RACHEL estaba decorando una tarta cuando Sam salió a abrir la puerta y gritó una advertencia del todo innecesaria. Clara Segal desfiló hacia la cocina llevando en las manos una enorme bandeja cubierta con papel de cera que dejó con ostentoso cuidado encima de la mesa. Rachel estaba ocupada en la parte más delicada de su labor, intentando que la capa de azúcar glas quedara pegada verticalmente a los laterales de la tarta, cuando sonó el timbre y el cuchillo se le escapó de la mano, dejando un salpicón de espuma blanca en la prístina bandeja de cristal. Reprimió su fastidio por la interrupción, se alejó de la encimera y regresó a la mesa para admirar concienzudamente las galletas y las pastas que Clara destapó sin ocultar su orgullo.
—Preciosas, preciosas, y cuántas —dijo Rachel, fijándose a la vez en que Clara había incluido un gran bizcocho entre los petits fours, los merengues y las galletas, a pesar de que habían acordado que sería Rachel la que se ocuparía de eso. A fin de cuentas, todos sabían que esa era precisamente su especialidad: un bizcocho simultáneamente más espeso y más alto y ligero que las secas tartas que podían encontrarse en cualquier panadería, un bizcocho preparado a partir de una receta que había aprendido de su abuela. Su madre había conservado la vieja libreta en la que figuraba la receta, cuidadosamente copiada en yiddish, con una letra de finos trazos que componía una delicada caligrafía que Sam había descifrado el día en que Rachel heredó la libreta. Y no es que el secreto estuviera escrito en ella: no, eso formaba parte de la historia oral. Su madre le había mostrado la técnica adecuada para batir los doce huevos cuando Rachel era apenas una niña. Los resultados eran infalibles y lo bastante deliciosos como para poder comerse así, sin más, o con un poco de compota de frutas encima. Sin embargo, para la ocasión, tras admirar los fantásticos mejunjes que veía reproducidos en las revistas, Rachel había decidido que cubriría la tarta de azúcar glas, y la labor estaba resultando más ardua de lo esperado. Y encima, allí estaba Clara con su propio bizcocho. En fin, en una boda, toda comida era poca.
A decir verdad, los preparativos habían resultado difíciles desde el principio, en cuanto la primera y jubilosa noticia del compromiso dejó paso a las realidades prácticas del mismo. Aunque se acordó fácilmente la fecha, Clara y Lionel, que poco antes habían abandonado la abigarrada y pequeña shul[1] ortodoxa de sus años de juventud y habían transferido su fidelidad a la sinagoga de reciente construcción situada en Bathurst Street, a la que el rabino Cohn y su congregación se habían mudado el año anterior, dieron simplemente por hecho que la boda se celebraría allí. Les parecía la solución más lógica. El rabino presidiría la ceremonia y acto seguido tendría lugar el convite en el salón social. Así fue acordado. Sin embargo, a Rachel, que intentaba gobernar su casa con un estricto presupuesto para que su marido pudiera pagar la deuda que pesaba sobre la ferretería que había abierto después de la guerra, y a Sam, que tan solo asomaba la cabeza en la pequeña sinagoga polaca unas cuantas veces al año y que no mostraba ningún interés por las festividades, el plan se les antojaba alarmantemente elaborado. Incluso a la novia le parecía alarmantemente desorbitado.
—Toda esa gente a la que no conozco… —se había quejado desmayadamente Sarah a Rachel, viendo cómo el número de nombres de la lista de invitados de Clara aumentaba implacablemente con el paso de los días. Rachel intentó bloquear los planes de Clara con una pequeña sarta de reproches y de protestas, amables al principio aunque cada vez más firmes y sonoros según la resistencia de su futura consuegra. Por fin, Sam intervino y tomó las riendas de la situación: la boda se celebraría en casa. Esa fue su decisión.
—Dadas las circunstancias, es natural —le dijo a Clara y a Lionel—. No me preocupa para nada el gasto, no se trata de eso. El negocio va bien, pero la niña… En fin, tengamos en cuenta sus sentimientos. No desea un gran evento. Supongo que lo entendéis.
Convencidos, aunque a regañadientes, por las súplicas de su hijo, y hasta cierto punto apaciguados por la idea de poder planear una gran fiesta para el almuerzo de inauguración de ese mes, Clara cedió magnánimamente en ese punto… pues, a decir verdad, tenía poca elección. Tendría que dar un montón de explicaciones a sus primos y amigos; se quejaría a todo aquel oído compasivo que quisiera escucharla de que la habían obligado a reducir su lista de invitados a un máximo de veintiocho, aunque si los Plot habían decidido celebrar el enlace en su casa, poco era lo que podía hacer ella por detenerlos: al fin y al cabo, era la familia de la novia la que organizaba la boda. Con el consentimiento de los Segal por fin asegurado, Rachel y Sam se pusieron manos a la obra: el rabino Cohn oficiaría la ceremonia en el salón; el encargado del catering aportaría la cantidad suficiente de calientaplatos y de hornos adicionales para poder preparar la comida en la cocina, y si trasladaban todos los muebles al piso de arriba podrían dar cabida a treinta y seis invitados en el salón en cuatro mesas redondas alquiladas para la ocasión. No habría, sin embargo, espacio para una banda de música, aunque Sarah dijo que no le apetecía demasiado bailar. Y la comida sería kosher, naturalmente. Los Segal habían recomendado al encargado del catering. Rachel sabía que la familia de los Segal era más cuidadosa que la suya y era razonable que sus requisitos se respetaran. Todo parecía estar en orden. Pero entonces el encargado del catering presentó sus honorarios.
—Es un monopolio —se quejó Sam a Rachel, sentado a la mesa del comedor y rascándose la cabeza sin apartar los ojos de la astronómica cifra de la factura—. Están compinchados con los carniceros —Rachel asintió pero no dijo nada. Se le había secado la boca. Ese era el desastre que tanto había temido desde el principio. Desde el día en que conoció a los Segal, había padecido una insistente ansiedad ante la posibilidad de que las diferencias de fortuna entre las dos familias resultaran profundamente embarazosas. Los Segal, el médico y su esposa, eran gente de la parte alta de la ciudad. Clara llevaba un abrigo de piel ese primer día a pesar de que era solo noviembre y de que fuera lloviznaba. Sam y Rachel, por su parte, no solo tenían que preocuparse de la tienda, sino que todavía debían algunas mensualidades del Chevy, y eso que el coche había empezado a oxidarse, y no tendrían dinero para gastos adicionales cuando hubieran pagado el juego de té de porcelana que Rachel había escogido ya como regalo de los padres a la novia. Habían calculado al detalle el gasto del fotógrafo, las flores, las mesas y las sillas, los camareros y también el servicio de catering, y por tanto no podían permitirse esa alarmante cantidad. Y tampoco podían esperar ayuda alguna de los Segal, puesto que habían rechazado todas sus ofertas al insistir en una boda íntima. Rachel pensó en lo que habría costado el convite si hubieran cedido a los planes iniciales de Clara, aunque incluso con la lista reducida de invitados el presupuesto era imposible. La ansiedad se había convertido en un auténtico temor, que le subió desde el estómago hasta la garganta y la boca, dejándole en la lengua un sabor desagradable y levemente metálico.
—Cualquiera hubiera creído que las personas religiosas tenían más respeto por los demás y no intentaban ganar dinero de este modo —prosiguió Sam. Rachel reconoció en sus palabras los signos que advertían de uno de sus infrecuentes aunque apasionados discursos—. Pero esto es para vosotros el capitalismo…
Rachel tragó saliva y, esforzándose en no comentar que también él se había convertido en empresario, logró articular unas pocas palabras con las que hacerle callar antes de que fuera imposible pararle.
—Supone mucho trabajo preparar comida para tanta gente, y encima está el esfuerzo adicional del kosher —dijo, quitándole a Sam la factura de las manos para volver a estudiarla con atención—. Este plato de ensalada… No necesitamos ensalada. Y los postres. Mira lo caros que son. Puedo prepararlos yo.
—Rachel, no pretenderás cocinar toda una…
—Sí, sí. Será divertido.
Y así fue como empezó la batalla sobre la mesa de los postres.
—Y pienso preparar yo misma los postres —dijo alegremente Rachel, intentando colar la cuestión mientras las dos parejas se habían reunido en el salón de los Plot una tarde para discutir una larga lista de disposiciones.
—Pero no serán kosher —se había apresurado a replicar Clara—. ¿Vamos a comer carne durante la cena?
—Por supuesto, por supuesto. Utilizaré solo Crisco, nada de lácteos, lo prometo —respondió Rachel.
—Aun así, en tu cocina…
—Naturalmente, sería más fácil dejar que fuera el encargado del catering quien preparara los postres —dijo Lionel, interrumpiendo a su esposa con una intervención más amable—. Menos trabajo para ti.
—No, quiero encargarme yo. Me aseguraré de que sean kosher —insistió Rachel.
—No lo serán si los preparas en tu cocina —replicó Clara, endureciendo su postura porque sentía que había cedido ya demasiado terreno en el asunto de la sinagoga y en el de la lista de invitados.
—De verdad será mucho más fácil si el encargado del catering… —insitió Lionel, intentando apaciguar a Clara.
—Sin duda, sin duda —concedió Sam, desesperado por evitar la vergüenza—. Le diremos al encargado del banquete que se ocupe también de los postres.
—No —Rachel, igualmente desesperada por el coste, se mostró firme—. No. Yo prepararé los postres.
—No —replicó Clara—. No pienso comer trayf.
La velada concluyó antes de lo esperado.
En privado, cada una de las dos mujeres consideraba irracional a la otra y se había quejado de ello a su esposo.
—¿Por qué no han enseñado nuestros preceptos a la chica? —preguntó Clara a Lionel—. Era su obligación.
Lionel, que consideraba que no podía esperarse que los demás adoptaran prácticas extrarreligiosas con un niño, puso reparos al comentario de Clara.
—Tampoco es que la muchacha respetara el kosher en Francia —dijo—. Me refiero a que los franceses… —aunque no estaba seguro de lo que quería decir, tenía en mente cierta imagen de decadencia parisina en la que no había cabida para la cocina kosher.
Mientras tanto, Rachel se preguntaba si a Dios le importaba que el cabrito se cocinara en la leche materna. Conocía perfectamente las prescripciones de la religión de sus padres, pero su parcial cumplimiento de las leyes que demarcaban la dieta era más una cuestión de hábito cultural que de fervor religioso. Instintivamente jamás servía cerdo, marisco o mantequilla con las patatas, ni budín de leche inmediatamente después del asado, y tenía platos separados para la Pascua, que sacaba con sumo cuidado de sus cajas rellenas de papel tisú todos los años. Aun así, Sam y ella siempre habían considerado exageradamente cumplidores a sus conocidos ortodoxos y no podían evitar pensar que su exacerbado entusiasmo por su doble vajilla tenía algo de vulgar y de ligeramente embarazoso.
—Desde luego, a estas alturas, teniendo como tenemos neveras y todo lo demás, no tiene tanta importancia —le dijo a Sam al día siguiente.
—Pero nosotros tampoco comemos cerdo —replicó Sam—. No puedes pedirle a la gente que renuncie a sus tradiciones.
—No les pido que renuncien a sus tradiciones, solo que por un día sean un poco más flexibles —dijo Rachel, presa de una ira poco habitual en ella, que le aceleró levemente el corazón—. Ya he prometido que no utilizaría lácteos.
Al final, las dos mujeres consiguieron llegar a un compromiso mutuo. Rachel limpiaría su cocina siguiendo la supervisión de Clara y utilizaría los utensilios y los cuencos de mezclar de su futura consuegra. No emplearía mantequilla ni leche para hornear, ni tampoco grasa animal en la preparación de los dulces. Los postres serían pareveh, o neutros, de modo que pudieran ser perfectamente comestibles tras la carne kosher del encargado del banquete.
—Tampoco es que siempre hornee con manteca —masculló Rachel entre dientes mientras cerraba la puerta a Clara después del encuentro, dolida por la simple sugerencia de que pudiera tener la costumbre de utilizar sebo de orígenes desconocidos. Se tragó su malestar y se puso a hojear sus libros de recetas y a planificar el menú.
Clara tampoco estaba feliz con el acuerdo al que habían llegado ambas mujeres, pues sospechaba que Rachel, en cuanto su cocina hubiera quedado limpia, no sería tan diligente como ella en la preparación de los horneados. Y mientras dudaba de que Rachel fuera a echar mano en algún momento de sus propias cucharas de cocina o mezclara los trapos, estaba convencida de que podía confiar en que elaboraría un impresionante surtido que podría incluso rivalizar con los delicados dulces que el encargado del banquete habría aportado. Rachel había servido unas tartas deliciosas durante los recientes encuentros de ambas mujeres, delicias que Clara había probado por simple cortesía antes de hacerse patente que fuera a pronunciarse sobre el modo de hornear de Rachel. A la gente les gustaban sus dulces, y Rachel a buen seguro recibiría muchos cumplidos durante el gran día. El hecho de que ella misma hubiera preparado los postres sería motivo del asombro general. Más que un desastre, la mesa de los postres bien podía convertirse en todo un triunfo. En cierto modo, eso molestaba a Clara, aunque no habría sabido decir por qué. También ella era consciente de las diferencias económicas que existían entre las dos familias y había terminado resignándose a los Plot y a la clase de boda que podían ofrecer. Su propio hijo se había mostrado extrañamente contundente con su rotunda insistencia para que sus deseos fueran respetados, y había comentado a su madre que, dado que Sarah no tenía familia propia, resultaría cuanto menos una falta de tacto abrumar a sus pocos contactos con los numerosos amigos y familiares de los Segal. Así que Clara había aceptado a Sarah, a los Plot y la pequeña ceremonia, pero la discutible mesa de postres de Rachel no terminaba de encajar con su idea sobre el particular.
A medida que pasaban las semanas y Clara iba sintiéndose cada vez más agraviada por todo el plan, decidió que lo mejor era preparar parte de los postres. A decir verdad, era algo que no deseaba, y no se había ofrecido al principio, pues, dado que su idea de la boda había sido desestimada, tenía claro que el evento era responsabilidad de los padres de la novia, y se negaba a dejarse manipular y tener que soportar una carga adicional de trabajo simplemente por la insistencia de Rachel de no dejar la mesa de los postres en manos del encargado del convite. Aun así, Rachel había seguido adelante con sus planes, y ahora Clara ardía en deseos de participar. Llamó por fin a Rachel y sugirió que prepararía unas galletas.
—Oh, no. No te molestes.
—No es molestia. Me gustaría.
—Pero si ya estás haciendo demasiado dejándome todos los utensilios…
—Bah. Eso no es nada. En serio, prepararé unas galletas. Será divertido.
A medida que la fecha de la boda se acercaba y la familia de Clara iba enterándose de su compromiso, los pocos dulces que tenía previsto preparar empezaron a multiplicarse. En el esmerado orden de su cocina, su hermana Rose podía preparar un strudel de manzana con un bizcocho fino como el papel hecho tan solo con harina, agua y un poco de aceite, para poderlo comer sin peligro alguno al final de cada plato; mientras su prima Lily podía, también sin recurrir a los lácteos ni a la carne, crear los más exquisitos petits fours, esos pequeños cuadrados de bizcocho blanco tan suavemente cubiertos de azúcar rosa que parecían demasiado perfectos para ser comestibles. Y en cuanto a la contribución de Clara, naturalmente, sus inmensos merengues de suculento aspecto, esos dulces redondos del tamaño de una cebolla y coronados por idénticos acabados puntiagudos, así como sus pequeños y esponjosos roscos de coco, resultarían muy aceptables, pues los huevos se consideran pareveh. Quizá podría incluso preparar un bizcochuelo. Rachel no podría ofenderse por su generosidad.
Pues bien, la víspera de la boda Clara dispuso todos esos dulces en dos de las bandejas más grandes que tenía en la cocina y pidió a Lionel que la llevara en coche a casa de los Plot, donde Rachel, con mucha antelación, orquestaba los postres para el día siguiente.
Después de colocar de nuevo el papel de cera sobre una de las bandejas, Clara se apartó de la mesa de la cocina, donde estaban a su vez dispuestas cinco tartas y tres grandes bandejas de galletas, y se volvió hacia la encimera para inspeccionar los últimos preparativos de Rachel.
—¿No la glaseas con mantequilla? —preguntó ansiosa, sin apartar los ojos de la espumosa masa que desfiguraba los bordes de la bandeja de la tarta.
Sarah percibía que había tensión entre su madre adoptiva y su futura suegra. Aunque intuía que Rachel, siempre amable y resignada, no recibía la consideración que se merecía y quería hablar con ella para darle las gracias por su generosidad y por su paciencia y expresarle su gran alivio por el hecho de que los Plot hubieran logrado una ceremonia íntima, estaba demasiado nerviosa y entretenida para encontrar las palabras o el momento adecuados. A pesar de que, a lo largo de sus veinticinco años, había mostrado una buena dosis de silencioso valor y algún que otro destello de iniciativa, cada vez se apoyaba más en Daniel para que la guiara por la vida. Daniel la había encontrado, la había elegido entre las demás chicas de la universidad, la había invitado a bailar y la había llevado de picnic, le había propuesto matrimonio, le había comprado un anillo e incluso había encontrado un apartamento. A Sarah le maravillaba la facilidad que mostraba para todas las disposiciones prácticas y, como muchas futuras esposas, vivía los días previos al enlace sumida en una especie de nebulosa. Y en lo que hacía referencia a esos temas en los que no podía esperarse que un joven mostrara conocimiento o autoridad alguna, esto es, en lo relativo a la comida o al vestido, Sarah quedó por completo en manos de las mujeres y se limitó a hacer lo que se le decía. Rachel y Clara se ocuparon de la mesa de los postres y su amiga Lisa, una antigua compañera de la facultad que haría las veces de dama de honor en la ceremonia, la llevó a Eaton’s, la tienda de vestidos de novia, para que escogiera el vestido.
El vestido era amplio, aunque no demasiado largo. El corpiño, ajustado, con largas mangas estrechas, y el cuello dibujaba dos arcos sobre los pequeños pechos de Sarah antes de sumergirse en brusca pendiente entre ambos. De su estrecha cintura, la falda, amplia y prominente, se disparaba hacia fuera más que hacia abajo y requería una crinolina para mantenerla en su lugar. La enagua supuso un gasto adicional que Sarah ya había previsto, sin embargo no había calculado adecuadamente el coste de los guantes, los zapatos y el pequeño casquete que le sujetaría el gran velo. Lisa señalaba, visiblemente entusiasmada, fotos de las revistas, al tiempo que decía a Sarah que ese era el look que todo el mundo llevaba en Europa. Y así era, en efecto, pues el racionamiento había terminado y los diseñadores parisinos celebraban el fin de la escasez de telas utilizando tanta como les era posible. Las mujeres que aparecían en las revistas eran más altas que Sarah y se inclinaban ligeramente hacia atrás, sin perder por ello su elegancia, de pie y con los tobillos cruzados, acentuando así su altura. Además tenían cuellos largos como cisnes y levantaban de tal modo la cabeza que el casquete les coronaba los lisos peinados con absoluta majestad. Con aquel amplio vestido y el gran velo peculiarmente sujeto por el pequeño sombrero, Sarah, que apenas superaba el metro y medio de estatura, estaba guapa, pero no hermosa. Era una mujer que debería haberse casado con un vestido de encaje, una prenda de formas sencillas y cosido con hilos tan delicados como su pequeño cuerpo. No importaba. Aunque intuía que las cosas no iban del todo bien con los preparativos de la mesa de los postres, estaba realmente contenta con el vestido que Lisa había elegido para ella, incluso aunque tuviera que echar mano de todos sus ahorros para pagarlo. La tarde de la boda se quedó maravillada al verse en el espejo mientras se ponía al cuello las perlas de Sophie Bensimon.
Sarah no había esperado casarse. Y no es que no lo deseara ni lo buscara. Al contrario: lo anhelaba, y soñaba con el hombre que haría de su vida un todo completo, feliz y real. Rachel y Sam esperaban también fervientemente la llegada de un buen chico, y, aunque con discreción, preguntaban con frecuencia sobre sus citas. Durante los años que pasó en la universidad, Sarah siguió viviendo en casa de los Plot, mientras que una pequeña beca cubría el coste de sus estudios y su trabajo a media jornada en la biblioteca ayudaba a pagar ropa, libros y las escasas tardes de cine. Ni Sam ni Rachel le habían preguntado cómo pretendía mantenerse después, pero sin ninguna profesión a la vista, entendían que el matrimonio era la única solución. Sarah, mientras tanto, era demasiado orgullosa para abordar el tema y confesarles que también ella deseaba algo para su futuro, aunque sabía muy bien lo que había tras las tímidas preguntas sobre el sábado por la noche o la tarde del domingo. No, ella sabía muy bien lo que se esperaba de las chicas y lo que las chicas podían esperar al terminar la universidad.
Lo que en realidad ocurría era que, como la vida que tenía en Canadá le resultaba irreal, un estado temporal que algún día tocaría a su fin (cuando terminara los estudios o cuando completara la adolescencia y accediera por fin a esa vida de mujer adulta con la que podría haber soñado en los años previos a 1942), el matrimonio aquí, en Toronto, se le antojaba intolerablemente concreto.
A ojos de Sarah los hombres eran criaturas distantes aunque prosaicas, y siempre se sorprendía un poco cuando alguno de ellos se mostraba románticamente interesado en ella. Normalmente, cuando uno de los chicos de su clase o el hermano de algún amigo, atraído por su delicado aspecto e intrigado por su tímida dignidad, se molestaba en charlar con ella y preguntar, no tardaba en recular sin llegar a invitarla a bailar o al cine. El chico en cuestión había descubierto rápidamente que lo que había tomado por elegante docilidad era en realidad una suerte de silente dureza como no había conocido entre las chicas más sencillas y amigables a las que estaba acostumbrado. Y no es que Sarah le desagradara, sino que se sentía confundido e incluso bloqueado por una actitud aparentemente muy gentil, bajo la que se ocultaba sin embargo un carácter muy próximo al suyo, autosuficente. En efecto, ese fue el malentendido que se produjo la noche que Sarah conoció a Daniel.
Después de dejarse convencer para salir a bailar por Lisa, que estaba ansiosa por disfrutar de una última noche de fiesta antes de que las chicas se pusieran a estudiar para los exámenes finales, Sarah se sentó sola a una mesa mientras su amiga se divertía en la pista de baile. Aunque no estaba sola del todo, pues Lisa se había asegurado de dejarla en compañía de Boxer Walter antes de alejarse encantada del brazo de su amigo Michael Smithson, un chico al que había esperado en secreto encontrar allí. Para Boxer no fue fácil, pues tuvo que luchar contra la reticencia de Sarah y el volumen de la música que tocaba la banda de jazz en la parte delantera de la sala. Cuando había empezado a desesperarse un poco ante la situación y a molestarse ligeramente por tener que bregar con aquella joven decididamente seria, cayó en la cuenta de que balbuceaba. Intentó callarse, pero no logró contenerse:
—¿No te diviertes? ¡Sonríe, sonríe!
Aunque Sarah tenía pocas ideas propias sobre cómo vivir, era lo bastante inteligente como para no hacer caso de los impetuosos chicos que le daban instrucciones sobre qué hacer con ella. En secreto, detestaba lo que para ella era la costumbre típicamente canadiense de la felicidad, una insistencia de que había que disfrutar de la vida en todo momento como si la seriedad, por no hablar del pesar, fuera el equivalente a una admisión de fracaso. Su rostro, hasta entonces una máscara de discreta elegancia, fue adquiriendo un aspecto cada vez más pétreo. Fue Daniel quien acudió en su rescate.
—Hola, Boxer.
Era un hombre bajo y ancho de hombros, con la cara despejada y la cabeza cubierta de rizos negros, que había estado observando a Sarah desde la otra punta del salón y que por fin había visto su oportunidad y saludaba alegremente a un antiguo compañero de clase de su primo al que había visto unas pocas veces antes.
—Daniel, ¿verdad?
—Eso es. ¿Qué tal?
—Bien, bien. Deja que os presente. Esta es…
—Sarah —dijo ella con firmeza, tendiendo la mano sin una sonrisa—. Mi nombre es Sarah Simon.
Daniel sonrió de oreja a oreja, dando muestras de una calidez tan genuina que la férrea hosquedad de Sarah se desvaneció al instante y en su lugar apareció una amable sonrisa.
—Soy Daniel Segal.
—¿Algo más de beber? ¿Algo más de beber? ¿Otra CocaCola, Sarah? —Boxer se escabulló a la carrera en busca de unos refrescos. Cuando regresó, Sarah y Daniel conversaban animadamente y él vio llegado el momento de dejar los vasos encima de la mesa y fundirse en la multitud después de excusarse, balbuceando que tenía que encontrar a Michael.
Daniel había visto algo en Sarah. Como en la escena de una de esas películas románticas que las chicas iban a ver de vez en cuando, Daniel la había visto desde la otra punta del salón abarrotado: era una total desconocida para él. Entre el humo de cigarrillo, las charlas y el jazz recibió como en una suerte de descarga la naturaleza de lo que había percibido en ella: esa mezcla de fragilidad y optimismo, de delicada inteligencia y estúpido orgullo que, en cincuenta y cinco años de matrimonio, jamás lograría definir del todo. Su reacción fue inmediata y apremiante: excitado y nervioso, intentando acallar sin éxito sus esperanzas prematuramente ridículas, se había acercado a ella.
Se quedó allí el resto de la tarde, charlando de nada en particular hasta que la banda cesó de tocar, alguien encendió las luces y la repentina y potente claridad hizo volver en sí a quienes llenaban en ese momento la pista de baile. Lisa, que de pronto se sintió culpable al acordarse de Sarah, regresó a la mesa con la oferta de Michael de llevarlas a las dos a casa. Con el rostro encendido de satisfacción por su conquista y por la sorpresa de haber encontrado a Sarah tan intensamente ocupada, articuló no sin cierta torpeza las presentaciones y algunas explicaciones. Durante un breve instante, los cuatro guardaron un incómodo silencio al tiempo que intentaban decidir cómo abandonarían el local, pero entonces Daniel dio discretamente las buenas noches y se marchó, sabiendo que Boxer seguramente podría conseguirle el teléfono de Sarah llamando a Michael.
Una tarde de junio, después de que los exámenes hubieran terminado, llegó a la casa de Gladstone Avenue. Era una de las construcciones más sencillas de la calle, una alargada casa pareada de estilo victoriano, con casas vecinas a ambos lados y dos plantas con ventanas salientes y una buhardilla encajada tras una pequeña ventana puntiaguda. Daniel estudió con atención el barrio, observó detenidamente la fachada de ladrillo rojo —clase media, aunque por poco— y subió los escalones de madera que conducían al porche delantero. Así se hacía: no se conocía a una mujer en un restaurante ni tampoco en un cine del centro, sino que el chico iba a su casa con tiempo de sobra para que el padre pudiera inspeccionarle mientras la chica y su madre, ocultas y a salvo en algún dormitorio de color de rosa de la primera planta, daban los últimos retoques a su peinado. Al menos era ese el tipo de escenario que Daniel esperaba encontrar. Lo cierto es que el dormitorio de Sarah, situado en la parte de atrás de la primera planta, siempre había estado pintado de un fresco tono amarillo y hacía varios años que Rachel no ponía el pie en él, y la noche de la cita de Daniel, Sam había salido de visita, de modo que cuando sonó el timbre Rachel estaba sentada sola en el salón, fingiendo leer un libro. Sarah abrió la puerta e invitó al chico a que la conociera.
—Te presento a Daniel Segal —anunció Sarah antes de quedarse callada.
—Encantado de conocerla, señora Simon —tronó Daniel con esa seguridad en sí mismo tan propia de él, adelantándose con la mano tendida. Se produjo un breve aunque doloroso silencio antes de que Rachel le corrigiera.
—Soy Rachel Plot —dijo tras reponerse, e intentó mostrarse más amigable—. Pero llámame Rachel. Así me llaman todos. Y así es como me llama Sarah.
Era cierto. A medida que su estancia en casa de los Plot se iba prolongando, «señor y señora Plot» sonaba cada vez más extraño mientras que «madre» y «padre» jamás había sido una posibilidad. De ahí que les llamara simplemente Sam y Rachel.
—Encantado —repitió Daniel mientras Sarah seguía callada.
—Sarah me ha dicho que vas a ser médico —prosiguió Rachel—. Tus padres deben de estar muy orgullosos.
Cuando Sarah y él llegaron a la puerta, dispuestos a marcharse, Daniel ya había atado cabos. Era cierto que Sarah nunca había dicho: «Recógeme en casa de mis padres», ni tampoco: «A mis padres les encantaría conocerte», sino que, como recordó de pronto, se había referido vagamente a «la casa». Daniel creyó entender entonces su modo ligeramente formal, e incluso extranjero, de hablar, así como su discreción y su resolución.
Esa noche no dijo nada, y tampoco durante la segunda cita. Fue durante la tercera, una cálida tarde hacia finales de ese verano, cuando preguntó tímidamente:
—¿Cuánto tiempo hace que vives con los Plot?
Estaban cenando en un restaurante de Yonge Street que había elegido él porque era incapaz de imaginar a Sarah comiendo en alguna charcutería kosher de College y Spadina, y en el que se estaba gastando la asignación de dos semanas en una comida que apenas probaron. El bochorno mermaba el apetito y Sarah estaba nerviosa. Daniel ya había comido en casa porque no quería confesar a su madre su estúpido plan.
Sarah apartó a un lado del plato una patata hervida y respondió con una voz desprovista de emoción:
—Desde los doce años.
—¿Y antes de eso? —Daniel era cauto, aunque sentía que después del error cometido en casa de los Plot y de esa cena cara tenía cierto derecho a saber—. En Europa —apuntó.
Sarah evitaba contar la historia de su vida. Los que eran más dados a preguntar alegremente solían avergonzarse cuando ella explicaba su pérdida, y guardaban silencio o, peor aún, se mostraban solícitos con ella del mismo modo que lo hacemos con una mujer casada que acaba de revelar que está embarazada o con un brillante estudiante que acaba de anunciar que le han dado una beca, una suerte de atención que a su vez la avergonzaba profundamente. Sus amigos, y eran pocos los que se consideraban íntimos, aceptaban la larga línea fronteriza que Sarah parecía trazar ante ella y sabían que su amistad con ella no incluía un pasaporte con el que cruzarla. Por supuesto, había contado la historia algunas veces. Otros estudiantes, sus padres, los colegas de la biblioteca, la gente en general preguntaba: «¿De dónde eres? ¿Quién es tu familia?», y Sarah había aprendido a explicar sus antecedentes tan neutramente como le era posible. Fue esa versión discreta y desprovista de adornos la que decidió dar.
—Me crié en París. Mi padre era abogado. Cuando los alemanes invadieron Francia, mis padres me enviaron aquí. No soy familia de los Plot. Simplemente me han dado un lugar donde vivir.
Sarah temía la pregunta que normalmente seguía a ese recital. En los dos años que habían pasado desde su viaje a París, la vergüenza que le provocaba tener que admitir la verdad no parecía mucho menor que aquella que había sentido a menudo cuando tan solo podía decir: «No sé». Una vez, durante su segundo año, muy poco antes de su viaje a Francia, una chica particularmente torpe de la clase de Historia de Lisa había ido un paso más allá, estallando en una muestra de cómico enojo: «¿Y cómo es posible que no lo sepas?»; y solo puso fin a la chanza cuando Lisa le lanzó una mirada asesina.
Pero Daniel era lo bastante cauto como para no hacer esa clase de preguntas. Cuando Sarah concluyó su breve explicación, él tendió la mano sobre la mesa y cubrió la de ella, diciendo:
—Intentaremos encontrar mejores temas de conversación.
A Sarah no le gustaba que nadie se tomara la libertad de tocarla y retiró rápidamente la mano.
Incluso aunque hiciera un tiempo espléndido, Sarah odiaba el mes de septiembre. Era un mes de esperanzas perdidas, de compungido realismo, del regreso a la escuela, calcetines por encima de las rodillas y libretas. Era el momento del año en que la luz del verano, tras las largas y brumosas tardes de agosto, adquiría una claridad y una intensidad tales que no había duda de que tenían que ser sus últimos días. Durante el verano parecía que las cosas pudieran ocurrir, que la vida pudiera cambiar y que la liviandad fuera a perdurar, y justo entonces llegaba septiembre, trayendo consigo una dolorosa decepción y una muda sensación de pérdida.
Septiembre había sido el mes de 1942 en el que Sarah se había visto obligada a admitir que su visita a Toronto no eran unas exóticas vacaciones estivales: no volvería a casa ese año. El comienzo de la escuela ese otoño, poco antes del mes de octubre de su décimo segundo cumpleaños, se le había antojado una profunda equivocación: un desagradable compromiso exigido por las circunstancias en el mejor de los casos y una traición de sus padres en el peor. Durante los once años siguientes, había sido incapaz de adentrarse por entero en esa otra vida como si fuera una vida del todo natural. Todos los meses de septiembre señalaban un año más entre ella y su pasado, aunque no había el menor cambio en la emoción ni progreso alguno en su vida. La grieta la horrorizaba en silencio: cruzarla era abandonar a sus padres; quedarse en ese lado era renunciar a los placeres y atenciones adultos que debían necesariamente colmar el futuro, si es que pensaba tener alguno.
Este septiembre en particular era el mes en que tendría que aceptar que habían pasado más de tres semanas desde que Daniel había llamado por teléfono y que probablemente no volvería a llamar. Mientras lloraba en silencio en su habitación, se entregaba a su congoja y la cuestionaba. ¿De verdad se había enamorado de Daniel Segal o era simplemente que había en su silencio el eco de otras pérdidas? Las distintas congojas de las que era presa parecían confusas e indistinguibles, fundiéndose en el doloroso paso de la luz del sol de septiembre que entraba a raudales por la ventana, llenando la habitación.
Una mano vacilante llamó a la puerta. Sarah sorbió, se secó la cara y tragó saliva.
—Sí… —a sus oídos, su voz sonó convincentemente firme.
—Sarah, voy a tomar una taza de té, cariño. ¿Por qué no bajas a la cocina y me acompañas?
—Oh, no, gracias Rachel. Estoy bien.
—¿Seguro? No te hará daño una taza de té.
Sarah sintió que era presa de la ira. No, una taza de té no le haría ningún daño, pero tampoco encontraría en ella ninguna cura. ¿Por qué no podía Rachel olvidarse de ella y dejar de una vez de revolotear preocupada a su alrededor, ofreciéndole una y otra vez tarta y galletas y cebándola con kasha y kugel? Aunque Rachel jamás verbalizaba su ansiedad. No, su fórmula era otra muy distinta: el silencio del mártir. Qué injusto. Rachel era una estúpida que no entendía nada.
—No, gracias —cuando Sarah formuló cortante las palabras, un arrebato de culpa se mezcló con la ira que la embargaba. Era injusta con Rachel. Siempre lo había sido—. Gracias —lo intentó de nuevo, esta vez más amablemente—. Solo quiero estar un rato sola.
Los pasos de Rachel se alejaron.
Esa noche, durante la cena, aunque apenas se había planteado la idea hasta ese momento, intentó anunciar algo:
—Puede que Lisa y yo alquilemos un apartamento.
Aguijoneada, Rachel levantó los ojos del plato y empezó a protestar con un «Pero esta es tu c…», cuando una mirada feroz de Sam la hizo callar. Rachel guardó silencio, tragó saliva, pensó durante un instante y por fin dijo con voz firme:
—Aquí siempre serás bienvenida.
Sam se concentró en apartar la grasa de la carne y no dijo nada.
Durante todo ese verano y también durante el otoño, los operarios estuvieron cavando una gran trinchera al este de Yonge Street, en un desesperado intento por concluir antes de la llegada del frío y rezando para no tropezar con roca. Tres años antes se habían encontrado con un muro de piedra caliza entre Front Street y Queen Street, y se habían visto obligados a utilizar explosivos, avisando previamente a los ciudadanos aunque asustando a los desprevenidos pájaros, que convertían el cielo en una caótica masa de chillidos y revoloteos cada vez que explotaba una carga. En ese momento los hombres trabajaban a buen ritmo en Carlton Street y el progreso era lento, seguro y firme, empleando excavadoras y martillos perforadores hidráulicos cuando podían, aunque mayormente con picos y palas allí donde los planos indicaban que encontrarían algún cable o tubería ocultos. Centímetro a centímetro de asfalto y de piedra, metro a metro de cascotes y de tierra, fueron limpiándolo todo, cargándolo en camiones que vaciaban luego su carga en el lago situado en el extremo oriental del puerto, creando así hectáreas de terreno donde algún día habría nuevas calles y se levantarían nuevos edificios. El día del Recuerdo, los ingenieros vigilaban impacientes el progreso de las obras, preguntando a los capataces cuándo habrían terminado el trabajo, y durante los largos turnos, el frío y la humedad parecían casi insoportables para los obreros que cavaban. Sin embargo, en cuanto todos los cables y las tuberías quedaron perfectamente expuestos, el entarimado cubrió sus cabezas y las calles pudieron por fin volver a abrir el paso al tráfico, los obreros descubrieron que el viento que entonces barría Yonge Street no soplaba bajo tierra. Se sintieron seguros en su recién construida cueva y se compadecieron de los tipos que trabajaban más al norte, en las zanjas abiertas que se extendían hacia Eglinton. Estaban felices con su progreso. Habían llegado a Bloor Street antes de Navidad, exactamente en el plazo programado, y muy pronto podrían invitar a los encargados de rellenar las zanjas de hormigón y a los electricistas a unirse a ellos bajo tierra. En marzo, las cuadrillas encargadas de las vías, que habían estado avanzando desde ambos extremos de la línea durante casi un año, jadeaban instalando los últimos raíles. En mayo abrió por fin el nuevo metro de Toronto.
El metro iba colina arriba desde Union Station, en el extremo más al sur del centro, no muy lejos de la orilla del lago, hasta Eglinton Avenue. Sustituiría el campanilleo y el ruido del cambio de vías del tranvía de Yonge por una vibración más suave y atenuada, y devolvería más rápidamente a los banqueros y a los corredores de bolsa a las calles bordeadas de árboles y de imponentes casas de Rosedale, mientras sus secretarias seguían unas paradas más en dirección norte, a los edificios de apartamentos de ladrillo rojo de seis plantas situados en las calles adyacentes a Eglinton. El metro fue sin duda una fuente de orgullo enorme para Toronto, pues su rival Montreal, tiempo ha famosa por ser la ciudad más importante de Canadá, centro financiero y cultural del país y puerto de entrada de inmigrantes, todavía no lo tenía. París, Londres, Nueva York… las ciudades de verdad rebosaban de vida subterránea y podían mover a millones de habitantes de un lado a otro sin que tuvieran tan siquiera que salir a respirar. Toronto crecía, abriéndose camino, la guerra era ya historia, pues habían pasado diez años desde que había terminado, y el futuro llamaba a la puerta.
Para Sarah, la inauguración del metro fue una distracción, un acontecimiento que podía esperar con ilusión. Le parecía adecuado que el metro empezara a funcionar en mayo, pues si septiembre era su mes menos querido, mayo era sin duda su preferido. Se sentía extrañamente alegre en los días previos a la apertura del metro, e intentaba decidir con Rachel si debían unirse a la multitud el viernes en Union Station para ver cortar la banda o esperar hasta el sábado, el primer día oficial de funcionamiento, para utilizarlo. ¿Accedería Sam a dejar la tienda durante media hora y viajar con ellas a Yonge Street o tendrían que tomar el tranvía de Bloor en dirección este desde Gladstone Avenue para viajar desde allí en la nueva línea del metro?
—Estará allí el día siguiente, y también el siguiente —le dijo Sam a Rachel mientras ella intentaba decidir cuál era la mejor hora para bajar al metro el primer día.
Sin embargo, a diferencia de su marido, la mayoría de la gente recibió la novedad con auténtico fervor. Hasta Lisa, que se había prometido en Navidad, se olvidó de los preparativos de la boda para unirse a ellas. Las mujeres habían acordado que entrarían al metro en Bloor Street, viajarían desde allí a Union Station, darían media vuelta y harían de nuevo la misma ruta, viajando en dirección norte hasta Eglinton y nuevamente hacia el sur hasta Bloor. Ese viaje a ninguna parte sería como un juego, una vuelta en una atracción de feria, y Sarah estaba tan entusiasmada como una niña a la que han prometido un gran regalo.
Durmió mal esa noche, incapaz de conciliar el sueño, y se despertó atontada y con ese molesto picor en la parte posterior de la garganta que precede a un fuerte resfriado. Aunque no se sentía mejor después del desayuno, estaba decidida a no perderse la diversión y subió al coche con Sam, Rachel y Lisa, que había llegado a casa de los Plot jadeante de excitación debido a la multitud que había visto en la calle, los globos y los niños vestidos de domingo. Hacía un día caluroso para el mes de mayo, como si la naturaleza supiera que el evento requería ese clima benigno. Sentada con Lisa en el asiento trasero mientras Sam avanzaba penosamente entre el tráfico del sábado, Sarah empezó a sentirse incómodamente acalorada. Cuando Sam las dejó en Yonge Street, se sentía decididamente presa de la fiebre y miró desfallecida la larga cola que se había formado delante de la boca del metro.
—Santo cielo, quizá Sam tenía razón. Tendremos que esperar durante horas —dijo Rachel, volviéndose a mirar hacia el coche.
Pero para entonces Sam había retirado el coche de la acera y se alejaba ya hacia el sur, de modo que no tuvieron más elección que unirse a la cola. Ciertamente, Lisa no tenía la menor intención de vivir una decepción y se abrió paso entre la multitud para preguntar a los oficiales de uniforme que supervisaban la cola. Cuando regresó, les informó de que tardarían tan solo un cuarto de hora en subir a un tren, y el optimismo de su suposición, según la cual la espera bien valía la pena, acalló cualquier oposición que las otras dos mujeres pudieran haber expresado.
Se unieron a lo que parecía ser una inmóvil multitud que iba ocupando Bloor Street y no tardaron en descubrir que, detrás de ellas, docenas de recién llegados se habían unido a ellas. La espera hizo que Sarah se sintiera aún más acalorada y que el picor de garganta fuera cada vez más intenso, lo que a la vez iba volviéndola más y más apática y reticente a hablar, de modo que no tenía fuerzas para quejarse e insistir para que regresaran. Media hora más tarde, con los pies doloridos después de tan larga espera sobre la acera, apenas habían empezado a bajar las nuevas escaleras del metro que llevaban a la cabina de cristal del cobrador, aunque, en cuanto lograron pasar el torniquete, la multitud por fin empezó a moverse, empujando hacia el andén. Allí abajo parecía haber menos gente que en la calle —Lisa concluyó que la cabina del cobrador había formado un cuello de botella—, y las mujeres se vieron por fin delante del andén y con espacio suficiente a su alrededor para poder respirar el peculiar aire del subterráneo. Era un aire caliente aunque no desagradable, ligeramente impregnado de polvo aunque levemente dulzón, y cuando una corriente se estremeció con suavidad antes de ganar en velocidad y lanzarse hacia ellas por el túnel anunciando un tren que se aproximaba, adquirió un olor casi fermentado, como si alguien estuviera horneando pan al fondo de la línea.
Sarah, ya menos acalorada, inspiró hondo.
Se vio de pie en el andén salpicado de bancos de madera verdes, mirando el sucio hormigón que se extendía bajo sus pies enfundados en unos zapatos de escolar de piel negra y cordones, encorvando hacia dentro su cuerpo infantil en un intento por imitar la curva de la pared de baldosas blancas contra la que estaba apoyada y que se elevaba dibujando un arco hacia el rótulo de exuberantes motivos florales que anunciaba la parada La Muette, cuando el chorro de aire caliente invadió de pronto la estación, acompañado de un agradable olor que de algún modo recordaba simultáneamente al polvo de carbón y a pasteles recién hechos. Su madre estaba de pie a su lado, dándole la mano mientras se acercaba el tren con su hilera de vagones verdes y el vagón rojo para los pasajeros de primera clase y, a medida que el metro de París se acercaba más y más, Sophie Bensimon la avisó:
—Attention, Sarah.
Cuando el metro de Yonge Street hizo su entrada en la estación de Bloor Street, Sarah se desmayó.
—¿Contando los días?
—Oh, sí.
Daniel sonrió ampliamente, mostrando su acuerdo al tiempo que alcanzaba a su compañero de clase y ambos caminaban juntos hacia el hospital, una lúgubre mansión victoriana de ladrillo rojo encaramada junto a la orilla más alejada del río Don, contigua a la prisión de la ciudad. La antigua fachada estaba cubierta por las secas hojas marrones de una hiedra que parecía no brotar ni florecer nunca, aunque sí lograba oscurecer la vieja placa de piedra labrada que estaba sobre la puerta para que resultara imposible leer las palabras: «Hospital para el aislamiento y tratamiento de enfermedades contagiosas de Toronto». El hospital había abierto sus puertas en la década de 1830 para albergar a los pacientes enfermos del cólera, y estaba ubicado a propósito a cierta distancia de la ciudad original. Más adelante había tratado la difteria, la escarlatina, la viruela, la varicela y por fin la polio. En ese momento básicamente estaba especializado en el cuidado de enfermos crónicos y había sido rebautizado hacía unos años como el Don Hospital, aunque los estudiantes de medicina seguían empeñados en conocerlo por su antiguo mote, el Contagion.
Daniel estudiaba medicina muy al oeste de allí, en la Universidad de Toronto, tal y como lo había hecho su padre antes que él, asistiendo a conferencias en el mismo pabellón gótico, riéndose con sus compañeros en el mismo campus verde. La medicina era la elección dictada por el debido respeto a la familia, por el reconocimiento de lo que había sido sacrificado y conseguido desde 1891, año en que el abuelo de Daniel había llegado a Montreal desde Polonia vía Hamburgo, sin hablar una sola palabra de inglés ni de francés, y sin dinero. Siendo apenas un simple adolescente, había recorrido las calles empujando un carrito en el que recogía toda clase de chatarra, hasta que por fin logró abrir una empresa de confección que no tardó en trasladar a Toronto junto con su nueva esposa, dos hijos y una niña recién nacida. Allí el abuelo Segal se hizo tan rico que su tercer hijo pudo elegir la profesión que quiso, de modo que se matriculó en la universidad. En tan solo dos generaciones, los Segal habían adquirido tanta tranquilidad de espíritu y tanta prosperidad que podían permitirse el altruismo: la medicina era el signo de su ascenso social y en los años venideros la familia daría por igual dueños de empresas y médicos.
Sin embargo, para Daniel la medicina era también una vocación. Desde su más tierna infancia en casa de un médico, le había embargado una leve emoción cuando veía a su padre entablillar la pata herida de un perro callejero, o cuando él mismo cuidaba de sus hermanos menores mientras se deslizaban en trineo por una colina nevada, o cuando durante el verano buscaban sapos en el fangoso suelo de un barranco. Ya en sus años de joven estudiante, había conocido la alegría que otorga el benevolente poder de ser obedecido por la naturaleza cuando una herida sanaba o la fiebre bajaba, o el inflamado orgullo cuando un paciente se recuperaba y una madre le agradecía su esfuerzo con una sonrisa. Daniel era a la vez optimista y realista, un hombre que veía en el mundo un lugar que podía repararse.
Quizá por eso odiaba tanto, desde el momento en que subía al tranvía y cruzaba el viaducto de Bloor Sreet, todos y cada uno de los días que había tenido que ejercer y tratar enfermedades infecciosas en el Contagion, un lugar en el que poca era la curación que podría procurar. Los pasillos eran largos y estrechos, los suelos estaban cubiertos de baldosas frías y resonantes, y los techos eran altos y estaban pobremente iluminados. Los pabellones eran aún peores. Al otro lado de las sólidas puertas de roble, hermosas obras de carpintería victoriana en las que en tiempos posteriores se habían labrado, apresuradamente y sin el menor cuidado, ventanas para que los médicos pudieran estudiar desde allí a sus pacientes, esperaban desolados pabellones en los que una anodina capa de pintura verde había cubierto el yeso agrietado de las paredes mientras que las ventanas estaban tan sucias que era imposible ver desde allí el exterior. Por lo menos, la primera y segunda plantas estaban llenas de ajetreadas enfermeras que atendían un recinto abarrotado. Sin embargo, en la tercera planta, que albergaba el resto de los pabellones de aislamiento, los pacientes parecían abandonados en sus lúgubres alojamientos: un puñado de frágiles figuras apuntaladas en las camas de hierro, apenas tres o cuatro por habitación, como si cualquiera tan obstinadamente anticuado como para padecer una enfermedad contagiosa en la era de las vacunas y los antibióticos mereciera escasa atención médica. Sin duda los casos más graves estaban en el pabellón de enfermos de polio, donde una sollozante madre de origen mediterráneo, marchita por la preocupación a pesar de su juventud, vigilaba y rezaba mientras un pequeño luchaba contra la fiebre. Esas mujeres enfurecían a Daniel. Hacía ya un año que la vacuna estaba disponible, pero ellas habían temido utilizar esos nuevos medicamentos o simplemente habían tardado demasiado en llevar a sus hijos al médico para que les inmunizaran, o no hablaban suficiente inglés como para poder leer la carta que se les había enviado, o habían llegado al país hacía apenas unos meses. La triste razón de su presencia allí estaría a buen seguro apuntada en alguna parte del historial médico del paciente. Los médicos tranquilizaban a la madre —«Vivirá, vivirá»—, pero no podían decir si la infección se había extendido a la médula espinal, lisiando y tullendo de por vida. La respuesta sería revelada en las semanas siguientes: una lenta recuperación, un agotamiento que no parecía desaparecer nunca y unos músculos que se negaban a obedecer órdenes serían síntoma de lo peor.
Pues bien, ese día de mayo de finales del curso académico, Daniel y sus compañeros de clase respiraron aliviados cuando el doctor Sanderson, mientras avanzaba apresuradamente por el pasillo al frente de un grupo que incluía a residentes, internos, enfermeras y a los dos estudiantes de menor rango, anunció por encima del hombro:
—Esta mañana tengo para ustedes un caso de sarampión.
Esa mañana, la pareja de estudiantes se tomaba con desgana las rondas de visitas clínicas, conscientes de que el año escolar estaba a punto de tocar a su fin y de que abandonarían para siempre el Contagion. Les alegró la diversión que podía ofrecer un paciente con sarampión. Quizá, con suerte, pudieran librarse del pabellón de los pacientes de polio.
El verano había llegado ya a la ciudad, convirtiendo el hospital en un lugar caluroso y falto de aire. En el vestíbulo habían instalado un ventilador eléctrico cuyas vibraciones sacudían dolorosamente el largo poste en el que estaba colocado, aunque el aparato lograba activar refrescantes corrientes. No obstante, en los pabellones no existían esas comodidades para los enfermos. Sin dejar de disertar sobre la virulencia de lo que se conocen como enfermedades infantiles cuando se contraen durante la edad adulta, el doctor Sanderson abrió una puerta de roble y condujo a su grupo desde el aire cerrado del pasillo a un ambiente que resultó aún más sofocante a causa de la temperatura corporal de una paciente con fiebre.
Al principio, Daniel no reconoció a Sarah. Su cabello había desaparecido, pues una eficiente enfermera se lo había apartado de la cara y el sudor le había pegado los suaves rizos a la cabeza. Tenía los ojos cerrados, el rostro macilento y su nariz pequeña y respingona asomaba tan afilada del resto de la cara que su delicado perfil se había convertido en una máscara sin vida, dividida en dos mitades por un pico como el de un halcón. Tuvo que ver su nombre en la tabla de la que colgaba el historial médico de la paciente al pasar para darse cuenta de quién era la enferma.
Se adelantó, a punto de hablar, pero prefirió no decir nada.
—¿Segal? —preguntó el doctor Sanderson, volviéndose hacia él.
—Nada, señor —respondió Daniel, entregando la tabla al otro estudiante.
—La mayoría de los casos pueden tratarse en casa, tanto en niños como en adultos, a menos que la fiebre suba peligrosamente en la última fase de la enfermedad. Eso es lo que ha ocurrido aquí. Una semana con dolor de garganta, manchas y después fiebre alta. La trajeron anoche con 40,5 grados de fiebre. Deliraba. No es de extrañar con esa temperatura.
Como en un intento por ilustrar sus comentarios, la paciente se movió en la cama y, sin abrir los ojos, empezó a mascullar visiblemente ansiosa durante un instante antes de volver a quedarse en silencio.
—No está claro cómo se produjo el contagio. La paciente no tiene contacto con niños y no hay ningún informe que apunte a un brote de sarampión en las escuelas. Es de origen europeo. No llegó a Canadá hasta los doce años, más o menos. Eso quizá explique que no estuviera expuesta al sarampión durante la infancia. Las pautas de infección varían.
Se volvió entonces hacia un interno especialmente entusiasmado.
—Doctor Smythe, para información de nuestros dos estudiantes, describa las manchas de Koplik y díganos cómo debería tratarse ahora la fiebre.
Daniel, que había estado ferozmente concentrado en las palabras del médico para poder así, por un lado, recuperar la calma y, por otro, descubrir el estado real de Sarah, se sumió en sus propias cavilaciones.
«Es sarampión. Solo sarampión. No es más que eso. Se pondrá bien. Se curará».
Los médicos acordaron que la temperatura de la habitación no ayudaba a la recuperación de la paciente y, tras dar instrucciones a una de las enfermeras para que fuera a buscar un ventilador para la enferma, siguieron su ronda; sin embargo, Daniel se quedó un instante, pues deseaba hacer algo de inmediato y no sabía cómo marcharse. Fue entonces cuando Rachel Plot entró en la habitación con unas flores y una pequeña maleta en la mano.
—¡Daniel! —le miró, encantada—. ¿Cómo has sabido…?
—Yo solo… Están haciendo la ronda, los estudiantes… Es un hospital universitario. Quizá no se lo hayan dicho en recepción. Los estudiantes… nosotros, simplemente les acompañamos.
—Ah, entiendo —respondió Rachel. Llevaba un sencillo traje de algodón beis. La tela del vestido era fina, pero la chaqueta le quedaba ajustada, y se movió incómoda en el calor de la habitación, dejando la maleta en el suelo para secarse la frente con la mano que tenía libre antes de acercarse a la cama para poner las flores encima de una mesilla.
Cuando Rachel se movió, Sarah, quizá percibiendo una presencia, y a pesar de que no se había despertado con la visita de los médicos, se revolvió de nuevo y empezó a mascullar. La cama estaba cubierta por una única sábana blanca cuyos pliegues se pegaban a su cuerpo febril como las colgaduras de una estatua clásica, y a medida que fue aumentando su agitación, sus manos agarraron el borde del sudario, retorciéndolo de un lado a otro. Rachel gravitaba a su lado, preocupada aunque sin saber exactamente qué hacer. El parloteo ansioso aunque ininteligible de Sarah ganó en volumen y se hizo más firme, hasta que sus sonidos se fundieron por fin en una única y discernible palabra, y entonces, mientras apartaba de un tirón la sábana de su cuerpo con la mano derecha, gritó, antes de volver a quedarse quieta:
—Maman!
Alarmado, Daniel se acercó rápidamente a la cama, pero en cuanto Rachel se apresuró a colocar la sábana en su sitio, se detuvo. Tal fue la firmeza con la que tapó a Sarah y su camisón corto y azul hospitalario, y tan vehemente la caricia de sus manos sobre la fina tela, que pareció acusarle con ello de cierta sombra de voyerismo. Daniel inspiró y siguió acercándose hasta situarse junto a Sarah, al otro lado de la cama. Desde allí miró a Rachel. Ella bajó los ojos, clavándolos en la sábana. No hablaron, y quisieron comportarse como si no hubieran oído el grito, aunque sin llegar a lograrlo del todo. Si Daniel se sentía en ese momento como un intruso en la habitación, como si le hubieran sorprendido espiando el dolor de una familia, Rachel no estaba menos avergonzada, pues había leído en el grito de Sarah no solo una humillante condena a sus años de cuidadora de la muchacha sino también la revelación descarnada de hasta qué punto necesitaban que Daniel asumiera ese papel a partir de entonces.
—Se pondrá bien —dijo Daniel por fin, en un intento por tranquilizar a Rachel, y deseoso de decir algunas palabras con las que llenar el silencio—. La fiebre suele causar delirio, y la temperatura ha empezado a bajar. Sí, ya sé que no lo parece.
Señaló con un gesto de la mano a la habitación, como si quisiera indicar el calor que hacía allí dentro, aunque le fastidió sentir que necesitaba defender al hospital.
—Una enfermera va a traer un ventilador, así que pronto se estará más fresco aquí dentro.
Se apartó visiblemente incómodo de la cama y se volvió, dispuesto a salir, al tiempo que indicaba con una apática extensión de una mano laxa que tenía que salir en busca del grupo que seguía con su ronda de visitas.
—Las llamaré —dijo antes de salir a toda prisa.
Y llamó. Si no lo había hecho hasta entonces, si jamás había levantado el teléfono durante los diez meses que habían transcurrido desde la costosa cena que había compartido con Sarah, no era porque ella hubiera cometido un error ni porque, al conocerla mejor, hubiera perdido el interés o la emoción que ella despertaba en él. A decir verdad, se había encontrado en un callejón sin salida, una pared que no alcanzaba a comprender del todo y que por tanto no sabía cómo empezar a escalar. Y, naturalmente, se sentía herido en el orgullo. Sarah le había dado las buenas noches y las gracias delicadamente esa noche, pero el hecho de que ella hubiera retirado la mano seguía molestándole. Se oyó justificando su comportamiento —«Sólo intentaba ayudar»— con un tono que sonaba nauseabundamente petulante incluso en su cabeza. Pero Daniel era un hombre que vivía en el presente. Los meses habían mitigado su vergüenza, y enfrentado a la transformada forma de Sarah que yacía en la cama del hospital, volvió a ser presa de un deseo ante el que simplemente no podía reaccionar, a pesar de lo embarazoso que había sido su encuentro con Rachel. No le habló a Sarah de la escena que había tenido lugar en el hospital ni tampoco preguntó si Rachel lo había hecho. Simplemente llamó un mes más tarde para preguntar si le apetecía salir con él al cine el siguiente sábado por la noche.
Mientras se ponían al día de las últimas novedades de sus vidas antes de que se apagaran las luces de la sala, Daniel solo dijo que había estado muy ocupado con los estudios, pues se estaba preparando para licenciarse esa primavera en la facultad de Medicina e intentaba encontrar un hospital que le aceptara como interno. Ella también había estado ocupada, mintió Sarah: seguía trabajando a tiempo parcial en la biblioteca, aunque había terminado ya los estudios. Había hablado con Lisa de alquilar juntas un apartamento y buscar un trabajo más adecuado a sus necesidades, pero ahora Lisa iba a casarse. De modo que seguía viviendo con los Plot. Y confesó que últimamente había estado enferma: el sarampión. Qué curioso, siempre había creído que solo enfermaban de sarampión los niños. En fin, que tardó un poco en recuperarse, más de lo que cabría imaginar.
Al final de un verano de picnics, cine y paseos, un soleado día de finales de octubre Daniel propuso una excursión. Había pedido prestado el coche a su padre y llegó con gran pompa a casa de los Plot esa tarde de domingo, nervioso porque era consciente de la importancia de la ocasión. Fue Sarah quien abrió la puerta. Llevaba un vestido ligero y un cárdigan que resultarían demasiado finos en cuanto el sol empezara a ponerse, y unas sandalias negras que dificultarían el paseo por los bosques. En cualquier caso, Sarah quería ignorar la inminencia del invierno y se había vestido como si el verano estuviera todavía entre ellos. También ella sentía que la ocasión era importante y parecía moverse más despacio e incluso con más delicadeza que de costumbre al bajar las escaleras de su casa. Esperó en silencio a que Daniel le abriera con cuidado la puerta del coche y se deslizó después sobre el asiento del copiloto. Durante el viaje al campo, la conversación entre ambos parecía, aunque alegre, renovadamente frágil, como si la relación que les unía estuviera retrocediendo en vez de avanzar.
—Qué día más bonito.
—Los colores serán perfectos…
Era un ritual típicamente canadiense: la excursión a los bosques en el mes de octubre para admirar los vivos rojos, los suaves naranjas y los brillantes amarillos de las hojas otoñales, unos colores cuya intensidad se desconocía en el clima más amable europeo, y que aquí se debía al repentino cambio de calor a frío, cuando, en cuestión de pocas semanas, los días estivales cedían su lugar a las gélidas mañanas. Mientras viajaban hacia el oeste, las magníficas franjas de rojo y amarillo salpicaban el verde paisaje y Sarah y Daniel se instalaron en un cómodo silencio. En un parque situado a una hora de la ciudad, Daniel paró el coche en un aparcamiento de grava, apagó el motor y se quedó sentado mirándose las rodillas. Libre por fin de la concentración que requería la carretera, era incapaz de encontrar la motivación necesaria para moverse, como si fuera necesaria una energía extrema para proceder con la siguiente fase de la excursión y a él le hubiera invadido en cambio un cálido y perezoso entumecimiento. Sarah se movió levemente en su asiento y el crujido de su falda sacó a Daniel de su lasitud: levantó los ojos, le sonrió, salió del coche y lo rodeó para abrirle la puerta. Había llevado un picnic —unos sándwiches de jamón que había preparado su madre, bebidas gaseosas y las manzanas crujientes y recién cogidas que seguían colgando del árbol apenas dos semanas antes—, y lo dispuso delante de los dos encima de una manta escocesa que antes habían extendido sobre la hierba, cogiendo una esquina cada uno para dejarla en el suelo.
—Mi padre nos traía aquí cuando éramos pequeños.
—No había venido nunca… Es muy bonito.
Después, caminaron por un sendero que ascendía entre los bosques hacia la cima de la colina, y hablaron, o al menos, Daniel habló, de que los hospitales de Toronto todavía no aceptaban a internos ni residentes judíos, de cómo les cerraban las puertas del club en la cara, o de que el padre de Daniel, que era uno de los cuarenta médicos judíos que habían fundado el Mount Sinai de Yorkville Avenue, había terminado sus estudios en Filadelfia en los años veinte; y de cómo había pospuesto buscar plaza en los Estados Unidos con la esperanza de que las cosas cambiasen. Tendrían que cambiar y lo harían pronto, aunque mientras tanto Daniel había encontrado plaza en Rochester, donde empezaría a trabajar en enero. Solo un año, un año en el extranjero, doce meses viviendo de su sueldo de estudiante y después podría volver a Toronto y abrir una consulta de médico de familia. Su padre podría prestarle el capital necesario. Podría entonces establecerse. Sarah, que ya sabía esas cosas, no dijo nada. Ni siquiera respondió con un murmurado «sí» o «no» de ánimo, aunque Daniel había aprendido ya a comprender su reticencia a complacer y a admirar su orgullo.
Cuando llegaron al final del camino, se detuvieron y contemplaron desde allí las coloridas colinas. El valle que se extendía ante sus ojos estaba bañado en la luz pura y clara del otoño y el reflejo de las hojas encendidas doraba la luz del sol. A su alrededor, los árboles zumbaban y refulgían en ese último estallido que regala la estación, y ellos volvieron el rostro hacia el calor. La altura del sol en el cielo, que iniciaba ya su descenso, les cegó. Sarah cerró los ojos, vio explotar una nube amarilla en su cabeza y se quedó allí durante un rato. Al ver que el sol se ponía, Daniel dijo:
—Es hora de volver a casa.
En la cima de la colina, la luz y el calor mantenían su intensidad, pero había oscuridad y humedad en los bosques, rincones cubiertos de rocío que la luz del sol, cada vez más breve, no había acariciado durante semanas. Sarah tuvo frío y, en silencioso acuerdo, ambos echaron a andar acelerando el paso. Cuando bajaban por el tramo más inclinado del sendero, concentrada como estaba en esquivar las piedras que tenía bajo los pies, ella pisó un puñado de hojas mojadas y apelmazadas que habían creado una resbalosa capa de un hermoso tono violeta. Incapaz de mantener el equilibrio sobre la resbaladiza superficie, su pie derecho patinó bajo su cuerpo. Dejando escapar un jadeo mientras intentaba no caer de espaldas, y sintiendo que la adrenalina le recorría el cuerpo como ante la amenaza de un peligro mortal, se incorporó torpemente, evitando así la caída potencial; al hacerlo su pie tropezó en una roca y salió despedida. Por delante, tan cerca que apenas quedaba espacio para que cayera sin golpearle, Daniel la oyó gritar, intuyó su brusco movimiento y, volviéndose rápidamente, la cogió y la sostuvo en pie. Sarah se quedó así durante un instante, apoyándose en él para que la estabilizase, hasta que volvió a hacer pie y retrocedió.
—¿Estás bien?
—Sí. Me he resbalado con una hoja o algo.
Cuando reemprendieron la marcha, Daniel le tomó la mano, sujetándola con firmeza mientras la llevaba cuesta abajo durante el resto del descenso.
Bajo la jupá[2], la novia parecía pequeña como una niña. A su lado, habríase dicho que Daniel se alzaba sobre ella, como si los nervios le agrandaran el cuerpo al tiempo que encogían el de Sarah. Estaba de pie y ligeramente separado de ella, retirado a un lado por la abultada falda de la novia. Ese día, la imagen que daban era la de una pareja visiblemente desigual. El rabino Cohn sonreía alentadoramente a Sarah. No era la sonrisa cálida y franca que ofrecía a todas las novias y los novios que tenía a su cuidado, sino una mirada más significativa y afectuosa. El rabino deseaba encarecidamente un final feliz para la niña a la que había ayudado a establecerse en Canadá catorce años antes. La guerra había terminado y era hora de seguir adelante y dejar atrás el pasado.
—Eres feliz, Sarah —le había dicho, más que preguntar, durante su primera entrevista con la pareja de recién prometidos. Se había quedado impresionado con Daniel, y había seguido estándolo durante los preparativos del enlace: un joven honrado, y médico además. Sospechaba que Sarah necesitaba que la sanaran. En ese momento, extendió su afectuosa mirada hacia Daniel, envolviendo a ambos en su alentador radio de acción al tiempo que a su espalda el cantor empezaba a entonar las bendiciones.
La voz de Daniel vaciló y se quebró de emoción cuando le llegó el turno de repetir las palabras del rabino —«Te consagro a mí…»—, mientras que Sarah, que no tenía que pronunciar palabra durante la ceremonia, mantenía la mirada baja. En el primer intento de Daniel, el vaso, cuidadosamente envuelto en un trapo para que no desparramara cristales al romperse, simplemente salió despedido de debajo de la resbalosa suela de cuero de su zapato nuevo y los invitados se rieron, tensos. En la segunda tentativa, Daniel logró su cometido. El vaso se rompió con un amortiguado chasquido y Sarah se estremeció levemente al oírlo. La pareja quedó así unida en matrimonio.
Sentados juntos a una de las cuatro mesas redondas encajadas en el comedor de los Plot, Daniel y Sarah apenas hablaban. Estaban demasiado ocupados saboreando el banquete: las fricassee de pollo, tan colmadas de sutiles sabores y de manjares que era prácticamente imposible distinguirlas entre sí; la falda, jugosa aunque no tan tierna como la habrían preparado Rachel o Clara en sus propias cocinas; las zanahorias y las cebollas, asadas con la carne hasta quedar dulces y blandas; las alubias, frescas y crujientes; la reconfortante solidez del kugel de patata —inmensas porciones porque Rachel había dado instrucciones al encargado de preparar el banquete que alimentara bien a los recién casados y no dejaba de animarles a comer, inclinada sobre la mesa—. Respetando la tradición y las sugerencias de su madre, Daniel había hecho ayuno durante todo el día, una purificación previa a una nueva vida, mientras que Sarah había comido tan poco que perfectamente podría haber estado también ayunando. Rachel estaba preocupada por su salud: aunque el compromiso con Daniel parecía haberle sentado bien, todavía no había recuperado las fuerzas que había perdido durante ese lúgubre invierno de silenciosa soledad y del brote de sarampión que había sufrido al llegar la primavera, y que habían precedido a este año y medio de planes y felicidad. Rachel, imaginándose a la novia desmayada debajo de la jupá, la había apremiado a que desayunara y almorzara ese día, pero Sarah estuvo tan nerviosa durante toda la mañana y durante la tarde que no fue capaz de comer nada. Por fin, cediendo a la insistencia de Rachel, tomó una taza de caldo minutos antes de que el rabino llegara a la casa para firmar el ketubah, el contrato que la uniría a su marido. Para entonces, estaba ya vestida, de modo que Lisa la cubrió con una gran toalla para que no se le manchara el vestido y volvió a pintarle los labios cuando hubo terminado. Esa noche, durante la cena, Sarah y Daniel estaban famélicos y aceptaron de buen grado que el camarero se acercara a su mesa en cuestión de segundos.
Mientras los demás invitados rebañaban los platos, Sam se levantó, se aclaró la garganta y pidió la atención de los presentes. Empezaron entonces los brindis y los discursos. Sarah intentó relajarse, escuchar las bromas, las muestras de afecto, las expresiones de esperanza y de buenos deseos; intentó concentrarse en las palabras de Daniel, para recordar en los años venideros el instante en que Daniel habló de su amor con desnuda sinceridad delante de toda la gente que llenaba la habitación, pero las charlas se le antojaron distantes, apenas un silencioso parloteo procedente de algún rincón, lejos del rugido que le llenaba la cabeza. Mientras la intensidad de las voces aumentaba y disminuía y el aplauso y las risas reverberaban, la irrealidad de los últimos meses amenazó con engullirla por completo.
Cuando terminaron los discursos, Daniel y ella tuvieron que cortar la gran tarta blanca que esperaba en un rincón del comedor. La tarta, un magnífico ejemplar de tres pisos apoyados y sujetos por pequeñas columnas de plástico y decorada con rosas de azúcar, había sido obra del responsable del banquete y desapareció en la cocina, en cuanto los recién casados clavaron en ella el cuchillo, para no volver a aparecer. Cuando la formalidad tocó a su fin, los invitados retiraron sus sillas y se levantaron de la mesa para charlar. Sarah y Daniel fueron una vez más objeto de los buenos deseos de los presentes, cada uno de los cuales exigía unos instantes de atención, tomándose el tiempo suficiente para ofrecer un mazel tov[3] o felicitar a Sarah por su vestido antes de que el siguiente invitado le apartara a un lado con el codo. Y así fue como, durante un rato que a los recién casados se les antojaron horas, no hubo forma de tener una conversación decente. A la vez excitada y exhausta después de más gente, más conversaciones y más atención dedicada a ella de lo que hasta entonces había vivido, Sarah sentía que la sonrisa estaba a punto de quebrársele en la cara.
Cuando Raquel la tomó del brazo y la sacó del comedor, ella reparó de pronto en que la multitud que hasta entonces había llenado la habitación parecía haber menguado y que por fin había espacio para poder respirar. Uno de los hermanos de Daniel había llevado un tocadiscos y un alargador: los invitados bailaban en el jardín trasero. Daniel la condujo por la cocina y bajó con ella la pequeña pendiente que llevaba al césped, donde los invitados más jóvenes habían formado entre risas un amplio círculo. Encantados con su espontaneidad y con la aparición de la novia y del novio en el grupo, rompieron en vítores y en aplausos mientras uno de ellos regresaba corriendo a la cocina en busca de un par de sillas. Acto seguido, Sarah se vio levantada en el aire sobre los hombros de los padrinos de boda que esa tarde habían sostenido, inquebrantables, la improvisada jupá. A pocos pasos de ella, Daniel también fue levantado en hombros, y mientras le veía balancearse delante de ella al tiempo que respiraba agitadamente y giraba, temió que la ligera sensación de vértigo se convirtiera en mareo.
—Bajadme —suplicó, apoyando una mano en uno de los hombros que la sostenían. Sin embargo, apenas podía oír su propia voz, y mucho menos proferir un sonido que fuera a oírse por encima de la música y de las risas.
Mientras los más jóvenes bailaban, Rachel y Clara se ocuparon del comedor y de la cocina, supervisando a los camareros que recogían los remanentes del banquete y colocaban en el vestíbulo una mesa montada sobre caballetes que tenía la misma longitud que la planta baja. Clara estaba comprobando que la mesa fuera segura y estuviera firmemente montada cuando Rachel apareció con un mantel de encaje, que, con la ayuda de las ansiosas mujeres que se habían congregado a su alrededor, extendió y alisó con un gesto de orgullo.
—Era de mi abuela… lo trajo de Rusia.
Esa preciosa reliquia de familia que su difunta madre había sido capaz de transportar a través de océanos y continentes siempre le había parecido un objeto realmente milagroso.
—Qué preciosidad de labor —susurró su prima Leah, intuyendo que Rachel necesitaba que alguien admirara el mantel.
Complacida, Rachel contempló el mantel e indicó a un camarero que podía empezar a poner los sencillos platos de porcelana blanca en la mesa. Eran alquilados, y sin duda no tan delicados como el encaje sobre el que estarían colocados, pues los de la vajilla de Rachel, sin duda de mejor calidad, no hubieran bastado para servir a tantos invitados. En el sótano, donde al final había decidido guardar los postres, Clara retiraba alegremente el papel de cera de las bandejas, preparándolas para Rachel y poniendo especial cuidado en no llevar nada a la mesa. Con sumo cuidado y delicadeza, y poniendo especial empeño en no tocar una sola galleta, Rachel empezó a subir y bajar los escasos escalones que separaban la planta baja del sótano, de cuyas profundidades fue sacando una tarta perfectamente glaseada, un strudel de suculento aspecto o grandes bandejas de fruta cortada; disponía cada una en la mesa y se retiraba un poco para supervisar el efecto antes de volver a la escalera en busca de otra. A las diez dio la señal a Sam, que fue llamando a los invitados que se habían repartido por el salón y por el comedor antes de salir al jardín y pedir a los bailarines que volvieran a entrar. Había llegado la hora. La mesa de los postres estaba a punto.
De pronto, Sarah se encontró sola bajo el silencioso cielo nocturno. Durante la ceremonia, la cena y el improvisado baile, se había sentido incómodamente acalorada, pero de pronto soplaba una brisa primaveral y había empezado a tiritar. Con el aterrador corsé y las ajustadas medias que llevaba bajo un vestido que dejaba a la vista el pecho y los hombros, sentía a la vez el sudor bajándole por la cara interna de los muslos y los escalofríos recorriéndole la espalda. Llevaba todo el día deseando quedarse sola para poder librarse de una vez de la alharaca de Rachel, de la voz del cantor, de los ansiosos invitados deseosos de felicitarla y de los salvajes bailarines que la habían levantado en el aire sobre la silla. No obstante, ahora que por fin lo había conseguido, le habría gustado haber tenido a Daniel con ella. No había hablado con él durante todo el día y desde luego apenas le había mirado, pues no había sido capaz de reunir el valor necesario para buscar su mirada mientras él firmaba la ketubah y ayudaba a bajar el velo que le cubría la cabeza, y tampoco había sabido qué decirle mientras estaban sentados juntos a la mesa. Echó a andar, consciente de que los demás se habían marchado, y regresó apresuradamente dentro en busca de Daniel; entró por la cocina y desde allí pasó al comedor, pero no le vio por ninguna parte. Reinaba una luz difusa y a ojos de una Sarah acalorada y enfriada a la vez, exhausta y todavía mareada, los invitados que llenaban la habitación parecían cada vez más indistinguibles. Cuanto más buscaba a Daniel, más difícil le resultaba reconocer alguno de los rostros allí presentes, y cuanto más tiempo pasaba sin verle, mayor era el pánico que la atenazaba. La novia, reina por un día, se había convertido de pronto en una niña perdida, y mientras se abría paso de una habitación a otra, disculpándose al tiempo que se deslizaba entre gente que apenas parecía reparar en ella, no hubo ya más voces que desearan expresarle sus buenos deseos ni parejas de baile, sino tan solo una masa de cuerpos en la que ella no encontraba su lugar.
Por segunda vez durante su apresurado recorrido por la casa, llegó a la mesa de los postres dispuesta en el vestíbulo y, una vez allí, fue capaz de combatir el pánico que la embargaba, que al instante fue sustituido por la extrañeza. ¿Con quién hablaría? ¿Adónde debía moverse? A fin de disimular su incomodidad y fingir que su desesperada llegada a la mesa encerraba algún propósito, pues ya no tenía hambre, sino que más bien se sentía desagradablemente satisfecha, tendió la mano hacia el montón de platos blancos, cogió uno, lo dejó en la mesa delante de ella y empezó a servirse de la bandeja que tenía más a mano. En el momento en que cortaba el bizcocho de Rachel, hundiendo el cuchillo entre las delicadas capas de blanco azúcar, vio emerger una resplandeciente figura entre el resto de figuras grises. Estaba de pie en el otro extremo de la mesa, prácticamente aprisionado contra la pared del recibidor por la mesa de los postres, y la miraba con el rostro transformado por obra de dos expresiones simultáneas: una, de profunda ternura; la otra, de irónica diversión ante la difícil situación que ambos compartían.
Y al mirarle fue como si Sarah estuviera reconociendo a Daniel por primera vez. Durante el cortejo, había comprobado su gentileza, había apreciado su discreción y había entendido que él no le pedía que fuera distinta de la mujer que era, y sobre todo que no insistía en que fuera más feliz de lo que ya era. Aun así, si ella le había dicho que sí cuando él le había propuesto matrimonio ese día de otoño al final del paseo, había actuado más movida por el agradecimiento que por la pasión, viendo en él sobre todo una solución. Daniel era lo que podía calificarse como un compromiso, aunque Rachel y el rabino Cohn vieran en él a un buen marido. De pronto, a solas con el rostro de Daniel, Sarah conectó con la profundidad de su emoción y sintió que su amor despertaba por fin para salir a su encuentro. Daniel aceptaría su unión como una labor jubilosa y a buen seguro ella haría lo mismo. Sería una unión entre iguales, libre de lástima y de orgullo, y la elevaría al sereno lugar que, en el fondo de sí misma, sabía que merecía.
Por primera vez durante ese día, Sarah sintió la solidez del suelo bajo los ajustados y pequeños escarpines que, como notó de pronto, le apretaban los dedos de los pies. Dejó el cuchillo sobre la mesa, esparciendo un reguero de azúcar blanca sobre la prístina bandeja de cristal de la tarta, y tendió una mano sobre la larga mesa hacia donde estaba su marido, al tiempo que pronunciaba su nombre:
—Daniel.