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Aparte de sus actividades patrióticas con la patrulla costera de Ocean City durante la Segunda Guerra Mundial, y sus discursos proamericanos en el Rotary Club local, que pronto le elegiría presidente, mi padre se sentía calladamente aterrado por la exitosa invasión de Sicilia por parte de las fuerzas aliadas en 1943, y su inevitable plan de desplazarse hacia la península italiana para combatir a las tropas nazis y fascistas acampadas en aquella región meridional donde él había nacido.

Su madre viuda todavía habitaba la antigua casa de piedra de la familia Talese situada en las colinas, en compañía de casi toda la parentela de mi padre, excepto los que combatían en el frente, conchabados con los alemanes contra los bombarderos y las unidades de infantería aliada en pleno avance.

La parte más meridional de Italia era prácticamente indefendible, me reconocía mi padre durante el desayuno después de leer la noticia de la caída de Sicilia en The New York Times; era la punta frágil de la bota italiana, una zona abierta donde las tierras de labranza en pendiente y las colinas escarpadas descendían desde los picos más altos del norte y quedaban rodeadas casi por completo por masas de agua desprotegidas. Al este se encontraba el mar Jónico, al oeste el Tirreno, y al suroeste el estrecho de Mesina, que apenas separaba la punta sur de Italia de la isla de Sicilia.

Aunque el pueblo de mi padre —Maida— se hallaba a cien kilómetros al noreste de Mesina, su situación era precaria. Las curvas de la costa de los mares Jónico y Tirreno se adentraban profundamente en la tierra, hasta tal punto que los tres mil quinientos habitantes de la población de Maida se apiñaban en casas de piedra beige en el interior rocoso de la parte más estrecha de Italia. La distancia entre las dos costas la podía cruzar un motorista en poco más de una hora; y para que Maida todavía resultara más vulnerable a la invasión, dijo mi padre, había una ancha meseta debajo de su pendiente occidental que serviría como pasillo o zona de ataque para un gran número de tropas que se desplazaran con armamento pesado. De hecho, esa tierra ya había sido escenario de una brutal batalla entre los soldados de Francia e Inglaterra durante la época de Napoleón Bonaparte.

Había ocurrido una calurosa mañana de julio de 1806, dijo mi padre, cuyo relato de la historia iba siempre acompañado de detalles precisos; sucedió después del desembarco sorpresa de más de cinco mil soldados británicos en la costa de guijarros del mar Tirreno, en el borde exterior de la meseta de Maida.

Las tropas británicas las lideraba un osado oficial nacido en los Estados Unidos y nativo de Georgia: el general John Stuart, cuyos padres, terratenientes en América del Sur, habían permanecido leales a la corona durante la Revolución americana. Después de su regreso a Inglaterra, el joven Stuart fue nombrado oficial británico en 1778. En 1780 participó en el asedio de Charleston, Carolina del Sur; posteriormente en la invasión de Carolina del Norte y por último en la de Virginia, donde, gravemente heridos, él y otras unidades de los casacas rojas bajo el mando de Lord Cornwallis se rindieron a los norteamericanos en Yorktown en 1781.

Después de recuperarse de las heridas y regresar a Inglaterra, Stuart reemprendió su carrera militar, que durante las décadas siguientes lo llevó a comandar regimientos, brigadas y divisiones británicas entre Flandes y Alejandría, en un conflicto casi constante con los franceses que culminó, tras zarpar con sus tropas en Sicilia y pasar la roca de Escila hacia el norte en dirección a esa meseta, en la batalla de Maida de 1806.

En 1806 la península italiana permanecía en buena medida bajo el influjo del emperador Napoleón Bonaparte, algo que no desagradaba a un gran porcentaje de Italia. Como mi padre decía a menudo, los italianos consideraban a Napoleón más italiano que francés, porque descendía de una familia que había emigrado del norte de Italia a Córcega cuando aquella isla estaba gobernada por la República Italiana de Génova, la cual, a pesar de las protestas de muchos corsos, la cedió a Francia poco antes del nacimiento de Napoleón en Córcega en 1769.

Entre los agitadores corsos antifranceses de la época se encontraba el padre de Napoleón, que acabó resignándose a la ocupación francesa de la isla solo después de que el líder de la resistencia corsa se viera obligado a huir. Como resultado de la posterior cooperación y el politiqueo de su padre con la administración gala, el joven Napoleón consiguió salir de Córcega y recibir los beneficios de una educación superior en la Francia continental. Sin embargo, durante sus años escolares y su veloz ascenso dentro del ejército francés, Napoleón siguió deletreando su apellido al estilo italiano, «Buonaparte», incluso después de que lo nombraran general de brigada en 1793, a la edad de veinticuatro años.

Fue ese mismo año cuando el oficial británico John Stuart ascendió a teniente coronel, a los treinta y cuatro años; pero, como mi padre señalaba, era mucho más difícil ascender dentro del cuerpo de oficiales británicos que entre los oficiales franceses, porque Francia estaba inmersa en su Reino del Terror, lo que provocaba frecuentes vacantes en la cúpula del ejército galo debido a las numerosas deserciones, expulsiones e incluso ejecuciones de oficiales franceses aristócratas.

Fue durante ese mismo año de 1793, de hecho, cuando los franceses decapitaron al rey Luis XVI y a su mujer, María Antonieta. Aquello horrorizó a los reyes de todo el mundo, pero se lloró de una manera más personal en el palacio de Nápoles, la capital del reino del sur de Italia, cuyo trono ocupaban la reina María Carolina (hermana de la guillotinada María Antonieta) y el rey Borbón Fernando, miembro de una rama de la misma dinastía que el rey francés caído.

En Nápoles, además de tristeza y cólera, reinaba también un fuerte sentimiento de inseguridad entre la élite gobernante del reino del sur de Italia, pues no ignoraban que en Maida, al igual que en decenas de otros pueblos, sociedades secretas revolucionarias maquinaban derrocar a las privilegiadas familias que habían gobernado las colinas y tierras de labranza desde que los conquistadores normandos llevaran el feudalismo al sur de Italia en el siglo XI.

Mi padre me dijo que a principios del siglo XX aún seguía en pie un castillo normando construido en Maida en el siglo XI; y a pesar de su estado destartalado, cuando él era niño todavía se utilizaba a veces como cárcel mientras el acusado esperaba que lo trasladaran a otra prisión más grande. Pero la mazmorra del castillo también sirvió para recordarle a mi padre lo arraigada que estaba la mentalidad medieval en su tierra nativa, y hasta qué punto seguían vigentes algunos de sus métodos arcaicos. De hecho, el valle de Maida, donde en 1806 tendría lugar la batalla entre los mosqueteros de Napoleón y los invasores de Stuart —los británicos ganaron la contienda después de cuatro días feroces, y posteriormente lo conmemoraron poniéndole a un distrito de West London el nombre de Maida Vale, por el pueblo de mi padre—, sin duda se había empapado de la sangre de dos mil años de guerra, si nos remontábamos a los días de las cuadrigas romanas y los elefantes de Aníbal, de los salvajes jinetes magiares y los piratas sarracenos, quienes, mientras navegaban hacia el sur de Italia entre clarines y trompetas, llenaban el cielo soleado de dardos envenenados.

Si bien siempre me impresionó la vívida descripción que hacía mi padre de la historia, a veces dejaba de prestar atención durante esas conferencias largas y a menudo repetitivas que tenían lugar después de cenar entre la música suave, pero que a menudo me distraía, de Puccini y Verdi, procedente de los rayados discos de cristal de la vieja vitrola de mi padre. Y sin embargo, su vehemencia no me permitía olvidar su casi obsesiva necesidad de hablar de sí mismo, de explicarse y quizá justificarse mientras me describía su pasado y trazaba su odisea a lo largo del mar Tirreno hasta París y posteriormente a través del océano Atlántico hasta la orilla de Jersey, donde ahora me tenía como público cautivo. A mí me podía confesar su angustia y, tal vez, su culpa, o al menos revelar un lado de sí mismo que su gusto sartorial por las apariencias le impedía mostrar más allá de los muros del apartamento rodeado de espejos.

De manera irónica, mientras suspendía la asignatura de Historia de los Estados Unidos en el colegio —donde también me veía sometido a difamaciones étnicas por parte de unos cuantos muchachos católicos irlandeses cuyos hermanos mayores acababan de participar en la conquista de Sicilia—, bajo la tutela de mi padre me estaba convirtiendo en un erudito renuente en la historia de la punta sur de Italia, la cual, si los peores temores de mi padre se materializaban, pronto quedaría borrada del mapa.

Quizás eso explicaba su determinación a ilustrarme acerca de esa etapa, para que, al igual que él, yo mantuviera viva su recóndita historia contándola una y otra vez, y me enorgulleciera, al tiempo que encontraba consuelo, al poder relacionar Italia con la rica cronología anterior a su alianza con la Alemania nazi.