Capítulo 4

BENEDICT, BENDIX, BENJAMIN, Bernard, Bernard, Bernard… Bernheim… eso es todo.

—Entonces…

—¿Entonces? No hay ningún expediente, mademoiselle.

—¿Ningún expediente?

—No, mademoiselle.

El joven se mostró parcamente cortés.

—¿Hay algún otro sitio donde pueda buscar?

—Bueno, puedo mirar si tenemos algún archivo —se encogió de hombros y desapareció tras un archivador metálico casi tan alto como él. Sarah se quedó esperando en el mostrador, estudiando con los ojos los archivadores que se extendían hasta el fondo de la sala de altos techos y la pequeña ventana situada encima, tan arriba que requería un largo y magnífico manubrio para abrirla, y así estaba en ese momento. Desde algún lugar del exterior, oyó el lejano sonido de unas voces infantiles que gritaban inmersas en sus juegos, y un ligero chorro de aire caliente bajó flotando hacia ella.

Había dedicado los primeros días de su estancia en París a ordenar sus escasas pertenencias en la pequeña habitación, además de visitar museos, comprar algunos regalos para los Plot y para sus amigas de Toronto y buscar en los callejeros la dirección de la oficina postal más cercana, como si fuera un escritor que saca punta a sus lápices para posponer el momento en que deberá colocar uno de ellos sobre el papel. Así pasó una semana hasta que por fin tuvo el valor de meter un pequeño papel con la dirección de la Cruz Roja en el compartimento cerrado con cremallera del bolso y tomar el metro para venir hasta aquí. En la puerta principal, preguntó dónde podía pedir información sobre los desplazados y le indicaron que subiera a la segunda planta. El joven, delgado, bajo y vestido con un traje negro, estaba sentado detrás del mostrador, leyendo un libro, cuando Sarah entró y formuló su pregunta. El hombre volvió a aparecer poco después con una carpeta de papel manila de color celeste.

—Hay un archivo —anunció—. Se ha investigado el caso.

Sarah sintió que el temor y la esperanza se le arremolinaban en el estómago, elevándose y vaciándole de aire los pulmones. El joven le dio la carpeta, pero lo que ella encontró dentro fueron solo sus propias cartas.

«Cher monsieur, je vous écris…»

El joven miró por encima del mostrador, inclinando la cabeza en un ángulo agudo para leer los documentos que Sarah tenía delante.

—Hay una hija en Canadá…

—Estas cartas son mías.

El hombre pareció confundido.

—En ese caso, usted ya está al corriente, mademoiselle. Le hemos escrito —el joven se acercó la copia de una de las respuestas de la Cruz Roja y siguió las palabras con el dedo mientras las leía apresuradamente, apenas molestándose en entonar al leer—. «Hemos encontrado el registro del nacimiento de sus padres en los archivos de la Mairie del VIIIème Arrondissement y localizado una copia de la licencia profesional de su padre que data de 1923, pero no logramos encontrar un registro posterior de su dirección ni de sus actividades. Para ser más precisos, no podemos encontrar registro alguno del paradero de su padre ni del de su madre posterior al mes de mayo de 1942, en atención a su solicitud… etc… etc. —su voz se apagó en cuanto la carta prosiguió con sus formalidades finales.

—¿No podríamos buscar en algún otro sitio?

El joven suspiró.

—Podríamos volver a buscar en las listas alemanas, pero si hubiera alguna muerte registrada en ellas, la habríamos transferido a nuestros archivos —dijo—. Aun así, si quiere, podemos volver a mirar. Nos llevará un par de días. Alguien tendrá que ir a buscarlos al almacén, que está en el quai Malaquais.

—Volveré mañana —dijo Sarah con clara determinación.

Regresó la tarde siguiente y encontró al joven, que seguía leyendo su libro.

—Sí —esta vez, el encargado alzó los ojos más expeditamente—. Sí, buscaba usted información —se acercó una hoja de papel para volver a recordar los nombres—. Philippe y Sophie Bensimon, inscritos en primera instancia en el número 22 de la rue de Musset… Sus nombres no aparecen en los archivos alemanes.

Sarah guardó unos segundos de silencio antes de hablar.

—¿Qué significa eso?

—Que los alemanes no tenían constancia de que vivieran en París.

—Pero si vivían aquí…

—Mademoiselle, estas listas… Durante la Ocupación, los alemanes obligaron a inscribirse a todos los judíos, distrito por distrito. Sus padres no se registraron.

—No se registraron…

—No, no lo hicieron. O no pudieron, o de algún modo los pasaron por alto, o decidieron no hacerlo… no lo sabemos.

«Decidieron no hacerlo». Sarah se aferró a esas tres palabras.

—¿Se escondieron?

—Mademoiselle… —el hombre se interrumpió y por fin guardó silencio definitivamente, optando por no hablar. Luego repitió—: No tenemos documentación al respecto.

Sarah regresó todas las semanas a ver al joven de la oficina de Localización de Desplazados. Sabía que el hecho de regresar a diario era una auténtica insensatez y que en cierta medida estaría traspasando con ello una línea que separaba su búsqueda —la ansiedad natural en una niña deseosa de conocer el paradero de sus padres— de un enloquecido dolor para el que no existía recuperación posible. Erguía la espalda, apretaba con firmeza el bolso contra el muslo y formulaba sus preguntas con reposada resolución. Todas las semanas, el joven le decía que no habían recibido ninguna noticia nueva y que la Cruz Roja le enviaría una carta a su hotel de París o a la dirección de Canadá, a cualquiera de las dos que ella indicara o a ambas si así lo prefería, en cuanto llegara nueva información.

—Sabe, mademoiselle… —intentó por un instante compadecerse de ella y logró pronunciar las palabras amablemente—. La guerra terminó hace seis años. Es muy poca la información nueva que nos llega. La mayoría de los que resultaron desplazados se han registrado ya en el censo.

En el curso de una de sus visitas, el joven explicó a Sarah cómo funcionaba el sistema de archivos.

—Esta es la lista de todos aquellos de quienes disponemos de información —dijo, indicando el libro que tenía encima de la mesa—. Aquí figura su estatus y me indica un número de archivo. Estos son los archivos en activo, como el de sus padres: paradero desconocido, consultas en curso, constancia de inmigración… Y ese… —señaló con la cabeza hacia una segunda fila de archivadores— es el libro de los muertos.

—¿Qué es lo que hay que hacer para registrar aquí un nombre? —preguntó Sarah.

—Es necesario un testigo —respondió el hombre—. O el testimonio de un testigo. No tiene por qué ser de primera mano. Alguien que estuviera con alguien en un campo, o en un tren… Un testigo y registramos el nombre para que figure como fallecido —levantó entonces la mirada hacia ella—. Debe entender que es importante si hay dinero, propiedades…

Sarah asintió con la cabeza.

Sarah todavía no había ido a buscar a sus padres al único lugar donde podía esperar dar con ellos: al espacioso apartamento del cuarto piso de la rue de Musset del que había salido hacía nueve años. Razonablemente, podría haber sido el primer sitio al que hubiera ido, y cierto es que se imaginaba pasando junto a la portera de la planta baja, subiendo en el pequeño ascensor de hierro, llamando a la hoja derecha de la impresionante puerta doble que la recibiría al bajar del ascensor, y entrando una vez más al apartamento de sus padres. Simone se haría a un lado para dejarla pasar, inclinando cortésmente la cabeza al hacerlo, y Maman aparecería desde el salón echa un mar de sonrisas. Vería a Papa en su estudio, ordenando algunos papeles antes del almuerzo, antes de levantarse para reunirse con ellas.

—Has vuelto, Sarah…

—Justo íbamos a escribirte…

—Acabamos de volver…

—No hemos tenido tiempo. Las cosas han sido un auténtico caos desde que la guerra terminó…

—Íbamos a mandar a buscarte…

—Estábamos escondidos, pero ahora todo vuelve a estar en su lugar…

—Estuvimos en un campo, pero conseguimos escapar…

—Estuvimos en un campo, pero nos liberaron…

—Nos escondimos…

—Huimos…

—Sobrevivimos…

—Hay espárragos para comer… y un buen filete.

Como un amante al que han dejado plantado y que planea cada uno de los detalles de una reunión que jamás tendrá lugar, Sarah se sorprendía discutiendo sobre la logística de esos escenarios en su cabeza. Quizá no fuera Simone la que abriera la puerta. Se había marchado varios meses antes que Sarah, huyendo para reunirse con una familia que vivía en la zona no ocupada. ¿Habría regresado a trabajar con sus anteriores señores después de la guerra? ¿Podían permitirse filete para el almuerzo? Y sin duda sus padres habrían seguido su rastro hasta Toronto mucho antes de que Papa volviera al trabajo o de que Maman empezara a poner orden en el apartamento. «Pero es mi sueño», argumentaría Sarah como respuesta. «Podemos hacer lo que queramos en mi sueño… ¿Qué sentido tiene alimentar una fantasía si nos empeñamos en ser realistas con ella?» Y, llegados a ese punto, la construcción entera se desmoronaba.

Durante otra visita a la Cruz Roja, el joven confesó a Sarah que creía que la oficina de Localización de Desplazados cerraría pronto sus puertas.

—Van a concentrar todos los archivos en Alemania y enviarlos a Arolsen. Me han dicho que están preparando cajas en el quai Malaquais. De todos modos, nos estamos quedando prácticamente sin trabajo. Hubo un tiempo en que teníamos aquí a una docena de señoras que pasaban horas estudiando atentamente papeles e intentando comparar nombres con gran entusiasmo. Pero todo tiene un límite. Debemos dejar que sean los alemanes quienes se encarguen de hurgar en todo esto. Nosotros ya hemos hecho lo que hemos podido.

Poco a poco, Sarah empezó a rondar la rue de Musset, retomando la senda de viejos paseos y redescubriendo calles cercanas cuya existencia había olvidado. Siguió el camino que llevaba a su vieja escuela, situada a unas calles del apartamento. Los Bensimon se habían mudado al barrio cuando Sarah tenía cinco años para que pudiera ir andando al colegio, una institución privada y laica que tenía fama de ser tan buena como cualquiera de las escuelas católicas. Veía entrar a los niños todas las mañanas y los veía salir al final del día, con las pesadas carteras echadas a la espalda, pálidos bajo el sol de finales de primavera y con los miembros flacos. Aunque de aspecto desnutrido, parecían felices: los rezagados corrían al oír la campana, uno de los mayores pendiente de un hermano menor, un payaso hacía estallar en carcajadas a su público y un mandón reprendía a los demás. Un día, Sarah estaba delante de la escuela a las cinco y media, mucho después de que los escolares se hubieran marchado a casa, cuando uno de los mayores, una chica que debía de tener prácticamente su edad, salió por la puerta de entrada y la vio de pie en la acera.

—Anne-Marie ya sale —dijo la chica, antes de detenerse, consciente en ese instante de que había un error—. ¿Buscabas a alguien? —preguntó, cortés.

Sarah negó con la cabeza y se alejó.

Por fin llegó el día en que Sarah exploró la rue de Musset. Seguía existiendo la panadería de la esquina y también una iglesia un poco más abajo: aunque la aguja estaba a la vista, el ábside había quedado oculto por un nuevo edificio erigido en un leve ángulo trazado por la calle. Y, directamente delante de ella, el edificio de apartamentos seguía intacto. Se acordó de la magnífica puerta de cristal y de hierro forjado y de la alfombra roja que podía ver al otro lado, cubriendo la parte central de las escaleras de mármol que llevaban al ascensor y fijada con una vara de bronce a la parte posterior de cada escalón. En otro tiempo, el apellido Bensimon había estado pulcramente escrito en un pedazo de papel blanco introducido en un pequeño panel que colgaba junto a la puerta, en el que aparecía una relación de los habitantes del inmueble junto con su número de piso. El panel y los nombres habían desaparecido. En su lugar había un nuevo timbre. Durante su tercera visita a la calle, Sarah llamó.

Una mujer ya anciana vestida con un delantal de flores y unas pantuflas marrones salió de detrás de unas puertas acristaladas protegidas con cortinas y abiertas a un lado del vestíbulo y se acercó caminando trabajosamente a la entrada. Examinó a Sarah recelosamente y entreabrió la enorme puerta de entrada, esforzándose por sujetarla e impedir que volviera a cerrarse.

Pour qui?

—¿Por quién pregunta? —preguntó.

—Madame, busco a unas personas que vivían aquí, los Bensimon. Quizá podría decirme…

—No sé nada —respondió la mujer, e hizo el gesto de cerrar la puerta.

De pronto un nombre se abrió paso en la cabeza de Sarah.

—Madame Delisle. No me reconoce usted porque me he hecho mayor. Soy Sarah Bensimon. Vivía aquí con mis padres.

—Hace tiempo que se fueron. Todos se fueron. La guerra, ya sabe.

—¿Tiene idea de adónde fueron?

—Lo lamento, pero no sé nada —dijo la portera, cerrando la puerta.

En visitas posteriores, nadie salió a abrir cuando Sarah llamó al timbre, aunque una vez vio moverse la cortina blanca tras los cristales. Fue a la panadería de la esquina y preguntó por sus padres. La mujer que estaba detrás del mostrador dijo que iría a buscar a su madre. La señora no tardó en aparecer. A Sarah le resultó familiar. Dijo que recordaba a los Bensimon, pero que no tenía la menor idea de cuándo se habían ido del barrio.

—Ya sabe, con la Ocupación, estaba todo… bueno… desorganizado —miró apesadumbrada a Sarah, intuyendo la triste realidad que se ocultaba tras sus preguntas—. ¿Ha preguntado en el Commissariat?

Sarah así lo hizo y la policía volvió a enviarla a la Cruz Roja.

Después de haber reunido el valor para recorrer su antigua calle, ahora lo hacía a diario: compraba pan y queso en las tiendas que encontraba por el camino y se preparaba un sándwich que se comía en un parque cercano. Pequeño y yermo, no era un parque que ella recordara con claridad. Siempre la habían llevado a jugar más lejos, al Bois de Boulogne, que estaba a tan solo unas calles de allí. Quizá porque el Bois era un lugar más grande y más saludable para todos aquellos a quienes las piernas les llevaran tan lejos, este pequeño cuadrado de tierra con sus bancos verdes, las sillas metálicas y los tilos podados parecía estar reservado a los ancianos. Dos de ellos jugaban al ajedrez en un banco mientras una señora encogida mascullaba para sí en otro.

Un día de julio, mientras el tiempo se tornaba desagradablemente caluroso y la ciudad parecía más silenciosa, Sarah reconoció a un anciano que estaba sentado en una silla delante de ella. Lo estuvo observando durante un rato, hasta que por fin se armó de valor y se acercó, quedándose torpemente de pie a su lado para dirigirse a él.

—Disculpe, monsieur, pero creo que le he reconocido. Yo vivía en este barrio. Mi nombre es Sarah Bensimon.

—Déjeme en paz —el anciano cerró los ojos.

—Por favor, monsieur, creo que conocía usted a mis padres. Estoy ansiosa por saber qué ha sido de ellos.

El anciano siguió en silencio con los ojos cerrados.

Sarah se acuclilló para poder ponerse al mismo nivel que el hombre en su silla, intentando que el gesto pareciera una muestra de cortesía y no de condescendencia, y volvió a intentarlo.

—Monsieur, le reconozco. No creo que suponga para usted demasiado esfuerzo decirme si sabe dónde se fueron.

El hombre abrió los ojos y cuando habló, lo hizo escupiéndole las palabras.

Va demander aux Boches… Ve y pregunta a los Krauts qué fue de tus padres. Ve a preguntar a esa zorra que vive al otro lado de la calle —dijo, señalando con la cabeza hacia la puerta del edificio de apartamentos—. Esa zorra que sigue allí. No ha perdido nada.

El anciano tragó saliva y volvió a sumirse en un amargo silencio.

Por primera vez desde su llegada a París, Sarah sintió que estaba al borde del llanto.

—Tengo derecho a saber…

Pero el hombre se negó a hablar y la despidió con un gesto de la mano.

Desde aquel día, Sarah volvió a diario al lúgubre parque, aunque no volvió a ver al hombre. Pasaba el día entero sentada en una silla o en un banco: llegaba temprano con el almuerzo envuelto, y no se marchaba hasta que se acercaba la hora de cenar. Mientras esperaba, leía un libro o simplemente se quedaba allí pensando. Tan larga fue su espera que un día se dio cuenta de que el sol le había quemado la cara y las manos, así que se compró una crema cara en la farmacia local para protegerse con ella la piel que quedaba a la vista. Los que frecuentaban el lugar empezaron a reconocerla y la saludaban con una leve inclinación de cabeza al llegar o al marcharse. Ella les devolvía una mirada apresurada, pues aunque no deseaba parecer grosera, tampoco pretendía entablar conversación con ellos, especialmente con la señora encogida que vestía un sucio y viejo abrigo de lana más apropiado para el mes de diciembre que para el de julio y cuyo incesante y susurrado parloteo se convertía a veces en un airado griterío.

Fue otra mujer, ésta más amigable, la que, la tarde de su sexto día en el parque, simplemente se sentó en su banco y empezó a hablar con ella. Estaba tejiendo un diminuto jersey (era de un color violeta tan vivo que Sarah llegó a preguntarse si no asustaría al bebé para el que estaba destinado) e iba haciendo sus preguntas al tiempo que movía las agujas.

—Es usted estudiante, ¿verdad? —preguntó, y empezó así a indagar en la vida de Sarah mientras ofrecía algunos detalles de la suya: su pobre hermana, gravemente enferma de cáncer y ya fallecida, el apartamento, su hija que vivía en Lyon, el importante puesto de trabajo de su yerno, el bebé que la pareja esperaba en el plazo de un mes. Sarah se mostraba muy reticente sobre los motivos que la habían llevado a París, pues no deseaba dar a conocer su verdad por temor a asustar a la mujer como había ocurrido con el anciano. Pronto entendió que la mujer no llevaba mucho tiempo en el barrio. Se había trasladado a París desde Lyon para cuidar de su hermana enferma, cuyo apartamento había heredado a la muerte de esta. Debía decidir si venderlo o no y mientras ponderaba detalladamente la cuestión, Sarah aprovechó una breve pausa en las deliberaciones de la mujer para aventurarse a preguntar por un hombre al que había visto hacía unos días en el parque. A pesar de que el anciano parecía difícil de describir, e indistinguible del resto de ancianos de aquel lugar, Sarah hizo cuanto estuvo en su mano para encontrar algún detalle que la señora pudiera reconocer; y así, fue describiendo sus finos mechones de cabello blanco y el rostro macilento con creciente franqueza.

—Ah, debe de referirse a monsieur Letsky —dijo por fin la mujer—. ¿Para qué le necesitaba?

Sarah intentó responder con una mentira que había estado ensayando en su cabeza desde el momento en que la señora había entablado conversación con ella, y dijo que había encontrado un libro en el parque que, según creía, el hombre habría olvidado allí.

—Un libro judío, ¿eh? —preguntó la tejedora con un malévolo hincapié que apuntaba a algo desagradable o corrupto, aunque sin añadir comentario alguno que Sarah pudiera discernir. Sarah luchó por controlar su desagrado, pasó por alto la intervención de la mujer y preguntó dónde podía encontrar al tal monsieur Letsky.

—Estará en el café —respondió la tejedora sin mostrar la menor curiosidad y señalando a un oscuro establecimiento situado al otro lado de la calle, en dirección contraria al lugar limpio y profusamente iluminado en el que Sarah acostumbraba a entrar para utilizar el servicio, siempre teniendo especial cuidado en comprar antes un café o alguna postal.

A las cuatro, la tejedora por fin recogió su madeja y sus agujas y se marchó, sugiriendo que quizá volvería a ver a Sarah al día siguiente. Antes de que el valor la abandonara, Sarah corrió calle abajo hasta el café. Se trataba de un lugar pequeño y desapacible, polvoriento e impregnado de un olor acre, y ocupado tan solo por un puñado de viejos encorvados que hacían del bar el equivalente, aunque a cubierto, del parque. El camarero miró lacónicamente a Sarah al verla entrar y quedarse en la puerta, sin saber qué hacer.

Fue monsieur Letsky quien la salvó.

—¿Cansada de estar sentada en el parque? —su sarcástica voz recorrió el silencioso café. Sarah se volvió hacia la voz y cruzó el salón hasta la mesa que ocupaba el anciano con el estómago encogido de miedo.

—Lo siento —empezó, pero él le indicó que tomara asiento con un gesto de la mano y llamó al camarero.

—Para mademoiselle…

Ninguno de los dos se molestó en preguntar a Sarah qué quería tomar y el camarero se limitó a servirle un vaso del mismo vino barato que tomaban todos sus clientes. Sarah, que apenas había tocado el alcohol en Toronto, le dio un pequeño sorbo y contuvo un estremecimiento.

Se volvió entonces hacia monsieur Letsky, y aquella extraña pareja se quedó mirándose fijamente durante un instante sin saber qué decir mientras los demás clientes y el camarero no les quitaban ojo. Entonces, percibiendo quizá que el anciano y la muchacha sentados a aquella mesa necesitaban tratar alguna cuestión de importancia, el camarero subió el volumen de la radio lo suficiente como para silenciar su conversación y los demás clientes volvieron a sus vasos.

—Bien: información sobre la guerra… —soltó monsieur Letsky con furia, aunque su humor parecía hoy mucho más caritativo—. ¿Cuándo se marchó usted?

—Fue bastante después de que cayera París, en la primavera de 1942. Mis padres me enviaron a Canadá. No sé cómo lo consiguieron. Pasé un mes en un orfanato en el sur y después cogí un barco desde Lisboa a Inglaterra, y de allí a Halifax.

—Sí, para entonces los más listos ya se habían ido… o lo intentaban. Sus padres eran listos. No les conocí muy bien. Yo era simplemente el pobre polaco de la papelería. Aun así, usted me ha reconocido.

De pronto, Sarah recuperó la imagen de la tienda del hombre: un espacio imposiblemente estrecho y diminuto situado en la calle de delante de la iglesia. Todos los meses de septiembre, durante la primera semana de colegio, se acercaba hasta la tienda y recorría con los ojos las altas estanterías de madera llenas de paquetes de papel marrón y de cajas de cartón que parecían haber permanecido intactas durante años mientras su madre y monsieur Letsky repasaban la larga lista de material confeccionada por los profesores para el nuevo año escolar. Plumas, un frasco de tinta, un diario nuevo, una regla para la clase de geometría, folios, libretas: monsieur Letsky lo sacaba todo de los rincones más bajos y accesibles de su inventario e iba amontonando el material sobre el mostrador, sumando los distintos artículos a medida que iba añadiéndolos hasta que por fin presentaba la factura a su madre. A veces, Sarah iba sola a la papelería a mediados de trimestre cuando se había quedado sin tinta o había llenado una libreta, y de pronto se acordó de que monsieur Letsky siempre le había dado un poco de miedo.

—Sí, monsieur Letsky, ahora me acuerdo. Recuerdo su tienda.

—Yo era el dueño de la papelería —dijo el hombre, asintiendo con la cabeza—, pero su padre era un elegante abogado. Y bueno, sí… los campos nivelaron mucho las cosas —pronunció las palabras acompañándolas con una risa amarga—. Nos dijeron a todos que debíamos registrarnos con los alemanes ese invierno. Debió de ser antes de que usted se marchara. Se hablaba de redadas, de gente que desaparecía en mitad de la noche o que se ofrecían voluntarios para los campos de trabajo. Yo no quise darles mi nombre y aun así dieron conmigo. A tu padre le ocurrió lo mismo. Primero se concentraron en el XIème Arrondissement, pero terminaron por dar con nosotros. Durante el otoño y el invierno siguientes cogieron a muchos en el barrio. Mala suerte que su padre fuera abogado. Estaban obsesionados con los abogados. «Demasiados sucios abogados judíos». Nos enviaron a Drancy. ¿Ha oído hablar de ese lugar? A las afueras de París.

Sarah asintió. Era un campo de tránsito situado a menos de doce kilómetros de París y a más de mil doscientos de Auschwitz. Había oído hablar de ese lugar en Canadá cuando empezó a hacer averiguaciones.

Monsieur Letsky prosiguió con su relato, utilizando frases breves y entrecortadas como si sus palabras pudieran ensuciarle si permanecían más tiempo del estrictamente necesario en su lengua y en sus labios.

—Las condiciones eran espantosas. Pi-pí y ca-ca por todas partes. Escaseaba la comida. Quizá eso debilitó a su madre. Nos enviaron a Auschwitz. Ella debió de morir poco después de nuestra llegada. No sé cuándo. Su padre nunca habló de ello. Simplemente entendí que había muerto. Los hombres y las mujeres estábamos separados, aunque a veces se filtraba algún mensaje. Alguien debió de decírselo. O quizá su padre simplemente entendió lo que les ocurría a los más débiles.

»Nunca mencionó el nombre de su madre. Pero sí la mencionó a usted algunas veces. “Mi hija, que está en Canadá.” Kanada. Ese era el nombre que dábamos a los afortunados cabrones que seleccionaban las cosas confiscadas cada vez que llegaba un nuevo cargamento: montones de abrigos, bolsos de señora. A veces introducían cosas a hurtadillas en el campo, objetos pequeños, y los intercambiaban por un poco de comida extra o cualquier otra cosa. Una especie de mercado negro. Kanada —repitió con un bufido—. La riqueza más allá de nuestros sueños. En ocasiones imaginábamos lo que ustedes estarían comiendo allí. Si no me equivoco, su padre era un hombre que disfrutaba comiendo. Una buena blanquette de veau para almorzar; un lenguado, lenguado meunière

»Podría decirse que sobrevivió. Murió el día después de la liberación.

—Murió. ¿Y cómo…?

—De hambre. Desnutrición. No lo sé.

—Pero…

—Murió, mademoiselle.

Sarah miró el rostro del anciano y vio que el discurso le había dejado agotado. Quiso pagar la bebida, aunque en seguida se dio cuenta de que había sido un error su ofrecimiento porque el hombre la rechazó groseramente. Sarah intentó entonces otro gesto, preguntando muy cortés antes de ser consciente de que había vuelto a equivocarse:

—¿Conserva usted la tienda?

—La perdí —respondió él brevemente—. Ahora vivo de mi pensión.

Sarah puso entonces toda la gratitud que logró reunir en su último intento:

—Gracias. Ha sido usted muy amable.

El anciano se encogió de hombros y ella salió del café.

Sarah fue al día siguiente a la oficina de la Cruz Roja, pero el joven que atendía al otro lado del mostrador no estaba. En su lugar, encontró a una maternal figura de unos cincuenta años que la saludó con una amigable sonrisa.

—¿Puedo ayudarla?

—El hombre que trabaja aquí…

—¿Michel? ¿Busca a Michel? Le han trasladado abajo, al Centro de Donación de Sangre. Puede encontrarle allí.

—Vaya —Sarah guardó un instante de silencio, ligeramente afligida—. ¿Por qué se ha marchado?

—Bueno, supongo que se siente más cómodo trabajando en el Centro de Donación de Sangre —la mujer sonrió diplomáticamente. Sarah tragó saliva.

—Pero es que tengo aquí un archivo…

—Ah, creía que quería que la atendiera Michel. Yo puedo ayudarla con su archivo. ¿Es usted mademoiselle Simon? Michael me dijo que quizá vendría.

—Sí. He encontrado información sobre mis padres. Michel me dijo que bastaba con que encontrara un testigo.

Y Sarah tenía a su testigo. La mujer escuchó la información de monsieur Letsky, abrió el inmenso libro de registros que seguía todavía encima de la mesa apoyada sobre dos caballetes e inscribió las palabras: «Sophie Alice Weil Bensimon. Nacida el 30 de abril de 1908. Fallecida en invierno de 1942-1943 en Auschwitz. Fecha y causas exactas de la muerte desconocidas». Acto seguido se volvió hacia otro libro de registros, buscó la fecha del día de la liberación y añadió un día a la fecha. «Philippe Jean-Jacques Simon Bensimon. Nacido el 27 de marzo de 1900. Fallecido por desnutrición en Auschwitz el 28 de enero de 1945». Procedió entonces a copiar la información en un folio —unas cuantas líneas en negro en la parte superior de la larga hoja de papel blanco— antes de dirigirse a los archivadores para guardar el papel. Regresó después al mostrador, abrió otro libro de registros e hizo algunas anotaciones en sus páginas antes de levantar los ojos y sonreír a Sarah.

—La información es un alivio —dijo, volviendo a sonreír—. Podemos ponernos en contacto con su testigo para que firme una declaración jurada. Acabo de incluir una nota en el libro. Así podrá usted obtener copias del archivo siempre que las requiera.

—Sí, volveré —dijo Sarah, ansiosa por marcharse. Salió de la sala y bajó a la planta principal, sin saber qué hacer. Se quedó un rato en el vestíbulo. Había un cartel que señalaba claramente la dirección donde se encontraba el Centro de Donación de Sangre y por fin decidió ir hacia allí, empujando una gran puerta abatible con una ventana de cristal esmerilado. Entró a una sala inmaculadamente blanca que parecía totalmente vacía. No había ningún asistente atendiendo al otro lado del reluciente mostrador de acero inoxidable y tampoco ningún archivo a la vista. Se quedó donde estaba durante unos instantes, sin saber qué hacer. Justo cuando había empezado a plantearse si mostrar el valor suficiente para toser y anunciar así su presencia o simplemente marcharse, una figura vestida con una bata blanca de laboratorio apareció por otra puerta abatible situada detrás del mostrador. Era Michel, el joven de la oficina de Localización de Desplazados.

—Así que ha dado conmigo.

—Sí —Sarah se sintió avergonzada, aunque insistió—. ¿Por qué se ha marchado?

—Porque algunos no estamos hechos para trabajar en el departamento de Localización —pronunció las palabras taimadamente, como si imitara a un superior oficioso aunque amigable. Luego, ya con su propia voz, añadió—: Hay que tener esperanza para trabajar en Localización, un poco de esperanza.

—He encontrado un testigo.

—¿Sí? ¿Lo ha registrado madame?

—Sí.

Michel miró a Sarah, que seguía allí de pie, y sintió hacia ella una oleada de compasión y de fastidio. Estaba harto de esos norteamericanos, con su fe en la justicia y en el conocimiento, como si saber cambiara algo las cosas. Él había perdido a sus padres y a dos hermanos en los campos mientras estaba oculto en el seno de una familia católica de la zona no ocupada. Vio también que Sarah quería contárselo. Intentando ocultar cualquier asomo de exasperación en su voz, preguntó:

—¿Y qué ha encontrado?

Sarah vaciló. Era su primera prueba. Sabía que había llegado el momento de aprender a contar esa historia.

—Mandaron a mis padres a Auschwitz. Mi madre murió poco después de llegar, no sabemos exactamente cómo, pero mi padre sobrevivió. Murió un día después de la liberación —hizo una breve pausa—. El hombre, el hombre que encontré, estuvo allí con mi padre. Dijo que murió de desnutrición —volvió a hacer una pausa, insegura—. Aunque les habían liberado. Para entonces debían de tener comida.

Michael la miró y, con algo que fue casi crueldad (aunque quizá fuera cierta generosidad, cómo saberlo), dio a Sarah un poco más de información.

—Los soviéticos liberaron Auschwitz desde el este. Fue uno de los primeros campos con los que se encontraron. Los únicos prisioneros que quedaban en el campo estaban enfermos y agonizaban. Los nazis se habían llevado a todos los que podían moverse. Los rusos no sabían qué hacer ni cómo tratar las enfermedades. Cuando estás famélico, se te encoge el estómago. Dieron raciones enteras a los prisioneros liberados…

La semana siguiente, Sarah tomó el tren a Le Havre y desde allí regresó en barco a casa.