombrero para saludar a alguien, se le cayó de manera accidental y fue a estrellarse sobre mi pie izquierdo, y debido a aquello tuve un dedo hinchado y dolorido durante varios días.

Cuando le pregunté por él a mi madre, me explicó que no era más que un primo «lejano» que solía visitar a sus padres sin que lo invitaran, y añadió que desde que ella se había casado con mi padre y se había establecido en Ocean City, le aliviaba y le alegraba mucho vivir a más de ciento cincuenta kilómetros de su primo de Brooklyn, cuyas apariciones nunca eran bien recibidas.

Entonces, un día muy caluroso de finales de agosto de 1941, mientras yo patinaba cerca de la tienda de mis padres en la calle principal de Ocean City, vi aparecer lentamente por la avenida, en busca de aparcamiento, un gran automóvil negro conducido por un hombre que llevaba una chaqueta oscura y un sombrero negro y redondo. En días soleados, los hombres elegantes de Ocean City llevaban sombreros de paja, y sus trajes solían estar hechos de franela blanca o lino beige; y puesto que la gente que pasaba sus vacaciones en ese enclave veraniego era casi exclusivamente de Filadelfia o de algún otro lugar de Pensilvania, resultaba muy poco corriente ver un coche con matrícula de fuera del Estado, y el que yo acababa de ver mostraba placas de Nueva York.

Como tenía pocas dudas acerca de la identidad del conductor, patiné tan rápido como pude hacia la tienda de mis padres, y a continuación crucé de puntillas la alfombra de la sala de muestras de manera torpe y haciendo mucho ruido, soporté las miradas de desaprobación de los dependientes y esperé impaciente para hablar con mi madre, que en ese momento estaba ocupada con un clienta. Mi madre me había dicho que nunca la interrumpiera cuando trataba con un cliente, así que en aquel momento observé en silencio mientras ella sacaba un vestido de una percha y se lo entregaba a una mujer redondeada y pechugona que miraba a hurtadillas a través de la puerta entreabierta de un probador.

Era el último día de las rebajas de verano, y en los estantes había mucha mercancía sin vender que mi madre estaba impaciente por reemplazar con las prendas de otoño, que, en el anexo, ya habían sacado de las cajas, aunque todavía no las habían pagado. No había sido una buena temporada en la costa, donde la economía local aún se hallaba en declive por culpa de la escasez de veraneantes causada por la Gran Depresión de la década de 1930. Un rato antes, en la avenida, había visto cómo mi padre se dirigía hacia el banco, donde, sabía yo por mi conversación con mi madre a la hora del desayuno, esperaba mejorar las condiciones de un préstamo desfavorable. Todavía no había regresado a la tienda mientras yo aguardaba para advertir a mi madre de la llegada de su primo. Pero antes de que pudiera hablar con ella, vi aparecer al primo delante del escaparate, una figura corpulenta y tocada con un sombrero negro a contraluz, que mantenía los ojos levantados hacia el cartel que había sobre la puerta para confirmar que había llegado a su destino.

Antes de que pudiera distinguirme, patiné hacia uno de los probadores vacíos y me quedé mirando detrás de una cortina, con tanta curiosidad como miedo. El primo se abrió paso lentamente entre la multitud y pasó junto a los mostradores y estantes de ropa en dirección a mi madre, con una sonrisa formándose en su cara ancha, el sombrero apretado firmemente en una mano mientras la otra (que rebasaba un reluciente gemelo) se extendía en previsión de un cálido abrazo.

Cuando mi madre le vio, le sonrió sin el entusiasmo que prodigaba a sus clientes. Aunque le ofreció la mejilla para un leve beso, rápidamente le cogió del brazo y lo llevó hasta la otra punta de la sala de muestras, lejos de los compradores y los dependientes, y al lado del probador tras cuya cortina yo me ocultaba, en precario equilibrio sobre los patines inmóviles.

—Prima Catherine —le oí decir—, he venido por negocios, y como estaba cerca se me ocurrió dejarme caer y pasar el fin de semana con vosotros, y a lo mejor tomar un poco el sol.

Mi madre negó inmediatamente con la cabeza.

—Lo siento —dijo—, pero no puedo tener invitados en casa en esta época del año.

Atónito ante esa respuesta, el primo se transformó de repente y, mirándola ceñudo con una ceja enarcada, afirmó en tono solemne:

—Catherine, soy tu primo.

Aquello no afectó a mi madre, que levantó la mano derecha y, señalando con el dedo, dirigió su atención a las hileras de vestidos sin vender que se extendían por toda la tienda.

—En verano —dijo—, solo esos son mis primos.

Por mucho que el primo intentó convencerla de que cambiara de opinión, mi madre se negó a alojarlo, y antes de que mi padre regresara a la tienda, el primo ya se había marchado.

Me quedé en el probador, pues todavía no estaba preparado para abandonar mi escondite; y sentado cuidadosamente sobre los cojines del banco, con cierta dificultad comencé a sacar los pies de los patines metálicos que llevaba tan apretados contra las suelas de mis zapatos Buster Brown. Mientras giraba y sacudía la llave combada del patín, observé que mi padre había llegado, y que mi madre se le había acercado para hablar con él. Aunque me encontraba demasiado lejos para oír lo que decían, por la expresión que había en la cara de mi padre comprendí que no le hacía feliz lo que mi madre le estaba contando.

Era un hombre serio por naturaleza, y en aquel momento miraba al suelo casi con aire lastimero, asintiendo lentamente con la cabeza mientras mi madre hablaba, los brazos cruzados y apretados delante del pecho de un modo que fruncía la nueva gabardina que hacía poco se había diseñado y confeccionado: una prenda de corte estrecho y entallado, con solapas puntiagudas que ahora parecían levantarse como las orejas de un conejo en estado de alerta. Mi madre había sido poco hospitalaria con un mafioso, ni más ni menos que un primo: aquello era un grave insulto social que, en la Italia meridional donde había nacido mi padre, bien podría haber provocado una vendetta.

Pero mientras yo observaba a mi madre, me di cuenta de que ella no compartía la preocupación de mi padre. Después de todo, ella había nacido en los Estados Unidos; y aunque sus padres procedían de algún lugar de Italia, al igual que mi padre, mi madre había conseguido distanciarse de sus antiguas costumbres y miedos; había creado, con su ropa a la moda y su actitud distante, a la mujer moderna que parecía ser aquel día, firmemente aposentada en sus zapatos blancos de tacón alto, tan fría e imperturbable como los esbeltos maniquíes del escaparate que con tanta distinción había vestido y a los que se parecía. Si algo le preocupaba después de haberse librado de su primo, era probablemente que las transacciones del último día de rebajas de verano no cumplieran sus expectativas más optimistas.

Mi madre estaba casada con el negocio de la ropa. Cuando era niña y vivía en Brooklyn, vestía a sus muñecas con un variado guardarropa que cambiaba con las estaciones, y nunca permitía que ninguna de sus cuatro hermanas jugara con esos mimados ídolos, ni siquiera que los tocaran; y esas hermanas, mis tías, al relatármelo años más tarde, transmitían una leve aunque permanente sensación de resentimiento hacia aquella niña distante y poco dada a compartir que quizá en una época fue mi madre.

Al acabar la secundaria, vendió vestidos en unos grandes almacenes de Brooklyn, donde posteriormente se convertiría en encargada adjunta de compras; creo que de no haber conocido a mi padre, no le habría importado permanecer en aquellos almacenes durante el resto de su vida laboral. Aquello proporcionaba a mi madre, que de otro modo se habría visto limitada por el aislamiento de su barrio italiano y las prosaicas expectativas de sus padres, un pasaporte a la vastedad de los Estados Unidos, al gran bazar de negocios y nuevas ideas, de ilusiones y fantasías, de tentaciones en una gran variedad de colores, formas y tamaños. Allí aprendió todo lo que sabía del marketing y el dinero, y se relacionó con empleados cuya educación y cuya vida eran diferentes de las suyas —a menudo almorzaba con la decoradora y su novio—, y allí también estudió las actitudes y el comportamiento de los inveterados mirones y los consumidores frugales, los compradores impulsivos y los malgastadores, los buscadores de gangas y los cleptómanos.

Aquellos almacenes eran un sustituto de los viajes que no había podido hacer y la educación universitaria a la que no había tenido acceso; en el interior dorado y espacioso de las numerosas plantas de los almacenes se sentía como una princesa dentro de un castillo iluminado por arañas de cristal, rodeada de flores recién cortadas y música en el aire. Allí había innumerables vestidos, batas y négligés, trajes de noche y elegantes cajas de regalo, y también mostradores de cristal llenos de joyas, que cada día reflejaban las caras de los clientes que se paseaban unidos en su avidez por todo aquello que era deseable, daba categoría y marcaba la moda del momento.

Pero cuando regresaba a casa por las tardes, luciendo los vestidos llenos de color que había obtenido en los almacenes con su descuento de empleada, tenía que volver a adaptarse al ambiente cerrado del hogar familiar, en cuyas paredes colgaban crucifijos y cuadros de santos, y donde sus padres generalmente vestían de negro. Estos, antes de casarse entre ellos, habían experimentado un matrimonio trágico en sus años juveniles, y el hábito precoz de llevar luto había sobrevivido al dolor provocado por sus difuntos cónyuges.

El primer marido de la madre de mi madre, Angelina, murió de malaria en Maida durante los primeros meses de su matrimonio, y Angelina quedó viuda y sin hijos a los diecinueve años; estuvo tres sin que nadie la cortejara, hasta que recibió por correo una fotografía procedente de Brooklyn en la que se veía a un viudo que era amigo del tío que había emigrado a los Estados Unidos y de su emprendedor hijo, que todavía no se distinguía por llevar bombines negros forrados de acero.

Aunque el viudo de la fotografía parecía un tanto serio y al menos diez años mayor que ella, las parientes casamenteras de Angelina en los Estados Unidos lo describieron de manera favorable como un hombre enérgico con el que no le faltaría de nada. Trabajaba de cochero y asistente personal de un magnate inmobiliario en el sur de Manhattan y Brooklyn, y a causa de su bigote rojizo y su mata de pelo pelirrojo, todo el mundo lo conocía como Rosso.

Así que Angelina consintió en abandonar Maida y visitar a sus parientes de Brooklyn durante dos meses a fin de conocer a Rosso. Durante aquella época, Rosso iba a cenar cada domingo por la noche, a veces le llevaba flores, casi nunca decía gran cosa, pero a menudo su actitud o estado de ánimo sugerían impaciencia.

Si cenaban tarde, se quitaba el reloj de oro de una cadena que le colgaba del bolsillo del chaleco negro y lo miraba, y cinco minutos después lo volvía a mirar. Su obsesión de cochero por la puntualidad iba acompañada por su postura de cochero, pues se sentaba con el tronco rígido y la espalda erguida, y sujetaba los cubiertos con firmeza y rectos, como si agarrara las riendas de un tiro de caballos malhumorados, y en su expresión había siempre un aire enérgico, el gesto de ojos apretados de un hombre acostumbrado a viajar en medio del viento, la niebla, la lluvia, el aguanieve e infinitas adversidades invisibles pero claramente imaginadas.

Sin embargo, había en ese hombre una fortaleza y una terquedad que lo redimían, y que Angelina encontraba reconfortantes, y también era cierto que la simpatía, la sensibilidad y el romanticismo no eran requisitos imprescindibles entre las parejas italianas que se cortejaban en los Estados Unidos de final de siglo. Para ellos la vida era un asunto práctico, y sin duda lo era para ese viudo y esa viuda que en el Brooklyn de 1902 veían correr el reloj de sus vidas. Angelina quería hijos. Rosso quería una esposa. Los parientes de ella querían librarse de la responsabilidad de encontrarle un marido. Y lo consiguieron. Angelina se casó con Rosso, y así comenzó una prolongada relación durante la cual Angelina se resignó, con la ayuda de abundantes oraciones y su propia perseverancia, a la carga de ser la esposa de Rosso.

Y él resultó ser un hombre de extrema seriedad, la cualidad que Angelina había percibido en él tras verlo por primera vez en la foto que le habían enviado a Maida. Y aunque siempre mantuvo un aire formal de cortesía hacia ella, después del nacimiento de su primer hijo a Angelina comenzó a preocuparle que su severidad, aquel temperamento que casaba con el encendido color de su pelo, tarde o temprano le costara el empleo, sobre todo después de que una mañana le oyera insultar a grito pelado en la calle al magnate inmobiliario corpulento, prusiano y con monóculo que era su jefe.

Para su alivio, sin embargo, el prusiano respondió tan solo encogiéndose de hombros y negando lentamente con la cabeza mientras con aire sumiso se subía al carruaje. Luego, después de que Rosso se hubiera encaramado vigorosamente a su asiento y encasquetado el sombrero de copa, el carruaje se puso en marcha con una sacudida mientras azotaba el pellejo de los caballos dos veces con su látigo.

Y como Rosso seguía manteniendo el mismo empleo, llegó un segundo hijo, y luego un tercero, y luego tres más en la década siguiente: un total de cinco hijas y un hijo, ninguno de los cuales se parecía físicamente a los demás. La primera hija era una morena de ojos color esmeralda y tez olivácea. La siguiente era una pelirroja de ojos castaños y rostro rubicundo. La tercera, mi madre, tenía el pelo color caoba, ojos muy oscuros y la piel clara. El cuarto era un muchacho alto, de cara pecosa y pelo castaño. La quinta era una rubia rolliza y de mejillas sonrosadas que parecía una soprano wagneriana. La sexta era una chica grácil y de piel cetrina, pelo color avellana y unos ojos almendrados y rasgados que solo precisaban de un velo de seda y una serpiente para seducir a un sultán.

Fue como si los genes y las líneas de sangre de Rosso y Angelina se hubieran fusionado con la historia híbrida de aquellos italianos meridionales que durante siglos habían sido invadidos, conquistados, reconquistados y en parte asimilados por griegos y romanos, godos y sarracenos, normandos y francos; por los albaneses que huían y sus perseguidores turcos; por los herejes valdenses y los inquisidores papistas; por los simpatizantes jacobinos y los asesinos que los atacaban liderados por el ejército de bandoleros del cardenal Fabrizio Ruffo; por los mosqueteros de los Borbones españoles, que se vieron obligados a cruzar el sur de Italia y entrar en Sicilia empujados por el ímpetu de la caballería de Napoleón, él mismo hostigado por los barcos de guerra de Lord Nelson, que controlaba el Mediterráneo y pronto desembarcó a sus tropas británicas en la playa sitiada de la propia Maida.

A medida que los ojos de los vástagos de Angelina reflejaban los variados matices y tonos de un mosaico bizantino, también las diferentes personalidades y el comportamiento de sus hijos representaban la heterogeneidad del sur de Italia.

La primera hija había nacido para las labores del hogar, y de niña se agarraba a las cuerdas del delantal de su madre; permaneció cerca de esta hasta su muerte, momento en el cual a la hija, ya mayor, y habiéndose casado hacía poco por primera vez (con un viudo), ya se le había pasado la edad de tener hijos.

La segunda hija, la pelirroja, se convirtió en una rebelde agnóstica que desafió la voluntad de su padre al aceptar un trabajo nocturno de telefonista (Rosso afirmaba que casi todas las operadoras de Brooklyn trabajaban además de prostitutas), y luego lo volvió a desafiar cuando comenzó a salir con un obrero muy politizado, que estaba suscrito a publicaciones comunistas y los fines de semana tocaba el trombón en las orquestas de Broadway; al final se matriculó en la escuela de arte y estudió minuciosamente la Mona Lisa de Leonardo da Vinci, hasta el punto de intentar mejorarla.

La siguiente hija, mi madre, fue la fantasiosa de la familia, la que se evadía de la realidad, la que cubría las paredes de su dormitorio con pósters de la joven Lillian Gish, la que invariablemente mantenía la puerta cerrada para evitar cualquier contacto con su familia y los invitados de esta; cuando no estaba cosiendo vestidos para sus muñecas o probándose su propia ropa delante del espejo, se mecía lentamente en su silla blanca de mimbre, escuchaba su caja de música y se imaginaba que estaba en otra parte.

Su hermano, el cuarto hijo de la familia, se convirtió en campeón de boxeo aficionado antes de terminar la secundaria; acabó dedicándose prematuramente al deporte después de ser expulsado de clase por pegarle a un profesor que le había llamado «espagueti». Cuando no boxeaba en el ring, trabajaba para el jefe de su padre, el prusiano, como vigilante en un gran garaje en el que había aparcadas varias furgonetas de reparto, y también un gran automóvil negro cuyo propietario era el primo que llevaba el bombín forrado de acero. Rosso también trabajaba allí. Un día, siguiendo las órdenes de su jefe, Rosso le dijo a su hijo que condujera la furgoneta de una lavandería hasta cierto muelle de Brooklyn, donde unos hombres aguardaban para vaciarla. Cuando llegó al muelle, el joven observó que debajo de los montones de manteles y ropa de cama había varias cajas de whisky, que furtivamente fueron a parar a una lancha motora que esperaba el material.

La quinta hija de la familia, la rubia de aspecto teutón, era la glotona y bromista de la casa, una joven de humor desenfadado y naturaleza indulgente. Fumaba; bebía; se aplicaba generosamente carmín y colorete; y los fines de semana, cuando también ayudaba a su hermana mayor y a su madre en la tienda de comestibles, era quien cargaba y degustaba la pasta en la cocina antes de que se sirviera en la mesa para la gran comilona del domingo.

La última hija de Angelina, al ser la benjamina de la familia, se acostumbró a que la mimaran y adoraran, quedaba eximida de casi todas las tareas domésticas e iba por la vida con un aire despreocupado. En la década de 1920 fue una adolescente frívola y superficial, y siempre un poco coqueta; resultó la más atractiva de las hijas de Angelina, la mejor bailarina con mucho, la más pretendida por los hombres y social y políticamente liberal. Tras divorciarse de su marido, se hizo amiga de un hombre que era negro.

Si los seis hijos de Angelina y Rosso tenían algo en común, era probablemente un permanente afecto por su madre y un desafecto por su padre, un hombre cuyo apoyo era más que nada económico (y no siempre de buen grado) y que prefería cenar solo en la cocina, servido por su mujer exactamente a las siete, y sin tener que aguantar ningún alboroto o conversación con sus hijos, con los que nunca aprendió a comunicarse.

Parte del problema era el idioma. Rosso insistía en hablar en casa su propio dialecto del sur de Italia, un dialecto que sus hijos nunca comprendieron del todo, ni quisieron comprender, pues si ignoraban sus palabras era más fácil evitar la responsabilidad de tratar directamente con él. Lo que necesitaba claramente aquella familia era alguien que sirviera de intérprete entre los hijos y los padres, y también le tradujera a Rosso las cartas y documentos comerciales que, al estar escritos en un inglés oficial, no conseguía entender.

Puesto que Rosso no confiaba en nadie que no fuera la familia para llevar a cabo esa tarea, y puesto que ninguno de sus hijos deseaba hacerlo de manera voluntaria, un día ordenó a mi madre, que era más obediente, que asumiera el papel de intérprete e intermediaria con el mundo de habla inglesa. En la escuela primaria mi madre había aprendido a hablar y escribir inglés perfectamente, y ahora, cada tarde, cuando volvía a casa después del instituto, iba a clases particulares de italiano con un profesor de barba blanca que había nacido en Maida pero que vivía en el barrio.

Al cabo de un año mi madre hablaba y leía italiano con la competencia suficiente para clarificar todos los problemas de comunicación de la familia, incluso para solventarlos. Un interesante resultado de esta experiencia fue que mi madre, al convertirse en la secretaria y confidente doméstica de su padre, al tratar con él cada día en su propio dialecto, comenzó a comprender a ese individuo discutidor y distante. Después de haber examinado sus viejas cartas, documentos extranjeros y recuerdos —y por lo que él le contaba de vez en cuando durante esos inusitados momentos de franqueza—, comenzó a verlo como un hombre dolido y vulnerable que se evadía de la realidad mucho más que ella: era un fugitivo de algo oscuro que había en su alma, un misántropo indefenso que había huido de una austera inclusa en la que le habían metido unos parientes a los que apenas recordaba.

De adolescente se embarcó con otros inmigrantes ilegales y acabó trabajando de aprendiz de albañil en Brasil, pero detestaba la vida en América del Sur, y regresó a Italia dos años más tarde con ahorros suficientes para comprarse dos caballos y comenzar a trabajar de carretero y cochero. En aquella época, sin embargo, la economía del sur de Italia era de morirse de hambre, y casi todos sus pasajeros de la década de 1880 eran hombres que abandonaban el suelo estéril y las colinas sin horizonte, que acarreaban pesadas maletas de madera: se dirigían a la terminal del ferrocarril para esperar el tren rumbo a Nápoles, que los llevaría hasta los transatlánticos que zarpaban hacia la tierra prometida de los Estados Unidos.

En la plaza de Maida, al igual que en los pueblos de toda la península, había carteles que afirmaban que en los Estados Unidos había buenos trabajos para los hombres que estuvieran sanos y fueran trabajadores. Los carteles afirmaban que los billetes del vapor los pagarían por adelantado sus jefes americanos, que luego deducirían el importe del salario.

Y así era como en las poblaciones de las colinas y las aldeas de pescadores de Italia los jóvenes planeaban su marcha, y Rosso llevó a muchos en su carreta por las polvorientas carreteras, lejos de sus parientes envejecidos, las mujeres con las que se acababan de casar y los niños pequeños que se despedían de ellos hasta que la carreta dejaba de verse. Rosso oía sus últimas palabras, veía sus lágrimas, observaba sus abrazos y besos, pero, como nada sabía de la intimidad, no tenía ni idea de cómo se sentían realmente durante esos momentos de separación. Lo único que sabía era que, cuando regresaba al pueblo, la vida parecía estar cambiando.

Había un cambio en concreto que cada domingo, en la plaza, observaba con cierto agrado. El lugar había sido siempre un coto masculino, un espacio donde los hombres se reunían (mientras las mujeres asistían a misa o estaban ocupadas en casa) para beber un carajillo y discutir de la política local, o deambular del brazo exhibiendo sus mejores trajes, fumando cigarrillos o puritos mientras hablaban de negocios, intercambiaban chistes verdes, o admitían despreocupadamente cosas que las mujeres solo confesaban con gran renuencia ante un sacerdote.

Esa procesión en torno a la plaza se denominaba la passeggiata. Y aunque tenía lugar en el enclave más público del pueblo, sin embargo era un asunto privado. Solo que ahora, como Rosso estaba comprobando, algunas jóvenes desobedecían la antaño aceptada exclusión de las mujeres y, sin invitación ni explicación, se inmiscuían en el camino de la passeggiata.

Al igual que los hombres, esas mujeres caminaban del brazo y hablaban animadamente entre ellas. Mantenían las distancias con las parejas masculinas que caminaban delante o detrás de ellas y evitaban todo contacto visual, pero no mostraban ninguna deferencia, ni tampoco parecían intimidadas por los hombres que las miraban lascivamente en los cafés, sin decir nada, aunque alguna vez emitían algún sonido sibilante mientras exhalaban con fuerza el humo del cigarrillo entre los dientes.

Esta novedad que tenía lugar en la plaza no escapaba, como es de suponer, a la insaciable curiosidad de las mujeres más tradicionales de Maida, incluyendo aquellas ancianas ataviadas de negro que no se perdían nada ni siquiera cuando permanecían sentadas delante de sus casas de cara a la pared, adhiriéndose al discreto estilo de las ancianas griegas o árabes que habían disfrutado de ese mismo sol. Tampoco pasaban desapercibidas para las núbiles vírgenes de la aldea, las cuales, ataviadas con blusas de lino blanco y faldas festivas, se asomaban a los balcones que daban a la passeggiata mientras arreglaban flores, y furtivamente intercambiaban rápidas miraditas con los hombres solteros de su edad que se reunían alrededor de la fuente los domingos, donde cantaban y tocaban la guitarra.

Las mujeres que caminaban eran mujeres de otros hombres; eran las esposas de los ambiciosos jóvenes que habían abandonado el pueblo para hacer dinero en América. Eran, por tanto, mujeres dignas de respeto, y los domingos, en la iglesia, a menudo se las veía encendiendo velas junto al altar y, era de presumir, rezando por el seguro y pronto regreso de sus esposos, de los que se sabía que a veces permanecerían lejos del pueblo durante dos años o incluso más. Sin embargo, muy pocas de esas mujeres que llevaban mucho tiempo privadas de sus maridos parecían sufrir pena o depresión. Y aunque esporádicamente pudieran sentirse en privado más semejantes a una viuda, en público irradiaban alegría y seguridad, y a menudo vestían con los mismos colores claros que las esperanzadas doncellas. Por eso se las llamaba «viudas blancas».

Como es natural, también despertaban cierto chismorreo, y todo lo que se necesitaba para activar las lenguas más incansables de la aldea era que una de las viudas blancas no recibiera el santo sacramento con la regularidad de las demás mujeres. Como es de suponer, la envidia circulaba tan libremente como las omnipresentes moscas a través de los bancos y las naves de altas bóvedas, e incluso las más intocables de esas mujeres tradicionales se sentían a veces amenazadas por esas señoras relativamente libres y semicasadas, que, gracias a los provechosos esfuerzos de sus maridos en ultramar, tenían más dinero para gastar en ellas y sus hijos que las mujeres de los hombres que habían decidido quedarse en la granja o salir adelante mal que bien como vendedores ambulantes o artesanos.

Sin embargo, el dinero que recibían las viudas blancas suponía un gran refuerzo para la economía local. Las viudas lo gastaban en el mercado, invertían en mejoras para la granja, y lo compartían con sus parientes carnales o políticos, o con cualquier otro en cuya casa estuvieran viviendo, donde proporcionaban el principal medio de sustento. Las mujeres de familias normales nunca habían tenido una posición de poder económico semejante, y con él las viudas blancas personificaban un matriarcado en evolución, una especie de hermandad compuesta de mujeres tenaces que en ausencia de sus maridos asumían la responsabilidad de criar a sus hijos y gestionar los asuntos de sus propiedades. También decidían cómo pasaban las horas de ocio del día y quizá parte de la noche.

Durante ese período hubo considerables tensiones matrimoniales, pues una mayoría de aquellos pioneros emigrantes de Italia no podían o no querían trasladar a sus familias a los Estados Unidos. A pesar del dinero que ganaban allí, durante las décadas de 1880 y 1890 los trabajadores generalmente vivían en abarrotadas casas de huéspedes o en vagones de ferrocarril, o en las tristes barracas de las frías y remotas poblaciones de la empresa, donde, en lugar de levantarse cada mañana con los relajantes sonidos de la aldea, como el repicar de las campanas o el canto de los gallos, se despertaban al alba oyendo los estridentes silbidos de la fábrica, que los emplazaban a su cita con la mina de carbón, la planta de laminación de acero, la cantera o la gravera, de las que salían exhaustos al crepúsculo, cubiertos de polvo, suciedad y sudor, y con un mal humor de mil demonios.

Así que esos hombres obraban prudentemente al mantener a sus esposas e hijos en el entorno familiar del pueblo, convencidos de que la soleada pobreza de Italia era mucho más habitable y sana que la polucionada prosperidad de América. Aunque a menudo recibían cartas de sus esposas donde les transmitían su soledad y sensación de abandono, imaginaban que sus mujeres sabían que esos años de separación terminarían en cuanto hubieran ganado y ahorrado dinero suficiente para alcanzar una solvencia económica en el sur de Italia.

Casi todos los hombres mandaban expresiones de afecto y palabras tranquilizadoras en las cartas que acompañaban al dinero, los vestidos y zapatos fabricados en América, y los juguetes para los niños. A veces, en un impulso, ellos mismos cruzaban el mar y llegaban a la estación de Maida para hacer una visita sorpresa a sus familiares en ocasión del aniversario de boda, de un cumpleaños, o para asistir al festival anual de San Francisco de Paula, que en todo el sur de Italia se consideraba un día lleno de dicha y de solidaridad espiritual.

Mi abuelo materno, Rosso, a menudo era la primera persona que saludaba a los que llegaban a la estación, y durante el trayecto de cuarenta minutos cuesta arriba, en su carreta cargada con el equipaje y los paquetes llenos de regalos, informaba a los hombres de los últimos sucesos y escuchaba sus aventuras en ultramar, experimentando por persona interpuesta el placer de regresar a casa.

Sin embargo, una mañana, en la terminal, se le acercó un hombre que se apeó del tren sin equipaje. Al parecer malhumorado e impaciente, le pidió a Rosso que lo condujera inmediatamente a la posada que se encontraba en el cruce situado cerca del muro normando que bordeaba la linde occidental de Maida. Rosso nunca había visto a ese hombre, que iba pulcramente vestido con lo que imaginó era un traje hecho en América; aunque el hombre no dijo gran cosa durante el trayecto, le confió que una reciente disputa familiar le había obligado a regresar a Italia. Pero, añadió, estaba seguro de que podría solucionar el problema en un día, y le pidió a Rosso que fuera a recogerlo al cruce a la mañana siguiente para que pudiera tomar el tren de mediodía de vuelta a Nápoles.

Rosso estaba allí al día siguiente, tal como el hombre le había pedido, y durante el viaje de vuelta el pasajero permaneció callado en el pescante, contemplando pensativo el paisaje y a veces tocándose los ojos con los dedos como si se secara las lágrimas.

Al llegar a la terminal pagó a Rosso, y este, después de darle las gracias con una inclinación de cabeza, observó cómo el hombre se subía al tren cubierto de polvo que se alejaba lentamente entre susurros de vapor y el repiqueteo de las campanillas. Rosso regresó al pueblo, donde más tarde fue abordado por la policía e interrogado acerca del hombre que había llevado al tren.

Dos personas de Maida habían recibido disparos fatales de pistola durante la noche, le contó la policía. Una de las víctimas era una mujer que se había casado con un trabajador que estaba en América. La otra víctima era un hombre que residía en Maida y supuestamente era su amante. Rosso le contó a la policía lo poco que sabía, y el recepcionista de la posada no pudo añadir nada importante, pues el hombre había entrado tan solo para tomar una copa en el bar y se había marchado sin registrarse para pasar la noche.

La policía no pareció molesta ni decepcionada por esa insuficiente información, ni tampoco dijo que planeara proseguir la investigación. Después de todo, era un crimen pasional, y eso no resultaba infrecuente en el sur de Italia, donde existía una larga tradición de comprender, cuando no de respetar, a un cornudo que buscaba venganza matando a su esposa —en este caso una viuda blanca— y su amante. Así que la policía dejó ir a Rosso y el recepcionista sin más preguntas, y pronto el caso quedó cerrado sin más incomodidad para nadie, excepto para esa pareja que quizá había estado enamorada.

En aquella época Rosso también estaba enamorado, no de una de esas mujeres que se mostraban en público en la passeggiata, sino de una joven recatada y delicada a la que a menudo había visto sentada en su balcón y a la que hacía poco había tenido el honor de acompañar a casa en su carruaje al salir de la iglesia.

Se llamaba Rosaria. Su padre, a quien Rosso conocía ligeramente, era un viudo mayor que caminaba cojeando, pues lo habían herido décadas antes mientras servía como soldado en el ejército del general Giuseppe Garibaldi, el héroe cuyos triunfos durante la revolución de 1860 finalmente habían unificado la península y liberado el sur de Italia de más de una década de inflexible dominio de los Borbones españoles.

El padre de Rosaria pasaba ebrio gran parte del tiempo, y, salvo por la pensión de soldado que recibía de manera esporádica, comía gracias al dinero que su hija única ganaba como asistenta en el deteriorado palacio que poseía una de las últimas familias nobles de Maida.

La celeridad con la que el padre de Rosaria aceptó la propuesta matrimonial de Rosso sorprendió e irritó por igual a Rosaria, que posiblemente se preguntó si en aquella decisión había influido la comodidad de tener como yerno a un chófer que poseía su propio carruaje. Pero tampoco despreció la oportunidad de abandonar su trabajo en el palacio. En el sur de Italia, trabajar de asistenta externa se consideraba una ocupación degradante para una joven, pues se suponía que a veces tenía que ofrecer —y en ocasiones de buen grado— favores sexuales en secreto al cabeza de familia o quizás a uno de los hijos.

En el caso de Rosaria, esa intimidad ya se había dado entre ella y el hijo segundo del barón. Pero posteriormente, a medida que los sentimientos de culpa aumentaban, junto con su preocupación por que un escándalo público anulara sus posibilidades de casarse con un buen partido de su clase, vio con mejores ojos la insistencia de su padre para que contrajera matrimonio con Rosso.

Rosaria se casó con Rosso en el invierno de 1884. Al cabo de un año le dio un hijo, y dos años después el segundo, ambos tan pelirrojos como Rosso. Este era feliz con su vida, pero en los años siguientes parecía imposible que sus ganancias como conductor de carruaje fueran suficientes para mantener a su familia, que incluía no solo a su esposa y sus hijos, sino también al suegro.

Un día, mientras se quejaba de sus penurias económicas a un amigo que había llegado de los Estados Unidos —un hombre que trabajaba en Nueva York de capataz en la construcción para un acaudalado agente inmobiliario prusiano—, Rosso se enteró de que el agente inmobiliario ampliaba el negocio y pronto necesitaría más ayuda. El amigo de Rosso se ofreció para hablar con su jefe y que este le pagara el pasaje de barco. Meses después, Rosso recibió una oferta de trabajo de Nueva York, y tras prometer que mandaría a buscar a su familia en cuanto pudiera, zarpó rumbo a los Estados Unidos.

Pasó el año siguiente trabajando primero de albañil en la cuadrilla de construcción de su amigo, y luego como conductor del carruaje de su jefe y conserje de un gran edificio que el prusiano poseía en Hester Street, al sur de Manhattan.

Le proporcionaron un apartamento vacío y espacioso en el edificio, y Rosso enseguida escribió a su mujer para decirle que preparara a la familia para trasladarse a los Estados Unidos. Sin embargo la respuesta de ella no fue muy entusiasta, y continuó demorando la marcha con palabras corteses pero evasivas durante más de un año. A veces atribuía el aplazamiento a la enfermedad de su padre, otras afirmaba que los niños eran demasiado pequeños para viajar. Se quejaba de diversas complicaciones domésticas, o de sus propias dolencias leves pero ininterrumpidas. La fecha de la travesía se iba postergando más y más.

Y un día, en Nueva York, Rosso se enteró por un amigo que acababa de regresar de Maida de que Rosaria tenía un lío con el hijo del barón. Era más que un lío, se corrigió el hombre enseguida, pues ahora Rosaria esperaba un hijo de ese otro hombre.

El dolor y el asombro abrumaron a Rosso. Durante días apenas comió ni abrió la boca. Casi no se podía creer lo que le habían contado. Aquello era una traición tan insultante que, más que inspirarle una violenta venganza, le impulsaba a interiorizar el dolor, hasta tal punto que pronto se convirtió en un veneno que circularía dentro de su organismo durante el resto de su vida. Emponzoñaba no solo el recuerdo de su mujer, sino también el afecto por sus hijos. Su esposa y sus hijos habían muerto para él: destruidos, desaparecidos para siempre de su vida; y en privado los repudió, jurando nunca volver a verlos, ni siquiera a desearlo, aun cuando llamaran arrastrándose a su puerta. Todos estaban tan muertos para él como si hubiera cogido una pistola y les hubiera disparado.

A partir de entonces, en Brooklyn, Rosso comenzó a llevar ropas oscuras de luto, soportando en privado esa angustia y amargura durante su segundo matrimonio, con mi abuela Angelina y el nacimiento de sus seis hijos americanos.

Cuando mi madre me contaba esta historia, que a menudo adornaba de tal modo que presentaba su educación —y la de sus hermanos— como irremediablemente relacionada con el pasado triste e inolvidable de Rosso, yo no albergaba muchas dudas acerca de por qué estaba impaciente por abandonar la casa de su padre en cuanto pudiera encontrar a alguien a quien amar sin reservas. En 1929 se casó con el hombre que acabaría siendo mi padre, e inmediatamente se desvinculó de Brooklyn al instalarse en la costa de Jersey, cerca del paseo marítimo, donde era costumbre que las mujeres norteamericanas moraran en el mundo moderno ataviadas con vestidos de vivos colores de su elección y con los hombres de su elección. Abandonó la sombra alargada que se proyectaba sobre las aceras de Brooklyn por un lugar donde esperaba permanecer alejada para siempre del llamativo luto de su padre por una viuda blanca, y de las visitas inoportunas de un primo que llevaba un sombrero negro forrado de acero.