Capítulo 10

—¿UNA galleta? ¿Un poco de tu rugelach[16]?

Sarah tendió la bandeja de galletas a Clara, que se sirvió un rugelach y lo depositó en el pequeño plato junto a la taza de té.

—Una buena mujer. Y muy buena contigo, Sarah.

Sarah asintió y tomó un poco de té.

—Sí, siempre fue muy generosa con Sarah —concedió Daniel al tiempo que sonreía a su madre, que llevaba firmemente instalada en su salón desde hacía tres horas.

El objetivo era airear el dolor íntimo, darle espacio para que respirara y así pudiera llevar una vida normal y desvanecerse discreta y adecuadamente a su ritmo, evitando con ello que volviera a aparecer, enojado e indeseado, en momentos inapropiados y mucho tiempo después de que debiera haber pasado. Sarah conocía bien la base lógica y el protocolo, pero cumplir con la shivah[17] por Rachel la estaba agotando. Suponía que se sentía culpable por no haber llegado a ser la hija que Rachel había deseado, y ya era irrevocablemente demasiado tarde.

Sarah siempre había cumplido con su obligación en lo que a Rachel se refería: le había permitido hacer de abuela de Maxime, a quien había llevado a menudo a verla, la había invitado a las celebraciones festivas y había terminado cenando con ella todas las semanas en Villa Nova. Durante años la había visitado y había charlado con ella, aunque sin la profundidad de afecto que habría concedido cierto grado de alegría a esos actos. Era Daniel quien llevaba la alegría a la casa de Gladstone Avenue, y más adelante a la residencia de ancianos, siempre flirteando, lisonjeando y lanzando cumplidos. «Tu tarta de queso no tiene igual, Rachel…», «Qué bien te sienta el color de ese vestido…», «Tu salud, Rachel…». Sarah había reprimido el fastidio que provocaban en ella esas atenciones del mismo modo que ahora contenía la ira tras oír a Daniel formular su acuerdo con la banalidad que acababa de soltar Clara. Sintió que Daniel la avergonzaba, y en secreto sospechó que esa era exactamente su intención, y también, en esa dinámica tan propia de las parejas que llevan mucho tiempo casados, que él sabía que ella pensaba así. Aun así, él había seguido actuando así, cubriéndola y ofreciendo lo que ella no podía para asegurarse de que, ya que Rachel nunca había tenido hijos, por lo menos pudiera tener un yerno capaz de rezar la kaddish[18].

Rachel había vivido hasta el año 2000, aunque otra cosa era que pudiera afirmar haber visto la llegada del nuevo milenio. Su primer infarto, que había ocurrido pocas semanas antes del nuevo año, la había dejado parcialmente paralizada y cada vez más senil. El segundo se produjo poco después con compasiva rapidez, y su funeral había tenido lugar un frío y soleado día de finales de febrero. Varios días más tarde prácticamente habían terminado con la shivah, y un desfile de ancianas, así como de muchos de sus amigos y de todos sus parientes, habían pasado ya por su salón, llevando con ellos una profusa selección de galletas, sándwiches y cacerolas que obligaban todas las noches a una Sarah visiblemente molesta a poner la mesa con todas esas incompatibles contribuciones mientras Daniel y sus hermanos decían sus plegarias en la otra habitación. La señora Field, una antigua vecina de Gladstone Avenue, quizá diez años menor que Rachel, había acudido discretamente a presentar sus respetos y se había quedado, en una clara muestra de dulzura, ofreciendo delicadamente recuerdos cuando se requería conversación y permaneciendo en silencio cuando ocurría lo contrario. Sarah, recordando que la señora Field había aparecido en la calle en algún momento durante la guerra, descubrió sorprendida que conocía a esa mujer desde hacía más tiempo que a cualquier otra alma viva, y la besó afectuosamente cuando se marchó. Apareció también el senil y anciano señor Seeger de Villa Nova, acompañado de una joven enfermera filipina. El hombre se rio y lloró de tal modo durante su visita que Daniel no pudo por menos que especular divertido sobre su relación con Rachel. Llegó también Lisa desde Calgary, donde vivía con Michael, aunque de todos modos habían tenido que venir a la ciudad por trabajo. Sarah la veía poco desde que Lisa se había mudado, y pasaron largo rato poniéndose al día de sus vidas mientras lloraban la pérdida de Rachel. Lisa preguntó por Maxime y Sarah no supo qué decir.

—Trabaja mucho. Quiere seguir en la investigación.

—¿Sigue sin darte una nuera?

—Sí, seguimos igual.

Llegó el nuevo rabino. Lo cierto es que Sarah tendría que haber sido capaz de recordar su nombre. Era el mismo que había reemplazado al rabino Vine, que a su vez había sustituido en su día al rabino Cohn, que había fallecido hacía ya tiempo. A Sarah le pareció que era todo un detalle por parte de aquel joven, pues no había llegado a conocer a Rachel. Ella nunca se había unido a su congregación, aunque sí había mantenido el contacto con el rabino Cohn a lo largo de los años. El colega que trabajaba con Daniel en el nuevo edificio médico, un dermatólogo llamado doctor Ritz, pasó también, acompañado de su esposa. A Sarah la pareja le caía bien. Daniel y ella les habían invitado a cenar unas cuantas veces y Laura Ritz sugirió que salieran juntas alguna tarde.

—Pronto. Cuando te sientas con ganas. En esta época del año, es muy fácil no querer salir de casa.

Allí estaba Leah, la prima que Rachel tenía en Montreal. Años atrás se había divorciado de su marido y se había mudado a Toronto para alejarse de la familia, o al menos eso decía. Sarah calculó que debía de tener como pocos ochenta y cinco años, y aun así la mujer vivía sola y se manejaba con absoluta independencia, pues fanfarroneó delante de Daniel de sus frecuentes juergas en el casino de Niagara Falls. Iba hasta allí en autobús.

—Es la monda, y jamás he llegado a ver el agua. Nunca me he acercado a esas cataratas. Estoy demasiado ocupada con mis fichas.

Sarah les veía entrar y salir, maravillada. Esos eran sus amigos, su familia, su comunidad. A sus setenta años, supuso que por fin había encontrado un lugar propio.

Y Clara aparecía a diario, instalando su voluminoso cuerpo en el sillón de piel buena mientras Daniel y Sarah se sentaban en el borde del sofá, del que, fieles a la tradición, habían retirado todos los cojines para poder así quedar sentados más bajos, encogidos por la pérdida. Manteniendo erguida y orgullosa su cabeza de matrona cubierta de una espesa mata de pelo blanco, Clara estudiaba detenidamente a la pareja y a sus invitados. Aunque Lionel había muerto hacía quince años, en la época en que Maxime estaba todavía en el instituto, su viuda, esa anciana de noventa y dos años, no había sufrido merma alguna. De hecho, parecía en cierto modo reanimada tras una reciente operación en la que le habían extraído con éxito una catarata del ojo izquierdo.

—Te he traído unas galletas, Sarah —había anunciado el primer día al tiempo que abría una lata llena de rugelach y de brownies—. He querido contribuir.

De hecho Sarah había horneado sus propios dulces. Había previsto la eventualidad de la shivah desde el día de diciembre en que el médico le dijo que Rachel no duraría, y aunque calculaba que llegarían muchas contribuciones por parte de amigos y familiares, había deseado servir sus propias creaciones en su casa. Se había concentrado en la preparación de dulces —a fin de cuentas, los dulces eran siempre reconfortantes—, y así, se había pasado el mes de enero horneando un lote tras otro de barquillos de vainilla, finas y pequeñas galletas de almendra y el bizcochuelo preparado según la receta de Rachel, todo ello cuidadosamente envuelto en plástico y guardado en el congelador. Había evitado las tartas más sustanciosas, se había planteado incluir el rugelach y lo había desestimado, había evitado todo aquello que llevara chocolate, y es que había concluido que solo la más delicada repostería sería aceptable en una casa donde se respetaba el duelo.

En el salón, mientras Clara se llevaba el rugelach a la boca, sonó el timbre de la puerta. Maxime, que estaba sentado con ellos, se levantó.

—Ya voy yo —dijo, y salió de la habitación en dirección al vestíbulo, donde le oyeron saludar en voz baja y ayudar con los abrigos.

Llevaba allí toda la semana, abriendo la puerta, hablando con los invitados, preparando el té y el café, pasando la comida. Sarah le miraba también extrañada, y, aparte de algún que otro «gracias», no le dirigía la palabra.

Al principio, Sarah se había comportado como si la noche que había servido el pot-au-feu no hubiera ocurrido. Ignoraba el anuncio que Maxime les había hecho sobre su investigación y todas sus implicaciones. Algunos viernes, él iba a cenar a casa de sus padres. Daniel y él hablaban de medicina sin llegar jamás a comentar la labor de Maxime. Él seguía dando nombres de amigos y de amigas sin explicar realmente a sus padres la clase de amistades que eran. Sarah, que había pasado la mayor parte de su vida anticipando ansiosamente cosas que nunca ocurrían, intentaba en este caso bloquear algo que había ocurrido realmente, como si la sexualidad no verbalizada de su hijo fuera una fase con un final a la vista. Maxime no intentó en ningún momento penetrar en esa atmósfera de silencio y de ilusión, y mientras esta se prologaba él fue alejándose cada vez más. Cuando se encontraron cumpliendo con la shivah, tres años después de la noche en que él por fin había hablado, Maxime llevaba meses sin poner los pies en la casa del norte de Toronto y la última vez que había visto a Sarah y a Daniel había sido en el hospital, el día en que Rachel había sufrido su primer infarto.

Ahora volvía a aparecer en el salón con unos vecinos que desde hacía años vivían en la misma calle: un hombre corpulento que vestía un suéter de color rojo chillón con una esposa menuda y dolorosamente delgada que le seguía en silencio con un enorme plato cubierto con papel de aluminio en los brazos.

—¿Cómo estás, Sarah? Nuestro más sincero pésame. Aunque sea una triste ocasión, me alegro de verte. Y también a ti, Daniel —el hombre se volvió y señaló con un gesto a su espalda—. Ya no te vemos nunca, Max. Deberías venir más a menudo. ¿No será que descuidas a tus padres ahora que están chochos, eh?

—No, para nada —respondió Maxime, intentando reírse al tiempo que aceptaba el plato de la mujer con los brazos extendidos.

Y así transcurrió la velada durante el resto de la tarde y hasta bien entrada la noche, hasta que Sarah por fin cerró la puerta al último de sus amigos y parientes, mientras Daniel cogía el coche para acompañar a Clara a su casa.

Sarah recogió algunas tazas de té y algunos platos de postre del salón y al volver a la cocina encontró a Maxime metiendo los platos en el lavavajillas equivocado.

Laisse-les. Laisse-les. Déjalos —le instruyó—. Yo lo haré.

—Puedo hacerlo.

—No, no. Déjalo —se acercó al lavavajillas, indicándole con las manos que se apartara hasta que él se hizo a un lado y ella empezó a sacar los platos del lavavajillas.

—¿Qué haces?

—Este es para la carne.

—Ah, claro. Lo he olvidado. Perdona.

—No tiene importancia. Lo vaciaré para limpiarlo.

—Bueno. Entonces me voy…

—¿No vas a quedarte a cenar?

—No, no. No puedo comer nada más. Todas esas galletas…

—Ya sé que es tarde, pero había pensado preparar cena.

—No, en serio. Todavía tengo trabajo que hacer esta noche.

—De acuerdo. ¿Vendrás el jueves?

—Sí, Ma. Allí estaré.

El jueves, concluida por fin la shivah, los tres habían decidido visitar Villa Nova, donde la encargada, una enérgica mujer que parecía lo bastante joven como para ser la hija de Sarah y cuya personalidad oscilaba entre la de una trabajadora social y una anfitriona, había insistido en organizar un pequeño encuentro para conmemorar la muerte de Rachel.

—Esta era su casa, señora Segal. Nosotros también lloramos su pérdida, y la mayoría de nuestros residentes no pueden desplazarse hasta su casa. Además, esto es bueno para los mayores. Necesitan aceptar que alguien ya no está entre ellos. No tiene sentido ocultar la muerte a los ancianos.

La encargada esbozó una poderosa sonrisa y Sarah, que de pronto se sentía en cierto modo egoísta y que entendía que si se negaba resultaría demasiado obvio que estaba profundamente aliviada ante la perspectiva de librarse de la visita semanal a Villa Nova, se vio obligada a ceder. Sin embargo, y tal como había supuesto, resultó ser una dolorosa reunión sembrada de incómodas pausas, mientras intentaba entablar conversación con los sordos y con los confusos, sin saber a ciencia cierta si habían llegado realmente a conocer a Rachel. Como era de esperar, Daniel lo vivió mejor; hablase o no, sonriese o no, con Maxime a su lado para animarle de vez en cuando, motivarle o simplemente darle un respiro. Así las cosas, Sarah fue sintiéndose cada vez más distanciada de lo que la rodeaba y, cuando a las cuatro por fin se marcharon, estaba profundamente agotada.

El tiempo, que había sido más caluroso durante los días que habían respetado la shivah, había vuelto a cambiar y hacía un frío glacial. El cielo era azul y despejado y seguía claro durante la tarde, pues con la llegada de marzo, los días cortos y oscuros habían sido reemplazados brusca y rápidamente por días más largos y luminosos. Esa tarde, aunque bañada por la luz del sol, la cocina de la casa del norte de Toronto estaba helada. Sarah esperaba allí de pie con Daniel y Maxime a que hirviera el agua para el té, todavía fastidiada por el hecho de que su eternamente caritativo marido la hubiera dejado en evidencia, y con la distancia que la separaba de su hijo ondeando en el aire gélido de la habitación. Y fue bajo ese ambiente de agotamiento e irritación que Daniel cometió el error, animado por un suspiro de Sarah, de ofrecerle un irreflexivo consuelo:

—Bueno, todos tenemos que morir algún día. Rachel tuvo una buena vida.

Sarah se volvió a mirarle y replicó, visiblemente enfadada:

—Algún día, algún día. Ella tuvo su tiempo, noventa y cuatro años, para ser exactos —habló entonces en un francés afilado y amargo—. Otros no tuvieron tanta suerte. Otros no pudieron disfrutar de su tiempo. Otros no vivieron para ver crecer a sus nietos, para verlos convertidos en, en… —señaló con un gesto de desprecio a Maxime. Daniel y él la miraron sin comprender, al tiempo que ella empezaba a confundir sus agravios y sus aflicciones, mezclándolos mientras la ira le inundaba el corazón, llenándolo hasta el último rincón de descontento o decepción y dejándola convertida en una temblorosa masa incapaz de distinguir entre el dolor real que había provocado en ella la muerte de Rachel y los celos que sentía al pensar que esa mujer había disfrutado de la larga vida que su madre no había podido tener, entre su incapacidad de comprender a su hijo y la frustración porque el agua tardaba en hervir en el calentador. Arrancó el cable del enchufe con un furioso tirón— «Bah, esta porquería. Mejor nos olvidamos» —y al hacerlo volcó las tazas de té de porcelana que había puesto en la encimera.

El sonido de la porcelana al estrellarse contra el suelo pareció por fin quebrar su reserva. Se volvió hacia los trozos de porcelana repartidos a sus pies y arrojó contra ellos la jarra de la leche. Al caer, el contenido de la jarra se derramó sobre su elegante traje de lana negro y las elegantes perlas de Sophie Bensimon que llevaba al cuello. Luego tiró del cajón de los cubiertos más cercano y, levantando un extremo de modo que el otro simplemente caía por su propio peso, vertió el contenido encima del montón de trozos de porcelana. Presa de pronto de una repentina inspiración, cruzó la cocina hasta el segundo cajón de los cubiertos, donde guardaba los cuchillos y los tenedores destinados a la carne, y tiró de él, para arrojar esta vez los cubiertos desde una distancia considerable, uniéndolos a lo que ya había en el suelo.

—¿Para esto murieron? ¿Para que pudiéramos vivir aquí, en esta casa, con dos vajillas?

Se volvió hacia el armario de la carne y arrojó varios platos al suelo antes de acercarse con paso decidido al armario de la leche y coger el primer cuenco que encontró y lanzarlo contra el montón. Los pequeños recipientes de porcelana blanca y ribeteada en los que tantas veces había servido la crème caramel se hicieron añicos junto con los platos grandes, en los que había servido un boeuf bourguignon acompañado de gírgolas, cebollas perla y un buen vino tinto. Trozos de los cuencos en los que Maxime y Daniel habían desayunado cereales cubiertos de leche se mezclaban en el suelo con restos de la enorme cacerola de esmalte en la que a Sarah le gustaba cocer a fuego lento sus estofados. Las dos vajillas —la milchik y la flayshig— salieron volando de los armarios, rompiéndose, haciéndose añicos, estampándose contra las baldosas del suelo, hasta que Sarah se quedó sollozando de pie rodeada de un montón de trozos.

Daniel retrocedió, horrorizado ante una ira que jamás había visto, y negándose a reconocer que esa era la emoción que acechaba bajo la elegante melancolía y las aguerridas ansiedades de Sarah.

Fue Maxime quien se adelantó tímidamente, abriéndose paso entre los restos de cristales y de porcelana hasta llegar a su madre.

Maman.

Le dio el nombre de su infancia y la tomó en sus brazos como lo hacía con los pacientes que, temblorosos y sollozantes, se enfrentaban a los resultados de sus análisis de sangre.

Y, cuando también él empezó a llorar, se quedaron allí juntos, abrazos los dos en las ruinas de la cocina kosher, lamentando por fin la ausencia de los abuelos de Maxime y de los nietos de Sarah.