PARÍS, 13 DE ABRIL DE 1894, VIERNES

En París ha estallado la más espectacular de las primaveras, quizá más intensa todavía gracias al frío invierno que hemos dejado atrás. Una verde sombra bordea los bulevares al brotar las hojas de los castaños. Ayer por la tarde tomé un carruaje al Bois y desde las ventanillas pude oler las tímidas brisas y oír los gritos de los niños. Había olvidado la sensación de expectación que acompaña a la primavera, una intensidad casi desbordante que alimenta esa impresión de que algo está a punto de ocurrir. Debemos negar con la cabeza para recordarnos que la vida es la misma, y que es poco probable que cambie demasiado. Los maridos son infieles, los hijos enferman, los padres mueren y hay poco que anhelar salvo un buen trozo de filete para cenar… y el espectáculo de las hojas de los árboles tras un largo invierno.

PARÍS, 18 DE ABRIL DE 1894, MIÉRCOLES

Marcel no cabe en sí de la emoción después de haber conocido al famoso conde de Montesquieu en casa de madame Lemaire. Ha desayunado conmigo esta mañana, un evento poco habitual, aunque supongo que estaba tan excitado por la velada musical que tuvo lugar en el salón de madame Lemaire que no ha podido dormir y se ha limitado a esperar a que amaneciera. Ha descrito al conde con tanto detalle que casi he podido ver al hombre; pero me ha sido imposible contener la risa, tanto por el entusiasmo de Marcel como por la descripción en sí. Al parecer, el conde hace honor a todas las pequeñas historias que circulan sobre él en boca de las damas de sociedad: es fabulosamente apuesto y fabulosamente grosero. Sin ir más lejos, ¡anoche preguntó a su anfitriona por qué sus invitados eran particularmente feos y si eso se repetiría la temporada siguiente!

Marcel ha dicho que hasta la siempre parlanchina Madeleine Lemaire pareció quedarse sin palabras y, sin saber qué contestar, se limitó a decir: «Oh, conde, es usted verdaderamente ingenioso». Marcel y yo estamos de acuerdo en que la respuesta fue del todo inapropiada y nos hemos divertido intentando imaginar alternativas, ¡y discutiendo la dosis de desaprobación moral que podíamos expresar sin arriesgarnos a perder al gran hombre de la lista de invitados! «Lo cierto, monsieur le Comte, es que la belleza resulta hoy en día anticuada» ha sido nuestro mejor hallazgo. El malévolo Marcel me ha repetido un comentario de madame Straus que le ha parecido adecuado para la ocasión. El año pasado, madame defendió el tono literario de su salón ante un gran amante de las mujeres diciendo: «Yo ofrezco cerebros, no senos». Ya más serios, le he advertido a Marcel que dice poco de un hombre que encuentre tan perverso deleite en conmocionar a los demás, pero él se ha negado en redondo a oír una sola palabra contra el conde y está visiblemente cautivado por él.

Convendría recordar a nuestro Montesquieu —aunque tan solo una letra distingue su apellido del que ostenta el conde, es mucho más sabio que él—: «Quien corre tras el ingenio recoge tan solo estupidez».

PARÍS, 5 DE MAYO DE> 1894, SÁBADO

Sorprendente noticia desde la India, y buena, debo decir. Las epidemias del cólera han asolado con furia la zona y Adrien ha estado siguiendo los informes visiblemente preocupado. Sin posibilidad de beber agua no contaminada por su propia inmundicia, los peregrinos que asistían a La Meca han muerto por miles, y al parecer la situación en la India es igual de mala, aunque uno de los alemanes ha reducido a la mitad la tasa de mortalidad utilizando una vacuna que ha probado en su propia persona. Adrien está planteándose un viaje. A pesar de que se está haciendo demasiado viejo para esa clase de cosas, no tiene sentido que yo intente disuadirle si él decide ir.

Marcel sigue muy ocupado con sus fiestas y está realmente encantado con la compañía que encuentra en el salón de madame Lemaire, incluyendo a un poeta y a un pianista que ha conocido esta semana.

PARÍS, 21 DE MAYO DE 1894, LUNES

Marcel está siendo perseguido por el mismísimo conde de Montesquieu. Según he podido saber, el conde hará su aparición no solo chez madame Lemaire los martes sino también en los miércoles de la princesa Mathilde, a cuyo salón Marcel está invitado regularmente, y el gran hombre ha manifestado su interés por la idea de Marcel de cultivar una carrera literaria. Todo esto salió a colación ayer mientras discutía con Marcel sobre su futuro y le apremiaba a que siguiera el consejo de su padre y empleara todas sus fuerzas en buscar un empleo. Él respondió que no todo el mundo está de acuerdo con nosotros, y hasta el conde le ha animado a que considere la literatura como profesión. Marcel ha accedido a cenar pronto con él. No me fío de ese hombre: por lo que he podido saber, es decididamente peculiar a pesar de su noble cuna.

PARÍS, 8 DE JUNIO DE 1894, VIERNES

Marie-Marguerite tiene terribles problemas con su tobillo. Se lo torció la semana pasada en el Bois. Aunque llevaba un calzado firme, tropezó con una piedra y ahora no hay manera de que se le desinflame. Cuando su criada me dijo que no podía verme ayer, le envié una nota diciéndole que pasaría a visitarla hoy o mañana. A pesar de que en un primer momento no quiso ni oír hablar de ello, ni que decir tiene que conmigo no necesita andarse con ceremonias y podemos charlar relajadamente mientras ella descansa. He sugerido que Adrien pase a visitarla, pero él dice que el doctor Pozzi le dispensará una excelente atención. Es tan dado al flirteo que me extraña que monsieur Catusse le quiera junto a la cama de su esposa, aunque Adrien dice que su valía profesional está fuera de toda duda, ¡por mucho que no pueda decirse lo mismo de la fidelidad que profesa a su mujer!

El nuevo amigo de Marcel, el joven pianista monsieur Hahn, vino ayer a buscarle para pasar la noche fuera. A pesar de la hora que era, entró muy cortésmente al salón para conocernos. Es un hombre de una apostura arrebatadora, más moreno que Marcel y con una nariz preciosa, fuerte aunque perfectamente recta, y un pelo negro y rizado, mucho más espeso que el de Marcel o que el de Dick. Al parecer, su familia es de Venezuela, aunque ha vivido en París desde que era niño. Judío por parte de padre, aunque muy literario e integrado, según la descripción de Marcel. Sus modales son realmente agradables, y le he dicho que debe venir a tomar el té con su madre un día de estos. (Al parecer, la señora conoce a los Neuberger, con lo cual tenemos esa relación en común.) Dijo que así lo haría y también que para él sería un honor poder tocar para mí.

PARÍS, 18 DE JUNIO DE 1894, LUNES

Últimamente Marcel está visiblemente animado, y cuando no sale apresuradamente a alguna cena o a alguna fiesta con Reynaldo Hahn, está ocupado escribiendo en su habitación. A pesar de que no estoy segura de que estas ambiciones literarias sean una sabia decisión, no conviene cuestionarle cuando se le ve tan obviamente feliz. Ya está estudiando sus múltiples invitaciones a las fiestas que se celebran en las residencias de verano.

Puede que este año pase sola las vacaciones. El doctor espera estar ocupado durante los próximos meses, liberándose de sus investigaciones para poder así concentrarse en organizar el cordon del otoño que viene, y no cree que vaya a tener mucho tiempo libre. Y Dick querrá pasar el mayor tiempo posible del verano con sus colegas antes de empezar con su tan temido servicio. ¡No tienen madera de soldados mis lobeznos! Mientras tanto, yo intento sopesar los méritos de Trouville versus Cabourg, y me pregunto si podría convencer a Marie-Marguerite para que me acompañe unos días. Al fin y al cabo, quizá incluso me siente bien estar un tiempo alejada de la familia.

Aunque jamás se lo diré a Adrien, debo reconocer que para mí ha sido un auténtico alivio librarme de la excursión anual a Illiers. Es una pequeña y deliciosa ciudad, sin duda, y los paseos que dábamos allí eran hermosos. Elisabeth se mostraba muy amable, pero aun así yo nunca me sentí cómoda del todo en aquella casita. Marcel la adoraba y se puso muy triste cuando el asma le impidió seguir yendo, pero yo siempre me pregunté qué pensaban realmente los Amiot de nosotros. Cuando los niños eran pequeños, las cosas eran muy fáciles pues los pequeños siempre crean un vínculo natural con sus mayores, pero a medida que fueron creciendo, resultaba cada vez más difícil encontrar temas de conversación comunes. En fin, que las diferencias entre ambas familias habían empezado a salir a la luz, eso es todo. Adrien se veía obligado a hacer un largo viaje desde Illiers al Hôtel Dieu y a la facultad de Medicina. Quizá habría sido todo más fácil si yo hubiera sido católica, aunque, naturalmente, tanto los Proust como los Amiot siempre se mostraron muy tolerantes y abiertos en lo que concierne a mi religión. En eso no tengo ninguna queja. Aun así, nunca fui una de ellos.

PARÍS, 20 DE JUNIO DE 1894, MIÉRCOLES

Félicie ha puesto el grito en el cielo porque, por algún motivo, prefiere julio a agosto, aunque le he dicho que eso es del todo imposible porque el doctor seguirá todavía aquí. Supongo que Adrien podría irse a Auteuil o alojarse en casa de algún amigo, pero no me parece una solución especialmente adecuada. He sugerido a Félicie que, si de verdad debe marcharse en julio, Geneviève podría encargarse de cocinar para el doctor. Ha sido una maldad de mi parte porque sabía que sus celos profesionales jamás le permitirían aceptar semejante acuerdo. Mientras tanto, Marcel anuncia que Reynaldo H. y él están invitados al château de madame Lemaire todas las semanas que lo deseen para honrarla con su compañía.

Este asunto del capitán judío es realmente preocupante. Los periódicos dicen que le han acusado de traición. De ahí que se haya producido una avalancha de denuncias y de llamadas a la venganza. Me enferma leerlas. Temo que todos los judíos paguemos por esta traición. ¿Acaso no sabe esa gente que deben a Francia sus derechos y sus libertades?

Oigo pasos que se arrastran con suavidad a mi espalda. El bibliotecario avanza sigilosamente, y cruza junto a mi mesa. Lleva calcetines y unas sencillas sandalias sujetas a los pies con una única tira ancha de vinilo marrón. Para impedir que las sandalias golpeen el suelo con demasiada fuerza, el hombre arrastra los pies como si apenas tuviera energía para caminar. Todavía no entiendo cómo puedo haberlo confundido con Max. Tendrá su misma altura y también el pelo oscuro y rizado, de modo que se parecen un poco vistos desde atrás, pero el bibliotecario es norteafricano y de piel negra, y tiene un narizón de dramáticas proporciones mientras que Max tiene una nariz más pequeña y la tez más clara. El hombre de la bata azul no flota en absoluto sobre el suelo, me he equivocado de medio a medio en eso: avanza con paso pesado y parece visiblemente deprimido, agotado por el esfuerzo que supone tener que cuidar de los manuscritos y mantener el orden en la biblioteca… o quizá, y será lo más probable, por sus propias preocupaciones. Si Max tiene preocupaciones, seguro que son secretos exóticos. Siempre hubo en él cierto halo de exotismo, una leve sombra de sufrimiento poético. En cierto modo parecía planear sobre lo mundano, destilando cierta distancia de la vida al tiempo que transpiraba un intenso júbilo. En eso radicaba su irresistible encanto. La primera vez que hablé con él, afectó un misterio que me encandiló.

Entra por la puerta del aula, descolgándose de la espalda una mochila negra llena de libros que se coloca bajo el brazo al tiempo que saluda a una amiga que está detrás de él en el pasillo.

—¿Estarás el viernes? Oh, tienes que venir. Sí, ven —su súplica es jovial; su energía, contagiosa; su atención, intensa, y su zalamería, irresistible. Sin duda, la mujer accederá. Sin embargo, se limita a mascullar algo confuso y se aleja apresuradamente en dirección a su clase.

Max se vuelve y entra al aula (Pintura renacentista, 202) felizmente consciente de que está retrasando el inicio de la clase.

Pero no es Max. No, aún no lo es. Al principio, es tan solo este hombre, este muchacho que suele sentarse unas cuantas filas delante de mí. Parece conocer a todo el mundo, lamentándose de un abusivo trabajo de biología con algún conocido mientras planea con otro una fiesta sorpresa de cumpleaños. Me gustaría ser capaz de ignorarle como si fuera uno más de los miembros del equipo deportivo de la universidad que, dotados de un exiguo cerebro y de generosos músculos, rondan por los pasillos buscando sexo ante una educación liberal. Sin embargo, la pregunta que la semana pasada hizo sobre iconografía fue sin duda una muestra de inteligencia… y, en cualquier caso, debo admitir que no se parece a ellos. No es alto ni rubio, sino bastante enclenque y moreno. Tiene el pelo negro, rizado y largo, la piel olivácea aunque de color intenso, los rasgos pequeños y una naricilla perfecta: la mitad de una pirámide delicadamente insertada en el centro del rostro. A pesar de que la barba sea poco poblada, un puñado de pelos más gruesos le salpican los pómulos. La piel de esa zona está a menudo sonrosada, lo que le da un aire de permanente confusión que ayuda a perdonar su burbujeante afectación.

Aunque le he estudiado con detenimiento, tan solo consigo convencerme de que estamos destinados a ser amigos cuando le oigo hablar en francés un día, después de clase. McGill es la universidad del Montreal angloparlante, bastión de la vieja y menguante hegemonía anglófona, aunque en la década de los ochenta, incluso aquí puede oírse la lengua del Quebec contemporáneo. Un profesor de matemáticas recién contratado da instrucciones a la secretaria del departamento. Un par de alumnos bilingües empiezan a hablar de pronto en su lengua materna. Hablan un francés canadiense fluido y acelerado, suavizando las vocales y añadiendo consonantes adicionales entre palabras, ofreciendo así un ligero paladeo de las voces más vibrantes y hoscas que pueden oírse al otro lado de las puertas de la universidad, en McGill College Avenue, cuando el conductor del metro anuncia los nombres de las paradas o la cajera del dépanneur, el colmado de la esquina, devuelve el cambio. Lo que da esa calidad tan extraordinaria al francés de este chico es que contiene un conjunto de manierismos totalmente distintos: también hace hincapié en las vocales, pero las redondea o las expande con un ouu o con un ahhh en vez de abreviarlas o sesgarlas. Solo pronuncia las consonantes cuando no le queda más remedio, y las expulsa de su boca como si escupiera piedras ardiendo. Habla el expedito francés de París, el afilado aunque rico dialecto de la deslumbrante metrópolis, y en esas escasas frases que le oigo pronunciar cuando paso por su lado en el pasillo, encuentro la reconfortante lengua de mi infancia, como si el chico no fuera un desconocido sino un viejo compañero de juegos al que he vuelto a descubrir.

El lunes no le veo en clase. El miércoles, cuando le busco con los ojos, intentando convencerme de que no siento especial interés por ver a ese chico de pelo rizado en particular sino que soy tan solo una simple observadora de especímenes, él aparece de nuevo y se sienta una fila delante de mí. Por una vez llega temprano y la clase todavía no está llena. Al parecer, al no ver a ningún conocido en su fila, se vuelve y nuestras miradas se encuentran.

—¿Viniste a clase el lunes?

Asiento con la cabeza.

—¿Podrías prestarme los apuntes? No pude venir, tuve que volver a casa a pasar el fin de semana.

Paso hacia atrás algunas páginas de mi archivador, abro los cierres metálicos y cuando me dispongo a sacar las páginas correspondientes de las anillas, lo que me ofrece una excusa para bajar los ojos y apartarlos de su amigable mirada, me atrevo por fin a preguntar:

—¿De dónde eres?

—De Toronto.

—¿De Toronto? —repito, dubitativa.

—De Toronto, sí —responde, riéndose y dando muestras de una leve y pasajera confusión provocada por mi respuesta—. Te los devolveré la semana que viene —añade, cogiendo las páginas con unas manos elegantes de dedos largos que resultan demasiado grandes para una persona tan pequeña. Y luego, como para sellar la transacción, me dice su nombre—. Soy Max. Max Segal.

Pronuncio mi nombre con sumo cuidado, dejando muy claro que es francés:

Marie Prévost.

Bonjour, Marie —dice, arqueando una ceja divertida antes de volverse hacia delante.

Ahora me parece más intrigante que nunca: un animal mítico, el francófono de Toronto.

En Montreal, la palabra Toronto es un claro sinónimo de dos cosas: el dinero y la lengua inglesa.

—No hablan francés en Toronto —dice desconcertantemente mi grand-mère, como si vivir fuera del lugar donde se habla su lengua fuera sinónimo de haber abandonado del todo la civilización.

—No hablan francés en Toronto —dice mi tía Carole con jadeante indignación, como si en Toronto se comieran a sus propios hijos y bailaran desnudos a la luz de la luna.

—No hablan francés en Toronto —dice mi padre, que no ha cruzado el río Ottawa para pasar a Ontario desde que regresamos de Europa. Lo dice como quien formula una única y desdeñosa frase que rápidamente desaparece.

—No hablan francés en Toronto —dice mi madre, deteniéndose en las palabras con una sombra de tristeza, como si resultara relajante vivir en un lugar donde solo se utiliza una lengua.

Max Segal es ahora un nombre cuyas letras encierran un rompecabezas.

En la salle des manuscrits, el bibliotecario se aleja empujando su carrito y yo regreso a la tarea que me ocupa. En septiembre de 1894, fue por una vez el hijo menor de madame Proust quien requirió sus cuidados.

RUEIL, 12 DE SEPTIEMBRE DE 1894, MIÉRCOLES

Realmente parece que Dick se pondrá bien. Hoy, el espantoso y pequeño vacío que llevaba instalado en el fondo de mi estómago desde el sábado ha desaparecido. Tengo la sensación de no haber respirado bien durante cuatro días y de que por fin puedo llenar de aire mis pulmones. Adrien llegó el lunes por la noche y ayer comentó su estado con el doctor Guinard. Dice que el hueso se ha fijado bien y que debería soldarse sin dejar ninguna debilidad permanente. ¡Y pensar que el domingo yo no sabía si el chico volvería a caminar sin muleta!

Adrien ha conocido al conductor del carro, que se ha mostrado muy contrito, aunque supongo que, como Dick se cruzó directamente en su camino, poca culpa tiene el hombre de no haber podido detener su caballo a tiempo. Adrien dice que es imposible que el tándem mantuviera adecuadamente el equilibrio llevando tan solo una persona encima, aunque no quiero ni imaginar lo que habría ocurrido si la muchacha hubiera ido detrás y hubiera resultado herida. Habría sido espantosamente embarazoso, como mínimo, si no francamente desastroso. ¡A saber qué suerte de familia podríamos haber encontrado junto a su cama! De momento, ella está instalada en la habitación de Dick.

He intentado mostrarme cortés y discreta, cosa que estimo necesaria pues la muchacha parece muy dulce y cariñosa. Dick se muestra muy divertido con la situación, lo cual supongo que es un claro signo de que se está recuperando bien. En cuanto podamos moverle, se irá a Auteuil. Tío Louis dice que estará encantado de tenerle con él. Aunque ha sido un incordio tenerle ingresado en este hospital de provincias, Adrien ha comentado que estos días hay tanto tráfico en las calles que si se hubiera caído delante de un carruaje en París, en vez de hacerlo ante un carro en Rueil, el accidente podría haber sido mucho peor.

AUTEUIL, 26 DE SEPTIEMBRE DE 1894, MIÉRCOLES

Dick está haciendo excelentes progresos y ha empezado ya a renquear por la casa con la ayuda de un bastón. El color ha vuelto a su rostro. No me había dado cuenta de que esa era la causa de que pareciera tan enfermo hasta que ayer le vi sentado al sol en el jardín con las mejillas sonrosadas y supe que estaba realmente recuperándose. Me siento un poco culpable de lo ocurrido, pues Dick había seguido mi consejo y había decidido trabajar menos este verano y comprarse esa estúpida bicicleta. Sin embargo, no deja en ningún momento de bromear al respecto y sigue siendo, como siempre, un alma resistente. A decir verdad, no hay que preocuparse excesivamente por él. Las autoridades han accedido a que posponga el inicio de su servicio militar durante al menos seis meses.

Tío Louis parece encantado de poder ser de alguna utilidad y ha estado revoloteando alrededor de Dick como una vieja niñera. Papá vino también ayer a visitarnos, y ambos han estado recolocándole las almohadas hasta que no he podido contener la risa. Papá está en plena forma. El verano parece haberle levantado el ánimo.

PARÍS, 29 DE SEPTIEMBRE DE 1894, SÁBADO

Marcel por fin duerme y su respiración se ha normalizado, aunque sigue pareciéndome bastante fatigosa. Ha sido un ataque espantoso. Todavía peleaba por respirar cuando he llegado de Auteuil, y jadeaba con tal ferocidad que he creído que iba a verle respirar por última vez. Aunque tío Louis había llamado a un taxi y yo había llegado lo más rápido que pude, todo indica que ha debido de estar unas dos o tres horas en ese estado. Había tomado Trional la noche anterior, aunque en vano, y las cosas no habían hecho más que empeorar por la mañana. Gracias a Dios que finalmente insistió para que Jean mandara a buscarme. Es el polen el causante del ataque. Es un mal verano: ha llovido tanto que todo está maravillosamente verde. Marie-Marguerite se quejaba el otro día de que no para de moquear por culpa del polen, cosa que no había experimentado antes, con lo cual para Marcel debe de haber sido una auténtica tortura, pobre muchacho. Le he dado una segunda dosis de Trional y me he quedado casi toda la noche despierta a su lado hasta que por fin ha parecido que le hacía efecto.

PARÍS, 5 DE OCTUBRE DE 1894, VIERNES

Adrien y yo hemos discutido esta mañana sobre los continuos ataques que sufre Marcel. El doctor dice que la temporada del polen debería haber concluido a estas alturas y que si Marcel sigue en cama es porque yo le permito creerse enfermo. Hemos tenido la misma discusión cientos de veces, pero la verdad es que cuando Marcel está a punto de derrumbarse por culpa del asma no sé qué se supone que debo hacer. A Adrien le preocupa el Trional y dice que consultará su uso con un colega. Cuando le he dicho que son muchos los médicos que lo prescriben, él me ha respondido: «Solo moderadamente, y esa es precisamente una palabra que el muchacho desconoce». Ha sugerido que intentemos quemar polvos medicinales en vez de utilizar el Trional, que a veces tienen efectos positivos en los asmáticos, y que lo consultaría con su colega. A pesar de que yo siempre había albergado la esperanza de que, una vez cumplidos los veinte, su respiración mejoraría —Adrien dice que estos ataques son a menudo una fase pasajera en los jóvenes y que se normalizan a medida que se hacen mayores—, lo cierto es que la enfermedad no nos da tregua.

Mi pobre lobezno se ha perdido varias fiestas y no ha podido recibir visitas salvo la de Hahn, por supuesto, que se muestra verdaderamente afectuoso y devoto. Si Marcel no se ha levantado cuando él llega, se sienta a charlar conmigo muy agradablemente o, si estoy ocupada, lee en el salón hasta que Marcel se levanta. Su temporada ha dado comienzo de nuevo y está llena de compromisos, pero aquí está todas las tardes sin falta. Marcel y él están invitados el mes que viene al château de Madeleine Lemaire —esa mujer es tan elegante que no regresa a París para el comienzo de la temporada hasta que la atraen a la ciudad las fiestas de diciembre— y tienen intención de visitarla si la salud de Marcel lo permite.

PARÍS, 17 DE OCTUBRE DE 1894, MIÉRCOLES

Adrien está cada vez más desanimado por el lento avance de las negociaciones con los alemanes y dice que ha perdido la esperanza de conseguir el apoyo de los ingleses. Ayer llegó a cenar enojado después de haber recibido una carta con el correo de la tarde, sobre cuyo contenido se despachó largo y tendido mientras comíamos. Aunque quizá se sienta frustrado por las reticencias de los demás, al menos nunca pierde la confianza en su proyecto. Le vi tan enojado que le sugerí que se tomara un respiro durante un tiempo y que dejara su cometido en manos de otros, y al instante volvió a ser el de siempre y me dijo que eso no eran más que bobadas, que seguiría adelante y que asistiría a las conferencias alemanas tal y como estaba planeado. Últimamente parece agotado y no hemos tenido un otoño fácil con el accidente de Dick. Aunque es Marcel quien más le preocupa.

PARÍS, 15 DE NOVIEMBRE DE 1894, JUEVES

Esta mañana he recibido una carta realmente conmovedora de Marcel. Aunque llueve sin cesar en Réveillon, Hahn y él están cómodamente caldeados en sus habitaciones donde uno se dedica en cuerpo y alma a la escritura y el otro a la composición. Marcel trabaja en su historia, a la que ha dado ya título: La Mort de Baldassare Silvande, llamada así por su héroe. Está plenamente convencido de que después escribirá una novela y cuenta con el apoyo de Reynaldo. Me dice en su carta que su único objeto es vivir una vida dedicada a las artes, rodeado de sus seres queridos.

Mi prima Mathilde ha dicho que pasaría esta tarde con Nuna, y los Cottin han venido a cenar, de modo que estamos ocupados con nuestros compromisos.

¡Aunque, según los estándares de madame Lemaire, sea una práctica poco elegante!

PARÍS, 18 DE ENERO DE 1895, VIERNES

Marcel ha tenido alguna discusión con Reynaldo, pero se niega a confiarme el motivo. Es presa de una espantosa ansiedad e, incapaz de permanecer sentado un solo minuto, da vueltas por el apartamento recolocando los objects d’art. Me he ofrecido a escribir al muchacho, apremiándole a que acceda a una reconciliación, pero Marcel se niega en redondo.

Su padre insiste en que debemos tratar la cuestión de su profesión de una vez por todas, y yo hago lo imposible por defenderle. Le he dicho a Adrien que Marcel está en este momento demasiado contrariado por su disputa con Reynaldo para considerar seriamente otras cuestiones, y él me ha acusado de mimar las emociones del muchacho. Dudo mucho que la salud de Marcel aguante si las cosas siguen así.

Sorprendente noticia sobre monsieur Faure. Nadie la esperaba. Justo ayer por la mañana Adrien decía que Brisson estaba convencido de su victoria. Me gustaría saber cómo se siente madame al respecto. Supongo que debe de estar realmente complacida, pues siempre ha tenido en gran estima los logros de su esposo, a pesar de la dificultad que entraña su relación. La pobre madame lo merece, pues son demasiadas las alegrías que el hombre no le concede. El estatus social puede compensar en cierto modo una falta de ternura, y supongo que, si debemos soportar las obligaciones que comporta la vida política, por lo menos deberíamos hacerlo a cambio del mayor de los regalos. No creo que la vea demasiado durante un tiempo. Sus nuevas obligaciones sin duda resultarán demasiado onerosas para que pueda encontrar tiempo para sus paseos.

PARÍS, 3 DE FEBRERO DE 1895, DOMINGO

Tal y como me había temido, Marcel ha sufrido una recaída: un terrible ataque que por fin ha calmado el Trional a las tres de la mañana. Escribo porque no puedo dormir y he venido con mi diario a la antecámara de su habitación. Escucho atenta su respiración, coordinando cada movimiento de la pluma con el ascenso y descenso de sus pulmones. Daría lo que fuera por poder vernos libre de este demonio.

Repaso mentalmente los detalles de mi embarazo, el nacimiento de Marcel y su infancia, intentando descubrir en qué momento podría haber impedido este curso de los acontecimientos. ¿Cometí acaso un error al mimar como lo hice a un niño enfermizo? ¿Deberíamos haber prestado menor atención a los ataques cuando empezaron? ¿Acaso mis cuidados, mis temores, las palabras susurradas en esta habitación cuando él era apenas un niño que no podía dormir, la mano acariciándole la frente… acaso todo ello provocó ese horrible día en el Bois, cuando le vi tumbado y ahogándose en el suelo?

Su padre espera de él grandes cosas, aunque diga que tan solo quiere que el muchacho escoja la profesión que desee, por muy común que esta sea. En cuanto a mí, daría la vida porque Marcel pudiera ser normal.

PARÍS, 7 DE FEBRERO 1895, JUEVES

Tras varios días desagradables de rasposos jadeos y un segundo ataque, aunque más suave, Marcel se ha recuperado. Aun así, no pienso permitir que salga del apartamento, pues estos últimos días ha hecho un frío glacial. Su enfermedad ha tenido un efecto positivo: su reconciliación con Hahn, que se enteró de que estaba enfermo por unos amigos con los que supuestamente Marcel debía cenar el martes. Corrió hasta aquí y fue afectuosamente recibido. Jean le hizo pasar primero al salón, pues Marcel había dado instrucciones de que no le despertaran, aunque yo estaba segura de que con Reynaldo haría una excepción y entré de puntillas en su habitación para anunciar su visita. Les dejé a solas y no vi a Reynaldo cuando se marchó, pero Marcel parecía decididamente mejor y cenó con nosotros por fin, de modo que entiendo que todo ha quedado olvidado, fuera cual fuese el motivo de la disputa.

PARÍS, 4 DE MARZO DE 1895, LUNES

A pesar de que parezco haberme retrasado en todas mis labores domésticas desde que Adrien regresó de su viaje a Alemania, no puedo decir que haya tenido ninguna obligación en particular que me haya mantenido demasiado ocupada. Ha sido un auténtico placer gozar más de su presencia, y verle menos distraído que de costumbre. Había temido convertirme en una completa extraña a los placeres de la vida conyugal para la que, a fin de cuentas, no tengo una edad avanzada. Adrien ha regresado de Berlín más gentil y sensible de lo que le he visto en años y he disfrutado sobremanera de sus atenciones. Todo matrimonio tiene sus alegrías y sus penas, sus cumbres y sus valles, y justo cuando creemos que el paisaje nos resulta del todo familiar y no contiene ya sorpresas, emerge una nueva cima.

Por fin he encontrado el momento para escribir una pequeña nota a madame Faure, que había estado postergando. ¿Cómo felicitar a una amiga por el nombramiento de su esposo a la presidencia? Aunque no estaba segura de cómo hacerlo, he logrado escribir algunas frases de buenos deseos. Compadezco a ambos por embarcarse en tan arduo viaje, aunque Adrien se ha reído de mí cuando lo he dicho. «Jeanne, solo tú puedes ser tan blanda de corazón como para preocuparte por un presidente», ha dicho antes de declarar que sería capaz de preocuparme por el mismísimo Dios si pudiera tener noticias de él.

Es muy propio de Adrien no ver el alto precio que el trabajo duro se cobra en nuestra salud y en nuestra felicidad, y creer que el ascenso político y social es un bien necesario. Supongo que en cierto modo eso es algo que Marcel y él comparten, por mucho que Adrien ponga en duda la sabiduría que el muchacho muestra en sus flirteos con las duquesas. A decir verdad, creo que a veces le enorgullece que su hijo se mueva en esa clase de círculos. No hay duda de que ha escuchado con gran interés la descripción que hizo Marcel de la cena a la que asistió en casa de la marquesa de Brantes la semana pasada.

Y no estoy segura de que sea blanda de corazón, por mucho que Marcel y Dick se empeñen siempre en afirmarlo. Quizá se me dé mejor que a muchos ocultar mis juicios más duros.

PARÍS, 26 DE MAYO DE 1895, DOMINGO

Anoche Adrien cenó con tío Louis en Auteuil y dice que le preocupa el estado de su corazón, pues según ha comentado jadea horriblemente con el mínimo esfuerzo. Aun así, lo pasaron en grande, pues Adrien todavía no había llegado a casa a las once cuando me dormí, y durante el desayuno me ha dicho que llegó pasada la medianoche. A pesar de que tío Louis no tiene ya energía para sus amoríos con las damas, sin duda debe de hacerle bien disfrutar de algún entretenimiento ocasional.

Qué extrañas noticias llegan de Londres sobre el juicio al señor Wilde. El hombre ha sido condenado a dos años de trabajos forzados en una prisión inglesa y se dice que las condiciones de esos lugares son espantosas, peores aun no solo que las de cualquier prisión francesa, sino incluso que las de la isla del Diablo. El tribunal no tuvo elección y se vio obligado a declararle culpable, aunque es imposible no preguntarse en qué estaría pensando el hombre. A pesar de que esa suerte de relaciones ocurren —y muchos así lo sospechan—, qué tremendo error haberla anunciado al mundo de un modo tan desvergonzado. El señor Wilde se estaba buscando problemas y al parecer los ha encontrado.

Madame Dauvergne, una mujer cuanto menos estúpida, estaba ayer por la tarde en casa de Marie-Marguerite y no veía la hora de chismorrear sobre el caso. A decir verdad, no tengo el menor interés en el asunto y ella no dejaba de acuciarme, diciendo que deseaba conocer mi opinión como anglófila que soy, insistiendo en saber si es cierto que los ingleses son más reservados en su comportamiento en público aunque menos rectos en su moral privada que los franceses. No hubo modo de hacerla callar, y por fin entendí que debía de haberse enterado por boca de Marie-Marguerite —que en realidad solo la tolera debido al vínculo familiar que las une— de la peculiar ocasión, ocurrida hace dos o tres años, en que supuestamente el señor Wilde había cenado en casa. Pues bien, finalmente le dije: «Créame, madame, no sé nada del señor Wilde ni de su rectitud moral. No llegué a conocerle, aunque creo que mi hijo le estrechó la mano en una ocasión durante una recepción». Acto seguido, le dediqué una firme mirada que dio finalmente por concluida la conversación.

De haber sido poseedora del ingenio de madame Straus —y de su courage conversacional— habría recordado a la buena señora un pasaje del Tartufo: «Son aquellos cuya conducta da pie a habladurías los primeros en atacar a sus vecinos».

Madame Proust lucharía durante años para ayudar a su hijo a adquirir lo que ella calificaba de «una vida normal», la misma vida que, víctima del amor que le profesaba, en cierto modo también le impediría obtener. La salud de Marcel jamás mejoraría.

Los bibliotecarios han tocado el timbre que anuncia el inminente cierre de la sala. Es hora de devolver los documentos al mostrador de pedidos, porque la salle des manuscrits cierra puntualmente a las seis, y se tarda un poco en salir. Devuelvo la caja al mostrador, recojo mi disco naranja y lo cambio por el verde antes de detenerme en el mostrador de información para que me den una nota firmada por el ayudante del ayudante de bibliotecario tras inspeccionar mi bolsa y asegurarse de que no estoy sacando ningún documento precioso de la biblioteca. Entrego el papel y el disco verde al llegar a la cabina de la entrada y puedo por fin salir, aunque tengo planeado aprovechar el tiempo e investigar una sola cosa más antes de volver a casa.

En París, el peregrino proustiano es un alma empobrecida. Aparte de este archivo, quedan pocos vestigios del gran escritor en la ciudad donde transcurrió toda su vida. No hay ningún museo dedicado a su memoria, ni casa o apartamento cuidadosamente conservados. El Musée Carnavalet, un viejo hôtel lleno de muestras sobre la historia social de París, ha adquirido recientemente unas cuantas reliquias entre las que se incluyen la cama, la estantería, el escritorio, el tintero y el cepillo de pelo del escritor. Estas piezas fueron donadas en el año 1989 por una tal madame Odile Geraudon en memoria de su madre, Céleste Albaret, la criada del escritor en el momento de la muerte de este. Con estos objetos, el museo ha recreado la habitación de Proust en el número 102 del boulevard Haussmann, donde vivió entre diciembre de 1906 y junio de 1919, y donde, siguiendo el consejo de su amiga, la poeta Anna de Noailles, las paredes estaban recubiertas de corcho para mantener el espacio a salvo del ruido.

Este pequeño santuario tiene algo de patético. No es más que un pequeño y atiborrado dormitorio de madera oscura con muebles despintados y apretujados entre retratos de sociedad y juegos de café art nouveau que conforman el legado del museo a la belle époque. Lleno de recordatorios del pasado, el lugar parece vacío de memoria. Lo visité en una ocasión durante la primera semana de mi estancia en París y salí de él decepcionada.

Pero hoy, armada con una lista de direcciones, sigo adelante en mi peregrinación y recorro unas cuantas calles en dirección norte desde la Bibliothèque Nationale al boulevard Haussmann, bautizado así en honor del gran urbanista, y cuyas anchas avenidas, fachadas de piedra gris y tejados de pizarra azul hacen de esta la ciudad más bella del mundo. Es la hora punta y avanzo con dificultad corriente arriba contra el flujo de gente que emerge de las oficinas del corazón del distrito financiero para volver a casa. Camino deprisa, dejando atrás los grandes almacenes que llevan aquí desde la época de Proust y a los vendedores que pregonan picadoras de vegetales y lazos para el pelo al grito de Regardez, mesdames… Me imagino formando parte de esta multitud, convertida en una parisina elegantemente vestida acompañada de un escolar embutido en unos vaqueros recién estrenados, y con un marido que usa coloridas corbatas esperándola en casa. Quizá mis tacones no sean lo suficientemente altos ni mi semblante lo bastante refinado como para dar el pego. Aun así, sigo caminando con convicción, sabedora de que la determinación puede compensar muchas carencias.

El número 102 es ahora un banco. Vacilo delante de la puerta y levanto los ojos. Un hombre con traje que sale del banco me mira, preguntándose quizá si me habré desorientado, aunque al seguir la dirección de mi mirada se sonríe y sigue adelante. Sobre nuestras cabezas hay una discreta placa de mármol con ese tipo de letras doradas que se emplean para demarcar lugares históricos por todo París: «Marcel Proust, escritor, vivió en este edificio entre 1906-1919». Es el apartamento de la habitación forrada con corcho.

Voy también al número 44 de la rue Hamelin, el edificio donde Proust vivió entre 1919 y 1922. Cojo el metro hasta allí y, tras unas cuantas paradas hacia el norte, ya en el corazón mismo del XVIème Arrondissement, salgo a la place d’Iéna. Ha empezado a oscurecer y las farolas reflejan su luz en los adoquines. El 44 de la rue Hamelin es ahora un pequeño hotel y me detengo justo en la acera de enfrente, al lado de una lavandería, estudiando atentamente la fachada en busca de alguna señal que delate lo ocurrido aquí en 1922, pero no consigo encontrar ni rastro del ocupante más famoso del edificio. Confundida, vuelvo a comprobar la dirección y cuando estoy a punto de darme por vencida, me fijo en lo que el resplandor de los focos que iluminan la marquesina de rayas del hotel ha oscurecido. Justo encima de los focos hay otra placa: «Marcel Proust, escritor, murió en este edificio el 18 de noviembre de 1922».

Estos son los lugares en los que Proust escribió su gran novela, pero aquellos en los que transcurrieron su infancia y su juventud, los años que vivió con esa madre que tanto le mimaba no han sido merecedores de tan detallado recordatorio. En el número 9 del boulevard Malesherbes hay una elegante fachada desprovista de letrero alguno. Es un clásico edificio parisino de piedra gris con balcones de hierro forjado y mansarda. Unas cortinas de encaje traslúcidas oscurecen la visión clara del apartamento de la tercera planta, pero la luz tenue y amarilla de una lámpara brilla cálidamente hacia la calle y se vislumbra una figura sentada en un gran sillón junto a la ventana. La figura tiene la cabeza inclinada hacia delante y parece coser, o quizá esté leyendo. Aquí, en estas habitaciones, fue donde madame Proust escribió sus libretas.

PARÍS, 21 DE SEPTIEMBRE DE 1895, SÁBADO

Adrien está muy entusiasmado con una nueva posibilidad que ha descubierto para Marcel. La otra noche, mientras cenaba con monsieur Hanotaux, al que hacía tiempo que no veía —las obligaciones públicas del hombre le mantienen horriblemente ocupado—, una vez más volvió a comentar la posibilidad de que Marcel entrara en el cuerpo diplomático. Ni que decir tiene que el asunto requiere discreción, pues Marcel tendría que aprobar el examen y pasar por los canales habituales como cualquier otro candidato, por mucho que el ministro sea amigo de su padre. Adrien preguntó con suma delicadeza a monsieur Hanotaux si el examen sería muy difícil, pues le preocupaba que Marcel no cuente nunca con la salud suficiente como para ocupar destinos en el extranjero, y mucho menos en lugares de climas difíciles. Monsieur Hanotaux sugirió que quizá sería más adecuado un puesto en alguna de las bibliotecas y dijo que siempre faltan bibliotecarios.

Por lo que Adrien pudo entender, ningún hombre con la educación de Marcel ocuparía ninguno de los puestos remunerados, aunque el voluntariado es una ocupación respetable para quien posee una naturaleza literaria. A mí me ha parecido una solución ideal. En realidad, no es que Marcel necesite ganarse la vida. Su asignación basta y sobra para que pueda costearse por ahora cualquier deseo razonable, y si puede parecer menos que generosa es solo porque es un muchacho demasiado extravagante. Además, en el futuro su herencia le permitiría crear un hogar sin necesidad de ingresos adicionales.

Me produciría una inmensa alegría ver al muchacho con un empleo remunerado —esa clase de puestos enseñan el valor del dinero, de eso no hay duda—, aunque no me parece estrictamente necesario. Y un trabajo en una biblioteca encajaría a la perfección con sus intereses literarios y aportaría cierta disciplina a su vida. He convenido con Adrien que esperaríamos unos días, lo pensaríamos, y después abordaríamos juntos a Marcel cuando regrese de Gran Bretaña. Siempre es mejor mostrarle que, en lo que concierne a su carrera, sus padres tienen un criterio común.

PARÍS, 4 DE OCTUBRE DE 1895, VIERNES

Adrien acaba de irse al funeral de Pasteur. Estaba muy melancólico. Forma parte del grupo que seguirá al ataúd hasta el Panthéon. Espero que el esfuerzo no le canse demasiado. Dice que algún día la obra del gran médico sobre enfermedades infecciosas eclipsará el renombre de sus descubrimientos sobre el calor y las bacterias, y que le debemos la idea de las inoculaciones tanto como a los alemanes. Adrien está admirablemente libre de envidia y no ve amenaza alguna en que otros hombres participen en su campo de investigación. Tan solo le preocupa el avance de la ciencia. Aun así, últimamente parece que no oímos hablar más que de inoculaciones, y apenas del cordon sanitaire. Voy a pedir a Félicie que prepare una tarta de melocotón para la cena con la última fruta del verano. Eso debería animarnos. Marcel estará de regreso el domingo.

PARÍS, 14 DE OCTUBRE DE 1895, LUNES

Lucien Daudet vino a visitarnos ayer. Qué joven más encantador. Había estado esperando ansioso el regreso de Marcel porque deseaba consultar su opinión sobre un proyecto literario en curso —últimamente pierdo la cuenta de todos sus planes— y ha entrado a tomar el té conmigo. Marcel estaba en perfecta forma y nos hizo reír con su imitación del conde de Montesquieu, pues había cenado en su casa la noche anterior. No estoy del todo segura de que sea ético aceptar las invitaciones del gran hombre y burlarse después de él a sus espaldas, pero es sin duda un fácil objeto de sátira y Marcel ha tenido siempre un lado teatral y un gran talento para la imitación. Ha captado con maestría la actitud remilgada del conde y sus grandes pretensiones literarias: «Mi poesía, monsieur, no pretende tan solo el deleite del hombre, sino que debe ser paladeada solo por quienes poseen los oídos adecuados para apreciarla». Eso fue lo que le dijo a un invitado chez madame Straus que osó preguntar si podía invitarle a una lectura. Lucien no cabía en sí de gozo con la imitación.

Cuando se marchó, me dediqué a encomiar ante Marcel a la familia Daudet, diciendo que dos muchachos tan agradables como Lucien y Léon son sin duda el claro legado de la inteligencia y la educación de sus padres. De pronto, Marcel se puso muy serio y dijo: «Maman, no estés tan segura de la clase de gente que son simplemente porque sus hijos sean tan excelsos. El viejo monsieur Daudet es espantosamente burgués, y madame es antisemita». Sus palabras me entristecieron, como me entristeció también que personas tan llenas de ideas pudieran al mismo tiempo encontrar lugar en sus almas para el prejuicio.

PARÍS, 17 DE OCTUBRE DE 1895, JUEVES

Me preocupa esta medicación en la que Marcel tanto confía. Hoy ha vuelto a levantarse, aunque solo después de haber ingerido repetidas dosis de Trional, cosa que me entristece sobremanera, pues desde su regreso de Gran Bretaña su salud era excelente. Sin embargo, con el regreso al aire parisino y ese torbellino de actividad —corregir las pruebas finales del relato que saldrá publicado el mes que viene y ponerse en contacto con todos los amigos que no ha visto durante el verano— era de esperar que cayera enfermo en cuestión de días. Me decepciona profundamente que la gran labor lograda por el verano se vea tan rápidamente desbaratada por su negativa a trabajar con un ritmo pausado. Ayer le di una severa charla, aunque él se mostró muy cortante y apuntó que unas veces el doctor y yo nos quejamos de que no trabaja con suficiente ahínco y otras insistimos en que dosifique su ritmo de trabajo. Me enfadé tanto con él que insistí en la cuestión y dije exactamente que lo que pretendía mi argumentación era hacerle entender la necesidad de mantener cierto equilibrio. Es curioso lo cariñosas que son sus cartas durante sus ausencias y lo parco que es conmigo cuando está en casa. Le sugerí que Reynaldo y su madre vinieran a tomar el té uno de estos días, pero Marcel se limitó a desestimar la idea.

PARÍS, 21 DE OCTUBRE DE 1895, LUNES

Marcel está imposible. Sus horarios son cada vez más erráticos. Aunque quizá no debería calificarlos así, pues a decir verdad son cada vez más previsibles. Si sale, no lo hace nunca antes de las once de la noche. Regresa a casa a altas horas de la madrugada y escribe entonces o durante toda la noche, pero rara vez se acuesta antes de las siete o las ocho y se levanta solo a media tarde. A veces tomo el té con él, aunque normalmente cena fuera. Todo ello está sumiendo la casa en el más completo desbarajuste, hasta el punto de que he renunciado a esperarle cuando sale. No puedo quedarme despierta hasta las dos o las tres de la mañana (a veces, últimamente, me parece que llega al amanecer) y desayunar con Adrien a las ocho. Félicie se queja amargamente de que nunca sabe quién estará en casa durante las comidas ni a qué hora nos apetecerá hacerlas. Le he dicho que, en lo que respecta a Marcel, basta con que le deje fuera una costilla fría, aunque a decir verdad creo que está resentida con él por ausentarse del almuerzo y de la cena más que por el trabajo adicional que para ella supone.

Marcel me dice que ahora que las flores se han marchitado ya no toma Trional, aunque sus intempestivos horarios poco bien pueden hacerle. Ayer discutimos acaloradamente al respecto, pero finalmente pudo conmigo, con el alegato de que tiene que escribir y que mejor que lo haga de noche, pues es precisamente entonces cuando no puede dormir.

PARÍS, 25 DE OCTUBRE DE 1895, VIERNES

He dado órdenes a Jean para que, cuando Marcel le llame, no le lleve la bandeja con el desayuno… a las dos o tres de la tarde, por el amor del cielo. No puede vivir bajo nuestro techo y negarse a respetar nuestros horarios, sin mostrar la menor consideración hacia el servicio. Últimamente apenas hablo con él, a menos que se digne a reunirse conmigo en el salón cuando tomo el té, de modo que le he dejado una nota en la que le informo de que a partir de ahora deberá ir en busca de su propio pan y de su café. Jean tiene que disponer de un poco de tiempo libre después del almuerzo si debe servir la cena, y yo no puedo gobernar una casa pendiente de los caprichos de un niño.

PARÍS, 30 DE OCTUBRE DE 1895, MIÉRCOLES

Demasiado enojada para hablar, y más aún para escribir. El jarrón de cristal veneciano de Maman. ¿Cómo ha podido?

PARÍS, 30 DE OCTUBRE DE A LAS 3 DE LA TARDE, MIÉRCOLES

Llevo aquí encerrada todo el día y tengo que hacer algo para poner fin a este horrible silencio que se ha impuesto entre nosotros y solucionar nuestra disputa. Del mismo modo que el arte y la música nos engrandecen, así nos vemos empequeñecidos por nuestros mezquinos celos, las triviales quejas domésticas, las pequeñas heridas y los lapsos sin importancia, de tal manera que las almas más sensibles no son mucho mejores que la más común de las pescaderas berreando en el mercado.

PARÍS, 31 DE OCTUBRE DE 1895, JUEVES

Como una tormenta que hace estallar la presión acumulada en el aire, mojando y silenciando el mundo a su paso, el asunto del jarrón veneciano parece haber agotado nuestra rabia. Tras ausentarme del almuerzo y ponderar la situación durante toda la tarde, finalmente le he escrito a Marcel una breve nota a las cinco y se la he pasado por debajo de la puerta. Le he recordado la ceremonia nupcial en la que el cristal roto no representa la ruptura sino la unión, y le he dicho que deberíamos entender mi jarrón de ese modo, como un matrimonio de nuestras almas. Poco después, él ha salido de su habitación y me ha besado como antaño. Todo ha quedado perdonado, aunque la visión de Marcel arrojando despechadamente el jarrón al suelo no se me olvidará. Y desearía más que nada poder borrar de mi memoria las palabras que nos dijimos antes de eso. Y pensar que discutíamos simplemente porque le había comprado unos guantes grises y no amarillos, como él los quería…

Como ocurre siempre en los momentos difíciles, he estado pensando en Maman, aunque ahora presa de la vergüenza, pues entiendo que estoy muy lejos del modelo de tierna solicitud y de maternal devoción que ella me inculcó. A veces oigo su voz en mi cabeza repitiendo alguna frase sin importancia, llamándome desde el descansillo antes de salir: «Jeanne, tienes que leer el nuevo libro de monsieur Hugo. Lo he encontrado en Delorme’s…». «Hay que ver lo apuesto que está Marcel con su traje de marinero». «Qué día más espléndido. ¿Salimos a dar un paseo?» «¿Qué te ha parecido la ópera?» La generosidad de su espíritu nunca flaqueó. El amor que sentía hacia ella y la gratitud que despertaba en mí su afecto me conmovía a diario.

«La prolongada costumbre jamás me habituó a su valía, cuyo sabor fue siempre nuevo e intenso», escribe madame de Sévigné. Así es también la pérdida: siempre intensa y nueva.

PARÍS, 19 DE NOVIEMBRE DE 1895, MARTES

Ayer Marcel llegó de su entrevista profundamente doblegado. Según pudo saber, era uno de los tres candidatos que optaban a tres puestos y su entrevistador le ha colocado al final de la breve lista. Eso significa que le han ofrecido el que se considera el menos agradable de los tres, esto es, colocar libros en las estanterías de la Mazarine. Debe empezar de inmediato, aunque como no hay salario adscrito a los puestos, los días de descanso son cuanto menos generosos, y espera postergar su incorporación hasta enero. De ese modo puede disfrutar de las fiestas vacacionales y dedicar tiempo a trabajar en su novela. Y no es que la biblioteca se anuncie demasiado onerosa cuando por fin empiece a trabajar en ella, pues tan solo le exige un mínimo de cinco horas, dos veces a la semana, ayudando a ordenar los libros. Espero y confío en que el aire no moleste demasiado a Marcel. Aunque quizá esté simplemente siendo romántica, imaginando un viejo y polvoriento lugar en cuyos libros hace años que nadie ha puesto los ojos. Sin duda, todo es muy moderno y limpio.

Me ha alegrado que Marcel haya aceptado la propuesta de su padre en este asunto y he hablado afectuosamente con él de la importancia del trabajo que hará, por muy pequeño que sea el papel que desempeñe en la salvaguarda de los grandes tesoros de la literatura francesa para nuestra nación.

Vous êtes proustienne? ¿Es usted una admiradora de Proust? —el ayudante del ayudante de bibliotecarios está de pie detrás del mostrador y, curioso y sonriente, me da conversación cuando devuelvo mi libro al final de una jornada de trabajo—. ¿Ha visitado Illiers? Le interesaría. No queda lejos…

—Ah, sí. He estado en Illiers. Por supuesto. Buenas noches.

Salgo apresuradamente, evitando su sonrisa.

Ah, sí. He estado en Illiers, o en Combray, si así lo prefieren. Por supuesto. Es el único lugar proustiano que ofrece las condiciones propias de un lugar de culto. Estuve allí antes de venir a la biblioteca. Fue uno de los primeros sitios que se me ocurrió visitar.

En la gran llanura situada al sur de París, las desiguales torres de la catedral gótica de Chartres emergen en el paisaje cuando faltan todavía varios kilómetros para que el tren, que una hora antes ha salido de la Gare d’Austerlitz, haga su entrada en la estación. Al llegar a Chartres, cruzo el andén y subo a un tren de cercanías que atraviesa campos de girasoles hacia el río Loir. En agosto, las leoninas cabezas de las flores se elevan hacia la luz, pero ahora, en septiembre, con las cabezas gachas y algunos tallos caídos, parecen un ejército derrotado. Al bajar en mi destino y echar a andar por la rue de Chartres, un viento frío peina el magro follaje de los tilos.

Llevo en Francia menos de una semana, alojada en un pequeño estudio que he alquilado en un barrio de clase obrera situado al norte de París. La vecina de al lado está sorda y se disculpa por ver la televisión a un volumen feroz, aunque poco me importa. He completado mi tour por el Musée Carnavalet y ahora paso los días en el Louvre o deambulando por las calles que recomponen para mí las rutas de mi infancia, y todas las noches caigo rendida en la cama, demasiado cansada para que me importe. Tras cuatro días sin más compañía que los adoquines y los cuadros del museo, por fin llamo a la compañía ferroviaria desde una cabina y anoto la información sobre los horarios. No estoy del todo segura de por qué he venido a Francia. Me resulta difícil definir lo que busco, aunque al menos puedo empezar con una peregrinación a Illiers-Combray.

Durante años, Illiers, un pequeño pueblo de unos quinientos habitantes enclavado a orillas del Loir, un río pequeño y perezoso que no debería confundirse con el relumbrante Loira, fue tan solo Illiers. Sin duda, su hijo más ilustre era Adrien Proust, el hijo del tendero local y fabricante de velas que creció más allá de los límites que demarcaban tales raíces, estudió en la Universidad de París y se convirtió en un destacado médico francés y en una autoridad en enfermedades infecciosas. En los primeros años de su matrimonio, él y Jeanne, su joven esposa parisina, hija de un acaudalado corredor de bolsa judío, llevarían a sus dos hijos a visitar a la hermana del doctor Proust, Elisabeth Amiot, que vivía en una pequeña casa de pueblo no muy lejos de la plaza mayor de Illiers. Fueron esas visitas, que se prolongaron de los seis a los nueve años y durante las cuales el asma dificultó cada vez más sus vacaciones en el campo, las que inspiraron a Marcel Proust para crear casi treinta años más tarde la aldea de Combray, el pueblo de su recuerdo invocado por una taza de té. Décadas después de la publicación de A la busca del tiempo perdido, el pueblo de Illiers votó a favor de añadir al original el nombre de su versión ficticia y más famosa, creando así, mediante un guión, la fusión de realidad y literatura: Illiers-Combray.

Illiers-Combray explota la memoria de su famoso visitante con discreción y buen gusto. Al entrar en el pueblo desde la estación por la rue de Chartres, pasamos por delante del Lycée Marcel Proust. El parque donde los jóvenes hermanos Proust pasearon en su día contiene una placa; la casa de Tante Léonie —ese fue el nuevo nombre que Proust dio a su tía— es un pequeño museo cerrado a cal y canto durante la hora del almuerzo; la panadería que está justo al lado se enorgullece de ser el lugar donde ella compraba sus magdalenas; las postales locales incluyen el retrato del escritor; y el mejor restaurante del pueblo —Le Floren, en la plaza mayor— ofrece un Menu Proustien que incluye rape y tarta de ciruela.

La camarera me da la carta deliberadamente abierta por la página en la que aparece el menú en cuestión y de pronto me siento culpablemente expuesta, como si me hubiera descubierto a pesar de mi disfraz. Sin embargo, al repasar con los ojos mis pantalones de loneta y las recias botas de paseo, entiendo que es fácil tomarme por alguien que desea pedir el Menu Proustien. Un par más de turistas literarios deambula por las calles vacías de Illiers-Combray durante el silencio que impregna la hora del almuerzo mientras el restaurante, al que me he retirado a la espera de que el museo abra sus puertas, está lleno de prósperos empresarios con sus trajes o sus blazers. Aun así, me niego a dejarme encasillar y la sugerencia de la camarera se me antoja demasiado modesta. Me decido en cambio por un menú más barato aunque más sibarita: una tarrine de puerros seguida de lomo de liebre preparado con ciruelas. Al paladear el sabor mantequilloso de la liebre, me doy cuenta de que la clientela de aspecto urbanita que llena el restaurante probablemente ha hecho el breve viaje de veinte minutos que separa el pueblo de Chartres para comer en este excelente lugar.

En la misma calle del restaurante, justo al salir de la plaza mayor, la fachada del museo está indicada con el medallón del doctor Proust que la pintora inglesa Marie Nordlinger creó originalmente para su tumba de París. La entrada está en la parte posterior del edificio, pasando por el jardín. Allí me encuentro con un puñado de solitarios visitantes dispuestos a recorrer la casa que fue en su día la fuente de los recuerdos de Proust. La guía nos lleva por el comedor donde el narrador de A la busca disfrutaba de una silenciosa lectura previa al almuerzo con la única compañía de una pared de platos de barro, antes de que subamos las escaleras que llevan al dormitorio que da al jardín, al que el enfurruñado niño se retiraba esperando un beso de su madre, y a la habitación delantera, desde la que una tía inválida podía ver las idas y venidas de los vecinos.

Pero nuestra afable guía es escrupulosamente sincera sobre el vínculo que une realidad y ficción: en su novela, Proust fusionó a sus parientes judíos, que vivían cómodamente en el suburbio parisino de Auteuil, y a los familiares católicos, y más sencillos, de su padre, residentes en Illiers, para crear así una infancia única, idílica y exclusivamente gentil; del mismo modo que eliminó al hermano innecesario, convirtiendo al narrador en hijo único. En realidad, las dos familias, separadas por clase, religión y geografía, jamás llegaron a conocerse, y muchas de las escenas que el escritor localizó en Combray debieron de basarse en hechos ocurridos en la casa de campo que su tío abuelo tenía en Auteuil. La casa fue demolida antes de que muriera el siglo.

Salgo del museo decepcionada y camino por un paseo que bordea el río señalado con un funcional poste indicador, aunque sin la menor señal que explique en qué medida se corresponde con el ficticio Camino de Swan. En los jardines, las hortensias de color rosa perecen lentamente con la llegada del otoño. En los campos y senderos más apartados sigue habiendo amapolas y moras que por su remanente dulzura pueden comerse todavía. Vuelvo a la estación pasando por la panadería. Un biógrafo ha sugerido que la epifanía más famosa de Proust estuvo en la vida real activada por un bizcocho tostado mojado en té y no por la blanda y esponjosa magdalena que él describió en la ficción. De hecho, si nos paramos a pensar, esa propuesta tiene más sentido, puesto que las esponjosas magdalenas se disuelven si las sumergimos en líquido mientras que el duro bizcocho doblemente horneado se ablandaría hasta alcanzar una esponjosidad cuanto menos manejable. La panadería del pueblo parece ajena a este detalle histórico y ofrece orgullosa sus magdalenas al doble del precio de la más elegante pastelería parisina.

En vez de comprar magdalenas, opto por la merienda que solía comprar a la salida del colegio cuando era niña —un bizcocho de hojaldre con una tableta de chocolate negro escondida dentro—, y me siento en la pequeña estación entre los viajeros que vuelven a casa después del trabajo al final del día, masticando despacio mi pain au chocolat. Cuando por fin el tintineante tren hace su entrada, subo y recorro en él la breve y ruidosa distancia que me separa de Chartres. Mirando por la ventanilla mientras cruzo la llanura en dirección contraria y veo alejarse de mí los campos de alicaídos girasoles, me planteo qué hacer y dónde encontrar lo que estoy buscando. Sé que existe alguna suerte de archivo en la Bibliothèque Nationale, y recuerdo los talentos de Justine, mi amiga de infancia convertida ya en profesora de Literatura francesa de la Universidad de Quebec en Montreal. La primavera pasada, gracias a su avezado control de la jerga académica, me consiguió una tarjeta de lectora de la biblioteca de la UQAM. Allí pasé parte del verano, antes de comprarme el billete de avión a Francia, rebuscando entre los veintiún volúmenes que conforman el grueso de la correspondencia recopilada de Proust. Con suerte, la habilidad de Justine en la escritura de cartas pueda obrar la misma magia en París que en Canadá.

Cambio de tren en Chartres y durante el tranquilo trayecto hacia el norte me relajo en el asiento, satisfecha con mi decisión. Mañana empezaré a buscar en serio a Marcel Proust.

PARÍS, 21 DE ENERO DE 1896, MARTES

Marcel sigue trabajando en su colección de relatos y dice que deberían ver la luz en primavera. Después de muchas presiones, madame Lemaire por fin ha hecho entrega de sus ilustraciones y además él está trabajando con ahínco en la novela. Ha decidido que mientras tanto le resulta imposible seguir con su puesto en la Mazarine y le han concedido un año de gracia de sus obligaciones en la biblioteca. Aunque parece estar rebosante de energía y gozar de una salud estable, me preocupa que su actual grado de control dependa cada vez más de los medicamentos. El Trional es sin duda una bendición, pero ya he avisado a Marcel de que no debe depender totalmente de él. El doctor está de acuerdo y dice que es un fenómeno a menudo observado en la literatura médica el hecho de que cuanto más nos acostumbramos a un medicamento, menos efectivo resulta a la hora de controlar la enfermedad, y lo que empezó como una cura termina convirtiéndose en poco más que una simple muleta. «Casi todos los hombres mueren víctimas de sus remedios y no de sus enfermedades». Es Molière quien nos lo dijo.

PARÍS, 7 DE MARZO DE 1896, SÁBADO

Resuelta a hablar con Marcel sobre su salud, terminé teniendo con él una larga conversación sobre sus ambiciones literarias. Aunque todavía sigue guardando cama, esta mañana se encontraba lo bastante bien como para incorporarse y he ido a verle en cuanto he oído que tocaba el timbre para que le subieran el desayuno. He intentado expresarle lo preocupados que su salud nos tiene a su padre y a mí, por no hablar de su dependencia del Trional, pero él, aunque parezca extraño, se ha mostrado muy reacio a hablar de sus síntomas y ha desviado la conversación hacia su futuro profesional, un tema que a menudo prefiere evitar. Tiene puestas muchas esperanzas en Los placeres y los días —el título que madame Lemaire y él parecen haber acordado para sus relatos—, y dice que el libro le lanzará como escritor serio, allanando el camino para su novela. El propio Anatole France ha accedido a escribirle un prefacio. La literatura… esa será su carrera, ha anunciado. Le he dicho que me alegra mucho verle tan comprometido con un proyecto, y he hablado de la importancia de la fuerza de voluntad para alcanzar cualquier meta en la vida, ya se trate de nuestra salud o de la tarea de escribir. Aunque puede que Marcel frecuente a los aristócratas, es indudable que no desea ser uno de esos jóvenes que dedican sus días a recibir a amigos y a amantes y nada tienen que enseñar de sus vidas cuando llega el final. Le he hablado de su abuelo y de su tío Louis. Aunque puede que ni la venta de acciones, y menos aún la de botones, sean profesiones de prestigio, con el paso de los años ambos cuentan con logros de los que enorgullecerse —empresas, fábricas, casas y familias que construyeron sin la ayuda de nadie—, y nada tienen en común con quienes los heredaron de la generación precedente. En cuanto al padre de Marcel, pienso en la cantidad de vidas que Adrien debe de haber salvado, y en que eso es lo que le da fuerzas para seguir adelante, esa sensación de que se han logrado cosas en el pasado y de que aún más se conseguirán en el futuro.

PARÍS, 10 DE MAYO DE 1896, DOMINGO

Es neumonía. He estado sentada junto a tío Louis hasta altas horas de la noche y por fin Georges me ha enviado de vuelta a casa. Los médicos hacen todo lo que pueden, pero tío Louis apenas está consciente y Adrien claramente se teme lo peor. Marcel se ha ofrecido a acompañarme esta tarde y Dick dice que se reunirá con nosotros durante la noche. Ahora debería intentar dormir, pero me resulta imposible. En vez de eso, a primera hora de la mañana he ido a ver a papá para darle la noticia. Casi me ha parecido que se enfadaba, y ha gruñido: «Bah, ese siempre hace una montaña de un simple moqueo». No he podido contener la risa y he tenido que morderme la lengua. ¡Habría parecido del todo ridículo discutir con él acerca de si su hermano se muere de verdad o no! Me he limitado simplemente a comentar que tío Louis siempre fue el más robusto de los dos.

PARÍS, 12 DE MAYO DE 1896, MARTES

El funeral ha sido realmente conmovedor. Aunque hermosamente sencillo, ha contado con docenas de asistentes. A medida que tío Louis iba envejeciendo, hemos ido olvidando la gran cantidad de contactos profesionales que tenía. Había en el entierro hombres y mujeres a los que hacía años que no veía. El viejo monsieur Fuch, al que suponía muerto hacía ya tiempo y al que creo que no había vuelto a ver desde que me casé, se ha acercado a mí y no ha dicho una sola palabra. Simplemente me ha puesto la mano en la mejilla. Madame Hayman no ha venido, lo cual ha sido una clara muestra de discreción por su parte, aunque estoy segura de que quiso bien al tío hasta su último año de vida. Marcel ha hablado con ella y madame envía sus condolencias. Esa mujer tiene un alma grande, por mucho que quizá no sea exactamente lo que algunos considerarían un alma pura. Nuna está destrozada y a Papa le veo muy abatido y más silencioso que de costumbre, si eso es posible; aunque ha accedido a caminar tras el ataúd, un gesto que quizá haya sido demasiado para él. Verle andando al lado de Adrien, Georges, Marcel y Dick me ha solazado el corazón. A los muchachos se les veía muy altos y jóvenes con sus trajes negros, y en cierto modo debo reconocer que he encontrado consuelo en la visión de esas cinco espaldas masculinas: una pequeña y encogida, dos anchas y de mediana edad y el par final, rectas y delgadas.

Entiendo ahora que la ira de papá estos últimos días respondía a la perspectiva de saberse abandonado. Con la muerte de Maman y de tío Louis ha perdido a las personas de su edad a las que más unido estaba, y nunca se le ha dado especialmente bien hacer amigos entre los más jóvenes. Si la muerte de un ser querido es triste, sentir que esa muerte conspira para dejarnos cada vez más solos en el mundo es todavía más duro. Louis fue siempre el líder de los dos.

PARÍS, 21 DE MAYO DE 1896, JUEVES

Adrien ha estado muy dulce durante todo este tiempo, en cierta medida mucho más que cuando murió Maman. A pesar de que últimamente pasa más tiempo aquí, está muy silencioso en casa y se muestra muy solícito con mi estado de salud. Quizá se deba a que, de todos los miembros de mi familia, era con tío Louis con quien tenía una relación más estrecha, y le echará sinceramente de menos. Tío Louis fue siempre más afectuoso con Adrien que Papa y sospecho que a eso responde en parte su actitud. Es curioso cómo una palabra o un encuentro fortuitos pueden acompañarnos durante toda la vida. Recuerdo que hace unos años, mientras Maman me ayudaba a ponerme el traje de novia, Papa entró en la habitación para presenciar los últimos preparativos. «Vaya, ese cristiano es muy afortunado», dijo. Cierto es que Adrien no era judío, pero ese fue el único momento en que papá mostró un ligero resentimiento ante el hecho de que yo hubiera decidido casarme con un intruso. Aunque ni antes ni después de ese día volvió a mencionarlo, siempre sospeché que Adrien no se sentía del todo bienvenido en su casa y encontró un aliado en Louis. París, 13 de junio de 1896, sábado

No creí que consiguiéramos terminar el día de ayer. Aunque los libros llevaban metidos en cajas en Calmann Lévy desde el miércoles, ha sido hoy cuando se han repartido oficialmente a las tiendas y a los redactores jefes literarios. Marcel ha ido a recoger sus ejemplares y ha vuelto a casa con los brazos llenos, rebosante de entusiasmo como si volviera a ser un niño. Adrien ya había salido cuando él llegó, de modo que Dick y yo hemos tenido que felicitarle por su éxito. Últimamente Dick no pasa mucho tiempo en casa. A pesar de que crece muy deprisa y de que está tan implicado en su trabajo en la universidad que cada vez le importan menos las cuestiones familiares, se ha mostrado muy dulce al respecto y ha felicitado efusivamente a Marcel, además de acariciar la cubierta del libro como lo hace con su canoa nueva. Reynaldo ha venido esta mañana. Santo cielo, hacía siglos que no le veía, y me preguntaba ya si Marcel y él habrían tenido alguna pelea, pero esta tarde parecían estar tan contentos como siempre, disfrutando de la compañía del otro, y Hahn no ha dejado en ningún momento de murmurar cariñosamente sobre el libro. Después del almuerzo, me sentaré a leerlo. Será sin duda un agradable cambio de la enfermedad y de la tristeza.

PARÍS, 28 DE JUNIO DE 1896, DOMINGO

Seguimos esperando reseñas y, aparte de una afable aunque inconsecuente mención en Le Temps, los periódicos parecen ignorar el libro, lo cual no ayudará con las ventas. Marcel dice que Calmann Lévy opina que el precio del libro es demasiado elevado y que a algunos periódicos les parecerá una publicación especializada y no una prioridad para sus páginas literarias. Han sido la cubierta y esas hermosas hojas de cortesía en las que Marcel tanto insistió las que han aumentado el precio de ese modo, eso y también el papel, aunque bien es cierto que no tenía mucho sentido que madame Lemaire contribuyera con su arte si no iban a imprimirlo en el mejor papel posible. Ayer convencí a Marcel de que no cruzara la calle para ir a Cerisier a telefonear a los redactores personalmente. Le dije que los escritores de prestigio no hacen esas cosas, sino que fingen que las reseñas les traen sin cuidado. Le consolé bromeando con él sobre las dificultades de la vida literaria y en seguida vi que no le hacía ninguna gracia oírme hablar de ese modo de su tan anhelada profesión. Todo ello ha surtido un efecto nocivo en sus intestinos, hasta el punto de que su padre se ha visto obligado a prescribirle un laxante.

PARÍS, 2 DE JULIO DE 1896, JUEVES

El funeral ha sido tranquilo comparado con el de tío Louis, aunque creo que es el que Papa habría querido. Ha sido duro volver a ver muchos de los mismos rostros en tan breve espacio de tiempo, y los presentes me han dicho repetidas veces que Papa no debía de estar disfrutando de la vida sin la compañía de su querido hermano, lo cual es cierto aunque no resulte agradable oírlo una y otra vez. Adrien dice que es una bendición, y es que no hay duda de que Papa estaba ya cansado de la vida. Supongo que es preferible que se lo haya llevado una repentina apoplejía que una larga enfermedad.

Estos últimos días se me antojan difusos. Me puse frenética cuando me llamaron, y corrí a su lado como si nuestra propia premura y ansiedad pudieran en alguna medida ayudar a los que nos dejan. A punto estuve de tropezar con Jean cuando corría hacia el carruaje, y después me pasé las horas sentada sin hacer nada, solo mirándole. Papa no llegó en ningún momento a recuperar realmente la conciencia. Sus ojos parpadearon en un par de ocasiones, pero no dijo nada. Adrien dice que es una forma indolora de morir y que todos deberíamos desear semejante bendición.

PARÍS, 10 DE JULIO DE 1896, VIERNES

Esta semana me encontraba bastante bien, haciendo cosas en casa a pesar del dolor que no me abandona en ningún momento, cuando de pronto, ayer, caí en la cuenta de que me he convertido en una auténtica huérfana. No entiendo cómo no había pensado en ello antes, pero la palabra en sí ha parecido golpearme de tal modo que he roto a llorar. Menuda estupidez. Una mujer de cuarenta y siete años no necesita a su Maman ni a su Papa como si fuera una niña. Marcel tiene veinticinco años y Dick, veintitrés. Son ya un par de hombres adultos y es indudable que Dick ya no necesita a sus padres. Quizá el caso de Marcel sea distinto. Por su salud siempre necesitará a su madre. Sigue ansioso a causa de las reseñas y espera que aparezca algo pronto en la Revue Blanche.

Ayer, durante la cena, nos habló de Marie, la prima de Reynaldo, a la que conoció la semana pasada. Según dice, Marie es lo que los británicos llaman una marisabidilla y quiere vivir de la escultura. A juzgar por sus palabras, se me antojó una joven espantosa.

PARÍS, 6 DE OCTUBRE DE 1896, MARTES

Ha vuelto la discusión sobre el espía judío al que juzgaron en una corte marcial hace uno o dos años. Su familia siempre ha defendido su inocencia, aunque supongo que al padre o a la madre del más brutal de los asesinos les costaría creer que su hijo pudiera ser culpable de algo semejante. Sin embargo, hay otros que han salido en su apoyo, y Marie-Marguerite me dijo ayer que cree que el hombre es inocente. Resulta difícil creer que el ejército pueda haber cometido un error de ese calibre. Así se lo dije a Marie-Marguerite, y ella se rio de mi naïveté y apuntó que a fin de cuentas los oficiales no son ni más sabios ni más estúpidos que el resto de los hombres, y que si yo era capaz de creer que Adrien podía cometer algún error —administrar a un paciente la prescripción equivocada, por ejemplo—, sin duda podía también entender que un oficial del ejército detuviera a un hombre sin cerciorarse del todo de su culpabilidad, simplemente porque debían encontrar a un culpable. Comentó que existían pruebas claras de que el espionaje había existido, de modo que alguien tenía que haber vendido los documentos a los alemanes, aunque quizá hubieran detenido al hombre equivocado.

Me resulta espantoso imaginarle encerrado en la isla del Diablo durante casi dos años habiendo sido inocente desde el principio. No dejo de preguntarme qué debe de pasar por su cabeza mientras está allí recluido. ¿Habrá perdido ya la esperanza de que se haga justicia? O quizá sea en efecto el espía que buscaban y simplemente se maldiga por haber sido descubierto. No creo que el auténtico y aguerrido criminal sienta más remordimiento por su crimen que la rabia de la que es presa por haber tenido que pagar por él.

La noticia que ha llegado de Calmann Lévy no es en absoluto esperanzadora. Aunque nos temíamos unas ventas pobres durante el verano, lo cierto es que no ha habido una sola. Y nada parece indicar que vaya a producirse un particular reavivamiento a partir de principios de mes. Toda una decepción para Marcel. Aunque en realidad no necesita el dinero, le animaría que el libro no fuera solo un succès d’estime sino también que se vendiera bien; y eso le ayudaría a su vez a convencer a su padre de que la literatura puede ser, en efecto, una profesión. Respira todavía con dificultad y los ojos le pican espantosamente por culpa del polen. Sin embargo, sigue avanzando con la novela, trabajando cada vez más durante la noche y diciendo que, como de todos modos tampoco puede dormir a esas horas, ¿por qué no dedicarlas al trabajo?

PARÍS, 14 DE OCTUBRE DE 1896, MIÉRCOLES

Últimamente solo oímos hablar de Lucien Daudet; Lucien esto o Lucien lo otro continuamente. Creo que Marcel ha llegado incluso a enseñarle parte de su novela. En cualquier caso, me sorprendería que ese hombre fuera capaz de forjarse un juicio. A pesar de sus antecedentes literarios, es más un hombre apuesto que un intelectual. Por otro lado, no creo que la amistad pueda suponer un peligro para las ambiciones literarias de Marcel. Quizá su padre pueda incluso ayudar con la publicación de la novela de Marcel cuando llegue el momento.

Es el día de la condesa de Martel y creo que por una vez pasaré a verla.

PARÍS, 20 DE OCTUBRE DE 1896, MARTES

Ayer por la tarde tuve una conversación altamente alarmante con Marie-Marguerite. Siempre es absolutamente sincera, cosa que valoro, pero a veces cuesta oír lo que dice. Marcel nunca ha conseguido impresionarla demasiado y sé que ella opina que le mimo en exceso. Aun así, sus instintos literarios y sociales son certeros. Dice que Los placeres y los días tan solo dará a Marcel la reputación de un diletante y de un hombre de sociedad y que por muy hermosamente que esté escrito, las ilustraciones de madame Lemaire y la costosa cubierta son garantía de que los críticos jamás se tomarán el libro en serio. Es sin duda un juicio muy duro. Marie se habría mostrado más discreta si yo no hubiera saltado en defensa de Marcel en cuanto ella manifestó sus dudas respecto al libro, pues mis protestas no hicieron más que animarla a endurecer más y más sus palabras. Al final de nuestro paseo estaba muy contrita, pues estoy convencida de que me ha visto molesta con su valoración. Eso es precisamente lo último que desearía su padre: cualquier sugerencia que apunte a que Marcel encara sus proyectos sin la seriedad adecuada. No me cabe duda de que Marie exagera.

Un tiempo gloriosamente benigno. Dick, al menos, es feliz, pues puede seguir utilizando la canoa.

PARÍS, 8 DE ENERO DE 1897, VIERNES

Para gran tristeza de su padre, Marcel ha solicitado otro año de excedencia en la biblioteca. Apenas ha puesto el pie en la Mazarine desde que le destinaron allí. Adrien se pregunta qué será de un muchacho… de un hombre que carece por completo de profesión y que pasa gran parte de su tiempo en la cama. Dice que mis sueños sobre su prominencia literaria no son más que eso y que la novela quedará en nada. Acabo de discutir con él largo y tendido durante el desayuno. Al menos, como Marcel no está a esa hora y no nos oye, ambos podemos ser totalmente sinceros con el otro sobre nuestros temores. Le he dicho que, además de mostrarnos constantes en nuestro firme deseo de conseguir que Marcel encuentre una profesión y siga adelante con ella, debemos animarle en su escritura, mientras que Adrien ha argumentado que nadie con semejante falta de fuerza de voluntad puede albergar la esperanza de convertirse en artista. Apuntó a continuación que los grandes artistas son invariablemente aquellos que arden en una energía creativa desde temprana edad, y encontró muchos ejemplos con los que apoyar su argumento. Temo que tenga razón. Como mínimo, la salud de Marcel le impedirá embarcarse en una carrera literaria con la diligencia y el tesón necesarios para lograr el éxito en una empresa en la que las filas de los que fracasan son mucho más largas que las de los laureados.

PARÍS, 4 DE FEBRERO DE 1897, JUEVES

Este artículo de Le Journal es un desastre. Es demasiado ridículo. Han pasado meses desde que salió el libro. ¿Qué sentido tiene publicar una mala crítica después de tanto tiempo? Y esta reseña de Jean Lorrain es muy cruel, un ataque a todas luces personal. Insinúa no sé qué sobre Marcel. Es totalmente injusto. Marcel está furioso y amenaza con desafiar al hombre. Le he suplicado que no haga ninguna temeridad y me pregunto si debería consultarlo con los Daudet, puesto que también su buen nombre queda en entredicho. Esta clase de insinuación es vil, profundamente vil.

PARÍS, 5 DE FEBRERO DE 1897, VIERNES

He dejado de pedir y de suplicar. Sabe Dios que he intentado poner freno a este asunto ridículo y doloroso. La simple idea de que Marcel pueda batirse es ridícula. A pesar de su delicada salud, ha decidido seguir adelante con el duelo mañana al amanecer. Los muchachos jugarán a los mosqueteros. Menuda estupidez. Y heme aquí, sentada con un nudo en el estómago, sabiendo que esta noche no podré dormir. Aunque todos dicen que nadie sale malherido de un duelo y que las pistolas se disparan al aire, ¿qué puede ocurrir con armas cargadas en la mano? ¿Quién lo sabe? Es demasiado peligroso. Si Marcel sufre algún daño, jamás me perdonaré por no haber intervenido. Su padre ignora por completo el asunto, se niega a intervenir y sencillamente no quiere ni oír hablar de ello, fingiendo que nada ocurre. De modo que soy yo la que está aquí, presa de la preocupación. Me volveré loca de miedo. Qué ridiculez exponerse a semejante riesgo.

Anteayer Marie-Marguerite vino a tomar el té y hablamos de dónde podríamos pasar el verano. Parece que hayan pasado años desde entonces, que hayamos estado en un país totalmente diferente.

Voltaire dijo: «El hombre nació para vivir en las convulsiones de la preocupación o en el letargo del aburrimiento».

PARÍS, 7 DE FEBRERO DE 1897, DOMINGO

Después de una noche de sueño reparador me siento un poco más en forma. Ni que decir tiene que la noche anterior no dormí nada. Marcel me prohibió hacerle compañía, pero pude oírle moviéndose de un lado a otro de su habitación hasta que Hahn y Robert de Flers vinieron a buscarle antes del amanecer. Regresaron tres horas más tarde. Debieron de ser las tres horas más largas de mi vida. Salí a recibir a Marcel al vestíbulo y le besé, asegurándome de que estaba ileso; lo hice sin demasiada alharaca, pues no quería avergonzarle delante de sus amigos. Me acusa de ser demasiado exagerada en mis afectos, aunque poco imagina lo que sufro.

En cuanto a él, estaba muy satisfecho de sí mismo y fanfarroneó diciendo que Lorrain se lo pensaría mejor la próxima vez, que se limitaría a burlarse del conde de Montesquieu y dejaría libre de sus insinuaciones a monsieur Proust. Reynaldo se reía tontamente de lo ocurrido, sin duda presa de los nervios.

Jean me trajo el desayuno a mi habitación e intenté volver a dormirme, pero el anticlímax era tal que me resultó imposible. Estuve exhausta todo el día y caí en un sueño profundo a las cinco. A las siete, cuando desperté, me sentí terriblemente confusa y profundamente aliviada por algo, aunque me llevó un instante o dos recordar por qué exactamente. Adrien y yo no mencionamos el asunto durante la cena. Él sigue fingiendo que todo esto no ha ocurrido. Aun así, debe de haber reparado en que he comido como una lima. Supongo que también ha sido una forma de liberar tensiones. No he vuelto a hablar con Marcel desde que llegó ayer por la mañana. Qué poco se imagina lo insondables que son mis temores cuando su salud o su seguridad se ven amenazadas.

A menudo recuerdo las palabras de madame de Sévigné a su hija: «Otra amistad completa podría forjarse, mi pequeña, con las emociones que te oculto».

La salle des manuscrits está cerrada los domingos y aprovecho la oportunidad para visitar Drancy, situada a poco menos de quince minutos del centro de París en un tren de cercanías que sale de la Gare du Nord cada once minutos y te deposita en otro mundo, lejos, muy lejos de la relumbrante metrópolis del señor Haussmann. Drancy es parte del llamado Cinturón Rojo de suburbios parisinos que tradicionalmente votan a los comunistas y que han sufrido económicamente a causa de su elección. No es difícil reconocer el lugar: una lúgubre semiciudad en la que la utopía de la posguerra ha terminado cediendo su lugar a un mapa de hormigón envejecido, hierba rala, grafitis y basura que vuela por doquier.

En el autobús número 148 que va de la estación al centro del pueblo, veo algunas casas imponentes cubiertas de estuco de color crema y coronadas por tejados de tejas rojas. Ofrecen un pequeño recordatorio de la Francia de provincias, aunque se ven sobradamente superadas en número por altos edificios de protección oficial con descuidadas entradas, bloques de oficinas rodeados de plazas en desuso y largas calles de búnkeres de escasa altura que albergan un surtido de tiendas de comestibles, bares, garajes y salones de belleza. Bajo del autobús en el ayuntamiento y recorro a pie el puñado de manzanas que llevan a la place de la Libération.

Allí siguen en pie los edificios originales, construidos en su día para alojar a la policía en los años treinta y con sobrias fachadas que han envejecido bien. Con sus cuatro alturas, forman una U cuadrada alrededor de un patio central que hace las veces de parque y de aparcamiento. Las plantas superiores sobresalen sobre la planta baja, creando una pequeña arcada desangelada que alberga unos cuantos clubes y servicios sociales. Las puertas numeradas y separadas a intervalos regulares conducen a escaleras interiores por las que se accede a los apartamentos situados encima. A un lado del complejo se ven labores de pintura ya empezadas, y un color rosa y sucio cede su lugar a una nueva capa de verde institucional. En el otro, unos gigantescos cubos de reciclaje de basura bloquean el camino de la arcada.

Aunque pobre y feo, el lugar está bastante limpio. Sería un error calificarlo de suburbial; incierto decir que debió de ser agradable en su día. Los edificios parecen lo que son ahora: viviendas sociales, apenas distinguibles de los bloques de apartamentos de construcción más reciente que los rodean. La vivienda escaseaba después de la guerra. ¿Por qué iban a tirar abajo estos apartamentos? En la parte delantera del lugar hay un pequeño monumento conmemorativo formado por una escultura modernista de piedra toscamente labrada y un único vagón de transporte de ganado. A su derecha, una peana baja, también de piedra, coronada por una placa metálica en la que aparece un texto en el que la República Francesa recuerda «los crímenes contra la humanidad cometidos bajo una autoridad de facto conocida como “el Gobierno del Estado francés”».

Esta fue la puerta que llevó a la muerte a 65.000 judíos franceses. Puede leerse toda la información que existe sobre lo ocurrido en el pequeño museo que alberga una de las oficinas de la planta baja. Cuando los alemanes invadieron Francia en 1940, algunos judíos huyeron a la zona no ocupada del sur del país, administrada por el gobierno colaboracionista con sede en Vichy. En teoría resultaba posible emigrar desde allí siempre que pudiera encontrarse un país que te admitiera. Algunos lograron pasar a España y Portugal, y de allí a Sudamérica, pero la mayoría se quedaron. La emigración era difícil y esta era su casa. Así que se quedaron, tanto en París como en el resto de la Francia ocupada, registrándose en las comisarías de la policía francesa, cumpliendo con el toque de queda y respetando las cuotas fijadas sobre el número de judíos que podían desempeñar una profesión; requisitos que, aunque incómodos, no amenazaban sus vidas. Además, para los judíos asimilados que llevaban varias generaciones viviendo en Francia, el «problema judío» hacía referencia al flujo de refugiados procedentes de Europa del Este que habían estado llegando al país desde mediados de los años treinta.

La primera redada tuvo lugar en agosto de 1941, cuando cuatro mil judíos del XIème Arrondissement fueron transportados hasta aquí a un campo gestionado por la policía francesa bajo la autoridad alemana. El campo no estaba preparado para acogerlos, no había ni comida ni provisiones sanitarias, y muchos murieron en Drancy antes de que ochocientos débiles supervivientes fueran liberados ese mes de noviembre. Aun así, los internamientos continuaron, centrados en los refugiados del este, los abogados de París y en cualquiera que osara rebelarse contra las regulaciones antisemitas.

Más tarde, en el verano de 1942, los nazis, descontentos con la administración francesa, se hicieron cargo del campo. Empezaron a imponer en masa la Solución Final en Francia, sitiando sistemáticamente a todos los judíos franceses y mandándolos al Este desde Drancy. Sesenta y cuatro convoyes salieron de aquí entre 1942 y 1944, cargados con 65.000 personas aproximadamente. La mayoría fueron transportadas a Auschwitz y murieron allí. A finales de la guerra, una comunidad judía compuesta de 350.000 miembros había perdido a 77.320 de ellos. Cerca de un tercio habían nacido en Francia; el resto eran europeos del este que habían emigrado a Francia tras la Primera Guerra Mundial o durante los años treinta y que no habían huido lo bastante lejos.

Si leemos el índice de supervivientes que aparece en la Enciclopedia del holocausto —descubrí que la biblioteca de la UQAM tiene un ejemplar, junto con los veintiún volúmenes de la correspondencia de Proust—, veremos que los judíos de Francia corrieron mejor suerte que los de Bélgica y los de Holanda, por no hablar de los polacos. Paradójicamente, el régimen colaboracionista del sur y la fuerte resistencia de ambas zonas convirtieron a Francia en una escurridiza conquista para los nazis y muchos judíos franceses escaparon, se ocultaron o incluso lograron vivir tranquilamente hasta la liberación. En este aspecto, la actitud de sus compatriotas católicos y protestantes fue realmente diversa. Francia está llena de historias de primos ocultos en el pajar o del niño al que tiñeron de rubio, pero hubo también múltiples traiciones. A fin de cuentas, fue la policía francesa la que confeccionó las listas, barrio por barrio, y fueron las personas que aparecían en ellas a quienes trajeron aquí para iniciar el viaje hacia el este.

Jeanne Proust murió antes de la Primera Guerra Mundial, y sus dos hijos, antes de la Segunda. Me gustaría saber qué suerte corrieron los parientes de madame Proust, los Weil y los Neuberger. ¿Qué fue de Reynaldo Hahn, de todos sus hermanos y hermanas, y de Jacques Bizet? ¿Acaso Francia contempló impertérrita cómo cargaban a artistas y escritores en los camiones y autobuses para llevarlos a Drancy? ¿Se habría rebelado el país si sus más grandes novelistas hubieran estado entonces con vida y pesara sobre ellos la amenaza de una pena de muerte? O es que las vidas de los comerciantes y de los mecánicos no tienen la misma importancia. Un abogado y su esposa no son menos prescindibles que un escritor y su madre.

Aun así, sigo pensando en los deportados de Drancy. ¿Qué debemos a los que murieron injustamente, nosotros que no compartimos ni su fe ni su destino? ¿Podemos ofrecer una conmemoración, o son hipócritas nuestras lágrimas y presuntuosos nuestros relatos? ¿Honramos su historia con nuestra decisión de Sophie y nuestra lista de Schindler, o simplemente la dramatizamos por placer? ¿Logrará nuestro recuerdo impedir la repetición o no es más que simple autosatisfacción?

¿Cómo puedo estar segura de que habría sido la mujer oculta con su pequeño en la buhardilla y no la que contaba la plata de su vecina? ¿Dónde habríamos estado cuando cargaban a la gente en los abarrotados vehículos que les traerían aquí? ¿Somos esos nosotros, los que esconden a un amigo en el sótano? ¿O quizá los que miran disimuladamente desde detrás de una persiana? ¿O los que marcan un nombre en una lista? En el autobús reina la oscuridad, no se ve nada desde la ventanilla, es imposible seguir el trazado de la carretera, y aun así, y a pesar de temer también nuestro destino desconocido, confiamos en que el conductor conozca el camino. A nuestro alrededor, conversaciones susurradas, una pregunta en voz alta rápidamente interrumpida, cierto silencio, incluso el ronquido de un hombre que ha logrado conciliar el sueño.

El autobús se zarandea amablemente, abriéndose paso en la noche. La ciudad ha quedado atrás y la oscura carretera parece eterna. La mayoría de pasajeros dormita, aunque de vez en cuando se despiertan sobresaltados por el movimiento del vehículo antes de volver a dormirse otra vez. Max y yo aprovechamos los ocasionales zarandeos como excusa para frotar nuestros hombros, que dejamos así, una manga acariciando delicadamente la otra, transmitiendo cierto grado de confort a la piel que hay debajo.

Nuestra amistad es reciente y coqueta. Max me ha convencido para que participe en el viaje anual a Nueva York que organiza el departamento de Historia del arte, cuando en realidad yo tendría que estar terminando un trabajo de inglés y él debería estar estudiando para un examen de química de mitad de trimestre. Aunque me tienta con las maravillas de los museos que pensamos visitar y las pinturas que veremos, me basta solo con su compañía. Estamos todavía ávidos de información mutua y hemos encontrado alguna excusa en la conversación para vaciar el contenido de nuestras carteras sobre nuestros regazos. Nos reímos de las fotos que aparecen en nuestros carnés de estudiante y rebuscamos entre los carnés de socios del cinefórum, las tarjetas de la biblioteca con las fechas de devolución de libros estampadas en tinta roja y los carnés de conducir encapsulados en plástico.

—¿Qué significa la B? —pregunto, señalando la inicial de su segundo nombre.

—Ah, nada —dice, quitándome la tarjeta de plástico.

—Vamos —empiezo a lisonjearle para intentar sonsacarle como una niña pidiendo un caramelo.

—Es el nombre de soltera de mi madre… —parece avergonzado.

—¿Y cuál es?

—Bensimon.

—¿Bensimon?

—Bueno, Bensimon —concede, pronunciando el nombre en francés.

—¿Es francesa?

—Sí, por eso hablo francés. Vino de París.

—¿Cuándo fue eso?

—Durante la guerra. Sus padres la enviaron. Mi abuelo era abogado. Supongo que pudieron permitirse sacarla de allí.

—¿Sacarla? ¿Sin ellos?

—Sí, bueno. Ellos no pudieron salir.

A punto estoy de preguntar qué pasó, pero la pregunta se me antoja demasiado impertinente y de pronto me siento un poco avergonzada ante mi insistencia por saber qué significa la letra B.

—¿Pudo volver?

—Sí, vuelve de vez en cuando —responde, pasando por alto mi verdadera pregunta.

—¿Y tus abuelos?

Tarda un instante en responder, como si intentara reunir el valor necesario o sopesara los riesgos que supone compartir conmigo su historia familiar. Por fin, como ha empezado ya, decide continuar.

—Sus padres murieron en Auschwitz. No sabe con exactitud qué fue de su madre, aunque suponemos que debió de morir muy al principio —habla con tono firme—. Mi abuelo sobrevivió y fue liberado, pero murió de desnutrición.

—¿De desnutrición? —insisto, consciente al instante de que he ido demasiado lejos, aunque incapaz de recular. Max se muestra ahora molesto con mi curiosidad.

—Los soldados que liberaron los campos dieron de comer a los prisioneros. Sus estómagos no soportaron la comida. Les estallaron los intestinos.

Nos sumimos en un repentino silencio. Lo que más me horroriza es la despreocupación con la que, una vez que ha decidido contar lo sucedido, lo relata. Hablamos como si sus abuelos fueran los personajes de una novela y no su propia familia. Quizá lo sean, pues debe de conocerlos tan solo a través de las historias que le ha contado su madre.

—Eso es horrible —intento dar alguna convencional muestra de compasión.

Él se encoge de hombros.

Solo hay un vagón de transporte de ganado en Drancy; un vagón de transporte de ganado, un museo de una sola sala, una escultura de piedra y un puñado de placas que conmemoran a los deportados, a los miembros de la resistencia, a los prisioneros de guerra aliados y al poeta francés Max Jacob, que murió aquí antes de poder huir al este. Estos tímidos arrebatos conmemorativos me resultan en cierto modo desvaídos, eclipsados tanto por la enormidad de lo que ocurrió antes como por la banalidad de lo que tuvo lugar después. Los fantasmas no caminan en Drancy. Aquí no hay respuesta alguna.

Vuelvo sobre mis pasos a la estación a tiempo para tomar el tren de las 16:43 de regreso a París, colándome entre las puertas automáticas justo en el momento en que se cierran. El vagón está medio lleno de familias cansadas que vuelven a casa después de pasar un día en casa de la abuela y de expectantes suburbanitas que se preparan para pasar la tarde en la ciudad. Finalmente, encuentro un par de asientos libres en un rincón y dejo la bolsa en el asiento vacío de al lado. La Bibliothèque Nationale abrirá de nuevo sus puertas mañana a las nueve. Sacó mi libreta y me dispongo a revisar mis traducciones.