3.

Mi padre me había contado a menudo cómo el sur de Italia floreció mucho antes del apogeo del Imperio romano y el nacimiento de Cristo, y en su aldea nativa de Maida y la región circundante —que se extiende desde el sur de Nápoles a través de antiguas colinas y valles para formar la punta y el talón de la bota italiana— ocurrieron escenas y espectáculos históricos que constituyeron muchos siglos de experiencia humana para lo peor y lo mejor, en su aspecto más bárbaro y más estético, más lujoso y más miserable.

Una palabra sinónimo del lujo y la satisfacción sexual —sibarita— deriva, según me contó mi padre, de una ciudad cristiana al norte de Maida llamada Sibaris, fundada en el año 720 a. C. por unos emprendedores colonos griegos que combinaron una próspera economía con cierta tendencia a la comodidad y el capricho: las luminosas calles de Sibaris estaban sombreadas de toldos; sus ciudadanos más ilustres se bañaban regularmente en saunas atendidas por esclavos; y sus mujeres aparecían en suntuosos banquetes adornadas con diademas de oro en el pelo, zapatos de tacón alto importados de Persia y vestidos de escote profundo que revelaban parte de sus pechos.

Al sur de Sibaris, en la costa oriental del sur de Italia, se encontraba la ciudad de Crotona, poblada de intelectuales de la categoría de Pitágoras y donde existía una administración restrictiva que llegó a sentir tanta envidia y desprecio de Sibaris que en el año 510 a. C. la atacó, la saqueó e incendió, y, después de desviar el río Cratis, la sumergió por completo bajo el agua y el barro.

La propia aldea de mi padre fue asaltada y saqueada varias veces durante la era precristiana, en una ocasión por el rey griego Pirro de Epiro, un hombre más recordado por aniquilar a miles de romanos en las victorias pírricas que destruyeron también a casi todas sus tropas. Espartaco atravesó asimismo el territorio de Maida en sus enfrentamientos con los romanos, y las campañas y rebeliones antirromanas a las que se unieron casi todos los italianos del sur provocaron posteriormente crueles represalias de los romanos: se demolieron templos, las mujeres fueron violadas, las granjas se incendiaron, y se talaron tantos árboles para construir embarcaciones romanas y otros fines que las colinas del sur quedaron al fin denudadas. Hubo deslizamientos de rocas y barro, el agua de los lagos quedó estancada y se convirtió en un foco de malaria.

Aquellas aguas seguían siendo un foco de malaria cuando en 1903 nació mi padre, y ese hecho, sumado al eterno temor de los aldeanos a los navegantes invasores, probablemente contribuyó a la tradición hidrofóbica que persiste en mi familia y que trasladó al Nuevo Mundo mi padre inmigrante, el cual, extrañamente, se estableció en la costa del sur de Jersey junto al mar que tanto evitaba. Y fue allí donde yo crecí a finales de la década de 1930, contemplando las olas con temblorosa fascinación, pero jamás en mi vida me atreví a aprender a nadar.

Que mi padre hubiera cruzado el océano Atlántico hasta llegar a los Estados Unidos al principio me pareció un triunfo extraordinario del valor sobre la timidez, hasta que un día me confesó que había pasado aquel turbulento viaje aterrado y mareado, y sin parar de rezar a San Francisco para que le permitiera sobrevivir. Aunque ninguno de los tres hermanos de mi padre le siguió a los Estados Unidos —permanecieron en Maida con su madre y hermana hidrofóbicas—, el padre de mi padre, Gaetano Talese (cuyo nombre heredé al nacer, en 1932, en la forma anglicanizada «Gay») fue un viajero atípicamente intrépido, si bien sus cinco viajes transatlánticos tuvieron menos que ver con su amor por el mar que con su desprecio por la tierra que estaba condenado a heredar en Maida.

Gaetano Talese, según mi padre —que casi nunca le vio, que le conoció muy poco, pero siempre lo tuvo idealizado—, era un hombre apuesto y errante de metro ochenta y cara enjuta y delicada, unos grandes ojos castaños que se parecían a los míos y una pequeña cicatriz sobre la sien derecha que se produjo cuando era soltero y vivía en Maida. Una noche, mientras estaba debajo del balcón de una joven, entabló con esta una conversación que el celoso pretendiente de la mujer encontró quizá demasiado íntima; el pretendiente, tras escuchar a escondidas en las sombras, de repente atacó a Gaetano por la espalda y le cortó con un cuchillo, tras lo cual se perdió en la noche.

Aunque ese brutal instinto posesivo hacia las mujeres había sido desde siempre una costumbre masculina en Maida —al igual que en otros pueblos del sur donde existía un historial de invasiones extranjeras, y donde en ocasiones persistía el dominio de barones feudales que se arrogaban el derecho de pernada con las novias de los aldeanos que estaban en deuda con la baronía—, Gaetano Talese aborrecía esa permanente manifestación de emociones primitivas, considerándolas un síntoma de una sociedad atrasada en la que no veía futuro para él. Todo lo que había en su aldea parecía impenetrable al cambio, demasiado profundamente arraigado, tan estancado como los lagos infestados de malaria que habían dejado los romanos.

En Maida, las campesinas todavía caminaban con vasijas de barro en equilibrio sobre la cabeza, y el polvo que se levantaba a lo largo de las carreteras abrasadas por el sol, detrás de los carruajes tirados por caballos y los bueyes de los granjeros, era posiblemente el mismo polvo que habían levantado siglos antes los elefantes de Aníbal, los caballeros normandos que habían galopado por allí en el siglo XI, y la elaborada caravana del rey Federico II, el conquistador alemán de Italia del siglo XIII, cuyo séquito de viaje incluía bailarinas árabes, bufones acróbatas y eunucos negros que portaban palanquines rodeados de cortinas que contenían las figuras acostadas y de cara cubierta con velo del harén real.

Casi todas las casas que se alzaban en la ladera de la colina de Maida se apoyaban unas contra otras en ángulos inverosímiles, alzándose torcidas sobre unos cimientos oblicuos, y las estrechas calles empedradas que subían y bajaban la colina entre las hileras desordenadas de casas y tiendas eran tan curvas e irregulares que solo podían recorrerlas cómodamente las mulas y las cabras.

Los habitantes de Maida generalmente caminaban como si hubieran bebido demasiado vino, y sin embargo, a pesar de caminar escorados y dando bandazos, y de inclinarse ahora a un lado ahora al otro, sus expresiones faciales nunca sugerían que se sentían incómodos por lo mucho que les costaba desplazarse. Quizá ni siquiera se daban cuenta de que vivían en un pueblo torcido; después de todo, era el único que habían visto.

Y así, exceptuando algunos jóvenes aventureros como Gaetano, que a menudo se iba a caballo hasta el mar para ver los barcos que hacían la ruta entre Nápoles y Mesina, y soñaba con escapar, los pobladores de Maida parecían satisfechos con seguir encaramados en aquella ladera, donde se habían acostumbrado a todo lo que estaba torcido, aunque desde luego esperaban y rezaban por que no tuviera lugar ningún otro terremoto que pudiera alterar la estructura ya deforme de su población, que en el pasado se había visto sometida a la naturaleza veleidosa de Dios.

Maida se alza en el incierto centro sísmico de Italia. Situada entre dos grandes volcanes —el Vesubio al norte y el Etna al sur—, los habitantes de Maida y las aldeas vecinas eran siempre conscientes de que en cualquier momento podían ser arrojados al olvido por alguna convulsión calamitosa. Quizá esta sea una de las razones por las que los italianos meridionales han sido siempre tan religiosos, pues casi todos ellos moran en un terreno peligrosamente elevado que basa su estabilidad en la buena voluntad de las fuerzas omnipotentes que periódicamente reafirman su poder zarandeando a la gente y poniéndola de rodillas.

Un día, muchas décadas antes del nacimiento de Gaetano, mientras unas nubes negras y unas vibraciones en el lado de los acantilados se desplazaban por la línea costera del suroeste de Italia hacia el pueblo de Paula, al norte de Maida, pareció que un dios vengativo quisiera anticiparse a la profanación del santuario del hijo más idolatrado del sur de Italia, San Francisco de Paula: una perspectiva que llenaba de pánico a los aldeanos e impulsó a los sacerdotes a guiarlos hasta el emplazamiento de la gran estatua de San Francisco e instarlos a que se postraran y suplicaran misericordia a Dios.

Al cabo de una hora, mientras aquella multitud desesperada permanecía apiñada en plena oración en torno a la base temblorosa de la estatua, las nubes negras comenzaron a disiparse, el cielo se hizo más claro y los temblores de tierra parecieron remitir hasta cesar del todo. La única transformación ocurrida en el paisaje afectó a la estatua de San Francisco, que antes miraba hacia el mar, y que ahora, después de haber girado lentamente por obra y gracia de las vibraciones, miraba hacia el pueblo.

La gran casa de piedra beige donde había nacido Gaetano en 1871 tenía los muros agrietados, los suelos inclinados, una fachada erosionada y una escalera exterior que casi tenía forma de concha como resultado de las innumerables erupciones que habían sacudido Maida a lo largo de los siglos. La casa, junto con los dos edificios tambaleantes que la flanqueaban, eran restos de la propiedad feudal del siglo XVI que compró a un hombre empobrecido el padre de Gaetano, Domenico Talese, quien, si nos atenemos al modesto nivel de vida de finales del siglo XIX, era una persona relativamente próspera e influyente.

Además de la granja de considerable tamaño que tenía en el valle —que contenía parte del olivar de otro hombre, un olivar que había salido disparado hacia el cielo durante un terremoto y que, después de aterrizar intacto, fue adquirido por Domenico tras un pleito en los tribunales, donde argumentó que aquellos olivos aerotransportados se los había confiado la voluntad del Altísimo—, Domenico poseía un molino harinero y un porcentaje del acueducto local, así como un próspero negocio como prestamista. Agobiados por los elevados intereses de Domenico, los habitantes de Maida equiparaban la ocupación de prestamista —o, por usar su propio vocablo, strozzino— con la de un vulgar asesino.

Aunque Domenico se casó con una refinada mujer llamada Ippolita que descendía de una familia de rancio abolengo de una aldea cercana, la rama de los padres de Ippolita vivía casi en la indigencia; sin embargo, en Maida la gente continuaba dirigiéndose a ella con una respetuosa reverencia y con el nombre de «Donna Ippolita», mientras que a su marido, el prestamista y nuevo propietario de una baronía antigua, jamás tenían la deferencia de llamarle «don Domenico», sino que a sus espaldas lo denominaban «Domenico el Strozzino».

Ser consciente de que recibía un apelativo tan poco halagüeño hería enormemente el quisquilloso orgullo de Domenico. Hervía por dentro al tiempo que no aflojaba las rigurosas condiciones de su negocio, y mantenía las distancias con los habitantes de la aldea, excepto para la procesión anual del día de San Francisco de Paula, en que los acompañaba y ayudaba a transportar la pesada estatua a través de las calles estrechas y sinuosas hacia el santuario de piedra en pendiente, el cual el propio santo había bendecido cuatro siglos antes.

Aparte de esa procesión anual, y de su asistencia cada domingo a misa —se cubría con una capa de largo vuelo y calzaba botas bien lustradas, y en la mano llevaba su sombrero de fieltro con una pluma y el misal—, Domenico siempre aparecía solo en público, ya fuera a pie o a caballo, se dirigiera o volviera de su hilera de casas de piedra en la colina, que ocupaba con arrogancia de barón acompañado de su extenso clan familiar, cuyo afecto por él casi siempre se limitaba a reconocer que estaban en deuda. Todos trabajaban para él —en la granja, en el molino harinero o en el acueducto—, y él gobernaba la familia del mismo modo que su negocio, en la tradición autocrática de un señor medieval. El hecho de que el sistema feudal de amos y siervos hubiera quedado prohibido en la Italia posrevolucionaria no desalentó a Domenico Talese a la hora de intentar extender el pasado hacia el presente y sacar de ello todo el provecho que pudiera; y en lugares aislados como Maida todavía se podía sacar mucho provecho, pues allí el pasado lejano y el presente apenas eran distinguibles.

Las antiguas supersticiones y las tradiciones religiosas habían perdurado a través de días y noches inmemoriales, y mi abuelo Gaetano —el hijo primogénito de Domenico— creció sintiéndose a menudo tan desarraigado y desplazado como los árboles y las rocas del pueblo. Cada mañana se despertaba con el triple repicar del yunque del herrero, que imploraba a la Santísima Trinidad, y prácticamente creía, como afirmaban todos, que las polillas que revoloteaban al caer la tarde representaban las almas del purgatorio. En ciertas fiestas de guardar, y los martes y viernes, que eran días de mal agüero, Gaetano observaba a los flagelantes, tocados con coronas de espinas, mientras subían las calles rocosas sobre las rodillas sangrantes. También le afectaban, aun cuando se empeñara en ser diferente de su anticuado padre, supersticiones tales como la temida jettatura.

La jettatura era un poder vengativo que, se decía, existía dentro de los ojos de ciertos forasteros; aunque viajaban por las zonas rurales con palabras de buena voluntad y ademanes corteses, estos poseían, dentro de su mirada hipnótica, el brillo de una maldición que presagiaba el desastre, o la muerte misma, o alguna inimaginable tribulación que seguramente azotaría al aldeano a no ser que llevara un amuleto para neutralizar la amenaza. Las mujeres de Maida, además de portar siempre amuletos protectores, intentaban desviar la jettatura, cuando la percibían en los ojos de un forastero, colocando las manos dentro de los pliegues de sus largas faldas y apuntando con los pulgares, que colocaban debajo del dedo índice, al individuo potencialmente peligroso. Cuando los hombres de Maida sentían la proximidad de algún forastero que llevaba una maldición, por lo general hundían las manos en los bolsillos y corrían a tocarse los testículos.

Si las tierras de labranza sufrían un ataque de langostas o alguna otra plaga que amenazara las cosechas, se llamaba al sacerdote del pueblo para que leyera un libro que contenía ciertos conjuros prescriptivos que constituían una maldición; y si las lluvias de primavera llegaban demasiado tarde, o se daba un período prolongado de traicionera sequía, los granjeros sacaban la estatua de San Francisco de Paula de la iglesia y desfilaban lentamente por los campos.

En esas colinas llenas de peligros, gobernadas durante siglos por una distante aristocracia demasiado a menudo irresponsable e incompetente, cuando no siempre malvada, los aldeanos habían adquirido la costumbre de pedirle al cielo consuelo y apoyo. Desde ancianos fanáticos como Domenico hasta escépticos más jóvenes como Gaetano —y el hijo de Gaetano, Joseph, mi padre, que lleva a cabo la transición del Viejo Mundo al Nuevo—, existía un vínculo de fe en los poderes que Dios había imbuido en San Francisco de Paula, el monje místico del siglo XV que, según testigos presenciales, había resucitado a los muertos, dado voz a los mudos, reparado a los deformes, multiplicado la comida para los hambrientos y, durante las sequías, provocado la lluvia.

Un día, tras descubrir un valle agostado al sur de Maida que precisaba irrigación, se dice que San Francisco recorrió un kilómetro y medio hasta la fuente más cercana y, con su báculo, trazó una línea en el suelo desde allí hasta los acres resecos. No tardó en seguirle un arroyuelo por la línea que había dibujado.

En otra ocasión, después de que el capitán de un ferry que cruzaba el estrecho de Mesina, en la punta más meridional de Italia, hubiera rechazado la petición del santo de que lo llevara a Sicilia, Francisco simplemente se quitó su gran capa y la colocó plana sobre la orilla arenosa. A continuación, tras enganchar un extremo de la tela al borde de su báculo, y levantándola en el aire como si fuera una vela, de repente se vio impelido por una ráfaga de viento y aterrizó suavemente sobre el mar, encima de su capa a guisa de balsa e hinchada la vela que había improvisado, que a continuación guio con calma a través de los seis kilómetros del estrecho que lo separaba de Sicilia.

Doscientos años antes, en Sicilia y en el sur de Italia, quien tenía más influencia sobre el pueblo era un partidario del Papa llamado Carlos de Anjou, a quien el Pontífice había insistido para que erradicara los últimos vestigios de la irreverente influencia del tres veces excomulgado gobernante alemán de Italia, Federico II, que diversificaba su hedonismo entre un harén, y que había participado de manera poco entusiasta en las Cruzadas de la Iglesia contra el mahometismo de Oriente Medio, todo lo cual le había convertido en un paria espiritual a ojos de Roma.

Hermano del devoto rey Luis IX de Francia (posteriormente canonizado como San Luis), Carlos de Anjou llegó a Italia con credenciales pías, como queda ejemplificado en la gran pintura heroica que mi padre había visto de niño colgada en la iglesia de Maida, adonde la familia Talese asistía a misa. En el retrato, Carlos aparece como una figura benévola, casi envuelto en una luz celestial, mientras es bendecido por el Papa. Según mi padre, sin embargo, la invasión y conquista de los dominios de Federico II en el sur de Italia y Sicilia que llevó a cabo Carlos de Anjou en el siglo XIII se caracterizó —amén de la construcción por parte de Carlos de muchas iglesias espléndidas para pacificar al papado— más exactamente por las actividades de los soldados, que quemaron las cosechas, extorsionaron a campesinos a los que luego asesinaron, y secuestraron y violaron a las mujeres.

Después de varios años soportando ese comportamiento, el pueblo se rebeló en un movimiento de tal magnitud que culminó con la muerte de dos mil soldados franceses de ocupación y la rápida disminución del tamaño e influencia de la dinastía de Carlos de Anjou en el reino del sur de Italia.

La chispa de la insurrección prendió en Sicilia durante una tranquila tarde, en un parque en las afueras de Palermo. Corría el año 1282. Era lunes de Pascua, un día soleado en el que muchos hombres, mujeres y niños se habían puesto sus ropas de domingo y paseaban o se relajaban en el parque, sentados en la hierba rodeados de cestos llenos de frutas, queso y vino.

Los soldados franceses también estaban en el parque, patrullando la zona en parejas, y de vez en cuando se sumaban a algún picnic sin que los invitaran, se servían vino y hacían comentarios que, aunque avergonzaban a las mujeres, los sicilianos procuraban ignorar.

Pero a medida que iban bebiendo y los comentarios de los soldados eran más atrevidos y groseros, algunos sicilianos comenzaron a expresar su malestar. Cuando dos hombres se pusieron en pie para increpar a los soldados, un oficial francés borracho apareció en escena y ordenó a sus subalternos que registraran a los hombres para determinar si llevaban cuchillos u otros objetos peligrosos. Al no descubrir nada, el oficial exigió que también se registrara a las mujeres de la zona; mientras lo hacían, el oficial distinguió a una hermosa joven que caminaba por un sendero, acompañada del hombre con el que se había casado aquella mañana.

El francés señaló a la mujer y anunció que la registraría él mismo, y mientras los soldados sujetaban al marido, el oficial introdujo sus manos por debajo de las faldas y a continuación en el interior de la blusa, donde le manoseó los pechos, provocando que la mujer se desmayara. El angustiado marido comenzó a chillar a la multitud: «¡Muerte a todos los franceses!».

De repente, detrás de los árboles y arbustos surgieron sicilianos armados con cuchillos que acometieron por la espalda al oficial y sus soldados. Después de confiscar las armas de los franceses muertos, formaron una turba armada sobre todo con cuchillos, palos y piedras, y salieron del parque con espíritu belicoso, exacerbado a medida que se les unían cientos de sicilianos impacientes por atacar y matar a todos los franceses que encontraran.

Superaban en número a las guarniciones galas de la isla, y no solo mataron a los soldados, sino también a las mujeres y niños franceses: cualquiera que fuera francés se enfrentaba a la posibilidad de una muerte brutal. El método que utilizaba la turba para identificar a los ocupantes franceses era obligarles a punta de cuchillo a que pronunciaran una palabra: ciceri. Es el nombre de una pequeña verdura, una judía color beige del tamaño de un guisante, y la pronunciación adecuada (chi-che-ri) estaba tan fuera del alcance de ningún francoparlante que la sola pronunciación errónea era ya prueba suficiente para la multitud de que esa persona merecía que le cortaran el cuello. En cuanto las noticias de la masacre llegaron a oídos de Carlos de Anjou, que por aquel entonces viajaba cerca de Roma, mandó ciento treinta barcos armados en dirección a Sicilia, mientras él mismo se ponía al frente de cinco mil soldados de caballería en dirección a la costa, cruzando el valle de Maida hacia la punta meridional de Italia.

Pero antes de que Carlos de Anjou pudiera abrirse paso a través del estrecho de Mesina para reconquistar Sicilia, los rebeldes consiguieron el apoyo del rey de España, Pedro de Aragón, que abandonó con diez mil soldados la campaña que mantenía en África contra los moros y zarpó hacia la costa occidental de Sicilia. Desde allí cruzó la isla y contribuyó a la destrucción de la caballería y la flota francesas.

Además del ejército del rey Pedro, muchas de las nobles familias de Sicilia y el sur de Italia apoyaron la causa de la multitud, que mientras tanto se había organizado en grupos secretos liderados por jefes clandestinos que, según mi padre, fueron los primeros «padrinos» de la Mafia. Mi padre insistía en que así fue como comenzó la Mafia: una resistencia revolucionaria dedicada a derrocar a déspotas extranjeros tan tiránicos como Carlos de Anjou. Y aunque estas metas posteriormente quedaron corrompidas y reemplazadas por otras que simplemente servían al interés personal, la red clandestina de la Mafia, que fue por primera vez operativa en la masacre antifrancesa de 1282 (conocida popularmente como las Vísperas Sicilianas y que inspiró una ópera a Verdi que a menudo oía sonar en la vitrola de mi padre cuando era niño), sigue existiendo sin interrupción como fuerza vengativa en Sicilia y en el sur de Italia.

Entre otras cosas, la Mafia organizó el crimen como arma política en una sociedad en buena parte campesina que era apolítica, explicó mi padre. Satisfacía la necesidad de poder entre unas personas que no tenían ninguno, y cuyos gobernantes e invasores extranjeros, en cambio permanente, no dedicaban la menor atención a su pobreza y sufrimiento.

Mi padre decía que la Mafia había llenado un vacío. Allí donde las clases marginadas carecían de influencia, la Mafia imponía la suya. Allí donde había una economía empobrecida controlada por una aristocracia explotadora, la Mafia introducía un provechoso negocio de hurtos, contrabando, extorsión y secuestro de niños para conseguir un rescate. Cuando un barón imponía unos impuestos excesivos en la tierra o en la cosecha de un granjero, un mafioso se ofrecía a negociar en nombre del granjero, y, por un precio, no descansaba hasta conseguir lo que quería. Y el mafioso se comportaba de manera igualmente implacable, añadió mi padre, si lo contrataba el barón para que negociara con el granjero.

Poco a poco, en aquella tierra atrasada, los líderes de la Mafia se convirtieron en intermediarios, descarados funcionarios cuyo papel permanecería en gran medida inmutable desde el medievo hasta la época moderna. Y al igual que la antigua clase dirigente de la que aprendió sus métodos, la Mafia pasaba de manera fácil y rápida de los buenos modales a la violencia. Cuando una mujer inocente sufría los abusos de un oficial o soldado extranjero de ocupación, la Mafia transmitía a su familia palabras de condolencia, y le proporcionaba la satisfacción de vengarse con el cuchillo.

Aunque mi padre nunca aprobó la existencia de la Mafia, siempre dijo que comprendía perfectamente que hubiera perdurado. Cuando tenía ganas de exagerar, incluso sugería que de no haber sido por la amenaza de represalias por parte de la Mafia en esos lugares en los que permanentemente había invasores y agitación —y de no haber sido también por la influencia moral de la mejor cara de la Iglesia, personificada por San Francisco de Paula—, la historia social y sexual de Sicilia y el sur de Italia, y desde luego de la aldea de Maida, podría haber consistido en siglos de sufrimiento sin desquite y ligues de una noche.