DICEN de nosotros, los habitantes de Montreal, que somos insulares. No es cierto. Puede que vivamos en una isla, pero conocemos el mundo. Buscamos en invierno el sol de Florida y, franceses e ingleses por igual, nos fascina Nueva York. A veces, bajo allí a pasar el fin de semana, a disfrutar de sus museos y de sus tiendas, a fingir que las etiquetas con los precios están en dólares canadienses e ignorar la realidad durante un par de días. ¿No sería acaso glorioso ser una neoyorquina más, hablar su duro inglés norteamericano y saber que gobiernas el mundo y que vives en su epicentro?
También anhelamos París. Ahorro para poder venir aquí cada cierto número de años. Unos amigos de mis padres tienen un estudio junto al Canal Saint-Martin, y lo alquilaré cuando pueda permitirme quedarme más tiempo en la ciudad. Qué maravilla poder vivir en francés, hablar solo una lengua, y que sea la más hermosa de las que se hablan en el mundo, hablarla deprisa, con orgullo y elegancia. Qué delicia fingir, durante un instante, una o dos semanas, ser parisina y que existe tan solo una metrópolis, y más allá de ella, tan solo provincias.
No, los habitantes de Montreal no somos insulares. Cuando dicen eso, lo que quieren decir es que nunca visitamos Toronto. Y es cierto. No visitamos Toronto. ¿Para qué? Es monolingüe y monolítica, y no del modo descarado y excitante que puede serlo Nueva York, sino más desabrido y menos colorido. No nos tienta, como se dice en francés. Bueno, la verdad sea dicha, no es mucho lo que conocemos del lugar, y quizá nos provoque cierto temor. Es una ciudad que confunde, difícil de identificar con exactitud, resolutamente anglófona aunque visiblemente políglota. Durante una de las escasas ocasiones en que he visitado Toronto, cogí un autobús para bajar al centro desde Bloor Street y de pronto me encontré en Hong Kong, rodeada de rostros chinos, tiendas de comida que vendían bok choy y restaurantes con tajadas de carne impregnadas de una salsa de color rojo brillante colgando de las ventanas. Esa misma noche me llevaron a cenar a un barrio en el que los nombres de las calles estaban escritos en griego.
No es que no tengamos nuestras comunidades de inmigrantes en Montreal: somos francófonos, anglófonos y «todófonos». Esa es nuestra pequeña broma que ha terminado convirtiéndose en marca de la casa. A través de un arco policromado recientemente erigido sobre la zona situada más al sur del boulevard Saint-Laurent, tenemos dos manzanas de Chinatown. En mayo, hay un enorme festival portugués que interrumpe el tráfico del Plateau Mont Royal. Pero son simples manifestaciones contenidas que en ningún caso perturban nuestra danza original de inglés y francés. La realidad de Toronto nos sorprende y nos confunde a la vez. ¿Y si decidiéramos no hablar solo inglés o francés, sino también mandarín y cantonés, griego, farsi e italiano? Para un oriundo de Montreal se trata de una perspectiva alarmante. En Toronto, parece traerles prácticamente sin cuidado, como si para ellos la lengua no tuviera demasiada importancia.
Pues bien, un día del pasado invierno me veo recorriendo resentidamente las enfangadas calles de Toronto, visitando la ciudad por tercera o cuarta vez en mi vida. Desde que nos encontramos casualmente en la conferencia médica, Max me ha llamado alguna vez para charlar por teléfono. Parece querer volver a atraerme a su órbita. Me anima a que le visite.
—Ven a visitar Toronto. La ciudad ha mejorado considerablemente, Marie. Te divertirás. Puedes quedarte en mi casa. Tengo una habitación de invitados.
Me planteo en serio la visita, me siento tentada, me resisto y doy excusas.
—Ahora estoy muy ocupada…
—Oh, vamos. Vosotros, los de Montreal, siempre tan insulares.
Vacilo. Quizá. No hay nada de malo en una visita. Tengo esperanzas. Y eso es peligroso.
Y entonces es el trabajo el que resuelve la cuestión: Toronto alberga una cumbre sobre medioambiente y no dispone de los intérpretes necesarios para que las intervenciones puedan realizarse simultáneamente en dos idiomas. He recorrido Canadá traduciendo en conferencias. Trabajo mucho en Nueva Escocia y en New Brunswick, he visitado a menudo Vancouver y Calgary, pero nunca voy a Toronto. Cuentan con un montón de traductores propios, y si necesitan apoyo adicional, llaman por teléfono a Ottawa, que es la capital nacional de los intérpretes de conferencias. Pero esta vez hay otras conferencias celebrándose en Ottawa y uno de los organizadores me llama por teléfono, requiriendo mis servicios. Me pregunta si puedo pasar allí la semana, alojándome en el hotel del centro donde tiene lugar la cumbre. Se me ocurre que es una buena solución, un buen motivo para visitar la ciudad, que además me proporciona la seguridad de un hotel. Digo que sí al trabajo y, la semana previa a mi viaje, llamo por teléfono a Max. Sugiere que nos encontremos en el museo —el Royal Ontario Museum— el miércoles por la tarde.
—Ahora tienen un restaurante muy bueno. Arriba, en la azotea.
Toronto fanfarronea constantemente de sus mejoras, como si el pasado no hubiera sido nada bueno.
—Y después de cenar podemos volver a las galerías. Han restaurado la colección china (más mejoras). Hace tiempo que tengo ganas de verla. Salgo del laboratorio a las seis. ¿Qué te parece si cenamos a las seis y media?
Durante la cena hablamos de trabajo.
—¿Y crees que llegarán por fin a un acuerdo sobre esos estándares de emisiones? Demonios, los europeos nos han robado el pescado que nos quedaba y ahora los norteamericanos quieren mantener su divino derecho a contaminar el aire que respiramos. Supongo que Canadá no dará su brazo a torcer, ¿no?
—No lo sé. No tengo ni idea.
—Pero tú estás allí. Es fantástico. Puedes oír todo lo que dicen y seguir toda la política. ¿Qué es lo que está ocurriendo exactamente?
—No sabría decirte. No pienso en lo que traduzco mientras estoy trabajando, Max. Si lo haces, te distraes totalmente. Me concentro en las palabras, no en su significado.
Hablamos de su praxis, de su labor en el laboratorio, de los cócteles de medicamentos y de la vacuna.
—Es una locura. Mis pacientes ya no se mueren y yo nunca he tenido tanto miedo como ahora. Los gobiernos quieren una pastilla mágica y creen que la tienen… o, para ser más exactos, quieren treinta y cinco pastillas mágicas. La tasa de mortalidad ha caído en picado. Las farmacéuticas se están forrando. ¿Quién necesita entonces fondos para la investigación de una vacuna? Temo que esta vez no nos renueven la subvención. Simplemente nos cortarán la pasta, ahora que el final está a la vista. Seguimos ahí, empujando, pero aún no hemos llegado. Estamos investigando conjuntamente con los del Institut Pasteur de París, y con los norteamericanos. Probablemente ellos lleguen primero. Y no creas que me importa. De hecho, espero que sea así, y cuanto antes mejor. No pretendo ganar ninguna carrera.
Después de cenar, paseamos por las galerías chinas, espacios despejados y muy modernos llenos de bronces y porcelanas antiguos, aunque vacíos de gente en un día laborable. Max se detiene a examinar un jarrón, dedicándole la misma absorta atención que debe de dedicar a las células sanguíneas aumentadas en sus portaobjetos de cristal.
—Viens voir ça… —habla en francés al tiempo que se inclina hacia la urna de cristal. Su cuerpo, esbelto y firme, se mueve hacia delante desde la cintura, la cabeza oscura se acerca al cristal y con un largo dedo señala el curvilíneo dragón cuyo cuerpo naranja se enrosca alrededor del jarrón al otro lado del cristal.
—Regard, Marie…
En un museo de La Haya, Marcel Proust examina una panorámica de Delft obra de Vermeer, el mismo lienzo que, una década más tarde, defenderá en la literatura. Puedo verle en la galería admirando las delicadas pinceladas que han conjurado las casas de ladrillo, con sus tejados de tejas rojas bajo un inmenso cielo de nubes monumentales que proyectan su sombra sobre los edificios de la zona central del cuadro. Proust se inclina con suavidad hacia delante para estudiar con atención una zona de la derecha donde una pequeña esquina de muro emerge entre las formas más oscuras que la rodean, brillando en su radiante retazo amarillo de luz del sol. Se sonríe y se vuelve hacia Bertrand Fénelon:
—Regarde…
Existía cierta similitud, al menos en mi cabeza, una masculinidad que era también una muestra de exotismo, una sensibilidad preciosa para algunos, una belleza y un amor por lo bello que yo valoraba y que malinterpreté. La atracción radicaba en cierto grado de esteticismo —suyo o mío, no estoy segura del todo—, pero yo nos veía como dos frágiles flores del mismo invernadero bilingüe, incapaces ambos de captar las diferencias entre las plantas. Ruskin percibió la ética en la belleza y pudo por ello describir los anhelos humanos como un deseo por alcanzar lo divino. Aunque es leve la necesidad que tengo de llegar a Dios, cierto es que deseé a Max como deseé al autor de À la Recherche, animada por la misma fuerza que vincula a mi padre con sus antigüedades, que empujaba a madame Proust hasta el Louvre, que atraía a Ruskin a sus catedrales y que acercó a Marcel Proust a La Biblia de Amiens y también a sus aristócratas. Todos confundimos tener con ser, y creemos que poseer lo que es mejor que nosotros nos hace en efecto mejores.
Aunque estas son reflexiones a las que he llegado aquí, en la Bibliothèque Nationale. Ese día en el Royal Ontario Museum tan solo tenía una ligera percepción de la existencia de un vínculo que unía a Max y a Proust, una corazonada que me llevó a escabullirme de regreso a Montreal, decidida a seguir ahondando más en la figura del novelista francés, convencida de que comprendiéndole quizá lograría verme libre de Max. En primavera había encontrado en la UQAM las cartas completas y la Enciclopedia del Holocausto y dediqué el verano a leer detenidamente ambos volúmenes. En agosto, reservé un billete de avión a París, un billete con la vuelta abierta, dispuesta por fin a hacer frente a mis deseos.
Ahmed ha desaparecido. O al menos no he encontrado ni rastro de él en la biblioteca durante todo el día. Espero y deseo que haya salido a ayudar con la mudanza al nuevo edificio. Llevan toda la semana preparando el traslado. También yo debería estar terminando aquí.