Capítulo 13

EN el extremo situado más al sur de la isla de Montreal, en la orilla del río St. Lawrence, siguen todavía en pie algunos restos de Nueva Francia. Estas estrechas calles del siglo XVIII están bordeadas de bajas casas de piedra cuyas duras fachadas han quedado suavizadas por una reciente capa de pintura en la puerta principal o por una jardinera llena de pensamientos en alguna ventana. Muy cerca están los almacenes que en su día albergaban las pieles destinadas a Europa: los pisos superiores se han transformado en oficinas, mientras que semiocultos en sus plantas bajas se encuentran los anticuarios. Los carruajes tirados por caballos pasean a los turistas norteamericanos sobre los adoquines.

Vivo en una calle olvidada enclavada en la esquina noreste de Montreal. Mi edificio está construido con ladrillo rojo, data del siglo XIX y, más que pintoresco, tiene un aspecto descuidado. Los turistas nunca se aventuran hasta el fondo de la rue du Champs-de-Mars.

Este barrio va conmigo. Me gusta su historia: estas calles podrían confundirse con las ciudades normandas que vieron partir a los ancestros de mis padres hace trescientos años. La ubicación es cómoda: el centro de conferencias donde trabajo a menudo está a apenas un paseo en dirección norte, hacia la ciudad nueva. Y los vecinos, en su mayoría solteros o parejas sin niños, no molestan. Cuando hablamos, lo hacemos en francés.

Mis padres, por el contrario, hablan en inglés con sus vecinos. Viven en la parte alta, en Westmount, con sus amplias casas de ladrillo. Más arriba están las mansiones de los ricos de verdad, colgadas sobre la ladera de la gran colina a la que los habitantes de Montreal llaman La Montaña. Aunque la política bien pueda haber trastocado el estado original de este privilegiado enclave anglo, sigue siendo un lugar donde mi madre puede todavía saludar con un «Hermoso día, señora McIntosh» a una señora que está podando sus rosas.

Montreal es una rareza, la auténtica ciudad bilingüe. Están estas dos islas —Notre-Dame-de-Grâce y Westmount son ingleses; Outremont, Saint-Henri y la parte de la ciudad situada más al este son franceses— y hay también un tapiz de letreros y carteles, anuncios y conversaciones, órdenes formuladas en un café del centro, propietarios lamentándose mientras apartan nieve con una pala… Se puede vivir exclusivamente en una lengua, o en el espléndido aislamiento que ofrece la otra; se puede hablar desde el resentimiento una lengua extranjera o abrazar instintivamente un legado dual. El francés y el inglés están por doquier, como lo están también el orgullo y la humillación, el júbilo y la frustración, la elección y la obligación, la realidad y el deseo. ¿Por dónde empezar con el taxista, el camarero, los colegas bilingües, la amiga angloparlante y su marido francófono? ¿Cómo asegurarnos de que nuestros hijos aprenderán un inglés correcto, hablarán un buen francés, y serán bilingües? Las cosas mejoran. No, indudablemente cada vez están peor. Somos autocomplacientes. E inseguros. Nunca estamos cómodos. Nos gusta esto.

Desde que volví de París la semana pasada, me he dado cuenta de que me siento en casa no sólo entre las históricas calles del Viejo Montreal, sino también en la bulliciosa ciudad situada más al norte. Su trepidante actividad va conmigo, su inestabilidad se asemeja a la mía. Aquí, la mitad de nosotros somos forasteros, y ninguno de nosotros encaja.

El jueves, cuando llegué, encontré un mensaje en el contestador. Hacía varios meses que no sabía de Max. De hecho, no había vuelto a tener noticias de él desde la última visita al museo, el invierno pasado. Dice que la semana que viene vendrá a Montreal por trabajo y que se quedará a pasar el fin de semana. ¿Podemos vernos?

Sí, podemos vernos por última vez. Llegamos con cinco años de retraso al encuentro final. Puede encontrar mi apartamento en el número 6 de la rue du Champs-de-Mars.

Pues bien, Max me visita y está sentado en mi apartamento, visiblemente incómodo, en el borde de una silla. Ahora fuma —supongo que si has visto morir a mucha gente te preocupan menos esas cosas— y tengo que buscar un plato de café para que pueda utilizarlo como cenicero. En cuanto entiendo que si seguimos así no vamos a hablar, le sugiero que subamos a la azotea.

Detrás del salón hay una cocina americana que ocupa la parte trasera del apartamento, con una ventana que da a una escalera de incendios de hierro. Subiendo la escalera se accede a mi jardín —una azotea cubierta de tela asfáltica y salpicada de desvencijadas sillas de terraza—. El edificio tiene seis plantas, la altura suficiente para ver por encima de los tejados el St. Lawrence, que discurre a unas calles de aquí. Directamente debajo de nosotros está el Puerto Viejo, donde los barcos de recreo entran y salen del muelle. Si miramos hacia el este, donde se encuentran los gigantescos silos de la destilería Molson y la noria que sigue activa en el enclave donde se celebró la Expo del 67, podemos ver el puerto moderno, donde los pesados cargueros esperan la mercancía que transportarán al otro lado del Atlántico.

Es un bonito día de finales de octubre, casi lo bastante caluroso para quedarnos fuera tomando el sol. Nos instalamos en las sillas de jardín e, inclinándome hacia delante aunque con la mirada baja, empiezo a hablar. Despacio, relato el progreso de nuestro affaire, labrando a partir de cada uno de sus episodios una perfecta perla de dolor.

¿Te acuerdas de esa vez que me metiste un puñado de hojas por la espalda? Creí que querías abrazarme.

¿Te acuerdas de esa vez en la charcutería, cuando me preguntaste si quería tener hijos? Creí que te referías a que tú sí querías tenerlos.

¿Te acuerdas de esa vez que dijiste que la nieve reciente era como enamorarse porque te hacía ver el mundo de un modo distinto? Creí que querías decir que estabas enamorado.

Ensarto mis perlas para él, hallando un hilo narrativo del que cuelga cada una de ellas. Se las muestro como si, consiguiendo que él las vea y las admire durante un instante, yo pudiera por fin quitarme este collar.

En algunos momentos de este recital una sonrisa le cruza la cara; en otros, un ceño sugiere que está confuso o en desacuerdo; y en otros, asiente con la cabeza. Cuando por fin termino, no dice nada. Simplemente arruga sus irregulares labios hacia delante y vuelve a relajarlos con tan solo un «mmm…».

Le digo que le perdono, pues eso es lo que ha venido a escuchar. Te perdono mi error.

Sin embargo, aunque él es el perdonado, soy yo la que he confesado. ¿Y quién dice que mañana no volveré a pecar? El pecado de la ira, el pecado de la pena, el pecado de la lujuria, el pecado de la castidad, el pecado del silencio, el pecado de las mentiras, el pecado de la honradez, el pecado del recuerdo, el pecado del perdón, el pecado de haber amado demasiado poco, el pecado de haber amado demasiado.

Esta noche, cuando él ya se ha ido, no puedo dormir. Cuando se acerca el alba tiro la toalla, me pongo unos vaqueros y un suéter grueso y vuelvo a subir a la azotea, donde me siento.

El pausado amanecer de octubre se eleva despacio sobre el Viejo Montreal y el St. Lawrence despierta al tiempo que la primera luz del día prende el agua en el borde de una orilla y el río da comienzo alegremente a su baile hacia el océano. Aunque aquí reina la mañana, en París ya ha llegado la tarde, y en los Campos Elíseos Marcel Proust juega al rescate con Marie de Benardaky, mientras en los pasillos del metro que muy pronto se excavarán bajo sus pies, David me persigue, girando tras de mí en una esquina de la estación del metro y gritando mi nombre. En el número 9 del boulevard Malesherbes, el narrador anhela a la pequeña Gilberte Swann al tiempo que en la rue de Courcelles, Marie Nordlinger está atrapada en el diván de una habitación excesivamente caldeada. En una gélida mañana polaca, un oficial del Ejército Rojo desenvuelve su pertenencia más preciada, una atesorada tableta de chocolate, y se la ofrece a un hombre escuálido que viste un pijama de rayas mientras un fotógrafo militar saca fotografías que un día brillarán tenuemente en el aula a oscuras donde monsieur Delvaux enseña historia. Al otro lado del Atlántico, en un laboratorio de Nueva York, una científica que investiga sobre el SIDA deja escapar un suspiro de frustración y se pregunta si no debería probar el resultado de la vacuna consigo misma. A muchos kilómetros al norte, en Toronto, estás a salvo en tu apartamento situado junto al Don Hospital, dormido en brazos de un chico que parece obra del propio Caravaggio. Pero yo estoy aquí sentada, en esta azotea, sola.

Y en este instante, al alba en Montreal y a mediodía en París, mientras las aguas del St. Lawrence confluyen con las aguas del Sena y del Loira en algún punto del Atlántico, en este momento en particular, no anhelo nuestros juegos en los Campos Elíseos. Por fin estoy decidida a reemplazar la nostalgia por el olvido. Volveré a vestir colores vivos.

Me estremezco y, cuando empieza el día, bajo y me siento delante de mi escritorio. La pérdida de Max me llevó a salir a buscar a Marcel, pero en vez de dar con él fue a su madre a quien encontré en la Bibliothèque Nationale, y en las páginas de su diario, fue a menudo la voz de la señora Segal, la mujer que no llegó a ser mi suegra, la que creí oír llamándome desde el otro extremo del siglo. El otro día leí en el periódico que están probando una vacuna, justo a tiempo para el cambio de milenio, que, para quien acepte la noción popular que existe sobre los ceros, empezará dentro de dos meses. Quizá también yo debería telefonear a los periodistas: he encontrado la cura para el desconsuelo. Es la literatura. Aunque no he descubierto nada que el hijo del doctor Proust no supiera hace un siglo.

Quizá haya llegado el momento de que, como el propio gran hombre, también yo deje de traducir y empiece a escribir una obra de ficción. Quizá el momento de mi madurez haya llegado. Pero primero publicaré mis traducciones. No carecen de interés. Investigaré sobre los diarios que correspondan y prepararé una introducción adecuada. He aquí mi primer borrador.

Madame Proust nació con el nombre de Jeanne-Clémence Weil el 21 de marzo de 1849. Era hija de un próspero corredor de la Bolsa parisina y de una afectuosa y culta madre de la que heredó su gran entusiasmo por los escritores del grand siècle, el XVII, y sobre todo por las cartas de madame de Sévigné. Cómodamente criada en un acaudalado y sólido hogar judío, Jeanne era afable, hermosa, refinada y una gran amante de la música y de la pintura, además de gran conocedora de la literatura francesa e inglesa. Tenía veintiún años cuando se casó con Adrien Proust, un católico y ambicioso joven médico que había superado con creces los humildes orígenes de su familia, unos tenderos del pequeño pueblo de Illiers, cerca de Chartres. Ya a los treinta y seis años había sido condecorado con la Légion d’Honneur por su incansable labor contra las enfermedades infecciosas. Era profesor de medicina en la Sorbona y el principal defensor en Europa del cordon sanitaire, una barricada de oficiales de la salud situada en los puertos de entrada cuya misión era impedir que se extendiera el cólera procedente de Oriente.

Los Proust tenían dos hijos. Robert, el más joven, conocido en la familia como Dick, era un hombre robusto que siguió los pasos de su padre en el mundo de la medicina, especializándose en el estudio de los genitales femeninos. Se casó en 1903 y tuvo una hija, Suzy, la única nieta de madame Proust, nacida el mismo día de la muerte del doctor Proust.

El hermano mayor de Robert era Marcel, el primogénito de madame Proust, nacido en 1871, durante el estado de sitio de París en plena guerra franco-prusiana. En el curso de su embarazo, madame Proust escapó a la casa que su tío tenía en el suburbio de Auteuil, pero la ansiedad provocada por el momento tuvo como consecuencia un parto difícil. Enfermo ya al nacer, Marcel siguió padeciendo una frágil salud durante toda su vida, propenso a sufrir devastadores ataques de asma desde los nueve años. Fue una continua fuente de preocupación para su devota madre, que vivía un suplicio con cada uno de sus síntomas, mientras su padre, un hombre más rudo, aunque no menos compasivo, la acusaba de malcriarle. A pesar de su diferencia de caracteres, el extrovertido doctor Proust y su tímida esposa siempre estuvieron de acuerdo en que su hijo Marcel necesitaba sobre todas las cosas ejercitar su fuerza de voluntad en lo referente a su salud, sus estudios, su carrera y su vida.

No obstante el continuo ánimo y apoyo ofrecidos por sus padres y ciertos intentos abortados de estudiar y practicar el derecho, Marcel jamás eligió una profesión convencional y vivió bajo el techo paterno hasta la muerte de monsieur y madame Proust, siempre mantenido por el capital familiar. Entre los veinte y los treinta años, Marcel fue un exuberante miembro de la vida social del momento, y su apariencia romántica y sus poéticos discursos le valieron un lugar en los salones más en boga de París; una realidad que llevó a su madre a preocuparse de que estuviera perdiendo un tiempo que habría invertido mejor en prepararse para ejercer una profesión. Ya cumplidos los treinta, su frágil salud y sus ambiciones literarias le mantuvieron cada vez más encerrado en casa, escribiendo de noche y durmiendo de día, un horario alrededor del cual madame Proust organizó el funcionamiento de su casa.

A pesar de su frágil salud, de sus intempestivos horarios y de la presencia de su ansiosa madre, Marcel tuvo múltiples amantes, todos ellos hombres. Los escarceos sexuales de juventud con el compositor Reynaldo Hahn y Lucien Daudet, hijo del escritor Alphonse Daudet, dieron paso a enamoramientos no correspondidos y a apasionadas amistades con apuestos y jóvenes aristócratas como Antoine Bibesco, Bertrand Fénelon, el marqués d’Albufera y el duque de Guiche, así como encuentros remunerados con camareros y chóferes. Ni los diarios de madame Proust ni la copiosa correspondencia entre madre e hijo, incluidas cartas enviadas durante las vacaciones y notas domésticas, dan fe directa de si madame era o no consciente de la sexualidad de Marcel, aunque sí constituyen una firme evidencia de una gran comprensión y de un profundo amor por su hijo.

Igualmente, si bien podemos adivinar que madame Proust debió de vislumbrar el genio de Marcel, solo nos es posible afirmar con absoluta seguridad que jamás llegó a conocer el gran éxito que finalmente coronaría sus esfuerzos literarios. En los últimos años de la vida de madame, Marcel estaba traduciendo con su ayuda al francés obras del crítico de arte inglés John Ruskin, después de haber publicado ya un puñado de ensayos y de haber abandonado su proyecto de novela autobiográfica que empezó a gestar como proyecto de juventud. Fue en 1913 cuando publicó Por el camino de Swann, el primer volumen de lo que se había convertido, en el momento de su muerte (1922), en la obra maestra de un millón de palabras titulada En busca del tiempo perdido. Su devota madre le había dejado hacía tiempo: Jeanne Proust estuvo convaleciente durante 1904 y murió de una insuficiencia renal a la edad de cincuenta y seis años, en septiembre de 1905. Fue entonces, encerrado con el recuerdo de su madre y a la vez liberado de su presencia, cuando Marcel empezó a escribir.

Guardo el archivo, lo cierro y apago el ordenador. Tiendo la mano hacia la impresora y cojo una hoja del montón de papel que hay en la bandeja. Sacó un bolígrafo del frasco de mermelada que tengo más a mano, y en una pequeña esquina del escritorio que no está ocupada por las máquinas, me inclino sobre el papel. Vacilante ahora, empiezo a escribir una frase que no ha dejado de resonar en mi cabeza desde que regresé de París.

«No habrá más cartas…»

Me detengo, extrañada. ¿A quién pertenece esta voz salvadora? ¿Es amabilidad o crueldad? ¿Quién habla? Vuelvo a escribir.

«Ruth Silver pronunció con suavidad las palabras al tiempo que cogía el correo de manos de Sarah: “No habrá más cartas”».

Este es mi principio.