PARÍS, 20 DE ABRIL DE 1900, VIERNES

La casa es un auténtico alboroto mientras preparamos las maletas para viajar a Venecia: todo se ha hecho a toda prisa, aunque nos hemos divertido enormemente. Marcel ha decidido de improviso que debemos viajar esta primavera, aprovechando que Reynaldo está en Roma y que está dispuesto a esperarnos allí, y Marie está ya de visita en compañía de su tía.

Adrien ha preferido hacer caso omiso de toda esta actividad y se ha retirado a su estudio para concentrarse en sus últimas revisiones, que han quedado visiblemente abandonadas a causa de la mudanza y de las negociaciones en las que ha estado inmerso este invierno. Dice que, a más tardar, el manuscrito debería estar en manos de su editor el mes que viene y está realmente satisfecho con su progreso. Supongo que debería intentar leer su libro cuando salga, por incomprensible que me resulte. Si mal no recuerdo, me libré de la lectura del último. Él simplemente se ríe y dice que no tiene importancia que yo no lea sus investigaciones, pues no espera que una profana las siga. Aun así, mis obligaciones como esposa quizá conlleven la obligación de tener cierta idea de lo que su obra contiene.

Dick me promete que me llevará a la Exposición cuando regresemos. Han aparecido imágenes realmente intrigantes en los periódicos, y hemos visto a toda suerte de dignatarios, entre ellos al príncipe de Gales.

VENECIA, HÔTEL DE L’EUROPE, 5 DE MAYO DE 1900, SÁBADO

Me he levantado inusualmente temprano esta mañana, mucho antes de que Marcel se deje ver, y tras calzarme unos buenos zapatos he salido sigilosamente a las calles. Si bien es cierto que durante este último año mis paseos se han visto severamente acortados, Venecia, a pesar de que cualquiera esperaría que el aire del mar fuera húmedo, parece haberme revitalizado. He conseguido dar un buen paseo desde el hotel hasta las pequeñas callejuelas situadas al otro lado de la Piazza San Marco, llevando detallada cuenta del número de puentes que cruzaba por temor a perderme. En una silenciosa plaza me ha sorprendido un espectáculo realmente inusual del que he disfrutado desde el puente que la sobrepasaba, entre el deleite y el horror. La plaza estaba llena de gatos, quizá unos veinte o treinta. Eran sin duda más de los que he visto nunca en el mismo lugar. No parecían gatos domésticos, sino callejeros, casi salvajes, y estaban terriblemente escuálidos. Verme allí mirándolos desde lo alto mientras ellos tomaban el sol en la plaza como bañistas en una playa ha sido un instante verdaderamente peculiar.

Marcel está totalmente fascinado con la arquitectura y sale todas las tardes con Marie y con Hahn a admirar los edificios, con Ruskin como guía. Mientras tanto, a esa hora yo me quedo en mi habitación como hacen los italianos, cuya capacidad de quedarse despiertos hasta tarde, comiendo y bebiendo, y de levantarse temprano por la mañana queda razonablemente explicada por sus prolongadas desapariciones durante la tarde. A las dos el hotel se convierte en un lugar absolutamente fantasmal y no vuelve a la vida hasta la hora del té. Yo tomo el té en el vestíbulo, un rincón absolutamente encantador con unas exquisitas vistas al canal.

«Todo gran arte es obra de la criatura viva en su totalidad: de su cuerpo y también de su alma, y sobre todo de su alma», escribe nuestro Ruskin en Las piedras de Venecia.

VENECIA, HÔTEL DE L’EUROPE, 10 DE MAYO DE 1900, JUEVES

Marie es sin duda una joven encantadora, dotada de una gran inteligencia y de amplios conocimientos literarios sin resultar jamás pretenciosa. Habla de arte y de arquitectura con total seguridad, y con todo su entusiasmo por la cuestión, logra impartir gran cantidad de información sin llegar a resultar inoportunamente pedagógica. En ese aspecto, Marcel y ella hacen una pareja perfecta, pues comparten los mismos intereses y el espíritu alegre de Marie consigue contrarrestar la clara tendencia que muestra Marcel a obsesionarse cuando un tema le captura. Marie bromea con él sobre sus pasiones, y él siempre se toma sus chanzas con buen humor, consciente de que ella es tan erudita como él sobre el tema en cuestión. Reynaldo, que llegó anteayer, se ríe viéndoles juntos, feliz por habérsela presentado a Marcel.

Aunque quizá Marie no sea exactamente la clase de mujer que los hombres consideran hermosa, su apariencia es sin duda llamativa. Tiene unos ojos redondos y saltones, como un par de grosellas rojas a punto de reventar bajo su piel, que, aunque en ciertas personas resultan espantosos, por algún motivo en ella son encantadores. El iris es de color caoba, como lo es también su abundante cabello, pero su piel es marfileña. La nariz ligeramente semítica, aunque delicada, otorga fuerza pero no agresividad a su rostro. Indudablemente, su fisionomía está en perfecta concordancia con su carácter.

Ayer tomamos el té con su tía, una refinada judía alemana que no habla francés, aunque sí un buen inglés. Yo me expresé como pude en inglés —cuesta siempre más hablarlo que leerlo—, mientras Marie hacía las labores de traductora con Marcel. Resultó finalmente una animada conversación en la que todos asentíamos a un lado y a otro antes de entender realmente las palabras de quien nos hablaba. La señora estuvo hablando a Marie y a Marcel de una pequeña iglesia situada en las calles que están detrás de la Salute y que, según dijo, merecía la pena visitar.

VENECIA, HÔTEL DE L’EUROPE, 18 DE MAYO DE 1900, VIERNES

Una vez más dediqué la tarde de ayer a contemplar con detalle la basílica de San Marcos, piedra a piedra, por dentro y también por fuera, aunque me fue imposible recordar el análisis de Ruskin. En cambio, no hago más que ensayar una y otra vez distintas réplicas a Marcel o intentar justificarme, y al final he terminado por renunciar a hacer turismo y me he refugiado en el frescor de mi habitación de hotel, donde he pedido un revitalizante té helado. Nunca he pretendido ser una madre sobreprotectora ni refrenar o entorpecer a mis hijos en sus propósitos. Al contrario: mesuradamente, he intentado siempre animarles. Jamás me he quejado de las bicicletas ni de la canoa de Dick. ¿Acaso no he dedicado horas a traducir distintos capítulos de La Biblia de Amiens y de Las piedras de Venecia a fin de que Marcel pueda prepararse para sus viajes? ¿No he organizado nuestro viaje hasta aquí? Aun así, está claro que Marcel me considera una carga y que preferiría viajar solo y así poder explorar la vida nocturna de la ciudad. Ayer, después de nuestra discusión, se marchó y no regresó a cenar al hotel. Esta mañana todavía no ha aparecido, aunque gracias a ciertas discretas pesquisas que he hecho en recepción, he podido saber que regresó tarde anoche y que todavía sigue en su habitación. Quizá le pase una nota por debajo de la puerta.

VENECIA, HÔTEL DE L’EUROPE, 21 DE MAYO DE 1900, LUNES

Pues bien, concluimos nuestra estancia en Venecia más animados después de habernos reconciliado el viernes y de haber pasado un agradable fin de semana asegurándonos de que no quede un solo lugar típicamente ruskiniano que no hayamos visitado. Echaré de menos a Marie, que se ha marchado a Inglaterra esta mañana. A pesar de su enorme entusiasmo por la vida, es un alma tierna y sé que Marcel la tiene en gran estima.

Ayer habíamos acordado disfrutar de un té de despedida en el vestíbulo, ya que Marie estaría ocupada más tarde, pues había de cenar con su tía en su última noche en Venecia. Yo me retrasé quizá unos instantes al bajar de mi habitación, y cuando llegué al salón de té, Marcel y Marie estaban profundamente concentrados en su conversación y no me vieron acercarme a la mesa. Al aproximarme, oí que Marcel recitaba un poema a Marie. A juzgar por el breve verso que llegó a mis oídos, se trataba de algún texto de sufrimiento romántico cortesía de De Musset. Apenas tuve tiempo de preguntarme cómo es que los hombres saben siempre que cualquier muestra de dolor cautivará a las mujeres, cuando fui consciente de que mi presencia allí estaba de más, pues Marcel se había llevado la mano de Marie a los labios. Justo cuando pensaba retirarme un poco e intentar volver a hacer mi entrada al salón, ellos me vieron y alzaron los ojos. Puesto que no deseaba ser motivo de tensión, me dirigí apresuradamente hacia la mesa, me puse cómoda y les relaté mi pequeña escena con los gatos, pues la mañana anterior me había levantado temprano para visitarlos de nuevo por última vez. Nos dedicamos entonces a comentar las peculiaridades de la vida diaria en esta ciudad de agua antes de decirnos adiós.

Creo recordar que en esa época Max tenía un gato en Montreal, o al menos a veces había un gato en su apartamento cuando yo le visitaba. Quizá simplemente estuviera cuidando de la mascota de un amigo durante unos días. De todos modos, me acuerdo de haber estado de pie en aquel diminuto apartamento con el animal ronroneando y frotándose contra mis piernas, reclamando mi atención. Creo que era de color naranja, naranja y blanco, y tenía el pelo largo. Supongo que era una hembra, o quizá no. De alguna manera, siempre damos por hecho que los gatos son hembras, aunque lo cierto es que en este caso no sabría decirlo.

Me agacho para tomarla en brazos, y en cuanto mis brazos se abren para recibirla, ella salta en ellos. Es una criatura amigable. Pues bien, mientras estoy allí de pie, con los brazos ocupados por el gato, acariciándole el pelo, Max se me acerca por la espalda y simplemente me rodea con sus brazos. Siento su cuerpo contra el mío y su abrazo conteniéndome con suavidad. Ninguno de los dos dice nada. Quizá las palabras sean innecesarias en este momento. O quizá no sé qué decir. No logro recordar cuál de las dos posibilidades es cierta. Lo único que recuerdo es que nos quedamos los dos allí de pie durante un buen rato, yo con el gato en brazos y él conmigo, cómodos en nuestra proximidad. Bueno, quizá sea algo más que comodidad. Apoyo la espalda contra él, a la vez excitada y tranquilizada por su abrazo. Durante una fracción de segundo, Max me estrecha aún más contra él. Aun así, seguimos allí de pie, inmóviles los dos.

Y supongo que fue entonces cuando la gata saltó de mis brazos al suelo.

PARÍS, 8 DE JUNIO DE 1900, VIERNES

Dejando a un lado las dudas de madame de Sévigné, que comparaba las traducciones con los malos criados que daban exactamente el mensaje contrario a aquel del que eran depositarios, avanzo desde el capítulo uno al tercero de La Biblia de Amiens. (El cuarto lo traduje para Marcel el pasado otoño, durante su último viaje aquí.) Su progreso es veloz, y devora cada una de mis libretas en cuanto las termino. A pesar de que a menudo me veo obligada a echar mano de mi diccionario —la falta de uso parece haber ralentizado mi inglés—, me las arreglo. Marcel me apremia constantemente, recordándome que no es necesario que mi traducción tenga nada de literario. Si bien he hecho todo lo posible por transmitir el inglés de Ruskin —complejo y autoritario aunque siempre elegante—, será necesario el hermoso oído de Marcel para convertirlo en un francés comparable al original. Y es que por mucho que su tema principal sea la catedral de Amiens, su modo de abordarlo es espiritual más que religioso: a ojos de Ruskin, más que definir un credo de la Iglesia, los arcos que surcan las alturas y las traslúcidas ventanas hablan directamente a un anhelo que mora en el hombre.

Con la excepción del comprensivo monsieur de Billy, los amigos de Marcel se han mostrado asombrados al saber que ha emprendido semejante proyecto, y Georges de Lauris ha dicho: «Diantre, pero si Marcel ni siquiera es capaz de leer la carta de un restaurante en inglés». Aun así, no veo por qué no ha de funcionar que Marcel lustre mi tosca labor, transformándola en su hermoso francés. Está consultando con Marie por correo algunas de las expresiones más complicadas, pues ella ha regresado a Manchester con su familia.

El doctor está visiblemente animado tras su última conversación con el doctor de Fleury y ahora realmente cuenta con el total apoyo del Ministerio en estas últimas y complejas negociaciones. Se marcha a Londres mañana y espera estar ausente toda la semana.

PARÍS, 19 DE JUNIO DE 1900, MARTES

Marcel por fin ha hecho partícipe a su padre de que hemos decidido traducir a Ruskin y Adrien nos ha mostrado su cauto apoyo, aunque después me ha dicho que duda mucho de que nadie pueda desear comprar un libro así. Aunque he intentado explicarle nuestro entusiasmo por el gran crítico británico —el modo en que nos lleva a examinar no solo la línea de un arco gótico sino también a pensar en la mano anónima que lo trazó en su día, inspirada por un amor simple y maravillado hacia el Todopoderoso que hoy, en nuestra era más avanzada, con todos sus adelantos tecnológicos, nos puede resultar difícil de entender—, no puedo asegurar que realmente estuviera escuchándome.

Dick está agotado a causa de su trabajo en el hospital. Estaba tremendamente entusiasmado cuando empezó, pero el horario que le exigen es cuanto menos ridículo. Los estudiantes disponen de pequeñas habitaciones a las que pueden retirarse para echar una cabezada cuando tienen que trabajar durante la noche, y a decir verdad sería mejor que trasladara allí su ropa y también sus libros, pues apenas le vemos en casa. Adrien se muestra implacable con él y dice que él trabajó tanto o más duro durante sus últimos años de carrera. Es una mula en lo que concierne al trabajo, y le resulta imposible creer que alguien no tenga su misma energía. De hecho, me preocupa que siga dedicando tanta energía a sus múltiples proyectos, embarcándose en sus viajes a Londres y al Mediterráneo a pesar de que esta primavera celebraremos su sexagésimo sexto cumpleaños. Indudablemente, algunos de sus colegas siguen dando clase en la facultad después de los setenta si gozan de buena salud, pero intuyo que tiene intención de dedicar a su trabajo los últimos años que nos quedan juntos. Aunque tampoco es que haya hecho nunca otra cosa: su profesión ha estado siempre por delante, como debe ser, pero cuando el cordon quede por fin establecido, espero que podamos descansar.

Como Marcel se ha puesto del lado de su padre y de su hermano, he acabado por dar mi brazo a torcer en la cuestión del teléfono. Marcel dice que Antoine es tan aficionado a utilizar ese aparato, que sus amigos le conocen con el sobrenombre del Telephas, y mi lobezno desea tanto que nos demos de alta en la línea que no he podido negarme.

PARÍS, 13 DE SEPTIEMBRE DE 1900, JUEVES

Marie N. está en la ciudad y vino a vernos ayer. Después de haber salido durante tres noches seguidas, Marcel ha debido guardar cama con repetidos brotes de insuficiencia respiratoria y no estaba levantado a las tres, cuando ella ha llegado. Hemos tomado el té juntas y hemos disfrutado de una charla encantadora sobre su trabajo en Londres —ha convencido a una nueva galería para que exponga algunas de sus esculturas— antes de que yo fuera a ver si Marcel estaba en condiciones de recibirla. Él me ha pedido encarecidamente que la llevara a su habitación, pero yo no estaba segura de que eso fuera lo más apropiado, sobre todo para una joven británica, pues los ingleses son a menudo más puntillosos sobre estas cuestiones que nosotros, los franceses, aunque es cierto que con el torso oculto bajo dos suéteres a pesar del calor reinante y con el resto bien tapado por las sábanas, difícilmente podría haberse calificado de indecente a Marcel. He acompañado dentro a Marie, y se ha quedado un par de horas. Llevaba consigo varios libros y Marcel estaba muy ansioso por disfrutar de la ventaja de las instantáneas respuestas de Marie a sus múltiples preguntas. Me gustaría saber qué habrá pensado Marie de él al encontrarle acostado a las cuatro de la tarde con las sábanas cubiertas de papeles, las cortinas corridas contra el sol, y el fuego ardiendo en la chimenea mientras el termómetro marcaba todavía veintisiete grados.

Marcel ha estado consultando a menudo con Robert de Billy, cuyo inglés es sin duda mejor que el mío y que conoce a la perfección su arquitectura gótica. De Billy resulta especialmente útil en lo que concierne a todas esas partes de los arcos y de las puertas que, para desesperación de Marcel, yo confundo constantemente.

Ayer vino a verme la viuda de Faure. Ha sido una negligencia de mi parte no haberla invitado antes, pues sin duda han pasado ya varios meses desde que dio por finalizado su duelo. Tiene muy buen aspecto y, aunque suene horrible, la percibo liberada por la muerte de su esposo. Me ha encantado mostrarle nuestro precioso nuevo hogar. ¡Y ella ha admirado, como es de rigor, todas sus maravillas!

PARÍS, 19 DE OCTUBRE DE 1900, VIERNES

A pesar de que el verano ha quedado definitivamente atrás, ¡podemos consolarnos de este descenso de las temperaturas con el teléfono! Los hombres tardaron prácticamente toda la semana pasada en instalar todos los cables —metros y metros de cableado—, y dedicaron la mayor parte del día de ayer a colocar el instrumento en el hall. Mentiría si dijera que es un aparato elegante, pero supongo que terminaremos por encontrarlo útil. Marqué el número de los Catusse a última hora de ayer simplemente para anunciar a Marie-Marguerite que la familia Proust estaba por fin oficialmente preparada para afrontar el siglo XX. Marcel está prendado con la idea de poder llamar por teléfono a sus amigos el día de una soirée para asegurarse de la hora en que estos piensan aparecer o con la posibilidad de llamar a una anfitriona para darle las gracias por el baile de la noche anterior, y ya ha intentado llamar a Antoine. Le he comentado que podría satisfacer perfectamente esas misiones con el habitual petit bleu (de hecho, está constantemente mandando a Jean a la oficina de correos con mensajes para este o aquel). Dick, que se ha encargado de supervisarlo todo, le ha defendido fervientemente y ha dicho: «¡Ya verás, Maman: pronto no habrá tubos neumáticos, solo cables telefónicos!». Anoche advertí a Adrien durante la cena de que será mejor que se ande con cuidado o el instrumento jamás estará disponible para sus llamadas profesionales.

Jean estaba muy intrigado por toda la instalación y ha dicho: «Bueno, madame, cualquier aparato que nos evite salir a hacer recados hará más eficiente el ménage». Aun así, creo que quizá le parece que pierde mucho tiempo contestando al aparato y anotando mensajes. Félicie jura que no piensa tocarlo. Le he pedido a Marie-Marguerite que nos llame simplemente para probarlo, pero le ha llevado un buen rato ponerse en contacto con nosotros, de modo que cuando el timbre por fin sonó, nos habíamos trasladado al salón y ha habido una considerable carrera hasta el hall para contestar. Marcel ha sido el primero en llegar, pero no ha podido oír nada de lo que ella decía debido a los múltiples crujidos de la línea. Por fin, se ha cansado y ha colgado; pero Dick estaba tan ansioso por poder disfrutar de su turno que hemos tenido que volver a llamarla e intentar el experimento de nuevo, afortunadamente con mejor resultado esta vez.

PARÍS, 10 DE NOVIEMBRE DE 1900, SÁBADO

Tan pronto Marcel se ha recuperado de su resfriado ha salido a cenar con sus célebres amigos. A veces me gustaría saber si a estas alturas levantaría su sombrero a algún hombre que no tuviera un «de» o un «du» en el apellido. Está encantado con el grupo de De Brancovan: el hermano de madame de Noailles y compañía. Siempre tengo una ligera sospecha, y quizá sea una muestra de desagradecimiento de mi parte, pero me pregunto si no consideran a Marcel un objeto digno de curiosidad más que otra cosa. Se burlan de nuestro trabajo sobre Ruskin porque carecen de esa suerte de proyectos. En fin, no es un grupo con la menor pretensión erudita, con excepción de madame de Noailles y su poesía, naturalmente, y hasta cierto punto también con la excepción de Constantin. Sin embargo, todos sus amigos carecen por completo de vocación. No son más que un puñado de hombres cultos desaprovechando sus cerebros porque su riqueza jamás requiere de ellos que se centren en una profesión. Aunque supuestamente Antoine entrará en el cuerpo diplomático rumano, hasta la fecha su vida parece consistir en unas largas vacaciones.

Al parecer cenan fuera todas las noches, y Marcel despierta siempre a los criados para que cumplan sus órdenes cuando llega a casa. Ayer intenté decirle que esto no es un château en el que los criados duermen al pie de nuestros lechos. El escándalo que hizo anoche cuando regresó logró despertarme de un sueño profundo. Aunque me alegra verle nuevamente recuperado, me gustaría que respetara unos horarios más cabales. Georges dice que me preocupo demasiado, y que si no me gustan sus horarios, Adrien y yo simplemente deberíamos darle una asignación adecuada para que pudiera establecerse en su propia casa. Es una propuesta del todo descabellada. Lo dijo ayer durante la cena simplemente para poner fin a mis quejas.

Una carta encantadora de Marie, que debería estar de regreso con nosotros el día de Año Nuevo, o al menos en casa de sus primos, los Hahn, ¡y visitarnos lo antes posible sin hacer sentir a la querida madame Hahn que su casa no es más que una pensión para los amigos de los Proust! Estamos rebosantes de preguntas sobre Ruskin.

PARÍS, 8 DE ENERO DE 1901, MARTES

Ayer por la tarde vino a visitarnos Marie con algunas notas para Marcel (las respuestas a sus últimas preguntas) y, como él todavía no se había levantado, me hizo compañía durante un rato. Me habló del deleite que provocan en ella las gárgolas de las catedrales y el hecho de haber reparado en que en realidad no son en absoluto imágenes cristianas, sino pequeñas bestias paganas que se remontan a las creencias populares previas a la religión de los sacerdotes. Acto seguido pasamos a comentar el modo en que, en calidad de judías o de librepensadoras —pues es así como Marie se define a sí misma—, podemos considerar Amiens. Marie es de la opinión de que el protestantismo de Ruskin le hacía más sensible a la belleza del arte católico porque, como hombre ajeno a la fe, su mirada era más perspicaz. Estuve de acuerdo con ella en que nuestra posición de apreciación y de respeto estéticos era preferible a la de quienes profesan una fe ciega, pues estos quizá no pueden distinguir entre la gracia y el honor de una Virgen gótica, con su manto profusamente plisado y esas manos cuidadosamente entrelazadas y exquisitamente labradas en la piedra, y los excesos de una espantosa Pietà descuidadamente pintada la semana pasada en un estudio parisino. Aun así, tuve que apuntar que el catolicismo de Marcel —que, aunque quizá resulte más sentimental que ferviente, es en todo caso una clara muestra de apego— no ha interferido en su apreciación. Al contrario: su familiaridad con la Iglesia siempre ha alimentado el amor que siente hacia su arte. Resumí todo esto en una breve nota a Marcel, pues salí a cenar con Georges y con Émilie y él todavía no había aparecido cuando llegó la hora de irme. No le he visto esta mañana, pero me dejó una respuesta en la que decía que ha dormido mal debido a una corriente de aire que se colaba por debajo de la puerta y que quería una colcha adicional para su habitación.

PARÍS, 20 DE ENERO DE 1901, DOMINGO

Últimamente me pierdo en la lectura de Ruskin: sus vertiginosas frases escapan a mi comprensión al tiempo que la descripción de una gárgola situada en el pórtico de la cara este o del contrafuerte del transepto da pie a otros discursos. Antes de darme cuenta se inicia una discusión sobre la naturaleza del hombre mientras, confundida, sigo con la mirada perdida en una virgen de piedra de la catedral de Amiens.

Ni que decir tiene que mi inglés no es todo lo bueno que cabría desear, de modo que el texto de Ruskin me resulta ligeramente difuso, fluido y lejano. Y sin embargo aquí, en esta otra lengua, podemos probar otras cosas del mismo modo que cuando estamos de vacaciones probamos un plato nuevo o nos desprendemos de un corsé.

Además, cuanto más persevero más me invade una sensación de promesa. Marcel está tan solo unas páginas por detrás de mí, intentando entre jadeos ponerse al día con mi traducción. Yo trabajo diligentemente durante el día; él, febrilmente durante la noche. Yo he abandonado cualquier otra lectura y el tiempo sigue frío, de modo que la magnificencia del exterior no me tienta. El proyecto se realizará.

Réaliser. Si bien es cierto que a veces utilizamos el verbo «realizar»[4] —este proyecto no puede realizarse sin un firme compromiso, etc.—, mientras escribo la palabra sé que «completar» o «llevar a cabo» serían mejores elecciones, pues el oído anglófono capta antes el significado de ambos términos[5]. A pesar de que los francófonos toman prestado en ocasiones el significado inglés y utilizan réaliser en vez de «comprender», «reconocer» o «captar»[6], su uso es chapucero y sin duda debía de resultar desconocido a madame Proust. «El proyecto se realizará», o «completaremos el proyecto».

Picoteo estas palabras, arrancándolas para ustedes y rechazando las que presentan alguna magulladura, apilándolas como bayas en una cesta. ¿Qué hacer con este rico botín? ¿Qué proyecto tengo aquí completado?

El lenguaje es un velo que me separa de la experiencia. Soy una avergonzada poseedora de mi inglés y de mi francés, y me regodeo con mi dominio de un extravagante coloquialismo en el caso del primero o de una laberíntica construcción en el del segundo como una niña que desfila sobre los zapatos de tacón de su madre. Hablo siempre con firme fluidez aunque las palabras son más un logro que un hogar.

El inglés cuenta al menos con el doble de vocabulario que el francés, y ofrece siempre a quien lo habla la posibilidad de elegir entre el anglosajón y la construcción de raíz latina. ¿Prefieres «empezar» tú o mejor «comienzo» yo? Hablar inglés es escoger cada palabra cuidadosa, inteligente, metódica y lentamente, pues el significado se encuentra en su vocabulario, transmitido en la elección de «barato» en vez de «asequible», «empujar» en vez de «propinar un empellón», o «amar» en vez de «apreciar». En francés, las posibilidades de elección son limitadas y el campo más restringido, pero el juego resulta más expedito y sutil. El significado radica en la sintaxis y en el orden en que colocamos las preciosas sílabas de las raíces latinas. Las decisiones deben tomarse tanto con ligera premura como con perspicaz anticipación: en cuanto nos embarcamos en una frase y hemos elegido una ruta y un mensaje, no hay vuelta atrás ni posibilidad alguna de hacer un alto y buscar una palabra distinta, pues existe solo una palabra correcta y la búsqueda presenta al interlocutor como un extraño a esta lengua.

Hablar inglés es cincelar figuras, imponentes aunque profusamente detalladas, en la solidez de la roca; hablar francés es componer sinfonías poéticas de sonidos que se derraman en cascada. Hablar una de las dos lenguas es vivir en una mansión; hablar las dos es saber que el lenguaje no es más que un juego. Los bilingües son donjuanes. Por haber tomado a dos amantes, están constante e inevitablemente engañando a la una y a la otra.

Max es consciente de ello de un modo instintivo y se desliza en ese estrecho hueco. Siempre que puede, juega entre ambas lenguas, hablando ahora en una y ahora en la otra. Él y yo mantenemos una amistad bilingüe, cosa que, según mi experiencia, resulta poco habitual. Normalmente decidimos: o formas parte de mis amigos ingleses o de los franceses, y seguimos fieles al idioma de nuestra elección a menos que nos veamos obligados a cambiar de lengua por la presencia de otros. Aunque no soporto hablar francés con mi madre, pues me resulta muy artificial, jamás hablaría inglés con mi padre a menos que mi madre esté también presente. Se impone una marcada sensación de que cada relación cuenta con su lengua natural, su lengua primera, por muy bilingües que sean sus miembros. ¿Prefieres que te conozca en inglés o que te conozca en francés? Decide.

Max y yo, sin embargo, ignoramos esta norma. Pasamos erráticamente de una lengua a la otra y él utiliza los cambios para deleitar y desestabilizar. Si es tarde y estamos hablando desganadamente de filosofía, él de pronto centrará mi atención en alguna particularidad, trasladando rápidamente la conversación al inglés. En el curso de una fría tarde, si estoy insistiendo en exceso en algún detalle doméstico antes de salir al cine o a alguna galería, él dejará de hablar en inglés para engatusarme y embaucarme en francés.

Y quizá haya elegido mi profesión movida por mi amistad con Max, o porque estoy atrapada en este juego. A mi padre le gustaría que completara mi eternizada licenciatura en Historia, que empezara a trabajar en su tienda de Crescent Street y aprendiera el oficio de anticuario. Lo intento durante un tiempo, aunque en vano. Soy incapaz de entender lo que un paisaje menor del siglo XIX colocado en el escaparate, con sus vacilantes nubes y ese estridente manto verde haciendo las veces de hierba, tiene que ver con Vermeer o con Caravaggio. Tampoco logro entender cómo el testarudo cliente con su traje de corte inadecuado es incapaz de apreciar la exquisita belleza de un cristal veneciano, que es mi artículo favorito de la tienda. Y por encima de todo, no entiendo el dinero. Por fin, mi padre tiene el buen tino de dar su brazo a torcer y no obligarme a permanecer en el negocio en contra de mi voluntad. Deja en cambio que estudie traducción en Ottawa y obtenga mi diploma de intérprete de conferencias, haciendo de mi confusión mi profesión y viviendo para siempre entre el lenguaje y el significado.

PARÍS, 10 DE SEPTIEMBRE DE 1901, MARTES

A la vuelta de vacaciones no nos espera ninguna nota de Ollendorff. Temo que jamás publiquemos nuestra traducción de Ruskin, aunque Marcel me asegura que estas cosas siempre avanzan despacio.

Mientras tanto, él se distrae siguiendo a Antoine y a sus amigos, que han añadido a su grupo a Bertrand de Fénelon. Marcel está visiblemente encantado con él y dice que tengo que conocerle. Se trata de un conde, naturalmente. Sin embargo, en cuanto me ve arquear una ceja, Marcel les defiende a todos y comenta que son partidarios de Dreyfus y que lo han sido desde el principio.

Adrien dice que debe visitar Londres al menos dos veces durante el otoño, ahora que por fin están estableciendo los parámetros de una oficina de higiene pública. Se muestra agradablemente sorprendido por el hecho de que los ingleses hayan accedido a que el cuartel general esté en París, una decisión del todo justa puesto que la idea es francesa.

PARÍS, 3 DE OCTUBRE DE 1901, JUEVES

Jubilosa noticia la que hemos recibido desde Londres. ¡Se ha llegado a un acuerdo y por fin tendremos nuestro cordon! Adrien estará de regreso el domingo para la cena.

Mientras tanto, estoy ansiosa por ver Pelléas et Mélisande mañana por la noche. A pesar del escepticismo que provoca en él la música de Debussy, Hahn me ha invitado con la promesa de que no perjudicará de antemano mi disfrute, aunque sí insiste en que mantengamos una sincera conversación musical al término de la velada.

PARÍS, 18 DE OCTUBRE DE 1901, VIERNES

Marie-Marguerite y yo por fin hemos disfrutado de nuestra prometida excursión al Métropolitain, desde la place de la Concorde hasta la Porte Maillot, donde hemos dado un pequeño paseo por el Bois antes de volver a casa. Dick se ha mostrado realmente divertido al saber que todavía no lo habíamos probado —sus amigos y él se comportan como si esa cosa llevara en funcionamiento desde hace siglos—, pero es que hasta la fecha no había visto necesario su uso y, a decir verdad, me atemorizaba un poco la idea de tener que bajar al subsuelo para desplazarme, de modo que había optado por mantenerme fiel a mis viejas costumbres. Aun así, mis prejuicios me han abandonado al entrar. Y si bien es cierto que esperaba encontrarme con un espacio semejante a una cueva, debo confesar que se trata de una instalación preciosa, limpia y nueva, dotada de las más modernas banquettes y con barandillas por doquier, por no hablar de la claridad de los letreros que anuncian las estaciones. Los vagones de segunda clase son verdes, y los de primera, de un color rojo chillón, y tanto unos como otros están llenos de toda suerte de gente decente. Ha cambiado por completo mi opinión.

La inauguración de la Oficina Internacional de Higiene Pública tendrá lugar el 12 de diciembre. Aunque ya se han empezado a instalar archivos y a contratar personal administrativo y demás, ese día en concreto tendrá lugar una ceremonia en la que, según Adrien, cortarán una cinta delante de la puerta de la oficina. El doctor está realmente complacido y espero que por fin pueda tomarse un descanso. Si los ingleses no hubieran sido tan estúpidos sobre todo este asunto, no se habría tardado tantos años en hacerlo realidad. Es un auténtico placer ver a Adrien reconocido por lo que ha hecho y estoy convencida de que el año que viene le nombrarán miembro de la Academia.

PARÍS, 13 DE NOVIEMBRE DE 1901, MIÉRCOLES

El frío está torturando a Marcel casi tanto como Antoine Bibesco, que vino ayer para decirle que Bertrand estará fuera durante el resto de la semana, pues ha salido unos días al campo y no podrá verle hasta el lunes como muy pronto. Estoy convencida de que Antoine disfruta con estas pequeñas intrigas, mientras que Bertrand es un hombre demasiado jovial como para ser realmente consciente de los juegos que se trae entre manos su amigo, por no hablar del terrible dolor que causan a Marcel con sus desconsideradas fanfarronadas y esas alegres correrías cuyo ritmo él no puede seguir. El ataque que sufrió el domingo fue feroz. Pasé gran parte de la noche a su lado y no creo que se levante de la cama antes del fin de semana. Si su carácter fuera menos dado a los excesos, quién sabe si habríamos ya vencido a su enfermedad.

PARÍS, 13 DE DICIEMBRE DE 1901, VIERNES

«Conquistar sin peligro es triunfar sin gloria», escribió acertadamente Corneille.

Ha sido magnífico. Una de esas ocasiones en que la ceremonia es sencilla porque el sentimiento es real. Apenas unas palabras por parte de los diversos médicos y una copita de champán, y henos allí, absolutamente entusiasmados, como si por fin hubiéramos alcanzado la cima de una inmensa montaña, cosa no del todo incierta. Simplemente la pequeña placa colocada en la puerta —Oficina Internacional de Higiene— ha acelerado el corazón.

Me he sentido muy orgullosa del doctor, que ayer estaba radiante, aunque el miércoles estuviera exhausto y esta mañana no se haya levantado aún. Para él ha significado mucho oír al doctor Thompson reconocer su reticencia inicial y a De Fleury celebrar sus incesantes esfuerzos. Adrien no necesita ser depositario de ninguno de los elogios que amontonan sobre los Curie ni de que bauticen con su nombre ningún instituto, como en el caso de Pasteur. Le basta con el simple reconocimiento de lo que ha conseguido no solo para Francia sino para toda la humanidad.

Yo me había puesto mi vestido azul. Eugénie había hecho un trabajo impecable arreglando la manga. Dick, que aunque todavía no es miembro de pleno derecho de la fraternidad, no tardará en serlo, estaba feliz de estar allí. Marcel se recupera aún de su excursión con Antoine y estaba demasiado enfermo como para poder asistir. El miércoles por la tarde todo parecía indicar que había reposado lo suficiente como para poder levantarse ayer, pero sufrió un ataque de insuficiencia respiratoria durante la noche y me dejó una nota en la que me pedía que no le molestara. Quizá haya sido mejor así, pues sé cuánto le afecta ser testigo del éxito de su padre, y no debido a una cuestión de celos sino simplemente porque sabe hasta qué punto supone una decepción para sus afectuosos padres el hecho de que él jamás llegue a conseguir una preeminencia semejante en una profesión de su elección.

No hemos recibido respuesta alguna de monsieur Ollendorff sobre nuestro Ruskin. Aunque yo me desespero, Marcel dice que lo intentará con el Mercure de France.

PARÍS, 29 DE MARZO DE 1902, SÁBADO

Una Pascua tranquila. Dick ha recibido una invitación para pasar estos días en una casa de campo y Marcel estuvo ayer fuera durante todo el día viajando en coche a Senlis y a otras iglesias de la zona y ahora guarda cama aquejado de un simple resfriado. Al parecer ha contagiado a todos sus amigos de su aprecio ruskiniano por el gótico, pues Antoine y Bertrand de Fénelon le acompañaron, junto con Robert de Billy y Georges de Lauris. Robert es sin duda de gran utilidad, pues es un gran erudito y puede evitar los excesos de conducta de Antoine y de Bertrand. Según dice Marcel, actúan bastante tontamente cuando están juntos y no dejan de reírse, lo cual a fin de cuentas no resulta un comportamiento en absoluto adecuado en una catedral en Viernes Santo. Al parecer, a pesar de que de Lauris no muestra el menor interés por la arquitectura ni por la religión, ¡le llevaron con ellos a regañadientes porque se ha enamorado de una mujer casada y necesita distracción!

Sin duda alguna, no es la piedad el motivo de sus visitas a las iglesias. Marcel no tiene intención de ir a misa mañana, y Adrien tampoco, pues cada vez está más lejos de la fe, supongo que porque ya no se siente en la obligación de llevar a los chicos ni de ser un ejemplo para ellos. Desde luego, no me corresponde a mí recordarles su lugar en su religión, como tampoco puedo presentarme como ejemplo de lealtad hacia la mía. Aun así, seamos o no creyentes, mañana Adrien y yo cenaremos un buen plato de cordero. Suzanne así nos lo ha prometido.

PARÍS, 11 DE ABRIL DE 1902, VIERNES

Por fin podemos decir «el doctor Robert Proust». Anoche habíamos planeado cenar en el Ritz para celebrarlo, pero Marcel sufrió por la tarde un ataque terrible, de modo que decidí quedarme con él en casa mientras Dick y su padre salían a cenar. A pesar de que insistió en que le dejara a solas en casa, cuando me he despertado esta mañana, me había escrito una nota absolutamente lastimera en la que describía sus síntomas y en la que sugería a su padre que al menos le recetara algo para el dolor de oído, que, según dice, ha empeorado considerablemente desde el martes. Dick ha bajado a desayunar para describirme la cena. Los caballeros comieron ostras, langosta y perdiz, de modo que nuestra ausencia no logró contenerles. Incapaces de decidir si debían empezar con un Sauternes o con champán, ¡optaron finalmente por pedir los dos! Dick estaba ligeramente macilento debido al empacho, aunque maravillosamente feliz.

Deberíamos planear una cena a fin de que Dick reafirme sus contactos y le sirva de trampolín profesional. Aunque cuenta ya con el doctor Pozzi, cuyo apoyo es crucial, Adrien y yo acordamos que le beneficiaría mucho si pudiéramos hacer gala de ese apoyo en sociedad.

PARÍS, 16 DE ABRIL DE 1902, MIÉRCOLES

Adrien está terriblemente alarmado a causa de las medidas contra el clero propuestas por el Gobierno y anoche, durante la cena, se enfadó mucho con los Cruppi porque monsieur les defendía. Dice que se trata simplemente de una muestra de rencor por parte de los partidarios de Dreyfus, pero monsieur Cruppi argumentó que ya era hora de separar de una vez por todas Estado e Iglesia. De hecho, llegó a afirmar que el Gobierno no está yendo todo lo lejos que debería. Ambos se enardecieron mucho con la cuestión, y vi que Louise se avergonzaba de ello, porque entendía que no se debe discutir de ese modo cuando estamos en familia. Supongo que no se habían dado cuenta de que Adrien había sido contrario a Dreyfus, y es que como Marcel y Dick fueron en su día muy activos en la causa, han puesto a toda la familia Proust la etiqueta de dreyfussard. Aunque a mi prima la política le trae sin cuidado, a su marido le pudo la rabia hace unos años a causa del asunto del ejército y anoche estaba realmente encendido. En esta ocasión, sin embargo, tengo que darle la razón a Adrien, como sé que lo hacen también los muchachos. Resulta cruel y peligroso castigar a toda la institución por las opiniones de ciertos clérigos que no son de ningún modo merecedores de la Iglesia a la que pertenecen. Aun así, Adrien no debería hacer tanto hincapié en su catolicismo en el curso de esta suerte de discusiones: con ello no hace sino insinuar que los miembros de mi familia son incapaces de comprender debido a la raza de nuestros abuelos.

Louise nos sirvió un conejo con salsa de mostaza absolutamente delicioso, y un brie excelente, de modo que al final la comida y el vino consiguieron compensar nuestras diferencias.

PARÍS, 10 DE MAYO DE 1902, SÁBADO

Ayer por la tarde fui con Dick a ver el apartamento que se está planteando alquilar. La habitación delantera que podría utilizar para recibir a sus pacientes es pequeña, aunque está hermosamente amueblada, y las demás, especialmente el salón, son luminosas y agradables. Resulta altamente satisfactorio para un joven médico, pues sugiere comodidad sin caer en la extravagancia, lo cual debería reflejar el tono de su nueva clientela. Aunque entiendo que le ha llegado la hora de independizarse, cuesta ver a uno de mis oseznos ya mayor, y me rompe el corazón pensar que no tardará en marcharse de casa.

Marcel, que puede llegar a resultar sobradamente desdeñoso con su hermano menor, me apremia a que preste más atención a su consejo para tratarme el reumatismo, y ha consultado con el propio Dick la posibilidad de someterse a hipnosis para tratar sus ataques, una medida que tanto Dick como su padre califican de potencialmente útil. Dicen que los alemanes han obtenido buenos resultados utilizando el tratamiento hipnótico para tratar lo que ellos consideran enfermedades nerviosas… y creen cada vez más que las enfermedades que implican hipersensibilidad e incapacidad para adaptarse a los requisitos de la vida diaria se encuadran en esa categoría. Efectivamente: siempre hemos creído que Marcel necesita ejercitar más autocontrol en todas las áreas de su vida.

Este fin de semana Dick ha vuelto a marcharse al campo a visitar al clan de los Dubois, a los que su padre le ha presentado recientemente. Aun así, cenó con nosotros anoche en compañía de su tío. Suzanne preparó un asado de cerdo en honor de Georges, relleno de manzanas y ciruelas, como a él le gusta. Nos reímos al imaginar lo que Papa habría pensado al vernos. Cierto es que a menudo comía en hogares católicos y que me permitió casarme con Adrien, aunque solía también bromear diciendo que si la comida de los judíos era distinta eso se debía simplemente a que así evitaban la tentación de socializar con los gentiles. A pesar de que Maman y él no eran demasiado religiosos, jamás habrían comido cerdo en casa, y por supuesto nuestros abuelos y nuestros bisabuelos respetaban las leyes que rigen la dieta. En fin, yo no tengo una cocina kosher y mis nietos serán cristianos. A veces me entristece un poco pensar que Marcel y Dick han perdido una herencia cultural que ellos a su vez habrían legado a sus hijos.

PARÍS, 16 DE JUNIO DE 1902, LUNES

Debemos controlar de cerca las malas costumbres de Marcel, de modo que le he dicho a Jean que no quemaremos más leña hasta octubre. Anoche volvió a las tres y llamó para pedir que le encendieran la chimenea porque encontró frío su dormitorio. Le he dejado una pequeña nota en la que comento su comportamiento, pues me parece tremendamente egoísta. No se marchó a casa de madame Lemaire hasta muy tarde, cometiendo con ello una injusticia con Bertrand, que había vuelto a las nueve y esperaba pacientemente a que Marcel se vistiera. Los jóvenes desean siempre provocar una buena impresión, e indudablemente a Bertrand le habría gustado llegar a la velada mientras los demás invitados estaban aún allí, sobre todo teniendo en cuenta que iban a presentarle a la anfitriona. Amonesté a Marcel para que se diera prisa y me disculpé con Bertrand, cuyos modales son siempre impecables y cuya disposición es siempre dinámica y alegre; aunque fue en vano, pues no se marcharon hasta después de las once. Y esta mañana Jean me ha contado lo sucedido con el fuego de la chimenea.

Dick me informa que ha decidido pasar tres semanas en casa de los Dubois el mes que viene. Espero que sea la prima quien ejerce sobre él tamaña atracción.

PARÍS, 21 DE JUNIO DE 1902, SÁBADO

Marcel ha tirado la toalla con monsieur Ollendorf y después de las iniciales averiguaciones ha escrito una carta al Mercure. Aunque todavía le faltan por hacer algunas correcciones al manuscrito, no necesitan ver más de un par de páginas para reconocer la calidad de su francés. Estoy ansiosa por ver el momento en que Marcel triunfe por fin en esta pequeña empresa. El mes que viene cumplirá treinta y un años y no debe de ser fácil ver cómo su hermano abre consulta y emprende su propia carrera mientras es tan poco lo que él consigue.

Max está al teléfono hablando con su madre. Aunque no me ha dicho que se trata de ella y yo no llego a oír su voz con claridad, a juzgar por el modo en que asciende y desciende el débil graznido que brota del auricular, entiendo que su interlocutora le está sometiendo a un fusilamiento de sílabas en un francés parisino. Y a juzgar por su actitud de resignado fastidio, adivino que quien le habla es su madre. Max responde durante un rato en la lengua de ella antes de cambiar al inglés.

—Todavía no lo he decidido…

Sigue una respuesta furiosa.

—Ya, bueno, lo pensaré…

Estas llamadas telefónicas llevan produciéndose desde hace varias semanas. Lo sé porque a veces he sorprendido a Max zanjando la conversación al ir de visita a su apartamento durante el fin de semana, y otras veces he oído los mensajes de su contestador a la vuelta de una de nuestras salidas.

Maxime, c’est Maman. Appele moi donc. Il faut qu’on discute de ça, quand même.

Max tarda en devolverle la llamada; y en este momento está colgando.

—Voy a colgar…

Otro estallido de sonido.

—No, en serio. Ya hemos hablado de esto. Voy a colgar. Adiós.

Cuelga y se queda sentado en silencio durante un instante, aparentemente derrotado por la conversación.

Max amenaza con dejar la facultad de Medicina. Bueno, lleva amenazando con abandonar la facultad de Medicina desde que le conozco, antes incluso de matricularse. No parece ocurrírsele nada mejor que hacer para ganarse la vida. Un verano consiguió trabajo en un quiosco de información del Royal Ontario Museum y habla de estudiar Historia del Arte a tiempo completo, aunque tan solo tiene nociones difusas y románticas sobre lo que pueda venir después.

—Podría trabajar como conservador de museos o algo así —dice.

—Hay que tener un doctorado para poder ser conservador. Y eso supone, como mínimo, otros cinco años después de haber terminado un máster, y tú ni siquiera tienes los créditos suficientes para poder entrar en un máster de Historia del Arte. Y además, tampoco hay trabajo en los museos.

—Hablas como mi madre: nunca hay trabajo, vamos a morirnos todos de hambre… Claro que podría trabajar en un museo sin un doctorado.

—¿Haciendo qué?

—Bueno, en el mostrador de información o algo parecido… podría trabajar de guarda.

—Max, ni se te ocurra plantearte la posibilidad de pasarte la vida ocupándote del trabajo duro de un museo.

—Por lo menos podría mirar los cuadros todo el tiempo.

—Ya, claro. Ya te imagino trabajando de guarda, mirando todo el día los cuadros hasta que te echasen porque algún crío habría puesto los dedos en un Van Gogh sin que tú lo vieses.

—Sí —responde, riéndose—. Estaría demasiado ocupado con los Caravaggios y con los Grecos.

Max está pasando por una fase barroca en sus gustos pictóricos.

—Pero no, Marie, hablo en serio.

—Muy bien. Entonces deja la facultad de Medicina. Si no te hace feliz, no deberías estar allí. Pasaré por McGill el lunes antes de regresar a Ottawa. Puedo pasar por el departamento de Arte y traerte el programa de estudios.

—No tengo por qué convertirme en conservador de museo. También podría tener una tienda como tu padre, o una galería.

—Bueno, ya sabes que puedes comentarlo con él siempre que quieras.

Estoy celosa de las compañías de Max y me gustaría tenerle para mí sola. Aunque mis padres le han visto tan solo un par de veces —se lo presenté en la fiesta que dieron por Navidad, o quizá fue el día de inauguración del curso en la facultad de Medicina, y charlaron brevemente durante alguna de las escasas ocasiones en que le permití que viniera a buscarme a casa—, les parece un chico encantador.

—Mis padres no paran de preguntar por ti. A mi padre le encantaría contarte todo lo que quieras saber sobre la empresa…

Pero Max no insiste en el tema, no investiga sobre ninguna de las carreras relacionadas con el arte y sigue yendo a sus clases como siempre; hasta que pasen unos meses y vuelva a anunciar, una vez más, que le asquean sus compañeros de clase y sus mediocres profesores, y que el año que viene no tiene intención de continuar con sus estudios de medicina.

No estoy segura de por qué sigue con este juego. Quizá busque simplemente torturar a su madre. Dice que si se matriculó en la facultad de Medicina fue por culpa de la presión familiar, y parece haber adoptado una estrategia de desgraciado conformismo como forma de castigar a su madre sin llegar a desobedecerla. Es como si por un lado quisiera poner a prueba los límites de su conformidad con los planes de ella y por otro no tuviera el valor necesario para hacer otros.

Pero esta vez Max habla en serio. Ha decidido dejar definitivamente la carrera, de ahí las recientes llamadas que ha estado recibiendo. El próximo mes de septiembre debería empezar con su residencia. Atrás han quedado tres años de clases y de exámenes; Max ha terminado prácticamente la fase teórica. Se licenciará y dará entonces comienzo la actividad hospitalaria propiamente dicha. No tendría sentido padecer las largas horas en las plantas y las noches de guardia para luego abandonar la profesión. Esta vez está decidido, no buscará un hospital donde hacer la residencia… o al menos eso es lo que le dice a su madre cuando ella le encuentra en casa.

Aunque no conozco a la mujer, la voz irritable que habla desde Toronto al otro lado de la línea, intentando desesperadamente controlar a Max, me produce lástima, y por algún motivo veo en ella una frágil belleza, una mujer joven con el pelo tan negro como el de Max. Ni que decir tiene que debe de tener la edad de mi madre y que a buen seguro la edad le está tiñendo de canas el pelo. ¿Qué aspecto tiene la señora Segal y qué es realmente lo que provoca en ella semejante ansiedad?

—Se preocupa por ti. Supongo que es normal.

De visita en Montreal durante el fin de semana, he estado haraganeando en el pequeño apartamento de Max, intentando no fisgonear, pero al verle tristemente sentado en silencio durante un buen rato después de haber colgado el teléfono, dejo de fingir que no sé quién le ha llamado.

Max no me contesta.

Intento ver el lado positivo:

—Puedes hacer el bien siendo médico. Puedes ayudar a la gente.

—Vamos, Marie —responde, exasperado—. Se trata del dinero. Eso es lo único que les mueve. No tengo la menor intención de ser parte de esa comedia burguesa.

—Ya, pero tendrás que ganarte la vida de alguna manera.

—Sí, hay que ser normal, hay que ganarse la vida de alguna manera, hay que encajar… —su voz suena cada vez más sarcástica. Yo tan solo intentaba ayudar, y su tono me ha herido.

—De acuerdo, si es así, mejor que lo dejes, por el amor de Dios —respondo no sin cierta rabia.

—Ya, bueno, no sé. Puede que lo haga.

Max flirtea con la rebelión.

PARÍS, 24 DE SEPTIEMBRE 1902, MIÉRCOLES

Pues bien, ha ocurrido lo que esperábamos. La gran noticia. Dick llegó a cenar anoche radiante y visiblemente orgulloso, se irguió con dignidad —se parece mucho a su padre cuando quiere darse importancia— y anunció que ha recibido la promesa de matrimonio de mademoiselle Dubois-Amiot. Yo suponía que la noticia estaba al caer y que Dick había pedido consejo a su padre, aunque Adrien no me lo dijo directamente. Al parecer, esta última visita a casa de los Dubois realmente terminó de confirmar el mutuo afecto que les une, y este verano Dick ya había estado calculando cuándo podría asumir sus responsabilidades domésticas. No quiero decir con esto que la novia no vaya a aportar su parte… De hecho, según me asegura Dick, la familia se está mostrando ya generosa con la dote. La conoceremos el domingo que viene. A pesar de que pueda parecer ridículo que todavía no conozca a la joven dama, ya no frecuento la sociedad tanto como debiera, de modo que no conozco a la familia. También iré a visitar a su madre la semana que viene.

Acabo de terminar una breve carta a Bertrand y mandaré a Jean al correo de inmediato. Ya que he decidido hacerlo, lo mejor será llevarlo a cabo de una vez. Se trata tan solo de una breve nota en la que le pido encarecidamente que pase a ver pronto a Marcel, pues este tiene su amistad en muy alta estima. Aunque no le diré a Marcel que le he escrito ni que quizá soy tan mala como los propios muchachos, que siempre andan envueltos en toda suerte de intrigas, me ha parecido que las peticiones de una madre deben de servir para algo. Marcel está realmente molesto por no haber vuelto a ver a Bertrand desde que ambos regresaron de Trouville. De hecho, está en cama desde entonces, y ha tenido a Félicie mimándole sin descanso durante todo el día de ayer, sin importarle que le haya dicho en innumerables ocasiones que Félicie es demasiado mayor para que la tenga sirviéndole de ese modo.

PARÍS, 30 DE SEPTIEMBRE DE 1902, MARTES

Hoy nos hemos enterado con profundo pesar de la muerte de Émile Zola. Francia jamás olvidará el coraje que mostró al hacer objeto de público debate una flagrante injusticia en un momento en que tan solo se susurraba su existencia en los pasillos. Es triste que el gran hombre haya muerto sin haber visto proclamada la inocencia de Dreyfus (según dicen, sigue luchando por demostrar su inocencia, aun a pesar de haber aceptado el perdón, y el asunto sigue en manos del Departamento de Justicia. Esas cosas son terriblemente lentas: la burocracia no siente ninguna simpatía por la miseria humana que su interminable maquinaria puede llegar a causar). Marcel participará en el cortejo oficial y ha ido a Sandford y Merton —pues es así como Dick siempre les llama— para comprarse un nuevo abrigo negro, pues el viejo está hecho un auténtico desastre y sin duda deshonraría al hombre si decidiera ponérselo para el cortejo. Dicen que murió debido a un escape de gas en su habitación, ya que la chimenea no tiraba correctamente. Adrien advierte constantemente a Marcel sobre los peligros de esas cosas, y le ha aconsejado que deje una ventana abierta incluso en invierno. Espero que Marcel le escuche.

Marie planea quedarse en Francia hasta después de Año Nuevo, de modo que nos bendecirá con sus visitas durante todo el otoño. Ayer por la tarde entró a verme al salón para felicitarme por el compromiso de Dick.

PARÍS, 1 DE OCTUBRE DE 1902, MIÉRCOLES

Es muy hermosa y muy cortés, aunque también muy distante. Quizá se haya sentido intimidada. A ojos de la hija de un corredor de bolsa, una ilustre familia de médicos quizá le resulte especialmente elevada a causa de su vocación, por mucho que los Amiot sean a todas luces gente acaudalada y la rama Dubois de la familia lo sea más aún. Ha estado silenciosa durante la cena, aunque no ha sido descortés en ningún momento. Me hace pensar en lo que madame de Sévigné dijo de su nueva nuera, y creo que aunque no tenga prisa alguna por complacernos, lo hará con el tiempo.

Marcel no fue de mucha ayuda, pues estuvo charlando intensamente y dedicándole cumplidos realmente estúpidos durante la primera mitad de la noche para luego, antes de que llegáramos al postre, levantarse de la mesa, quejándose de dolor de cabeza, y retirarse visiblemente pálido. No hay duda alguna de que a ella le resultó cuanto menos peculiar. En fin, en los años venideros ella se convertirá en nuestra Marthe y toda esta extrañeza parecerá muy lejana en el tiempo.

Bertrand está de nuevo entre nosotros, y ahora Marcel quiere viajar a los Países Bajos con él en pictórica peregrinación, y le ha pedido el dinero a su padre. Mientras tanto, comenta su traducción con el hermano de Anna de Noailles, el muchacho de los De Brancovan, intentando que le dé algún consejo para su publicación.

PARÍS, 7 DE OCTUBRE DE 1902, MARTES

Esta mañana ha llegado otra carta de Marcel, ésta más informativa. Bertrand y él están encantados con Brujas y con el arte. Dice que es una pequeña Venecia, con todos sus maravillosos canales en miniatura, y lamenta que a Ruskin le desagradara tanto el arte flamenco como para no haber visitado nunca la ciudad. (No estoy segura de que no llegara nunca a visitarla, y debo comprobarlo. Creía que el gran tour con su pobre esposa había incluido Brujas o Bruselas, aunque Marcel parece opinar lo contrario.) Dice que la humedad sigue dejándole ligeramente sin aliento, aunque afortunadamente no ha sufrido ningún ataque. Bertrand le ha estado obligando a levantarse a una hora razonable. ¡Bravo! A estas alturas deben de estar en Ámsterdam. He estado pensando en la tapicería roja para Marthe y Dick.

PARÍS, 9 DE OCTUBRE DE 1902, JUEVES

La carta ha llegado esta mañana, al hilo del telegrama de anoche. Adrien está muy enfadado y no se ha dejado ablandar por el relato de Marcel, que por otra parte entiendo que no se ha creído. Sospecho que cree que Marcel simplemente ha gastado mucho más dinero del que tenía previsto y que se ha inventado el robo. Aun así, acaba de pasar por la oficina de correos de camino a la facultad para enviarle el dinero por cable. Es una gran suma para haberla perdido. Realmente no sé qué pensar.

PARÍS, 7 DE NOVIEMBRE DE 1902, VIERNES

Adrien dice que lo único que podemos hacer es volver a dar a Marcel una asignación fija y no darle más dinero cuando se la gaste, aunque sea mucho antes de fin de mes. Estoy de acuerdo en que probablemente sea la única forma de disciplinarle y de enseñarle el valor del dinero. Ahí está Dick, gestionando su propia empresa y planeando crear un hogar, manteniendo conversaciones de hombre a hombre con el padre de Marthe, mientras nosotros ni tan siquiera podemos confiar en que Marcel, que ya pasa de los treinta años, no dará una propina tan extravagante al ayudante del sastre que nos avergüence dejarnos ver de nuevo en su tienda, por temor a que crean que sus actos responden a motivos impropios.

El doctor hablará con él esta noche.

PARÍS, 11 DE NOVIEMBRE DE 1902, MARTES

Creía que Marcel se había tomado bien la sugerencia de la asignación, y habíamos acordado que empezaríamos a aplicarla el 1 de diciembre, pero tendría que haber imaginado que no sería así y que lo pagaría conmigo y no con su padre. Ayer, cuando desperté, entré en su cuarto para amonestarle por haber vuelto a despertar a Marc anoche para que le avivara el fuego de la chimenea y se enfadó mucho conmigo y dijo que el doctor y yo no le tratamos como a un adulto y que siempre preferimos a Dick, lo cual es una auténtica tontería. Lo que ocurre es que en este momento estamos muy ocupados planificando la boda.

Marcel me acusó de no respetar sus sentimientos y de no reconocer la delicadeza de su estado debido a la pérdida de la compañía de Antoine y a que también está perdiendo la de Bertrand. Si bien es cierto que la decisión que ha llevado a Bertrand a aceptar el puesto en la embajada de Constantinopla ha afectado profundamente a Marcel, es impensable esperar que nuestros amigos alteren sus planes profesionales en aras de la amistad. Eso fue lo que le dije, un comentario que él se tomó muy amargamente, diciendo que yo no entendía lo precioso que había sido para él el viaje a los Países Bajos y lo decepcionado que estaba al saber que Bertrand había decidido marcharse después de eso. Cometí el error de responderle que quizá entendería mejor la elección de Bertrand si comprendiera el valor de una profesión, y en ese momento él dijo algo espantosamente vindicativo y cruel. He dado orden al servicio que dejen de atender sus llamadas.

PARÍS, 15 DE NOVIEMBRE DE 1902, SÁBADO

Georges dice que al presidente le traen sin cuidado las medidas tomadas contra la Iglesia, aunque entiende que no puede contar con quienes le apoyan a menos que siga adelante con ellas y logre que le vean castigando a los anti-dreyfussards aunque se vean perjudicadas personas inocentes. A decir verdad, estamos todos profundamente cansados de la política, de modo que no nos sorprende que el Gobierno actúe movido por conveniencia y no por convicción. Adrien se limita a negar con la cabeza ante la estupidez de todo el asunto. Un poco de compasión en la victoria haría mucho más por curar las heridas de Francia.

Émilie tenía mucho mejor aspecto y disfrutamos de una deliciosa liebre gracias a Suzanne. Están encantados con la noticia de Dick y ansiosos por conocer a su futura sobrina.

Me mantengo firme en mi decisión sobre no permitir que el servicio atienda a las llamadas de Marcel.

PARÍS, 25 DE NOVIEMBRE DE 1902, MARTES

Estoy tan enojada con Marcel que le he quitado el pequeño escritorio portátil que perteneció en su día a Maman y en el que a él le gusta trabajar. Quizá haya sido una reacción vengativa de mi parte, pero su actitud es del todo intolerable. Ayer me pasé el día entero supervisando cosas para Dick y me senté con Marcel cuando se despertó para decidir entre los dos lo que podía ser más apropiado. Al principio, él utilizó subterfugios y empezó diciendo que a Marthe no le iba a gustar la tapicería roja y que no deberíamos regalarle ni esto, ni aquello. Intenté entonces hacerle entender que ella será ahora de la familia y que Dick está creando un hogar propio y no puede rodearse simplemente de los muebles elegidos por los Dubois-Amiot. Marcel se mostró entonces visiblemente resignado y dijo que el asunto le traía sin cuidado, cosa que tampoco resultó ser de mucha ayuda, pues realmente pretendía contar con su opinión sobre cuestiones de buen gusto.

Así pues, terminé de elegir sola las cosas para Dick y decidí que hoy consultaría mi elección con él, aunque jamás haya sido un buen juez para estas cuestiones y se limite a decir que cualquier cosa servirá. En eso es como su padre. Mientras estaba haciendo mi elección con la ayuda de Jean y de Marc, Marcel llamó a Marc porque quería que avivara el fuego de su habitación y le llevara el escritorio portátil, que seguía en mi habitación porque la semana pasada me quedé en la cama debido a un empeoramiento de mi reumatismo y estuve utilizándolo. Marc salió, y yo fui enojándome más y más por el modo en que Marcel llama constantemente a los criados, como si yo no los necesitara; así que finalmente fui a su habitación para reclamarle el escritorio y decirle que no puede utilizarlo, y que estaba considerando regalárselo a Marthe, ante lo cual él se ha echado a llorar. Obviamente no pienso deshacerme del escritorio de Maman, pero lo guardaré durante un tiempo en mi cuarto.

PARÍS, 7 DE DICIEMBRE DE 1902, DOMINGO

Esta mañana Marcel me ha dejado una pequeña nota describiendo un ataque del que me hace la única culpable. Anoche, después de que me retirara a mi habitación, Bertrand vino a despedirse. Se ha marchado por fin a Constantinopla y sin duda le echaremos de menos. Marcel dice que su habitación estaba helada porque los criados no habían avivado el fuego por culpa de mi prohibición. Tan enfadado estaba que no pudo atender a su amigo adecuadamente, y presa de la frustración, cogió el sombrero de copa de Bertrand y le arrancó el forro. Pobre hombre. Iba de camino a una soirée y era un sombrero nuevo. Aunque Marcel dice que debe reponérselo y que el coste debería añadirse al total de su asignación, le he pasado una nota por debajo de la puerta con mi respuesta. Puede pagar un sombrero nuevo con su dinero… Aunque será mejor que se apresure porque Bertrand se marcha esta misma semana.

Dick y yo prácticamente hemos puesto punto y final a nuestras discusiones sobre los muebles y la ropa de cama. Ha sugerido que deberíamos consultar la cuestión con Marthe, pues lo cierto es que él tiene poco gusto al respecto, y generosamente prefiere dejar que sea ella quien tome las decisiones. Sin embargo, le he comentado que no es nuestra intención poner a la muchacha en la incómoda posición de tener que escoger sus propios regalos, y que aceptará todo lo que le ofrezcamos simplemente por temor a herir sensibilidades declinando cualquier cosa. Por muy avanzado que sea Dick en estas lides, la costumbre dicta que hay que ofrecer el ajuar a la novia, y la costumbre es sin duda de gran utilidad.

PARÍS, 9 DE DICIEMBRE DE 1902, MARTES

En la nota que me escribió ayer, Marcel decía que ha interrumpido el trabajo sobre la obra de Ruskin y que no piensa retomarlo hasta que su padre y yo demos nuestro brazo a torcer en el asunto de quién debe pagar el sombrero. Es una auténtica estupidez, porque Constantin de Brancovan ha accedido finalmente a publicar la introducción en el Renaissance Latine, lo que sin duda animará al Mercure de France a hacer por fin una oferta. La traducción es lo único que Marcel está haciendo con su vida y sería una auténtica tragedia que decidiera abandonarla ahora. Con eso no haría más que dar la razón a su padre y confirmar que sus aspiraciones literarias no son más que meros sueños.

Marie vino al caer la noche, de modo que la detuve cuando entró y le comuniqué la noticia. Me dijo que amonestaría a Marcel y que me enviaría una nota para hacerme saber cómo le había ido. Sugirió que fuera con ella a Versalles a visitar a Reynaldo antes de que termine el año, lo cual me ha parecido todo un detalle de su parte.

PARÍS, 13 DE DICIEMBRE DE 1902, SÁBADO

Bertrand vino de visita ayer por última vez, y se mostró especialmente ansioso por ver a Marcel de inmediato, pues le quedaban aún no pocos recados por hacer. Ni que decir tiene que Marcel no se había levantado todavía, pero Bertrand insistió, de modo que me ofrecí al menos a ir a ver si se había despertado.

Cuando entré en su habitación, Marcel dormía profundamente, y su pecho ascendía y bajaba con esa respiración regular y pesada que tan dulce ha sonado siempre a mis oídos. Y pensar que para los que gozan de buena salud la respiración es una cuestión tan banal que ni siquiera reparan en ella.

Cuando me volví, dispuesta a salir de la habitación, vi algo en el diván, parcialmente oculto por el biombo chino. Entendí que era Marie, acostada y también profundamente dormida. Se había quitado la chaqueta y los zapatos, y, a juzgar por las protuberancias que alcancé a vislumbrar bajo su falda, entendí que se había aflojado el corsé. Salí apresuradamente y le dije a Bertrand, sin faltar a la verdad, que Marcel seguía dormido. Respondió que volvería por la tarde, aunque no estaría libre después, pues lo había dispuesto todo para cenar con sus padres antes de su partida.

En cuanto se marchó, volví al salón y cerré las puertas, creyendo que Marie no tardaría en despertarse y podría salir sigilosamente de casa sin ser vista, y, por ende, librándose de la vergüenza. Afortunadamente, Jean había salido a hacer unos recados. Y supongo que Marie lo logró, porque cuando Marcel se levantó a las tres no había ni rastro de ella. Me gustaría saber si debo hablar con ella. Sin duda debe entender que Marcel jamás se convertirá en un marido para ninguna mujer. Está demasiado enfermo y si sus horarios son imposibles para mí y para los criados, cuánto más para una posible esposa.

No estoy dormida. Estoy tumbada en la estrecha cama plegable del estudio de Max, con los ojos abiertos de par en par clavados en la oscuridad. Oigo su respiración regular procedente del otro extremo de la habitación. De hecho, este sitio es tan pequeño que casi podría alcanzar su cama desde el sofá en el que estoy tumbada y tocarle con la mano. Ansío que esté despierto, que sea él quien tienda la mano y me toque.

Esta noche hemos ido a una fiesta en una callejuela del Plateau Mont Royal, el barrio de intelectuales e inmigrantes de Montreal. Me siento halagada por haber sido incluida y estoy encantada de que Max haya querido compartir conmigo a sus amigos, y la alegría me vuelve locuaz toda la noche. Cuando, pasada la medianoche, por fin abandonamos la fiesta convertidos en parte de un jubiloso grupo que planea desplazarse a algún bar del centro, cae una nieve temprana y los pequeños copos brillan a la luz de las farolas. Debe de llevar nevando un buen rato, pues el mundo, desnudo y marrón cuando nos incorporamos a la fiesta, ha desaparecido. Max me obliga a detenerme cuando bajamos las escaleras que flanquean la parte exterior de la casa y, en un intento por silenciar mi movimiento hacia los demás, que ahora caminan unos pasos por delante en la calle, toma mi mano enguantada.

—Mira la barandilla —dice, señalando las barandillas de hierro forjado que siguen la escalera exterior hasta el piso de la segunda planta del que acabamos de salir—. Hace dos horas, era tan solo metal. Mírala ahora.

Cierto: una capa vertical de nieve cada vez más espesa la cubre por entero, de modo que su línea estrecha, dura y diagonal ha quedado transformada en un objeto suave aunque peligroso de delicadas e imposibles dimensiones.

Max alza su expansiva mirada hacia el cielo y sonríe.

—La nieve es como enamorarse —dice—. Hace que veamos el mundo entero de un modo distinto.

Tiramos el uno de otro hacia delante para atrapar a nuestros compañeros y el momento queda atrás, pero me abrazo a esa pequeña perla de poesía, atesorando su belleza, admirando su lustre e intentando leer un anuncio en su metáfora.

Llevo esperando, anticipando, anhelando… desde el día en que, bajando detrás de Max del autobús que sale del Plateau y para en la place des Arts, admiro la parte posterior de su cabeza y, presa de una repentina y lacerante emoción, me doy cuenta de que ya no le quiero con los temblores y parpadeos que marcaron desde el principio nuestra amistad, sino con un sentimiento nuevo, mayor y menos chispeante, que parece haberse adueñado de mi alma.

Durante el pasado año académico, mientras, indecisa y solitaria, estudio para mi licenciatura en traducción durante la semana en Ottawa y visito a mis colegas en Montreal todos los fines de semana, mi amigo Max me agasaja con varias perlas más. Un día de octubre, mientras me persigue juguetón por un parque situado junto a su apartamento, pues llegamos tarde y le he pedido encarecidamente que no se entretenga, Max coge un puñado de las hojas secas amontonadas por las escobas de los jardineros y me lo mete por la espalda del abrigo, como si necesitara una excusa para rodearme con sus brazos, tal y como lo hizo el día en que yo tenía el gato en brazos. Una vez más me abandono al deleite del instante, aunque no puedo evitar darme cuenta, cuatro meses más tarde, cuando repite el mismo juego en el mismo lugar con una bola de nieve cristalina que ha recogido con su mano enguantada, que nada en nuestra amistad ha cambiado.

Una mañana, sentados en una charcutería comiendo bagels y huevos revueltos acompañados de café aguado, hablamos con un niño de unos tres o cuatro años que asoma la cabeza por el respaldo del asiento, ignorando las súplicas de sus padres, que intentan que se siente. Max en seguida le hace caso y le habla racionalmente, preguntándole qué está desayunando y si prefiere sirope o mermelada con sus tortitas. El niño capta por completo su atención, y cuando el pequeño alza de vez en cuando los ojos para asegurarse de que también goza de mi atención, Max me ignora, participando en la conversación con una seriedad que bien podría sugerir que está ante una excepcional ocasión en la que puede consultar con un auténtico filósofo sobre la existencia de Dios. Cuando el niño se marcha, despidiéndose alegremente con la mano de su nuevo amigo, Max se vuelve hacia mí y pregunta:

—¿Quieres tener hijos?

Bajo mis pies parece abrirse un abismo. Ninguna respuesta parece posible ni adecuada. Mascullo algo incierto y esquivo.

Y ahora, acostada en la cama plegable del apartamento de Max —pues este es el segundo año que paso en Ottawa; a menudo no les digo a mis padres que estoy en Montreal y opto por visitarle directamente y quedarme en su casa—, no puedo conciliar el sueño. He dormido aquí a menudo, a tan solo unos metros de su cama, y he dormido profundamente, pero esta noche mis cavilaciones me mantienen despierta, y se tornan cada vez más oscuras a medida que se acerca el amanecer. Y aquí, en este instante específico de la madrugada, recibo una nueva visión, una percepción adulta de la cuestión, y sé que Max no me ama y que jamás lo hará. Presa de esta sensación de desesperanza y de certeza, me decido por fin, y creo que me levantaré, me vestiré, le dejaré una breve nota —o quizá no— y me iré para siempre, y no le llamaré nunca e ignoraré sus mensajes hasta quedar libre de su imagen en el ojo de mi mente y del sonido de su voz en mis oídos.

Sin embargo, una sincopada modorra termina por apoderarse de mí en la cama plegable y de pronto me parece oír a la madre de Max que me pide a gritos que la salve. Está atrapada en un agujero y su voz llega desde muy lejos al teléfono, aunque está en la habitación conmigo.

Caigo en un sueño más profundo y desprovisto de sueños, y cuando me levanto tarde esa mañana, mi determinación ha caído en el olvido. Nuestra deslavazada amistad continúa así hasta el verano siguiente.

PARÍS, 15 DE ENERO DE 1903, JUEVES

Marcel está imposible. Hemos expuesto los regalos de boda en la biblioteca para que Dick y yo podamos tomar nuestras últimas decisiones antes de presentárselos a Marthe, y he dejado las tapicerías y los encajes al descubierto. Le había dicho a Marcel que hiciera sus fumigaciones en otra parte mientras estemos ocupando la biblioteca, pero ayer por la tarde le encontramos en la biblioteca contaminando las delicadas telas con esos fétidos polvos. Aunque él insiste en que fumarlos le ayuda, me gustaría saber si no son lo mismo que el Trional, y si no terminarán convirtiéndose en una muleta más que en una cura. Le he expresado mi enojo y él ha argumentado que no podía utilizar su cuarto porque Jean estaba ocupándose de la chimenea, que últimamente ha estado ahumando la habitación, y había insistido en entrar a la habitación en cuanto Marcel se levantara. Fui a hablar con Jean que, naturalmente, se mostró perfectamente feliz con la idea de esperar hasta después de la cena. Espero y deseo que se trate simplemente de que hay una capa de hollín taponando el tiro, porque lo último que necesito en este momento en casa es a un deshollinador. Llevé pues a Marcel a su cuarto, aunque para entonces él estaba espantosamente enfurruñado, y cuando intenté hablar con él, me chistó diciendo que no deseaba verse en ridículo delante de los criados de nuevo (ese «de nuevo» fue sin duda un modificador suyo, no mío). Me di por vencida e intenté airear un poco la biblioteca.

Hemos decidido celebrar la cena para los hombres el día veintinueve, dentro de dos semanas, la noche previa al día en que tendrá lugar la boda civil. Aunque se me había ocurrido que la noche del viernes sería más apropiada, pues era la noche anterior y la última de Dick como soltero, Adrien me comentó que si los muchachos se hartaban de comida, a Dick le resultaría difícil enfrentarse al día siguiente. Y a Marthe también.

PARÍS, 19 DE ENERO DE 1903, LUNES

Anoche celebramos una agradable cena familiar solo con Georges y con Émilie. Georges estuvo cantando a Dick las loas a la vida conyugal; una dulce iniciativa, aunque en este caso poco adecuada. Yo había olvidado que siempre hemos intentado ocultar a los muchachos cualquier información sobre sus amantes, en especial sobre esa actriz que no mostraba la menor discreción. Actualmente, Georges se comporta con mucha más delicadeza, lo cual es de esperar en un marido. Y supongo que después de todos estos años, a Émilie ya no le importa tanto, aunque nunca nos hemos sincerado al respecto. En cualquier caso, estoy segura de que Dick será un marido fiel, y me hace inmensamente feliz que uno de los dos por fin se case. No creo que sea mucho pedir la llegada de un nieto antes de que Adrien y yo envejezcamos mucho más.

Por fin hemos recibido una respuesta afirmativa del Mercure, aunque ahora Marcel tiene que recuperar el manuscrito de manos de Ollendorff, cuya lentitud e indecisión han resultado verdaderamente indignantes. Le está bien empleado ver cómo le arrebatan el proyecto delante de las narices. A fin de cuentas, los editores deberían ser también empresarios.

PARÍS, 23 DE ENERO DE 1903, VIERNES

Marcel ha entregado la segunda parte de su introducción a Constantin, que le asegura que se publicará en febrero. Aun así, Marcel se muestra muy malhumorado: dice que la traducción no es un trabajo de verdad, y está enfadado a causa de las interrupciones que causa la boda de su hermano. No tengo la energía suficiente para discutir con él, aunque ahora que el Mercure ha dado su consentimiento, debe esforzarse y terminar su labor. Cuánto desearía que Bertrand y Antoine estuvieran aquí para consolarle un poco, pero he escrito al fiel Hahn, pidiéndole si puede volver pronto de su retiro en Versalles y visitar a Marcel.

PARÍS, 29 DE ENERO DE 1903, JUEVES

Acabo de salir de la cama para supervisar los preparativos de Jean para la velada de esta noche. A Dios gracias, no tengo que estar presente. Estoy exhausta cuando debería estar feliz. He pasado la mayor parte de la semana en cama resfriada, y lo mismo le ha ocurrido a Marcel, que se está preparando concienzudamente para esta noche. Cree que, si puede descansar durante todo el día de mañana y guarda cama durante el domingo, podrá asistir al ayuntamiento el sábado y a la iglesia el lunes. Se cansa con mucha facilidad, aunque temo que tanto tiempo tumbado boca arriba solo sirve para que se le acumule líquido en los pulmones y empeorar así su estreñimiento. Por otro lado, cuando se levanta, resulta verdaderamente aterradora la rapidez con la que agota su capacidad respiratoria. No hago más que suplicarle que intente mantener cierta normalidad, un horario regular y hábitos más higiénicos, pero todo parece ser en vano.

PARÍS, 4 DE FEBRERO DE 1903, MIÉRCOLES

Por fin un poco de paz. Marthe estaba preciosa, aunque muy nerviosa. A pesar de que yo creía que la ceremonia civil preparaba a la novia para la misa que se celebrará unos días más tarde, el lunes Marthe estaba pálida de miedo. Dick estuvo fantástico y se comportó como un hombre hecho y derecho, y sin duda la ayudó con su presencia, lo cual se me antoja una buena señal.

La iglesia estaba espléndida. Marie-Marguerite acertó por completo con las flores y me alegró sobremanera que madame siguiera su sensato consejo. No es aconsejable exagerar las cosas: si se abruma a los invitados con un exceso de flores, simplemente nos tomarán por ostentosas. Vale más gastar el dinero en el vino, como dice siempre Adrien. Además, odio pensar los efectos que la propuesta original podría haber provocado en Marcel. Así las cosas, llevaba dos abrigos en la iglesia para evitar enfriarse. De haber sumado a eso el polen, jamás habría sobrevivido.

Aunque supuestamente Marcel tendría que haber llegado acompañado de Valentine, la muchacha se quedó horrorizada al verle y se negó en redondo a acompañarle. Qué muchacha más estúpida. Henriette debería enseñarle un poco más de seriedad. Está muy bien ser tan vivaz cuando somos jóvenes, pero tamaña frivolidad está totalmente fuera de lugar. Esa es precisamente una de las cosas que me gustan de Marthe, que es siempre elegante, y cuando se pone nerviosa, no se ríe tontamente sino que se limita a guardar silencio. En cualquier caso, al final Georges logró controlar a Valentine, que ya entonces no paraba de llorar, cosa harto ridícula, y tras poner punto y final a su actitud la acompañó él mismo a la iglesia, mientras que Marcel, envuelto en sus dos abrigos, entraba del brazo de su tía. Marcel puede ser todo un caballero con sus magníficas anfitrionas, pero creo que las más jóvenes terminan poniéndole nervioso.

Dick y Marthe se marcharon sin novedad. El vestido de viaje de Marthe era de un precioso color azul celeste y llegados a ese momento parecía mucho más alegre y me dio las gracias por todo en un gesto realmente hermoso. Así pues, creo que hemos empezado con buen pie.

En la boda llevo un vestido de color rosa con flores de vivos colores estampadas en la larga falda. Después, lamento no haber optado por un color distinto (un azul marino o un verde bosque, o algún color que me dé un aspecto elegante y distante) en vez de haber aparecido vestida con esta inmediatez de velada necesidad. Max está de pie a mi lado, vestido con traje.

He obtenido por fin mi título en Ottawa y volveré de forma permanente a Montreal, libre por fin para guiar nuestra amistad en una dirección más clara. Pero llego demasiado tarde. Max ha concluido sus prácticas aquí y vuelve a casa dentro de un mes. Tras soportar las incontables súplicas de sus padres, ha accedido a empezar su residencia en Toronto. Ha encontrado un puesto de residente en el departamento de Medicina interna del Toronto General. El hospital está en el centro. A él le parece un puesto atractivo y cree que le permitirá ver a pacientes interesantes, de modo que este verano se marcha definitivamente. El tiempo se acaba y estoy desesperada porque ocurra algo. Y supongo que, en cierto modo, ocurre.

Al final de la noche, cuando doy las gracias a la madre de la novia y la felicito por los acontecimientos que han tenido lugar durante el día, ella responde alegremente:

—La niña quería algo íntimo, pero yo quería que resultara agradable.

Así pues, al tiempo que todo es íntimo, existe en inmensa profusión, pues madre e hija han luchado por reconciliar sus enfrentadas nociones de ostentación. Los invitados son delgados y están cuidadosamente enfundados en ajustados vestidos de cóctel o suaves y oscuros trajes, pero los hay a cientos, arremolinados antes de la cena mientras paladean exquisitos trozos de pan negro cubierto de salmón ahumado y sorben champán francés. En el centro de las mesas hay un lustroso lirio blanco, y las tres damas de honor van vestidas de blanco, en una versión menor del vestido de la novia.

Llegamos tarde a la ceremonia, justo en el momento en que el grupo que acompaña a la novia hace su entrada en el salón de techo bajo que hará las veces de sinagoga, con filas de sillas, debidamente almohadilladas para acomodar a ejecutivos sobrealimentados que dormitan durante las reuniones de ventas y las sesiones de formación, en lugar de bancos. Confundo a la primera dama de honor con la novia, pero en seguida veo que la sigue una segunda dama y después una tercera, hasta que el vestido más imponente de todos entra majestuosamente en la sala. Seguimos entonces su estela, y con suma cautela nos instalamos en nuestras sillas, aunque no con la discreción suficiente como para evitar las miradas de reojo de los demás invitados.

Cuando da comienzo la ceremonia, estudio con los ojos la sala y me doy cuenta de que todos los hombres presentes llevan un pequeño yarmulke de satén sujeto a la cabeza. Durante un instante me pregunto si no hay gentiles entre los invitados, aunque no tardo en reparar en mi error. Los yarmulkes han sido repartidos al comienzo de la ceremonia y Max es el único que no ha recibido uno debido a nuestro retraso. Se muestra con la cabeza descubierta ante los ojos de Dios, eso si Dios está presente en algún lugar bajo este techo de yeso con sus lámparas de bronce en forma de cúpula. Está sentado con las manos entrelazadas y una leve sombra de divertida superioridad anima sus rasgos. En cuanto ve que estoy cruzada de brazos, me imita, burlándose de lo que a su entender es una muestra de mi incomodidad ante su cultura, aunque sospecho que está más incómodo aquí que yo.

Bajo la jupá, la novia se erige gloriosamente alta con su vestido abotonado a la espalda y una hilera de cien diminutas perlas que desaparecen entre los pliegues de la imponente falda en algún punto por debajo de la cintura. El novio aplasta la copa marital con el pie con total convicción y los invitados aplauden al oír el chasquido del cristal.

El ágape que precede a la ceremonia es largo y transcurre despacio, desgranándose en una sucesión de delicadas carnes y cremosas salsas presentadas en grandes platos blancos decorados con pétalos de pensamientos y de capuchinas. Cuando, después de tomar tres o cuatro pequeñas cucharadas de la mousse de chocolate oculta en el interior de una galleta dorada con forma de cornucopia, parece que hemos hecho una pequeña pausa, el joven y serio maestro de ceremonias se acerca a un micrófono y anuncia que la mesa de los postres está servida.

Max me toma del brazo y me acompaña hasta una nueva sala situada en la parte posterior del comedor y cuyas puertas, abiertas ahora de par en par, dejan a la vista una mesa que ocupa el largo y estrecho espacio. La mesa está tan llena que en un primer momento no alcanzo a distinguir lo que contiene, pero poco a poco mis ojos consiguen diferenciar varias formas individuales entre la magnífica profusión. Hay una torta de chocolate negro con espirales de azúcar glas negro que atraviesan su superficie de un lado al otro. Hay también un merengue de limón con una gloriosa corona blanca espolvoreada con oro allí donde la ha tostado el calor del horno; una tarta ligera y fina cubierta de una pasta de color verde claro que supuestamente ofrece los suaves y dulces sabores del mazapán; un largo strudel levantado sobre cientos de capas finas como el papel en el que se ocultan manzanas y uvas pasas, y espolvoreado con azúcar en polvo; una gigantesca tarta de varios pisos cubierta por una capa de chocolate batido formando crestas que parecen pequeñas olas en el mar; inmensos cuencos de cristal llenos de macedonia de frutas, y en los que pequeñas bolas de perfecta redondez de colores rosa, verde y naranja pastel se amontonan como caramelos en los frascos del mostrador de una confitería. Junto a ellos, hay bandejas de petits fours, finos y pequeños círculos y diamantes con impolutas superficies de glaseado blanco, y galletas, discos dorados tachonados de pequeños pedazos de almendra o afiladas lenguas que brillan suavemente allí donde el pincel ha acariciado la levadura con clara de huevo. Hay numerosas tartas de queso, bañadas en salsas de fruta, o sin ellas, una superficie agrietada expuesta a la vista con la absoluta confianza de que este será sin duda el mejor, el que se deshace en la boca, deleitando la lengua con el beso del azúcar y el mordisco del queso. Hay tres grandes barcazas de plata, llenas hasta los topes de caramelos envueltos en un lazo de papel de aluminio de colores. En el centro de esta inmensa variedad, montada sobre un pedestal de porcelana para que se alce por encima de los demás postres de la mesa, se encuentra el ornamento emblemático del ágape, la pièce de resistance, el postre al que los franceses dan el nombre de croquembouche: un montón de buñuelos de crema unidos por hilos de azúcar batido para crear una pirámide de blandas nubes rodeadas por una red de filamentos de oro.

Normalmente como con voracidad, picando constantemente y negándome a renunciar a algún sabor por si el siguiente bocado resulta aún más satisfactorio que el anterior. Sin embargo, delante de esa repleta mesa nupcial parezco haberme quedado helada, totalmente incapaz de elegir nada. Me quedo de pie al principio de la mesa, en mitad de una fila que está formándose delante y también detrás de mí, con un plato blanco en las manos en el que tan solo he conseguido poner una lengua de gato.

Max ha avanzado un poco, y en este momento se inclina sobre la mesa para cortar una porción de torta de chocolate. Me ha perdido y no sabe que estoy de pie detrás de él mientras los demás me rodean para servirse. Delante de Max, al otro lado de la mesa y apenas a un par de metros de nosotros, veo a un hombre alto y rubio, y con una figura musculosa que no parece acostumbrada a su traje de corte perfecto, que supervisa la escena. Veo a Max levantar los ojos del cuchillo que tiene en la mano y cruzar una mirada con el hombre. Durante un largo instante, ambos se miran fijamente como si se reconocieran.

Bajo los ojos. Tengo el vestido arrugado, una maraña de líneas horizontales me desfiguran la falda a la altura del vientre y de los muslos. Me duelen los zapatos. Me acerco a la mesa que tengo delante y empiezo a amontonar toda suerte de pasteles y de dulces en el plato.

PARÍS, 3 DE MARZO DE 1903, MARTES

Animados tras la última entrega de nuestra traducción de Ruskin al Mercure, Marcel y yo hemos acordado establecer una triple reforma: de su horario, sus hábitos alimentarios, y del uso que hace de la medicación. A partir de ahora hará tres comidas al día en horas regulares; se asegurará de haberse quedado dormido mucho antes del alba y no se levantará nunca después de las diez de la mañana, momento en el cual comerá un ligero almuerzo, seguido de un té durante la tarde, cena a las seis y el refrigerio que quiera tomar con sus amigos en caso de que decida salir, o de ser necesario, un tentempié aquí a última hora de la noche. Irá reduciendo gradualmente el uso del Trional, intentando de entrada emplearlo solo en días alternos, con el objetivo de utilizarlo al final una vez a la semana o en casos de ataques realmente graves. No tomará más de tres tazas de café diarias. Empezará el viernes, después de la gran cena que le espera en el Pierrebourgs el jueves por la noche. Le he dicho que puede dar la cena con la que tanto me ha estado atosigando en cuanto asuma esta reforma.

Madame de Noailles pasó a verme ayer antes de subir a ver a Marcel a su cuarto y me dedicó toda suerte de cumplidos a propósito de lo que su hermano ha publicado hasta ahora en el Renaissance Latine. Dijo que no ve la hora de leer la segunda parte este mes y, con un guiño, alabó al anónimo Horacio, cuyos artículos de sociedad están avivando Le Figaro últimamente. Qué joven más hermosa, a pesar de que hable demasiado. Aunque supongo que eso es un claro indicador de su gran inteligencia, no es digno de una dama no permitir jamás hablar a su interlocutor.

PARÍS, 5 DE MARZO DE 1903, JUEVES

Marie N. vino a vernos ayer por la tarde y se sentó conmigo mientras esperábamos a que Marcel se despertara. Nos alegró saber que ha resuelto instalarse en París durante un tiempo, pues ha decidido aprender orfebrería con un tal monsieur Bing, quien, según dice, es muy respetado en su campo. Me resulta muy extraño que una joven tenga que trabajar para ganarse la vida. Marcel dice que los padres de Marie son perfectamente capaces de mantenerla y de darle una buena suma para su dote cuando se case, pero ella parece completamente decidida a emprender una carrera artística con una diligencia y una regularidad que yo desearía ver desplegar a Marcel. Las jóvenes inglesas son muy joviales, y Marie es una incansable fuente de energía. Quizá las obligaciones domésticas no sean para ella ocupación suficiente, aunque si tuviera hijos no tardaría en descubrir que los pequeños requieren hasta la última gota de energía que una madre puede reunir.

Le he hablado de que Marcel planea reformar sus horarios y sus hábitos, y ella se ha ofrecido amablemente a prestar todo su apoyo.

PARÍS, 8 DE MARZO DE 1903, DOMINGO

Desastroso comienzo de nuestra triple reforma. Ayer le comenté a Marcel, cuando se levantó a las tres de la tarde, que hacía ya veinticuatro horas que había dado comienzo su nueva vida y que todavía no había corregido sus hábitos. Él se lo tomó a mal y dijo que, como le había molestado con el comentario, estaba demasiado contrariado para empezar ese día.

Aun así, debemos perseverar aunque el camino sea difícil y los sacrificios, dolorosos. El vicio es un falso consuelo; la virtud, una auténtica fuente de júbilo. Los hábitos que Marcel debe abandonar, los comportamientos que pervierten y seducen, serán nimiedades apenas recordadas, y mucho menos lamentadas, en cuanto haya adoptado un estilo de vida saludable.

PARÍS, 23 DE MARZO DE 1903, LUNES

Adrien y yo hemos acordado que pasaremos el mes de julio en Evian y que quizá viajemos a Montreux en agosto.

Antoine, que no se cansa jamás de tramar cosas, nos visita prácticamente a diario. Parece no haberle afectado la muerte de su madre, ni su estancia en Rumanía. Me confesó que Marcel no considera nuestra traducción de Ruskin entre en la categoría de auténtica escritura, una opinión de la que ya me ha hecho partícipe en varias ocasiones. He pedido a Antoine que anime a nuestro lobezno, y él me ha prometido que lo haría y que me enviaría una nota informándome de sus progresos en esa empresa.

PARÍS, 2 DE ABRIL DE 1903, JUEVES

Me dice Marcel que ha abandonado nuestras reformas para aguijonearme en el tema de la cena, de modo que he terminado por ceder y decirle que habrá en efecto cena si, inmediatamente después, hay reforma. Sé que él odia que llame cocottes a sus amigos, pero es que realmente no son mucho más que eso. Ninguno de esos jóvenes aristócratas trabaja, y su conocido más reciente, el marqués d’Albufera, llega incluso a mantener a una amante vestida a la última moda. La idea de que el editor del Figaro vaya a quedarse impresionado por semejante compañía es una estupidez. Si monsieur Calmette conoce a esa clase de gente sentada a nuestra mesa, Marcel no hará sino confirmar su reputación de diletante literario. Marcel es incapaz de creer que no todo el mundo daría lo que fuera por conocer a un duque o a un conde como le ocurre a él, y que son muchas las personas trabajadoras como su padre que no sienten el menor interés por los chismes del beau monde. Aun así, puesto que no hay nada que me desagrade más que las personas que dan su consentimiento a un plan y lo llevan luego a cabo a regañadientes, he optado por reservarme mi opinión y seguimos adelante animadamente con los preparativos de la cena.

El domingo, Dick vendrá a cenar con Marthe. Tenemos que acostumbrarnos a ello.

PARÍS, 18 DE ABRIL DE 1903, SÁBADO

Todo parece indicar que he subestimado (o quizá sobreestimado) a monsieur Calmette, pues el jueves por la noche le vi deshacerse en muestras de servilismo y de humildad como si sus logros no tuvieran la menor importancia ante un gran apellido. A decir verdad, había imaginado que el editor de Le Figaro, aunque se trate de un periódico de sociedad, sería de temperamento un poco más serio, y un poco más esquivo con la nobleza, pues está siempre dispuesto a destapar el escándalo a expensas de ellos. Sin embargo, ha resultado ser un auténtico arribista, uno de esos hombres que pretenden ser a la vez el intruso cargado de principios y la fascinada persona de confianza. En cuanto recibí a los invitados de Marcel me retiré, pero ayer por la mañana Marcel me dejó una breve nota en la que me informaba de que creía que todo había salido bien y de que la salsa de mousseline había sido finalmente la mejor elección.

PARÍS, 27 DE ABRIL DE 1903, LUNES

Adrien me dice que no debo alterarme así, pero qué otra cosa puedo hacer cuando Marcel se empeña en mortificarme. No hemos hecho ningún progreso en nuestra reforma. Está tan débil que debe guardar cama prácticamente a diario, y cuando se levanta es para cenar con d’Albufera y su querida en algún restaurante. Y la semana pasada, insistió en que tenía que ir a Passy a ver al conde de Montesquieu. Hace caso omiso de Sésamo y lirios, después de haberme prometido que consideraría la posibilidad de que fuera nuestro segundo proyecto sobre la obra de Ruskin mientras esperamos a que lleguen las pruebas del Amiens, y se pasa el día entero nervioso porque su nuevo amigo, el duque de Guiche, no ha respondido a una pequeña carta que le mandó la semana pasada. Esta mañana me ha dejado una nota en la que me pide que esta tarde llevemos de vuelta a su habitación el pequeño diván que está en el hall, pero le he dicho a Jean que no pienso permitirlo y que no tengo intención de ceder a ninguna otra de sus demandas.

Gozosa noticia la que nos ha dado Marthe. Tengo que llamar por teléfono a Marie-Marguerite para contárselo.

PARÍS, 14 DE MAYO DE 1903, JUEVES

Marcel me ha obsequiado con algunas de las historias que ocurrieron en el baile del martes. Aunque él ignoró por completo el motivo del baile —Atenas en la época de Pericles, harto exigente para los no humanistas— y se presentó simplemente con la corbata negra que suele llevar siempre, los demás invitados se habían disfrazado con túnicas, coronas de laurel y sandalias. Marcel me ha dicho que Marie estaba exquisita y que se había peinado al estilo griego, recogiéndose el pelo en lo alto de la cabeza con tirabuzones que le caían a un lado. Y que renunció a los bailes para hacerle compañía, cosa que me pareció injusta por parte de Marcel, pues está muy bien eso de ser artista, pero la muchacha en algún momento tendrá que buscarse un marido.

Ayer se quedó en cama y no creo que hoy se levante.

PARÍS, 19 DE MAYO DE 1903, MARTES

Las pruebas del Amiens llegaron ayer desde el Mercure de France y Marcel se puso a trabajar en ellas en cuanto se despertó. Al cabo de una hora, ya estaba al teléfono preguntándole dudas a Marie. Marie vendrá hoy a vernos. Estoy encantada viendo a Marcel tan dedicado a su trabajo. A decir verdad, estamos ambos realmente animados con el texto y no dejamos de citarnos mutuamente a Baudelaire: «El arte es largo y el tiempo es corto».

Nos dice Adrien que sus colegas y él han sido consultados acerca del canal de Panamá, pues la fiebre amarilla es tan feroz entre los obreros que las autoridades temen que el canal no llegue a construirse nunca, y tras todos esos escándalos sobre el dinero, ya no pueden hacer frente a más retrasos. Veo impacientarse al anciano doctor, que sin duda lamenta no ser ya lo bastante joven como para viajar sin demora a Sudamérica a investigar; pero debe contentarse con pasar estos años reposando en sus merecidos laureles. Estoy segura de que el anuncio de su elección para ocupar un asiento en la Academia es tan solo una cuestión de tiempo.

PARÍS, 28 DE MAYO DE 1903, JUEVES

Marie nos visita a diario, y Marcel y ella se dedican a trabajar en las pruebas. Marcel ha consultado también con Robert d’Humières, que tradujo a Kipling y ha prometido toda la ayuda que pueda prestar. Es muy amable, pues bien podría ver a Marcel como a un rival.

Marthe progresa adecuadamente ahora que las náuseas matinales han quedado atrás. Apenas empieza a notársele el embarazo, aunque nadie que no haya sido madre se percataría de ello. Aun así, el martes no pude evitar darme cuenta de que ha relajado un poco sus corsés.

PARÍS, 29 DE MAYO DE 1903, VIERNES

Un desastre. Según su padre, ver a Marcel al borde del llanto resultó vergonzoso, y el propio Adrien estaba tan enojado que temí que se le reventara algún vaso sanguíneo mientras me lo contaba estaba mañana. Debemos dar las gracias de lo ocurrido a Antoine. Siempre me ha parecido sospechoso su gusto por la intriga (esa suerte de cosas se tornan fácilmente maliciosas). Adrien dice que Marcel empezó cuando ni siquiera habían terminado de tomar el postre contando cierta historia sobre que Antoine había cantado una canción subida de tono —el problema de estas anécdotas es que los hombres nunca nos cuentan las cosas tal y como son por temor a ofendernos—, y Antoine decidió vengarse contándole a Adrien que la semana pasada Marcel había dado una propina de sesenta francos al camarero del Café Wéber. Adrien perdió los estribos —de hecho, esta mañana todavía no se ha recuperado del todo—, y se enfadó aún más al ser testigo de la evidente aflicción de Marcel. Al final, Adrien abandonó la cena, dejando solos a los muchachos. De haber estado presente, me las habría ingeniado para mantener separadas a las facciones enfrentadas. Para empezar, estoy convencida de que no se habría mencionado la canción si yo hubiera presidido la mesa, aunque debo reconocer que en términos generales soy de la opinión de que en esta suerte de ocasiones es mejor dejar que los hombres resuelvan sus cosas entre ellos.

Supongo que la amistad de los dos muchachos habrá tocado a su fin. Estos jóvenes nobles, con sus amantes y sus coches de motor…, bien pueden burlarse de la pasión con la que Marcel vive la amistad; aunque con lo aislado que le tiene su enfermedad, no es de extrañar que sus amigos tengan para él tanta importancia. He conseguido calmar a Adrien, que ha decidido irse a la facultad para distraerse, e intentaré calmar a Marcel en cuanto despierte.

Justo cuando creía que habíamos conseguido un poco de paz. Como escribió Bossuet: «Son tantas las piezas necesarias para construir la felicidad humana, que siempre falta una».

PARÍS, 12 DE JUNIO DE 1903, VIERNES

Fue ayer cuando entendí lo que había ocurrido. Marie no se había atrevido a contármelo —aunque yo ya había notado que últimamente sus visitas eran menos frecuentes— y Marcel me ha ocultado su decisión. Sin embargo, cuando anoche salió a cenar con d’Albufera, aproveché la ocasión para revisar las pruebas y entendí que no había hecho ningún progreso desde la escena con su padre. Sospecho que ha abandonado la traducción, y he decidido enfrentarme a él con mi descubrimiento lo antes posible.

Dick dice que Marthe espera que sea una niña, pues cree que un niño sería demasiado engorroso.

PARÍS, 14 DE JUNIO DE 1903, DOMINGO

Marcel se niega a entrar en razón, tal y como yo suponía, y le he suplicado que retome la labor. Entiendo que la corrección es la parte más tediosa, pero la publicación está a la vuelta de la esquina y no podemos abandonar ahora. Está muy deprimido con lo ocurrido: en parte se siente culpable por habérmelo ocultado, y en parte está enfadado porque lo he descubierto. Aun así, dice que las pruebas contienen demasiados errores y que Marie corrige delicadamente todavía más en cada sesión, mientras que él está empezando a tener la sensación de que cada vez domina menos el francés. «Después de tres años de trabajo, no hablo ninguna lengua, no sé nada sobre arte y aun menos sobre Ruskin o sobre Amiens», me dijo. Tuve que citarle a su maestro: «Conocer bien algo requiere un profundo sentido de la ignorancia».

PARÍS, 18 DE JUNIO DE 1903, JUEVES

Marie y yo hemos ideado un plan para conseguir que Marcel retome su trabajo: ella comparará las pruebas con el original en inglés y señalará con una estrella roja cualquier frase que necesite especial atención por parte de Marcel, el traductor, mientras que yo leeré solo la versión en francés y señalaré con una estrella azul cualquier frase que me parezca menos que apropiada y requiera la intervención de Marcel, el escritor. Esperamos así presentarle el problema a Marcel de un modo más manejable: como una simple lista de decisiones que hay que tomar.

Marie es sin duda una joven de gran corazón, y sin pretender ser bajo ningún concepto desleal a Marthe, que muestra una gran paciencia en estos momentos difíciles, aunque reconozco que tiene tendencia a la fragilidad, a menudo pienso que sería una delicia tener de nuera a la «literata». (Monta en bicicleta, nada más y nada menos. No recuerdo que Marcel me lo haya dicho.)

EVIAN, 3 DE JULIO DE 1903, VIERNES

Después de recibir ayer la carta de Marcel, me pasé toda la tarde hablando con el doctor sobre qué hacer. Mi reacción inmediata fue volver en este tren de la mañana a París, ayudarle a encontrar las pruebas perdidas —tienen que estar en el apartamento porque no las ha sacado de allí en ningún momento—, y que después él me acompañase de regreso hasta aquí, llegando a la misma hora que teníamos prevista. Los De Noailles se han instalado ya en Amphion y han organizado un baile para el día once, de modo que Marcel querrá estar aquí como muy tarde la semana que viene. Adrien no ha querido ni oír hablar de semejante plan y ha dicho que yo no podía volver a toda prisa a París para ayudar a Marcel a encontrar sus calcetines —a lo que respondí que las pruebas de la traducción no son ninguna trivialidad— y que debo quedarme aquí. Dijo incluso que quizá Marcel lo haya hecho a propósito, o al menos que esos médicos de la mente que tanto él como Dick encuentran absolutamente fascinantes argumentarían que Marcel ha perdido las pruebas porque en realidad desea abandonar la traducción. Hay que ver las tonterías que dicen a veces los médicos. Estoy convencida de que las pruebas aparecerán muy pronto debajo de un montón de papeles, y hemos convenido que no regresaré a París todavía. Aun así, estoy preocupada por mi lobezno, y esta mañana le he enviado un telegrama antes del desayuno.

El tiempo sigue acompañando.

EVIAN, 4 DE JULIO DE 1903, SÁBADO

Un telegrama (¡y carísimo!) de Marcel en el que dice que la heroica Marie le ha salvado el día al encontrar las pruebas envueltas entre los periódicos de hoy que Marcel había estado leyendo, abandonados en un rincón de la habitación. Estará con nosotros el lunes por la noche, y guardará sus papeles en un maletín que ha pedido prestado a tío Georges. Espero que el viaje no le fatigue en exceso, y he pedido al hotel que le reserven la habitación del ala más alejada. Han llegado las invitaciones de los De Noailles.

PARÍS, 29 DE JULIO DE 1903, MIÉRCOLES

Adrien llegó tarde anoche y visiblemente descorazonado tras el viaje a Illiers para la entrega de premios. Bajo ninguna circunstancia se invita ya al anciano curé a la escuela, como si la religión pudiera contaminar a los chicos, mientras que Jules, hinchado como un pavo con su alcaldía, pronunció un discurso a esos futuros ciudadanos sobre la necesidad de separar Estado e Iglesia. Aunque Adrien sintió repugnancia, no se atrevió a recordar a su cuñado que ese mismo curé fue quien cuidó a Elizabeth en su larga enfermedad con devoción y paciencia. No critico que Jules Amiot decida que carece de alma inmortal de la que deba preocuparse, pero negar a los demás cosas del espíritu es desmesurado. Bueno, debemos dar las gracias por semejante monstruosidad a Émile Combes y sus terribles ataques a la Iglesia. Adrien está realmente asqueado con lo ocurrido, pues en el fondo de su corazón, y aunque jamás lo reconocerá, por fin entiende que Dreyfus es inocente, y ve ahora cómo los triunfales dreyfussards castigan a la Iglesia por un crimen que esta jamás cometió.

Anoche Adrien se enfadó con Dick y con Marcel y me dijo: «Ya ves adónde nos ha llevado su condenado dreyfusismo». Aun así, le supliqué que no repitiera la historia, sobre todo delante de Marcel, pues sé lo mucho que le afectaría. Siempre quiso al anciano curé, que fue quien le enseñó el catecismo, y Adrien sabe que los muchachos se oponen tanto como él a Combes.

Si estos filisteos se alzan con la victoria, no habrá más Chartres, ni más Amiens. Cuando terminen de separar Iglesia y Estado, habrán arrancado todas las Crucifixiones y los Nacimientos de las paredes del Louvre con el argumento de que es a todas luces un museo del Estado.

Marcel dice que lo más elevado y lo más grande que tiene Francia reside en la Iglesia y que sin duda tanto los creyentes como los no creyentes estarán de acuerdo en ello. En estos momentos me asalta una gran admiración por nuestro Ruskin. Si una judía es capaz de transmitir la concepción que tiene un protestante de un arco o de un rosetón góticos y de comunicar que estos grandes logros son una expresión de nuestro anhelo de lo espiritual, sin duda la Iglesia católica podrá mantenerse a salvo de los fanáticos dreyfussards.

PARÍS, 11 DE SEPTIEMBRE DE 1903, VIERNES

Me tiembla tanto la mano que apenas puedo apoyar la pluma sobre el papel al recordar los acontecimientos de ayer. Tiemblo, sí, aunque no presa del temor, sino de la amargura. Todavía me mueve la ira. Y sé que llegará el arrepentimiento, y quizá también el perdón, pero para eso habrá que esperar. Hoy estoy encendida. Me siento traicionada por su egoísmo, su desconsideración y su resuelta prosecución de sus propios deseos sin que le preocupe lo más mínimo el dolor que pueda causarme. Aun así, mientras escribo estas palabras, sé que le quiero, más de lo que debería.

Como siempre, antepuse sus intereses a los míos. Pensé solo en él y puse en ello el corazón cuando empecé a traducir Sésamo y lirios para que él pudiera disponer de la primera versión en cuanto estuviera a punto, y para que cuando los críticos ensalzaran nuestra Biblia de Amiens, él pudiera responder relajadamente, con esa soltura que caracteriza a los autores publicados en varias ocasiones, que Sésamo estaba a punto de salir. Con toda la tranquilidad del mes de agosto dejándome tiempo para mí tras nuestra vuelta de Evian, había logrado traducir unas veinte páginas, y ayer se me ocurrió ofrecerle mis esfuerzos como regalo. Pedí a Eugénie que me trajera un poco de cinta de su cesta de costura, y ella me brindó una preciosa de color rosa que utilicé para sujetar las páginas en un pulcro montón, que dejé encima del escritorio de Marcel para que lo encontrara allí al despertarse.

Se levantó después del almuerzo. Yo estaba sentada aquí, en el salón, cuando oí que se acercaban sus pasos, y me dispuse a esperar encantada su reacción. Sin embargo, no fue gratitud ni alegría lo que vi en él cuando apareció. Furioso, me acusó de entrometida, de maquinadora y de hacerle aborrecer el trabajo debido a mi desconsiderada insistencia. Me he cansado ya de esta argumentación, que Marcel ha utilizado contra mí en anteriores ocasiones, en particular en lo que concierne a la cuestión de nuestra triple reforma, manteniendo que mi más ligera motivación en pos de un plan que ambos hemos acordado actúa en cambio como un nuevo impedimento contra su determinación. Pues bien, en esta ocasión rechacé de plano su argumentación y añadí que era una auténtica estupidez culpar a los demás de su trágica falta de voluntad, y que si perdía su tiempo era él el único responsable, pues yo había hecho todo lo que estaba en mi mano por ayudarle a conseguir su objetivo. Le dije también que le había visto refocilarse en la enfermedad y haraganear con sus cocottes, fracasar en los estudios, abandonar el derecho, ausentarse de la biblioteca, y que ahora se negaba a completar la única tarea en la que había llegado al menos a la mitad del camino, que yo había sido un testigo triste pero que jamás me había rendido a la desesperación, que siempre había encontrado nuevos remedios, nuevos horarios, nuevas estrategias, nuevos planes y nueva esperanza, y que así era como él me trataba a cambio, con ingratitud y crueldad. Sin embargo, mi rabia no hizo más que inflamar la suya y me gritó entonces: «Bien, pues jamás tocaré Sésamo. Abandono la traducción», antes de salir apresuradamente del salón.

Tan acalorada me sentía que no pude dejar las cosas como estaban y corrí tras él, siguiéndole hasta su habitación, donde le encontré de pie junto a la ventana, de espaldas y tembloroso. En ese momento bajó la cabeza hacia la calle, aunque dudo mucho que pudiera ver nada que pasara por delante de sus ojos.

«¿Cómo puedes ser tan desagradecido?», le pregunté, pero Marcel no respondió ni se volvió hacia mí. Y así, en cierto modo desesperada por captar su atención y demostrarle lo traicionada que me sentía por él, hice lo mismo que él había hecho en su día y sin pensarlo cogí el primer objeto que tuve a mano. Era la pequeña Virgen cuellilarga de madera que Fénelon le había regalado tiempo atrás, sin duda con la intención de complacer la vista de Marcel más que su alma. Pues bien, levanté la mano y arrojé la Virgen contra el suelo, lanzándola a cierta distancia, como si supiera que era necesaria bastante fuerza para romper la madera. Como era de esperar, la delicada cabeza de la figura se escindió de su elegante cuerpo con un sonido que podría haber resultado prácticamente inaudible, pero que en el silencio de la habitación resultó ensordecedor. Luego me volví de espaldas y salí corriendo.

Ahora me pregunto si alguna vez podremos decir que esa pequeña figura fue la copa de nuestra boda, y los añicos en que se rompió el símbolo de nuestra unión.

Cristo sufre. Su cuerpo retorcido gime. El rostro se descompone como si la piel misma estuviera cediendo. Los párpados pestañean, seminconsciente a causa del dolor. Un hilo de sangre, de un rojo intenso, recorre la mejilla de yeso. Unas uñas crueles se hincan en la piel esculpida, clavándole a esta cruz dorada.

Vengo aquí a menudo durante la pausa del almuerzo. Me como un sándwich en el patio de la biblioteca y camino luego por la rue de Richelieu, pasando por delante del Palais Royal y girando la esquina para salir al faubourg Saint-Honoré y dirigirme desde allí a la Église Saint-Roch, con su ensangrentada Crucifixión. Pero hoy he deambulado hasta aquí en plena tarde, en busca de un poco de distracción…, o supongo que quizá incluso de un poco de consuelo. En cierto modo estoy desalentada por lo que he escrito. Es decir, por lo que he traducido. No quiero dar la impresión de que madame Proust no quería a su hijo, ni que su vida en común fuera una suerte de purgatorio. Cuando Marcel abandona bruscamente una habitación, gritando J’abandonne!, no quiero que se me acuse de exagerar la magnitud de sus desavenencias. Huelga decir aquí que he creado un clímax, dejando intencionadamente de lado las irrelevantes entradas del mes de agosto y ocultando al lector todo el trabajo emprendido por madame con Sésamo, para traer, ya en septiembre, este enfrentamiento entre madre e hijo. Eso es cosecha propia.

Pero discutían, sí, por mucho que se quisieran. Las batallas motivadas por el jarrón veneciano roto en mil pedazos, el escritorio portátil de la abuela y el sombrero de copa de Fénelon son sin duda hechos refrendados por la historia. Y en 1903 Proust abandonó la traducción de Sésamo y lirios durante unos meses. Lo que traduzco es la verdad y nada más que la verdad, y heme aquí, sentada en uno de los bancos de Saint-Roch, cavilando un poco sobre la verdad y nuestra obligación con ella.

Esta no es la iglesia más hermosa de París, ni siquiera la más hermosa del barrio, y aun así me resulta familiar. Saint-Roch fue erigida por Luis XIV en 1653, aunque se tardaron cincuenta años en reunir el dinero para su construcción, de ahí que fuera diseñada en el estilo barroco del siglo XVIII y que esté abarrotada del empalagoso arte de la Contrarreforma. El crucifijo es obra de Lemoyne. Supongo que me recuerda a mi país. A fin de cuentas, las iglesias de Quebec no son catedrales medievales, sino edificios de los siglos XVIII y XIX, erigidos por la misma agresiva fe jesuita que levantó los muros de Saint-Roch, y llenos de un extravagante arte religioso de corte francés. De hecho, el Cristo de Saint-Roch es igual que el que presidió mis años de adolescencia.

Si la infancia era patrimonio de la tierna figura de Bébé Jésus, la pequeña alubia del pesebre de la escena del Nacimiento, la adolescencia era territorio del Cristo sangrante. Está hecho de yeso blanco que el artista no ha pintado, sino que ha cubierto de una capa traslúcida, dando así a la piel un lustre cadavérico. Tiene el cuerpo cruelmente demacrado, como si sus captores romanos le hubieran matado de hambre antes de que el populacho judío pronunciara su sentencia y los centuriones le clavaran a la cruz. Los ojos casi cerrados, las mejillas hundidas, el rostro macilento. Un hilo de sangre le cruza la frente desde debajo de la corona de espinas. Bajo su mirada alucinatoria, el padre Ambrose predicaba una doctrina de sufrimiento y de culpa, de deuda y sacrificio, de pecado original y reparación personal, desde el púlpito de Nôtre-Dame-des-Douleurs, la iglesia de Montreal situada en Dorchester Boulevard.

Durante mis años de universidad, lo vi de pronto un día con los ojos de una estudiante de arte y reparé en la exageración de las proporciones, en la histeria del colorido, el sentimentalismo con el que había sido esculpido el rostro. Es una figura demasiado manipuladora para que pueda ser considerada una gran obra de arte, y aun así su sufrimiento prevalece. Parece un cadáver de un campo de exterminio, un famélico etíope, un adicto de los que merodean por las calles. Todavía siento deseos de tender la mano y tocar su rostro, de ayudar de algún modo, de curar al hijo y consolar a la madre, de poner freno a la historia. Ojalá hubiera estado allí, ojalá hubiera podido hacer algo…

Aun hoy me acuerdo del credo: «Creo en Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra. Creo en Jesucristo, su único hijo, Nuestro Señor, concebido por obra y gracia de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilatos, fue crucificado, muerto y sepultado… Al tercer día, resucitó entre los muertos, subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre todopoderoso. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos».

Pero ¿cómo nos juzgará: colectiva o individualmente? Recuerdo que una vez, cuando tenía siete u ocho años, nuestro feroz profesor de francés terminó por perder los estribos ante nuestro incesante parloteo y nos castigó a copiar cientos de veces Je ne parlerais pas en classe (no hablaré en clase). Tres de mis compañeros estaban haciendo un trabajo en la biblioteca del colegio y cuando volvieron a clase y nos encontraron en silencio y ceñudamente concentrados en nuestras copias, se libraron del castigo porque no habían estado presentes durante lo ocurrido. «Yo tampoco estaba hablando», mascullé mientras aquel purgatorio se alargaba en el tiempo y teníamos que llevarnos las copias a casa y terminarlas esa tarde porque no las habíamos terminado durante la clase. ¿Sabrá Dios quién estaba allí cuando metían a la gente en los vagones de ganado? Si contamos con que Él sabe que ni tú ni yo habíamos nacido cuando encendieron los hornos, ¿nos perdonará por limitarnos a mirar cuando las parpadeantes imágenes del televisor nos mostraban Etiopía, Bosnia o Ruanda? Tuve deseos de sanar una vida, de salvar un alma.

En Saint-Roch, vuelvo sobre mis pasos por la nave central de la iglesia y paso por delante de una capilla adyacente dedicada a la memoria de las víctimas del nazismo. Se enumeran en ella por su nombre los distintos campos de exterminio y aparece también expuesto el número de víctimas que murieron en ellos: Auschwitz 140.000 mártires, Buchenwald 150.000 mártires, Dachau 100.000 mártires… Parecen cifras importantes, demasiado para representar solamente a los curas y monjas franceses que resistieron. Quizá incluyan a todo el clero europeo que perdió la vida a manos del nazismo. O a todos los ciudadanos franceses, incluidos cristianos y judíos, creyentes y ateos, católicos y comunistas, miembros de la resistencia y deportados. ¿Qué distinción se ha hecho? ¿A quién se recuerda y a quién no?

Los confesionarios están junto a la entrada: son oscuras y pequeñas casetas bipartitas de madera, y tan discretas que prácticamente se funden en la madera que cubre la pared que tienen detrás. En una delicada ranura situada a la altura de la cintura, un pequeño cartel blanco en el que figura el nombre del cura ha sido retirado de detrás de su cubierta de madera, indicando con ello que se oyen confesiones. Vacilo al llegar aquí.

Perdóneme, padre, porque he pecado. Hace cinco años desde la última vez que me confesé.

Aunque ¿qué podría confesar? ¿El pecado de la paciencia? ¿El de la ceguera? ¿Haber querido demasiado? ¿El pecado de la castidad cuando no debería haber sido casta? ¿Haber deseado carnalmente cuando debería haber amado simplemente? ¿Esperar cuando debería haber hablado? ¿Hablar cuando debería haber tocado? ¿Traicionar cuando era yo la traicionada?

No se puede comulgar sin haber pasado antes por la confesión. Sin embargo, a veces, algún domingo en Montreal, voy a misa con mi madre. Vamos a la iglesia de Notre-Dame-des-Douleurs, un elegante remanente del siglo XIX enclavado entre los modernos edificios de oficinas en ese bulevar al que mi madre se empeña en llamar Dorchester a pesar de que lo rebautizaron con el nombre de René Lévesque hace varios años. No creo que mi madre crea de verdad en Dios. Es más bien una de esas asistentes ocasionales a misa. Esta es la primera parroquia francófona del centro a la que nos trajo mi padre cuando nos trasladamos a Montreal. Él raras veces nos acompaña, salvo en Pascua y en Navidad, pero seguimos viniendo a Notre-Dame como seguimos rindiendo culto en la lengua de papá. Mi madre asiste, nerviosa, a misa, por si hay vida después de la muerte y también retribución divina; aunque a decir verdad le cuesta creer que la haya.

Yo creo. Miro el Cristo sangrante que está encima del altar y dedicó mis plegarias a Dios. Al menos debo de haber creído en algún momento, pues la noche en que tuvo lugar la recepción de la boda y durante los largos meses que siguieron me encontré a menudo hablándole, invocando su nombre del mismo modo que pedimos deseos a las estrellas.

«A la primera estrella que vea esta noche quiero pedirle… Por favor, Dios mío, por favor…»

Pero yo sabía que mis plegarias no serían respondidas, porque, si hay Dios, seguramente creó a dos tipos de personas: las que aman lo que es diferente y las que aman lo que es igual. Y Él no cambiará su plan divino para satisfacer a una llorosa chica con su arrugado vestido de fiesta rosa.

En Saint-Roch tomo mi decisión. Me vuelvo hacia el confesionario y sin hacer ruido abro la portezuela, preparándome para contar una historia.