MAX sufre.
No es un dolor físico lo que causa molestias a su cuerpo sino una ligera angustia que turba su alma. Todos los días, Max se envuelve en una refulgente capa social de animada conversación, inteligente encanto y entusiasta zalamería, aunque debajo de ella a veces resulta visible el trapo sucio de la pesadumbre en la densidad de su suspiro o en el fugaz vacío que asoma a sus ojos. Su única muestra de esta emoción toma la forma de cierto ennui juvenil: está leyendo a Goethe, Las penas del joven Wherther, el libro que puso de moda el suicidio entre los jóvenes del siglo XVIII. Quizá eso explique por qué al principio desestimo con demasiada facilidad su dolor, menospreciándolo como si de una simple pretensión de estudiante universitario se tratase: largas charlas en oscuras cafeterías sobre la existencia de Dios y sobre el porqué de los campos.
—El mundo es una mierda.
—¿Ah, sí? —vaciló, como en un intento por pacificarle.
—Sí, mira a tu alrededor. Mierda. No entiendo cómo alguien ha podido creer que algún dios preside todo esto.
—Bueno, es una cuestión de fe. Yo soy creyente, o al menos eso creo.
No entiendo su alienación, incapaz como me siento de llegar a vislumbrar su fuente, y siento que su cinismo podría llegar a levantar algún día un muro entre los dos. Aun así, él se abandona a mi atención y parece valorar en mí cierta inteligencia que ni siquiera yo identifico.
—Marie —dirá, clavando en mí una mirada grave—: ¿Crees que el mundo es bueno o te parece fundamentalmente malo?
Sus preguntas son tan tímidamente filosóficas que apenas puedo contener la risa. Max carga con su conciencia como un niño que intentara arrastrar una gran silla, cuando yo he aprendido ya que esa es una carga que es mejor dejar aparcada a un lado. Sin una sola palabra, mi familia me lo ha enseñado a la perfección: en situaciones extremas, mi madre se va de compras y mi padre se sirve otra copa. A veces, se ponen elegantes y buscan un irreflexivo consuelo en misa.
Sin embargo, Max y yo tenemos una edad en que creemos en las soluciones y nos consideramos mejores que nuestros padres, así que por el bien de nuestra amistad insisto en confundirle aún más y trato de ofrecerle respuestas. Además, así puedo distinguirme de sus numerosos amigos. No soy una de los suyos, en raras ocasiones voy a las fiestas universitarias y me preocupa resultar para él menos deseable que las otras chicas que conoce; de modo que he decidido que nuestra compañía sea algo más elevado, una suerte de vínculo intelectual, y utilizo su ansiedad como una oportunidad para la intimidad.
—Hay bondad, hay amor, hay que creerlo… ¿Qué es lo que tanto te preocupa? Vivimos en casas agradables, llevamos ropa de abrigo, tenemos siempre comida.
Durante nuestros años en la universidad, las preguntas de Max se han hecho cada vez más sutiles y mis respuestas menos banales. Aun así, el núcleo de su sufrimiento no pierde fuerza. A medida que maduramos —y que también lo hace nuestra amistad—, debo reconocer que esta angustia no es una pose, sino que en cierto modo es para él algo fundamental.
Ni que decir tiene que he identificado al obvio culpable del primero e intento, con todo el tacto de que soy capaz, iniciar discusiones sobre el pasado de su familia. Aun así, sus respuestas me resultan bruscas y casi crueles.
—¿Alguna vez has pensado en ir allí?
—¿A París? Claro. De hecho, estuve allí el verano pasado.
—No, me refería a Auschwitz. ¿Alguna vez has pensado… bueno… visitar Auschwitz?
—¿Para qué? Probablemente no sea más que un campo con un puñado de barracones.
—Quizá descubrirías… bueno, quizá descubrirías algo.
—¿Y eso qué cambiaría?
—No lo sé —a falta de respuestas, le digo—: Leí en alguna parte que en los barracones… había un almacén donde guardaban toda la ropa y las cosas que recogían de la gente a su llegada… y los prisioneros llamaban «Canadá» al almacén… supongo que porque era un lugar de abundancia.
—Sí, yo también lo he leído —vuelve a guardar silencio y cambio de táctica.
—Debió de ser muy duro para tu madre.
—No lo sé. Probablemente casi no lo recuerde.
—Max. ¿Tu madre tenía diez años? ¿Doce?
—Sí, más o menos. Unos doce años.
—A esa edad nos acordamos de todo. Yo tenía trece años cuando nos marchamos de París y me acuerdo de todo. ¿Habla ella alguna vez de lo que pasó?
—Un poco, cuando yo era más joven. Ya conoces el discurso: que eso no debe volver a ocurrir y todo ese rollo.
—Para ella debe de haber sido terrible. Me refiero a perder a sus padres a los doce años.
—Sí.
Intento centrar a Max en este punto y guiarle con suavidad hacia algún atisbo de compasión por una pérdida que a buen seguro debe de durar toda la vida, pero él se niega a seguir abordando la cuestión. Me veo obligada a admitir que para él ella es simplemente la figura doméstica y familiar de su propia madre y que por tanto no puede adjudicarle la nobleza que yo le atribuyo sin tan siquiera haberla conocido.
En las raras ocasiones en que Max menciona voluntariamente a su madre, no habla de su historia sino de su presente encarnación, mencionando veladamente insistentes demandas y ultrajantes ansiedades.
«Mi madre ha llamado por teléfono…»
«Tengo que llamar a mi madre…»
Su tono apunta a una paciencia digna de un santo.
—Tu madre se preocupa por ti, Max. ¿Qué hay de malo en eso?
—Ya, bueno. Pues ojalá no lo hiciera.
Ahora hay fastidio e incluso desprecio en su voz.
«Mi madre quiere que me matricule en la facultad de Medicina».
«No estoy seguro de querer estudiar medicina, pero mi madre…»
Parece exhausto.
—Tu madre solo quiere que tengas un buen trabajo, Max. Es normal.
—No, no es normal.
—¿Qué quieres decir?
Acorralado, encuentra un ejemplo con el que explicarse. Tras soportar una continuada presión por parte de sus padres, ha solicitado plaza en la facultad de Medicina de McGill y le han aceptado. Empezará sus estudios el otoño que viene. Cuando llamó a su madre para decírselo, ella anunció que era el día más feliz de su vida.
—¿El día más feliz de su vida?
—Sí. El… día… más… feliz… de… su… vida —pronuncia cada palabra por separado sin disimular su amargo sarcasmo.
—¿Por qué?
—No lo sé. Supongo que porque cree que ya no me moriré de hambre o algo así.
Me parece una peculiar elección: ¿acaso no fue el de su boda un día más feliz? ¿O el día en que nació Max? ¿Qué dirá si Max le da algún día un nieto? Las prioridades de su madre se me antojan extrañas e intento encontrar una explicación a sus afirmaciones hasta que, una vez más, llego a la conclusión de que debe de vivir atormentada por su pasado.
Max rechaza ese pasado, no tiene la menor intención de llorar a sus abuelos ni de admitir que lamenta no haberlos conocido. Aun así, conserva una gran herida y parece vivir bajo la sombra de lo ocurrido en el pasado. Sean cuales sean los sentimientos que provocan en él las pérdidas de su madre, dice que se está «adaptando a su judaísmo». Yo soy católica y no entiendo del todo lo que quiere decir.
En la salle des manuscrits, el empleado norteafricano pasa por delante de mi mesa arrastrando los pies y suspirando, presa de alguna turbación oculta. Se detiene para asegurarse de que no haya a la vista ningún bolígrafo prohibido y acto seguido sigue lentamente su camino, ceñudo en su avance. Le veo marcharse y vuelvo de nuevo al Archivo número 263. En septiembre de 1897, madame Proust regresó a París después de pasar unas vacaciones con Marcel en Bad Kreuznach, el balneario alemán, y empezó a escribir en una nueva libreta. Proust trabajaba en aquellos años en una novela autobiográfica, una obra inmadura que más adelante abandonaría. Sin embargo, es sin duda el caso de «ese espía judío» lo que preocupará a la escritora de nuestro diario y a su hijo en los meses venideros.
PARÍS, 29 DE SEPTIEMBRE DE 1897, MIÉRCOLES
Dick ha convencido a Marcel de la inocencia de Dreyfus, y Marie-Marguerite está de acuerdo con ambos. Según dicen, lo que ha provocado su arresto es un flagrante caso de ciego prejuicio. Marcel me confiesa que esta temporada le cuesta participar de la vida de los salones, pues se habla a menudo de Dreyfus, y en algunos se formulan repetidas denuncias contra los judíos. Dick dice que algunos estudiantes han empezado a susurrar a espaldas de uno de sus profesores, también judío. Los chicos no han abordado la cuestión con su padre, pues todos sabemos perfectamente que sus sentimientos apuntan en la dirección contraria. No puede creer que el ejército vaya a permitir semejante error judicial. A pesar de que desearía poder estar de acuerdo con él, pienso cada vez más en esa pobre alma encerrada en la isla del Diablo y en lo que debe de estar sufriendo.
La alergia al polen de Marcel es más leve que la que le afectó durante la primavera, aunque sorbe y se frota los ojos sin descanso. Por curioso que pueda parecer, anhelamos más que nada la llegada del frío.
PARÍS, 21 DE OCTUBRE DE 1897, JUEVES
Marcel asistió a una cena extremadamente dificultosa en Passy el martes por la noche. Había ido con Lucien a visitar al conde de Montesquieu y estaban disfrutando inmensamente hasta que la conversación derivó hacia el caso Dreyfus. El conde está convencido de su culpabilidad y formuló cierto comentario sobre los judíos que Marcel, en un intento por no herir mis sentimientos, prefirió no repetir. Sea lo que fuere, sintió que no podía tolerar semejantes palabras y recordó al conde cuáles son mis ancestros. El conde, siempre presto a hacer hincapié en sus distinguidos antecedentes aristocráticos y quizá con la esperanza de cambiar de tema, respondió enumerando a sus propios ancestros, aunque acto seguido, entusiasmándose con la cuestión, concluyó que estaba orgulloso de poder afirmar que no había entre ellos ningún judío. Marcel se sintió aún más dolido por sus palabras y se quedó lo estrictamente necesario antes de retirarse. El pobre Lucien no sabía qué hacer y, como no deseaba mostrarse descortés con su anfitrión, Marcel le dejó allí y se marchó.
Adrien está encantado. Una de las publicaciones médicas que han llegado en el correo de la mañana contenía una magnífica reseña de su libro y ensalzaba en términos más generales su labor contra la enfermedad. La historia reconocerá sus esfuerzos y recordará su nombre.
PARÍS, 29 DE OCTUBRE DE 1897, VIERNES
¡He estado leyendo algunos fragmentos de Jean Santeuil! Marcel escribe en un francés tan absolutamente hermoso que estoy convencida de que algún día esta novela le reportará una gran reputación literaria. He disfrutado de los pasajes más exquisitos sobre nuestros veranos en Illiers. Marcel describe con precioso detalle cómo mezclar las fresas con la crema de queso, prestando especial atención al color. ¡Quizá se me recuerde en los anales de la literatura como madame Santeuil! Confieso que me he enfrentado a la lectura presa de cierta trepidación, como sé que lo hizo Marcel, puesto que la novela es en gran medida autobiográfica, aunque en el fondo el retrato que esboza es a fin de cuentas halagador. (O quizá Marcel simplemente no me esté mostrando los fragmentos que cree que pueden ofenderme. ¡Menuda ocurrencia!) La parte en que la madre resulta ligeramente bárbara es aquella en la que habla de la joven de la que Jean está enamorado.
Según el relato de Marcel, la madre insiste en que deje de visitar a la joven porque cree que su pasión le está enfermando, aunque lo único que consigue con ello es empeorar su estado mental.
Quizá me equivoqué poniendo fin al amor de Marcel hacia la joven Benardaky. A pesar de que en aquel momento se me antojaba del todo enfermizo, no hay duda de que mi censura no le ha curado de posteriores enamoramientos. De hecho, sus amores con las señoras no pasan de eso. Marcel ha descrito muy acaudalada a la familia de la joven, aunque, si mal no recuerdo, los Benardaky eran gente de lo más común, aunque ligeramente exóticos a causa del apellido y de todo eso. En fin, lo eran y probablemente sigan siéndolo todavía. Supongo que siguen viviendo en ese pequeño apartamentucho de la rue de Chaillot.
Pero me estoy extralimitando. Será la posteridad y no la madre del escritor quien juzgue una gran novela. Esta tarde he devuelto las páginas a Marcel y casi no he sabido qué decir, tanta es la emoción que inflama mi corazón. Solo le he dicho que algún día su padre se sentirá muy orgulloso de él.
PARÍS, 30 DE NOVIEMBRE DE 1897, MARTES
Tras la revelación de ayer, los periódicos siguen empeñados en negar la extraordinaria noticia. Le Figaro ha dado un auténtico golpe de efecto, por mucho que los demás se nieguen a admitirlo. Marcel se ha levantado inusualmente temprano (sospecho que, con la excitación, no ha logrado conciliar el sueño), y Dick y él se han pasado la mañana leyendo atentamente Le Figaro. Afortunadamente, el doctor no estaba en casa, aunque me pregunto ahora si podrá seguir afirmando que el ejército ha actuado con la mejor intención. La carta de Esterhazy es extraordinaria. ¡Y qué gran desprecio hacia Francia de parte de un oficial militar! Aunque ninguno de nosotros somos expertos en grafología, parece claro que fue él quien escribió también la nota a los alemanes. Al parecer, a pesar de que era cierto que había un espía en sus filas, el ejército había detenido al hombre equivocado. No hay duda de que Dreyfus volverá pronto a casa. Su pobre esposa debe de sentirse muy aliviada.
Georges vino a cenar el domingo y dice que van a prolongar la avenida Mozart hasta donde está la casa del tío, de modo que habrá que demolerla. Qué lástima que se pierda ese jardín. Aun así, llaman «progreso» a esta suerte de cosas.
PARÍS, 17 DE DICIEMBRE DE 1897, VIERNES
Adrien se ha puesto furioso con Marcel cuando le ha sorprendido dando a un apuesto cochero una propina de diez francos. Han entrado al apartamento discutiendo sobre lo ocurrido. Marcel estaba arrepentido, pero su padre preguntaba de qué servían sus disculpas si hace lo mismo una y otra vez. Adrien estaba sobre todo alarmado por el hecho de que semejantes propinas lleven a los criados a creer que su trabajo no se limita solo a conducir el coche o a servir la comida, o a lo que sea. He hablado en otras ocasiones con Marcel al respecto y él siempre se ha mostrado mortalmente ofendido ante «mis insinuaciones». En cualquier caso, su discusión malbarató el placer que me causó ver de nuevo a Marcel saliendo de casa después de sus recientes ataques. Dick apareció en ese momento a tomar el té y se rio de lo ocurrido, diciendo: «¿Pero qué esperabais tratándose de Marcel?». Siempre encuentra el modo de apartarse de nuestras cuitas y parece considerar a su familia como poco más que un ligero entretenimiento. Aunque estoy siendo injusta: es un hijo profundamente atento. Ambos lo son.
A pesar de la evidencia presentada por Le Figaro, todo el mundo dice que Esterhazy será exculpado, de modo que nuestra alegría parece haber sido prematura.
PARÍS, 13 DE ENERO DE 1898, JUEVES
Lo de Zola es un acto de gran valentía. Esta mañana todas las calles se han hecho eco de ello y Jean no ha podido evitar enterarse de la noticia cuando ha salido a comprar el pan. Él mismo me ha traído el periódico durante el desayuno, al tiempo que decía con gran discreción: «Creo que esto interesará a madame». El titular es incendiario —«Yo acuso»— y la carta que lo acompaña aún más. Ha acusado abiertamente al ejército de haber condenado erróneamente a Dreyfus de espionaje, falsificando documentos para cubrir el error y absolviendo a Esterhazy del crimen por órdenes del Gobierno. Adrien se ha puesto furioso cuando ha visto L’Aurore y ha exigido saber cómo ha llegado a casa. No le he dicho que Jean lo trae a hurtadillas de vez en cuando, pues al parecer no podemos confiar en Le Figaro para estar al corriente de las noticias sobre el caso Dreyfus. Afortunadamente, Adrien no ha insistido en el asunto, sino que ha anunciado que el ejército debería denunciar a Zola por libelo. «Esta gente parece decidida a arruinar Francia», ha dicho antes de partir indignado hacia la facultad. En cuanto se ha ido, he despertado a Marcel, consciente de que la situación era lo bastante dramática como para que quisiera conocerla de inmediato. Se ha quedado realmente impresionado por el acto de Zola y se ha vestido apresuradamente para ir a casa de sus amigos a ver qué acción habían planeado. Con las prisas, se ha marchado llevando tan solo una simple bufanda, la que se pone sobre el abrigo, aunque sin nada más debajo, lo cual indica claramente lo excitado que está, pues normalmente se abriga con cuidado antes de salir. Esta mañana Dick se ha levantado y se ha marchado antes que el resto de nosotros, aunque sin duda se habrá enterado de la noticia en la calle. Por fin está ahí fuera. Se acabaron los susurros en los salones. Algo habrá que hacer.
PARÍS, 20 DE ENERO DE 1898, JUEVES
En efecto, el Gobierno ha acusado a Zola de libelo. Me cuesta creer que el presidente Faure permita un ataque de esta índole contra un hombre de letras tan distinguido, pero la noticia aparece en todos los periódicos de la mañana. Marcel está muy satisfecho y ha declarado que un juicio, aunque difícil para el propio Zola, quizá sea lo mejor. A fin de cuentas, para ganar un juicio por libelo el Gobierno debe probar que lo que dice Zola es incierto. «Quizá el juicio a Zola resulte ser un juicio renovado a Dreyfus», dice Marcel.
No he hablado en ningún momento del asunto con Adrien. Para él es fácil evitar a Dick, que está siempre fuera, y a Marcel, que todavía no se ha despertado cuando su padre desayuna y almuerza, y que ha salido con sus amigos o está secuestrado en su habitación cuando su padre regresa por la tarde, de modo que no necesita discutir las opiniones de sus hijos con ellos, y yo guardo silencio.
Desde provincias nos informan de levantamientos y de multitudes que arrojan piedras contra las ventanas de los comerciantes judíos.
PARÍS, 24 DE ENERO DE 1898, LUNES
Adrien se niega a hablar con los chicos. Esta petición ha desenmascarado el desacuerdo que mantiene con ellos. Los nombres de Dick y de Marcel figuran en las listas de intelectuales publicadas en L’Aurore y es ya imposible que sigan ocultando que son partidarios de Dreyfus y que él no. Marcel y Dick siguen ocupados recogiendo firmas: el comité espera con optimismo recoger diez mil nombres antes de que, en un plazo de dos semanas, dé comienzo el juicio a Zola. Piden que se repita el juicio a Alfred Dreyfus, nada más y nada menos. El propio Anatole France ha firmado, y Marcel sale a diario y se encuentra con sus amigos en los cafés para conseguir más nombres.
Todo estalló anoche, cuando Marcel y Dick llegaron a casa. De no haberme sentido tan turbada por las desavenencias que los separan de su padre, estaría encantada viéndoles trabajar en un proyecto común, pues normalmente pasan muy poco tiempo juntos. Dick tuvo el descaro de preguntar a su padre si quería firmar, y Adrien se volvió hacia mí y dijo: «Tus hijos saben cuál es mi opinión sobre esta cuestión. No pienso tener nada que ver con toda esta estupidez». Se marchó después a su estudio y pidió a Jean que le llevara una bandeja con la cena. Nunca le había oído reaccionar de un modo tan cruel y pomposo. Le he ocultado mis sospechas de que tanto Marcel como Dick están en el bando correcto, y he querido suponer que somos una familia en la que hay lugar para auténticos debates y que los desacuerdos intelectuales nada tienen que ver con la discordia familiar. Pero ya hemos llegado a nuestros límites en esta cuestión.
Fue George Sand quien escribió que las revoluciones han hecho que una mitad de Francia esté de duelo por la otra. Al parecer, tenemos una nueva revolución en ciernes.
PARÍS, 26 DE ENERO DE 1898, MIÉRCOLES
He desayunado sola esta mañana y al menos he dado gracias por ello. Los chicos han huido temprano a la calle y el doctor me evita también a mí. Estamos en el cuarto día de su gran campaña de silencio y los acontecimientos de ayer fueron tan dolorosos que me cuesta un gran esfuerzo describirlos.
Dick vino a almorzar a casa y, por una vez, Marcel se había levantado lo bastante temprano para unirse a nosotros, de modo que nos sentamos todos a la mesa en famille mientras Adrien se negaba a dirigirles la palabra. Insistió en esa ridícula fórmula por la cual los que se sienten insistentemente ofendidos afrontan la conversación con sus enemigos valiéndose de un intermediario. En el caso que nos ocupa, la intermediaria era yo. «Jeanne, te pediría que dijeras a tu hijo Marcel que, si almuerza tan solo media hora después de haberse levantado, debería comer más despacio». O «Mi querida esposa, ¿serías tan amable de decir a Robert que no podré ofrecerle un asiento en mi coche cuando regrese esta tarde a la facultad?». (Marcel se sonrojó y dejó el tenedor en el plato, mientras que Dick replicó directamente que nunca había tenido el menor problema en tomar el ómnibus.)
Finalmente, no he podido soportarlo más y he intentado reconvenir al doctor sugiriendo que su campaña era insostenible y expresando amablemente la esperanza de que fuéramos una familia en la que haya espacio para el debate racional. Mi intervención no hizo más que espolear su ira, y replicó sin el menor asomo de amabilidad que, aunque yo considero que los argumentos en favor de Dreyfus son racionales, estos son en realidad emocionales y que no alcanzo a percibir el peligro político en el que han colocado al Estado francés. Acto seguido, explicó que aunque comprendía que los que profesan mi fe puedan sentir una profunda compasión por un correligionario… pero no logró terminar la frase pues no pude evitar exclamar que no estábamos hablando de religión, sino de justicia; Marcel y Dick se sintieron tan ultrajados por las palabras de su padre —o quizá avergonzados por la insólita ira de su madre— que se levantaron bruscamente de la mesa. Marcel salió del salón sin decir una sola palabra, mientras que Dick gritaba, antes de seguir a su hermano: «¿Cómo has podido, papá?».
Pues bien, me quedé a solas con el doctor, observándole horrorizada, por él y también por el modo en que este triste asunto nos está dividiendo.
«Tanto en la nación como en el hogar, la lealtad es la mayor de las virtudes», me dijo, y sentí la amarga ironía de sus palabras resonando en mis oídos mientras también yo salía de la habitación.
J’Accuse. El titular es sin duda incendiario, blasonado sobre la portada de L’Aurore. Supongo que el título fue idea de Georges Clemenceau —«el Tigre»—, el radical editor del periódico, y no una elección personal del propio Zola. Aun así, son sin duda las dos palabras más famosas que el novelista escribió en su vida. El documento que seguía al titular dividió a Francia en dos del mismo modo que lo hizo con los Proust. Tras un largo y ultrajado recital de los detalles del caso, Zola formula su argumentación. Después de citar a generales, mayores y coroneles por su nombre y apellido, acusa al ejército de un error judicial basado en una violación de los derechos humanos por condenar a Dreyfus según una evidencia secreta que le fue ocultada a su defensa. A continuación, acusa a los oficiales de un ocultamiento a gran escala que incluía documentos falseados e informes fraudulentos, obra de expertos grafólogos corruptos, y los acusa también de haber absuelto luego a Esterhazy cuando sabían que era culpable. El artículo de Zola ocupa seis densas columnas en la portada de L’Aurore: la letra es pequeña y abigarrada, cosa que convierte en un auténtico desafío leer la portada desde el otro lado de la vitrina del Hôtel de Saint-Aignan.
A pesar de que la Bibliothèque Nationale debe de disponer de un ejemplar de L’Aurore con fecha del 13 de enero de 1898 en algún rincón de sus cámaras, yo lo he encontrado aquí, en la exquisita mansión del siglo XVII que alberga el Museo Francés de Arte e Historia Judíos. En su día residencia de un aristócrata y después ayuntamiento del que en aquella época era el VIIème Arrondissement, el Hôtel de Saint-Aignan fue utilizado desde mediados del siglo XIX para albergar los talleres de los artesanos locales. Cuando el affaire Dreyfus estaba en plena efervescencia, esos artesanos eran judíos en su totalidad: el hotel está en el corazón del Marais, el antiguo barrio de la orilla derecha del Sena y centro de los orfebres y plateros judíos de la ciudad. Muchos de los ocupantes del edificio desaparecieron durante la Segunda Guerra Mundial y, en 1962, la ciudad de París compró el Hôtel de Saint-Aignan y lo convirtió en este museo totalmente nuevo.
Eso fue lo que pude leer en mi guía Michelin antes de dirigirme hacia el Marais, creyendo que esa mañana me tomaría un descanso de mis traducciones y podría acercarme más a la rica cultura de la que había emergido Jeanne Proust.
Pasamos aún hoy por delante de un puñado de elegantes joyerías en el trayecto que separa el metro del museo. Para acceder al edificio es necesario cruzar una sala de seguridad intimidatoriamente antiséptica, que incluye pasar por un laberíntico detector de metales mientras un impasible guardia nos observa desde el otro lado de una doble pared de cristal. En París, los centros judíos son a menudo objeto de actos vandálicos y de ataques terroristas. Una vez dentro, deambulo por las distintas salas de arte y artefactos, admirando sin poner demasiada atención alianzas de boda italianas y una corona de Torah alemana, una lápida medieval, una cómoda artesonada del Renacimiento y un cuadro de Chagall. No tardo en llegar aquí y detenerme ante la muestra sobre el caso Dreyfus: contemplo la fotografía del inocuo hombre de mediana edad y anteojos falsamente acusado de espionaje y leo no sin cierta dificultad la portada de L’Aurore. Mientras algunos veían en el sionismo la solución al antisemitismo, el caso Dreyfus fue, según explica el texto de un pequeño panel adjunto, la oportunidad para que muchos judíos franceses reafirmaran su condición de republicanos perfectamente asimilados y respetuosos de las leyes (o quizá debería traducir más sutilmente esa última expresión por la de «ciudadanos leales a la Tercera República»). Eran distinguidos franceses y francesas; eran personas como la propia Jeanne Proust.
Me adentro aún más en el museo, siguiendo el curso de la historia hasta el siglo XX, y me encuentro con una exposición, todavía en preparación, sobre el destino de los judíos parisinos desde 1941 a 1945. En el centro de la sala algunas vitrinas siguen todavía vacías. A su alrededor, las paredes están cubiertas de fotografías: de individuos, familias, niños, grupos escolares, tenderos de rostro solemne posando delante de sus establecimientos, prósperos burgueses sonriendo amablemente a la cámara, un rabino con un sombrero negro del doble de tamaño que su pequeño rostro, una elegante mujer con su largo abrigo de piel, una nerviosa pareja vestidos de novios. En un panel situado al lado de cada una de las fotografías, todos los sujetos están identificados y sus historias, descritas. Una declaración de impuestos da prueba de que el tendero lleva ejerciendo su profesión en el establecimiento de la rue de Francs Bourgeois desde 1923. Un archivo familiar de la Prefectura de Policía del Sena da fe de que nació en 1892 en el XIème Arrondissement, que goza de libre ciudadanía francesa, que se casó en 1925 y que ahora vive en una dirección de la rue de Malte, antes de adjuntar al registro el nombre de su mujer y de sus hijos. Un archivo de Drancy apunta que llegó al campo en agosto de 1943 y que fue deportado seis semanas más tarde en el convoy número 27.
Viste delantal y posa orgulloso delante de la puerta de su tienda con los brazos cruzados sobre su amplio pecho, aunque, junto a su elegante figura, es otra la imagen que atrapa mi atención. La imagen muestra una fila de unos diez hombres bien vestidos, algunos tímidos, otros altivos, fotografiados en un patio. Debe de ser invierno, pues todos llevan abrigos de lana, algunos con cuello de piel.
Un par de ellos llevan elegantes sombreros de fieltro mientras que los demás exponen al frío sus cabezas de cabellos pulcramente cortados. El pie de foto explica que los hombres son miembros del cuerpo de abogados de París internados en Drancy en noviembre de 1942. A alguien se le ha ocurrido reunirlos y fotografiarlos a su llegada al campo —¿quizá en una muestra de inoportuno orgullo por su estatus profesional? ¿O quizá movido por una recreada victoria ante su humillación?—, y ahí están, con sus pasados prósperos, y sin duda más felices, visibles aún en su porte: un puñado de almas republicanas integradas y respetuosas con la ley que todavía no han sido víctimas del hambre, la desesperación y la muerte. Todos están identificados, valiéndose para ello de la misma suerte de archivos que se han utilizado para identificar al tendero. Entre ellos leo un nombre que reconozco: P. Bensimon.
La languidez en la que me ha sumido mi visita al museo se evapora de pronto y vuelvo mi atención, de nuevo despierta, hacia el texto del panel, buscando su nombre. Según explicita el texto, aunque no hay registro de su internamiento ni del de su familia en Drancy, el P. Bensimon de la fotografía es con toda probabilidad Philippe Bensimon, abogado parisino que, según las declaraciones de impuestos, nació en 1900 y vivía en el número 22 de la rue de Musset del XVIème Arrondissement con su mujer y su hija. Se desconoce su destino.
Frenéticamente, como si la fotografía y el texto pudieran desaparecer ante mis ojos, saco la libreta del bolso y busco con desesperación un bolígrafo. He metido uno esta mañana. Tengo que tener un bolígrafo. En este bolsillo no, aquí tampoco. Por fin lo encuentro, escondido debajo del cepillo del pelo. Abro la libreta y me pongo a garabatear furiosamente en ella.