Capítulo 7

CUANDO Daniel entró en la cocina a despedirse antes de salir, Sarah Segal estaba de pie delante del fregadero, lavando los platos del desayuno.

—¿A qué hora volverás?

—Debería estar de vuelta a las seis.

—No te retrases.

Daniel pasó por alto la admonición y la besó.

—Adiós.

—No te retrasarás, ¿verdad?

—Te veo luego —le gritó él por encima del hombro.

—Daniel…

La puerta de entrada se cerró y Daniel desapareció.

Una hora más tarde Sarah salió también de casa, emergiendo a un día en el que brillaba un sol deslumbrante y en el que se respiraba un aire nuevamente caldeado. La casa, situada en la zona norte de Toronto, en la que Daniel y ella vivían desde hacía cinco años, estaba construida según el estilo californiano: una gran construcción de dos niveles coronada por un amplio techo plano. A Daniel le había parecido la mejor opción (más fácil para Sarah y quizá más seguro para su matrimonio) vivir a cierta distancia de sus padres, de ahí que se hubieran trasladado al noreste de la ciudad y hubieran optado por ese barrio tranquilo tras haberse enamorado de aquella casa sorprendentemente moderna. La casa estaba encajada en una parcela en la que el fuego había destruido la construcción anterior, antes de la guerra, y el resto de la calle era más antigua, ocupada por estrechas casas de ladrillo rojo de dos y tres plantas al abrigo de la sombra de viejos arces. El reconfortante paisaje de Ontario que se extendía ante Sarah mientras recorría las cuatro manzanas que la separaban de Yonge Street le daba seguridad y calma: una amplia calle de asfalto liso y recién puesto, desprovista por completo de baches y de badenes que pudieran dificultar la conducción de quienes la recorrían en ambas direcciones con sus grandes sedanes americanos. Estaba flanqueada por dos aceras igualmente lisas en cuyos fragmentos cuadrados se había grabado la fecha de una reciente remodelación. Cada una de las pulcras construcciones estaba ligeramente retirada de la calle, dejando así espacio a una amplia extensión de césped cubierta ya de una densa capa de hierba, y los jardines delanteros incluían un árbol de grandes proporciones cuyas ramas se extendían hacia su vecino sobre el asfalto, creando una marquesina que en pleno verano cubriría la calle entera de una agradable sombra pero que ese día, mientras las hojas se abrían por fin en las ramas, proyectaban una refrescante luz moteada. Sarah caminaba, visiblemente alegre, al tiempo que repasaba mentalmente la lista de la compra, recordándose que debía hacer un alto en la farmacia para ocuparse de otros encargos.

Cuando dobló la esquina y salió a Yonge Street sintió que algo en ella se aceleraba y que era presa de un repentino cambio de humor, de pronto más profundo y menos reposado. El cambio tenía que ver con los árboles más pequeños de la calle, con las afiladas sombras proyectadas por las delgadas ramas y las rejillas de hierro forjado que los rodeaban sobre la acera… o quizá fuera simplemente el calor del aire lo que provocó en ella un fugaz recuerdo de algo distinto, algo pasado o futuro. La embargó una pequeña premura, una frisson de anticipación que quizá no fuera más que un simple reflejo de la primavera.

Ese día de principios de mayo de 1964 había ocurrido un pequeño milagro: a la ciudad habían llegado los primeros espárragos blancos. En el pequeño colmado italiano en el que Sarah compraba cada vez con mayor frecuencia, el señor Lombardi le mostró los espárragos con tímido orgullo.

Signora, tengo una sorpresa para usted —le indicó con un gesto un prominente mostrador acristalado, tomó un puñado de tallos gruesos y pálidos, y los sostuvo en alto para que ella pudiera inspeccionarlos.

—Oh —Sarah a punto estuvo de desmayarse al verlos—. Espárragos. Auténticos espárragos.

—Me ha parecido que le alegraría verlos.

—Señor Lombardi —Sarah guardó silencio, reprimiendo una emoción que le pareció fuera de lugar en un colmado—. ¿De dónde vienen?

—De Francia, y nada más que de Francia. Nos los envían por avión. Ya se pueden comprar en Nueva York, y ahora están intentándolo en Toronto. Quizá… ¿usted sabe por qué son blancos?

—Porque crecen bajo tierra. Los cogen antes de que puedan ver la luz del sol y volverse verdes. Y el sabor, el sabor es… recuerdo… —Sarah no pudo dar voz al recuerdo, y optó por ahuyentarlo con un gesto de la mano y una sonrisa—. Póngame tres manojos, por favor.

—Ya sabía yo que la signora entendería. Aquí la gente no sabe nada. Son unos estúpidos. No han oído hablar de ellos y se quejan de que son muy caros.

El señor Lombardi seleccionó con sumo cuidado tres de los mejores manojos y los dejó sobre el mostrador, junto a la caja.

—¿Qué más deseará hoy la signora?

Sarah seleccionó algunas judías verdes, una lechuga y una bolsa de naranjas y esperó a que el señor Lombardi sumara la cuenta a mano con un lápiz pequeño y grueso en un trozo de papel antes de marcar el total en la caja registradora.

Sarah recordaba todavía la fruta y las verduras de su infancia, y el mercado callejero donde su madre solía comprarlas a unos vendedores que hacían también sus sumas con un lápiz corto y grueso, que manejaban con una mano sucia y desgastada por el trabajo. A finales de abril o a principios de mayo, los primeros espárragos, recolectados antes incluso de que asomaran sobre el terreno para que su carne mantuviera una delicada palidez, hacían su debut bajo el sol renovado de una primavera parisina como una tímida debutante en un relumbrante baile. Durante dos breves y maravillosas semanas, los verduleros parecían no vender otra cosa, reuniendo doce tallos en un manojo y construyendo pirámides con ellos sobre los mostradores de sus improvisados puestos al tiempo que gritaban: Les asperges, les asperges. Regardez mes belles asperges. En casa, la criada llevaba a la mesa un plato cubierto de ellos bañados en una salsa amarilla y espumosa elaborada a base de yema de huevo y de zumo de limón que Maman preparaba personalmente. Siempre insistía en hacerlo ella. Papa, que tomaba un blanco tallo de su plato para ejemplificar su declaración, repetía una vez más que la única forma de comer los espárragos era con los dedos, antes de metérselo en la boca, mordisquear la blanda punta y volver a sacar la punta más fibrosa entre los dientes para atacarlo de nuevo. Al deshilacharse y deshacerse en la boca, cada pieza revelaba alegremente a la lengua ese sabor indefinible e imposible de recordar de una primavera a la siguiente: un sabor exquisitamente delicado y enriquecido por las yemas de huevo batidas, y brusca y afiladamente vivificado por el zumo de limón.

En Toronto, mientras ponía todo su empeño en preparar sabrosas comidas a su marido, Sarah vivía una auténtica pesadilla a la hora de encontrar productos (pues ese era el triste término que utilizaban en el gran supermercado que tenía en su calle). Al llegar a la ciudad en plena guerra, Rachel había servido patatas, repollo, cebollas, zanahorias, nabos y chirivías durante el invierno y la primavera. Aunque siempre había manzanas, el resto de la fruta llegaba en lata y tan saturada de almíbar que eclipsaba el sabor que pretendía conservar. Brevemente, a finales de verano y a principios de otoño, había peras y melocotones, moras, tomates y una selección de vegetales verdes cultivados en las llanuras del Niágara, al sur de la ciudad y alrededor del lago. Las naranjas y los plátanos eran un auténtico festín; los pimientos verdes eran exóticos; los espárragos se vendían solo en lata y nadie había visto jamás una alcachofa.

Lo cierto es que era imposible vivir con esa dieta y, como era de esperar, al término de la guerra la oferta empezó poco a poco a ampliarse. Las naranjas de Florida y las bananas de Sudamérica podían por fin comerse a diario. Gracias a California había abundancia de lechugas en invierno. Y ese día habían llegado los espárragos blancos directamente en avión desde Francia.

El señor Lombardi depositó con sumo cuidado la fruta y la verdura en una bolsa de papel, se la dio a Sarah con ambas manos y se despidió de ella con una ligera inclinación de cabeza mientras la veía salir de la tienda. Sarah se detuvo después en la pescadería, donde se decidió por un lenguado muy caro para acompañar los espárragos, se acordó después de pasar por la farmacia, y regresó a casa para ordenar la compra y prepararse un almuerzo ligero. Esa noche cocinaría para Daniel una cena que emanaría la fragancia de la esperanza y de la primavera.

Daniel, mientras tanto, estaba sentado en la sección de archivos del edificio central de la Biblioteca Pública de Toronto, hojeando la letra B de la guía telefónica de París. De vez en cuando pedía a su secretaria que le bloqueara una hora adicional durante el almuerzo o a primera hora de la mañana para poder ocuparse de sus asuntos personales. Y es que, después de ocho años pasando consulta privada, el negocio empezaba por fin a dar sus frutos. Aunque en un principio hubo quien desconfió de ese nuevo rostro, dudando de que aquel muchacho pudiera ser realmente un médico competente por mucho que fuera hijo del doctor Segal, el cirujano que operaba en el Mount Sinai, algunos terminaron por tomar afecto al joven médico. Entendían que era un hombre preparado y podían confiar en que, al menos, mantendría con vida a sus pacientes. Aunque los años en que Daniel tenía apenas clientes para llenar una jornada de trabajo, por no hablar de una semana, habían quedado atrás, todavía le resultaba bastante fácil encontrar un pequeño hueco en su agenda.

Nunca habló de esas pequeñas ausencias a Sarah. A pesar de que trabajaba en ese proyecto con el permiso de ella, no contaba con su participación activa, y le parecía que era mejor no informarle con excesiva regularidad de sus actividades hasta que pudiera mostrarle algún resultado. Llegó incluso a pedir a la señorita Beauséjour, la joven francesa que atendía en la consulta del doctor Whitting, que tradujera las cartas que escribía, para evitar así alimentar las expectativas de Sarah o remover sus recuerdos. «Cher monsieur: Je vous écris de la part de ma femme…»

Terminó en la biblioteca, regresó a la consulta para atender al paciente de las 2:15 que sufría asma, y pasó el resto de la tarde con saludables bebés de varias edades. Dejó la consulta a tiempo para tomar el metro de las 5:30 en dirección norte y llegó puntual a casa, exactamente a las seis menos diez.

—Oh, qué bien que estás en casa, Daniel. ¿Dónde tienes la chaqueta?

Sarah parecía sorprendida al ver aparecer a su esposo en mangas de camisa. Daniel se miró los brazos.

—Supongo que la he olvidado en la consulta. Hace calor.

—Pero todavía no ha llegado el verano. En esta época del año uno nunca sabe cuándo va a refrescar de improviso. Y qué pensará la gente… un médico en mangas de camisa. No está bien.

—Pensarán simplemente que hace calor esta tarde.

—¿Qué harás mañana por la mañana? ¿Qué te pondrás para ir a la consulta? Oh, pero si acababa de llevarla al tinte.

—Bueno, puedo ponerme la de cuadros y traer la otra a casa cuando vuelva por la noche.

Daniel había empezado a preguntarse si no se habría olvidado la chaqueta en la biblioteca y en silencio empezó a planear cómo pasaría a buscarla en uno o dos días sin que Sarah volviera a reparar en su ausencia.

—¿Qué hay para cenar? —preguntó en un intento por distraerla.

—Pescado. He preparado lenguado… y una sorpresa. Una delicia. Mira… —Sarah cogió uno de los espárragos blancos de la tabla de cortar en la que había estado tallando cuidadosamente los extremos más gruesos con un pelador de zanahorias.

—¿Qué es?

—Un espárrago. Un espárrago auténtico. De los blancos. Vienen de Francia. El señor Lombardi los tenía en su tienda esta mañana y no he podido resistirme. Cuando era niña los comíamos a menudo…

—Pondré la mesa —respondió Daniel, cogiendo los cubiertos.

—Oh, no. Pon los cubiertos de pescado —dijo Sarah con cierto asomo de irritación, alcanzándole para enseñarle los utensilios que quería.

Sentados a la mesa, Sarah intentó quitarse de la cabeza la cuestión de la chaqueta perdida mientras Daniel se esforzaba por apreciar el sabor de la cena especial, y pasar así la noche en tranquila compañía. Sin embargo, distraída por sus pequeñas preocupaciones, Sarah había olvidado decirle lo que realmente la preocupaba. Se acordó de ello esa noche cuando ya se habían acostado.

—¿Daniel?

—Hmmmm…

—Este mes se me ha retrasado tres días.

Después de ocho años de matrimonio, Daniel era muy cauto a la hora de alimentar las esperanzas de ambos.

—Ya veremos, cariño. Ya veremos —le tomó la mano, la estrechó y la soltó antes de volverse de espaldas para conciliar el sueño.

Aproximadamente cuatro meses después, una tarde de finales de verano, Sarah cortaba con esmero unos tomates de mesa en traslúcidas rodajas con el cuchillo más afilado que tenía en la cocina cuando sonó el teléfono. Era septiembre y el señor Lombardi había puesto ya a la venta con orgullo unas cestas de mimbre llenas de grandes tomates de la zona. Cada uno de ellos era un globo perfecto de color rojo intenso cuya anhelante pulpa amenazaba con brotar violentamente bajo el botón verde que lo coronaba. Su sabor combinaría acidez y dulzura a la perfección; la textura equilibraría una complaciente firmeza con una embriagadora blandura. Esa mañana, Sarah había escogido con detenimiento los frutos de las cestas, seleccionando los especímenes más redondos y maduros para la cena de Daniel.

Sarah y el señor Lombardi estaban cada vez más de acuerdo en la importancia de la fruta de temporada. En un primer momento, cuando las maravillas de California, de Sudamérica e incluso de Sudáfrica y de Europa habían empezado a aparecer en el supermercado, Sarah las cogía y las metía sin dudarlo en su bolsa de la compra. Sin embargo, a menudo se sentía decepcionada: su sabor dejaba mucho que desear. Aunque jamás se lo dijo al señor Lombardi, los espárragos que conservaba en el recuerdo tenían un sabor más fragante que los que el tendero le había vendido la primavera anterior. Era como si en cierto modo su sabor se hubiera disipado durante el vuelo trasatlántico. En el supermercado, las grandes fresas californianas podían ya encontrarse en el mes de abril, dos meses antes de que aparecieran las locales, pero eran acuosas y poco consistentes. Los tomates podían comprarse en cualquier época del año, aunque estaban duros y todavía verdes, y cuando Sarah intentó madurarlos en el alféizar de la ventana, descubrió que simplemente su textura se tornaba más leñosa. Nadie más parecía reparar en ello o darle la menor importancia, pero Sarah no se conformaba. Se había convertido en una gran experta en las estaciones, y en la clienta que el señor Lombardi más apreciaba, y sabía que era justo en esa época, en agosto y septiembre, cuando los tomates merecían la pena: cortados en finas rodajas y aliñados con una pizca de sal.

No obstante, cuando cortó el primero, no estaba del todo concentrada en la tarea que tenía entre manos, sino distraída imaginando que recibía una llamada de la policía.

—¿La señora Segal? ¿Es usted la esposa del señor Daniel Segal?

Sarah daría una respuesta educadamente afirmativa.

—Siento decirle que ha ocurrido un accidente…

Sarah conservaría la calma. Después, la gente lo comentaría, admirando su autocontrol. Mantendría la calma mientras le comunicaban la noticia, iba en coche al hospital y corría hasta la cama de Daniel.

Eran las 18:40 y Daniel llegaba a cenar con diez minutos de retraso. Sarah estaba preocupada. Daniel ponía todo de su parte para no llegar nunca tarde. Sabía cuánto la molestaba cualquier demora, pues provocaba en ella preocupación. Sarah siempre se temía lo peor. De ahí que, a fin de combatir sus temores, jugara a veces a ese pequeño juego mental: imaginar lo peor. A Daniel le había atropellado un coche cuando cruzaba la calle a la salida de la consulta y en ese momento estaba ingresado en algún hospital del centro. O quizá el metro en el que viajaba había descarrilado y Daniel formaba parte del enmarañado caos de pasajeros mientras las ambulancias acudían a la escena del accidente.

Sarah había descubierto que en la vida las cosas no eran exactamente como uno las imaginaba. Sin ir más lejos, había ensayado mentalmente y por anticipado el día de su boda durante todo un año para descubrir que el acontecimiento real nada había tenido que ver con sus fantasías: un borrón de luz y de oscuridad, de frío y de calor, de dolor y de alegría, muy poco parecido al sereno desfile que había anticipado. Aplicando esa misma lección a los días más tristes o simplemente más mundanos de su calendario, calculó que, si lograba imaginarse el accidente de Daniel con macabro detalle, hallaría a buen seguro una explicación distinta a su retraso. Aun así, el juego no siempre lograba su objetivo, pues Sarah poseía una poderosa imaginación y en ocasiones lo único que conseguía enfrentándose a sus temores era alimentarlos. De todos modos, la alternativa, esto es, una mente plácida y vacía, capaz de tomarse las cosas como venían —y solo cuando venían—, escapaba por completo de su alcance.

Ese día el juego estaba saliéndole bastante bien: mientras entretejía su conversación con la policía con lo que a su entender era una abundancia de detalles realistas, sonó el teléfono, despertándola tan bruscamente de su ensueño que su mano resbaló y el cuchillo se deslizó sobre la primera falange del dedo corazón de su mano izquierda. Sarah se estremeció y jadeó a la vez, llevándose instintivamente el dedo a la boca. El sabor de la sangre resultó agradablemente metálico, pero la cantidad se le antojó cuanto menos alarmante. El teléfono seguía sonando. Sarah se volvió, sin saber muy bien qué hacer, al tiempo que el pánico se apoderaba de ella. El teléfono insistió y Sarah se dio cuenta de que tenía la boca llena de sangre. El teléfono sonó una vez más. Ella se volvió, cruzó la cocina y descolgó el auricular con la mano ilesa.

—Hola, soy yo…

Sarah, que seguía con el dedo sangrante en la boca, gimió en el auricular como un animal herido.

—¿Sarah?

Sarah volvió a gemir, esta vez viendo que la sangre le manchaba la barbilla.

—¿Sarah? ¿Eres tú? ¿Qué ocurre?

Por fin, se quitó el dedo de la boca.

—Estoy sangrando —liberada por fin de la succión que aplicaba sobre ella con la boca, la herida había empezado a sangrar más profusamente y la sangre goteaba ya sobre la mesita del teléfono.

—¿Sangrando? Bueno, eso es… —Daniel guardó un instante de silencio, entendió que quizá había comprendido mal y reculó—. ¿Qué quiere decir que estás sangrando?

—Hay sangre por todas partes, Daniel. Tú no llegabas y me he puesto a cortar tomates y se me ha resbalado el cuchillo… —iba alzando cada vez más la voz con cada queja.

—¿Te has cortado?

—El dedo. Estoy sangrando. Hay tanta san…

—Intenta calmarte, Sarah. Es solo el dedo. ¿La sangre sale a chorro?

A fin de cuentas Daniel era médico.

—No, pero hay mucha.

—Ya, bueno, hay mucha, pero si te hubieras cortado un músculo o hubieras tocado hueso no estarías hablando conmigo.

—Pero sangra…

—Deja el teléfono encima de la mesita y ve a buscar un trapo. Enróllatelo en el dedo y asegúrate de que quede bien sujeto y de que apriete bien el dedo. Luego vuelve, ¿de acuerdo? ¿Puedes hacerlo por mí?

—Lo intentaré.

La línea quedó en silencio mientras Sarah seguía las instrucciones de su esposo.

—De acuerdo. ¿Todo controlado?

—No lo sé. Ahora no lo veo porque está cubierto por el trapo —habló visiblemente malhumorada.

—Bien, mantenlo así hasta que llegue a casa. Te llamaba para decirte que me retrasaré. La señora Katz ha aparecido en la consulta a las seis, suplicándome que la atendiera. Su pequeño sigue con los cólicos y ella está fuera de sí. En cualquier caso, estoy a punto de salir. Llegaré dentro de veinte minutos. Quédate quieta y te vendaremos el dedo en cuanto llegue.

—Veinte minutos. ¿No podrías tomar un taxi? Sigo sangrando. La sangre ha empapado la toalla. Daniel…

—Intenta calmarte. Llegaré lo antes que pueda.

Daniel normalmente dejaba su Ford 1958 en el garaje, reservándolo para los recados y las visitas del fin de semana, y tomaba el metro para recorrer las escasas tres paradas de Yonge Street que separaban la consulta de su casa. Esa noche, tras desestimar preocupadamente el gasto adicional por considerarlo necesario a tenor de las circunstancias, paró un taxi delante de la clínica y llegó a casa diez minutos más tarde. Corrió a la cocina y encontró a Sarah sentada todavía junto al teléfono, acunando sobre su regazo la mano envuelta en el trapo manchado. Daniel fue en busca del botiquín del cuarto de baño, le vendó el dedo —de hecho, era un corte bastante pequeño que para entonces había dejado de sangrar—, le lavó la sangre que tenía alrededor de la boca y la instaló en el salón con una taza de té mientras él calentaba los restos de sopa para la cena y terminaba de cortar los tomates.

—Daniel… —le llamó Sarah desde el salón—. Echa un poco de sal a los tomates, ¿quieres? Saben mejor con un poco de sal. No mucha. Apenas una pizca. El salero está en el alféizar.

Daniel suspiró, cogió el salero y siguió las instrucciones de su esposa.

Esa noche en la cama, cuando Sarah por fin se durmió con la mano herida sobre una almohada que él le había llevado porque ella se quejaba de que el dedo seguía doliéndole, Daniel llegó a la conclusión, como le ocurría cada vez más a menudo, de que no había sido un buen día.

Los días buenos eran aquellos en los que no ocurría nada que turbara a Sarah: cuando no se cortaba el dedo, ni se torcía un dedo del pie o se resfriaba, o simplemente creía estar resfriándose. Eran esos días en que Sarah encontraba en el supermercado todos los ingredientes que necesitaba. El día en que ningún cartero nuevo, esto es, un cartero al que ella no hubiera reconocido, aparecía para entregar un paquete, obligándola a llamar a Daniel a la consulta para preguntarle si debía o no abrir la puerta al desconocido; o cuando estaba en mitad de su ciclo, de modo que ni el preocupante retraso del período, ni su decepcionante llegada y tampoco los calambres que a veces lo acompañaban, la molestaban; o cuando no había leído algún artículo en el periódico que predecía un mal augurio para la economía, u otro que insistía en que había demasiados médicos en la provincia de Ontario para que todos pudieran trabajar. O un día en que Sarah no estuviera preocupada por la posibilidad de una guerra nuclear. Esos eran los días buenos.

Era el propio Daniel quien había concedido a Sarah el lujo del miedo.

A sus treinta y tres años, a Sarah le resultaba imposible creer que en su día hubiera sido una joven capaz de comprar un pasaje a Europa, viajar en barco a Francia sin compañía alguna y pasar semanas sola buscando información sobre el paradero de sus padres. A pesar de que fuera de casa era normalmente una mujer de una gran compostura —de hecho, el leve halo de retraimiento que mostraba hacia los acontecimientos que ocurrían a su alrededor provocaba a menudo que los demás vieran en su actitud la de una esnob—, desde que había conocido a Daniel el valor interno había dejado de ser necesario, pues formaba parte del territorio de Daniel. Poseedor de una calmada seguridad en sí mismo, le habían educado para ayudar a los demás, y había hecho de ello su deber y su alegría, y en los años de la posguerra, cuando los oficiales de inmigración empezaron poco a poco a aceptar a los refugiados europeos, a los que en su día habían mantenido arrinconados, no parecía haber una persona más indicada a la que ayudar ni muchacha más delicada a la que amar que la callada y resoluta Sarah Simon. La quebrantada historia de la joven resultaba inmensamente atractiva a ojos de Daniel y anheló sanarla con la misma certeza con la que curaría los dolores de garganta y los huesos rotos de sus pacientes.

A la mañana siguiente del día en que Sarah se había cortado el dedo, Daniel salió temprano de casa, tomó el metro hasta King Street y se unió a una pequeña cola delante del mostrador de información del consulado alemán. La cola avanzaba con rapidez. Al otro lado del mostrador, un funcionario dispensaba solicitudes de visados y folletos turísticos con rápida precisión, hasta que le tocó el turno a la joven que estaba delante de Daniel. Estaba a punto de viajar a Alemania con un visado de estudios, o al menos eso fue lo que Daniel pudo colegir de la mitad de la conversación mantenida en inglés, pero como la muchacha parecía empeñada en demostrar al funcionario de aspecto aniñado que hablaba alemán, expresando a trompicones sus requerimientos a pesar de las respuestas en impecable inglés del oficial, la transacción llevó más tiempo del necesario. Por fin la muchacha consiguió la información sobre las vacunas e inoculaciones requeridas —los términos para el tifus y la difteria le resultaron esquivos— y se marchó, no sin antes dar las gracias al oficial por su amabilidad, de asegurarle en inglés que estaba deseosa por emprender su viaje y de despedirse con un alegre auf wiedersehen. Daniel avanzó entonces hasta el mostrador.

—Quería solicitar cierta información…

Su voz sonó demasiado alta en el reverberante vestíbulo delantero del consulado. Daniel vaciló, se aclaró la garganta y volvió a intentarlo, aunque esta vez con un tono de voz más suave, aunque no exento de decisión.

—Busco información sobre indemnizaciones para víctimas de la guerra.

—Sí, señor. Le traeré los formularios. Aguarde un minuto, si es tan amable.

El oficial se volvió hacia un armario que tenía a su espalda, abrió un cajón y empezó a rebuscar entre distintas carpetas. Al parecer no conseguía encontrar lo que buscaba, de modo que, tras volverse hacia Daniel e indicar con un gesto que tardaría un instante más, se dirigió hacia una puerta cerrada, llamó y entró. La mujer que estaba de pie detrás de Daniel en la cola movió impacientemente los pies. Alguien tosió. Un par de minutos más tarde, el oficial volvió a aparecer con una colega mayor que él, una mujer de mediana edad vestida de un severo tono gris. La mujer se dirigió hacia el mostrador e inclinó la cabeza para hablar con Daniel.

—La persona que va a cursar la solicitud, es decir… —su voz, que ya entonces era apenas audible, se desvaneció.

—Mi esposa —la apremió Daniel.

—Sí, su esposa. ¿Es…? ¿Era…? ¿Perdió alguna propiedad? ¿Fue internada?

—Sus padres murieron en los campos.

—Sí, pero entiendo que también a ella la internaron, ¿no es así?

—No, ella logró escapar. Huyó aquí, a Canadá.

—Ah, en ese caso es hija de una víctima —la mujer se volvió hacia el mismo armario en el que su colega había estado buscando, sacó una carpeta y se la enseñó a Daniel—. Son estos formularios —acto seguido regresó al mostrador y se dirigió delicadamente a Daniel—. Puede rellenar una de estas solicitudes, pero debo advertirle de que el Gobierno alemán está pagando indemnizaciones a los herederos de las víctimas en no muchos… hum… en un número muy limitado de casos. La mayor parte del dinero se destina a los supervivientes. Lea la solicitud, ¿de acuerdo? Y si desea más información, puede llamarnos por teléfono. El número está impreso en la solicitud. Aquí. O también puede… puede pedir información al Congreso Judío Canadiense. Ellos también tramitan estas solicitudes, ¿de acuerdo?

Daniel asintió, aunque ya conocía ese dato. Las oficinas del Congreso estaban situadas en la zona alta de la ciudad, al oeste de su casa, y tendría que coger el coche para ir hasta allí. El consulado le quedaba más a mano. No sin cierto asomo de desafío, había decidido que no había motivo alguno para que lo evitara.

La mujer prosiguió.

—Además, señor, debería saber que el Gobierno alemán ha anunciado una fecha límite para todas las solicitudes. El plazo termina el año que viene —la mujer parecía querer disculparse por algo con su sonrisa cortés y levemente vacilante—. El programa lleva ya en activo más de diez años.

—Sí, me he enterado de lo del término del plazo.

Y esa era precisamente la razón que explicaba la presencia de Daniel en el consulado. La semana antes se había fijado en una historia que había aparecido publicada en el Canadian Jewish Chronicle según la cual el Gobierno alemán estaba firmemente decidido a mantener la fecha límite del 31 de diciembre para las solicitudes dirigidas a sus fondos destinados a indemnizaciones. Si Sarah quería cursar su solicitud, no podía demorarla más. Daniel no recordaba cuánto tiempo hacía que estaba al corriente de las indemnizaciones —debía de haber oído hablar de la provisión de fondos alemanes más o menos en la fecha en que había tenido lugar su boda con Sarah—, y muy poco después de casados había apremiado a Sarah para que cursara una solicitud. Ella se había negado discretamente.

—No necesito la caridad de los alemanes —había dicho, zanjando el tema con una mirada de frío orgullo que en ocasiones asomaba a su rostro cuando sentía que alguien se mostraba condescendiente o despreciativo con ella, y que Daniel había llegado a odiar. Aunque la cuestión había quedado así inconclusa, Daniel había vuelto a apuntar el tema el año anterior, convenciéndola para que le permitiera empezar a investigar qué había sido de la propiedad que los padres de Sarah tenían en Francia. No había sido tarea fácil: Sarah no tenía su partida de nacimiento, y mucho menos registros bancarios o documentación de la compañía de seguros, y no sabía si sus padres eran los dueños del apartamento de París o si lo alquilaban. Había concedido pasivamente su autorización— «Si crees que merece la pena, cariño…» —al proyecto francés de Daniel, quien no había tenido el valor de abordar de nuevo la cuestión de las indemnizaciones alemanas. Daniel había acometido este asunto sin contar con ella, pues consideraba que, si finalmente averiguaba que merecía la pena que Sarah cursara su solicitud y que podían ofrecerle una suma concreta, quizá ella cambiaría de opinión. Cogió la solicitud, dio las gracias a los dos funcionarios alemanes y salió del consulado hacia su consulta justo a tiempo para atender al paciente de las 9:45.

Mientras tanto, Sarah intentaba aparcar el coche delante de un parquímetro de Bloor Street, pero había calculado mal el ángulo y se había encontrado con que la rueda posterior derecha golpeaba contra la acera. Frustrada, volvió a salir a la calle al tiempo que intentaba recordar lo que Daniel le había dicho sobre algo que debía aparecer o desaparecer en el espejo retrovisor, aunque no consiguió pillarle el truco y volvió a dar con la rueda contra el bordillo. Azorada, se dio por vencida, abandonó la plaza de aparcamiento y encontró otra a dos calles de allí en la que no tenía ningún coche delante, de modo que pudo meterse directamente de frente. Bajó entonces del coche, intentó descifrar las instrucciones del parquímetro para poder calcular la tarifa correspondiente, se decidió por una moneda de diez céntimos, que cogió del monedero e introdujo en la ranura. Acto seguido echó a andar las tres calles que la separaban de su destino, con tiempo aún de llegar a su cita de las diez en la peluquería.

Mientras caminaba, se alisó la falda con la mano izquierda y distraídamente se percató del modo en que la leve aspereza de la lana se frotaba contra la tela del vendaje que Daniel le había puesto en el dedo la noche anterior. Se trataba de uno de esos vendajes modernos e impermeables hechos de plástico y no de tela. Últimamente todo era de plástico. Respiró despacio y dejó que la frustración provocada por las dificultades en la maniobra de aparcamiento la abandonara a fin de poder entrar en la peluquería dando muestras del mayor grado de compostura, pues nada era más fácil que sufrir el desaire de una peluquera, y llegar acalorada y molesta no era desde luego la mejor forma de aparecer en el salón. Dejó que su mente flotara un poco sobre la calle y fue entonces cuando se dio cuenta de que la luz había vuelto a aparecer. Esa luz clara. Sí, una leve sombra de gelidez impregnaba el aire. La humedad que durante todo el verano coronaba la ciudad de Toronto había desaparecido y esa nueva claridad pareció invadir el alma de Sarah, inflamándola de blandas esperanzas, infringiéndole un dolor minúsculo y agudo, haciéndola avanzar y retroceder a la vez, apartándola del presente y depositándola en un lugar que era pasado y futuro al mismo tiempo. Se detuvo durante un instante, cerró los ojos, volvió a abrirlos y, barriendo mentalmente la sensación que acababa de embargarla, dio los últimos tres pasos que la separaban de la peluquería y empujó la puerta.

Esos pequeños episodios eran frecuentes en su vida. Si bien sabía racionalmente que vivía en Toronto y que viviría allí hasta el fin de sus días, era asimismo incapaz de creer que jamás regresaría, si no al lugar de su infancia, sí a ese tiempo. Le costaba creer que el pasado hubiera quedado zanjado y que esa era, sobre todo para ella, una experiencia sensorial. Poco después de su llegada a Canadá, se había dado cuenta de que la luz y la temperatura mostraban una relación opuesta a la que tenían en Francia, donde el sol provocaba calor y las nubes, frío. Durante el invierno de Toronto, cuando brilla el sol y el cielo es azul y sin nubes, los oriundos llevan sombrero y se ponen una bufanda sobre el cuello del abrigo, pues el termómetro ha descendido hasta muy por debajo de cero. Sin embargo, los días nublados son más calurosos. Son esos días en que las nubes aíslan la ciudad del aire procedente del Ártico, que permanece a gran altura. En primavera, la atmósfera se despeja brevemente, pero en junio, cuando llega el auténtico calor, desciende un velo sobre Toronto y la atmósfera se vuelve húmeda y velada, y así sigue durante el resto del tórrido verano.

Poco a poco, Sarah había logrado reconocer e incluso habían llegado a gustarle esos efectos de luz y temperatura tan típicamente canadienses. Conocía bien esos días de principios de verano en los que el cielo es inmenso, las algodonosas nubes se ciernen, inmóviles, en las alturas y el verde del césped y de los márgenes es tan intenso que parece irreal. O, sentada en casa hacia el mediodía de un soleado día de febrero, había logrado familiarizarse con el particular olor y el color del calor, ligeramente impregnado de un amable olor a polvo y aun así resplandeciendo con una luminosidad en nada parecida a la atmósfera que lo envuelve cuando sale de los conductos de ventilación para calentar la casa.

No obstante, si al salir a la calle una mañana de mayo ligeramente calurosa reparaba en la sombra de un árbol, afiladamente perfilada por el sol renovado de la primavera; si al pasar bajo las amplias ramas de un castaño en octubre su zapato tropezaba con una lustrosa castaña, haciéndola rodar por el suelo; si al entrar en el metro la saludaba un chorro de aire caliente; o si, como le había ocurrido ese día, percibía cierta extraña cualidad en la luz ante el primer asomo del otoño, la agonía del recuerdo le atravesaba el corazón, obligándola a detenerse sobre sus pasos, y se quedaba inmóvil durante un instante con los ojos firmemente cerrados, hasta que se sentía lo bastante fuerte como para seguir adelante. La primavera en los bulevares, el otoño en el Bois, el sol de finales de verano, el olor a hollín del metro… ese era el paisaje y los olores del mundo que había perdido.

En el presente que tenía en Toronto, la vida de Daniel, la casa y las compras, algunos amigos, los encuentros con Clara y con Lionel y con los hermanos de Daniel y sus esposas, las visitas a la biblioteca, a la peluquería, a la sinagoga algunos sábados… en esa vida, el mes de noviembre se había convertido para Sarah en su favorito… por perversas razones. Era el mes en que el dolor por fin había pasado, la luz no podía seguir hiriéndola con su intensidad, con su difusa familiaridad ni tampoco con su desagradable novedad; el aire no la llenaba ya de nostalgia ni de anhelo. Tras la promesa de mayo y la decepción de septiembre, era un tiempo neutro en el que no se sentía atormentada por las comparaciones y que le permitía refugiarse en casa, en un estado de amnesia sensorial, y vivir inconscientemente durante un tiempo.

Una mañana de ese mes de noviembre, durante el desayuno, se sintió lo bastante tranquila como para decir despreocupadamente a Daniel, mientras le veía meter apresuradamente unos documentos en su maletín:

—¿Has tenido noticias de Francia?

—No, ninguna —fue la única respuesta de Daniel.

Esa mañana, en su consulta, Daniel encontró un gran paquete procedente de la Sociedad por la Lucha para la Obtención de Indemnizaciones Materiales de Judíos contra Alemania, una organización con sede en Nueva York. Se trataba de la Asociación de Lucha para la Obtención de Indemnizaciones a la que el Congreso de Judíos Canadienses le había remitido, y el sobre estaba lleno de información sobre el proceso de solicitud de indemnizaciones. Cómo encontrar partidas de nacimiento extraviadas. Cómo conseguir certificados que establecieran presuntas muertes. Cuándo contratar a abogados locales. Cómo abordar a los bancos. Quién podía ser candidato a recibir indemnizaciones del Gobierno alemán. La información incluía una copia de la solicitud que Daniel ya había obtenido en el consulado alemán y que seguía, todavía sin rellenar, entre las carpetas de su consulta.

Fue en febrero, tres meses después, cuando recibió una respuesta personal de la Sociedad de Indemnizaciones en la que se le aconsejaba sobre el caso de Sarah. La respuesta le esperaba en la consulta un martes por la mañana cuando llegó al trabajo. Podría haberla recibido el día anterior, pero no había pasado por la consulta el lunes. A pesar de que le había costado Dios y ayuda poder aparecer en la consulta el martes, se había arrastrado hasta allí. Había guardado cama los tres días anteriores, intentando recuperarse de una lumbalgia que había contraído el sábado por la mañana mientras apartaba el hielo de la cochera con una pala para poder asistir a la sinagoga. Sarah y él iban a la shul de vez en cuando, pues a los padres de Daniel les gustaba verlos allí, aunque, si siguieran los preceptos, deberían haber dejado el coche en casa ese día. Lionel y Clara siempre iban a pie, por mucho frío que hiciera. Claro que vivían cerca del templo. Sin embargo, como muchos de los miembros de una congregación que con el tiempo se había ido repartiendo por la ciudad, Sarah y Daniel se habían mudado de casa, y así, cuando años atrás el rabino Cohn se jubiló, su sucesor se apresuró a convenir que estaba permitido conducir durante el Sabbath, al menos para asistir a la shul. Eran muchos los que ya lo hacían. De ahí que Daniel se hubiera puesto a apartar la nieve del camino de acceso a la casa cuando sintió el crujido en la espalda.

Sarah estaba todavía ocupada en el cuarto de baño del piso de arriba cuando Daniel subió cojeando los escalones que llevaban a la entrada, abrió de un empujón la puerta y gritó:

—Sarah. Baja a ayudarme.

Sarah tenía el grifo abierto y no le oyó.

—¡Sarah! —gritó Daniel, empezando a desesperarse—. Baja. Me he hecho daño en la espalda.

—¿Qué? ¿Eres tú? —Sarah asomó la cabeza por la puerta del baño y gritó hacia las escaleras—: ¿Has podido poner en marcha el coche?

Aunque la noche anterior había nevado copiosamente, el cielo estaba despejado esa mañana y la temperatura había caído en picado, haciendo que la ciudad tuviera que excavar para abrirse paso por sus calles en gélidas condiciones. El termómetro que Sarah tenía al otro lado de la ventana de la cocina marcaba 18 grados bajo cero.

—No es el coche. Soy yo. Baja a ayudarme. Me he hecho daño en la espalda.

Al oír la palabra «daño», Sarah bajó corriendo las escaleras.

—Santo Dios. ¿Qué te pasa? ¿Estás bien? ¿Qué ha ocurrido?

Daniel se había arrodillado en el suelo del vestíbulo y estaba apoyado contra el pequeño banco en el que ambos se sentaban para ponerse y quitarse las botas en invierno. No había cerrado del todo la puerta de entrada y cuando Sarah se acercó corriendo hasta él, un viento glacial sopló desde fuera y la habría abierto de par en par de no haber estado bloqueada por el cuerpo de Daniel.

—Daniel. No has cerrado bien la puerta. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué tienes? —Sarah se inclinó sobre él para cerrar bien la puerta y acto seguido se agachó para tocarle, visiblemente preocupada. En cuanto su mano frotó la espalda de Daniel, él dejó escapar un grito de dolor.

—Es la espalda. He cargado la pala y debo de haberme torcido algo al descargarla.

—¿Y qué hago? ¿Puedes moverte? Tienes que subir a la cama. ¿Puedes levantarte?

Sarah le ofreció la mano y él intentó levantarse, pero en cuanto empezó a moverse, ella se dio cuenta de que Daniel seguía llevando las botas de goma encima de los zapatos.

—Las botas. Vas a dejarlo todo perdido de nieve si no te las quitas.

—No puedo quitármelas. ¿Puedes hacerlo tú? —dijo Daniel, volviendo a derrumbarse sobre el banco.

Sarah se agachó torpemente, pues no quería ponerse de rodillas con la falda y las medias sobre el frío suelo de linóleo, y tiró primero de una bota y después de la otra desde los zapatos que asomaban por debajo del cuerpo arrodillado de Daniel. Luego se incorporó, las colocó en la repisa de las botas y se volvió hacia él, tendiéndole las manos.

—Tenemos que contratar al chico que utilizan los Browning —se quejó. A los vecinos jamás se les veía limpiando su camino privado. De eso se encargaba un hombre que aparecía con una camioneta—. Esto no habría pasado si no te empeñaras en hacerlo todo tú solo.

Mientras ella decía eso, Daniel fracasó en su intento por levantarse y volvió a derrumbarse sobre sus rodillas con otro gemido.

—Tienes que levantarte. ¿Qué voy a hacer? Tenemos que subirte a la cama. Quizá debería llamar al hospital. Voy a llamar a urgencias.

Sarah sorteó a Daniel y se dirigió hacia el teléfono del salón.

—Por favor, Sarah. No necesito un hospital. Solo necesito guardar cama hasta que se me pase. ¿Podrías salir y apagar el motor? Estaba calentando el coche.

—¿Quiere eso decir que ha estado encendido todo este rato? No deberías haberlo dejado encendido. Podría haber venido alguien y habérnoslo robado.

—Estará exactamente donde lo he dejado. Apaga el motor y guarda la pala. Me quedaré aquí hasta que vuelvas.

Sarah buscó sus botas y un abrigo, se los puso y salió apresuradamente. Regresó al cabo de unos minutos, helada y aturdida.

—¿Qué vamos a hacer con el coche? Todavía queda demasiada nieve para poder sacarlo del camino.

—Ya nos ocuparemos de eso después. Dame la mano y volveré a intentarlo.

Entre gemidos, gruñidos y las preocupadas muestras de ánimo por parte de Sarah, Daniel logró llegar a las escaleras. Cuando levantó un pie hacia el primer escalón, soltó un grito de dolor, pues el movimiento de la pierna lanzó reverberaciones hasta la zona lumbar de su espalda. Sorprendida, Sarah retrocedió alarmada.

—¿Estás bien? No sé qué hacer. ¿Qué vamos a hacer? Estoy mareada. Esto es horrible. ¿Qué voy a hacer? Creo que necesito sentarme —había empezado a levantar la voz y, detrás de Daniel, corría de un lado al otro del vestíbulo con cada frase como un animal aterrado por la presencia de un depredador.

Daniel se agarró con fuerza a la barandilla, inspiró hondo y habló con firmeza.

—Sarah, ve a la cocina y prepara dos tazas de té. Yo subiré. Para cuando el té esté a punto, ya habré llegado al dormitorio. Entonces podrás subir con el té y ayudarme a acostarme. Necesito tumbarme boca arriba, eso es todo.

—¿Estás seguro? Creo que deberíamos llamar al hospital. Oh, Daniel, esto es terrible.

—No te preocupes. Se me pasará —y manteniendo el equilibrio con ayuda de la mano izquierda, tendió la derecha y tocó con suavidad la manga de Sarah, que seguía inmóvil a su lado—. No hay nada de qué preocuparse. La gente se lesiona la espalda constantemente paleando nieve. No es más que una lesión muscular. Estaré bien en un par de días.

—No deberías haber paleado la nieve. Deberíamos haber pagado al chico para que lo hiciera. Nunca piensas en mí. ¿Qué sería de mí si te hicieras daño?

—Por favor, prepara el té —Daniel estaba empezando a darse cuenta de que subir las escaleras iba a ser una ardua tarea. No era solo que no deseara la ayuda de Sarah; ni siquiera quería que ella le observara. Sabía que con ello solo conseguiría preocuparla todavía más. Por fin, ella se retiró a la cocina y él pasó cinco agonizantes minutos hasta subir al dormitorio, presa del dolor con cada escalón.

Sarah volvió a aparecer, sin el té, cinco minutos más tarde.

—Daniel… —habló con voz vacilante, como una niña que quisiera pedir un favor—. Daniel, ya sabes que a veces, cuando estoy nerviosa, me llega el período uno o dos días antes. Creo que… —empezó, quedándose en la puerta del dormitorio.

—No te preocupes. Puedo hacerlo solo. Tú cuida de ti. Pero quítame los zapatos antes de irte, ¿quieres?

Respirando pesadamente con el inminente dolor de la menstruación, Sarah se agachó, le desabrochó los zapatos, le quitó los calcetines y también los pantalones.

—Bien. Yo me encargo del resto. Cuando tengas un segundo, hay aspirinas en el botiquín. Tráeme el frasco y un vaso de agua.

Sarah retiró el edredón de la cama y se alejó apresuradamente en dirección al cuarto de baño.

Pasó la mayor parte del fin de semana en el cuarto de invitados, martirizada por los calambres menstruales que terminaron por hacerle vomitar la cena que Daniel había conseguido preparar para ambos la noche del domingo. Podrían haber llamado a Clara o a Rachel —las dos mujeres se habrían sentido dolidas de haber sabido que los jóvenes habían estado en apuros y no habían pedido ayuda—, pero Daniel tenía tanto orgullo como Sarah. En vez de pedir ayuda, optaron por arreglárselas solos hasta el lunes; y el martes por la mañana, con la espalda contracturada aunque sin tanto dolor, Daniel pidió despreocupadamente a un vecino que le echara una mano con la pala y le ayudara a quitar el resto de la nieve del camino porque todavía no se veía capaz de llegar andando al metro. Con el camino por fin limpio detrás del coche, se inclinó con cuidado hacia delante para deslizarse en el asiento del conductor y condujo hasta la consulta.

La carta de la Sociedad de Indemnizaciones estaba encima de su escritorio junto con una circular de la delegación provincial del Ministerio de Salud y unas cuantas facturas. Cogió la carta en primer lugar, abrió el sobre con un abrecartas y empezó a leer.

Estimado señor: con referencia a su carta del 25 de noviembre de 1964 en la que describe usted el caso de su esposa, la señora Sarah Segal, nuestro consejo es el siguiente…

Pocas eran las posibilidades de recibir una indemnización del Gobierno alemán, pues los fondos se destinaban prioritariamente a los supervivientes de los campos que habían sido antiguos ciudadanos alemanes. Las indemnizaciones que se habían pagado al Estado de Israel reconocían la pérdida de millones de víctimas que no habían dejado herederos, y la carga que suponía para el Estado integrar a la mayoría de desplazados europeos. Los herederos vivos de las víctimas eran la prioridad última para el fondo de indemnizaciones y las pocas primas concedidas hasta el momento se habían pagado en casos de extrema necesidad. Si el señor Segal seguía interesado en llevar adelante su caso, su esposa debería cursar una solicitud dirigida al Gobierno alemán antes del 31 de diciembre de 1965.

Daniel siguió estudiando la carta durante un rato: volvió a leer la dirección de Nueva York de la Sociedad de Indemnizaciones, se fijó en las letras perfectamente tintadas del texto mecanografiado, hasta que la página empezó a difuminarse ante sus ojos. Por mucho que cavilara diversas respuestas, conocía bien la que daría. No, tan mínima era la posibilidad de éxito que no tenía sentido discutir con Sarah sobre una posible solicitud dirigida al Gobierno alemán, ni tampoco pasar por toda la preocupación y los desacuerdos ineludibles hasta poder convencerla. Abrió un cajón del escritorio, buscó entre las distintas carpetas hasta que dio con la que quería, y metió en ella la carta al tiempo que renunciaba a la idea de la indemnización. Redoblaría sus esfuerzos en Francia y se dirigiría al consulado francés en busca de consejo para recuperar la propiedad del apartamento de la rue de Musset y renovar sus solicitudes a los bancos parisinos.

Daniel no esperaba en ningún caso obtener una lluvia de dinero procedente de una olvidada cuenta de ahorros francesa o de los fondos de indemnización alemanes, como tampoco creía que ese dinero fuera a hacer feliz a Sarah. A decir verdad, ni Sarah ni él estaban especialmente necesitados de dinero: él sabía que en un par de años podría cambiar de coche y preveía un futuro no muy lejano en el que podrían disfrutar de vacaciones anuales en climas más amables. Si seguía con sus averiguaciones era porque su matrimonio no había resultado ser como había esperado. Aunque, ¿qué matrimonio lo es? Estaba convencido de que a esas alturas ya tendría hijos, unos hijos cuyo cuidado y crianza, junto con el ferviente —aunque abstracto— amor con el que Sarah y él se habían recibido en un primer momento, bastaría para satisfacer las necesidades emocionales de ambos. Cuando entendió que el matrimonio estaba perseguido por una sombra de inconclusión, mientras sufría la diaria rutina de las preocupaciones domésticas y los exagerados temores, aparentemente inevitables, de Sarah —algunos difusos e inconmensurables, otros específicos y mundanos—, perfectamente consciente de que esas aflicciones presentes podían ser expresadas solo porque la mayor aflicción de todas permanecía innombrada, quiso pasar a la acción y poner todo su empeño en hacer del suyo un matrimonio tan feliz como lo había imaginado aquel día de 1956 de pie bajo la jupá al lado de Sarah.

Daniel veía que Sarah también ponía de su parte, especialmente al principio, que cocinaba y le quería con dedicación, ya que no con pasión, que mantenía la esperanza en la llegada de un hijo, y recuperaba el optimismo con bravura y rapidez todos los meses al ver que su cuerpo dejaba escapar la sangre espesa y oscura que llevaba dentro. Sin embargo, durante el quinto, el sexto, el séptimo y por fin el octavo año de matrimonio, Daniel la veía cada vez más ansiosa, como si el miedo fuera su único modo de experimentar la vida. Quizá, con los años, Daniel admitiría su candidez al creer que podía hacer feliz a otro ser humano, y se daría cuenta de que era tan incapaz de poner fin a la aflicción de Sarah como de atajar los cánceres que devoraban a los agonizantes ancianos que él enviaba a los pabellones del hospital, pero de momento se negaba a reconocerlo en la vida que Sarah y él tenían juntos, un lugar en el que mantenía la fachada de satisfacción con el buen hacer de un auténtico profesional.

En el fondo de su corazón, y siempre en silencio, sentía la infertilidad de ambos tan dolorosamente como ella, pues sabía que un hijo sería una indudable fuente de compensación, e intentaba propiciarlo como mejor sabía. Incapaz de hacer más en ese sentido —ambos se habían sometido a pruebas de fertilidad y ninguno de sus colegas había encontrado ningún impedimento médico—, se había volcado en la investigación documental como una suerte de acción, en el fondo no del todo inútil aunque tampoco totalmente exitosa, como lo único que se le ocurría que podía ayudar a que su esposa regresara de una vez a la vida.

Un año después de haber iniciado sus pesquisas, exactamente en el mes de mayo, Daniel por fin recibió una respuesta. La carta llegó de nuevo a la consulta, y, exultante con la alegría de la noticia y el placer del primer calor del año, decidió volver andando a casa; recorrió Yonge Street con paso rápido para adentrarse después en las agradables callejuelas adyacentes; atajó por una calle hacia el oeste y subió dos calles más hacia el norte, hasta desembocar por fin varias casas antes de la suya. Localizó de un vistazo su jardín delantero, pues el otoño anterior Sarah, que durante toda su vida había vivido en la ciudad y era una gran desconocedora de los jardines, había plantado bulbos por vez primera, tras pedir consejo a una vecina sobre el día adecuado de octubre para plantarlos, y la profundidad adecuada para colocar esas cosas poco prometedoras que, a sus ojos, parecían poco más que un puñado de cebollas deformes. El esfuerzo de Sarah había sido por fin recompensado con unos narcisos blancos, mientras que las cabezas cerradas de los tulipanes empezaban a ser visibles entre sus amplias hojas.

Daniel subió enérgicamente los escalones delanteros y abrió de un tirón la puerta de entrada, con una fuerza del todo innecesaria, ansioso por dar la noticia a Sarah. Tras los largos meses invernales de misivas de disculpa en las que le informaban de que sus remitentes carecían de cualquier registro que pudiera ser de interés para su esposa, Daniel por fin había recibido esa mañana una respuesta de la Banque Centrale de París.

Cher monsieur… Nos es grato informarle de que la oficina de la Banque Centrale de París situada en la avenue Victor Hugo dispone de una caja fuerte a nombre de Philippe Bensimon. No tenemos constancia de que la caja haya registrado ningún movimiento desde 1942. Dadas las circunstancias, comprendemos que para su esposa resulta difícil conseguir la documentación que normalmente exigimos para abrir la caja. Sin embargo, en estos casos, la política del banco nos permite aceptar declaraciones juradas en lugar de la documentación de rigor. Le ruego tenga la amabilidad de remitir al banco una declaración jurada proporcionada por un abogado y firmada por su esposa en la que quede especificada su fecha de nacimiento y en la que declare que es hija de Philippe Bensimon, que según le consta su padre está muerto y que se considera su única heredera. Menciona usted en su carta unos archivos de la Cruz Roja en los que aparece la supuesta fecha de la muerte de monsieur Bensimon. ¿Podría remitir también al banco copias de esos archivos?

Según demuestra nuestra experiencia en esta suerte de casos, parte de la documentación que normalmente requerimos de un solicitante para abrir la caja aparece entre el contenido de la misma. Una vez el banco tenga en su poder la declaración jurada, propondríamos abrir la caja fuerte en presencia de su esposa antes de tomar nuestra decisión sobre la propiedad de su contenido. Si su esposa no puede viajar a Francia para ese propósito, le pediríamos que nombrara a un representante legal aquí, en París, en cuya presencia pudiéramos abrir la caja. A fin de evitar cualquier conflicto de intereses en estos casos, la política del banco nos impide recomendar a un abogado. Si todavía no tienen a ningún representante legal en Francia, sugerimos que soliciten ayuda en la embajada de Canadá para que desde allí les busquen un abogado local.

Acepte, monsieur, mi más sincero…

Sin embargo, pasaron tres años antes de que Sarah y Daniel hicieran ese viaje a París. En el interior de la caja de seguridad del banco encontraron en efecto la partida de nacimiento de Sarah junto con un puñado de acciones sin valor alguno y un broche de oro que había pertenecido a Sophie. A Daniel se le ocurrió que quizá los Bensimon habían vaciado la caja de otros artículos de valor —posiblemente todas las joyas de Sophie— para financiar la huida de Sarah, intentar comprar su propia seguridad, o simplemente sobrevivir durante los últimos y desesperados meses de 1942.

En ese momento, el hallazgo del broche de oro y el hecho de que Sarah disfrutara de un segundo recuerdo de su madre compensaron las molestias, pero quince años más tarde Daniel abandonaría por fin un tortuoso intento por conseguir que un tribunal francés se pronunciara sobre la legalidad de la venta en 1946 del apartamento del número 22 de la rue de Musset, una transacción efectuada por un propietario cuya escritura no figuraba en el registro de la propiedad del Ayuntamiento del XVIème Arrondissement. Daniel no logró hallar ningún registro de ninguna cuenta bancaria a pesar de sus súplicas a la Banque Centrale, como tampoco logró localizar el paradero del contenido del apartamento. De ahí que los Segal no llegaran a saber que en el día de hoy la familia Delisle utiliza actualmente la cubertería de los Bensimon, comentando de vez en cuando, mientras cortan con una hoja de cuchillo sólidamente fijada a un mango cuidadosamente equilibrado o revuelven con una cucharilla delicadamente adornada con tracería de hojas de parra, que esos hermosos objetos fueron el regalo que recibió su madre, la portera, de manos de una agradecida familia judía a la que había ayudado durante la guerra.

Habrían de pasar tres años para que Sarah y Daniel hicieran ese viaje a París y visitaran el banco de la avenue Victor Hugo, y un día entero para que Daniel se acordara de hablarle a Sarah de la carta, porque esa tarde no fue capaz de comunicarle la noticia. Al entrar apresuradamente en casa, Sarah salió corriendo de la cocina para recibirle.

—He vuelto esta tarde al médico —se le iluminó la cara de júbilo, deseosa de que Daniel adivinara la buena nueva, antes de revelarla—. Estoy embarazada. Está vez estoy embarazada de verdad.

Durante nueve años habían hecho lo imposible por materializar su amor. El lecho que compartían había sido testimonio de pequeñas alegrías y también de pequeñas decepciones, apacibilidad, frustración y placer ocasional. Daniel dejaba escapar un único suspiro cuando eyaculaba; Sarah gemía discretamente durante los breves instantes en que él la acariciaba. Poco a poco, con el paso del tiempo, el afecto había logrado construir lo que la pasión no había forjado: Sarah entendió su embarazo como la señal de que por fin ambos habían madurado sexualmente. Estaba convencida de que, si no había concebido antes, era porque hasta ese momento su cuerpo no había sido capaz de provocar los espasmos que debían plantar la simiente de Daniel en sus entrañas y de acogerla, estremecida, en las profundidades de su vientre.

A ese niño, a ese único hijo fruto de su único embarazo, le llamaría Maxime, y no porque confiara en que el diminuto y arrugado cacahuete que nació poco más de ocho meses después, en diciembre de 1965, fuera a convertirse en un hombre corpulento —ni los Segal ni los Bensimon eran genéticamente altos—, sino porque el pequeño estaba destinado a ocupar un enorme lugar en su vida.

Durante el invierno y la primavera siguientes, mientras le cambiaba despacio el pañal o le preparaba con cuidado un baño de agua tibia, Sarah miraba al recién nacido maravillada: le tocaba delicadamente el diminuto pene que asomaba entre las rechonchas piernas y admiraba su piel rosada, al principio todavía arrugada a causa de su propio vientre pero luego perfectamente lisa, y se repetía una y otra vez el milagro que contemplaban sus ojos: que el pequeño le perteneciera como ella a él.

Sarah percibió ese milagro desde el principio, pocos días después de esa templada tarde de mayo, y lo asimiló como una certeza al final del verano. Y es que, a medida que el niño crecía en su interior, ella tomaba conciencia de las implicaciones de cada punzada, de cada una de las patadas del pequeño y de su propio malestar: Sarah por fin había restablecido los vínculos de la sangre.

PARÍS, 1 DE FEBRERO DE 1898, MARTES

Me preocupa sobremanera que Marcel se esté excediendo con tanta actividad política. Los movimientos de sus intestinos no son lo que deberían y temo que se resfríe saliendo y entrando de las frías calles a los caldeados cafés. El doctor vuelve a dirigir la palabra a sus hijos —es imposible mantener eternamente ese silencio, pues requiere demasiada energía acordarse de que no se puede hablar—, aunque ahora conservamos una calma aparente simplemente evitando cualquier mención a D.

Georges vendrá mañana a discutir el reparto de la herencia. Es curioso lo farragosas que resultan este tipo de cuestiones. Aunque los testamentos de su tío y de su abuelo dejarán a Marcel y a Dick en una holgada situación, preferiríamos tener de nuevo entre nosotros a los dos queridos hombres a disponer de cualquier cantidad de dinero. Sin embargo, nos vemos obligados a prestar atención y a tomar decisiones, cosa que inevitablemente me hace sentir sórdida, como si fuéramos aves de presa alimentándonos de la carroña. En cualquier caso, me alegra que el tío no haya podido ver cómo derruyen su preciosa casa para construir la nueva avenida Mozart.

PARÍS, 6 DE FEBRERO DE 1898, DOMINGO

El juicio da comienzo mañana. Marcel tiene intención de asistir, aunque eso signifique que deberá levantarse antes de las ocho si pretende estar presente cuando empiece el proceso judicial. Hahn y el joven de Flers le han prometido que le reservarán un sitio. Dick tiene una conferencia y no podrá asistir, pero Marcel volverá directo a casa y nos informará de todos los detalles antes de que regrese su padre.

Marie-Marguerite y yo estuvimos ayer en el Louvre. Aunque supuestamente debíamos continuar con nuestra investigación de los venecianos, aproveché la ocasión para desahogarme con ella y contarle nuestras recientes peleas. A pesar de que me siento atrapada entre mis obligaciones de esposa y mi solidaridad con las creencias de Marcel y de Dick, y de que temo haber perjudicado a mi familia dejando clara mi postura ante el doctor, Marie-Marguerite me consoló. «Bueno, nosotros tenemos la razón y él no, y no le hará mal escuchar por una vez que estás en desacuerdo con él. Por mi parte, he sido muy sincera con Anatole y le he dicho que la negativa del Gobierno a revisar el caso no es más que un claro ejemplo de absoluta cobardía… si no de algo mucho peor».

Luego dijo algo que me sorprendió sobremanera: «Si últimamente falta paz en nuestros hogares, imagina con lo que tiene que lidiar la pobre madame Faure».

«¿No querrás decir con eso que no apoya a su marido en esta cuestión?», le pregunté, y ella respondió que sabía de buena fuente que madame Faure se encierra con los periódicos de tendencia dreyfussard todas las mañanas y apenas le dirige la palabra a su esposo. ¡Y pensar que hace meses que no le envío una sola tarjeta a mi amiga porque creía que era partidaria del bando contrario!

Como siempre, la sinceridad de Marie-Marguerite resultó ser un tónico vigorizante y regresé más animada a casa desde el Louvre, aunque dudo mucho que la cuestión quede pronto resuelta. A pesar de las grandes esperanzas de Marcel, mucho me temo que el juicio a Zola no resolverá nada. Si le absuelven, eso querrá decir que el Gobierno debe repetir el juicio a Dreyfus y tendremos un nuevo escándalo. Si le declaran culpable, el asunto seguirá siendo objeto de debate como lo ha sido estos últimos meses.

PARÍS, 8 DE FEBRERO DE 1898, MARTES

Marcel se fue ayer muy excitado, como quien espera asistir a una fiesta especialmente alegre. Sin embargo, regresó muy alicaído y manifestó que había dedicado el día a complejos preliminares. Según dijo, Zola estaba estupendo, con su magnífica barba y esa mirada feroz, como un profeta bíblico embutido en un traje negro. La multitud le vitoreó al entrar hasta que el juez amenazó con expulsar al público de la sala. No esperamos un veredicto hasta dentro de unos días. Adrien nos evita.

PARÍS, 24 DE FEBRERO DE 1898, JUEVES

Los abogados deberían haber concluido ayer sus intervenciones, de modo que hemos empezado el día esperando ansiosos un veredicto. Marcel y Dick han salido temprano hacia el Palais de Justice, pues es muy difícil conseguir asiento, y yo he estado toda la mañana dando vueltas por la casa, cogiendo un libro sin ser capaz de leer una sola frase o recolocando los adornos de las estanterías. He intentado leer los periódicos que Jean me ha traído —ahora los introduce a escondidas en la habitación de Marcel todas las mañanas para que el doctor no los vea—, pero yo no tenía tiempo ni para la inflamada retórica de los que auguraban cierta victoria ni para las voces más calmadas que argumentaban que, concentrando con éxito los cargos contra las declaraciones más ultrajantes de Zola, la fiscalía había ganado su caso astutamente desde casi el comienzo. Y naturalmente, como yo no tardaría en descubrir, tenían razón.

No ha sido fácil el almuerzo con Adrien. Aunque él debía de estar al corriente de mi ansiedad sobre el resultado del juicio, tan solo hemos hablado de sus planes para su próximo libro y de dónde pasaremos el verano. Me ha preguntado si me gustaba Kreuznach, y de haber sido sincera con él, le habría respondido que en mi estado actual apenas era capaz de acordarme del lugar. Me he disculpado, alegando que no me encontraba bien —de hecho, estos días me ha dolido un poco el costado, de modo que no ha sido del todo mentira—, y he huido a mi dormitorio para estar sola.

Me he ocultado allí durante un rato esperando a que Adrien se marchara a la facultad, pero aproximadamente media hora más tarde todavía le oía moverse en su estudio y no he podido soportarlo más. He cogido el sombrero y el abrigo y, cerciorándome de que no hubiera nadie a la vista, he cruzado silenciosamente el pasillo y he salido a la calle sin tan siquiera avisar a Jean de que me iba. He pasado por delante de madame Leotard en el vestíbulo, donde la he dejado sacando lustre a las barandillas. En cuanto ha visto que no había ningún carruaje ni tampoco ningún taxi en la puerta, ha manifestado su sorpresa, al tiempo que preguntaba: «¿No irá madame a salir a pie? Últimamente las calles no son un lugar seguro». Pero me he limitado a negar con la cabeza y a pasar por su lado sin detenerme.

A pesar de que hacía calor y de que tenía cierta intención de dirigirme hacia el Louvre, en cuanto he cruzado las Tullerías, se me ha ocurrido que el Palais de Justice no quedaba lejos y que quizá encontraría allí a Marcel y a Dick y descubriría si por fin el juez había emitido su veredicto. Cuando cruzaba el río caí en la cuenta de mi inocencia: una inmensa muchedumbre se había congregado delante del Palais y eran pocas las probabilidades de poder encontrar a nadie entre el gentío. Vi que algunos de los presentes agitaban pancartas y pude oír el barullo de la multitud, aunque al principio no alcancé a descifrar sus gritos. Luego, a medida que fui acercándome, las palabras empezaron a emerger desde el caos y sus espantosos eslóganes me alcanzaron barridos por la brisa: «¡Muerte a Zola!», «¡Muerte a los judíos!».

Aunque Marcel me había dicho que la muchedumbre vitorea a diario a Zola, ninguno de los presentes le defendía. Me quedé horrorizada ante el espectáculo y empecé a preguntarme si esa suerte de manifestaciones tenía lugar a diario y si Marcel me las había ocultado. A pesar de haber recorrido un largo trecho hasta allí, difícilmente podía sumergirme en esa multitud para descubrir si había alguna novedad. Decidí, en cambio, volver por el quai a fin de rodear el Palais, con la incierta esperanza de encontrar menos gente en la puerta trasera. Y, en efecto: cuando me acercaba a la place Dauphine, el gentío era menor, y se mostraba jubiloso, como si hubiera recibido alguna noticia. Apreté el paso y vi que dos hombres se abrazaban mientras un tercero les miraba, divertido. Ese me sonrió, muy cortés, de modo que le pregunté: «¿Algún veredicto, monsieur?».

«Oui, madame. Culpable, por supuesto». Sonreía de oreja a oreja al pronunciar las palabras, pero cuando vio que yo no le devolvía la sonrisa, me miró con creciente confusión. Me volví de espaldas y crucé apresuradamente el Pont Neuf, ansiosa por alejarme del lugar, aunque, a decir verdad, en cuanto volví a llegar a la orilla derecha del río no supe hacia dónde ir. De pronto, tanto las calles de París como las habitaciones de mi apartamento se me antojaron territorio hostil.

Tras mi visita matinal al Museo Judío, me compré un sándwich en una panadería, me lo comí sentada en un banco delante del cercano Centro Pompidou y recorrí de regreso la corta distancia que me separaba de la salle des manuscrits en la que he traducido estas escasas entradas. Aquí me detengo, en febrero de 1898, y hojeo el resto de entradas de ese año. Ese inverno son cada vez más breves y dispersas, y existe un largo vacío entre el fin de la primavera y mediados de otoño: ese verano madame Proust fue operada del dolor de costado que la aquejaba. Aunque sobrevivió, se vio obligada a sufrir una convalecencia que se alargó muchos meses. El resto de ese año despierta muy poco mi interés, y al repasar con detenimiento mis últimas traducciones, interpreto la inquietud de la que madame fue presa el día en que se dio a conocer el veredicto a Zola como una señal. Son las tres y media y no voy a seguir reprimiéndome. Me levanto, devuelvo la caja al mostrador y sigo los pasos de la autora de mis diarios… hasta la calle.

Al salir de la biblioteca empiezo a cruzar su patio de adoquines, aunque vacilo durante mi recorrido. ¿Adónde me dirijo? Saco de la bolsa un mapa del metro, lo consulto brevemente y sigo adelante, pasando por las puertas de la biblioteca a la calle. Podría simplemente ir hacia el sur por la rue de Richelieu en dirección al Louvre, girar a la izquierda y, como la propia madame Proust, tendría sin duda aliento para dar un relajado paseo por el Pont Neuf hasta el Palais de Justice, situado en la Île de la Cité. Sin embargo, decido girar hacia el norte y tomar el metro en lo alto de la rue de Richelieu. Desde aquí, el metro va directo hacia el oeste con destino a La Muette, situada en el extremo más alejado del XVIème Arrondissement. Desde sus cuarteles centrales situados en el VIIIème, la burguesía del siglo XIX se extendió con paso firme hacia el oeste y ahora el vecino XVIème se describe a menudo con la misma suerte de adjetivos burlones —formal, suburbano, silencioso como una tumba, burgués— con los que los biógrafos desprecian rutinariamente las calles en las que vivió Proust.

Al regresar a la calle, salgo al principio de la avenue Mozart. La avenida conduce hacia el sur, hasta Auteuil, en su día la bucólica aldea en la que Louis Weil tenía su casa de campo, y convertida ahora en otro suburbio más. Camino en esa dirección, estudiando las fachadas. Algunas pertenecen a edificios modernos construidos después de la guerra. Son construcciones de cristal y hormigón desprovistas de adornos. Otras, más decorativas, deben de haber sido construidas en las primeras décadas del siglo. Una de ellas muestra una de esas placas con letras negras que se encuentran aquí y allá, por todo París. En la placa se lee el nombre y las fechas de nacimiento y muerte de un miembro de la Resistencia que fue asesinado exactamente en este lugar en agosto de 1944. Cuando los aliados desfilaban hacia París, los integrantes de la Resistencia salieron de sus escondrijos para llevar la lucha a las calles. A algunos los mató el ejército alemán antes de retirarse. Mort pour la patrie. Francia siempre ha venerado a los miembros de su Resistencia, aunque a mi entender, con estas placas, con el monumento conmemorativo de detallada redacción erigido en Drancy o las muestras del Hôtel de Saint-Aignan, los años de la guerra, su valor y sus traiciones se recuerdan por fin con cierta honestidad.

Caminando por la avenue Mozart, la rue de Musset es la tercera calle a la izquierda. Doy con el número 22 y me quedo delante, situándome en la acera de enfrente, justo en el borde de un pequeño parque —en realidad es apenas una mediana— creado por el cruce con otra calle que traza un ángulo de cuarenta y cinco grados. Mientras contemplo una ornada facha de estilo art nouveau, me pregunto qué es exactamente lo que busco. ¿Realmente espero que los fantasmas de una mujer a la que no he visto jamás emerjan de esas puertas de hierro forjado para satisfacer mi curiosidad, mi anhelo? ¿Qué derecho tengo yo a rebuscar en la historia de otra persona?

Una de las hojas de la puerta se abre y aparece una anciana que viste un delantal de color rosa. Lleva una mopa y recorre brevemente la calle con la mirada a un lado y a otro antes de sacudir el polvo en el suelo de la acera y volver a entrar sin verme. La pesada puerta se cierra con un fuerte golpe a su espalda. Me quedo donde estoy durante un instante, oyendo cómo las reverberaciones de la puerta se desvanecen en el aire caliente y húmedo de principios de otoño. Descontenta, regreso al metro.

Mañana empezaré con la siguiente libreta y seguiré a Jeanne Proust mientras vuelve a coger la pluma: en 1899, el affaire sigue muy vivo.

PARÍS, 21 DE FEBRERO DE 1899, MARTES

Adrien me dice que durante el funeral han tenido lugar espantosas manifestaciones. Tanto los partidarios de Dreyfus como sus detractores han utilizado la ocasión para lanzarse insultos y hasta piedras. Como si la cuestión de su muerte no fuera desgracia suficiente sin tener que añadirle visos políticos.

He enviado a madame Faure una sincera carta de condolencia y he añadido lo mucho que siempre disfruté de nuestros paseos y que con enorme placer volvería a retomarlos en cuanto concluya la primera etapa de su duelo. Aunque el hecho de que los maridos no siempre nos sean fieles quizá sea una de las desgracias inevitables del matrimonio, y quizá sea también natural que, puesto que sus apetitos masculinos siguen sin merma alguna, busquen algunas diversiones a medida que sus esposas envejecen, la discreción es sin duda lo menos que un marido debe a una esposa leal. Sufrir un infarto en brazos de tu amante no es en sí un crimen contra el matrimonio, pero no haber establecido los acuerdos domésticos con la seguridad que la cuestión requiere a fin de evitar que esa muerte esté en boca de todos en los salones y en las veladas de té… en fin, a mi entender es un insulto póstumo a la viuda reciente.

PARÍS, 10 DE MARZO DE 1899, VIERNES

Marcel está profundamente prendado de su nuevo amigo, Antoine Bibesco, un príncipe, ni más ni menos, y, a juzgar por su descripción, un hombre de gran apostura. Se han conocido recientemente en algún salón y Marcel está muy ansioso por formar parte de los miembros de su camarilla. Según dice, son hombres muy divertidos y de una gran sensibilidad. Yo espero y deseo que sus refinados modales y sus elegantes trajes vayan acompañados de cierto asomo de inteligencia. Marcel suele confundir la nobleza social con la espiritual, aunque se niega a aceptar la menor crítica dirigida a sus amigos, y no es mi deseo convertirme en una de esas madres que no permiten a sus hijos elegir sus amistades. Solo temo a veces que estos muchachos no se tomen en serio sus emociones y que no se den cuenta de lo fácil que puede resultar herirle.

Marcel cada vez dedica más tiempo a esos hombres en los cafés —últimamente, todo se reduce a la política— y menos a sus anfitrionas. Muchas de ellas han preferido mantenerse apartadas del affaire Dreyfus, supongo que temerosas de perder a sus aristocráticos visitantes, de modo que Marcel se ha limitado simplemente a dejar de frecuentarlas. Y dice que la querida madame Strauss, la más encarnizada defensora de Dreyfus de entre todas ellas, muestra una expresión tan desasosegada que teme ahora esas veladas con sus invitados que antaño adoraba.

Existe una creciente presión sobre el Gobierno para que reabra el caso, y al parecer todo apunta a que resultará irresistible.

PARÍS, 21 DE ABRIL DE 1899, VIERNES

Geneviève ha anunciado que nos deja para volver a Nantes con su familia. Su madre se está haciendo mayor y ella opina que la necesitan a su lado. La he convencido para que no se marche hasta agosto, pues es prácticamente imposible encontrar una nueva cocinera antes del verano. Apenas habría empezado a acostumbrarse a la casa antes de que las vacaciones den al traste con todo. Tal y como están las cosas, no sé si empezar a entrevistar candidatas en julio o esperar a septiembre.

Jean ha sugerido amablemente que su prima podría venir unas semanas en septiembre a echarnos una mano, lo cual sería de ayuda, aunque si mal no recuerdo su cocina se me antojó en su día demasiado pesada. Es una de esas cocineras que utiliza mucho más aceite y sal de lo que a mí me gusta. Le he dicho a Jean que por supuesto estaría encantada de tenerla con nosotros, aunque preferiría dejar la cocina en manos de Félicie durante todo ese tiempo. Lo que realmente necesitamos es una persona joven que esté dispuesta a ocupar poco a poco el puesto de Félicie, alguien con ciertos conocimientos, aunque dispuesta a aprender. Sospecho que Geneviève ha decidido que jamás podrá llevar la cocina sola, por mucho que ahora cocine prácticamente siempre. Félicie puede resultar feroz y a Geneviève le corroe mostrarse deferente con ella.

También me preocupa que su decisión haya venido provocada en parte por haberse visto obligada a preparar las comidas de Marcel a todas horas. Últimamente Jean se ha estado quejando del horario de Marcel, y debo admitir que la casa está patas arriba a causa de sus requerimientos. Siempre está diciendo que él mismo se preparará el desayuno, aunque en su caso eso quiere decir simplemente que saldrá a un café e incurrirá en un gasto del todo innecesario. Insiste en que esas horas le ayudan a escribir, pero yo veo que progresa muy poco con su libro y realmente me pregunto si no será una fantasía.

PARÍS, 5 DE JUNIO DE 1899, LUNES

El anuncio llegó ayer. Se celebrará un nuevo juicio. Ya ha zarpado el barco que traerá de vuelta al pobre Dreyfus de la isla del Diablo. Por fin se pondrá fin al affaire, monsieur Zola regresará de su ridículo exilio inglés y Francia podrá volver a levantar cabeza.

Mientras tanto, los hombres se dedican a debatir este asunto del cambio de siglo. Dick dice que el Bureau des Longitudes insiste en que el nuevo siglo no empieza hasta el primer minuto de 1901, mientras que Georges nos ha dicho que el káiser ha decretado que los alemanes celebren el nuevo siglo al término de este año. Sin ir más lejos, todas las anfitrionas están planeando sus fiestas para este diciembre y no para el siguiente. A pesar de que Dick lo espera con ilusión, no hay manera de conseguir que Marcel muestre el menor entusiasmo. Marcel comentaba que cuando eres un niño que espera que papá llegue a casa y que se sirva el almuerzo, el tiempo parece alargarse eternamente, pero cuando eres adulto y quieres escribir una carta, ver a un amigo y comprarte unos guantes, todo ello en el curso de una sola tarde, el tiempo vuela y nunca es suficiente. «¿Qué diferencia supone el año o el siglo en nuestra forma de percibir el paso del tiempo?», ha preguntado. Ni su hermano ni su tío han sabido responderle, y Dick se ha limitado a cambiar de tema y ha empezado a hablar de automóviles y de teléfonos.

EVIAN, 14 DE AGOSTO DE 1899, LUNES

Adrien y yo hemos estado tomando obedientemente las aguas y ayer el doctor se molestó mucho con monsieur Cottin, que es todo un escéptico en estas cuestiones. Monsieur Cottin dijo que las propiedades medicinales de las aguas siguen estando por demostrar, y cuando argüí que siempre me encuentro mejor después de una sesión, él dijo que ese no es más que el efecto vigorizante de la conversación en el spa junto con los beneficios emocionales resultantes de creer que hemos hecho algo por mejorar nuestro estado, un fenómeno que, según sus palabras, se incrementa en proporción exacta al sabor del agua que bebemos: cuanto más horrible es el agua, mayor es su beneficio. A decir verdad, monsieur se mostró realmente grosero en sus argumentaciones y a punto estuvo de dibujarnos una gráfica en un papel que mostraba dos líneas paralelas: una que representaba el optimismo del paciente y la otra, el contenido sulfúrico del agua. ¡Yo sentí vergüenza porque temía que los asistentes de la sala de bombas pudieran oírle y advertir que alguien insultaba su trabajo! Adrien soltó un comentario jocoso sobre el hecho de que los abogados son siempre expertos en todo, incluida la medicina, aunque detestan que otros cuestionen su valía profesional.

Espero con profundo interés las noticias de Rennes, aunque no se lo diga a Adrien. Hemos restaurado la paz entre nosotros mediante el silencio sobre ciertos temas. Aunque él jamás lo reconocerá, sé que sabe que se equivocaba sobre D. y el efecto secundario positivo de la enfermedad que me aquejó el año pasado ha sido su renovada solicitud.

EVIAN, 16 DE AGOSTO DE 1899, MIÉRCOLES

Una de las cosas que adoro del verano es el modo en que nuestros horarios y nuestras metas se ven reducidos a un ritmo absolutamente suntuoso y pausado. Y aunque no terminemos del todo de abandonar ese tipo de rutinas —el almuerzo es a las once y media; la cena, a las siete; la oficina de correos abre solo hasta las seis si queremos que una carta salga ese mismo día—, las reducimos para cumplir ciertas expectativas y ritmos.

Ayer por la tarde me compré un sombrero nuevo para protegerme del sol. Eso fue todo lo que hice o al menos todo lo que recuerdo haber hecho además de hacer mis comidas, dormir y tomar las aguas. Había estado admirando el escaparate de la sombrerería de la calle mayor desde mi llegada e intentando decidir si necesitaba o no un nuevo sombrero. Por fin me decidí y llevé a cabo esa crítica labor ayer entre las tres y las cuatro. Todos los días me digo: «Tengo que sacar mi cahier esta tarde y poner las cosas al día», y todos los días un paseo que me ha dejado especialmente exhausta, un golpe de aire frío que me ha mandado temprano a la cama, un nuevo libro que leer o quizá una revista ofrecida por una amigable vecina desde el otro lado de la mesa del desayuno y aparcada para una posterior lectura, me ocupa toda la tarde y me deja diciendo al día siguiente: «Bien, no he cumplido con lo que ayer me había propuesto, pero he estado tremendamente ocupada y hoy no habrá mejor suerte pues después de la cena tendremos charadas».

Marcel escribe desde París diciendo que por fin se reunirá con nosotros al final de la semana que viene y que aprovechará su cercanía para visitar a Antoine y a la familia Bibesco en Amphion. Siempre me han parecido gente muy elegante y espero que Marcel no gaste más dinero del que debería para estar a su altura.

EVIAN, 25 DE AGOSTO DE 1899, VIERNES

Marcel ha llegado de Rennes lleno de historias, trayendo con él toda suerte de artículos que ha recortado de los periódicos de París. Dicen los artículos que el pelo de Dreyfus se ha vuelto blanco del todo y que su voz tiembla como la de un anciano aunque solo tiene cuarenta años. Labori, su abogado, lanza un cruento ataque contra el ejército. Apenas parece necesario, pues sin duda esta vez la corte marcial no es más que una simple formalidad y su absolución está asegurada.

La respiración de Marcel parece saludable. Aparte de un breve ataque que tuvo lugar a finales de julio, después de que yo me fuera de París, dice que ha estado bien, y ciertamente parece más fuerte. Quizá este verano, como hemos partido de una posición más estable, veamos cumplido mi objetivo y logremos hacer de las vacaciones un paso más hacia la buena salud y no simplemente un período de recuperación. Marcel se quedará aquí durante el mes de septiembre a fin de evitar la peor época de calor de París, y le he aconsejado que limite el consumo de Trional a la dosis más prudente posible.

PARÍS, 11 DE SEPTIEMBRE DE 1899, LUNES

El veredicto es inconcebible. ¿Cómo han podido? Qué veredicto más estúpido. Sugerir que existen circunstancias atenuantes para un crimen de alta traición. «Culpable con circunstancias atenuantes». Los jueces han intentado de algún modo satisfacer a ambas partes. No es más que una cobardía monstruosa. Sentenciar al hombre a diez años de trabajos forzados encima de lo que ha padecido. Los jueces reconocen su inocencia con sus evasivas argumentaciones, aunque no dan el veredicto que exige la justicia. Todos los periódicos dicen que la sentencia no prosperará porque la apelación la invalidará.

PARÍS, 20 DE SEPTIEMBRE DE 1899, MIÉRCOLES

Han ofrecido el perdón a Dreyfus, un perdón por un crimen que no ha cometido. Ahora la pregunta es: ¿aceptará él esta vergonzosa componenda?

La primera posible candidata para sustituir a Geneviève viene mañana. Jean y yo coincidimos en que es una verdadera estupidez entrevistar a una cocinera. Simplemente deberíamos pedirle que preparara una comida.

Cae una libreta, estampándose contra el suelo, y recuerdo que estaba mirando a Max y que Max estaba mirando a Susan. Es una chica de belleza convencional y tiene la suerte de ser rubia.

Bueno, eso suena tremendamente despectivo, y cualquiera diría que se esconde cierta envidia tras semejante descripción.

Volveré a intentarlo. Susan tiene un delicado rostro y unos ojos azules asombrosamente redondos. Su pelo no es solo rubio, sino también rizado, con esas grandes y onduladas espirales que se convierten en bucles tras una tormenta o en un húmedo día de verano. Aunque no posee una gran belleza, sí es, a su modo, perfecta, esa suerte de bellezas que despiertan el deseo en los hombres. Susan lo sabe.

Ella, Max y yo, junto con un puñado de amigos de él —un nuevo colega de la facultad de Medicina y un antiguo compañero de clase de los años previos a su primera licenciatura—, estamos sentados en un pequeño patio de cemento delante del edificio de la biblioteca del campus de McGill. Nuestras respectivas clases han tocado a su fin, pero no somos capaces de ponernos en movimiento. Es primavera y el aire, todavía frío, sopla veteado de ráfagas más cálidas que ocasionalmente nos acarician el rostro y que provocan en nosotros un leve anhelo de algo todavía indefinible. Anhelamos el acontecimiento o el alboroto, y sentimos que se aproxima, y estamos totalmente dispuestos a convencernos de estar enamorados de alguno de los otros.

—¿Qué haces el viernes por la noche? —pregunta Max a Susan. Hoy es miércoles y faltan dos días para el fin de semana, hoy es el día en el que se cierran las citas.

—Todavía no lo sé.

—Ven al pub. Estaremos allí.

—No estoy segura. Tengo que consultarlo con mi amiga Marianne. Le prometí que este fin de semana saldríamos juntas.

—Pues tráela también. Le encantará. Es una pasada. Tienes que venir. Será muy divertido.

Max se mueve hacia delante y, con ánimo juguetón, toma a Susan de la mano, que balancea adelante y atrás.

—Vamos, dime que vendrás. Por favor.

Su atención, con una intención clara, y tan halagadora en un primer momento, está adquiriendo cierto atisbo de desesperación. Quizá Susan estaba a punto de ceder. Ahora está segura de que no le conviene aceptar.

Retira la mano al tiempo que dice:

—Ya veremos. Depende de Marianne.

Cuando suelta la mano de Max, esta golpea la libreta que tenía sobre el regazo. La libreta se estampa con fuerza contra el suelo, y el sonido del impacto resuena ligeramente en esta cámara de hormigón.

Max se agacha a cogerla y la acerca a la mano tendida de Susan.

—Gracias —dice ella, cogiendo la libreta.

Sin embargo, cuando sus dedos la tocan, Max vuelve a cogerla entre risas. Ella sonríe. Él se la ofrece una vez más, ella la toca y él vuelve a retirarla, repitiendo el truco una tercera vez.

—¡No seas gilipollas, Max!

Susan se levanta, dispuesta a ponerse seria y recuperar de una vez lo que le pertenece. Se acerca a Max y tiende con firmeza la mano hacia el centro de su cuerpo, donde él sujeta la libreta. Max la aparta a un lado y luego la levanta en el aire, alejándola de las manos de ella y sosteniéndola por encima de su cabeza, con el rostro encendido por la excitación y respirando cada vez más aceleradamente. Aunque no es alto, ella tampoco lo es, y Max puede sostenerla unos cuantos centímetros lejos de su alcance. Susan se pone de puntillas, estirándose, aunque en vano, y amenazando con caerse encima de él.

—Max, por favor…

Ambos parecen un par de idiotas, sin la menor gracia. A decir verdad, Susan me ha sorprendido. Jamás habría pensado que accedería a este juego adolescente. No tiene ninguna necesidad.

Observo a Max. Sus ojos chispean, expectantes. La respiración entrecortada le entreabre los labios. No sé dónde meterme.

Susan se ríe ahora con un sonido agudo que, al empezar, se parece a la risilla de un bebé, pero que, a medida que se prolonga, se transforma en un grito inhumano, el boqueo de un pez torturado o el chillido de un ratón atrapado. De pronto, ella misma la ahoga.

¿Qué quiere Max de ella?

Él se inclina hacia atrás, manteniéndola todavía a distancia. Me pica la piel y tengo que moverme. Me levanto.

Max, arrête donc! —le grito en francés y, sorprendiéndole con mi premura, logro arrebatarle la libreta de la mano y devolvérsela a Susan, que me da las gracias pero que no parece especialmente complacida. Max está impactado con mi reacción.

—Marie…

—Tengo que ir a la biblioteca.

Me alejó majestuosamente hacia las puertas de cristal.

En la salle des manuscrits, el sonido de una libreta al impactar contra el suelo resuena bruscamente en el aire. Las cabezas se alzan, alguien ordena callar visiblemente enfadado, como si el sonido fuera voluntario y pudiera repetirse. Alzo los ojos, avergonzada, y retiro la silla de un empujón, aunque el ayudante del ayudante del bibliotecario pasa en ese momento y antes de que yo pueda agacharme y recuperar mi propiedad, él la recoge del suelo. Me sonríe. Es una sonrisa pausada que quizá él supone coqueta pero que a mí me resulta simplemente burlona.

Toujours la Proustienne?

No me devuelve la libreta, sino que le da la vuelta para ver la cubierta. Esto es pura tortura y él lo sabe. Vuelve a mirarme para cerciorarse de que le estoy mirando y despacio la abre por la hoja de cortesía como si fuera a leer lo que he escrito en ella.