Capítulo 8

AUNQUE Sarah necesitaba tan solo un puñado de piedrecillas, redondas y bonitas, no alcanzaba a imaginar cómo podría encontrarlas en el jardín cubierto de nieve. Miró vagamente en derredor, recorriendo con los ojos el extenso manto blanco y los suaves montículos que con la llegada del verano se concretarían en macizos de flores, césped y arbustos, y no dio con ninguna solución a la vista. A pesar de que una hora antes el proyecto se le había antojado una magnífica idea, en ese momento sintió el primer leve aguijonazo de fracaso en forma de un sabor amargo en la parte posterior de la boca, acompañado de un ligero nudo en el estómago.

A su espalda, Maxime estampó sus rechonchas piernas contra los escalones del porche y agitó los bracitos en el aire: embutido en su traje para la nieve de color azul celeste, había desaparecido también la forma de su silueta, y su figura regordeta con sus rítmicos movimientos parecía la de uno de esos cómicos de los dibujos animados de los sábados, un amigable astronauta flotando en el espacio o un buceador con sus gafas protectoras explorando las profundidades. Mientras agitaba los brazos como quien agita unas alas, no dejaba de canturrear:

Un œil, deux yeux, un œil, deux yeux

Apenas un minuto antes, esas palabras habían divertido y deleitado a Sarah. Su pequeño estaba aprendiendo a hablar muy despacio y decía poco más que «mamá», «papá» y «no». Ese invierno, había intentado animarle a hablar enseñándole vocabulario, señalando primero sus ojos y luego los de él; su nariz y a continuación el pequeño botón rosado del niño, y por último los labios, pasando a señalar la diminuta boca de capullo de rosa de Maxime, acompañando con palabras cada uno de sus gestos:

Un œil, deux yeux, le nez, la bouche.

Por fin, Maxime había empezado a repetir las palabras y, milagrosamente para Sarah, no solo había reconocido el propósito del juego que ambos tenían entre manos, sino que además había asimilado al mismo tiempo la irregularidad del plural. «Un œil, deux yeux». Sin embargo, mientras seguía así, su primera y deliciosa risilla al ver que había logrado dominar el truco había desaparecido y había empezado a canturrear apáticamente. Con cada repetición, la desesperación de Sarah iba en aumento. «Un œil, deux yeux…» Al muñeco de nieve que había hecho para su pequeño de dos años le faltaban los ojos y no estaba segura de dónde encontrarlos.

Había ideado el plan esa misma mañana, al ver que una nieve espesa y húmeda empezaba a caer sobre la ciudad. Aunque jamás había hecho un muñeco de nieve, los recordaba de sus años de infancia, o al menos de los años de infancia que había vivido en Canadá, y desde entonces, de vez en cuando, había visto alguno que decoraba un jardín o el patio de una escuela un día de nieve reciente. Pero no podía tratarse de cualquier clase de nieve, eso también lo sabía. La nieve caía en toda suerte de pesos y consistencias y para levantar un buen muñeco de nieve había que utilizar la nieve mojada o la de finales de invierno. Y esa era precisamente la que había empezado a caer esa mañana de marzo. Mientras la veía caer y sopesaba sus propiedades por cómo se precipitaba desde el cielo hasta depositarse toscamente en la calle, repitió para sí las mismas palabras que había oído pronunciar antes a Daniel. «Buena nieve para un muñeco de nieve», había dicho Daniel sin la menor intención de hacer uno, simplemente comentando el estado del tiempo. Por qué no intentar hacer uno, se preguntó Sarah esa mañana. ¿Tan difícil era? Debían de rondar los cero grados ahí fuera, con lo cual no hacía demasiado frío, y después de comer, si había dejado de nevar, podía poner a Maxime su traje para la nieve y salir con él al jardín. Sí, lo intentarían.

Al principio, las cosas habían ido muy bien. Vestida con unos gruesos pantalones de lana y un viejo chaquetón y con las manos embutidas en los guantes de trabajo de Daniel, Sarah había empezado haciendo una gran bola de nieve en el suelo, animando a Maxime, que gateaba a su lado, a que empujara más nieve hacia ella. En cuanto se dio cuenta de que estaba utilizando una técnica limitada, empezó instintivamente a hacer rodar la bola delante de ella para que fuera acumulando nieve en su avance. Maxime corría a su lado, riéndose encantado mientras ella empujaba la bola cada vez más voluminosa a lo largo del jardín, hasta detenerse por fin junto a la verja posterior.

—Este es un buen sitio, Maxime. Lo colocaremos aquí. Mira: esta es la parte inferior del muñeco. Ahora necesitamos otra bola para la parte central.

Y así empezaron de nuevo, rodando de regreso en dirección al porche antes de darse cuenta de que habían dejado una gran bola de nieve en el extremo equivocado del jardín. En un arrebato de valentía, Sarah levantó la bola. Resultaba incómodo cargar con ella: la bola pesaba lo suyo, y eso la obligó a inclinarse hacia atrás como le había ocurrido durante el embarazo, de modo que regresó a la base del hombre de nieve contoneándose torpemente.

Maxime estaba realmente encantado con el comportamiento poco habitual de su madre e hizo sus pinitos tras ella, intentando ayudarla con su carga y lanzándose bajo la bola mientras ella caminaba, cosa que la hizo vacilar aún más. A medio camino, al lanzarse contra el cuerpo de su madre con especial vigor, a Sarah se le cayó la bola al suelo, partiéndose en cuatro trozos.

—Ay, ay —Maxime se mordió el labio y alzó los ojos hacia su madre para evaluar su reacción. ¿Estaba ante una catástrofe o ante una gran broma? ¿Era lo ocurrido comparable al juego que consistía en arrojar el peluche al suelo una y otra vez mientras su madre lo recogía entre risas, o, por el contrario, era como la tragedia del vaso de plástico lleno de leche que había volcado sin querer de la encimera, derramando su contenido en el suelo de la cocina mientras ella gritaba, exasperada?

—No te preocupes, Maxime —su madre era toda sonrisas esa tarde—. Lo arreglaremos.

Volvió a unir los trozos e hizo rodar la bola por la nieve unas cuantas veces más por si acaso hasta llegar con ella junto a la primera. Torpemente de nuevo, la levantó y la colocó sobre la base, rellenando la franja que las dividía con más nieve pegajosa.

Cuando por fin colocó la tercera bola encima de las otras dos, Maxime empezó a entrever lo que estaban construyendo, y cuando Sarah rompió dos pequeñas ramas errantes del tronco del arce cercano y clavó una a cada lado de la bola central, chilló encantado y, dejándose llevar por un arrebato de extático reconocimiento, corrió hacia atrás hasta llegar al porche. Una vez allí, se derrumbó sobre los escalones y pidió a voz en grito: ojos, ojos… el muñeco de nieve necesitaba unos ojos.

Sarah se preguntó cómo podría conseguir los ojos y la boca del muñeco. En los libros de imágenes de Maxime, los muñecos de nieve siempre tenían dos pequeños diamantes negros por ojos y una fila de ellos con forma de medialuna por boca. En cuanto se detuvo a pensar en ello, entendió que debían de ser trozos de carbón, aunque ya nadie utilizaba carbón. Daniel y ella siempre habían tenido una caldera de aceite, y si había habido una de carbón en la casa en la que había vivido con Sam y con Rachel, suponía que se habrían deshecho de ella hacía ya tiempo. Recordaba que el carbón despedía un olor muy particular al arder, aunque hacía años que no lo olía.

Un œil, deux yeux.

—Ven con Maman, Maxime —dijo Sarah, y a falta de otro plan con el que distraer al pequeño, le llevó de la mano hasta la verja del jardín y de allí pasaron juntos al callejón que separaba su casa de la de los vecinos. Quizá encontraran algo en la calle, un poco de grava o alguna piedrecilla suelta. Sin embargo, mientras caminaban despacio y torpemente por el callejón, pues también la estrecha callejuela estaba cubierta de nieve recién caída, Sarah vio exactamente lo que necesitaban. El vecino había cubierto un irregular trozo de suelo que sobresalía hasta el callejón con una hermosa colección de piedras lisas y redondas, convirtiéndolo casi en un pequeño jardín rocoso. Las piedras estaban lo bastante cerca de la casa como para quedar protegidas por sus generosos aleros y habían quedado así prácticamente libres de nieve. Sarah miró en derredor. Aunque quizá no estuviera bien, tomaría prestadas tan solo unas cuantas, el vecino nunca se daría cuenta de que habían desaparecido y ella podría devolverlas en cuestión de semanas, cuando llegara la primavera y el muñeco de nieve se derritiera inevitablemente. Soltando la mano de Maxime, se agachó y recogió rápidamente unos cuantos ejemplares de menor tamaño, dos para los ojos y solo tres más que habrían de bastar para la boca. Se las metió en los bolsillos zurcidos del chaquetón y, volviendo a tomar la mano de Maxime, entró con él despacio al jardín.

Un œil! —exultante, Sarah clavó la primera piedra en la parte izquierda de la cara del muñeco de nieve antes de buscar en su bolsillo el segundo: deux yeux. Luego, colocó con sumo cuidado las otras tres dibujando una media luna—. La bouche —se volvió con una sonrisa de oreja a oreja hacia Maxime y, antes de que él pudiera decir nada, exigió su atención levantando un dedo. Sabía exactamente lo que llegaría a continuación—. Le nez… Espera aquí un par de segundos. Maman tardará un minuto. Espera aquí, Maxime.

Sarah subió como una exhalación los escalones del porche, abrió la puerta de par en par, arrojó las botas en el trastero situado en la parte de atrás de la casa y cruzó la cocina con los pies enfundados en sus calcetines hasta la nevera. Tras rebuscar en el compartimento de las verduras, sacó una vieja zanahoria cuya punta se había retorcido de un modo visiblemente artístico durante su crecimiento. Era justo lo que necesitaba. Luego volvió a ponerse las botas y, viendo un viejo sombrero de Daniel en el trastero, lo cogió también en un repentino arrebato de inspiración, y regresó junto a Maxime con la zanahoria y el sombrero. El pequeño se había vuelto a sentar en el escalón del porche y golpeaba con los pies sobre la madera, esperando su regreso mientras canturreaba:

—Mama Mama Mama.

—Ven, Maxime —bajaron hasta el fondo del jardín y Sarah dejó con cuidado el sombrero en la nieve antes de dar la zanahoria al niño—. Sostenla con cuidado. No, así, con la otra punta hacia fuera —luego se inclinó hacia él y lo levantó en brazos, acercándolo hasta el muñeco de nieve—. Ponle la nariz. Así, justo en medio.

Con un brusco gesto, Maxime se las ingenió para clavar firmemente el extremo más romo de la zanahoria entre los ojos y la boca, y su madre volvió a dejarlo en el suelo.

—¡Bravo! —Sarah cogió el sombrero y lo estiró sobre la cabeza desnuda del muñeco de nieve, y madre e hijo se alejaron levemente para admirar su obra—. Regarde le bonhomme… Mira el hombre que hemos hecho. Tu padre estará muy orgulloso de ti cuando llegue a casa. Espera a que vea lo que hemos hecho.

Los días eran ya más largos y sería todavía de día cuando Daniel regresara a casa esa tarde. Sarah saldría a recibirle a la puerta antes de que él se quitara las botas de goma y se quedara en zapatos y le diría que saliera al jardín. Ella había triunfado.

Acompañó a Maxime dentro con la intención de darle un baño para hacerle entrar en calor antes de que llegara la hora de preparar la cena. En el trastero, le sentó en un taburete bajo, empujándole los hombros con suavidad, y se arrodilló a sus pies para quitarle las botas, reparando en que se le había mojado ostensiblemente uno de los calcetines durante el juego. Cuando apartó las botas del pequeño a un lado y lo levantó del taburete, preparándolo para tumbarle en el suelo porque esa era siempre la forma más fácil de ponerle y quitarle el traje para la nieve, la capucha picuda de Maxime cayó hacia atrás, dejando su cabeza a la vista.

Lo primero que se le ocurrió fue automático. Era exactamente lo mismo que pensaba cada vez que le veía el pelo. Daniel estaba en lo cierto: tenían que intentar de una vez llevar al niño al barbero. En sus dos años de vida, jamás le habían llevado a que le cortaran el pelo, y su cabello, negro y ligeramente rizado, le colgaba en tirabuzones que le caían hasta los hombros. A Sarah el pelo de Maxime le encantaba y se resistía a echar mano de las tijeras, mientras que los escasos intentos de Daniel por cortárselo, durante un fin de semana mientras Maxime tomaba su baño, se habían enfrentado a tales aullidos de temor y de protesta por parte del pequeño, que había cejado en su empeño.

—De acuerdo, dejémoslo entonces en manos de los profesionales —había dicho Daniel entre risas—. Casi parece una niña.

A ojos de Sarah, lo único que Maxime parecía hasta la fecha era un bebé. La gente diría: «¿No se parece a su padre?», o «Pero si tiene tus ojos, Sarah», y ella mostraría complacida su acuerdo aunque sin ver nada de eso. Si bien los pequeños rasgos del niño —la boca, la nariz y los dos ojos redondos y negros— eran de una dulzura extrema y despertaban en ella todo su amor de madre, también eran claramente informes y no le recordaban a nada. El vínculo que la unía a él moraba en un lugar más hondo de su ser: era ese mudo orgullo, esa cálida comprensión que ella había percibido desde el embarazo y que se había forjado irrevocablemente mientras le había dado de mamar. Pero ese día pasó algo nuevo, su ocurrencia primera sobre el barbero estaba siendo gradualmente reemplazada por algo más, algo todavía difuso, quizá un recuerdo o un ligero vislumbre del futuro. Y de pronto, al inclinarse sobre él para tomarle en brazos, y mientras Maxime sacudía la cabeza para liberarse por completo de la capucha, dejando libre su pelo, que volvió a caerle sobre los hombros, y ladeaba levemente la cara para mirarla, Sarah lo vio. Cerró los ojos durante un instante y volvió a mirarle. Allí, asomada a su rostro, apenas chispeando aunque sin retirarse, había una cara que ella casi había dejado de buscar. De pronto y con magnífica intensidad, Maxime le recordó a su madre.

A pesar de que Sarah no volvería a ver a Sophie Bensimon resplandeciendo en el rostro de Maxime con la sobrecogedora frescura de esa primera vez, entre los zapatos y los cachivaches que poblaban el trastero, tampoco volvería a perder de vista a su madre. Maxime le recordaría siempre a Sophie, sobre todo si el pequeño sacudía su pelo, esos rizos que ella tanto detestaba ver cortar y que tan a menudo le animaría a dejar crecer en años venideros.

En ese momento se limitó simplemente a sonreír a su pequeño de dos años y a pronunciar su nombre:

—Maxime.

Maxime le devolvió la sonrisa y, antes de tender los brazos hacia ella, respondió:

Bonhome.

Y cuando la madre abrazó a su hijo entre las herramientas del jardín, las botellas usadas y las botas desechadas del trastero, pensó que quizá ese verano había llegado el momento de regresar por fin a París y concluir el asunto pendiente con el banco de la avenue Victor Hugo.

PARÍS, 23 DE SEPTIEMBRE DE 1899, SÁBADO

Suzanne trabaja de maravilla. Jean y yo comentábamos esta mañana que se ha adaptado muy deprisa y que es muy afectuosa. Supongo que estamos tan habituados a Félicie que nos parece normal que una criada se encoja de hombros o esboce una mueca de fastidio cuando se le propone una cena para invitados, pero es agradable trabajar con alguien que parece ver en los convites especiales una buena ocasión para mostrar su talento. Espero y deseo que Félicie no la ahuyente como hizo con Geneviève, aunque al menos parece haber aceptado que la nueva se encargará de la mayor parte de las labores de la cocina. Marie-Marguerite y Anatole vinieron a cenar anoche y Suzanne se lució. La blanquette de veau estaba absolutamente aterciopelada, y ella es lo suficientemente inteligente como para que nadie deba decirle que no se puede servir un budín cremoso después de una espesa salsa como esa, y sirvió una estupenda y crujiente tarta de manzana que elaboró con las primeras manzanas de la temporada.

Comentamos el affaire Dreyfus durante la cena. Si bien había pasado mucho tiempo desde la última vez que Adrien y yo tuvimos una conversación sincera sobre un tema tan difícil, Marie-Marguerite no es de las que se arredran ante ningún tema simplemente porque resulte controvertido, y no dudó en decirles a los hombres que se equivocaban. Yo estaba diciendo que me entristecía que Dreyfus hubiera aceptado el perdón, pero que me parecía que quienes le criticaban estaban siendo muy duros con él. Por mucho que defiendan el valor de los principios, nadie les ha pedido que cumplan una condena de cinco años en la isla del Diablo. Anatole no puede dejar a un lado su postura oficial y ahora se muestra discretamente silencioso sobre el asunto, pero Adrien y yo convenimos en que Dreyfus no tuvo más remedio que aceptar el perdón y poner punto y final al asunto. Marie-Marguerite defendía una postura más purista y afirmó que espera todavía presenciar un juicio como es de rigor. «Ya tuvo un juicio justo», estalló Adrien; a lo que ella replicó: «Pero no un veredicto justo».

Envalentonada quizá por el amigable ambiente de nuestra cena en familia, Marie-Marguerite no se contentó con eso y le dijo a Adrien que debería tener más consideración por mis sentimientos a la hora de comentar el asunto. Cuando intenté hacerla callar, ella insistió: «No creo que debas poner distancia entre tu leal esposa y tú dejando que crea que te has puesto del lado de quienes muestran tan solo un ciego prejuicio contra los judíos».

Adrien respondió, como lo ha hecho en otras ocasiones, que creía que el asunto nada tiene que ver con cuestiones de raza o de religión, pero Marie-Marguerite le contestó que, de ser así, debería dejar más clara su desaprobación de la facción antisemita. En ese momento, Anatole decidió intervenir y le pidió que zanjara su intervención. Ella simplemente se limitó a encogerse de hombros, haciendo caso omiso de su protesta, y respondió: «Bueno, simplemente intentaba salir en defensa de Jeanne», y ahí lo dejamos, pasando a otros temas. Aunque fue un momento tenso, no estropeó la cena. Al parecer por fin somos capaces de aceptar que nuestras opiniones difieren. Y eso es lo que debería hacer toda Francia antes de zanjar el asunto.

Marcel escribe desde Évian para pedirme que le envíe mi ejemplar del libro que La Sizeranne ha escrito sobre Ruskin en el próximo correo, pero no logro dar con él. En cualquier caso, para cuando lo encuentre él ya estará de nuevo en casa.

PARÍS, 6 DE OCTUBRE DE 1899, VIERNES

Le he dicho a Adrien que no sabría decirle cuánto tiempo más puedo soportar seguir viviendo en este apartamento. Este otoño, tengo la impresión de que me duelen todos los huesos. Aunque intento no molestarle con mis quejas, no hay ninguna razón que nos impida mudarnos pronto. Después de todos estos años, creo no equivocarme al decir que el boulevard Malesherbes se le ha quedado pequeño. Y aunque yo jamás he intentado hacernos subir ningún peldaño en la escala social, como tampoco he deseado frecuentar el Faubourg, opino que deberíamos disfrutar de lo que nos hemos ganado en la vida. A pesar de que el doctor insiste en que debe viajar a los puertos del Mediterráneo antes de que puedan completarse las negociaciones sobre el cordon —realmente todo parece indicar que los ingleses por fin firmarán—, todavía mantiene viva la esperanza de que podrá terminar de escribir su libro en primavera. Quizá exista un intervalo entre ambas cosas durante el cual podamos intentar un cambio de residencia.

Marcel parece totalmente decepcionado con su novela y se compara con Casaubon, el personaje de Eliot, haciendo acopio de trivialidades intelectuales que no tienen la menor utilidad. Qué imagen más triste viniendo de boca de un joven. He intentado tranquilizarle y le he animado a que prosiga con su obra ahora que ha vuelto de vacaciones. Le he sugerido que ideemos un calendario y dosifiquemos así su trabajo diario, pero él ha desestimado la idea de inmediato y ha añadido que lo único que ahora le interesa es Ruskin. La prima de Reynaldo conoce bien su obra, supongo que por ser inglesa y pintora, y Marcel dice que le ha escrito para pedirle su consejo y para que le envíe un informe sobre todos los libros de Ruskin que haya leído. A pesar de que todavía no se encuentra ninguna traducción al francés de sus obras, Robert de Billy promete también ayudar a Marcel con sus lecturas en caso de que los originales en lengua inglesa le resulten impenetrables.

PARÍS, 13 DE OCTUBRE DE 1899, VIERNES

Marcel pasa todo su tiempo en la biblioteca, inmerso en la obra de Ruskin, y solo sale de ella ocasionalmente para encontrarse con la camarilla de Antoine en los cafés. Me ha propuesto un viaje a Amiens con el propósito de ver la catedral con ojos nuevos y ruskinianos, y también a Bourges. No he estado nunca en esta última ciudad, ni he vuelto a Amiens desde que era niña. Naturalmente, he visto Chartres muchas, muchísimas veces, pues está muy cerca de Illiers. De hecho, hasta se veían las torres de la catedral desde la ventanilla del tren cada vez que íbamos y veníamos de allí. Yo creía que Chartres era el monumento más hermoso y que su decoración era sin duda más hermosa que la de Amiens, pero Marcel dice que eso es muy simplista de mi parte. A pesar de que no logro recordar cuándo fue la última vez que él fue a misa, pondrá de nuevo el pie en una iglesia para admirar la línea de una escultura o los colores de una vidriera. Siempre es así: el curé de Illiers a menudo le sobornaba para que asistiera a su clase de catecismo, prometiéndole que después le contaría todo sobre las ventanas. El fervor religioso de Marcel se ciñe exclusivamente al arte, aunque ahora que lo pienso, Ruskin es protestante.

Tengo que pedirle al doctor que me dé algún remedio, porque este otoño me duelen espantosamente los huesos. ¡Cincuenta años ya! Cuando era niña, apenas podía imaginar que esta edad existiera.

PARÍS, 19 DE OCTUBRE DE 1899, JUEVES

El viaje de Marcel a Amiens ha sido todo un éxito. Ha vuelto a casa muy inspirado por todo lo que ha visto y tras haber comparado sus propias reacciones con las de Ruskin. He bosquejado una versión del texto de Ruskin en francés puesto que el libro sobre Amiens no está traducido, y al parecer le ha servido de gran ayuda, aunque sabe Dios lo olvidado que tengo mi inglés. Marcel está profundamente animado por esa nueva pasión intelectual, y ha regresado a casa en tren sin novedad. Jean le había preparado dos grandes termos con café por si no lo encontraba cuando lo necesitara, y Marcel se había enfundado ese viejo y horrible gabán, una prenda infecta aunque abrigada. A veces, abrigado así, parece viejo… y otras veces infinitamente joven: un pálido chiquillo vestido con la ropa vieja de su padre.

Adrien volverá a cenar a casa y, para variar, ha pedido un filete… «un buen filete sanguinolento preparado en mantequilla». Todavía me acuerdo de cómo arrugaba Papa la nariz de asco cuando le ofrecíamos ese plato.

PARÍS, 24 DE OCTUBRE DE 1899, MARTES

Leemos en Le Figaro la noticia de la muerte de Ruskin. Triste, aunque era ya un anciano y al parecer en sus últimos años había enloquecido un poco. Naturalmente Le Figaro no lo menciona en el obituario. Marcel está encantado con la idea de escribir una loa. Aunque nadie disfruta con la desgracia ajena, debo reconocer que me ha encantado la idea. Me parece que es justo el pequeño y viable proyecto que él necesita, y además le proporcionará un buen motivo para escribir sobre Ruskin. Quizá su muerte reavive el interés aquí, en Francia, y Marcel pueda hacer más por él. Últimamente parece ser su única pasión.

Georges ha venido a cenar esta noche. ¡Se está convirtiendo en un gran admirador de la cocina de Suzanne!

PARÍS, 30 DE OCTUBRE DE 1899, LUNES

El artículo de Marcel ha aparecido en Le Figaro. Es sin duda un artículo precioso en el que describe sus viajes a Amiens y a Bourges, y ahora cree que podría llenar el vacío existente y dar a Francia las traducciones que Ruskin merece. Me alegra verle comprometido con semejante proyecto y le he prometido que le ayudaré en lo que pueda. Marie Nordlinger también está dispuesta a ayudarle, por el momento tan solo por correo, aunque dice que tiene planeado viajar pronto a París para visitar a Reynaldo y a su familia. Le ha prestado a Marcel su ejemplar de La reina del aire, lleno de notas propias en el margen. Debe de ser una joven realmente inteligente, de eso no cabe duda. He aconsejado a Marcel que espere un poco antes de hacer a su padre partícipe de su plan. Debemos elegir el momento adecuado.

—No.

Niega con la cabeza y al hacerlo se le suelta un rizo que ahora le cruza la frente. El rizo se queda allí, inmóvil sobre la frente como un negro signo de interrogación y dándole un aspecto de cierta vulnerabilidad, más accesible que antes. Aun así, se muestra inflexible en su negativa.

—No. No está aquí.

—Pero ¿por qué no? Estaba aquí ayer.

—Eso fue ayer. Hoy es 5 de octubre.

—¿5 de octubre?

No responde. Parece ofendido por mi ignorancia y guarda silencio.

—De acuerdo, es 5 de octubre… —insisto, pero el empleado norteafricano se limita a lanzarme una mirada furiosa.

No dejo que su mirada me amilane y clavo en él los ojos. Él se ablanda ligeramente.

—Su reserva es por un período de ocho días hábiles. Expiró a las cinco de la tarde de ayer.

—Ah, vaya. No me di cuenta.

—Ocho días. Así funciona el sistema.

—Pero podría haberme avisado…

—No me corresponde a mí recorrer la biblioteca recordando a los usuarios cómo funciona el sistema.

Se me ocurre que si el empleado no se ha molestado en comunicarme que mi reserva estaba a punto de expirar, probablemente me esté ocultando también otra información importante.

—¿Puedo renovarla?

Guarda silencio durante un largo instante y luego deja escapar un suspiro antes de sacar una hoja de papel de debajo del mostrador. Al parecer, he ganado.

—Rellene esto.

Así lo hago. Luego le devuelvo el papel. Él suspira una vez más.

—Llevará un par de horas. Hemos devuelto la carpeta al almacén y no tenemos tiempo de ir ahora mismo. Si nos hubiera dicho que pensaba renovar, podríamos haber conservado la carpeta en la estantería de reservas, pero ahora tendré que volver al almacén…

Pierdo la paciencia.

—¿Y cómo iba a decirle que quería renovar si no me ha avisado de que la reserva estaba a punto de expirar?

—Bueno, mademoiselle, no me corresponde a mí contar los días de la semana por usted. La fecha aparece claramente especificada en el impreso: 23 de septiembre.

—Sí, dice «septiembre», pero no que expira al cabo de ocho días.

—Bueno, mademoiselle, mi obligación es ceñirme a las normas del sistema…

Me doy por vencida.

—Por favor, le agradecería que recuperara la carpeta cuando tenga un momento.

Hay un retraso de unos cuarenta minutos —aunque sospecho que el empleado no está ocupado, entiendo que debe de tenerme esperando para hacer creíble su argumento—, pero la Carpeta 263 vuelve a aparecer por fin en la estantería de reservas y otro de los empleados la lleva en el carrito hasta mi mesa. Me reúno así con la libreta que cubre los años 1899, 1900 y los primeros meses de 1901. Son los años de las traducciones que Proust hizo de la obra de Ruskin. Su madre le ayudó inconmensurablemente con el proyecto, aunque bien está decir que Marcel confió mucho en Marie Nordlinger, que no tardaría en visitarle constantemente. Los biógrafos de Proust nos cuentan que Marie era prima de Reynaldo Hahn, pintora y diseñadora de joyas, aunque yo estoy intentando encontrar algo más.

PARÍS, 2 DE NOVIEMBRE DE 1899, JUEVES

Una noticia cuanto menos fastidiosa. Al parecer, un inspector ha estado vigilando en la biblioteca y ha reparado en la ausencia casi permanente de Marcel. Esta mañana ha venido el bibliotecario a ver a Marcel y le ha informado de que debe normalizar su situación en la biblioteca antes de que termine el año. He tenido que tomar yo el recado porque él todavía no estaba despierto. Me entristece acordarme de cuánto nos entusiasmó la idea de que consiguiera un empleo en la Mazarine, aunque fuera solo ordenando y catalogando libros. Poco podíamos imaginar en aquel entonces lo utópico que era creer que Marcel se comprometería en firme con una profesión. Es como su salud: cada vez que creemos que ha dado un paso permanente adelante, resulta ser una fantasía pasajera o un cambio ilusorio.

Dick llega del hospital cargado de historias. Está que no cabe en sí de gozo trabajando con pacientes de verdad. Cuando le he dicho que debían de parecerle muy desagradables, puesto que solo aparecen en el hospital aquellos que no pueden costearse un médico, se ha limitado a reírse y me ha dicho que cualquier ser humano con vida es más agradable que un cadáver. Y sin duda tiene razón: cuando nos casamos, Adrien me decía a menudo que los cadáveres de la facultad eran los cuerpos de viejos vagabundos hallados muertos debajo de los puentes, con los dientes podridos y las vísceras en estado de descomposición. No creo que la fuente de los cuerpos haya cambiado, simplemente sucede que a medida que me hago mayor tanto el doctor como Dick parecen estar de acuerdo en que deben ahorrarme esos detalles; una medida del todo innecesaria, puesto que tampoco es que nadie me pida que mire los cadáveres. Recuerdo que cuando Papa murió, parecía dormir, y Maman estaba realmente hermosa: descansaba en paz y en cierto modo parecía haber recuperado la salud.

PARÍS, 6 DE NOVIEMBRE DE 1899, LUNES

Aunque no me gusta quejarme a Adrien, espero que podamos mudarnos antes del invierno. Esta semana hemos visto dos apartamentos. Desgraciadamente, ninguno servirá. La rue de Longchamp es demasiado estrecha y está demasiado lejos para Adrien, aunque me encantaría estar más cerca del Bois. Por otro lado, el de la rue de la Boétie es un apartamento precioso pero me temo que la calle no sea lo bastante silenciosa. No tiene sentido tomarnos todas las molestias que supone una mudanza para mejorar nuestra situación en tan solo una mínima proporción. Ciertamente necesitamos un lugar más aireado y con una calefacción más moderna. Este reumatismo me fatiga espantosamente. Quizá es que no podemos esperar mantener una buena salud más allá de los cincuenta, y es indudable que he perdido mucho desde mi último cumpleaños y mi cambio de vida; aunque el doctor es quince años mayor que yo y sigue tan vigoroso como siempre. Ni que decir tiene que ambos hemos ganado en volumen, pero su edad no le impide en ningún momento trabajar. Yo, por mi parte, apenas he salido de la cama en todo el fin de semana.

PARÍS, 16 DE NOVIEMBRE DE 1899, JUEVES

Adrien está encantado consigo mismo porque ha preguntado al doctor Pozzi y ha descubierto que hay un apartamento en el boulevard Haussmann, propiedad del marqués des Réaulx, que quizá nos convenga. A juzgar por las descripciones, es lo bastante grande. Adrien y yo iremos a verlo mañana.

Marcel se ha dado de baja en la biblioteca. Su renuncia parecía la única solución sensata a la situación. Supongo que tampoco hay mucho que lamentar. Después de su entrevista no ha vuelto a poner los pies en la Mazarine. Aunque mantiene su correspondencia ruskiniana con Marie, que sigue en Manchester, todavía tenemos que elegir el texto para nuestra propuesta de traducción.

Georges y Émilie vinieron ayer a almorzar. Georges nos habló de un ingeniero que ha conocido que trabaja en la nueva línea del Métropolitain, y se mostró muy entusiasmado con el proyecto; aunque debo decir que parece que llevaran una eternidad construyéndola, y me pregunto si llegará a funcionar algún día. En cualquier caso, el de Londres es muy útil, de manera que debemos tener también uno aquí.

PARÍS, 22 DE NOVIEMBRE DE 1899, MIÉRCOLES

Marcel ha escrito a uno de los socios del marqués al que conoce, y le ha explicado pacientemente que Adrien no acostumbra a recibir a pacientes en casa. Al parecer, el marqués cree que un profesional de la medicina provocaría demasiadas idas y venidas en el edificio. Hemos intentado explicar a su agente que ese no es en absoluto el caso; el trabajo del doctor se centra completamente en la investigación y en las clases que imparte en la facultad. Hace años que no acepta pacientes privados con regularidad. Estoy segura de que simplemente nos están desairando y que el marqués no entiende quién es Adrien ni cuál es la posición que ocupa en la universidad. Estos aristócratas que no trabajan nunca sabrán reconocer el valor de un trabajador incansable que, junto con sus colegas, ha salvado sin duda a la mitad de Europa del cólera. Si Adrien hubiera sido elegido para ocupar un lugar en la Academia, no nos habrían tratado así. Aunque le he sugerido que escriba directamente al hombre, Adrien no quiere ni oír hablar de ello, y dice que lo mejor será que esperemos a que regrese del extranjero y volvamos a insistir el año que viene. Menuda decepción, sobre todo porque parecía una rápida solución a nuestras cuitas domésticas.

Ayer estalló una fuerte pelea en la cocina porque Suzanne había comprado una lata de guisantes e insistía en que al menos los probáramos. Félicie se negó en redondo y Jean me llamó para que mediara entre ambas. Les dije que todos podíamos probar una cucharada, pero no logré convencer a Félicie. Aunque el sabor me pareció pobre, Jean dijo que los encontraba muy buenos y añadió que le gusta que los guisantes estén un poco blandos. Después de todo, Suzanne se mostró muy poco convencida y le dijo a Félicie que utilizaría alimentos enlatados solo si su sabor igualaba el de los productos frescos, con lo cual consiguió en cierto modo aplacarla. Sin embargo, Suzanne ha estado también mirando esas cocinas nuevas y sueña con el día en que compremos una. A decir verdad, me mostraría más firme con ella si no creyera que tiene auténtico talento y sabe combinar lo nuevo con lo viejo. Mientras que Félicie predice el fin de la gastronomía, yo veo que Suzanne no solo estudia los nuevos aparatos sino que ha observado atentamente cómo Félicie deja cocinándose durante la noche su bœuf en daube.

PARÍS, 8 DE DICIEMBRE DE 1899, VIERNES

Hemos firmado el alquiler de la rue de Courcelles y nos mudamos en febrero. La labor que nos espera resulta cuanto menos intimidatoria, pero el alivio que supone haber dado con el lugar adecuado es inmenso. Me alegró sobremanera que finalmente no llegáramos a un acuerdo con el marqués, porque el apartamento es mucho más agradable, espacioso y luminoso, con la electricidad pulcramente instalada en toda la casa, puesto que fue decorada pensando en ella, de modo que no hay a la vista ninguno de los cables que tenemos aquí. En comparación con el descuido que reinaba cuando empezaron a instalarla, hoy en día cuidan de ello exquisitamente. La única instalación de gas que siguen manteniendo es la de la cocina, ¡para los fogones! Cierto: en el apartamento no ha habido nunca gas, de ahí que las paredes estén bellamente brillantes y limpias y carezcan de todas esas marcas que Jean no para de frotar, aunque en vano. El ascensor es una maravilla, silencioso y suave hasta el punto de que apenas nos damos cuenta de que se mueve, y Adrien dice que podemos incluso pedir que nos instalen el teléfono antes de mudarnos.

Él y yo ocuparemos habitaciones contiguas. Nos ha parecido una buena oportunidad para llegar a un acuerdo sensato. Yo me muevo tanto a causa de mi reumatismo que no le dejo dormir. Las dos habitaciones son sin duda una solución mejor, aunque después de todos estos años resultará triste no compartir cama. Si hace ya tiempo que echo de menos sus placeres más viriles, me veré también privada de sus comodidades más amables, como lo es la tranquilidad que proporciona tener a un hombre dormido a mi lado. Es así como con la edad renunciamos a ciertas cosas, sin protestar aunque sin dejar tampoco de lamentarnos.

Marcel está inquieto y se muestra preocupado por la alteración que provocará la mudanza. Aun así, el doctor está encantado de haber dado por zanjado el asunto, pues ahora puede retomar su trabajo.

PARÍS, 1 DE ENERO DE 1900, LUNES

Todo ese escándalo —¡menuda algarabía la de anoche!—, y a decir verdad el mundo no me parece muy distinto esta mañana. Tampoco es que deba serlo, aunque es como cuando somos niños y nos despertamos el día de nuestro cumpleaños y creemos que tener diez años debería ser diferente a tener nueve, como si nuestros ojos debieran haber cambiado de color o como si nos tuviera que haber salido un dedo más durante la noche. Pero no, somos los mismos. Cuando llega el cambio, es al principio inapreciable y, en cuanto podemos percibirlo, es ya irreversible, como mis canas.

Dick sigue declarándose contrario a la postura del Gobierno, que mantiene que el siglo no empieza hasta el próximo 1 de enero, empeñados como están todos en ese debate sobre ceros que yo no alcanzo a entender. Lo mismo les ocurre a la mayoría de los parisinos, pues a pesar de las disposiciones del Gobierno y de todos esos ceros, han salido a celebrar el nuevo siglo a las calles.

Hugo dijo que si el siglo XIX fue magnífico, el XX será un siglo feliz. El doctor cree firmemente que podremos curar nuestras enfermedades y que hablaremos por teléfono a diario. Aun así, me parece que nuestros corazones siguen siendo los mismos, tan capaces de experimentar felicidad, amor, altruismo y gracia como de albergar odio, envidia, desprecio y amargura. Tan capaces de la pequeñez y de la grandeza como siempre.

En cierto momento de especial optimismo y riqueza para sus vidas —¿la noche de fin de año de 1989? No, debe de haber sido antes, quizá durante la Navidad de los prósperos años 1987 o 1988—, mis padres dan una gran fiesta. La puerta de nuestra casa de Westmount se abre para recibir a viejos amigos, nuevos contactos, valiosos clientes y familiares de confianza que irrumpen en nuestro espacioso recibidor acompañados de pequeñas ráfagas de viento frío y esa particular energía invernal provocada por el aire gélido y el jubiloso entusiasmo. Los invitados se retiran al guardarropa para quitarse las prendas de abrigo, agachándose torpemente para desprenderse de los chanclos o desabrocharse la cremallera de las botas, retenidos por sus gruesas capas de ropa y apremiados por su deseo de unirse a la fiesta. Saludan a mis padres con gritos de alegría y de ánimo, haciéndoles entrega de pequeños obsequios de comida y de vino, cajas de mantecados, gelatinas de fabricación casera, un reserva especial o una vela de olor.

De pie en el vestíbulo, mi madre parece abrumada: por el magnífico evento, por su ostentoso vestido de noche, por la presencia mucho más inmensa de mi padre a su lado. Sonríe, visiblemente tensa; él está resplandeciente. Yo he cumplido ya veinte años y tengo edad suficiente como para saber que no estoy siendo justa con ella. A mamá nunca se le ha permitido vivir en su propio país. Nunca sabe realmente dónde está.

—Danzer, ¿cómo estás? —mi padre está en su elemento—. Cariño, ¿te acuerdas de Michael?… Bonsoir, bonsoir… Chérie, enfin… Marie, viens ici.

Papá me lleva hacia las visitas más recientes. Espera que algún día me haga cargo de su empresa y quiere presentarme a su círculo profesional. O quizá, durante esta expansiva noche, simplemente desee compartir su buena fortuna, mostrar la familia a sus amigos y viceversa. Grand-mère está también presente, presidiendo elegantemente la velada desde su sillón de orejas situado junto a la chimenea del salón, saludando regiamente a todo aquel que se acerca a ella para charlar, sonriendo tan benignamente cuando está sola que despoja esos momentos de todo atisbo de tensión. Max está también aquí, revoloteando junto a mi codo —«¿Puedo ayudar en algo?»— y desapareciendo al instante entre la multitud, dispuesto a encontrar a nuestros amigos de McGill.

La noche brilla a la luz de las velas, con una calidez dickensiana.

Hacia el final de la velada, estoy de pie en el vestíbulo, en compañía de un grupo de invitados que entre risas ayuda a una mujer en avanzado estado de embarazo a buscar sus botas entre una caótica colección de prendas. Mi madre ha olvidado retirar las cosas de la familia, de modo que el pequeño y estrecho espacio está a reventar con los abrigos, las pieles y las botas de invierno de nuestros invitados y nuestros propios paraguas, zapatillas de deporte, gabardinas y raquetas de tenis.

—Son negras, altas, casi me llegan a la rodilla… —la mujer no puede agacharse, de modo que se queda de pie a nuestra espalda dando instrucciones mientras los demás nos arrastramos a sus pies.

—¿Son estas, cariño? —su escandaloso marido sostiene en alto unas galochas de goma de hombre y todos nos reímos.

Justo cuando el momento se ha alargado demasiado para seguir resultando divertido y yo he empezado ya a organizar todos los zapatos y las botas en distintas filas en un intento por mantener a raya un arrebato de auténtica desesperación, la mujer embarazada, olvidando momentáneamente el volumen de su tripa, salta:

—Vaya, se me olvidaba. Llevaba las marrones.

Habíamos estado buscando las botas equivocadas. Nos reímos sin parar y, mientras la pareja se marcha con las botas marrones firmemente agarradas, nosotros seguimos en el vestíbulo, como deseosos de permanecer un rato más en este divertido lugar.

Hay un paragüero en un rincón de la habitación, uno de esos cilindros de porcelana con un dragón de color naranja contorsionándose a un lado. Max lo espía y, movido por un capricho, presa quizá del deseo de encontrar un motivo que prolongue nuestra presencia aquí, saca del paragüero un bastón de bambú, blandiéndolo en alto en el estrecho espacio. Es el bastón de mi padre, un objeto que lleva en mi casa desde que tengo memoria, y en el apartamento de París antes de eso, tan poco utilizado y aun así tan omnipresente que siempre he obviado su existencia y jamás lo he valorado. Sin embargo, cuando Max finge utilizarlo como una espada, gritando «En garde!», se me ocurre que, conociendo tanto el oficio de mi padre como sus pasiones, quizá sea una antigüedad de mucho valor.

—Ten cuidado, Max. Es de mi padre.

Pero Max no me hace mucho caso y sigue batiéndose con él, obligándome a retroceder hacia el fondo de la habitación. Ahora baja por fin el bastón, agitándolo a mis pies como si se batiera de pronto con un perro que intentara morderle. Luego intenta maniobrarlo entre mis tobillos, como si deseara levantarme la falda larga con él, y cada vez que le esquivo entre risas él insiste, empeñado en hincarme el bastón entre las piernas. De pronto, el ambiente se ha vuelto extraño y la hilaridad se ha evaporado. El significado de su gesto es demasiado obvio para que pueda pasarlo por alto. Mientras la risa me sofoca y un jadeo emerge de mi garganta, soy plena y bruscamente consciente de que hay turbación entre los pocos observadores que quedan en la habitación, y también, simultáneamente, me obligo a recordar a Susan, la de los ojos asombrosamente redondos.

Sé perfectamente lo que Max está haciendo, y la palabra, en el contexto de nuestra impetuosa amistad, me coge por sorpresa. Max está flirteando. Conmigo.

Le aparto a un lado de un empujón y regresó al hall.

—Vayamos a tomar algo.