Capítulo 9

SARAH Segal se volvió de espaldas a la cacerola que removía en el fogón y saludó el sonido de Maxime entrando por la puerta. Le llamó pero no obtuvo respuesta, tan solo el golpeteo sordo y arrastrado de sus zapatillas de deporte en las escaleras, y el chasquido amortiguado de la puerta de su cuarto. Minutos más tarde, una música de rock espantosamente alta resonó por toda la casa.

Sarah esperó unos instantes para ver si Maxime bajaba el volumen, pero fue en vano. Tras soportar unos cuantos minutos más, subió las escaleras con determinación y llamó con suavidad a la puerta de la habitación de su hijo. No hubo respuesta. Negándose a estar simplemente allí golpeando y gritando, hizo girar la manilla y empujó la puerta. En uno de los rincones de la habitación hubo un frenético movimiento, y, cuando Sarah por fin entró, encontró a Maxime tumbado en la cama con las mantas recogidas sobre el estómago, visiblemente encendido.

Sarah señaló el aparato de música. Maxime se inclinó hacia él sin desplazar un ápice la parte inferior de su cuerpo y apagó la música.

—¿Has tenido un buen día? —Sarah le habló en francés, pero él le contestó en inglés, cosa que hacía cada vez más a menudo.

—Sí, estupendo.

—Puedes escuchar música si quieres, pero tampoco hace falta que dejemos sordos a los vecinos. ¿Por qué no utilizas los auriculares que te regaló tu padre?

—Ya, bueno, no.

—Ya, bueno, no —repitió Sarah, imitando su balbuceado inglés antes de proseguir con dignidad en su propia lengua—. ¿Se puede saber qué significa eso? ¿Les pasa algo a los auriculares? ¿Qué tal una pequeña muestra de respeto hacia los vecinos, ya que al parecer eres incapaz de tenerla con tu madre?

—Perdón. La pondré más baja —respondió Maxime.

En français, s’il te plaît —Sarah habló agriamente, dando rienda suelta a su fastidio.

Okay. Je diminuerai le volume.

Maxime la invitó en silencio a abandonar la habitación para poder volver así a lo que tenía entre manos. Sin embargo, su concentración pareció provocar el efecto contrario al esperado, pues Sarah se adentró aún más en la habitación, sentándose en el borde de la cama y sonriéndole como si deseara retomar la conversación con un tono más amigable.

En ese momento vio la portada de lo que parecía un libro o una revista que asomaba entre las sábanas arrugadas, y tendió la mano hacia él entre risas:

—¿Qué tienes aquí debajo?

—Márchate y déjame en paz —las palabras estallaron entre la rabia y la exasperación—. Es que no paras de incordiarme —añadió, enfurruñado, tratando de justificar su tono de voz. Aun así, su pequeña aclaración solo sirvió para herir todavía más a su madre. Sarah se levantó, se volvió de espaldas, le recordó por encima del hombro que la cena estaría servida a las siete, y salió de la habitación sin volver la vista atrás.

Ya en la cocina, moviéndose con delicada dignidad mientras la ira le proporcionaba una aguda conciencia de su propia presencia, empezó a preparar la cena. Ya había preparado una crème caramel para el postre: los pequeños recipientes de porcelana que contenían la aterciopelada crema empapada en sirope de azúcar quemada acababan de salir hacía una hora del horno más pequeño y se enfriaban en una bandeja metálica sobre la encimera. Sarah removió una vez más la sopa de verduras, que hervía a fuego lento en el fogón posterior de la cocina, y se volvió hacia la inmensa nevera para sacar un plato de pescado blanco que había sobrado de la noche anterior. Le quitó la piel y las espinas y se dispuso a introducir la carne en el robot de cocina.

Aunque a Daniel y a Maxime les gustaban los postres —la tarta de queso, los budines, las natillas, la repostería—, padre e hijo estaban inmersos en un incansable debate sobre si merecía la pena privarse de la carne como plato principal y verse obligados a padecer el pescado, el queso o las verduras, para poder comer lácteos al final de cada comida.

Había sido Daniel el que había insistido en que Sarah respetara el kosher. En el mundo que ella había dejado atrás al cumplir su décimo segundo cumpleaños, las normas en lo tocante al régimen alimenticio habían quedado reducidas a un par de tradiciones familiares —un espeso brioche horneado en ocasiones especiales o un guiso largamente cocinado algún sábado de invierno— y una clara reticencia a cocinar con cerdo. En Gladstone Avenue, Rachel le había enseñado los nombres de esos platos: el pan trenzado o jalá y el cholent o cocido. La había alimentado a base de bagels, lox, kugel y kreplach[7], y en la Pascua judía, le había dado a conocer los platos simbólicos como el matzó, o pan ácimo, y el charoset, o bizcocho de nueces y frutas, y le había enseñado las recetas del pescado relleno y de la sopa de pollo que honraría su mesa la primera noche, el día después de que Sam hubiera desfilado alegremente por la casa con su vela y su pluma en busca de las últimas migas de pan fermentado que había que barrer por completo antes de que empezara la festividad.

Sin embargo, Sarah no empezó a comprender que la cocina era una obligación de mucha mayor envergadura que la simple preparación de comida hasta que conoció a Daniel e hizo su entrada a la gran cocina de Clara. Daniel había sido criado bajo una pila de prescripciones y prohibiciones, y si bien es cierto que había relajado su cumplimiento durante los años en que había estudiado en la universidad —donde había tenido que batallar para encontrar algo comestible, y más aun kosher, entre la escasa oferta de las cafeterías de los hospitales—, al casarse su único deseo fue recuperar las costumbres de su infancia. En cuanto empezaron su vida juntos en el pequeño apartamento situado cerca de su consulta, Sarah puso todo de su parte en aquella diminuta cocina para aprender y cumplir. Pero cuando por fin estuvo instalada en la casa de dos plantas de la zona norte de Toronto a la que Daniel y ella se mudaron en cuanto la consulta de él consiguió asentarse, se concentró con mayor decisión en la labor.

En los grandes armarios que olían todavía a serrín, guardó con cuidado las dos vajillas que los padres de él les habían regalado el día de su boda: una de porcelana blanca y sin adornos, que era la más moderna y elegante a la que cualquier pareja de recién casados podía aspirar, y otra, de diseño más clásico y con la superficie de color marfil salpicada de delicadas flores y con los bordes de los platos perfilados en oro. Sarah había organizado secciones separadas en la enorme nevera nueva para la leche y la carne, tenía dos juegos de trapos de cocina —uno azul y el otro rojo— para no cometer el error de secar la cacerola del pollo con el mismo paño que utilizaba para limpiar el plato de la mantequilla, o frotar la sartén que utilizaba para las salsas de queso con el trapo que había empleado para dar brillo a los cuchillos de la carne.

A medida que la consulta de Daniel prosperaba y se auscultaban pulmones, se medía la presión sanguínea, se abrían forúnculos y nacían bebés, el creciente poder adquisitivo del matrimonio se fue reflejando en la cocina. Se contrató a un fontanero para que instalara un segundo fregadero y un lavavajillas para los platos en los que se servía la carne. Años más tarde, Daniel decretó que había que agrandar la cocina, y se amplió así la casa hacia el jardín. Cuando Maxime era adolescente, había en casa dos lavavajillas y dos fregaderos de dos senos, mientras que los armarios habían quedado claramente divididos en milchik, flayshig[8] y pareveh, esto es: los alimentos neutros, o lo que es lo mismo, ni leche ni carne. Aunque los rabinos argumentaban que la impenetrable superficie del cristal estaba exenta de estas distinciones, Sarah decidió clasificar también los vasos, colgando las copas boca abajo de una repisa de madera suspendida del techo de la cocina de la que podía coger alegremente una copa de vino para el aperitivo durante el fin de semana, y colocando los vasos de la leche diaria de Maxime en el pequeño armario que estaba encima del fregadero.

Al principio, Sarah había copiado al dedillo la cocina que Rachel le había enseñado, y que era el claro reflejo de los gustos de Daniel: carnes largamente guisadas, sopas espesas, verduras en salmuera, pescado ahumado, compotas de frutas, latkes y blintzes[9]. Intentó mejorar esas recetas, enorgulleciéndose de un pescado relleno más tierno y sabroso que la versión seca y dulce en exceso que era la especialidad de Clara, o reduciendo cuidadosamente la grasa de sus sopas a fin de que la superficie no brillara con esa asquerosa capa ante la que Sam chasqueaba la lengua y declaraba: «Qué sopa más buena». Muy pronto empezó a experimentar, inspirada por las amas de casa gentiles, con las que intercambiaba recetas, por los libros de cocina profusamente ilustrados que encontraba en la biblioteca, y por las presentadoras de amable voz de los programas de cocina de la televisión, que tomaban vino mientras realizaban esas combinaciones ultrajantemente no kosher, como el pollo Kiev rebosante de mantequilla o la lasaña en salsa de carne cubierta de queso fundido.

En algún punto de la lengua —en el centro, aunque hacia el fondo—, Sarah conservaba el recuerdo de un suculento y sangriento bisté, y a medida que Toronto abandonaba la cocina requemada de su pasado colonial y los restaurantes franceses aparecían como setas en las avenidas de la zona alta de la ciudad, fue recuperando cada vez más las delicias de su infancia. La carne apenas abrasada y rociada con vino; las endivias envueltas en jamón y bañadas en salsa de queso; el salmonete comprado en la pescadería esa misma mañana, pochado hasta dotarlo de una perfecta esponjosidad; un queso de cabra de penetrante sabor esparcido sobre un pan crujiente: esos eran los platos por los que su padre había suspirado al verlos llegar a su mesa durante uno de sus largos almuerzos dominicales. Y fue así como Sarah empezó a recrear la cocina francesa sin traspasar en ningún momento los confines de la cocina kosher.

Aunque para algunos el proyecto bien podría haber resultado ilógico —¿qué otra gloria ofrece la cocina francesa aparte de la carne servida con salsa de crema?—, Sarah pasó por alto los porqués y se concentró en los cómos que requería la labor que tenía entre manos. Si eliminaba la crema de leche y la mantequilla para confiar en un roux a base de harina, yema de huevo y grasa extraída de la carne, era posible preparar una blanquete de veau que habría dibujado la sonrisa en los labios de la más exigente ama de casa burguesa del XVIème Arrondissement. Sabía ya cómo convertir la grasa del pollo en una schmaltz de intenso sabor. Si preparaba la carne que había comprado al carnicero kosher y las patatas en la schmaltz, podía crear un bifteck-frites comparable al que preparaban con mantequilla en la cocina de un bistró parisino. La receta quedó todavía más perfeccionada cuando, después de oír por casualidad una conversación entre sus cuñadas, se dio cuenta de que, si compraba un corte de carne que pudiera asar, dejando así que los jugos emergieran libremente de la carne mientras se cocinaba, podía prescindir de tener que dejar la carne remojando en agua salada, ese kashering obligado que, como ella siempre había sospechado, mataba todo el sabor mientras extraía la sangre. Sarah hizo muchos experimentos para crear un caldo de verduras, pues se había dado cuenta de que, si era capaz de evitar el uso del caldo de pollo cuando cocinaba puerros y patatas, acederas, coles de Bruselas, hinojo o zanahorias, podría cocinar sopas en las que mezclar la crema más espesa. Por otro lado, si pretendía eliminar la crema de las recetas de pâté e ir a Spadina a por un hígado picado y salami picante kosher, podría servir una bandeja entera de charcutería en su mesa. Si conseguía animar al señor Lombardi para que se hiciera con alguna clase de setas más exóticas que los insípidos botones blancos que encontraba en oferta en el supermercado, podría, con la suma de algunos ingredientes secos que venían en pequeños y caros paquetes, hacerse con la cantidad suficiente de variedades como para freír un entremés empapado en ajo que a buen seguro compensaría la falta de los vedados caracoles y mejillones deliciosamente descritos en la enciclopedia de gran formato de la cocina francesa, que descansaba junto a los libros de cocina kosher en la estantería de la cocina.

Sarah era además una de las clientas favoritas de la pescadería situada varios portales más allá, y aunque el pescadero no entendía por qué siempre rechazaba educadamente el hermoso marisco que le ofrecía, se esforzaba por encontrarle piezas mejores y más frescas que las rodajas de bacalao y de pescado azul con las que satisfacía a gran parte de su clientela.

El pescado era crucial para el proyecto de Sarah, pues mientras pudiera seguir engatusando a Daniel y a Maxime para que lo comieran, preparando el lenguado meunière cubierto en harina y cocinado en reluciente mantequilla e ignorando así por completo sus demandas de carne, podía servir no solo una crème de naranja o un éclair de chocolate de postre sino también queso al final de las comidas, eligiendo un blando trozo del cada vez más aceptable brie que podía encontrar en la nueva tienda del gourmet que había abierto en Mount Pleasant. Aprendió a reconocer que las quenelles, con su delicado sabor y liviana textura, eran una suerte de pescado relleno: se mezcla el pescado con huevos hasta conseguir una suave pasta con la que se crean una especie de salchichas que se pochan después en agua hirviendo. En Francia, el plato se sirve con salsa de langosta, pero Sarah descubrió que una cremosa salsa de tomate o una salsa hecha a base de salmón ahumado eran igualmente aceptables. Y el día en que cayó en la cuenta de que una mousse confeccionada con chocolate negro y claras de huevo no contenía leche y era por tanto el postre perfecto para después de un asado, o de un guiso, significó para ella una pequeña victoria.

Quizá provocara la extrañeza en otras mujeres. Viéndola entrar en la tienda de la esquina el sábado por la mañana, o viendo a Daniel barriendo las hojas del jardín esa misma tarde, quizá comentaran que los Segal no ponían especial cuidado en otras áreas de la vida. Rachel bien podía opinar que la cocina cada vez más rica de la casa de la zona norte de Toronto no era más que una alharaca del todo innecesaria creada bajo la influencia de la ostentosa familia política de Sarah; Clara quizá sospechara que su propia cocina estaba viéndose eclipsada por la de su nuera. Daniel quizá se rascara a veces la cabeza para terminar concluyendo que cualquier cosa que mantuviera a su esposa felizmente ocupada era sin duda un regalo. Pero a Sarah le traía sin cuidado lo que pudieran pensar los demás, y no hizo sino llevar adelante su proyecto. Añadiendo aplicadamente mantequilla a la harina, se pasaba los viernes haciendo cruasanes que se disolvían en la boca el sábado por la mañana antes de la shul. La cocina kosher se convirtió para ella en un lugar de reconciliación.

A las seis y media, cuando el hambre venció por fin a los sentimientos heridos, Maxime apareció por la puerta de la cocina y preguntó en francés:

—¿Qué hay de cenar?

—Estoy preparando quenelles. Y tenemos crème caramel de postre.

—¿Qué es eso?

—Sí, hombre. Esas pequeñas croquetas de pescado en salsa.

—Otra vez pescado —masculló quejumbrosamente Maxime, de nuevo en inglés.

Las cosas entre madre e hijo eran así cada vez con más frecuencia. Sarah sentía que a Maxime le molestaba su presencia, y no solo en el mundo exterior sino incluso dentro de casa. Le irritaba cualquiera de las manifestaciones más pronunciadas del carácter de su madre, de su historia, de su religión, de su cocina y sobre todo de su lengua, esas frases que Sarah le había enseñado con el cariño más profundo desde su más tierna infancia. Madre e hijo habían hablado en francés como si fuera su dialecto privado, hasta el punto de que Max se había quedado asombrado cuando, al entrar en el instituto y conocer por primera vez a un profesor para quien el francés era también su lengua materna, comprendió que esas preciosas sílabas podían hablarse con fluidez en cualquier sitio fuera de su casa. Aun así, había terminado por rechazarlas: en cuanto conoció ese mundo más grande, Maxime no pudo regresar al microcosmos de la cultura de su madre con la misma relajación, y la adolescencia se instaló desmañadamente en él.

Avergonzara o no con ello a su hijo, Sarah no pedía disculpas por ser la mujer que era. Más aún: pocos fueron sus esfuerzos por encajar en el amplio entorno anglosajón en el que vivía. A medida que iba convirtiéndose en una mujer de mediana edad, su acento, apenas perceptible durante la juventud, pareció reforzarse en vez de menguar, hasta tal punto que había podido ver encogerse a Maxime al oírla hablar con desconocidos: amonestar a un técnico por sus botas cubiertas de barro o preguntar a la dependienta de unos grandes almacenes dónde podía encontrar la sección de ropa interior masculina, con un tono de voz que recordaba cada vez más el de los espantosos parisinos y el de las Mimis y los Maurices de las películas antiguas que a su padre tanto le gustaban. Y con Maxime, Sarah hablaba en francés todo el tiempo, como lo había hecho siempre: por mucho que él se empeñara en mascullar o responder en inglés, en lo tocante a sus conversaciones, era incapaz de hacerla sentir a gusto en su propia lengua ni a gusto en la otra. Aunque Max había oído a su padre hablar en la lengua de Sarah tan solo en un par de incómodas ocasiones, Daniel lo entendía a la perfección, pues ella a menudo hacía extensiva su conversación en francés con Maxime a su marido, de modo que la mayor parte de las conversaciones que tenían lugar en casa se producían en su lengua y bajo su control.

Sarah dejó de ocultar su historia. A las charlas vehementes aunque abstractas sobre lo ocurrido durante la guerra, ella añadía su propia historia, contada con menos emoción porque contenía más dolor, cuidadosamente desplegada para evitar que estallara, pero resuelta también a que no fuera un secreto para su hijo. Y también aquí Maxime parecía avergonzarse, incapaz de aceptar el legado que ella intentaba ofrecerle sin vergüenza alguna, y aunque estaba más que dispuesto a definirse como integrante de los círculos ricos y cultos de los judíos norteamericanos, no se veía como un nieto de la Shoah.

Para él, que no había conocido ningún tipo de privación durante su infancia, Rachel, Sam y todos los olores de la casa de Gladstone Avenue ofrecían un agradable exotismo que resultaba más fácil de captar y de venerar que la confusa imagen que conservaba en el ojo de su mente, inspirada por fotografías y películas antiguas, de una glamurosa y joven esposa parisina que subía a un tren cuyo destino final resultaba ser Auschwitz, con su pequeño sombrero negro colocado sobre la cabeza en arrogante ángulo y las costuras de las medias perfilando dos líneas perfectamente rectas sobre las pantorrillas. Asimismo, había decidido apartar el recuerdo de su abuelo y el de su reducido estómago estallando por culpa de la comida.

—¿Más? —Sarah cogió la cuchara y la introdujo en el plato de quenelles al tiempo que se volvía a mirar a Daniel, hablándole en inglés. Él estaba dando cuenta del último bocado que le quedaba en el plato e indicó con la mano que no tenía más apetito—. ¿Y tú, Maxime? —preguntó ella de nuevo, volviéndose hacia su hijo.

—No, gracias.

—Oh, vamos, no pensaréis dejar estas sobras, ¿verdad? Maxime, solo quedan dos —añadió en francés.

—No. ¿Podemos tomar ya el postre?

—¡Maxime!

Daniel les interrumpió en inglés, manteniendo el bilingüe intercambio que a menudo caracterizaba la conversación en la mesa:

—Bueno, puede que haya cambiado de opinión. Una más. Están muy buenas.

Sarah depositó una quenelle en el plato de su marido antes de raspar el fondo de la cacerola y servirse el resto, dejándola vacía salvo por unas cremosas salpicaduras rosas de salsa de tomate.

—Hoy he ido al edificio de Yonge… —el casero del edificio donde Daniel tenía su centro médico estaba subiendo el alquiler, y Daniel había empezado a tantear otras alternativas—. Es un lugar agradable. Hay una gran oficina y una buena recepción, y entre la consulta y la zona de recepción han instalado un sistema de insonorización. Pero pide más de mil…

—¿Podemos tomar ya el postre?

Daniel guardó silencio y miró a su hijo, visiblemente molesto.

—¿A qué viene tanta prisa? ¿Es que ya no podemos cenar como una familia normal?

—Calma, querido. Ya lo hablaremos durante el café —Sarah se levantó y recogió los platos de la mesa—. Traeré la ensalada.

Siempre le había parecido que una ensalada verde era un entrante muy precario, de modo que la servía al final de la comida, imitando la costumbre francesa. Sin embargo, como concesión a la impaciencia de Maxime, sacó también de la cocina una bandeja en la que había puesto tres pequeños cuencos con el postre y la sostuvo en alto con una mano mientras cogía con la otra el bol de ensalada, empujando con el peso de su cuerpo la puerta abatible que separaba la cocina del comedor. Colocó el postre en el aparador para que cuando terminaran de comer la ensalada apenas tuviera que levantarse de la silla para alcanzarlo.

De pronto cayó en la cuenta de que la crème caramel era un postre demasiado pesado para seguir a las quenelles, pues ambos platos eran de textura abundante en salsa. Habría sido más acertado servir una macedonia de frutas o una compota de manzana, con un poco de crema pastelera, pues la crema estaba permitida después del pescado, o quizá el ligerísimo bizcocho de anís, rico en huevos y mantequilla, con un delicado sabor a regaliz, que además era una especialidad que Sarah llevaba ya varios meses sin hacer. Al menos la ensalada verde había permitido introducir una pausa ácida entre los platos cremosos. Aun así, decidió que en el futuro pondría más atención en estas cuestiones. Aunque quizá había sobreestimado la capacidad de discriminación de su público, pues Daniel y Maxime hundieron sus cucharillas en la crème caramel sin pensarlo dos veces en cuanto la tuvieron delante, esas sutilezas importaban, y mucho, a la cocinera.

Maxime se había comido a toda prisa tres cucharadas de crema, apenas reparando en su aterciopelada suavidad y en el ligero sabor a vainilla, cuando su madre se inclinó hacia él y preguntó tímidamente:

—¿Has encontrado algo?

En cuanto formuló su pregunta, Maxime estudió detenidamente la crema amarillenta y reparó en las minúsculas venas de color rojo que eran como hilos de azafrán en un plato de arroz. Removió la crema con la cucharilla y desenmascaró por fin una cereza en marrasquino.

—Una sorpresa —dijo empleando un tono de voz apagado en el que planeaba el sarcasmo justo bajo la sombra de su evidente aburrimiento.

—Una sorpresa —se rio Sarah antes de inclinarse hacia delante y agitar los largos rizos negros de Maxime con la mano.

Aquel era un regalo que Sarah le había preparado desde que era niño, cuando Max se reía con inocente deleite cada vez que su cuchara encontraba la colorida cereza. Sarah había descubierto la alta botella de cerezas en marrasquino durante uno de sus largos viajes al supermercado, donde estudiaba atentamente las etiquetas de toda suerte de latas y frascos. Se preguntó cómo podría dar uso a aquel permitido regalo y acordándose quizá de forma inconsciente, y fruto de sus prolongadas lecturas de libros de cocina, de la costumbre inglesa que consistía en adivinar la suerte de los invitados con amuletos de plata ocultos en el budín de Navidad, o la costumbre francesa de esconder una alubia en la fina tarta de almendras que se servía durante la Epifanía para determinar cuál de los niños sería rey por un día, decidió colocar una cereza roja al fondo de la crema de Maxime.

—¡Sorpresa, sorpresa! —Sarah sintió que el gran amor que profesaba a su hijo le corría por las venas hasta subirle al corazón y a la cabeza, y sonrió a su enfurruñado muchacho de diecisiete años con tanto cariño que Max fue incapaz de seguir manteniendo su actitud desdeñosa y sonrió de oreja a oreja ante el rostro feliz de su madre.

Cuando terminaron de cenar, Maxime corrió escaleras arriba mientras sus padres pasaban a la cocina, donde Daniel se encargó de poner los platos en el lavavajillas al tiempo que Sarah preparaba el café. Para ella, de todos los momentos que pasaba en compañía de su marido, ese era el favorito: aquel rato al final del día en el que se sentaban juntos en el salón, tomando tranquilamente café y sopesando sus alegrías y sus pesares, midiendo sus logros y tomando decisiones: ¿Debía Daniel trasladarse de oficina?, ¿visitarían por fin ese año Israel? Cuando faltaban temas de conversación, buscaban un poco de distracción en un libro o en la televisión.

Salían ya de la cocina, cada uno con su taza de café, cuando Maxime bajó a grandes saltos las escaleras y se dirigió hacia la puerta principal. Sarah dejó con cuidado la taza en una mesita auxiliar y fue a toda prisa hacia el vestíbulo.

—¿Adónde vas?

—Salgo.

—¿Qué significa «salgo»?

—Que salgo un rato. No tardaré.

—¿Y qué pasa con los deberes?

—Ya los he hecho.

—¿Todos?

—Sí. Todos. Solo tenía un ejercicio de prácticas de química. Lo he hecho con Roger durante el almuerzo y he anotado los resultados antes de cenar.

—Menudo colegio. Los profesores no os mandan bastantes deberes. Los exámenes son el mes que viene y deberías estar estudiando con ahínco a estas alturas de año. ¿Cómo quieres prepararte para la universidad si no aprendes a trabajar duro? Un martes por la noche deberías tener algo que estudiar. Voy a hablar con el señor Saunders.

—Como quieras. Me voy. Adiós.

—No. No te irás hasta que no me digas dónde.

—Ma…

—Todavía tenemos derecho a saber adónde vas. Podrías andar por ahí drogándote o…

—Mamá, no me drogo —el tono de Maxime revelaba una paciencia infinita agotada por una insistente estupidez—. Solo voy al parque a pasar un rato con Roger.

—¡Al parque! Ya sabes que ahora esos drogadictos andan por ahí, y el coche de la policía patrulla por el parque a todas horas. Puede que te detengan, con la policía nunca se sabe, siempre desconfían de los jóvenes, y entonces quién sabe lo que…

—Ya, claro. Seguro que me arresta la Gestapo.

Sarah no respondió. En el silencio que siguió, madre e hijo saborearon su respectivo dolor. Daniel, que había estado sentado en el salón atento a la conversación que tenía lugar en francés aunque sin intervenir, se levantó rápidamente del sillón para unirse a ellos.

—Te quiero en casa a las diez, Max. Ni un minuto más tarde. Saluda a Roger de nuestra parte.

—Gracias —Max salió apresuradamente, dando un portazo con su urgencia por desaparecer.

—No sé qué vamos a hacer —cuando volvieron a ocupar sus sillones, Sarah había empezado ya a mascullar entre dientes su derrota—. No hace falta que te diga que no le admitirán en la Universidad de Toronto si sigue así. No tiene un buen hábito de estudio. Puede que ahora no se note demasiado, pero el año que viene termina el instituto y necesita sacar buenas notas. De lo contrario terminará en Western o en Windsor o en algún sitio peor, y desde allí tendrá suerte si le admiten en alguna facultad de Medicina, por no hablar de la Universidad de Toronto. Sé muy bien que dan preferencia a estudiantes de sus propios programas de ciencias. Me parece lógico. Y si Max no estudia medicina aquí, no volveremos a verle. Estará años fuera, a kilómetros de aquí… —Sarah, que había estado gesticulando con creciente fervor a medida que su queja iba transformándose en un miedo real, dejó caer impotente las manos sobre los costados al tiempo que su voz se apagaba.

—Sarah —Daniel habló con tono amable—. Te preocupas demasiado.

Era verdad y ella lo sabía. Cuando Maxime se convirtió en un adolescente más de Toronto, disfrutando de la amistad de los judíos y gentiles angloparlantes que poblaban su vida escolar, ella empezó a sentirse a menudo molesta con él por ser distinto y estar separado, tan distante del venerado bebé que había parecido compartir su alma. Aunque la integración de Max era sin duda inevitable, Sarah sentía que era igualmente una traición. Había, sin embargo, un error que ella no dudaba en reconocer: sí, en efecto, se preocupaba demasiado.

Cuando Maxime era un bebé, esos eran temores del todo comunes: que un día tuviera demasiada fiebre o que durante un mes pesara demasiado poco, que le costara asimilar los alimentos sólidos, que tardara demasiado en empezar a hablar, que el resfriado invernal no terminara de curársele o que sus piececillos no estuvieran lo suficientemente calientes. Sin embargo, cuando Maxime pasó de ser un bebé a convertirse en un niño, y cuando más adelante entró en la adolescencia, la fuente de las preocupaciones de Sarah dejó de ser ya alguna insuficiencia externa sobre la que pudiera ejercer, como mínimo, vigilancia si no un control directo. Cuando Max tomaba un autobús público para ir al colegio, cuando bajaba al centro un día al salir de clase, cuando insistía en que le dejaran ir a una fiesta un sábado por la noche y esperaba ansioso el día cada vez más cercano en que aprendería a conducir, las preocupaciones de Sarah eran lo que hacía su hijo, convertidas ya en nuevas heridas que él le infligía. Ella sabía que no debía picar el anzuelo y aun así, inevitablemente, lo hacía. Si una mañana de febrero le veía prepararse para salir al colegio sin gorro y con tan solo unos finos guantes en las manos, era incapaz de morderse la lengua, y, aunque perfectamente consciente de la petulancia y el fastidio con los que sus comentarios serían recibidos, insistía:

—Esta mañana estamos a veinte bajo cero. Deberías ponerte un gorro.

Non, maman. Ça va. No te preocupes.

Sarah cogía un gorro de lana del perchero y tendiéndoselo —pues siempre había sido una mujer menuda y él, aunque bajo, ya le sacaba unos cuantos centímetros— intentaba ponérselo en la cabeza. Él se lo quitaba bruscamente sin ocultar sus deseos de venganza, arrojándoselo antes de salir corriendo a la calle.

—Te congelarás, Maxime —le gritaba Sarah, y algunas veces llegaba incluso a salir corriendo tras él, todavía en bata, en un intento por obligarle a llevarlo al menos en el bolsillo. Dos días más tarde, viéndole luchar contra un resfriado y negándose sin embargo a quedarse en cama, ella no podía quedarse callada y no paraba de refunfuñar sobre el tema.

—Si te abrigaras como Dios manda, esto nunca habría ocurrido.

A decir verdad, este es el comportamiento típico de muchas madres. Es obvio que a cualquier tembloroso adolescente que viste una simple chaqueta y unos vaqueros se le dice de camino a la puerta que se abrigue mejor, y si no es así, el mundo debería apiadarse de él por no tener a nadie que se preocupe lo suficiente como para decirle cómo debe vivir su vida. Pero es que las ansiedades de Sarah, su acoso y su sobreprotección, iban más allá de lo que suele ser habitual. Sus temores eran legión, abarcando descabellada e impredeciblemente desde lo más insignificante a lo cataclísmico: ¿Y si Daniel perecía en un accidente de avión al volver de una conferencia? ¿Y si suspendía los exámenes? ¿Y si había un escape de gas? ¿Y si se congelaban las cañerías? ¿Y si el perro de los vecinos, al que veían enterrar huesos en su jardín, se colaba por debajo de la valla y destrozaba los bulbos de tulipán que Sarah acababa de plantar? ¿Y si ese coche que se acercaba a toda velocidad no veía el semáforo en rojo, no frenaba a tiempo, y atropellaba a Maxime, dejándole lisiado de por vida? ¿Y si Daniel se cortaba el dedo con aquel cuchillo recién afilado? ¿Y si el trapo rozaba la cocina y prendía fuego? ¿Y si el cheque se había perdido en el correo? ¿Y si Daniel se ponía la camisa que acababa de plancharle antes de que la tela recién alisada hubiera tenido tiempo de quedar bien fija? ¿Y si se quemaba la cena? ¿Y si todos morían?

Lo peor de todo era que Sarah no podía guardar silencio. A pesar de que sabía que sus temores carecían a menudo de fundamento y que su expresión no ayudaba a fomentar su comunicación con ellos, que molestaba a su marido y avergonzaba a su hijo, alejándolos casi tanto como intentaba unirlos a ella, la idea de la pérdida de las dos únicas personas en las que confiaba de verdad la atormentaba un día tras otro. Y aun así hablaba, como si hablando pudiera prevenir cualquier desgracia.

Daniel, en su papel de hombre paciente, calmado y conciliador, aceptaba ese aspecto del carácter de su esposa (lo aceptaba o quizá se había rendido en silencio después de veintisiete años de matrimonio). Había hecho cuanto estaba en su mano para hacerla feliz, le había dado un buen hogar y se había alejado de cualquier fuente de ansiedad imaginable. En un principio había creído que la resolución de los asuntos burocráticos que Sarah tenía en Francia conseguiría de algún modo poner fin a su dolor, y más tarde había imaginado que el nacimiento de un niño la tranquilizaría, pero poco a poco terminó por renunciar a esas expectativas, perdiendo día a día un pequeño fragmento de esperanza al ver como su maternidad se tornaba temerosa y absorbente como lo habían sido sus quehaceres domésticos antes del nacimiento de Maxime. Y aunque un estado de exaltación permanente de ese calibre no propiciaba una situación vital especialmente feliz, tampoco le parecía especialmente infeliz. Así era como vivían y no había más que hablar.

Aunque Daniel no acostumbraba a expresar sus emociones ni a comentar las de los demás, tampoco era un hombre estúpido ni poco observador. Entendía que Sarah ensayaba continuamente los desastres y las heridas potenciales del futuro como si al invocarlos pudiera ahuyentarlos, porque nada podía hacer por rectificar la catástrofe que había tenido lugar en el pasado. Sin embargo, no alcanzaba a comprender el modo exacto en que la historia la mortificaba, pues ni ella misma habría sabido describirlo. No era que a los treinta y cinco, o a los cuarenta, ni siquiera a los cincuenta y dos años que tenía entonces, el dolor estuviera todavía reciente. Sus padres habían quedado sumidos en el recuerdo y poca cabida tenían en la parte más presente de su conciencia en comparación con la lista de la compra, que repasaba una y otra vez mientras recorría los pasillos de la tienda de ultramarinos, las tentadoras fotografías del folleto de la agencia de viajes en las que aparecía el lugar donde iba a celebrarse la siguiente conferencia médica de Daniel, la dificultad que entrañaba la frágil salud de Sam o la necesidad de asistir a la obra de teatro de la escuela de Maxime la semana siguiente. Era solo que, aunque cumplía con su papel de esposa, de madre y de hija adoptiva, se mantenía a cierta distancia de todos ellos, como si de algún modo se hubiera retirado de la realidad más íntima de su propia vida y solo mediante su frenética preocupación lograra que esas cosas adquirieran realidad. Cierto es que a veces ella misma se preguntaba si su ansiedad no sería quizá una puesta en escena, una fachada que adoptaba para convencer a quienes la rodeaban de que sentía, encajaba y se preocupaba.

Sarah se esforzaba continuamente por habitar el presente, el mismo lugar que Maxime, que seguía siendo todavía un niño, ocupaba sin esfuerzo. Y aunque él sabía que su simple existencia más allá del bebé mimado en exceso que había sido en su día podía causar a su madre un dolor insoportable, era demasiado joven para entender por qué. Para un adolescente, cuarenta años es una eternidad inimaginable, más del doble de su propia vida, y Maxime no entendía que las vidas truncadas de esos abuelos a los que él no había llegado a ver jamás pudieran modelar la existencia presente de su madre. Él veía a su madre simplemente como a alguien alarmista e ineficaz; y allí donde el padre había aprendido a vivir tranquilamente con Sarah, el hijo se enfurecía y se irritaba, incapaz de comprender o de compadecerse. En la casa del norte de Toronto, Daniel intentaba racionalizar y reparar, mientras que Maxime se ocultaba y se enrabietaba.

Un año y un verano después de la noche en que su madre había servido las quenelles y la crème caramel, Max logró por fin escapar. Un tórrido martes de principios de septiembre de 1984 se despidió con la mano de sus padres mientras les veía subir al coche y marcharse. Ahuyentó mentalmente un último zarcillo de emoción, volvió a subir los escalones sobre los que estaba plantado, y regresó a la pequeña habitación en la que Daniel y él habían depositado el día anterior dos maletas atiborradas, unas cuantas cajas de cartón llenas de libros, y otra más con los tazones, los cubiertos y los paños de cocina que Sarah le había preparado con sumo cuidado. Había llegado la hora de deshacer el equipaje e instalarse en su primera casa propia, ese cuarto pobremente amueblado de una residencia de estudiantes en el que tan solo cabían una cama, un escritorio, una estantería y un sillón.

Dejando a un lado las necesidades más inmediatas y mundanas —entre ellas, comprar algunos pósters para las paredes, alquilar una pequeña nevera para la habitación y matricularse en las clases—, el futuro más cercano se anunciaba nebuloso aunque excitante. Si, para Sarah, el futuro era un lugar que podía imaginarse con alarmante agudeza y que requería una estricta planificación si se pretendía que fuera mejor que el pasado y que el presente, para el adolescente Maxime, que no cargaba con el peso del pasado y vivía en un presente en el que se alternaban el alborozo y la profunda frustración, el futuro siempre había parecido un lugar difuso aunque claramente deseable. Si bien intuía que planteaba problemas todavía por definir y que indudablemente requerirían solución, como de momento no podía preverlos, optaba por no preocuparse demasiado por ellos y proyectar relumbrantes visiones de independencia, integración, triunfo y descanso. Y allí estaba, catapultado a su propia vida de hombre adulto desde el sedán familiar. Vació sus pulmones con un sonoro jadeo, se volvió hacia la primera caja y abrió la tapa de un tirón.

Su plan había sido inteligente, casi taimado, y sugería que, aunque no simpatizara con su madre, desde luego la entendía lo suficiente como para saber manejarla. Durante su último año en el instituto había solicitado plaza de ingreso no solo en la Universidad de Toronto, sino también allí, en Montreal, en McGill, a quinientos kilómetros al este de donde vivían sus padres. Cuando le admitieron, no hubo posibilidad alguna de oponerse. Los programas de licenciatura de McGill eran tan respetados como los de la Universidad de Toronto, y su facultad de Medicina era especialmente venerable, pues había dado a la ciencia médicos de la talla de Osler, Penfield y Bethune. Y a pesar de que la universidad era anglófona, la ciudad era bilingüe: en Montreal, Maxime hablaría francés. Y fue precisamente al orgullo lingüístico de su madre a lo que Max apeló para obtener su libertad.

Sarah se quedó deshecha. Al principio, estaba desesperada ante la idea de la partida de Max, temiendo secretamente que la distancia geográfica convirtiera en permanente el abismo cada vez mayor que existía entre ambos; y así planteaba abiertamente una objeción tras otra, citaba los gastos, el riesgo de soledad, los peligros de las malas compañías, la falta de ropa limpia, y sobre todo, la certeza de que tendría que soportar una mala cocina.

Sin embargo, al final, Max se marchó con su bendición. Sarah reconoció que si su hijo acababa por encontrar un lugar duradero para su lengua en su cabeza y también en su corazón, debía descubrir por sí mismo un mundo francófono más allá de las paredes de su casa. Max había crecido negándose a hablar francés, sacudiéndose de encima la lengua hasta reducirla apenas a unas cuantas palabras masculladas antes de volver al inglés, y cuando ella le obligaba a mantener una conversación más larga, se daba cuenta de que estaba perdiendo poco a poco la gramática. Max ya no utilizaba el subjuntivo que ella con tanto esmero le había enseñado, prolongando sus lecciones de francés del instituto con la ayuda de un delgado libro de tapas rojas de conjugaciones francesas que le ofrecía evidencias concretas de ortografía y usos que ella conocía tan solo de un modo instintivo, aunque con absoluta exactitud, a pesar de la inmensa distancia que la separaba de aquellos que le habían enseñado su lengua materna. De vez en cuando, Maxime llegaba incluso a atribuir un artículo masculino a un nombre femenino o viceversa, un error que la sorprendía y la horrorizaba, pues Sarah había creído que, por mucho esfuerzo que supusiera para un anglófono, el género correcto de una palabra sería para un nativo una cuestión secundaria. Los errores de Maxime la convencieron de que podía llegar a abandonar del todo la lengua si tan difícil le resultaba conservarla. En Montreal, Max encontraría aplicaciones adultas a las palabras de su infancia, y ella esperaba que en cuanto hubiera completado sus estudios y regresara a casa, la alegría que ambos compartirían hablando podría reparar el vínculo debilitado que les unía.

De ahí que estuviera dispuesta a ver en Montreal un lugar útil para su hijo, aunque en el fondo de su corazón la ciudad le desagradaba, porque le había fallado. Durante su primera visita, paseando al pequeño Maxime —que en aquel entonces tenía apenas un año y medio— por la Expo del 67 en un recio cochecito rojo que les habían dado en la puerta de entrada, se sentía como una extraña no solo entre el alegre barullo y el colorido optimismo de la feria mundial organizada en una isla especialmente construida en el St. Lawrence para la ocasión, sino también en la isla original, en la ciudad real más allá del carnaval. Con sus entusiastas francoparlantes cada vez más seguros de sí mismos, sus amplias y modernas avenidas y las pintorescas y antiguas iglesias, sus edificios de apartamentos de tres plantas, construidos en piedra gris, y sus curvilíneas escaleras exteriores de hierro forjado pintado en vivos colores, Montreal era la ciudad a la que llamaban la París de Norteamérica. A sus amigos de Toronto les sorprendía que Sarah todavía no la hubiera visitado, y estaban convencidos de que le encantaría el lugar.

Quizá si había pospuesto sugerir ese viaje a Daniel, hasta el verano en el que el mundo entero había decidido descender sobre Montreal y parecía imposible seguir negándose a ir, era porque en secreto esperaba algo de la ciudad al tiempo que sabía que no podría encontrarlo. Presa de un anhelo reprimido hasta tal punto de resultar inconsciente, esperaba que Montreal la satisficiera albergando en sus calles no solo sus pérdidas, sino también su presente, y que fuera precisamente eso para ella: una París de Norteamérica. Aun así, ese consuelo parecía también harto improbable, de modo que Sarah había decidido posponer el momento de verse decepcionada por la realidad.

Mientras Daniel y ella subían con el bebé a un taxi al término de un largo día dedicado a visitar la ciudad, mientras dejaban a Maxime en la guardería del hotel, mientras elegían los platos de pescado y verduras de la carta de un restaurante francés altamente recomendado, ella hablaba alegremente con el conductor, con la canguro y con el camarero en su propia lengua. No obstante, le resultaba difícil analizar gramaticalmente su colorido vocabulario, y en algunos momentos sus marcados acentos se le antojaban impenetrables. Y en los ojos del taxista, que vio reflejados en el espejo retrovisor, en la risilla de la canguro o en la ceja arqueada del camarero, le pareció percibir una nota de desdén, como si de algún modo les insultara con su discurso. Al final, todos parecían más felices hablando con Daniel en inglés. Quizá habían notado que Sarah esperaba que fueran lo que no eran, y no estaban dispuestos a cumplir sus expectativas. En Montreal, Sarah veía las calles, la arquitectura y la lengua como quien ve reflejado su rostro en la bulbosa superficie de los grifos de la bañera, y sentía la ciudad como una horrible distorsión de lo conocido. Dándole la espalda con una sonrisa torcida, Montreal le negó sus anhelos.

Aunque, a fin de cuentas, qué esperaba. ¿Por qué iba Montreal a ser algo distinto de lo que ella misma era? Ese juego de comparaciones era el mismo al que jugaban en Toronto. El restaurante era mejor que los de Nueva York, esa obra de teatro tan buena como cualquiera que pudieran ver en Londres. Estar en la Ciudad del Viento era como estar en casa. Montreal recordaba a la Ciudad de la Luz. Si visitabas Hong Kong, habrías dicho que estabas en Vancouver. Normalmente, Sarah se negaba a entrar en esos paralelismos. Como el alcohólico que jamás parece bebido, sabía que para ella las comparaciones eran una fuente de insatisfacción e incluso un modo de alimentarla. No, Montreal no era París, así que finalmente prefirió no ir a verle allí, sino esperar a que Maxime regresara a casa.

Eso era exactamente lo que hacía Sarah un domingo por la tarde de principios de mayo, al término del primer año de Maxime en la facultad de Medicina, cuando se dio cuenta de que se había quedado sin leche. Se volvió de espaldas a la nevera, abrió la puerta que llevaba al sótano y gritó desde allí:

—Salgo un minuto. No nos queda leche.

Daniel alzó la cabeza, apartando los ojos del molinillo de café que aún no había conseguido reparar, después de que esa mañana, y tras haberle pedido que cumpliera con su obligación, emitiera un doloroso chirrido antes de fundirse definitivamente.

—Coge el coche. Max llegará en cualquier momento.

—No, no. Prefiero andar. Hace una tarde muy agradable.

Sarah recorrió felizmente a pie las pocas manzanas que separaban la casa de Yonge Street y una vez allí giró hacia el norte. Dejó atrás el nuevo restaurante tailandés, que había abierto el pasado otoño (a saber cómo habrían sobrevivido al invierno), y la zapatería, donde unos descoloridos anuncios de plantillas Cat’s Paw seguían allí, inmutables, desde que Daniel y ella se habían mudado al barrio. El siguiente edificio albergaba una pequeña floristería, cuya acera estaba cubierta de cubos rojos llenos de tulipanes rosas y jacintos azules, cultivados en invernaderos para que brotaran unas semanas antes de su época natural, seduciendo a los más impacientes con una primavera a medida. Había también pequeños pomos de iris en miniatura, cuyos delicados pétalos azules aparecían sumergidos en una lengua de radiante amarillo desde el centro al borde. Al pasar por delante de la floristería, Sarah aminoró el paso y vaciló. Quizá comprara un ramo, compensando así una anunciada carencia: los iris de su jardín no habían florecido en el mes de junio. Aunque los rizomas eran viejos y probablemente se hubieran agotado, había decidido darles una última oportunidad esa temporada antes de darse por vencida y reemplazarlos. Hasta el momento, no había el menor atisbo de flores entre las delicadas y puntiagudas briznas verdes del parterre que tenía en el jardín trasero, y era el cubo con la etiqueta blanca y letras negras que anunciaba «Iris enanos a 2,99 el ramo» el que más la tentaba.

Se volvió a mirar hacia el cristal del escaparate, sin reparar apenas en la insignificante muestra de humanidad que ocupaba en ese momento la tienda. Una mujer que debía de tener más o menos su edad, aunque visiblemente encorvada, esperaba impaciente detrás de un chico cuyo pelo negro y rizado contrastaba notablemente con una camiseta de color naranja eléctrico. La dependienta llevaba un delantal de color azul celeste y tenía un cabello rubio oxigenado que le caía sobre la cara mientras envolvía las flores del chico. Sarah se quitó de la cabeza los iris y siguió su camino, cubriendo los últimos pasos que la separaban de la tienda de ultramarinos con un andar ligero y saltarín. El colmado era esa clase de establecimiento donde uno puede encontrar leche, bicarbonato o una bombilla hasta las once de la noche, incluso los domingos, y Sarah se dirigió hacia el fondo de la tienda, sacó un cartón de la nevera transparente, pagó su compra y volvió apresuradamente a casa.

Daniel estaba de pie en la cocina, resplandeciente.

—Lo he reparado.

Pulsó un botón y el molinillo de café reprodujo obedientemente su zumbido de costumbre sin el menor chirrido de protesta.

—Eres un hombre muy inteligente. ¿Cómo lo has conseguido?

—Bueno, al principio creía que quizá el motor se había quemado. Y si el motor está estropeado, no hay más que tirar el aparato a la basura. Con los pequeños electrodomésticos como este, no tiene sentido sustituir un motor. Pero después se me ha ocurrido que quizá mereciera la pena echar un vistazo a los cojinetes…

Sarah no estaba especialmente interesada en el funcionamiento interno del molinillo de café y se volvió a guardar la leche.

Sonó el timbre.

—Ya está aquí.

Ambos corrieron hacia el vestíbulo, donde Daniel, que llegó muy poco antes que Sarah, se hizo a un lado para dejar que ella abriera la puerta. Maxime estaba de pie en el porche delantero, con sus vaqueros y una camiseta de color naranja eléctrico, y un ramo de tres inmensos girasoles marrones y amarillos sobre sus gigantescos tallos.

—Hola.

Sarah se quedó donde estaba durante un instante, sin saber realmente cómo acercarse a él, y con el ramo bloqueándole el paso hacia el cuerpo de Max. Él le ofreció las flores y ella las tomó, cayendo en la cuenta de que con las manos ocupadas seguía sin poder tocarle. Daniel apareció detrás de ella, tomó a Maxime del brazo y tiró de él hacia el interior de la casa. Una vez dentro, se hizo evidente dónde estaba su equipaje: llevaba una gran mochila que le empujaba hacia delante, y no quedó espacio para los tres en el pequeño vestíbulo. Sarah se vio retrocediendo de espaldas hacia el interior de la casa.

—¿Iba muy lleno el tren?

Maxime había convencido a sus padres de que sería más fácil y más rápido si cogía el metro en dirección norte en vez de que bajaran a buscarle a Union Station.

—Sí, en Kingston ha subido mucha gente. Todos salimos de la facultad la misma semana.

—¿Una taza de té? —Sarah no esperó una respuesta, sino que se volvió y fue hacia la cocina con los girasoles en las manos. Mientras los dejaba en la encimera y enchufaba el calentador del agua, se preguntó dónde diantre cultivaban girasoles en mayo. Luego se volvió hacia el armario, sacó un plato y la tetera, que dejó junto al ramo mientras sacaba unas galletas de una lata y las ponía en el plato. Cogió a continuación el azucarero y empezó a disponerlo todo en una bandeja como para una fiesta. Pero en cuanto el té estuvo a punto, decidió servirlo en tazas que colocó directamente en la encimera que estaba delante de Daniel y Maxime, que seguían allí de pie hablando del viaje en tren. Sarah cogió el azúcar e hizo el gesto de servir una cucharada en el té de Maxime, pero él la detuvo.

—No, gracias.

—Pero si tomas azúcar.

—No, gracias. Lo prefiero solo.

Sarah se sirvió azúcar, y sirvió también a Daniel, aunque dejó su taza en la encimera.

—Debería poner las flores en agua. Son preciosas. Tan grandes… —cogió un jarrón de cristal sin saber a ciencia cierta cómo colocar esas inmensas flores de finales de verano, cuyo lugar, o al menos a ella siempre le había parecido así, estaba en el campo abierto y no en los jardines ni en los salones.

—No estaba seguro de qué comprarte, pero me han gustado los girasoles —Maxime miró perplejo el ramo, que amenazaba con volcar el delicado jarrón en el que Sarah intentaba equilibrarlo—. Me recuerdan a Van Gogh —explicó.

—¿A Van Gogh?

—Sí, ya sabes. Pintaba girasoles.

—Ah, sí, claro. La pintura.

Resolviendo que el jarrón estaba por fin equilibrado, Sarah apartó con suavidad la mano. El jarrón volcó, derramando agua por toda la encimera.

El arte era sin duda un tema espinoso esa primavera, pues Maxime había vuelto de Montreal para trabajar durante el verano en el mostrador de información del museo, guiando a los visitantes hacia los dinosaurios y la porcelana china. Aunque era un buen sueldo tratándose de un estudiante, el puesto nada tenía que ver con su futuro de médico, tal y como Sarah había señalado en varias ocasiones. Estaba muy bien que durante esos años antes de licenciarse trabajara puntualmente en restaurantes y en tiendas, pero como estudiante de medicina esas mundanas ocupaciones estaban por debajo de su estatus de futuro médico. Sarah no era una gran amante del arte, pues sospechaba que todo interés cultural era frívolo, aunque tuviera mucho cuidado en no expresar su opinión ante la multitud de amigos y conocidos que solían visitar galerías y salas de conciertos. Y fueran cuales fueran sus méritos sociales, Sarah podía afirmar abiertamente y con absoluta certeza que esos ámbitos no proporcionaban un empleo fijo, de modo que para ella el mostrador de información del museo no era mejor puesto que servir mesas en un restaurante. Le había pedido a Daniel que encontrara a algún colega que estuviera dispuesto a tomar a Maxime como ayudante durante el verano, a pesar de las protestas de su marido, que insistía en que para esa clase de trabajo debía esperar a empezar las prácticas. Dejando a un lado la premura de Sarah, Daniel argumentaba que no había ninguna prisa. Y así, cuando Maxime aceptó el puesto en el museo, Sarah entendió que sus hombres se habían aliado contra ella y que ninguno había puesto el empeño necesario en encontrar la alternativa correcta. La inquietaba que Maxime no estuviera lo suficientemente preparado para su último año en la facultad de Medicina, que no lograra asegurarse un buen lugar donde hacer las prácticas y retrasara con ello el día en que podría hacerse cargo de la consulta de su padre, el día en que ella por fin podría respirar tranquila mientras contemplaba el futuro de su hijo.

Cuando su venerado bebé se convirtió en adulto, la primera de las múltiples ansiedades que, en cuanto a él, atormentaban a su madre, pasó a ser la cuestión de su carrera profesional. Desde que era niño, tanto ella como Daniel daban por hecho que Maxime seguiría el ejemplo de su padre y estudiaría medicina. Para Daniel, que era hijo de médico y nieto de un trapero, esa era la elección que exigía la historia familiar. Para Sarah, era la elección que exigía el temor, pues veía en la medicina la vía más segura hacia la tranquilidad de la clase media. Cualquier otra cosa parecía abrir panoramas de incertidumbre: precarios o inexistentes sueldos, impagados alquileres de minúsculos apartamentos, ropa sucia y platos sin fregar. Aunque ella no había conocido la pobreza, también la pobreza se cernía como otro de los muchos peligros que podían destruir a su hijo. A Maxime tampoco se le ocurrían muchas otras profesiones con las que contrarrestar el plan de sus padres. Sabía que las notas altas en matemáticas y en ciencias llevaban a la facultad de Medicina, y que la facultad de Medicina llevaba a las prácticas, la residencia y la consulta privada, pero prácticamente desconocía cómo se llegaba al puesto de curador de un museo, profesor de inglés o corredor de bolsa. Si bien sabía que la herramienta más afilada con la que torturar a su madre, el modo más seguro de chantajearla, era expresar dudas sobre su concertado futuro, puesto que desde la adolescencia entendía que terminaría inevitablemente decepcionando a sus padres, que de un modo no verbalizado y casi incomprensible su alma no era la del hijo que ellos querían, eligió ceder en la cuestión de su profesión. Dedicó sus años de estudios en McGill a bailar un pequeño y tenso tango con su madre, avanzando con un «Creo que voy a dejar la carrera y me iré a Europa» y con un «¿Sabes, mamá? Disfruté mucho con la clase de Historia del arte del año pasado», para replegarse ante un «Si has empezado algo, tienes que terminarlo, Maxime», o un «Hoy en día no hay trabajo para los universitarios, sobre todo en humanidades». Por mucho que Maxime flirteara con la rebelión, tenía la personalidad de un conformista. Sarah quería que su hijo fuera médico y eso, al menos, sí lo consiguió. En 1994, cuatro años después del día en que apareció con los girasoles, y casi diez después de haberse ido a Montreal, Maxime regresó a Toronto con su licenciatura en Ciencias, su título de médico bajo el brazo y un año de prácticas a la espalda.

Aislada en la parte alta de Bathurst Street, en el extremo situado más al norte de la ciudad donde los doce carriles congestionados por el tráfico de la 401 dividen en dos una hilera de gasolineras, bloques bajos de apartamentos y charcuterías kosher, la residencia de ancianos Villa Nova desprende una falsa alegría. Se trata de una caja chata de acero y cristal de líneas ostentosamente limpias y abiertas, y decorada con macetas de pensamientos y pinos bajos en el exterior y con linóleo de cuadros blancos y negros y cortinas de color rojo chillón dentro. Aunque el nombre de la residencia es italiano y el estilo de la decoración, modernista milanés, no hay modo alguno de ocultar la verdad: sus clientes exclusivamente judíos están a la espera de que les llegue la muerte. Son almas marchitas confinadas a sillas de ruedas o que deambulan arrastrando los pies con la ayuda de bastones, y cuya reducida estatura es tan desproporcionada en relación con la de su prominente entorno que parecen estar tan fuera de lugar aquí como lo estarían los niños de parvulario en una excursión a las torres de cristal de la Bolsa. Sarah, que odiaba sus visitas semanales al centro y las cenas dominicales plagadas de prolongados silencios, se preguntaba si sus habitantes no encontraban extraño su entorno. Sin duda, esos hombres y mujeres que se habían criado en los oscuros salones de Europa o en los claustrofóbicos apartamentos situados encima de las tiendas de sus padres de Spadina Avenue o del boulevard Saint-Laurent de Montreal, habrían preferido molduras en los techos, caobas y alfombras rojas, o al menos alguna cretona.

Rachel, sin embargo, declaraba que le gustaba el lugar. Varias de sus viejas amistades vivían allí, y además: «Está limpio», le había dicho a Sarah cuando habían inspeccionado juntas la residencia. O al menos, había afirmado que le gustaba en aquel entonces, cuando se había mudado allí tras la muerte de Sam, hacía ya cuatro años. En ese momento, tenía ochenta y ocho años y Sarah, que en ocasiones la había oído replicar con inusual mordacidad a los miembros sobradamente afables del cuerpo de empleados y veía que estaba perdiendo facultades, tanto físicas como mentales, no preguntaba a la anciana si todavía le gustaba el sitio. No había otras opciones posibles. Al menos Rachel apenas se quejaba y seguía charlando con las demás señoras y con los pocos hombres que quedaban en la residencia. Rachel estaba hablando de Maxime en ese momento, presumiendo de él delante de una vecina: Sarah y Daniel oyeron su pequeña y temblorosa voz reverberando en el gran salón vacío cuando se acercaron hasta ella.

—Mi nieto. En el Toronto General…

—¿Eh?

La señora Lieberman no la había oído, o quizá simplemente fingía estar sorda para evitar dar a Rachel la satisfacción de impresionarla.

—Empieza en el Toronto General. Ya sabe, el hospital del centro. Es médico y va a trabajar en el centro.

—Ah, vaya. Así que en el centro, ¿eh?

—Pero, bueno, Rachel. ¿Es nuevo ese jersey? —interrumpió Daniel con voz exageradamente animada cuando Sarah y él llegaron a su silla y, mientras ella le tomaba la mano, admiraba el cárdigan rosa pálido cubierto de pelusa que ella llevaba puesto. Detrás de él, Sarah se mordió el labio y dejó escapar un suspiro.

—Hola —Rachel rodeó a Daniel con la mano que tenía libre para tendérsela a Sarah, y entrelazó sus dedos con los de ella, negándose a soltarlos hasta que por fin los recién llegados se separaron para instalarse en las sillas que Rachel tenía delante.

—Anoche vi a Max.

—¿Te refieres a que soñaste con él? —Sarah no supo ocultar su confusión.

—Vino a visitarme.

—Sí, Maxime viene de visita a menudo cuando está en Toronto —concedió Sarah.

La voz de Rachel sonó de pronto vacilante. Aun así, insistió:

—Vino ayer.

—Todavía está en Montreal, Rachel. Se marcha el miércoles de esta semana. Vendrá a verte muy pronto, seguro. Es que tiene que volver a trasladar todas sus cosas antes de empezar en el hospital. Le llevará un tiempo, pero le diré que has preguntado por él.

—Sin pelo. No tiene pelo.

Sarah y Daniel se miraron disimuladamente. Daniel se encogió de hombros.

—Sí, cariño —concedió una vez más Sarah—. ¿Qué crees que servirán de cena esta noche?

—Sin pelo —Rachel se volvió a mirar a Daniel—. Me hago vieja. No entiendo estas cosas.

Inmediatamente Daniel expresó su objeción.

—No, Rachel. Pero si ni siquiera has cumplido los noventa. Vivirás para ver llegar el año 2000, apuesto lo que quieras. Son solo unos años más.

—Seis más —le corrigió Rachel, y en la firmeza de su voz y en el brillo de su mirada parecía volver a ser ella misma.

La cena de esa noche era ternera hervida. Normalmente era eso o macarrones cubiertos de una espesa salsa de carne picada y tomate. Después, seguirían ciruelas guisadas o compota de manzana. Sarah suspiró y recordó con cariño el suflé que planeaba preparar para la cena del día siguiente. Cuando Rachel se instaló en la residencia, Sarah pasaba a visitarla algunas tardes de diario, y uno de cada dos domingos Daniel iba a recogerla para llevarla a comer a su casa; pero últimamente siempre que Sarah la llamaba durante el día, Rachel estaba durmiendo, y cada vez resultaba más difícil subirla al coche. Durante el último invierno, Rachel se había negado en redondo a salir, y las dos visitas semanales de Sarah y Daniel se habían reducido a una, el único contacto que tenían con ella. Sarah se preguntó, presa de la culpa, si no estaría buscando excusas para no ir a verla, y volvió a suspirar.

—¿Dónde está esa chica? Hay que ver lo lentas que son estas shvartzes[10].

La señora Lieberman alzó la mirada de su plato vacío quejándose mientras Sarah y Daniel se estremecían. Rachel miró plácidamente en derredor, al parecer totalmente ajena a la incomodidad que había provocado el comentario.

—Estoy aquí, señora Lieberman.

La camarera, una mujer entrada en carnes de origen jamaicano y de unos cuarenta y cinco años, si no mayor, debía de haberla oído, y se acercó a la mesa con dos platos de comida. Daniel intentó captar su mirada con una pesarosa sonrisa para distanciarse del comentario de la señora Lieberman, mientras ella dejaba la comida sobre la mesa con un vigor del todo innecesario, por no decir con una especial rabia, delante de la señora Lieberman y de Rachel.

—Aquí tienen, queridas —se apartó un poco de la mesa y se rio—. Aquí tienen. Aunque yo no soy kosher, den por seguro que la comida sí lo es —se rio una vez más, y volviéndose hacia la señora Lieberman, le acarició la cabeza.

Sarah sintió que la abandonaba la compasión, sustituida de pronto por una creciente vergüenza. Bajó la mirada y por el rabillo del ojo reparó, horrorizada, que el hombre que estaba sentado a la mesa contigua babeaba; volvió a fijar la mirada en su mesa, clavándola en los platos y cubiertos que tenía delante, hasta que apareció de nuevo la camarera con dos platos más para ella y para Daniel. Sarah le dio las gracias con un hilo de voz.

Rachel parecía del todo ajena a los movimientos que tenían lugar a su alrededor, consciente tan solo de la ternera que tenía delante, a la que clavaba experimentalmente el tenedor, aunque sin llevarse un solo trozo a la boca. Habló como si lo hiciera desde la distancia.

—Sam dice que no importa, que no tenéis que seguir respetando el kosher —guardó unos instantes de silencio—. Pero también él se comerá esto.

Sarah y Daniel se miraron, retomando un eterno debate sin necesidad de hablar. Daniel entendía que era permisible seguirle la corriente, mientras que Sarah defendía que había que insistir en mantener a los ancianos en contacto con la realidad.

—Sam está muerto, Rachel —dijo con firmeza.

—Por supuesto, cariño —Rachel pareció sorprendida—. Ya hace varios años de eso.

Sonrió como si hubiera salido victoriosa de una discusión, y se llevó el tenedor a la boca.

El miércoles, Maxime llegó a casa mientras Sarah leía el periódico. Acababa de desayunar y había salido a despedir a Daniel a la puerta cuando sonó el timbre. Temiendo que se tratara de alguien que pedía caridad, salió al vestíbulo con paso vacilante. Al abrir la puerta y ver que era su hijo, no tuvo tiempo de preguntarse cómo podía Maxime haber tomado un tren en Montreal que llegara a esa hora de la mañana y se limitó a exclamar:

—¿Qué le ha pasado a tu pelo?

—Me lo he cortado —respondió él con una radiante y quebradiza sonrisa.

No es que simplemente se lo hubiera cortado, sino que se había afeitado la cabeza, dejando tan solo una ligera pelusa oscura allí donde normalmente la piel desaparecía bajo el pelo. Los mechones rizados que en su día su madre había hecho girar entre sus dedos habían desaparecido por completo. Maxime entró al vestíbulo presa de la misma tímida rebeldía con la que se había negado a darse un baño cuando era niño o a quedarse en casa un viernes por la noche ya de adolescente.

—Tu pelo —Sarah formuló las palabras en francés una vez más, en esta ocasión con más pena que sorpresa—. ¿Qué le ha ocurrido?

—Era hora de cambiar —respondió él en francés. Al menos ella había acertado sobre esto: después de los años pasados en Montreal, Max había vuelto a sentirse cómodo con la lengua de su madre. Pasó entonces a hablar en inglés, empleando un tono casi travieso, como si imitara a alguien—: Los cambios son tan buenos como un descanso. Mi amiga Marie siempre lo dice. Los cambios son tan buenos como un descanso.

Marie, Marie. Sarah intentó recordar de cuál de las amigas de Maxime que no había visto hasta el momento se trataba.

Había un punto que Sarah siempre había ignorado en su lucha por definir y establecer la carrera de Maxime. Obviamente, siempre había dado por sentado que se casaría. Había escuchado con atención los nombres de las chicas de Montreal que él citaba despreocupadamente, como lo había hecho con ese nombre, sopesando las enfrentadas demandas de lengua y religión, plenamente consciente de que era misión prácticamente imposible poder quedar satisfecha en ambos frentes a la vez. Leah, Ruth, Esther: esas serían sin duda nueras. Cendrine, Marie-Claire, Marie: sus nietos comerían beicon, pero al menos hablarían su mismo idioma en casa de Maxime. Aun así, en ningún momento se le ocurrió cuestionar por qué ninguna de esas chicas había ido a ver a Maxime a Toronto. Si los preparativos para el futuro profesional de su hijo eran cuestiones concretas que se debatían y se discutían continuamente en la casa de la zona norte de Toronto, la posibilidad de su eventual matrimonio y paternidad era un ente abstracto que titilaba en el horizonte de Sarah, demasiado distante y demasiado difuso en sus contornos como para poder sacarlo fácilmente a colación. Si parecía del todo posible preocuparse en voz alta por las notas y los exámenes, era casi imposible preguntar por citas y novias. Sarah imaginaba que Daniel había hablado de sexo con Maxime cuando este era adolescente —a fin de cuentas, su marido era médico—, pero ella nunca había abordado el tema con él. Quizá intuía que solo podría luchar con éxito en un frente, que Maxime no estaba dispuesto a tolerar tantas intervenciones en su vida, de ahí que decidiera dejar que los asuntos que atañían al corazón de su hijo se resolvieran por sí solos. Más allá de las pequeñas charlas de rigor que Daniel había en efecto mantenido con su hijo adolescente, también él guardaba silencio, aunque vislumbraba el futuro con mayor claridad que su esposa. Daniel había visto las señales, intentaba leer en la ocasional incomodidad que observaba en Maxime, y esa noche reconoció en silencio la declaración a la que daba voz su nuevo corte de pelo. No dijo nada a Sarah y decidió mantenerla en su inocencia, o quizá fuera simple ceguera, pues no quería ver. En cualquier caso, mientras Maxime besaba a una enfermera del hospital, a la que había invitado diligentemente a salir, sintiendo sus propios labios como goma y sus tripas calladas, mientras se dejaba absorber por el trabajo y evitaba a sus viejos amigos, mientras prolongaba su residencia un año tras otro, mientras declinaba educadamente las ofertas cada vez menos frecuentes de su padre para que entrara a formar parte como socio de la consulta familiar de la que el doctor Segal no tardaría en retirarse, mientras se presentaba a otros colegas de la ciudad y estaba cada vez más centrado en su proyecto de investigación, mientras hacía nuevas amistades, mientras daba sus primeros y vacilantes pasos hacia un hombre durante una fiesta, mientras vivía esos años, su madre no le conocía.

Durante todo ese tiempo, Sarah había estado investigando, empeñada en mejorar el estofado. Hasta entonces lo había considerado una cena mediocre, apenas una insulsa solución para la carne dura: tras unas horas en agua hirviendo, el montón de trozos indigestos terminaba reducido a fibrosas hilachas. Las verduras estaban empapadas y la ternera quedaba atrapada entre los dientes, obligándote a intentar quitártela disimuladamente mucho tiempo después de haber terminado de comer. Aun así, los autores de los libros de cocina franceses que poblaban la amplia estantería de Sarah veían en el pot-au-feu el producto principal del hogar burgués, y en el boeuf bourguignon la prueba de un buen restaurante. Como muchos otros platos fallidos, el culpable de un mal estofado era sin duda el cocinero, y no la receta. Sarah empezó a experimentar, variando el corte de la carne, el tiempo de cocción, la temperatura del horno, la cantidad de vino en la salsa. Logró preparar buenos estofados llenos de sabrosas verduras y de una carne suculenta y no fibrosa. No obstante, su lengua seguía sin conocer la satisfacción. Sentía que había cierta fragancia, una particular esponjosidad, que seguía eludiéndola.

El punto de inflexión ocurrió un día en la sala de espera de su médico, al que había acudido para hacerse un chequeo. Llevaba ya años con el mismo colega de Daniel —esa era la forma correcta de proceder: buscar una opinión independiente de la de su marido— y esperaba sin alegría ni trepidación la conversación anual con el médico sobre algunas molestas varices, la importancia de las mamografías y los beneficios de la terapia hormonal para tratar la menopausia (Daniel estaba a favor de ella, su médico en contra). Mientras esperaba a ser atendida, Sarah hojeaba perezosamente una revista de decoración y, entre los pequeños artículos que atestaban las primeras páginas de la revista, encontró unos cuantos párrafos dedicados al potau-feu. Según afirmaba la anónima articulista, en los pueblos aislados de Francia las amas de casa todavía llevaban la carne y las verduras al panadero para que, al término de su turno en las horas que precedían al amanecer, impidiera que el fuego de leña de su horno de obra se apagara y metiera en él sus cacerolas. A mediodía, las mujeres podían regresar para comprar una hogaza recién horneada y recoger un plato que se había cocinado a fuego lento en un horno que justo entonces empezaba lentamente a enfriarse.

Sarah ya había leído antes esa historia en sus libros de cocina kosher. En los shtetls[11] de Europa del Este, el cholent[12] se preparaba en el horno de pan comunitario, una característica de la vida de los pueblos que se remontaba a la Edad Media. Los viernes por la tarde, antes del anochecer, las mujeres preparaban sus cacerolas y las llevaban al horno. El sábado por la mañana, cuando los largos servicios religiosos tocaban a su fin, los hombres pasaban a buscarlas de camino a casa desde la sinagoga para que la familia pudiera comer un cholent cocinado a la perfección sin que el ama de casa se viera obligada a trabajar durante el Sabbath. Ahí estaba la secreta sabiduría de sus ancestros: un buen estofado debía cocinarse durante la noche al calor menguante de un horno de pan.

Había que hacer malabarismos si pretendía adaptar esa práctica a una cocina contemporánea para la preparación de una cena. Sarah consideró la posibilidad de utilizar un horno de obra, pero en seguida la descartó por poco práctica. En Eglinton Avenue, el restaurante italiano del barrio horneaba sus pizzas gourmet en un horno auténtico, pero Sarah no estaba segura de cómo se las arreglaría una para utilizar una cocina de leña en una casa particular, por mucho que consiguiera convencer a Daniel de que había que ampliar de nuevo la cocina. Sin embargo, sí podía disponer de una gran cocina de gas. En la década de los ochenta, Sarah se había convencido de las ventajas del gas sobre la electricidad (todos decían que daba un calor más húmedo, más conveniente para los asados y para el horneado), y Daniel había pagado para que las tuberías que alimentaban la caldera llegaran a la cocina. La primera cocina de gas que tuvieron fue un sencillo aparato de esmalte blanco con cuatro fogones y un horno lo bastante grande para dar cabida a una sustancial pieza de carne. Sarah se adaptó encantada sin mayor demora, y no tardó en suspirar por uno de los gigantescos, extraordinarios y nuevos hornos de lustroso acero inoxidable que utilizaban en los restaurantes. El horno apareció mágicamente en su cocina la mañana de su sesenta cumpleaños. Normalmente, Sarah preparaba el pan y la repostería en el horno eléctrico que había utilizado desde hacía años, y cuyo ventilador hacía circular el aire en el interior del receptáculo para dar volumen a sus creaciones, pero desde ese día empezó a experimentar con el de gas.

Y así, apenas una hora antes de la tardía y lábil alba de una húmeda mañana de noviembre de 1997, Sarah estaba de pie amasando en la cocina. Eran las seis. Había preparado la masa la noche antes y la había dejado en la nevera, donde había adquirido el doble de su volumen, empujando el limpio trapo con el que la había cubierto hasta devenir un reconfortante y rechoncho montículo. Sarah sacó la masa del cuenco y la puso en una tabla que había espolvoreado con harina antes de volver a golpearla, reduciendo el prominente montículo a un tamaño más razonable y dejándolo a un lado. Se agachó entonces a abrir un armario y sacó un molde metálico redondo y hondo de paredes altas y acanaladas. Estaba preparando un brioche. Engrasó el interior del molde con una pequeña porción de mantequilla y colocó a continuación en él la bola de masa, cubriéndola con el mismo trapo; finalmente lo metió con cuidado en la bandeja inferior del horno antes de volver a subir a la cama. Mientras disfrutaba de un sueño ligero, lo suficiente como para deleitarse con la deliciosa sensación de saberse dormida, la masa volvería a subir.

A las ocho, oyó moverse a Daniel a su lado —era domingo y había dormido más que de costumbre—, se levantó y volvió a bajar a la cocina. Encendió el gas, graduó el termostato a 375 grados Fahrenheit y se volvió hacia la nevera. Sacó un único huevo de la huevera de cartón, lo partió en un cuenco, lo mezcló con un tenedor y cogió a continuación una brocha pastelera de un cajón. Sacó luego el molde del cajón inferior de la cocina, cubrió con una fina capa de huevo su superficie nuevamente hinchada para que, una vez horneada, brillara con un tentador lustre. Había dejado su cazuela de esmalte favorita en la encimera y había empezado ya a sacar la carne y las verduras cuando un pequeño timbre le indicó que el horno había alcanzado la temperatura requerida. Abrió la puerta y metió el pan en la repisa inferior, contemplando con satisfacción las filas de ladrillos rojos que había dejado allí la noche anterior. Los ladrillos creaban un muro interno alrededor de las tres caras de la caja del horno; para el techo había colocado una nueva capa en la bandeja superior. Era su arma secreta, su propio invento: los treinta y seis ladrillos de barro que había comprado al dueño de una planta constructora que acostumbraba a venderlos al por mayor y que mantendrían el calor en el horno mucho después de que las superficies metálicas se hubieran enfriado.

Sarah oyó correr el agua en el piso de arriba —Daniel estaba en la ducha— y se puso a lavar, pelar y cortar las verduras con energía antes de concentrarse en la carne, que cortó en pequeños trozos, quitando las largas tiras de grasa y dejándolas a un lado. Espolvoreó los trozos con harina, calentó unas cucharadas de aceite en la cacerola, añadió la grasa que había quitado a la carne, y cuando todo se volvió líquido, rápidamente doró la ternera antes de cubrirla con las verduras y rociarla con vino. A las nueve, el pan estaría a punto para sacarlo del horno y Sarah lo sustituiría por el estofado antes de apagar el gas. A las nueve y media, Daniel y ella se sentarían a disfrutar de un relajado desayuno de domingo a base de café y brioche recién hecho. Esa noche, Maxime iría a cenar y comerían un pot-au-feu que pertenecía a otro siglo.

—Qué bueno está este estofado, mamá —Maxime masticaba despacio, concentrado en la comida.

—Tu madre forra el horno con ladrillos, ese es su secreto. Ha convencido al dueño de Dominion Coal para que le dé unos cuantos. Normalmente no venden tan pocos, pero cuando se enteró de para qué los quería…

Maxime asintió. Su padre ya le había contado esa historia en dos ocasiones al menos. Contuvo el fastidio y se preguntó, presa de la culpa, si sus padres no serían capaces de recordar las novedades domésticas que habían compartido con él por lo poco que parecía ir últimamente a cenar a su casa. Pasaba demasiado tiempo sin aparecer. Esa noche les diría algo. Tenía treinta y un años.

Inspiró hondo, pero sus padres estaban hablando. Daniel ponderaba una posible huelga de médicos.

—Ya sabes: el Gobierno habla mucho, pero…

Maxime ensartó un trozo de verdura con el tenedor y se esforzó por paladear la mezcla de sabores de la cebolla, el vino y la carne en cuanto lo tuvo en la lengua.

—Los especialistas están encantados, pero no se dan cuenta de que son los médicos de familia los que soportan el peso del sistema.

Eso lo dijo su madre, ofendida en nombre de su padre. El debate político continuó durante todo el plato principal, y Sarah se levantó a buscar la ensalada. Daniel llenó de vino la copa de su hijo.

—Aunque ya sé que el vino no casa bien con la ensalada…

—Más bien con el aliño —añadió Sarah, dejando el cuenco de madera en la mesa. Maxime había oído ese comentario muchas veces: «No toméis vino con la ensalada, el vinagre del aliño oscurece su sabor». Ofreció la respuesta de rigor antes de levantar su copa nuevamente llena:

—Tampoco es para tanto.

Los padres de Maxime siempre se habían puesto como límite el vino kosher y esa noche disfrutaban de un buen burdeos. Habían empezado a hablar del viaje a Europa que había hecho un vecino.

—En esta época del año se encuentran tarifas fantásticas, aunque les ha llovido todos los días.

Maxime ensartó una hoja de radicchio —«Es casi insípido, y hasta un poco amargo, pero queda precioso en la ensalada», decía su madre— y se la llevó a la boca. Sarah había puesto mostaza en el aliño y la hoja le picó en la lengua.

Había tarta de manzana de postre, glaseada con mermelada de albaricoque. Maxime se metió un buen trozo en la boca, pero el sabor se le antojó casi pastoso. Habló.

—Estoy ayudando en una investigación en el Don Hospital…

—¿En el Don Hospital? —su padre pareció recibir la noticia con jubilosa sorpresa—. Ya sabes que hice prácticas allí cuando estaba en la facultad. En aquel entonces era un lugar repugnante. Solíamos llamarlo el Contagion, porque en los viejos tiempos se dedicaba en exclusiva a las enfermedades contagiosas. Creíamos que cerraría en cualquier momento. ¿Te acuerdas, Sarah…?

—Supongo que han renovado parte de las instalaciones —respondió Maxime, frustrado al ver que tan solo había conseguido despertar los recuerdos de su padre.

—Allí fue donde me ingresaron cuando tuve el sarampión, ¿te acuerdas?

—Efectivamente —Daniel se volvió a mirar a Maxime—. Probablemente no te lo hayamos contado nunca. Fue antes de que tu madre y yo nos casáramos. Ella tuvo el sarampión. Debía de haber una epidemia. Ya sabes que en esa época no existía todavía la vacuna y…

—Ya, sí. Lo mío es una investigación sobre un medicamento. Ya sabes: proporcionar información clínica a… mis pacientes… bueno, investigación, además de mi trabajo en el hospital.

De pronto Daniel se puso serio y guardó silencio. Su sonrisa desapareció.

—Ahora parece una estupidez lo del sarampión, pero la verdad es que estuve muy enferma. Un día me desmayé en la calle y…

Daniel tendió la mano y tocó a Sarah en el brazo, poniendo fin al flujo de recuerdos. Maxime prosiguió.

—Ya sabes que tienen allí la clínica de inmunodeficientes, pero está también este laboratorio…

—Vaya, eso suena muy interesante —Sarah estaba confusa—. Creía que…

—¿Qué clase de investigación, Max? —le apremió con firmeza su padre.

—Investigamos una vacuna para el VIH… investigación sobre el VIH. Eso es lo que hago.

—Pero, Maxime —Sarah, cuya atención parecía haberse enfocado de súbito, habló en francés y clavó la mirada en su hijo—. Esos… son… podrías contagiarte…

—No. No corro ningún peligro. Somos muy cuidadosos con la sangre.

—Pero esos hombres…

—Sí, esos hombres.

Sarah se rio visiblemente nerviosa y al instante se ahogó con su propia risa.

—Qué sorpresa. Menuda sorpresa… —su voz se apagó.

Madre e hijo se miraron durante unos segundos, envueltos ambos en una nube de tardío reconocimiento, hasta que de pronto en el silencio hubo un sonido: el áspero chirrido de la silla de Sarah al retirarse de la mesa.

Daniel, que hacía años que esperaba la llegada de algún anuncio o de alguna explicación y que de pronto veía confirmadas las sospechas que jamás se había atrevido a compartir con Sarah, mantuvo en todo momento la compostura y rápidamente dijo lo correcto:

—Te queremos, Max.

Pero Sarah, a la que mil nuevos temores, heridas y ansiedades se le arremolinaron en la boca del estómago hasta obstruirle la garganta, se encontró lágrimas en los ojos, y las lágrimas eran algo que el orgullo raras veces le había permitido verter. Se levantó y salió de la habitación sin decir una sola palabra.

—Su documentación, por favor.

La solicitud no es más que una rutina, pero suena a amenaza. Hay que cumplir con las normas y llevar encima la identificación adecuada. El oficial no sonríe mientras rebusco nerviosa en mi maletín.

He sido convocada al despacho privado del bibliotecario en jefe por el empleado norteafricano. El zalamero ayudante del ayudante de bibliotecario me ha visto alejarme visiblemente divertido hacia el misterioso mundo que está al otro lado de la puerta de cristal situada al fondo de la sala de manuscritos. El ansioso monsieur Richaud me ha seguido apresuradamente y ahora ronda en presencia de su jefe, por fin seguro de que ha cometido un error al permitirme seguir trabajando en la biblioteca. Es la tercera semana de octubre, y yo llevo aquí casi un mes.

Je pensais, monsieur Valéry

Monsieur Valéry, un patricio francés con una gran cabeza cubierta de pelo canoso y un aire de relajada autoridad, despide al ansioso monsieur Richard con un gesto de la mano y se concentra en mí. He cometido un error. He cursado una solicitud para obtener una segunda renovación de la reserva de ocho días para acceder al Archivo 263 de los papeles de Marcel Proust (cartas y libretas varias propiedad de Jeanne Proust, la madre del autor). Una vez era permisible. Pero ¿dos? ¿Más de dieciséis días laborables con los documentos menores de Proust que contiene el Archivo 263? Vaya… he llamado la atención sobre mí. Debo explicarme.

Muestro la carta a monsieur Valéry, el mismo fax arrugado con el que originalmente obtuve mi tarjeta de la biblioteca.

—¿Trabaja usted en esta institución? —arquea una ceja mientras lee, descifrando sin esfuerzo la carta de presentación cuidadosamente escrita por Justine.

Se me acelera el corazón como si me hubieran pillado en una mentira grotesca, pero trago saliva y, decidiendo que la verdad es ahora mi mayor esperanza, respondo sinceramente:

—No. Soy traductora. Intérprete, para ser más exacta.

Él desestima mi profesión con un movimiento de cabeza.

—¿Qué interés tiene usted en Proust? —pregunta.

¿Qué interés tengo en Proust? Dudo antes de dar mi respuesta.

¿Tienen tiempo para que les cuente una historia? Yo tenía quince años cuando descubrí por primera vez… aunque eso ya lo he contado. Pero volví a Proust durante los años siguientes al banquete de boda.

Hacía cinco años, mientras sacaba adelante mi carrera de intérprete en Montreal y Max acababa de regresar a Toronto para empezar su residencia, que había recordado el amor que durante mi infancia le había profesado a Proust. En un intento por distraerme un poco de mis cosas, recordé que siempre me había prometido que terminaría la novela, de modo que me puse a leer, regresando a la historia que había empezado años antes en el colegio.

Empiezo primero en francés, releyendo rápidamente el primer volumen y concentrándome, más despacio, en los seis restantes. Saboreo la descripción, pienso pausadamente en la sátira, deseosa de habitar ese mundo de guantes grises como palomas y orquídeas blancas. Al terminar de leer À la Recherche du Temps Perdu, me hago con un ejemplar de la edición inglesa de bolsillo titulada Remembrance of Things Past, y empiezo de nuevo el viaje, comparando los vocabularios y poniendo a prueba mis conocimientos de ambas lenguas. No leo deprisa: como si compensara con ello las apresuradas decisiones que requiere mi profesión, abordo el mundo escrito con vacilante recreación, nunca segura en ninguna de las dos lenguas de si he captado del todo el auténtico valor de una frase y puedo proceder a la siguiente. La novela comprende más de tres mil páginas y, entre mi trabajo, los quehaceres domésticos, la ocasional obligación familiar o la misa del domingo, la cena con Justine y su marido o la visita de una amiga del colegio, esta doble lectura me llena la vida durante tres años enteros. Quizá la prolongo adrede, pues Proust se ha convertido en mi compañero favorito, mi solaz en un lugar vacío. Me consuela y también me aconseja.

Conocedor del lacerante dolor que provoca la separación de un amante y de la mortificante culpa que le embargaba al pensar en la preocupación que causaba a su madre, Proust creía que todo amor estaba colmado de agonías. Desde su calidad de gran inválido, concluyó que el amor romántico era una enfermedad fatal, el paso del dolor al fracaso. En la segunda parte del primer volumen de À la Recherche, titulado en inglés Swann in Love[13], Proust contaba la historia de la obsesión que sentía el erudito y culto Swann por Odette, su vulgar y demi-mondaine amante. Tras años de celosa persecución, Swann por fin despierta de su fiebre con un grito:

Dire que j’ai gâché des années de ma vie, que j’ai voulu mourir, que j’ai eu mon plus grand amour, pour une femme qui ne me plaisait pas, qui n’était pas mon genre!

En mi edición de Penguin, el pasaje dice así: To think that I’ve wasted years of my life, that I’ve longed to die, that I have experienced my greatest love, for a woman who didn’t appeal to me, who wasn’t even my type![14]

En cuanto termino la lectura, me embarga la desolación y compro un tercer ejemplar, la revisión más reciente de la traducción inglesa en tapa dura. Admiro las sobrecubiertas plateadas que envuelven seis pequeños y compactos volúmenes y noto en la mano el peso de cada uno de los satisfactorios libros. El título es ahora In Search of Lost Time[15]. El propio Proust consideró impreciso el título shakespeariano elegido por su primer traductor, C. K. Scott Moncrieff, y quizá le satisfaría descubrir que la traducción inglesa de su novela que data de mediados de los años noventa recibió un título más acorde con su sensibilidad.

Me concentro después en las biografías. Están también escritas en inglés: Marcel Proust, el clásico de George D. Painter que data de 1959; la más reciente Proust, de Ronald Hayman; y en francés: Proust, de Ghislain de Diesbach.

Descubro aquí al Proust que nunca nos enseñaron en el colegio, el amante de los hombres y de los jovencitos que fantaseaba con vivir con su amigo Reynaldo Hahn, y que más tarde convertiría su obsesión por Alfred, su chófer, en la pasión del narrador por Albertine. Por su condición de hombre sensual que conocía al detalle las entrañas de los burdeles masculinos, fácilmente pudo crear a un sadomasoquista entrado en años llamado Barón Charlus, personaje basado en el auténtico conde de Montesquieu. Proust fue además un hombre muy dado al flirteo y a los cumplidos, que experimentó cierto malentendido con su querida amiga Marie Nordlinger, la pintora inglesa que le ayudó con sus traducciones de Ruskin.

Rescato mi viejo libro de texto del colegio y hojeo los pasajes que el texto ofrecía a una niña, esos fragmentos en los que se mordisqueaban las tartas, se saboreaban las estaciones y las mujeres eran amadas. Su breve nota biográfica no menciona los propios amores de Proust, más allá de su madre. En la misma página, me mira fijamente el pálido retrato del autor con aspecto de frágil dandi. Tan solo alcanzo a distinguir las débiles marcas de lápiz allí donde en su día Justine le oscureció las ojeras.

Y así es como inicio una indagación sobre el Proust adulto, la misma que finalmente me ha traído aquí.

—¿Qué interés tiene usted en Proust? —monsieur Valéry repite la pregunta.

—Lo que me interesa de Proust no es él. Bueno, obviamente me interesa y lo he leído… pero me he convertido en estudiosa de la obra de su madre.

—¿De su madre?

—De Jeanne Proust. Eso es lo que contiene el Archivo 263: los papeles de madame Proust. Sus diarios.

—Sí, sí. Todo eso está publicado.

De hecho, eso no es cierto. Precisamente porque estos papeles no han sido publicados convencí a monsieur Richaud de que firmara mi solicitud. Siempre que puede, la Bibliothèque Nationale dirige a los lectores a los libros impresos o a los microfilms para así evitar el desgaste innecesario de los manuscritos. Monsieur Richaud así lo explicó durante nuestro encuentro inicial mientras revisábamos el catálogo de material sobre Proust que contiene la biblioteca. Aunque cada uno de los archivos posee un signatura topográfica —los archivos de Proust cubren docenas de signaturas contenidas en las que van desde el número dieciséis al diecisiete mil—, normalmente se le conoce por el número romano que lleva asignado y que comprende desde el I al CCLXIII, o Archivo 263. Poco a poco repasamos la lista entera, archivo por archivo.

Los Archivos 1-19 contienen las pequeñas libretas en las que Proust compuso sus primeros bosquejos de À la Recherche.

Los Archivos 20-71 contienen los manuscritos de todos los libros de la novela con las múltiples adiciones y revisiones del propio Proust, incluidas las famosas paperoles, las largas tiras de papel que él pegaba a las páginas ya existentes. El archivo que solicité originalmente fue el número 20, el que contiene las primeras páginas de À la Recherche. Monsieur Richaud está tan horrorizado ante mi impudencia al respecto que ha pedido verme para poder despedirme personalmente. Los archivos que comprenden desde el 1 al 71 están tan solo disponibles para una exclusiva lista de renombrados estudiosos de Proust. Hay abajo una copia del microfilm, en el departamento audiovisual. Fin de la discusión.

—¿Y qué pasa con los archivos que van del 72 al 135? —pregunto, apremiándole amablemente sobre los archivos más avanzados.

Los archivos comprendidos entre el 72 y el 135 contienen las galeradas del impresor original con más revisiones de manos del autor. También están disponibles tan solo para los estudiosos de Proust y existen en microfilm en la planta baja. Entusiasmado con el tema que le ocupa, monsieur Richaud se ablanda un poco y me confiesa que la biblioteca está planeando construir una versión electrónica del archivo. El hipertexto será especialmente útil a la hora de hacer accesible al público el efecto de las paperoles. Aunque naturalmente para eso habrán de pasar aún varios años, será algo magnífico cuando por fin se consiga. Sonrío sin ganas. Esperaba poder ver la tinta que Proust había utilizado, ver su mano en persona. Animo a seguir a monsieur Richaud.

Los archivos que van del 135 al 139 contienen los manuscritos de las dos traducciones de Proust de las obras de Ruskin, La Biblia de Amiens y Sésamo y lirios. Las traducciones, que datan de los años 1903 a 1906, están descatalogadas, aunque forman parte de las colecciones de numerosas bibliotecas. Se pueden consultar abajo, en la planta baja, en la salle des imprimés, la misma donde se conservan los libros impresos. La introducción a Sésamo y lirios ha sido traducida al inglés. Monsieur Richaud me observa con atención. Cree que ese delgado volumen sigue impreso. De modo que la respuesta a los Archivos 135-139 es «No».

El Archivo 140 contiene el borrador de Jean Santeuil, una temprana e inacabada novela autobiográfica que data de finales de la década de 1890. Se publicó póstumamente y sigue todavía hoy a la venta. También lo está una traducción inglesa. El microfilm del manuscrito está abajo. «No» de nuevo.

El Archivo 141 contiene el manuscrito de Los placeres y los días, una colección de escritos de juventud con ilustraciones originales de Madeleine Lemaire, publicada en 1896. Ya descatalogada, la biblioteca tiene dos ejemplares del libro. Abajo.

El Archivo 142 contiene dos borradores de un manuscrito final de un relato breve titulado «La muerte de Baldassare Silvande», publicado en la Revue Hebdomadaire en 1895. Monsieur Richaud concede que escasean las colecciones de la Revue Hebdomadaire y que los dos ejemplares que están en posesión de la Bibliothèque Nationale están guardados y prestos a la mudanza al nuevo edificio, de modo que no es posible acceder a ellos. «Quizá podríamos permitir a mademoiselle…». Sin lugar a dudas, quizá la historia estuviera bellamente escrita, pero era improbablemente romántica. Aunque me permitiera verla, yo había esperado más y apremié a monsieur Richaud a que avanzara con la lista.

Los archivos del 142 al 258 contienen la correspondencia, desde una nota de infancia a una prima que data de 1880 hasta las últimas cartas que el autor escribió a sus amigos antes de su muerte, ocurrida en 1922, todo ello obtenido de manos de sus numerosos remitentes gracias a la labor del infatigable cuerpo de empleados de la Bibliothèque Nationale, que igualaron los incentivos de las universidades norteamericanas con sus llamamientos al orgullo nacional y con algún que otro cheque. Una popular edición de tres volúmenes de cartas selectas está ampliamente disponible tanto en inglés como en francés; la edición doctoral de veintiún volúmenes en el francés original puede encontrarse en muchas bibliotecas universitarias, incluso en Norteamérica. El microfilm de las cartas originales puede visionarse también aquí, en la Bibliothèque Nationale. Monsieur Richaud me lanza otra penetrante mirada.

Y por fin llegamos a los archivos variados:

Archivo 259 (de gran tamaño): periódicos encontrados en el dormitorio del autor en el momento de su muerte.

Archivo 260: notas domésticas encontradas en el apartamento del autor en el momento de su muerte.

Archivos 261-262: toscas traducciones de La Biblia de Amiens y de Sésamo y lirios de Ruskin ejecutadas por la madre del autor, Jeanne Proust.

Archivo 263: los contenidos de un pequeño escritorio hallado en el apartamento del autor en la hora de su muerte con papeles propiedad de su madre, Jeanne Proust, incluidas cartas del período 1878-1904 y libretas de 1890-1904. (Me entero de que el catalogador ha cometido aquí dos errores. No hay cartas en el archivo. Quizá las hayan trasladado a las cajas que contienen la correspondencia completa. Y los dieciséis diarios con cubierta de piel que están aquí no terminan en 1904, sino que continúan hasta la muerte de Jeanne Proust, en 1905). Haciendo aquí una pausa en el Archivo 263, monsieur Richaud levanta desconcertado la cabeza del papel. Las versiones originales de las traducciones de Ruskin obra de madame Proust no existen en microfilm, como tampoco las libretas. Sí, puedo consultar el Archivo 263, equivocadamente catalogado y visiblemente abandonado.

De ahí que haya encontrado el diario de madame Proust en parte deliberadamente, aunque sobre todo por casualidad.

—Sí, sí, está todo publicado.

Si monsieur Valéry cree que el contenido del Archivo 263 ha sido publicado, conoce la colección con menos profundidad que monsieur Richaud. Y ahí es donde decido incidir.

—Las cartas, sí, las cartas están publicadas —respondo—. Pero están además los diarios…

—Ah, los diarios de madame… —monsieur Valéry pone los ojos en blanco—. Simples parloteos de un ama de casa… un día tras otro, año tras año… No contienen nada de valor.

Al parecer, monsieur Valéry se ha limitado a hacer una apresurada lectura del material. Empiezo a mentir.

—No, no parece haber mucho de interés. Es decir, todavía no he encontrado nada, pero si me permite una segunda renovación… ya estoy casi al final de los diarios. Tan solo necesito unos días más.

—Ah —monsieur Valéry cree que ahora lo entiende y esboza una indulgente sonrisa—. Féministe… una feminista.

Me ha catalogado y me desestima: a menudo un misterio resulta más interesante que su solución. Toma la solicitud que le ofrezco y firma cumplidamente.

—Gracias.

Sale entonces de detrás de su escritorio, abre la puerta del despacho y grita:

—¡Ahmed!

En ese momento reaparece el empleado norteafricano.

—Mademoiselle puede renovar su solicitud cuantas veces quiera. Vaya a buscar la caja.

Ahmed suspira como si le hubieran pedido que fuera a buscar la piedra de Sísifo y la llevara al escritorio que ocupo en la biblioteca. Sale del despacho con rotunda lentitud.

Il a des soucis… Tiene algunos problemas —explica monsieur Valéry, mostrando más amabilidad ahora que nuestra transacción ha concluido—. Problemas con inmigración. Le ha expirado el visado.

PARÍS, 26 DE FEBRERO DE 1904, VIERNES

Hoy por la mañana he tenido a la pequeña Suzy en brazos, he vuelto a casa, he almorzado sola, y por la tarde he abierto el paquete que había llegado con el primer correo, de modo que he podido admirar La Biblia de Amiens. Quizá dentro de veinte años Suzy leerá la traducción de su tío y así la hija de Dick conocerá al hijo de Marcel. Al menos es una idea optimista.

PARÍS, 5 DE MARZO DE 1904, SÁBADO

Supongo que debería apiadarme de ella. Yo tengo a sus hijos, a mis lobeznos, incluso aunque uno de los dos ya se haya hecho mayor y me haya dejado. Tengo el apartamento lleno de sus libros, sus papeles, su fotografía en todas las habitaciones. Tengo sus honores, su apellido y tengo también el luto que guardo por él. ¿Qué es lo que tiene ella? Un puñado de recuerdos, unas violetas de Parma arrojadas sobre un ataúd a su paso.

Los chicos creen que no la vi en el funeral, o que, al fingir no haber reparado en ella, he conseguido en cierto modo que carezca para mí de importancia. Y si bien es cierto que mentiría si dijera que no sabía de su existencia, también lo es que mentiría de nuevo si dijera que no me duele.

PARÍS, 11 DE ABRIL DE 1904, LUNES

Por fin una agradable conversación con Marie-Marguerite en el pabellón de té del Bois, donde hemos parado a tomar un refresco después de nuestro paseo. Hemos convenido en que tampoco es que nos sorprenda especialmente ni que importe demasiado, siempre que él continúe mostrándose cortés y atento en casa y diligente con todas las cuestiones financieras. Yo siempre fui consciente de los lapsos de Adrien. Nunca interfirieron demasiado en nuestra vida. Aun así, fue el hecho de tener que recordar la existencia de todas ellas el día de su funeral lo que me hirió, como si su discreción, tan asegurada en vida, hubiera desaparecido con su muerte.

Marie-Marguerite se ha mostrado tan filosófica como siempre: «Algunos tienen a sus queridas y otros a sus jovencitos. A fin de cuentas, son hombres. Al final, todo es mucho más fácil para la esposa si ellos ponen en práctica sus preferencias fuera de casa y no en el lecho conyugal». A pesar de su crudeza, su argumentación me consuela. Me ha pedido encarecidamente que no permita que lo perfecto se convierta en enemigo de lo bueno en el reino de mis recuerdos y que venere lo que he tenido, que ha sido mucho. Y hemos acordado que Adrien se fue como le habría gustado, «plantando sus coles», en palabras de Montaigne, o víctima de un infarto en la facultad.

Marie le ha hecho a Marcel un regalo maravilloso: un puñado de pequeñas perlas de papel japonesas que en cuanto se sumergen en agua se convierten en pequeñas y delicadas flores acuáticas. Y así, una primavera benigna y segura florece en la oscuridad de su habitación.

PARÍS, 12 DE MAYO DE 1904, JUEVES

A Marcel y a mí se nos ha ocurrido una idea excelente. Pediremos a Marie que esculpa un medallón para ponerlo en la tumba de Adrien con su perfil. No se me ocurre una forma mejor de honrarle, ni mejor artista para llevar a cabo la labor.

Marcel dice que se lo pedirá hoy. Marie y Ruskin son sus compañeros constantes estos últimos meses, desde que, por respeto a la memoria de su padre, ha retomado su tarea y sigue con la traducción de Sésamo y lirios. Marie es un gran consuelo, tanto para Marcel como para mí; siempre tan delicada en sus discretas entradas a mi salón cuando viene a visitar a Marcel.

PARÍS, 17 DE MAYO DE 1904, MARTES

Esta mañana he leído en el periódico que los norteamericanos han contratado al doctor Gorgas y que le envían a Panamá para que intente poner freno a la fiebre amarilla con una nueva vacuna. En los últimos meses fueron pocos los progresos, pues tuvieron que luchar contra el calor, los mosquitos, la disentería y un brote de cólera; y ahora se han visto obligados a paralizar del todo el trabajo porque la fiebre está diezmando a los obreros. Quizá estén descubriendo por sí mismos por qué los franceses tuvieron tanta dificultad a la hora de completar el canal. Si Adrien estuviera aquí esta mañana, a buen seguro me estaría dando una charla sobre higiene, el factor que quizá habría impedido que aparecieran las enfermedades. Su atención estaba siempre puesta en la medicina. En el cólera. Bueno, en el cólera y en alguna hermosa dama.

Marie ha accedido a esculpir el medallón.

PARÍS, 19 DE JULIO DE 1904, MARTES

Dick y Marthe insisten en que vaya con ellos a Etretat el mes que viene. Nunca hemos estado allí de vacaciones y supongo que por eso han elegido ese lugar (que no aviva en mí ningún recuerdo). Accederé, si bien es cierto que no estoy segura de poder soportar tres semanas enteras en un hotel con Marthe. Aunque sus intenciones son buenas, se preocupa en exceso tanto de la salud del bebé como de la suya propia. Naturalmente, es imposible no compadecerla, teniendo en cuenta lo que tuvo que sufrir con su confinamiento: el día en que fui a verla después del nacimiento de Suzy, Marcel y yo nos despojamos del luto en el estudio de Dick para no darle pista alguna sobre lo que había ocurrido, pues estábamos realmente preocupados por su fiebre. Y mostrarme alegre fue para mí un esfuerzo casi insoportable. Y su pobre madre no supo qué decir el día del funeral cuando Marthe vio desde la ventana de su habitación el cortejo que se dirigía hacia Saint-Philippe du Roule y especuló con la idea de que debía de haber muerto alguien especialmente augusto. Fue tal el subterfugio —aunque necesario— que a punto estuve de desmayarme de pena, pues la distancia que mediaba entre la alegría propia de la vida diaria y nuestras verdaderas emociones era tan abrumadora que parecíamos estar viviendo una farsa más que una tragedia.

PARÍS, 5 DE SEPTIEMBRE DE 1904, LUNES

Etretat resultó ser un lugar tedioso, y Dieppe, húmedo. Me alegro de que Marcel no se reuniera allí conmigo. Las habitaciones le habrían resultado incómodas y su madre, una pobre compañía. Me duelen terriblemente los huesos y no logro pasar un día entero sin tener que acostarme varias veces y dormir un rato.

Por el bien de Marcel, no debo ceder a la desesperación y a la lasitud, por mucho que, como Malherbe, sienta que: «El paso del tiempo puede conmigo y me rindo a sus ultrajes».

PARÍS, 24 DE SEPTIEMBRE DE 1904, SÁBADO

Ayer logré ir al Louvre con la condesa de Martel por toda compañía y fuente de ánimo. Pasamos un rato admirando a los italianos. Indudablemente, Ruskin me ha afilado la vista y sometimos a un minucioso examen la luz y el color de los venecianos. Al salir, pasamos por delante de los Caravaggios y me acordé de que tiempo ha pensaba a menudo que Marcel se parecía al alegre cliente de La buenaventura. Aunque ahora está muy pálido y amarillento, y carece por completo de la efervescencia de mejillas sonrosadas de la figura del cuadro. Últimamente parece un viejo, y tiene solo treinta y dos años. A veces su enfermedad me enoja, pues siento que al insistir de ese modo en cultivar su extravagante invalidez, tira por la borda toda esperanza de poder disfrutar de una vida normal. Y entonces me reprendo por no solidarizarme con algo que él no puede evitar.

PARÍS, 21 DE OCTUBRE DE 1904, VIERNES

Marthe dice que Suzy puede por fin ponerse de pie y que sin duda habrá empezado a andar en Navidad. Cuánto lamento no poder encontrar más consuelo en su pequeña presencia que saluda a la vida con una alegría tan solo comparable a la tristeza con la que yo me despido de ella.

Marcel está decidido a reformar sus horarios el año que viene. Lo dudo.

Sésamo y lirios va bien y Marie ha sido una fiel editora y también una leal visitante. El medallón es magnífico. Ha seguido nuestras instrucciones al dedillo y ha creado un parecido realmente encomiable a partir de todas las fotografías que le he dejado. Marcel dice que debemos instalarlo en Père Lachaise el día del primer aniversario de la muerte de Adrien. Sin embargo, Marie no parece feliz, y espero y deseo que no haya interpretado mal la necesidad que Marcel tiene de ella.

PARÍS, 28 DE OCTUBRE DE 1904, VIERNES

Últimamente Marcel ha estado dando mucho consuelo a la bella mademoiselle de Mornand. Ella le visita regularmente para llorarle en el hombro, pues la semana pasada por fin se anunció el compromiso de d’Albufera con la princesa. Supongo que toda amante cree que se la venera de tal modo que sin duda será la excepción, y que será ella la que conseguirá pasar del demimonde al beau monde. En fin, todas creemos que nuestros amores son únicos y odiamos ver que simplemente repiten pautas predecibles.

Ayer Marie trabajó toda la tarde con Marcel, y justo cuando la despedía, se cruzó con mademoiselle de Mornand en el pasillo. Mi querida Marie pareció realmente impresionada. No me corresponde a mí llevarla a un aparte y decirle que no hay razón alguna para que esté celosa.

Tampoco estoy en disposición de decirle a mademoiselle de Mornand que, si espera a que hayan transcurrido seis meses desde la boda social, descubrirá que su amante volverá a tomarla, aunque bajo circunstancias que a buen seguro requerirán más discreción. Dicen que d’Albufera fue quien pagó su carruaje de dos caballos, aunque quizá hoy la mayor prueba de amor sería un automóvil.

Creo que, de todas las que obtendré, la que más se acerca a una respuesta es esta: madame Proust sabía mucho, pero no decía nada. Queda una sola libreta en la caja de documentos. Se trata del diario del año 1905, y al hojearlo veo que las entradas son escasas. No tardaré en terminar y debería ir a la oficina de Air Canada para reservar un vuelo de regreso a casa. Son poco más de las tres: si recojo ahora, estaré allí antes de que cierren.

Devuelvo el Archivo 263 al mostrador de reservas y le paso a Ahmed la caja por encima del mostrador. Sigo aún tentada de estudiar su rostro y buscar en él comparaciones, y debo de estar mirándole fijamente, porque él me replica:

—¿Qué?

Desvío la mirada, avergonzada.

Se trata de una vieja costumbre, a veces consciente y otras no. Me refiero a lo de encontrar a la persona que falta entre el gentío, a leer un rostro amado en el perfil de un completo desconocido. Max y yo perdimos el contacto cuando él regresó a Toronto. Al principio, me llamaba de vez en cuando. Yo no contesté sus llamadas ni se las devolví y él no tardó en dejar de insistir. Sin embargo, le veía a menudo, sentado unas cuantas filas delante de mí en un concierto o en el teatro, doblando la esquina de uno de los pasillos del metro o cruzando la calle y alejándose apresuradamente de mí antes de que yo tuviera tiempo de examinar realmente su rostro. Sobre todo, le veo en los auditorios, en las salas donde se celebran las audiencias y en los centros de conferencias en los que trabajo. Me deslizo al interior de la cabina de traducción, cuelgo mi bolso del respaldo de la silla, me coloco los auriculares y preparo el micrófono, dispuesta a verter en él mi versión, en la otra lengua, de los discursos, los papeles y las argumentaciones del día. Y entonces miro desde allí a la sala y veo de pronto una cabeza entre los asistentes ocupados con sus libretas de notas, los lápices y los maletines mientras esperan a que den comienzo las intervenciones. Es su cabeza, estoy segura. Reconozco el pelo rizado, el modo en que sigue pegado a la parte posterior del cuero cabelludo para luego estallar en una maraña de tirabuzones que le cubren, espesos, unos centímetros del cuello de la camisa.

Se me encoge el estómago. Ahora lo que siento siempre que veo a Max es miedo. Aunque el daño está hecho, si no olvidado, y un encuentro sería en el peor de los casos incómodo, me estremezco al imaginarlo del mismo modo que un animal pateado alguna vez, siempre se acobardará. A pesar de que Max es el pasado, tan solo pienso en cómo huir. Me encojo en la silla, deseando desesperadamente que no alce la vista y se vuelva a mirarme, aunque clavándole tan fijamente los ojos que de hecho es él quien sin duda sentirá el peso de mi mirada con ese sexto sentido que tenemos en los lugares públicos. Así es: se vuelve en la silla para recolocar el abrigo contra el que apoyaba la espalda y en ese momento levanta los ojos. No siempre logro recordar en el ojo de mi mente los rasgos de Max. A veces están lejos de mí, pero estos no son los suyos. Este es otro hombre de pelo oscuro, y respiro aliviada.

A menudo mi error es ridículo. Este hombre es demasiado alto; aquel, de complexión mucho más clara. ¿Por qué iba Max, un médico de Toronto, a estar sentado entre la gente que abarrota un coloquio para urbanistas en la ciudad de Montreal? ¿Por qué iba un judío como Max a inclinarse delante de un libro de himnos en la misa de Navidad de Notre-Dame-des-Douleurs? ¿Qué podía estar haciendo aquí Max, ordenando cajas en la Bibliothèque Nationale?

En cuanto reconozco mi error, me pongo a evaluar la diferencia e intento ver si todavía soy capaz de recordar la cara de Max con la suficiente claridad como para saber por qué esta no es la suya, utilizando lo que está ausente para conjurar algo en el presente, intentando transformar lo que no es en lo que es. Este rostro es más grande, la nariz más larga, las mejillas más planas. Este pelo es más fino, la frente más alta. Este rostro es más convencionalmente atractivo y su dueño lo sabe, sus ojos son menos profundos, claramente conscientes de su cuerpo más que de su alma. Está más presente, aunque menos vivo.

A veces, lo que reconozco en los demás no es más que un simple rasgo. Estoy sentada en un tren, viajando a Ottawa para visitar a unos viejos amigos de la facultad que ahora son allí traductores en el Parlamento, y veo la nariz de Max. Su dueño es totalmente distinto, pero es la misma nariz, un pequeño y delicado triángulo isósceles insertado en el rostro. O me doy cuenta de que el instructor de aerobic del gimnasio que a veces visito se sonroja exactamente como él, involuntariamente aturullado ante la más pequeña agitación, de modo que rápidamente le perdonamos su evidente ensimismamiento.

Sin embargo, jamás he visto los labios de Max en otro hombre. Sus labios son lo que mejor recuerdo de él pues parecen ligeramente deformes, una discreta imperfección en su belleza que solo se aprecia si se le observa durante un buen rato. Son unos labios carnosos, pero no iguales: el superior, hacia la izquierda, está levemente inflamado y forma un pequeño bulto que lo acerca al inferior, de modo que, cuando los cierra, la línea que media entre ambos es irregular. De hecho, la primera vez que reparé en ello, me pregunté por un instante si alguien le habría dado un puñetazo unas semanas antes y una inflamación mayor estaría en ese momento desapareciendo, reducida por fin a una imperceptible hinchazón. O si se había mordido sin querer, tropezando mientras corría como les ocurre a los niños, con la boca peligrosamente abierta y los dientes cerrándose bruscamente sobre la carne. Pero casi al instante entendí por fin que no se trataba de una desfiguración temporal sino de la silueta permanente de su boca, como si siempre llevara consigo una pequeña herida tan solo visible para quienes le miraban atentamente.

¿Por qué amamos a quienes amamos? ¿Cómo elegimos los objetos de nuestro deseo? Vi en esos labios algo que creí que podría curarme, algo en esos ojos que me completaría. Y, detectando la necesidad y el dolor en un suspiro o en un silencio, deseé devolver el favor, nutrir y sanar. Codicié su otredad y anhelé compartir su lenguaje y reparar su historia. En las mesas de los restaurantes y de los cafés, sentado a mi lado en los bancos de los parques, en la butaca contigua de las salas de cine, creí haber vislumbrado el peso que equilibraría perfectamente el mío, la otra mitad de mi alma. ¿Qué veía él mirándole? ¿Estabilidad, normalidad, heterosexualidad? ¿Qué era lo que quería? ¿Sentirse integrado, afecto, amor de madre, o simplemente a mí?

Supongo que no lo sabré nunca, aunque de hecho sí volví a verle, y no a una de mis invenciones, sino al Max real. Fue el otoño pasado, tras un intervalo de cuatro años. Era el año 1998 y yo tenía treinta y tres años, a punto de cumplir los treinta y cuatro. En francés llamamos a esa edad l’age du Christ, la que Cristo tenía cuando le crucificaron. Un momento crítico, si me permiten una pizca de eufemismo en la traducción.

Estoy trabajando en una conferencia médica en Montreal. Aunque hay intérpretes que se especializan en medicina, yo normalmente la evito. Es una pequeña peculiaridad mía. Hago todo lo demás. La demanda es básicamente para todo lo relacionado con la economía y la política. A veces, hay también algo relacionado con la agricultura o con el medioambiente. Recientemente, he estado muy metida en relaciones intergubernamentales. Traduzco déficit por déficit: negociar por négocier; separación por séparation; nación por nation. Pero en esta ocasión, una colega se ha puesto enferma y me llaman a última hora. La noche previa a la conferencia leo algunas publicaciones recientes, escribo listas de vocabulario y mentalmente hago un inventario: anticuerpos son anticorps, obviamente. Dépistage es… rápido, necesito uno de esos pequeños gerundios anglosajones autosuficientes… screening o estudio selectivo; membranas mucosas son les muqueuses; intercambio de agujas, aiguillage. Hay aquí un juego de palabras: aiguille es aguja y aiguillage es el término que se emplea para el cambio de agujas en una línea férrea. Un cóctel de medicamentos puede llamarse cocktail des médicaments; toxicomanie es drogadicción. Récepteurs, receptores. Inhibiteurs, inhibidores.

Entro a la cabina de traducción mientras los participantes en la conferencia se acomodan en sus sillas y acuerdo con las dos colegas que están dentro que empezaré yo, cubriendo la primera media hora antes de pasar el testigo a la siguiente y tomarme un descanso. Media hora trabajando y media hora de descanso es el ritmo profesional estándar para una jornada laboral completa. Luego miro mi agenda del día, cosa que había olvidado hacer la noche anterior. La primera intervención correrá a cargo del doctor M. B. Segal. En lo más profundo de mi ser, una trémula levedad parece animar mis órganos. Siento el estómago revuelto. Muy por debajo de mí, en la parte delantera de la sala, un hombre de pelo muy corto con un traje oscuro hojea sus papeles, preparándose para intervenir. Cuando habla, me acuerdo de que es él.

—Damas y caballeros…

«Mesdames et messieurs…»

—Colegas…

«Collègues…»

—No he venido aquí a hablar de buena higiene.

«Je ne vous parlerai pas d’hygiène».

—No he venido a hablar de condones ni de precauciones.

«Je ne vous parlerai pas des préservatifs et des précautions».

—No he venido a fantasear.

«Je ne vous parle pas des fantasies».

—He venido a hablar de la esperanza realista sobre el hallazgo de una vacuna en el año 2000…

—Virus.

«Virus»

—Anticuerpos.

«Anticorps»

—Cura.

«Remède»

Tiempo.

Temps.

Deseo.

Le désir.

Amor.

L’amour.

Pérdida.

La perte.

Shock, congoja, rabia…

¿Y luego? ¿Aceptación? ¿Perdón? ¿O simplemente olvido?

Nadie se fija en la intérprete de la conferencia. Nadie dice: «Buen trabajo», «me ha gustado como has matizado el final de su intervención», «me alegra oír que todavía queda alguien que sabe utilizar el pluscuamperfecto de subjuntivo». A menos que llene su intervención de «ums» y de «ems» hasta el punto de distraer a los oyentes, confunda por completo la terminología específica o expire a mitad de frase, la traductora es invisible. Al término de la intervención de Max, mientras los delegados hacen una pausa para tomar un café, me quito los auriculares y me preparo para salir del auditorio sin ser observada. He trabajado media hora y me he pasado los siguientes veinte minutos de su intervención escuchando en la cabina, intentando calmarme y mostrar un adecuado interés profesional en las distintas intervenciones. Todavía me quedan cuarenta minutos para despejarme antes de volver al trabajo. Más tarde, durante mi siguiente hora libre, haré una larga pausa para comer a solas, intentaré encontrar algún rincón tranquilo donde pueda comerme mi sándwich y quizá terminar de leer el último capítulo de la biografía de Hayman antes de volver a las sesiones. Las puertas de salida están situadas hacia la parte delantera de la sala, y al pasar junto al podio, el conferenciante se deshace de un pequeño grupo de gente y oigo una voz que me llama.

—Marie, Marie.

Es Max. Sonríe de oreja a oreja, con una expresión de alborozada sorpresa.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Trabajar.

—¿Estás traduciendo?

—Sí. Acabo de traducir tu intervención.

—Eso es fantástico. ¿Qué te ha parecido?

—No soy más que la intérprete. Ha estado bien.

—¿Cómo estás? Ha pasado mucho tiempo…

—Sí. Mucho. Bien, estoy bien.

—Y… ¿qué tal el trabajo?

—Bien. Muy ocupada, no paro. Normalmente no toco temas médicos, pero una de mis colegas se ha puesto enferma.

—¿Cómo están tus padres?

—Bien. Mi padre ya se ha jubilado. Vendió la empresa. A mi madre le costó adaptarse, pero a él le encanta.

—¿Y siguen aquí?

—Sí, siguen en Montreal.

Esta clase de conversación prosigue durante varios minutos mientras nos ponemos al día de cuatro años de familia y profesión.

Luego él dice:

—¿Tienes planes para almorzar?

Siento que la rabia me sube por dentro e intento contener las lágrimas.

No ha cambiado físicamente, con excepción del pelo. Ahora lo lleva cortado a cepillo. Un salpicón de rizos que le cruza la frente es el único recordatorio de los que le cubrían los hombros y que han desaparecido. Sentados a una mesa de la cafetería del centro de conferencias, a punto estoy de tender la mano y de apartarle esos últimos rizos para ver dónde tiene ahora el nacimiento del pelo. No es un deseo malévolo, ni una celosa necesidad de ver si también él ha envejecido. Todo lo contrario: lo que busco es asegurarme de que sigue igual. Es la misma mano con la que casi a diario me toco la piel bajo el mentón, delicada, distraídamente, mientras voy en el autobús, o cuando estoy sentada en la cabina, para comprobar que la piel sigue firme, con miedo de encontrarla infinitesimalmente más blanda que hace una semana o un mes. Todavía tiene la cara libre de arrugas. En mi caso, las primeras aparecieron entre los veinte y los treinta años: patas de gallo provocadas por la sonrisa o por haber entrecerrado demasiado los ojos para evitar la luz del sol. Ahora, cumplidos los treinta, dos profundos surcos perfilan despacio un claro sendero entre mi nariz y las comisuras de los labios. Envejeceré como mi madre: la cara cederá rápidamente y la piel colgará, envuelta en un mar de pliegues.

Un chico saluda a Max desde el otro extremo de la sala y le hace señas para que se acerque. Max se disculpa y se aleja: su estrecha forma se mueve con cuidado entre el angosto espacio que separa las mesas y las sillas, con la cabeza —pequeña, ahora que tiene tan poco pelo— erguida con discreta seguridad y la cara animada por una expresión que, aunque viva, resulta ligeramente distante. Le miro y me pregunto cómo he podido en algún momento confundir a otra persona con él.

Max saluda a su amigo, consulta con él durante unos instantes y le trae luego a la mesa. No necesito oír el tono posesivo con el que Max me lo presenta para saber. Se parecen extraordinariamente: ambos bajos, de piel olivácea, pelo oscuro, ojos marrones, nariz recta, miembros delgados… dos chicos bellos. Suyo es el reino.

No se queda mucho rato, quizá percibiendo mi resentimiento, y cuando por fin se marcha, hago a Max las preguntas convencionales: dónde se conocieron, a qué se dedica.

—Es muy guapo —digo, con la esperanza de ocultar cualquier asomo de celos o de reserva.

—Sí. Siempre he creído que parece italiano, como alguien que perfectamente podría haber pintado Caravaggio. Una vez le dije que parecía un Caravaggio. ¿Sabes lo que dijo?

—¿Qué?

—¿Qué es un Caravaggio?

Nos reímos juntos, captando la mirada del otro y deleitándonos durante un pasajero momento en nuestra afinidad.

—¿Le conocen ya tus padres? —pregunto.

—No, me lo tomo con calma. Mi madre… —vacila—. Bueno, ya conoces a mi madre.

Nos despedimos después del almuerzo, no sin antes convenir que estaremos en contacto, y mientras le veo alejarse me sorprendo pensando, una vez más, en su madre, en su ansiedad porque Max se consolidara en la medicina y en la vida de la clase media. Me pregunto qué sentirá ahora, ella que tan lejos ha ido en aras de la seguridad, sobre su hijo gay, el doctor del SIDA. Veo flotar en mi mente imágenes y palabras que van formándose poco a poco: una historia en plena composición.