Capítulo 3

RACHEL PLOT se volvió de espaldas, apartando los ojos del borscht de col que estaba removiendo, se limpió las manos en la amplia superficie del delantal floreado y cogió el correo que le tendía Sarah.

—No habrá más cartas.

Habló con suavidad aunque también con certeza, afirmando una realidad más que dando voz a una prohibición.

Cada día de ese otoño, desde que había empezado a ir a la escuela, Sarah se había detenido en el porche delantero de la casa de los Plot al regresar a casa a las cuatro y había revisado el desvencijado buzón de latón rojo que colgaba bajo la placa con el número de la casa. Esa tarde había entrado en la cocina llevando en las manos el catálogo de Canadian Tire, la factura de la luz y una postal de la ciudad de Quebec que enviaba Leah, la frívola prima que Rachel tenía en Montreal y que acababa de pasar allí un fin de semana con su marido.

Al principio, cuando los Plot repararon en las ansiosas paradas de Sarah en el buzón, se limitaron a mirarse y a torcer en seguida la cabeza sin decir nada. En octubre comentaron brevemente el asunto y después de eso Rachel se aseguraba siempre de vaciar el buzón en cuanto pasaba el cartero. Pero estaban ya en diciembre y había abandonado esa práctica, pues muy pronto se había cansado de la tímida aunque resoluta pregunta que Sarah hacía a diario:

—¿Había carta para mí?

Había habido en efecto una carta para ella una vez… solo una vez. Había llegado en septiembre, cuando hacía ya dos meses que estaba con los Plot. La carta había salido de París por una vía que los Plot ni siquiera alcanzaban a imaginar, llevaba matasellos español e iba dirigida a Sarah Bensimon, a la atención de la Sociedad de Ayuda al Inmigrante Judío, 4145 boulevard Saint-Laurent, Montreal, Quebec, Canadá. La carta no llegó al buzón de latón rojo. Fue el propio rabino Cohn quien la entregó en mano una mañana cuando Sarah había salido ya hacia la escuela; y Rachel se la entregó esa tarde, quedándose a su lado para oír lo que decía.

A pesar del tortuoso e improbable camino que había hecho su misiva para llegar hasta Sarah, era poco lo que en ella decían sus padres. Estaban bien y esperaban que también ella lo estuviera. Papá seguía teniendo trabajo en la oficina de monsieur Richelieu y de momento seguían en París. Como ellos, también tío Henri le mandaba su amor, seguros los tres de que estudiaría con ahínco y de que cuidaría de su salud hasta que pudieran volver a reunirse con ella. Concluían la única página de la carta enviando un afectuoso saludo a sus anfitriones canadienses.

Sarah guardó la carta, cuidadosamente doblada en su sobre original, dentro de una caja de cigarros que conservaba al fondo del cajón de la ropa interior, junto con algunos francos franceses y las perlas que su madre le había puesto al cuello el día antes de su partida. En los años venideros, la sacaría tantas veces del sobre que el papel terminó por quedar prácticamente desintegrado. Leería cada una de las frases hasta memorizarlas, como si de una plegaria se tratara, deteniéndose sobre todo en las palabras «tus padres, que te quieren» como una prueba tangible de la existencia de Philippe y Sophie Bensimon. Cierto: aquella era la prueba de que ella misma había existido previamente al día en que, cuatro meses antes de su décimo segundo cumpleaños, llegó a Canadá para convertirse en Sarah Simon, después de que el oficial de inmigración de Halifax obviara el prefijo de su apellido a fin de hacer mucho más fácil no solo la adaptación de la niña, sino también su propio papeleo.

En París, donde, aunque los miembros de la familia de Sarah apenas practicaban la religión de sus lejanos ancestros, se sabía qué vecinos eran judíos y cuáles cristianos, como parte de una tácita jerarquía raramente cuestionada, el nombre de Sarah Bensimon identificaba su raza de inmediato —lo cual era un peligro, como finalmente ocurrió—. En Toronto, donde Rachel y Sam Plot prendían las velas del Shabbat con afectuoso orgullo todos los viernes por la noche como lo habían hecho sus padres en las aldeas rusa y polaca desde las que habían emigrado, Sarah Simon ostentaba un nombre que le permitía pasar por un miembro más de la mayoría anglosajona. Siempre había hablado bien inglés, pues Sophie había supervisado con especial esmero los estudios de la pequeña. Un año después de su llegada a Canadá, el acento de Sarah había desaparecido y ella, con su pelo castaño claro y sus delicados rasgos, se había vuelto invisible.

A menudo, desde la llegada de Sarah a su casa y también después, una vez terminada la guerra, Rachel se preguntaba con qué suerte de sentido de la anticipación habían sido bendecidos los Bensimon. ¿Acaso mientras sus vecinos decidían si acatar o no las órdenes que les obligaban a registrarse en la policía francesa, unos argumentando que todo quedaría olvidado si no creaban problemas y los otros convencidos de que era mejor acatar el espíritu de la nueva ley, los Bensimon habían sido de algún modo inmunes al optimismo al que las almas inferiores seguían aferrándose? ¿Conocían exactamente el destino del que estaban liberando a Sarah? A Rachel le costaba trabajo creer que lo desconocían, pues ninguna madre enviaría a su hija al otro lado del océano, dejándola al cuidado de una familia a la que no conocía, a menos que creyera que esa era la única forma de salvarle la vida.

Si Rachel se planteaba la situación, intentando imaginar lo que sentía la madre de Sarah, era porque, aunque jamás sabría a ciencia cierta lo que había llevado a Sophie a renunciar a su hija, sospechaba exactamente por qué había sido ella, Rachel, la elegida para recibir a la niña. Había sido escogida por el rabino Cohn porque este hombre sentía lástima por ella. Rachel estaba segura y se avergonzaba de ello. Bueno, en realidad se atrevía a pensar que quizá también la respetaba, en la creencia de que ofrecería a la pequeña un buen hogar judío aun a pesar de que Sam y ella parecían vivir un poco aislados en el extremo situado más al oeste de la ciudad. Aun así, Rachel veía que el rabino sentía sobre todo lástima por ella y que, dando prioridad a las necesidades equivocadas, creía que la pequeña Sarah cuidaría de ella.

El rabino Cohn había conocido a Rachel en 1940, dos años antes de la llegada de Sarah, o, para ser más exactos, había conocido a Sam en una reunión de la Asociación Benevolente de Trabajadores celebrada en un salón de Spadina. Desde que había llegado a Toronto procedente de Cleveland en el año 38 para liderar una pequeña congregación conservadora en Berkeley Street, el rabino jamás había puesto los pies en semejante lugar, pero esa noche necesitaba a los miembros de la Asociación Benevolente de Trabajadores. Estaba allí para hablar de los acontecimientos que tenían lugar en Europa y para pedir a los hombres que ofrecieran sus casas. Canadá había convenido aceptar a quinientos huérfanos europeos que llegarían de Francia en menos de un mes. Se habían organizado comités en Montreal, Toronto y Winnipeg a fin de encontrar a las familias que acogerían a los pequeños. En la parte alta de la ciudad, en Holy Blossom, sus colegas de la iglesia reformista habían empezado a movilizarse, dando discursos y recolectando dinero, aunque quizá no hubieran encontrado mucha gente realmente dispuesta a acoger al hijo de un extraño. En cualquier caso, habían empezado a buscar por el centro y se habían puesto en contacto con él. En cuanto a la congregación liderada por el rabino, se mostró visiblemente extrañada al saber que los niños eran enviados a Canadá y no a Palestina, y ante la aparente escasez de voluntarios, él había accedido a insistir en su ayuda, hablando en una reunión organizada por la Asociación Benevolente. Al final de la tarde, los sionistas seguían quejándose de que no se hubiera puesto más empeño en reubicar a los huérfanos en Palestina, mientras que otros afirmaban que el asunto precisaría de un debate más profundo. Solo una persona se había ofrecido voluntaria a acoger a uno de los pequeños.

—Soy Sam Plot. Hablaré con mi esposa y le llamaré.

Y tras una larga y agonizante semana de conversaciones con Rachel, por fin llamó. Rachel y él habían pasado horas discutiendo la cuestión, sopesando los pros y los contras, hasta que por fin habían acordado que con ello no resolverían su problema, que ni siquiera podían esperar que solucionara su problema, pero que sí, que les haría felices ofrecer un hogar a un huérfano.

—Nos quedaremos con un pequeño —dijo Sam al rabino.

Como Ottawa se tomaba su tiempo extendiendo visados y debatiendo el número de huérfanos que el país podía acomodar, el rabino Cohn descubrió que disponía de mucho tiempo para visitar las casas que recibirían a los niños, y Sam colgó una tarde el teléfono para decir a Rachel que esperara una visita.

—¿Un rabino? ¿Qué va a pensar de nosotros? —quiso saber ella—. Ya puedo ponerme a limpiar.

Pero cuando entró en la casa de Gladstone Avenue, el rabino Cohn no percibió el nerviosismo de Rachel ante la amenaza de que se juzgara su casa o el cuidado de esta. Lo que vio el rabino fue la silenciosa y resignada fachada que Rachel ofrecía al mundo, apreció su afabilidad y no tardó en adivinar el gran pesar que se ocultaba tras ella. Al preguntarle, Rachel reveló que tenía treinta y cinco años. No había niños en la casa.

El comité de Toronto, que no tenía intención de ceder a la entusiasta respuesta de Winnipeg, por fin encontró su cupo de hogares judíos, aunque al final los quinientos huérfanos nunca llegaron. Ahora surgía un problema, luego otro. El rabino Cohn terminó por perder la cuenta de todos ellos y envió una carta tipo a la mayoría de los voluntarios, aunque en el caso de Rachel decidió ir a darle personalmente la noticia.

—Entonces, ¿no nos necesitarán?

—No.

—Bueno, quizá también esto sea voluntad de Dios…

A juzgar por su reacción, Rachel parecía más cortés que derrotada.

Por otro lado, el rabino no aceptaba la voluntad de Dios con la ecuanimidad que quizá habría cabido esperar en un hombre de fe. Era un hombre piadoso y, ya en 1941, estaba furioso. No creía que Rachel Plot mereciera ser estéril, no creía que nadie pudiera quedarse de brazos cruzados mientras los nazis de la Europa ocupada mandaban a los padres judíos a los campos de trabajo, declarando huérfanos a sus hijos, y no creía tampoco que fuera necesario mostrarse cortés con los burócratas. En los momentos en que le golpeaba la culpa, se abandonaba a la ira y pergeñaba espantosas torturas o imaginaba destinos semejantes para el intratable señor Blair, el director de la delegación de inmigración de Ottawa. Sus contactos en la Sociedad de Ayuda al Inmigrante Judío, que en su día había aceptado con entusiasmo su ayuda, ya no le permitían asistir a sus cada vez más desesperadas reuniones, pues seguían convencidos de que el discurso conciliador persuadiría a los oficiales canadienses, mientras que el rabino urgía a las amenazas y a las manifestaciones. De hecho, después de aproximadamente un año sin noticias de la sociedad, un oficial llamó para decir que una docena de refugiados con permisos especiales habían logrado llegar a Halifax y necesitaban una casa para un niño. El rabino llamó a Rachel esa misma tarde. Desde 1935, de los cientos de miles de judíos que habían solicitado formalmente salir de Europa para reasentarse en América del Norte o del Sur, Canadá había aceptado a 3272. Sarah Bensimon fue una de las afortunadas.

Pero Sarah no se sentía muy afortunada. De hecho, se sentía muy pequeña. A bordo del tranvía rojo que tintineaba por Bloor Street, y que la llevaba en dirección este desde la casa de los Plot en Gladstone Avenue hacia las tiendas y las luces de Yonge Street, se sorprendía mirando a los desconocidos e intentando imaginar sus vidas canadienses. ¿Adónde irían tan apresurados? ¿Qué contenían sus bolsas y sus paquetes? ¿Les gustaba vivir allí? Quizá sí, puesto que no conocían otro lugar. Una vez un hombre se enfadó con ella y le ladró: «¿Tengo algo en la nariz?». Sarah se sonrojó y se miró los zapatos, tardíamente consciente de que los demás podían verla.

En Yonge Street, Sarah cambiaba de tranvía para tomar el que bajaba hacia el sur, en dirección al inmenso lago situado a los pies de la ciudad. En invierno, era un lugar frío y desierto, abandonado por todos salvo por un puñado de desvencijados trasbordadores que seguían haciendo el trayecto que unía las islas de Toronto. En junio, las playas del lago se llenaban de pálidos visitantes, ebrios del intenso sol del breve verano canadiense. Sam Plot había llevado allí a Sarah a nadar una semana después de su llegada. Hacía un día sofocante, uno de esos días en que el calor golpea como cuando salimos de una casa a oscuras. Aun así, a Sarah el inmenso lago le pareció sorprendentemente frío y estuvo apenas unos minutos en el agua.

En otoño, cuando los fuertes vientos soplaban desde el lago y la ciudad se encogía hacia el norte, arrebujándose contra sus casas de ladrillo y sus pequeños parques, Sarah dejó de aventurarse tan al sur y aprendió a bajarse del tranvía de Yonge en Queen Street. Una vez allí, subía las escaleras que llevaban a los cavernosos almacenes Eaton’s y exploraba las maravillas que contenían sus salones de mármol. Sombreros, bufandas, pulseras, pintalabios… Sarah lo estudiaba todo.

Rachel le había mostrado las delicias de Eaton’s en octubre, cuando llegó el primer frío del año y el aire se volvió cortante, como Sarah jamás lo había sentido. Hasta entonces había sobrevivido con la poca ropa con la que había viajado desde Francia y con los numerosos donativos de la Sociedad de Ayuda al Inmigrante, pero Rachel decidió que su grueso abrigo escolar de lana, de color azul marino con el cuello de pana, no serviría. Pues bien, Sarah y ella tomaron el tranvía a Eaton’s y durante una hora entera estuvieron comparando con una obesa vendedora los méritos de dos abrigos: uno de color azul celeste con lo que la vendedora llamó una falda de princesa acampanada de un modo tal que Sarah temió que pudiera resultar demasiado infantil, y el otro de color verde oscuro y de líneas rectas que Rachel calificó de «sensato» y que a Sarah le pareció anodino. Los dos estaban confeccionados con una lana resistente y tupida y, según Sarah, se parecían mucho al abrigo que ya llevaba. Cuando se los probó, sin embargo, apreció la diferencia. Le pesaban sobre los hombros como una cartera, y se preguntó si no se agotaría caminando con semejantes prendas encima. La vendedora dobló con mano experta la costura y mostró a Rachel el grueso forro de fieltro.

—Esto es lo que te mantendrá abrigada, Sarah —dijo Rachel, y por fin convinieron que el verde era el que la hacía parecer mayor.

Era importante parecer mayor. Y es que, aunque Sarah todavía no había logrado analizar al detalle la forma de vestir de sus compañeras de clase canadienses y debía aún aprender a apreciar las sutiles distinciones entre los distintos tipos de faldas plisadas o de medias, sí había entendido rápidamente que parecer infantil equivalía a ser automáticamente objeto de desprecio. Los zapatos con tira y hebilla en vez de con cordones eran infantiles; dos trenzas eran infantiles mientras que una sola era permisible; la rayuela era infantil, aunque todavía estaba permitido saltar a la comba, sobre todo si podías saltar con dos cuerdas a la vez, eso que las niñas llamaban el «doble holandés».

Sarah aprendió despacio esas cosas en el patio, entre clase y clase, observando y escuchando a las demás, aunque nunca la invitaran a participar en sus juegos. El primer día de colegio, el resto de las niñas habían rodeado a la nueva y le habían hecho preguntas. ¿De dónde era? ¿Por qué hablaba raro? ¿A qué se dedicaban sus padres? Y si no estaban allí, ¿quién cuidaba de ella? Sin embargo, pasados un par de días, dejaron en paz a la niña francesa, como la llamaban, y Sarah se sentó en la escalera del colegio a escuchar y a observar.

—Calderero, sastre, soldado, marinero, hombre rico, hombre pobre, mendigo, ladrón… —las rondas eran una novedad para Sarah y ella esperaba, preguntándose si algún día podría saltar a la comba con la relajada facilidad que mostraban sus compañeras.

—En mil novecientos cuarenta y dos, Colón cruzó el océano azul y las olas crecieron más y más, y leeeejos se marcharon…

—En mil novecientos cuarenta y dos…

—Estúpida. Fue en mil cuatrocientos noventa y dos. Mil novecientos cuarenta y dos es ahora.

—Sí, es este año. Si Colón cruzara el océano, Hitler le haría saltar en pedazos.

—Sí, los nazis le atraparían.

A esas niñas, cuyos padres eran demasiado jóvenes para haber combatido en la Gran Guerra y demasiado mayores para combatir en la que tenía lugar entonces, lo que ocurría en Europa les resultaba difuso y distante. De vez en cuando susurraban algo sobre Jane, cuyo padre estaba en Londres y tenía que bajar al metro durante la noche para evitar las bombas, o sobre la niña nueva que habían enviado a Canadá por su seguridad. Cuando hablaban de esas cosas, adoptaban una silenciosa actitud de materna solicitud y apenas disimulaban el estremecimiento de lástima que las recorría cuando hablaban de quienes eran menos afortunadas y de quienes se veían más amenazadas que ellas. No obstante, esos eran momentos poco frecuentes y quedaban prontamente olvidados en cuanto los comparaban con motivos de excitación más inmediatos: Frances había sido la elegida para encarnar la figura de María en la cabalgata de Navidad; Bob Lambers le había dicho a Shirley que le gustaba.

Los padres de las niñas mascullaban mientras leían los periódicos matinales, gruñendo ante el lento progreso de la guerra. Sus madres tejían calcetines y conservaban la grasa del asado del domingo en un frasco que depositaban en el alféizar de la ventana y cuyo contenido donaban regularmente a los fabricantes de armas y bombas. En el colegio, la señora Heathgate ponía al día de vez en cuando a los niños y niñas sobre lo que ocurría, señalando distintos lugares en el gran mapa de Europa que colgaba en la pared delantera de la clase. Aun así, en casa las conversaciones se dedicaban en buena parte a la siguiente reunión en la iglesia y a si el tejado soportaría otro invierno; mientras que en clase de historia la señora Heathgate pasaba más tiempo explicando que, en 1492, Cristóbal Colón había zarpado a bordo de la Santa María para descubrir el Nuevo Mundo, que explicando los acontecimientos actuales. En 1603, Samuel de Champlain había navegado por el St. Lawrence rumbo a Quebec. En 1917, tres mil quinientos valientes soldados canadienses habían perdido la vida en la batalla de Vimy Ridge.

Las niñas se sentían orgullosas de ser canadienses y leales súbditas del rey inglés. Estaban convencidas de que los aliados no tardarían en ganar la guerra, aunque poca idea tenían acerca de contra quién luchaban. Sin ir más lejos, Martha había llamado Kraut a Sandra Newberger la semana anterior y la señora Heathgate le había ordenado que se disculpara. Y las niñas sabían que debían odiar a los alemanes, compadecerse de los súbditos europeos y defender su lugar junto a las naciones justas como Gran Bretaña. Sin embargo, la mayor parte del tiempo eran incapaces de concebir un mundo que funcionara de un modo distinto al suyo.

Aquel era un lugar sencillo y seguro, gobernado por reglas con las que todos podían estar de acuerdo. Teníamos que cantar el Dios salve al rey con entusiasmo todas las mañanas y cerrar luego los ojos para entonar la Plegaria al Señor. Y si había alguna niña judía a la que aquello le incomodara, sin duda era mejor soportarlo que llamar la atención saliendo de la clase. Teníamos que hacer los deberes con pulcritud y entregarlos puntualmente, pero sin fanfarronear jamás de la nota que nos daban. Cualquier niña que no llevara una camiseta de lana debajo de la blusa el Día de Acción de Gracias de Canadá —un lunes de principios de octubre— era probablemente una furcia y la que la llevara después del cumpleaños de la reina Victoria era sin duda digna de lástima.

Era precisamente en esa época del año —en el mes de mayo—, el momento en que se guardaban los jerséis y las camisetas y nos quedábamos solo con la blusa de algodón, cuando las niñas observábamos vigilantes la aparición de los sujetadores. Sentadas en clase un soleado día, podíamos ver asomar bajo las camisas la delatora tira que cruzaba la espalda de las mayores. Era evidente que necesitaban ya lo que la señora Heathgate llamaba delicadamente «un poco de ayuda».

—Quizá deberías plantearte utilizar un poco de ayuda, querida —decía en voz baja al terminar la clase a cualquiera de las niñas que a su entender necesitaba aquel consejo después de asegurarse de que ningún niño pudiera oírla.

En esa cuestión, como en tantas otras, Rachel Plot se había anticipado a la vergüenza a la que podía verse expuesta una niña recién llegada a una escuela nueva, y esa primavera, al ver la carne creciente del pecho de Sarah, planteó la idea del sujetador. En ese aspecto, Rachel estaba firmemente decidida a cumplir con su obligación. Poco después de la llegada de Sarah a Toronto había tocado el tema de su período, sabedora de que era todavía pequeña pero preocupada de que la inesperada llegada de la sangre sumara una carga más para quien se veía ya obligada a soportar más de las que le correspondían. Encontró a Sarah confundida al respecto —de hecho, la pequeña no sabía con seguridad si sangraría un día a la semana o una semana al mes— y aclaró la cuestión delicadamente, colocando una caja de servilletas Kotex y un cinturón elástico en el cajón de la ropa interior de Sarah, creyendo que así se acostumbraría a la idea antes de que llegara el momento. Llegó incluso a enseñar a la niña a ponerse el cinturón y la compresa, mostrándoselo como pudo por encima de la falda, e intentó, en una muestra de valor, encuadrar el espectro de la mensual visita en un marco más amplio. Sentada en el edredón de felpilla blanco que cubría la estrecha cama de Sarah, procedió a dar un discurso que empezó como sigue:

—Cuando un hombre y una mujer se quieren mucho… se casan…

Sarah, que ya antes había oído murmurar acerca de la sangre y de los bebés, seguía sin darse cuenta de que lo que Rachel le estaba describiendo era un acto deliberado. Se detuvo a pensar en lo que le decía sobre huevos y semillas al tiempo que se preguntaba —pues a juzgar por las miraditas que se echaban y las risillas que compartían, era obvio que Rachel y Sam se querían mucho— por qué no había niños en la casa de Gladstone Avenue. Aun así, no preguntó. Decidió guardar para sí su extrañeza, junto con la información sobre los abrigos del colegio, las rimas que acompañaban el salto a la comba y Samuel de Champlain, para poder cavilar sobre ello con tranquilidad.

Pues bien, hubiera o no llegado el momento, esa primera primavera Rachel volvió a llevar a Sarah a Eaton’s, donde tuvo lugar una discreta y casi furtiva conversación con la vendedora del departamento de ropa interior femenina. Y fue allí, de pie entre las medias y las bragas, donde Sarah vio a su madre.

Sophie Bensimon llevaba una gabardina de color pálido con cinturón y estaba en ese momento ocupada examinando unas medias. Tenía girada la cabeza, de modo que Sarah tan solo podía vislumbrar una ligera silueta del perfil de su madre. Aun así, supo que aquella mujer morena y esbelta era ella. Había algo en el modo en que llevaba puesta la gabardina, con la cintura firmemente ceñida y los hombros de la prenda perfectamente ajustados a los suyos, y también en la forma en que sostenía las medias en la mano, como si estuviera interesada en ellas pero no terminaran de convencerla, que resumían, a ojos de la niña, la elegancia y la sabiduría de su madre. Sophie irradiaba una elegancia reposada sin resultar arrogante, con el porte propio de una mujer que podía decir a la vendedora que las medias no eran 10 Denier sin resultar en absoluto ofensiva. A su lado, Rachel Plot parecía entrada en carnes y pobremente vestida.

A Sarah el corazón le dio un vuelco. De pronto sintió un gran vacío en el estómago, se mareó y notó que se le secaba la boca. A punto estuvo de echar a correr y arrojarse a los brazos de la mujer esbelta y morena y gritar: «Maman, estoy aquí». Sin embargo, a sus doce años, las experiencias por las que había pasado hasta entonces la habían imbuido de algo duro y adulto, cierta dosis de lo que algunos llaman realismo y otros desesperanza. Fuera lo que fuera, eso la contuvo y silenció las palabras que se acumulaban en su garganta, poniendo freno a los movimientos de sus miembros y dejándola de pie junto a Rachel al tiempo que una desconocida rechazaba unas medias que había estado mirando y caminaba ya hacia la salida.

Sarah volvería a ver a su madre una y otra vez en los años venideros —una mujer en la acera de enfrente, una mujer que subía a un autobús, una mujer sentada siete filas por delante de ella en el cine, una mujer que empujaba un carrito de bebé por un parque, una mujer que doblaba la siguiente esquina y desaparecía apresuradamente de su vista—. A veces Sarah llegaba incluso a ir tras ellas, siguiendo a mujeres menudas y morenas hasta que las perdía entre la multitud; otras, simplemente se quedaba mirándolas hasta que la mujer se daba cuenta de que estaba siendo observada y giraba la cabeza. Y entonces Sarah veía cómo el querido perfil de su madre, con su nariz pequeña ligeramente respingona y separada de sus labios parcos aunque carnosos, se disolvía en el rostro rechoncho y de difusos rasgos de otra. En ocasiones, el error era del todo ridículo —esa mujer era china; aquella, lo bastante mayor como para ser su abuela—; otras veces se fijaba en un único rasgo —un brillante destello de un ojo, un pómulo maquillado— y no miraba más que eso, calibrando hasta qué punto se parecía al de su madre.

De noche, en la soledad de su cuarto, Sarah insultaba a esos fantasmas mientras la ira desbancaba a la tristeza que colmaba su corazón, llegando a conquistarlo momentáneamente. «¿Por qué me has mandado aquí? ¿Por qué tú sí has podido quedarte en casa con Papá?»

Y así, mientras Sarah hacía amigos en el patio del colegio y aprendía a saltar el «doble holandés», mientras memorizaba el nombre de cada uno de los primeros ministros desde la Confederación y se enfrentaba a los exámenes de fin de curso, mientras se unía a un grupo de juventudes sionistas, cediendo a la insistencia de una compañera de clase, mientras montaba en la montaña rusa y comía algodón de azúcar en la Exposición Nacional Canadiense, mientras se matriculaba en Filología francesa en la Universidad de Toronto, mientras aceptaba un trabajo de media jornada ordenando libros en la biblioteca del University College, mientras besaba a un chico que había conocido en un picnic, mientras se reía con las chicas de su clase, se acordaba de que había algo que la mantenía apartada de esos acontecimientos. Era una distancia menos tangible que la ausencia de su lengua materna, aunque también más simple: algún día volvería a casa.

Compartió sus intenciones con Sam y con Rachel poco después del final de su segundo año en la universidad. Había ahorrado parte del dinero que ganaba trabajando en la biblioteca, y cuando las clases finalizaran la primera semana de mayo, se iría de viaje a Europa. Pasaría un tiempo en París. Había encontrado una pensión barata donde había reservado una habitación para un mes, aunque podía quedarse más tiempo si lo necesitaba. El profesor Manfred, del departamento de Francés, se la había recomendado, y la había definido como un lugar limpio y tranquilo, perfecto para una joven norteamericana. Tras vacilar con las palabras, Sarah por fin dijo a Rachel:

—Quiero saber.

Rachel bajó la cabeza y no dijo nada. Fue Sam el que no supo contenerse y dio rienda suelta a las palabras:

—En Europa aprenderás una palabra, una sola: Auschwitz.

Avergonzado por las lágrimas que habían empezado a brotar de sus ojos, Sam salió primero de la habitación y después de casa dando un portazo y se dirigió apresuradamente por Gladstone Avenue hacia College Street. Le costaba enfadarse y era más propenso a negar con la cabeza ante las penas y las ofensas con las que debía enfrentarse en la vida que a levantar la voz o el puño. Si había gritado a Sarah no era por él, sino por Rachel. Había aceptado la falta de hijos en el matrimonio como una muestra de la voluntad de la naturaleza, o quizá de Dios, para quien creyera en esa suerte de cosas. Se había presentado voluntario para acoger a una niña refugiada de Europa porque ese era sin duda su deber. Había intentado conscientemente ser bueno, amistoso y compasivo con Sarah, estrechándola en sus brazos antes de salir de casa o dándole un paquete con el pastel de miel que había comprado en una panadería próxima a la fábrica en la que trabajaba. Aunque le había tomado cariño a la niña —era tranquila y no daba problemas—, jamás había albergado la esperanza de que fuera suya. En cambio sabía que Rachel sí tenía a veces esos sueños. Más al principio, durante las vanas semanas de 1940 en que habían dicho que sí por vez primera al rabino Cohn, y una vez más, la segunda vez, en los pocos días que habían separado otra llamada telefónica del viaje a Union Station a recoger a Sarah. En esos intervalos, y a juzgar por la sonrisilla abstraída que veía en su rostro cuando entraba en la cocina por la mañana o el nerviosismo con el que entrelazaba los dedos mientras iban en el tranvía que cruzaba la ciudad en dirección sur, hacia la estación de tren, Sam había podido ver que Rachel se había permitido albergar un par de fantasías.

Y no es que Rachel hubiera presumido de hija alguna vez tras la llegada de Sarah. Eso era algo que difícilmente podía hacerse con aquella niña: sus modales formales, su silencio y su seriedad la mantenían siempre a distancia. Si el gesto de quien la abordaba era vacilante, si la risa sonaba forzada, aunque fuera mínimamente, su inteligente mirada dejaba helada a la persona que estuviera con ella, como diciendo: «Eso no es amor. Es pena». Y, sin embargo, también era imposible quererla adecuadamente, pues había entre ella y los demás un silencio abierto como un hueco que era imposible salvar del todo. Y así, durante esos nueve últimos años, mientras Sarah crecía, en el hogar de los Plot se mantendría siempre esa pequeña sombra de resentimiento, esa pequeña amargura, porque Sarah Simon en cierto modo se negaba a convertirse en Sarah Plot. Y aunque Rachel nunca habló del tema con esas palabras, porque jamás diría nada contra Sarah, básicamente porque el peso con el que esta cargaba era ya demasiado y su dolor, inimaginable, lo cierto es que Rachel nunca más intentó de verdad querer a Sarah.

El tema de Europa era tabú en la casa de Gladstone Avenue. Cuando Sarah llegó en 1942, lo hizo «enviada con antelación» por unos acaudalados padres parisinos «deseosos de emigrar a Canadá o a cualquiera de los protectorados británicos que les permitiera la entrada». Así fue como se describía el caso de la niña en las cartas que habían llegado a la Sociedad de Ayuda al Inmigrante. En 1943, Sarah era una niña refugiada que se había salvado de la guerra que tenía lugar en Europa y que había sido enviada a Canadá por unos padres cuya «situación debía de ser sin duda desesperada». Así fue como el director de la escuela de Sarah la describió a la señora Laddersmith, que había de ser su maestra en su segundo año en Canadá. En 1944, todo fue silencio. A medida que quienes la rodeaban tomaban conciencia de la suerte que habrían corrido los padres de Sarah, empezaron asimismo a sentirse demasiado incómodos para tan siquiera comentarlo entre susurros. Rachel y Sam nunca hablaban de la guerra, hacía un año que no veían al rabino Cohn y pasaban rápidamente la página del periódico si sus ojos tropezaban con alguna historia sobre las atrocidades que ocurrían en Europa. En 1945, los soldados británicos, norteamericanos y soviéticos liberaron campos en los que los vivos parecían muertos y los muertos yacían enmarañados en montones, ofreciendo una imagen hasta ahora nunca vista.

Aun así, en la casa de Gladstone Avenue, Rachel y Sam seguían sin hablar de la guerra y Sarah sin confesarles que había empezado a consultar las listas de desplazados publicadas ya antes de cumplir los quince años. Al final, buscó al rabino Cohn y, dando muestras de una derrotada madurez que él asimiló como pudo, preguntó si no podían hacerse averiguaciones en Europa para descubrir cuál había sido el paradero de sus padres.

—Les he buscado en las listas de desplazados. No estaban allí.

Rachel y Sam terminaron por enterarse de que Sarah estaba en contacto epistolar con la Cruz Roja, pues las cartas llegaban al buzón de latón rojo que colgaba bajo la placa con el número de la casa, al lado de la puerta de entrada. Una vez, Rachel llegó incluso a reunir el valor para preguntar:

—¿Alguna noticia?

—Ninguna —respondió Sarah.

En el primer año que Sarah pasó con ellos, Rachel se había sorprendido algunas veces esperando en secreto la llegada de una carta de Europa que anunciara la muerte de los Bensimon. En cuanto la idea le pasaba por la cabeza, la apartaba de un plumazo, presa de la culpa, aunque nunca llegaba a arrepentirse del todo. La muerte de los padres de Sarah permitiría que la niña pudiera por fin llorarles, y a los Plot adoptarla. A pesar de que Sam y ella habían sido conscientes desde el principio de que un niño adoptado no llegaba a ser nunca de quien lo adoptaba y de que habían hablado de ello largo y tendido esa semana de 1940 tras la reunión de la Asociación Benevolente de Trabajadores, en cuanto Sarah estuvo entre ellos, Rachel dejó de estar tan segura. Creía que quizá un vínculo legal posibilitaría un acercamiento con la pequeña, dándoles mayor felicidad. Sin embargo, nunca recibieron noticia alguna, y Sarah había cumplido ya veinte años. A pesar de la ira que Sam sentía por ella, Rachel reconocía que era demasiado tarde: Sarah nunca sería hija suya. Y así, mientras Sam se alejaba hecho una furia calle abajo, ella alzó la cabeza hacia la muchacha y dijo:

—Hemos hecho por ti cuanto hemos podido. Vete a París.

PARÍS, 9 DE AGOSTO DE 1893, MIÉRCOLES

No suelo estar todavía en París en esta época del año y no me parece una alternativa saludable. Hemos padecido un calor sofocante. Es prácticamente imposible pensar en nada que podamos querer hacer, excepto tumbarnos sin movernos y, como mucho, leer un libro. Gracias a Dios que Marcel se ha ido. Sin duda este tiempo le incapacitaría. Dick apenas se da cuenta de ello y sigue estudiando en su habitación. Le he dicho que tiene que permitirse un respiro pronto, pero él insiste en que debe prepararse bien para el semestre de otoño.

Adrien hizo prometer a Marcel antes de que se marchara a Saint Moritz que consideraría seriamente el tema de su futuro profesional y empezaría a estudiar para volver a presentarse a sus exámenes de Derecho. La cuestión debe quedar resuelta en otoño. Marcel ha sugerido que la École des Chartes podría ser una posibilidad. Su padre no está seguro de ello y no cree que Marcel tenga la paciencia ni la resistencia requeridas para el trabajo que exige un museo. He tenido que comentar a Adrien que su postura no es del todo consecuente: no podemos animar al muchacho a que se aplique con mayor resolución por un lado y a la vez decirle que no está hecho para profesiones que requieren esa aplicación. Adrien sigue pensando que Marcel debería estudiar Derecho a pesar del fiasco sufrido el curso pasado, pero yo creo que un museo podría ser un buen arreglo, pues quizá satisfaría algunas de las tendencias artísticas de Marcel.

He intentado avanzar con la última obra de monsieur Zola. Supuestamente es la última entrega de su serie de los Rougon-Macquart, un resumen de todos sus temas. Marie-Marguerite se burlaba de mí, diciendo que la había elegido como lectura de verano simplemente para ahorrarme los volúmenes anteriores, lo cual no deja de ser cierto. Dejé de leer Germinal a mitad del libro, y me parece que ha habido varias más desde entonces. Esta nueva poco tiene de edificante. He llegado al momento en que el doctor Pascal mantiene relaciones con su sobrina. En suma, la insistencia que muestra monsieur Zola en esa suerte de detalles me resulta innecesaria.

TROUVILLE. HÔTEL DES ROCHES NOIRES, 21 DE AGOSTO DE 1893, LUNES

Disfrutamos de una agradable compañía este año en el hotel, con menor concurrencia semítica, lo que tanto nos molestó el verano anterior. Entre la gente cuya compañía frecuentamos en París, hemos encontrado a los Hanotaux. Adrien mantuvo ayer una larga conversación con monsieur de la que regresó entusiasmado. Estuvo comentando discretamente nuestra preocupación sobre el futuro profesional de Marcel y monsieur Hanotaux se mostró muy alentador sobre las posibilidades de combinar un empleo serio con ciertos intereses literarios, cosa que él siempre ha sabido hacer. La clave está en lograr encauzar la profesión primero, y dijo que en nuestro lugar él apremiaría a Marcel a sacarse su título de Derecho, argumentando que eso no significaba necesariamente que tuviera que trabajar como abogado, sino que era una buena base para ejercer un cargo público. Le dije a Adrien que le comentaría la sugerencia a Marcel en mi carta de hoy.

TROUVILLE. HÔTEL DES ROCHES NOIRES, 24 DE AGOSTO DE 1893, JUEVES

Carta de Marcel recibida hoy en la que responde que es imposible combinar dos cosas como lo ha hecho Gabriel Hanotaux. Se ha mostrado muy descortés al respecto y ha dicho que monsieur Hanotaux no ha logrado combinar exitosamente las dos facetas, puesto que, si bien es cierto que su carrera política podría considerarse fructífera, sus relatos son a todas luces aburridos. (Aunque Adrien ha dicho que es puro despecho, debo reconocer que estoy de acuerdo con Marcel. Sus libros me han parecido siempre ilegibles.)

He empezado a leer La Rôtisserie de la Reine Pédauque y me tienen cautivada el Abbé Coignard y todos sus problemas. Qué alivio después de Zola. Tengo que decirle a Marcel que dé saludos de mi parte a monsieur France la próxima vez que le vea en casa de madame A. de C.

Siempre me siento ligeramente asombrada por esa casa. Marcel dice que monsieur A. de C. es muy abierto con la relación que existe entre monsieur France y su esposa y que hace pequeñas bromas sobre ella siempre que asoma la cabeza para ver a sus invitados. En una ocasión, se presentó alguien que no estaba demasiado al corriente y comentó que le hacía tremendamente feliz conocer por fin al señor de la casa, y monsieur respondió que no, que se equivocaba, que el señor de la casa estaba allí, dijo, señalando a monsieur France. Siempre me ha parecido que si toleramos esta suerte de cosas —y, a fin de cuentas, terminamos por tolerarlas pues poca elección hay— lo mejor es hacerlo con elegancia. Aunque supongo que para los hombres es muy distinto. Sin noticias de Dick. Siempre ha sido y sigue siendo un negligente remitente.

TROUVILLE. HÔTEL DES ROCHES NOIRES, 2 DE SEPTIEMBRE DE 1893, SÁBADO

Adrien vuelve a París mañana y temo que los últimos días de sus vacaciones no han sido todo lo tranquilos que cabía esperar. Realmente necesitaba un mes entero, pues dos semanas no son unas vacaciones. Marcel y él se han importunado mutuamente con su intercambio de cartas y ayer recibimos de Marcel una última respuesta que no le agradó. Marcel dijo que resistiría hasta los exámenes de Derecho del mes que viene y que ha vuelto a dedicarse a los estudios con ese fin, cosa que debería haber satisfecho a su padre. Sin embargo, creo que lo que realmente ha provocado el enojo de Adrien es que hablaba de ceder a nuestros deseos, como si no se tratara de planes razonables, y que afirmaba una vez más que una profesión aparte de la filosofía o de la literatura sería para él una pérdida de tiempo demasiado importante.

Cuánto me gustaría que se mostrara más realista al respecto. Ganarse el pan con la literatura se me antoja una tarea imposible. No siento sino admiración por monsieur France, por ejemplo, pues si monsieur Hanotaux es un caso poco frecuente al combinar literatura y política, el de monsieur France es aún menos frecuente, por cuanto vive cómodamente solo de su pluma. La de la escritura es una profesión demasiado inestable e impredecible.

Supongo que no es que Marcel vaya a necesitar tanto el dinero. Aunque no me gusta especular sobre esas cuestiones, con el tiempo la parte que le corresponde de las fortunas de su abuelo y de su tío abuelo pasará naturalmente a sus manos. Aun así, la riqueza heredada no debería utilizarse nunca como excusa para dilapidar nuestra vida ni evitar nuestra obligación. Estoy escribiendo una dura carta a Marcel; aunque las últimas palabras de Adrien sobre el asunto han sido muy afectuosas: «Di al chico que no coma tanto queso cremoso», me ha advertido, porque Marcel ha estado quejándose también de su digestión.

TROUVILLE. HÔTEL DES ROCHES NOIRES, 4 DE SEPTIEMBRE DE 1893, LUNES

Ayer acompañé sin percances al doctor al tren. A la hora del almuerzo coincidí con los Faure en el comedor. Acababan de llegar, a pesar de lo avanzado de la temporada, pues algunos negocios habían retenido a monsieur en París y mientras tanto ella se había alojado en casa de sus parientes. Qué agradable volver a verlos. Es realmente conmovedor ver la devoción que madame Faure siente por las niñas… no habla más que del amor que les profesa. Lucie ya es madre, pero Antoinette todavía no se ha casado, y hemos acordado que Marcel y ella deben volver a frecuentarse en París el próximo otoño.

A veces me siento afortunada por no haber tenido hijas. Cierto es que quizá los hijos necesiten que los azucemos un poco, aunque no me imagino teniendo que buscar candidatos para una hija todas las temporadas. Sería sin duda una labor agotadora. Si la muchacha no está casada a los veintidós años, ¡no es de extrañar que la madre caiga rendida de cansancio a causa del esfuerzo!

En cualquier caso, debemos organizar una presentación de Antoinette y Marcel. Crecen tan deprisa… La última vez que la vi no era más que una niña. Su madre me ha enseñado su fotografía: ahora tiene un precioso pelo oscuro, muy parecido al de la pequeña Benardaky de la que tan prendado estuvo en su día Marcel.

TROUVILLE. HÔTEL DES ROCHES NOIRES, 7 DE SEPTIEMBRE DE 1893, JUEVES

Marcel ha llegado y se ha retirado a su habitación, diciendo que el viaje le ha dejado totalmente exhausto y que puede oler ya el polen en el aire. He protestado y le he aclarado que estamos a varios kilómetros de cualquier campo, pero él se ha limitado a esbozar esa sonrisa paciente y pesarosa que me dedica a veces y ha dicho:

—Vamos, Maman. Disculpa, pero hay polen en el aire.

Tampoco se ha alegrado cuando le he dicho que tiene que verse con Antoinette Faure cuando regresemos a París y ha dicho simplemente: —Bueno, Maman, por el momento no me encuentro en disposición de ver a nadie. Y menos aún a una jovencita.

Aunque había esperado con mucha impaciencia su llegada, ahora que Marcel está aquí, parece que hemos empezado con mal pie.

Adrien escribe en su carta de esta mañana que ha muerto el viejo doctor Charcot. Si bien es cierto que los lunáticos echarán de menos a su guardián, su obra le sobrevivirá. Según Adrien, su discípulo austríaco, el doctor Fruden, ha continuado con la investigación sobre la histeria que llevaba a cabo su profesor, de modo que el doctor Charcot no quedará sumido en el olvido. Me siento culpable por no haberles visto, ni a él ni a madame, desde hace años, y tengo que escribirle una pequeña nota de condolencia.

TROUVILLE. HÔTEL DES ROCHES NOIRES, 9 DE SEPTIEMBRE DE 1893, SÁBADO

Marcel está preocupantemente enfermo. El pobre muchacho se recuperaba de su viaje de ayer y había pasado al cuarto de baño cuando la criada entró sin darse cuenta de que él seguía todavía en la habitación y, a pesar de las estrictas instrucciones que yo había dado al encargado, abrió la ventana para airear el cuarto. Marcel regresó del cuarto de baño, horrorizado primero al encontrarse en pijama en presencia de la joven sirvienta y atónito al ver la ventana abierta. Al instante empezó a respirar con dificultad, volvió a la cama y envió a la criada en mi busca. Subí en seguida, interrumpiendo mi desayuno, y le encontré presa de un feroz ataque.

Es todo una soberana estupidez. Supuestamente el aire del mar debería sentarle bien y aquí está, sufriendo un ataque de asma con la misma virulencia que los que tiene en Auteuil. Tuve entonces que recorrer el hotel en compañía del encargado, inspeccionando otras habitaciones con la esperanza de encontrar alguna que no hubiera sido aireada recientemente y por fin encontré una espantosamente pequeña situada en la cuarta planta que me pareció adecuada.

Acabo de pasar a verle y le he encontrado profundamente dormido. He percibido en él esa respiración regular que me colma de alivio después de uno de sus ataques, y que para la mayoría de nosotros es lo normal. Me pregunto si ha habido un solo mes en la vida de este muchacho en que no haya estado preocupada por él. A fin de cuentas, ese es el papel de una madre. No sé cómo llenaría mis días si no pudiera cuidar de Marcel y de Dick.

Fue Ruskin quien nos dijo: «Dad un poco de amor a un niño y obtendréis mucho más a cambio».

TROUVILLE. HÔTEL DES ROCHES NOIRES, 14 DE SEPTIEMBRE DE 1893, JUEVES

Marcel y su padre han retomado su correspondencia sobre la cuestión de su carrera con una larga carta de Adrien sobre el Cour des Comptes si Marcel no desea seguir con sus estudios de Derecho. Le he dicho a Marcel que tanto su padre como yo velamos por su felicidad y que no hay deshonra alguna en la labor de llevar los libros de contabilidad de Francia, aunque bien es cierto que en el fondo estoy de acuerdo en que ese empleo no va con él. Su padre, no obstante, se muestra encantado con la idea y parece haberse dedicado a pedir consejo por todo París. Ayer por la tarde salí a dar un paseo en coche con monsieur y madame Faure y después tomamos el té en la galería. Madame acaba de descubrir a Dickens, de modo que tuvimos una larga charla sobre sus libros. Madame Faure dice que hasta la fecha su favorito es La tienda de antigüedades, que a mí siempre me ha parecido un poco sentimental pero que refleja con claridad la tierna sensibilidad de la señora. Me pidió que le confiara mi título favorito y, sin dar demasiada importancia al asunto, mencioné Grandes esperanzas, simplemente porque la idea de la pobre señorita Havesham plantada y sentada con su vestido de novia después de tantos años es una maravillosa imagen del amor perdido. Madame Faure me dijo que lo leería en cuanto terminara el que tenía entre manos para que pudiéramos comentarlo también, aunque me advirtió que podía tardar mucho tiempo porque las novelas de Dickens son muy largas. Tiene razón, aunque debo reconocer que nunca me ha importado que una novela sea larga siempre que el autor muestre en ella una férrea moral.

TROUVILLE. HÔTEL DES ROCHES NOIRES, 20 DE SEPTIEMBRE DE 1893, MIÉRCOLES

Adrien parece haber renunciado a la idea del Cour des Comptes y creo que es mejor así. No preguntaré por qué ha cambiado de opinión. Mejor será olvidar el asunto. Ahora, Marcel y él discuten sobre el derecho y sobre la posibilidad de cursar estudios en la École des Chartes. Marcel había recibido respuesta de monsieur Grandjean al respecto: tres años de estudios para convertirse en archivero, aunque la École du Louvre exige solo dos años. A Marcel le preocupa mucho que un puesto en un museo no le deje tiempo para la escritura, que una vez más parece ser su principal preocupación. Le he sugerido que vuelva a escribir a monsieur Grandjean y que le pregunte discretamente cuántos días a la semana se espera que estén los conservadores en el museo.

Francamente, no soporto la posibilidad de la alternativa, que sin duda ha de ser la diplomacia, aunque quizá no tengamos que llegar a eso. No puedo decirle a Adrien cuánto me aterra la idea porque sé que me criticaría por ser demasiado blanda con el muchacho, y tampoco puedo decírselo a Marcel por temor a apartarle de cualquier camino que se abra ante él. Lo único que puedo hacer por ahora es aconsejarle que se plantee en serio la posibilidad de la École du Louvre. Qué privilegio sería, después de todo, estar rodeado a diario de las bellezas del museo.

Me acuerdo ahora de una veraz frase de George Eliot. En Middlemarch se dice algo de que la juventud es la época de la esperanza simplemente por el hecho de que nuestros mayores han depositado en nosotros sus esperanzas.

TROUVILLE. HÔTEL DES ROCHES NOIRES, 22 DE SEPTIEMBRE DE 1893, VIERNES

Marcel ha escrito una última carta a su padre en la que afirma estar dispuesto a presentarse a los exámenes a su regreso y a entrar a trabajar en un despacho de abogados en cuanto los apruebe. Al parecer, hemos llegado a esta decisión simplemente porque había que llegar a alguna. Más que aliviado, Marcel está resignado, aunque espero que una vez que se hayan solventado estas dificultades técnicas, terminará por tomarle cariño al trabajo. Se marcha el lunes, y le he sugerido que almuerce con su tío Georges de inmediato. Yo volveré a finales de semana, y esta mañana se lo he notificado al encargado del hotel.

PARÍS, 11 DE OCTUBRE DE 1893, MIÉRCOLES

Un aprobado. A pesar de que Marcel parece estar ligeramente inseguro sobre qué hacer con su éxito y todavía no ha decidido que el derecho sea la elección correcta, Georges le aconsejará sobre cómo encontrar empleo. Papa pasó a vernos ayer por la tarde para enterarse en cuanto aparecieron los resultados de los exámenes. Estaba encantado y le dijo a Marcel con gran cordialidad:

—Estás haciendo grandes progresos, Marcel. Se acabaron las tonterías, ¿eh?

Marcel ha dejado de hablar del proyecto de una novela, a Dios gracias. Esa suerte de proyectos no son más que una pérdida de tiempo.

Qué deliciosa ironía la que contienen estas entradas fechadas en el verano de 1893. A decir verdad, he seleccionado estos pasajes para subrayar tanto el patetismo como lo ridículo de la situación. No, Marcel jamás se convertiría en abogado y las injerencias de sus padres respecto a su profesión resultarían del todo infructuosas.

Como habrán podido ver, me refiero a Marcel Proust como si hablara de un amigo. Naturalmente, no he llegado a conocerle. Murió en el año 1922, cuarenta y cuatro años antes de que yo naciera. Aun así, me gusta pensar en él como en un amigo, como en un camarada en pos del recuerdo, y he venido a la Bibliothèque Nationale para visitarle, transportándome cien años atrás en el tiempo simplemente gracias a Air Canada.

Indudablemente, valoro su logro literario. Aunque he leído la novela con cuidadosa atención, estudiado biografías y buscado comentarios críticos, mi afecto va más allá del que pueda profesar un apreciativo lector. Siento no solo una gratitud personal por lo que escribió, sino también un vínculo entre él y yo. Sí, sé que el vínculo es unidireccional; no me engaño hasta ese punto. Aun así, no creo que mi estima sea simple idolatría artística, esa tediosa elevación que impone la diletante a un genio distante y cuya relación con él la haría partícipe de una grandeza que sola jamás conseguirá. El propio Proust luchó contra ese mismo demonio cuando traducía a Ruskin: colocó al inglés en un pedestal y dedicó años de su vida a embarcarse en ruskinianas peregrinaciones, siguiendo los pasos del crítico a Venecia y a Amiens, con sus libros de arte como guía. Al final, Proust produciría algunas deliciosas traducciones de los ensayos de Ruskin, aunque con ellas tan solo logró posponer su propia madurez artística. Un ejemplo más de hasta qué punto era capaz de distraerse de la labor que realmente le competía. Si bien es cierto que mis traducciones serán naturalmente menos hermosas, espero que sean algo más que un simple tributo. Lo que ofrezco aquí es un auténtico voto de agradecimiento por la novela y un intento por comprender al hombre.

Permitan que me explique. A la edad de quince años —poco después de la excursión escolar a Toronto— conocí al gran novelista francés Marcel Proust, o para ser más exactos, una pequeña reproducción del retrato obra de Jacques Émile Blanche, que me miraba desde una de las páginas de mi libro de texto del instituto. Se trata de una frágil figura de piel inusualmente pálida, salpicada por un par de ojos grandes y oscuros que, como dos pequeños estanques de vinagre balsámico, reposan en sendos platos de blanca porcelana. Sus labios son pequeños aunque elegantemente perfilados, y sugieren una gentil sensualidad. Tiene el negro cabello enérgicamente partido por la mitad y perfectamente peinado, como el posado dominical de un dócil escolar. Viste esmoquin y lleva una flor blanca en el ojal. Parece un gentil dandi, romántico, exótico, más intrigante y deseable que la heroica masculinidad de Balzac, de Hugo y de Zola, cuyos retratos he hallado en las páginas precedentes.

La novela de Proust À la Recherche du Temps Perdu o A la busca del tiempo perdido, publicada en siete volúmenes entre 1913 y 1927, cuenta con más de tres mil páginas: más de un millón de palabras dedicadas a la minuciosa descripción de los distintos estadios emocionales del narrador, sus observaciones estéticas y las relaciones sociales del París de la belle époque. La prosa es laberíntica y las frases, inmensos rompecabezas de oraciones entrelazadas que a menudo crean párrafos, y en ocasiones páginas enteras. Una lectora distraída puede fácilmente perderse en semejante laberinto, creyéndose acogedoramente arropada en la cama con el narrador mientras describe su somnoliento estado a mitad de camino del sueño, para reparar, confusamente, en que ambos han sido transportados al piso de abajo y están ahora en el vestíbulo, dando pequeños golpes al barómetro antes de salir a dar un paseo previo al almuerzo, movimiento este que la pilla por sorpresa, pues en alguna de las oraciones ha dejado vagar su atención y ha perdido el hilo de la historia.

Algunos lectores intentan leer el primer volumen, en cuyas páginas el narrador cuenta su mimada infancia, su pubescente languidecimiento por Gilberte Swann, su aristocrática compañera de juegos, y la historia del padre de esta, un vecino de la familia en el campo y parisino hedonista que mantiene un obsesivo affaire con la cortesana Odette. Son pocos los que continúan leyendo las siguientes seis partes y presencian el rápido ascenso del narrador a los magníficos salones del Faubourg SaintGermain; la ingeniosa y aguda observación sobre sus habituales, como la duquesa de Guermantes, con sus ojos como ágatas, o el arrogante barón de Charlus; la desesperación de sus burgueses padres, temerosos de que este joven miembro de la alta sociedad no haga nada de provecho con su vida y la disección que este hace de su amor obsesivo por una muchacha llamada Albertine. Muchos menos aún son los que logran llegar al final de la novela para experimentar el penetrante compendio que el narrador hace del tiempo nuevamente capturado mediante la memoria física, o para presenciar cómo el disoluto barón suplica ser torturado por un prostituto.

Es indudable que nuestra profesora de francés, una mujer de mediana edad con el pelo recogido en un moño prieto y unas gafas como dos ojos de lechuza, firmemente encajadas, no desea que sus adolescentes alumnos lean semejantes cosas, del mismo modo que no espera que profundicen en un texto tan intimidatorio. Aun así, se trata a todas luces de literatura en mayúsculas y ella considera que su obligación es enseñarla. Hemos conseguido concluir la lectura completa de Eugénie Grandet de Balzac, hemos leído a Racine y a Corneille en voz alta en clase, encarnando cada uno de nosotros un papel distinto y reduciendo los alejandrinos franceses a poco más que un monótono sonsonete. Sin embargo, en lo que concierne a Proust, debemos confiar totalmente en nuestro libro de texto, que nos ofrece una truncada biografía, el retrato de pálida tez y unos pocos y breves extractos de la novela.

Justine, mi mejor amiga, y yo, dos chicas llenas de pretensiones culturales a pesar de que somos incapaces de entender gran parte de lo que nos enseñan sobre arte y literatura, admitimos profesar hacia ese hombre cierta suerte de divertido afecto. Nos reímos tontamente de su preciosismo, y leemos en las notas biográficas que a la edad de catorce años, durante un juego de salón, reveló que su peor temor era que le separaran de Maman, y que pasó los últimos años de su vida en una habitación con las paredes recubiertas de corcho para mantenerse alejado del ruido mientras escribía. Ambas sabemos que hay algo inusual y levemente indigno en esta criatura enferma y sensible. Durante el segundo día que dedicamos a estos extractos, cuando madame Desjardins sale brevemente del aula para cuchichear con el director de la escuela en los reverberantes pasillos sobre alguna misteriosa cuestión administrativa, Justine me quita el libro de las manos y, entre risas disimuladas, acerca el lápiz al retrato de Blanche reproducido en sus páginas. A fin de exagerar su enfermizo cabello, oscurece los círculos bajo los ojos de Proust con el grafito y borra cualquier rastro de color que pudiera haber en sus mejillas. Entre risas, le arrebato mi posesión por encima del pupitre para admirar su obra.

Nos guste o no, a pesar de nuestro condescendiente deleite y de nuestro vandalismo envuelto entre risillas, Justine y yo hemos descubierto en nuestro breve paladeo de su novela a un niño sensible en el que nos reconocemos. El pequeño gravita en la escalera cual tímido niño abandonado mientras los adultos cenan, esperando poder por fin atrapar a su madre cuando esta suba a acostarse y disfrutar del beso de buenas noches que se le negó cuando su padre, menos paciente que ella, le despidió sin contemplaciones del salón en cuanto los invitados se congregaron alrededor de la mesa. Encontramos aquí también —y en esta ocasión, más fácilmente reconocido— un lujo de detalles que inspiran nuestro asombro, así como una vida dedicada al arte que desearíamos emular. No obstante, en el primer extracto que debemos leer encuentro más que eso: encuentro la voz de un amigo hablándome desde otro tiempo.

Sin que reparen en ello las muchachas que somos entonces, y que leen aletargadamente en una recalentada aula canadiense durante una gris tarde de invierno, mientras el olor de la lana caliente y húmeda se desprende de nuestra ropa, este pasaje es el momento más famoso de la literatura francesa del siglo XX.

En un frío y lúgubre día, el narrador adulto vuelve a casa y su madre le ofrece una taza de té de hierbas con la intención de hacer entrar en calor su cuerpo y de alegrarle el ánimo. Al sumergir en el té esa francesa esponja blanda con forma de concha llamada madeleine, el narrador se ve súbitamente transportado a su infancia, a los paseos previos al almuerzo, a la iglesia de piedra gris, a las excéntricas tías y tíos de sus visitas vacacionales a sus parientes de Combray. Allí, según inspira el recuerdo, la convaleciente tía Léonie sumergía una galleta en su taza de té antes de dársela, ofreciéndole un bocado de la blanda y suave miga. Al analizar su repentino, cálido y delicioso regreso a la infancia, el narrador se da cuenta de que el sabor de la madeleine contiene la clave que da acceso a la memoria inconsciente.

Mientras leo esto en clase, mi día gris se ilumina también. Por primera vez he hallado en la literatura una experiencia que reconozco.

Ese verano, ya concluidas las clases, con las notas de los exámenes puestas y el paso al próximo curso asegurado, voy a la biblioteca pública y selecciono el primer volumen de À la Recherche du Temps Perdu. Apenas consciente de lo que hacía, madame Desjardins me ha dado la clave de la literatura, encerrada, al parecer impenetrablemente, tras el complejo lenguaje del autor y la incapacidad del niño para imaginar el mundo adulto. Las inmensas puertas se abren de par en par y empiezo a leer.