Capítulo 12

PARÍS, 10 DE ENERO DE 1905, MARTES

Marie vino ayer a despedirse. Monsieur Bing está organizando una exposición dedicada al Art Nouveau, como lo llaman, y quiere mostrarla a los norteamericanos. Marie viajará con ella, empezando en Nueva York para trasladarla después a Detroit. Había estado posponiendo su decisión de abandonarnos, supongo que en parte porque temía, avergonzada, que yo juzgara humillante su actitud. Hizo denodados esfuerzos por no llorar y me dijo que esperaba ansiosa que Marcel termine pronto la traducción de Sésamo y lirios y haber sido de ayuda. Sin duda estaba siendo modesta: le dije que no sabía cómo podríamos habérnoslas arreglado el año pasado sin ella, y no solo por su práctico asesoramiento con la lengua inglesa, sino también por su capacidad de volver a despertar en Marcel el interés por Ruskin y por su amable y humana sabiduría. Le habría dicho que la quería como una madre a una hija de no haber creído que con ello heriría su tierna alma.

Zarpa para Nueva York el sábado.

PARÍS, 18 DE MARZO DE 1905, SÁBADO

Anoche hablé con Marcel. Le pregunté si me echaría terriblemente de menos si decido abandonarle. Quizá fue una pregunta estúpida. Quizá sea imposible mantener una comunicación sincera sobre un asunto semejante. Él vaciló al principio y después declaró que siempre ha sido una criatura de costumbres. «¿Sabes, Maman?, si alguien muy cercano como Reynaldo o Albu muriera, al principio me sentiría desolado, incapaz de lidiar con la vida sin sus visitas o sin contar con sus servicios de prestos mensajeros, diciéndole a un amigo que deseo verle o yendo a buscar un libro a Calmann, pero la aburrida naturaleza de mi solitaria vida no tardaría en cerrarse sobre la pérdida como la piel se cierra sobre una herida, y al final sabría arreglármelas sin él». Sé que para muchos su respuesta puede parecer cruel, pero entiendo que pretende tan solo tranquilizarme, asegurándome que sobrevivirá y así evitarme la ansiedad. Y, como una de esas parejas que llevan muchos años casada, ambos sabemos que soy consciente de que esa es su estratagema. Aunque no hablemos de mi partida, ahora sé que cuento con su permiso.

PARÍS, 29 DE MAYO DE 1905, LUNES

Ha llegado una postal de Canadá. Marie escribe que ha visitado las grandes cataratas del Niágara, no muy lejos de Detroit. Según dice, el espectáculo de las cataratas le ha encantado y aterrado a la vez, tal era el magnífico y precipitado espectáculo del agua, y tan inmensa y despiadada parecía la naturaleza en comparación con nuestras pequeñas aflicciones. La imagen de la postal revela poco de eso: de hecho, es muy banal, y muestra tan solo a unos remilgados turistas mirando desde una barandilla un imponente borrón que podría perfectamente ser tanto piedra como agua. Marie añade que la exposición de Bing es un gran éxito. Me alegra sobremanera pensar que Marie está a punto de protagonizar una gran iniciativa artística en el nuevo mundo.

PARÍS, 6 DE JUNIO DE 1905, MARTES

Marcel casi ha terminado con la traducción de Sésamo, que debería aparecer el año que viene. Anoche se atrevió a salir por primera vez desde hace semanas y me dejó leyendo su maravillosa introducción. Escribe de un modo exquisito y está plenamente convencido de la autenticidad de la vida del artista, además de mostrarse falsamente modesto sobre sus propias aptitudes… o al menos esa es la opinión de su querida madre.

«… el crítico debería ir, pues, más lejos. Debería intentar reconstruir cómo podría haber sido la singular vida espiritual de un escritor atormentado por esa suerte de realidades especiales, siendo su inspiración la medida de su visión de esas realidades; su talento, la medida de su capacidad para recrearlas en su obra, y, por último, su ética, el instinto que, llevándole a considerarlas desde un punto de vista de la eternidad (por muy particulares que dichas realidades puedan parecernos), le llevó a sacrificar ante la necesidad de percibirlas y de reproducirlas, a fin de asegurar su imagen clara y duradera, todos sus placeres, todas sus obligaciones y hasta su propia vida, que no tiene raison d’être si no es para ser la única vía posible de entrar en contacto con esas realidades, y carece de valor si no es el mismo que puede tener para el físico un instrumento indispensable para sus experimentos. Huelga decir que no he pretendido asumir esta segunda parte del deber del crítico en lo que a Ruskin se refiere. Eso puede ser objeto de estudios venideros. Esto es simplemente una traducción…» Así escribe Marcel Proust.

Esas son las últimas entradas del diario de madame Proust, con excepción de un garabato ilegible que aparece en una página siguiente que por lo demás está en blanco. En 1905, la letra de madame Proust se había vuelto cada vez más ilegible, y soy incapaz de descifrar estas últimas palabras. Recojo mi caja de documentos y me acerco al mostrador de reservas. No hay ni rastro de Ahmed y lamento no haber hablado ayer con él y haberle preguntado si ha solucionado ya el problema con su visado. En su lugar, el ayudante del ayudante de bibliotecario está dispuesto a llevarse el Archivo 263 y me siento obligada a presentarme.

—He terminado, monsieur. Vuelvo a casa, a Canadá. Quería darles las gracias y, bueno… despedirme.

Utilizo el término habitual, au revoir.

El ayudante del ayudante de bibliotecario sonríe con cierta sombra de superioridad y me corrige:

—¿De vuelta a Canadá? Alors, ce n’est pas au revoir, c’est adieu. ¿A Dios? ¿Hasta Dios? No estoy segura de cómo traducir la expresión.

Me alejo del mostrador, pero el bibliotecario parece haber tenido una idea de última hora y me llama para que vuelva a acercarme.

—Si de verdad ha terminado, asegúrese de devolver la tarjeta de la biblioteca cuando se dé de baja.

—Sí, descuide. Adiós. Adieu.

Hay, sin embargo, un último lugar en el que tengo todavía que buscar a Proust. A la mañana siguiente, durante mi último día en París, visito Père Lachaise llevando un ramo de rosas de color rosa que he comprado en la verdulería-frutería que está junto al estudio. Este es el cementerio más famoso de la ciudad, en el que están enterrados Oscar Wilde, Sarah Bernhardt, Anna de Noailles y Marcel Proust. Ocupa varios acres de terreno en pendiente y está enclavado en el extremo más nororiental de la ciudad. Las tumbas se diseminan profusamente bajo los frondosos árboles, entre sinuosos senderos. La de Proust está subiendo la colina desde la entrada principal, en una planicie ubicada en el extremo más al norte del cementerio. La lápida del escritor es una pieza grande y gruesa de mármol negro de apariencia muy reciente, como si la hubieran sustituido o la hubieran vuelto a pulir hace poco tiempo. En su superficie amplia y lisa figuran inscritos su nombre y las fechas. Detrás, en las partes más estrechas, aparece el nombre de su padre, de su madre, de su hermano y de su cuñada. Creo que quizá es aquí donde debería depositar mis rosas, en el suelo, al lado del nombre de Jeanne Proust.

Sin embargo, mi estudio de la tumba queda interrumpido por dos mochileros norteamericanos que se han instalado justo delante. Uno está sentado, con aire de resignado aburrimiento, en una lápida situada enfrente, mientras que su entusiasta compañero deambula por las inmediaciones sacando fotografías de la tumba con una cámara de impresionante aspecto al tiempo que presenta a su amigo las maravillas de À la Recherche. «La descripción es increíble», explica mientras ajusta el zoom y mira por la lente con los ojos entrecerrados.

Me retiro sin saber a ciencia cierta cuánto tiempo puedo esperar para poder disfrutar de un momento de comunión con mis muertos. Mi vuelo a Montreal sale por la tarde y debería regresar al estudio para recoger las maletas y cerrarlo. Espero sin tenerlas todas conmigo en el estrecho callejón abierto entre las tumbas que lleva al monumento dedicado a la familia Proust y entonces, dando un paso atrás, me veo tropezando en terreno desigual. A punto estoy de caerme, pero logro recuperar el equilibrio y me doy cuenta de que estaba de pie encima de un murete que aquí, donde mide apenas unos centímetros, resulta invisible, pero que alcanza casi el medio metro de altura a medida que progresa hacia el borde del cementerio. Una estrella de David capta mi mirada. Al parecer, estoy situada justo en el linde del antiguo sector judío —en su día debió de haber estado separado por un muro del resto de Père Lachaise—, pues hay una hilera de tumbas en las que figuran la estrella de seis puntas y nombres como Bloch, Becker, Dreyfus, Haas, Klein y Weil. Y también aquí, en grandes letras sobre una lápida colocada en vertical, está el apellido Bensimon. Debajo hay una lista de varias personas enterradas hacia el cambio de siglo. Por su edad, podrían ser mis bisabuelos. ¿Quién sabe quién puede ser? A fin de cuentas, no es un apellido poco común. Hoy hay docenas de ellos en el listín telefónico de París. Una vez, en un momento de ocio, los busqué. Pues bien, deposito mis rosas sobre la tumba de una familia a la que no conozco y dejo que los mochileros sigan contemplando la historia y la literatura.

Regreso por los umbríos y fangosos senderos de Père Lachaise a la parada del metro que está en la avenida que bordea el cementerio y vuelvo al estudio. A las cinco, embarco en un avión en Charles de Gaulle y vuelo a casa.