Capítulo 2

PARÍS, 7 DE NOVIEMBRE DE 1890, VIERNES

El doctor está furioso con los ingleses. Esta mañana ha recibido una carta plagada de excusas y de dudas del ineficaz doctor Thompson en la que enumera toda suerte de motivos médicos por los que el plan no puede seguir adelante; aseveración que, sin duda, no es más que una patraña. Ya están los británicos jugando a la política, como de costumbre. Ayer el doctor se encendió visiblemente al hablar del tema, y cuando pregunté cómo era posible que el doctor Thompson pusiera objeciones médicas al cordon sanitaire, Adrien estalló contra mí: «Por supuesto que no puede. Simplemente se las inventa para complacer a un atajo de mezquinos oficiales de Whitehall». Se expresó con tanta violencia que me permití cierta reconvención. Yo no tengo la culpa de que los ingleses estén decididos a boicotearle, y además debería controlar sus arrebatos de mal genio delante del servicio.

Adrien se calmó lo suficiente como para explicar que todo ha terminado por mezclarse con Egipto. Y es que, al parecer, ¡los ingleses sospechan de nuestras ambiciones imperialistas en ese sentido! Sería irrisorio de no ser por lo triste que resulta. Adrien concluyó diciendo que le traía sin cuidado quién fuera el amo de Egipto, que lo único que él quería era salvar a los europeos del cólera, y a decir verdad sentí lástima por él. Realmente lo cree así y el proyecto le importa tanto que en estos últimos años ha encanecido considerablemente.

Y este otoño ha engordado algunos kilos, a pesar de que todavía faltan casi dos meses para el Año Nuevo. Todas esas comidas de Navidad por delante. He sugerido a Félicie que tengamos siempre fruta o gelatina de postre en vez de pâtisserie, aunque no me parece justo privar a Dick de sus dulces solo porque su padre tiende a abusar de ellos. En cualquier caso, Félicie y yo hemos decidido que intentaremos mantener nuestros menús frugales en casa, aunque ninguna de las dos podemos hacer nada con respecto a las cenas. Incluso aunque acompañara a Adrien más a menudo, no podría hacer nada para poner freno a esos menús. La semana pasada había langosta y salmón antes del buey y de la ternera en la cena de los Faure, ¡y cinco clases distintas de tarta de postre! A pesar de que la mesa estaba hermosa y madame se mostró muy solícita, la velada me resultó agotadora.

Tan solo faltan ocho días.

PARÍS, 8 DE NOVIEMBRE DE 1890, SÁBADO

Esta mañana me he vestido de gris por primera vez. Supongo que podría haberlo hecho hace un mes, pero me he acostumbrado a los colores de mi dolor. Adrien, que ha asomado la cabeza por la puerta antes de marcharse a la consulta a ver a un paciente, se ha mostrado muy dulce al respecto y me ha dicho que estaba estupenda. Supongo que Marie-Marguerite se expresará con mayor contundencia cuando venga esta tarde a tomar el té. A pesar de su carácter compasivo y afable, y de que se hace cargo absolutamente de la profundidad del duelo que me embarga tras la muerte de Maman, es muy sincera en lo que concierne a la muerte y dice que tendemos a convertir el duelo en un espectáculo. En varias ocasiones me ha advertido de que debo empezar a recibir en cuanto termine el año. Dice que resulta extraño que justo cuando más necesitamos a nuestros amigos para que nos consuelen en el dolor es cuando inventamos reglas para mantenerlos alejados de nosotros. En cualquier caso, yo nunca he sido partidaria de mantener un salón. El día en que recibo en casa se reduce a unas cuantas señoras disfrutando de una taza de té y compartiendo algunos chismes. Aun así, he decidido que el año entrante visitaré más a menudo las casas de los demás. Tengo que acordarme de decir a Marie-Marguerite que efectivamente asistí a la cena de los Faure, aunque me resultó un debut cuanto menos intimidatorio.

Pasé la tarde de ayer con Dick, repasando con suma atención su ensayo de filosofía para que no se repita la pequeña tragedia del mes pasado. Si bien es cierto que está muy bien escrito y que manifiesta una defensa a ultranza del triunfo de la ciencia (¡su padre estaría totalmente de acuerdo!), tuvimos que trabajar muy duro para eliminar todas las construcciones poco fluidas, pues fue en eso en lo que falló la última vez. No hay duda de que carece del depurado estilo de su hermano.

Siete días. Tan solo una semana.

PARÍS, 9 DE NOVIEMBRE DE 1890, DOMINGO

Disfrutamos de una agradable velada familiar y de un delicioso estofado de conejo. Marie-Marguerite mostró un gran tacto para con mi vestido gris durante el té, de modo que cuando se marchó y mientras me cambiaba para la cena, intenté ponerme un cuello violeta en vez del negro que suelo utilizar y Georges me dedicó un cumplido. Anoche estaba francamente sembrado. No es que él no eche de menos a mamá tanto como yo, pero consigue olvidar su pérdida en cuanto está en buena compañía o cuenta alguna de sus graciosas historias ocurridas en los tribunales. Dick estaba encantado con la historia de un juez que se ha hecho famoso por retirarse a sus habitaciones a dormir la siesta. Los fiscales del tribunal afirman que se le oye roncar desde los pasillos.

Georges bromeaba con Dick sobre medicina, diciéndole que será sin duda un gran médico como su padre y preguntándole sobre el examen de ciencias, llamándole Robert todo el tiempo. (Dice que Dick no es un nombre adecuado para un adulto y que debemos olvidarnos del sobrenombre y así evitar que tomen a Robert por un bebé cuando ingrese en la facultad de Medicina.)

A continuación, los hombres se enzarzaron en un gran debate sobre la pasteurización. Naturalmente, están todos a favor, aunque Adrien dice que no será eficaz hasta que la gente entienda su propósito. A fin de ilustrar su argumentación, pidió a Jean que fuera a buscar a Félicie a la cocina y le preguntara su opinión. Félicie representó su papel admirablemente, diciendo que jamás había oído hablar de nada semejante y que sin duda estropearía el sabor de la leche, un comentario que hizo las delicias de Adrien.

Seis días.

PARÍS, 10 DE NOVIEMBRE DE 1890, LUNES

A veces nuestras aflicciones quedan sumidas en la confusión. Ayer por la tarde, después del almuerzo, cuando salía de mi habitación dispuesta a dar mi paseo, vi la fotografía de Marcel tomada hace ya unos años, justo antes de que empezara sus estudios en el lycée. Al ver esos ojos oscuros y profundos, me sentí de pronto abrumada por el dolor y, sola en la habitación, rompí a llorar. Me senté en el pequeño sofá, intentando controlar las lágrimas —sé que Adrien se cansa de esa suerte de demostraciones y que argumenta que su prolongación es perjudicial para la salud—, y en ese momento me asombró mi estado y me pregunté por qué lloraba. Marcel, a pesar de lo mucho que me preocupa su salud, está vivo y sano, y faltan tan solo cinco breves días para que vuelva a estar con nosotros.

Creo que lloraba por Maman, o quizá simplemente por lo rápido que pasa el tiempo, consciente de pronto de que los niños se han hecho mayores. Aunque creo que sobre todo lloraba por Maman. Sin embargo, a veces, a pesar de su muerte, es a Marcel a quien más echo de menos: siento su ausencia en todos los rincones del apartamento. La añoranza que me invade al pensar en él no es algo razonado que se bate firmemente en retirada a medida que se acerca su regreso, sino que varía salvajemente de un día al siguiente. Unas veces es apenas una leve sombra que podemos ignorar fácilmente y seguir con el quehacer diario, y otras, un amplio y magnífico bulevar de dolor imposible de evitar. En suma, todo se vuelve confuso.

«No hay un solo rincón ni una sola esquina de esta casa que no me hiera en lo más hondo del corazón. Tu habitación me mata», escribió nuestra querida madame de Sévigné tras la partida de su hija.

PARÍS, 11 DE NOVIEMBRE DE 1890, MARTES

Adrien dice que aumentan las dudas sobre si la vacuna contra la tuberculosis descubierta por los alemanes es realmente eficaz para combatir la enfermedad. Esta tarde asistirá a una reunión de la Comisión Permanente en el Ministerio y dice que De Fleury le contará más sobre el tema, aunque teme que se hayan creado falsas expectativas. Admiro el alcance de sus intereses. Algunos de sus colegas se obsesionan sobremanera con su especialidad en particular, reservando para sí apenas un pequeño resquicio cuyos límites jamás traspasan. Adrien jamás preguntaría por qué no existe una comisión permanente para la lucha contra el cólera. En vez de eso, se afana por ayudar con la tuberculosis. Todavía conserva esa energía. Cuánto desearía poder decir lo mismo de Marcel. Aunque he alimentado la ilusión de que el año que ha pasado lejos de nosotros le fortalecerá y le enseñará cierto grado de control, a menudo temo que el resultado sea precisamente el contrario y llegue a nosotros con la digestión destrozada y con el temperamento todavía más proclive a la extravagancia.

Ayer por la tarde fui a casa de Marie-Marguerite y mantuve con ella un fructífero tête-à-tête, una de esas conversaciones que nos recuerdan por qué somos tan buenos amigos de nuestros amigos. Aunque no es necesario que nada ni nadie nos lo recuerde —el afecto que me une a Marie-Marguerite jamás se debilita—, en ocasiones tenemos estos destellos de consciencia en lo que concierne a una amistad. Le comenté que a veces me siento realmente confundida e incapaz de distinguir entre el dolor que provoca en mí la pérdida de Maman y lo mucho que echo de menos a Marcel, y ella lo entendió perfectamente.

Marie-Marguerite recordó un episodio que había tenido lugar unas semanas antes de su boda, un día en que supuestamente tenía que haber ido al dentista. Su madre decidió que había llegado el momento de enseñarle ciertos discretos detalles relacionados con lo que debía esperar del lecho conyugal. Me dijo que esa tarde, en el carruaje, había tenido que recordarse que iba a que le examinaran una muela (una experiencia sin duda harto irritante) y no a prepararse para la noche de bodas. «Y no es que quiera denigrar tus tiernos sentimientos hacia Marcel y hacia tu difunta madre comparándolos con un dolor de muelas ni con la felicidad matrimonial… pero tú me entiendes», concluyó, y las dos nos reímos del peculiar mélange de las pruebas de la vida que habíamos terminado por hacer confluir en la misma conversación.

PARÍS, 12 DE NOVIEMBRE DE 1890, MIÉRCOLES

Esta mañana he recibido carta de Marcel. Por supuesto, será la última, y me ha dado mucha rabia que se haya cruzado con la que le envié la semana pasada. Como se encargó de apuntar acertadamente madame de Sévigné: «El problema de la correspondencia en las largas distancias es que todas las respuestas llegan a destiempo».

Si mal no recuerdo, no obstante, decía a continuación que debemos aceptar como natural ese vacío, pues la contención de nuestros pensamientos resultaría sin duda demasiado restrictiva. Desgraciadamente, lamento no haber reprimido mis pensamientos sobre la dieta de Marcel, pues él me informa ahora de que vuelve a tener las tripas sueltas —o, lo que es lo mismo, con demasiada tendencia a ello— y me temo que habría sido más acertado haberle aconsejado que comiera mucho pan en vez de evitar la leche. Espero y deseo que su regreso a París nos permita controlar su dieta de un modo más efectivo y asegurarnos así de que duerme lo suficiente, de modo que pueda dominar su tendencia a la enfermedad de una vez por todas. El pobre muchacho ha pasado un año muy duro por esta causa, a pesar de sus frecuentes visitas a casa. La idea de hacer de él un soldado es, a fin de cuentas, ligeramente extravagante. En cualquier caso, la espera casi ha tocado a su fin y el sábado estará aquí conmigo.

La sala de manuscritos de la vieja Bibliothèque Nationale huele a cuero y a polvo. El aroma mantecoso que impregna la literatura sobrevuela el espacio desde los estantes llenos de gruesos volúmenes encuadernados en piel de becerro, ordenadamente colocados, hasta el fondo de una larga pared. Un penetrante olor a historia se cuela entre el enrejado decorativo que oculta de la vista los crepitantes radiadores de hierro, y también de la escoba. Exuberante el primero y acre el segundo, los dos olores se entrelazan para mezclarse, colmando el estrecho espacio con un perfume único y esquivo.

Aunque cualquier lector que alzase la nariz podría disfrutar del aroma y preguntarse confundido durante un fugaz instante por la fuente que lo alimenta, nadie lo hace. Aquí, las cabezas se inclinan sobre sus lecturas, los cuerpos se encorvan a ambos lados de las largas mesas, las mentes ocupadas y los sentidos ajenos. Los olores pasan desapercibidos y nadie echa de menos la luz del sol en la peculiar semioscuridad de la sala. En la pared situada delante de las estanterías, las altas ventanas dejarían entrar la penetrante luz del sol de un día de septiembre para bañar la labor de los estudiosos en un resplandor de pura blancura de no ser porque de cada marco cuelga una cortina de lona. Así los preciosos documentos quedan protegidos de los rayos que terminarían por desteñirlos mientras los lectores pasan las delicadas páginas con las manos enfundadas en guantes blancos.

De hecho, los ejemplares forrados en piel que les rodean son en cierto modo una suerte de engaño, o al menos una irrelevancia: hilera sobre hilera de anticuados catálogos y decimonónicos anuarios raras veces consultados, almacenados aquí a falta de otro espacio donde colocarlos: el corazón de la salle des manuscrits yace en otro lugar. Sus páginas siguen inéditas y sin encuadernar, aunque precisamente por esa razón están más vigiladas y custodiadas en los montones que se ocultan tras las paredes de esta sala. Imagino una cámara cubierta por un andamiaje de estantes metálicos en los que se balancean contenedores de cartón del tamaño de cajas grandes de zapatos y cartapacios como el tablero de una mesa de cocina. Ocultos en ese almacén y debidamente vigilados por los diligentes bibliotecarios que mostrarán sus preciosas custodias tan solo a aquellos que ofrezcan una justificación sobradamente razonable para que se les permita verlos, hay toneladas y toneladas de papeles, pergaminos y papel vitela: diarios, notas, letras, recetas, textos mecanografiados, iluminaciones, Biblias, salterios, libros mayores, devocionarios medievales y antiguos folletos y calendarios.

Estos son los tesoros literarios de Francia. Son estos los manuscritos que los estudiosos han venido a consultar y a admirar. Fue de esta colección de la que se extrajo un precioso ejemplar de la Chronique de Froissart, un manuscrito escrupulosamente copiado por una mano anónima hace hoy más de seiscientos años, para depositarlo delante de Voltaire, que esperaba trabajando en algún lugar de este mismo edificio en la que era, en ese tiempo, una biblioteca notablemente nueva. Fue de aquí de donde se sacaron las notas originales tomadas por Voltaire para sus historias del XVIII sobre Carlos XII y Luis XIV y se las presentaron a Michelet, que estaba sentado en esta misma sala, en aquel entonces recién construida. Fue aquí donde Zola, que solía ocupar un sitio en la mesa más apartada, esperaba para consultar el manuscrito de Michelet y escribir su Introducción a la historia universal (1831). No resulta difícil imaginar al gran novelista allí sentado, con el gabán pulcramente doblado en la silla a su lado y la cabeza tan inclinada sobre la mesa en su intento por descifrar los garabatos de Michelet que prácticamente toca la mesa con la barba. Y es aquí donde, a su vez, si nuestras credenciales cuelan, podemos examinar el manuscrito de Germinal, la novela escrita por Zola en 1885.

Pero acordaos de llegar temprano a la biblioteca. Los habituales del lugar pescan en seguida los mejores sitios y quien se demore demasiado puede terminar ocupando una de las plazas situadas junto al mostrador de pedidos, donde el trasiego turbará su concentración. Muy pronto trasladarán la Bibliothèque Nationale a una sede nueva y gigantesca en el quai François Mauriac, con cuatro torres de cristal con forma de libro llenas de ordenadores y una sala de manuscritos que consistirá en una cámara sin ventanas dotada de una luz de baja intensidad y sometida a estrictos controles de humedad. Sin embargo, por ahora, este es el lugar.

Este no es sitio para mí. Mi camisa blanca cruje y mis pantalones de franela gris están recién planchados. Un jersey de cachemir sobre los hombros con fingida informalidad y unas pocas y bien elegidas joyas suavizan la ropa anodina; en los pies llevo los mismos mocasines italianos de piel elegidos por generaciones de elegantes parisinas. Mi acento es impecable. No hay en él ni rastro de los giros típicamente canadienses que tanto indignan a los franceses. Mi carta de presentación, que envié apresuradamente desde el otro extremo del Atlántico gracias a la ayuda de una diligente amiga que trabaja en la Universidad de Quebec, logra sugerir que soy estudiante de literatura sin llegar a mentir realmente sobre mi profesión. Abajo, en la zona de recepción, la han leído sin demasiado interés antes de hacerme entrega de una tarjeta de lectora y de indicarme con un gesto de la mano que subiera a la segunda planta. Me acerco al panel de cristal enmarcado por la estructura de madera labrada, profusamente adornada, que bloquea la entrada de la sala de manuscritos y cambio la tarjeta de la biblioteca por un pequeño disco de plástico verde. El disco me asigna un asiento en una de las largas mesas donde dejo mis pertenencias antes de acercarme al mostrador de préstamos y consultas situado en el extremo más alejado de la sala. Una vez allí, cambio el disco verde por otro de color naranja que finalmente debo aportar antes de que me hagan entrega de un manuscrito. Relleno mi primera solicitud, pero el encargado no se queda con mi pequeña pieza de color naranja y me envía de regreso a mi sitio.

Veinte minutos más tarde, debo volver a la mesa del ayudante de bibliotecario encargado de la gestión de manuscritos situada al fondo de la sala. También él lee mi carta, esta vez más atentamente, y pregunta acerca de mis intereses. Monsieur Richaud —ese es el nombre grabado en el pequeño letrero que tiene delante— se muestra infeliz y ligeramente molesto por mi presencia al tiempo que pregunta con una voz vacilante y aflautada cuánto tiempo tengo previsto pasar en la biblioteca. Un par de días, quizá una semana. ¿Quién sabe lo que puedo encontrar aquí? ¿Cómo decir lo que busco en realidad? Tras una larga negociación, por fin me concede su receloso permiso, pasándose una pálida mano por una ceja grasienta antes de corregir la signatura topográfica de mi solicitud y añadir su firma. Unos días después, monsieur Richaud lamenta claramente su decisión. De vez en cuando se levanta, visiblemente nervioso, del lugar que ocupa al fondo de la sala y se asoma para espiar a los estudiosos, inclinando torpemente su cuerpo escuálido junto al mostrador central de información mientras su húmeda mirada me observa con especial recelo. Debe de sospechar que soy tan solo una turista que se ha colado en el templo de la erudición, una diletante, la suerte de intrusa que a buen seguro esconde un bolígrafo prohibido en alguna parte de su persona. Le preocupa haberse equivocado al permitir que siga adelante con mi misión. Llevo varios días aquí. Nada indica que tenga intención de marcharme.

Sin duda, su confiado subalterno, el ayudante del ayudante de bibliotecario, un hombre alto de pelo castaño que parece demasiado consciente de su atractivo, sabe que no soy más que una simple intrusa. Todos los días, cuando llego por la mañana pocos minutos después de las nueve, ansiosa por cambiar mi disco verde por el de color naranja e instalarme en el escritorio que está cómodamente alejado de la línea de visión de monsieur Richaud, el ayudante del ayudante me mira y me saluda con un irónico Bonjour, mademoiselle, como diciendo: «Puede que mi pobre jefe no tenga el coraje de desafiarla, pero yo veo lo que oculta tras sus doctas pretensiones». Sonríe intencionadamente y sigue adelante con sus quehaceres. Haciendo guardia en el mostrador de préstamos, los empleados me vigilan recelosamente por turnos cuando les entrego mi solicitud y regreso a mi sitio. Diez minutos más tarde, uno de ellos se acerca a mi mesa con un carrito metálico coronado por un receptáculo forrado con fieltro amarillo. El empleado saca un archivador y lo posa delante de mí. Me pongo mis guantes blancos, levanto la tapa del Archivo 262 y saco de él la primera libreta: 1890-1891. Aquí encuentro, por lo menos, algo parecido a un hogar.

PARÍS, 16 DE NOVIEMBRE DE 1890, DOMINGO

Ah, qué guapo es mi soldado. Fui a buscarle sola a la estación ayer por la tarde —Adrien y Dick estaban ocupados— y cuál fue mi sorpresa al verle bajar del tren. Le encontré muy mayor. A pesar de haberle visto muy a menudo con su uniforme, durante los fines de semana y el invierno pasado, con motivo del entierro de su querida abuela, por algún motivo ayer me pareció rebosante de autoridad y de salud. Y pensar que no ha vuelto a sufrir ningún ataque en Orleans desde sus vacaciones de verano… o al menos ninguno importante. Apenas una leve insuficiencia respiratoria. Si hacerse mayor significa librarse de esa espantosa afección, la edad será en su caso una auténtica bendición, por mucho que yo eche de menos a mi lobezno.

El doctor volvió a cenar a casa, ansioso como estaba por ver a Marcel, y naturalmente en seguida buscó enzarzarse con él en una conversación sobre estudios y profesiones. Tuve por tanto que contenerle para que nuestra primera noche juntos fuera un acontecimiento alegre. ¡El muchacho necesita tiempo para readaptarse y dejar crecer de nuevo su precioso cabello oscuro!

Según nos ha dicho, a pesar de toda la soledad que ha tenido que soportar (también yo), ha terminado por disfrutar de la vida militar. Me pregunto qué habrá sido de la docena de tabletas de chocolate que le ordené que guardara. ¡Probablemente se las haya zampado de una vez el otoño pasado y en verano olvidara por completo nuestros planes de liberarle de su exilio!

Marcel llegó incluso a pedir al coronel una prórroga de servicio de seis meses. Como es de rigor, el hombre rechazó semejante petición. Una auténtica estupidez, o lo que es lo mismo, simplemente una de las pequeñas fantasías de mi pequeño Marcel. Cualquiera puede ver que nunca llegará a ser militar ni, ya puestos, médico como su padre, aunque bien es cierto que no han de faltarle oportunidades profesionales en cuanto termine sus estudios. Está la cuestión de la fuerza de voluntad: a pesar de que siempre le ha faltado el vigor de su padre y de su hermano, su inteligencia encontrará el lugar que mejor le convenga, de eso no me cabe duda. Su gran sensibilidad debería serle útil en la diplomacia al menos, si no en el derecho. Y, mientras goce de buena salud, trabajará con ahínco, estoy segura.

En fin, no queda ni rastro de la tarta. Las doce porciones han desaparecido. El año ha pasado por fin, tal y como le anuncié que ocurriría, y Marcel vuelve a estar con nosotros. Esta primera mañana en casa le he dejado dormir hasta tarde, pero ya son casi las diez y he terminado con mi correspondencia. Iré a ver si se ha despertado.

PARÍS, 17 DE NOVIEMBRE DE 1890, LUNES

Marcel fue ayer por la tarde a visitar a Jacques Bizet y regresó entusiasmado. Dice que madame Straus parece dispuesta a admitirle en su salón pues está hecho todo un hombre. Sé que tanto ella como el padrastro de Jacques no siempre han considerado que Marcel fuera una compañía adecuada para el muchacho, pero parecen haber cambiado de opinión y ahora se muestran muy dispuestos. (Menuda estupidez. Marcel puede resultar extravagante en cuanto a sus emociones, pero la idea de que fuera una mala influencia para Jacques es demasiado ridícula. Lo único que hacen los dos muchachos es hablar de literatura. En cualquier caso, Marcel jamás se ha ofendido y siempre ha tenido a madame Straus en la más alta estima.)

Por fin empecé anoche la lectura del libro de Pierre Loti. La descripción que hace de su madre, extraída de sus más tiernos recuerdos, es profundamente conmovedora.

PARÍS, 18 DE NOVIEMBRE DE 1890, MARTES

Papá y tío Louis vendrán a cenar esta noche. Se me ha ocurrido que, para variar, el cordero sería una buena opción. Me temo que Marcel encontrará muy cambiado a su abuelo. Es curioso lo distinto que reaccionamos todos ante la muerte. Yo jamás he puesto en duda que el tío Louis amara a su esposa, pero lo cierto es que ha sido siempre un viudo alegre, liberado de las preocupaciones domésticas y feliz de poder jugar con sus coquettes. (Imagino que Georges sería un caso muy parecido.) Papa, por otro lado, parece haberse encogido mucho desde la muerte de Maman y me resulta muy difícil acercarme a él en su dolor.

Marcel quiere asistir al salón de madame Arman de Caillavet este domingo (o comoquiera que ahora haya decidido llamarse. Esa familia se adjunta nombres a un ritmo prácticamente imposible: de esto, de lo otro…). Marcel la había visitado en un par de ocasiones antes de hacer el servicio militar y ha hecho amistad con su hijo Gastón y con la amiga de este, la hija de los Poquet. Dice que madame Arman de C. estará encantada de volver a disfrutar de su compañía y espera entusiasmado poder conversar en profundidad con Anatole France, el invitado más habitual del salón (y, según dicen, también el amante de madame). Le he dicho que preguntaría a su padre si le da su permiso para que vaya.

PARÍS, 19 DE NOVIEMBRE DE 1890, MIÉRCOLES

Durante la cena hemos hablado largamente sobre las perspectivas profesionales de Marcel, y Adrien le ha dicho que puede visitar a madame Caillavet el domingo siempre que el lunes vaya a la Sorbona y se matricule en Derecho. Su padre quiere también que Marcel considere con mayor detenimiento el programa de Ciencias Políticas de la École Libre. Según le ha dicho, es la mejor preparación en caso de que elija la carrera diplomática. Marcel insiste en que preferiría la carrera de literatura, aunque seguirá los deseos de su padre. Es sin duda una decisión harto razonable, aunque no me imagino a Marcel en el papel de abogado y las separaciones que acarrearía la diplomacia me aterran. Al menos su salud sigue fuerte, a pesar de que ayer tuve que recordarle con suavidad la cantidad de patîsseries que se recomienda consumir en el curso de una tarde. Su presencia casi me consuela, paliando el dolor que provoca en mí la ausencia de su abuela.

PARÍS, 20 DE NOVIEMBRE DE 1890, JUEVES

Mi alegría por la aparente buena salud de Marcel era prematura. Un espantoso ataque anoche, uno de los peores, acompañado de esos horribles jadeos y de esa salivación que te hace pensar que va a expirar en cualquier momento.

Ocurrió después de cenar. Su padre y Dick habían estado muy alegres durante la velada. A decir verdad, nada fuera de lo habitual, aunque en esta ocasión se mostraban especialmente jubilosos porque Dick había anunciado que está firmemente decidido a estudiar medicina en cuanto termine sus estudios en el lycée. Aunque, naturalmente, no ha sido ninguna sorpresa, Adrien no ha escatimado muestras de júbilo a la hora de felicitarle. Padre e hijo no han parado de reír durante toda la cena al tiempo que Adrien obsequiaba a Dick con el relato de todas las pillerías que había cometido en la facultad durante sus años de estudiante. Marcel se unió a ellos al principio, pero poco a poco fue quedándose callado. Cuando acabábamos de trasladarnos al salón, dieron comienzo sus pequeños jadeos. Aunque no es más que un leve sonido, juro que es tan horrible que podría oírlo desde el otro lado del boulevard Malesherbes. Su padre le dijo que se sentara y que respirara pausadamente, pero los jadeos no hicieron más que empeorar. Le acompañamos entonces a su habitación e intentamos recostarle sobre almohadones, pero para entonces Marcel estaba absolutamente aterrado. Finalmente, Adrien le administró un poco de morfina. A pesar de que a Marcel nunca le ha gustado y de que son raras las ocasiones en que la utilizamos, no parecía haber otra elección. Marcel se calmó, pero hubieron de pasar varias horas hasta que su respiración recuperó la normalidad. Me senté a su lado y le leí algunas páginas de Loti, que él ha empezado a leer por su cuenta, mientras Adrien y Dick volvían a su café.

Estas son mis propias traducciones. Les ruego que me disculpen si no son todo lo elegantes que deberían y si parezco incapaz de purgar cierta extravagancia gaélica de su prosa, haciéndola tal vez aparecer pretenciosa donde es, en realidad, altamente sensible. La sintaxis resulta escurridiza y sus construcciones, ligeramente formales según los estándares contemporáneos. ¿Cómo hacerles pues llegar su voz?

Quisiera que comprendieran que esta no es mi línea de trabajo habitual. Soy intérprete oficial de conferencias. Es decir, traductora simultánea: ponencias académicas, discursos políticos, esa clase de cosas. Como una antigua mecanógrafa, me enorgullezco de mi velocidad, de mi precisión y de un sexto sentido para el lenguaje, una premonición sobre lo que se dirá a continuación… o quizá sea simplemente la capacidad de reproducir correctamente lo que apenas se ha vislumbrado todavía. Una buena intérprete debe adivinar la dirección que toma la frase del conferenciante y formar una construcción que encaje de tal modo que concluya en el mismo punto donde lo hace él y tan solo un par de segundos más tarde, sin refundir, repetir ni recurrir a la pausa. Reconocerá un giro específico o cualquier suerte de jerga que el conferenciante decida utilizar, encontrando al instante el equivalente en la otra lengua. Imitará además su tono y también sus ideas. Hablará y escuchará a la vez. Se trata por tanto de un talento muy concreto que debe poner en práctica en circunstancias extremadamente específicas. Como ocurre con el controlador aéreo, la intérprete está generosamente recompensada por la tensión que implica su actividad.

Huelga decir que el traductor literario no está tan bien pagado, aunque su vocación sea más sublime. La traducción literaria no requiere prisas y la exactitud se da por sentada. El talento se concentra en el matiz, en reconocer las capas de significado que encierra una palabra o una frase, y en encontrar en la otra lengua una versión estilística que ofrezca no solo la hermosa superficie sino que también apunte a las bostezantes profundidades. Debo confesar que semejantes sutilezas se me escapan a menudo. En fin, mentiría si dijera que es la ambición profesional la que me ha traído aquí.

PARÍS, 31 DE DICIEMBRE DE 1890, MIÉRCOLES (HACIA MEDIA NOCHE)

Faltan solo tres días para el primer aniversario de la muerte de Maman. No he podido escribir esta mañana y finalmente esta tarde he intentado distraerme de la tristeza que me embarga con una salida repetidamente pospuesta para comprar algunos regalos de Año Nuevo. Ya me había decantado por un trabajo anglosajón para Marcel —George Eliot y Dickens— cuando se me ocurrió pasar por Calmann Lévy, donde compré un ejemplar de Middlemarch. Por fin les había llegado la traducción. No veo la hora de poder comentarla con él y compartir a Dorotea, Casaubon y todos los demás. También quiero que lea a Dickens y me he decidido finalmente por Grandes esperanzas.

Como buscaba una cartera para Dick, ordené al cochero que me dejara en el boulevard Haussmann. Era tal el gentío que el cochero no podía acercarse a las puertas de las Galleries Lafayette, y menos todavía esperarme, de modo que opté por despedirle allí y volver andando a casa a pesar del frío. Los escaparates estaban llenos de brillantes luces y de coloridos adornos, vestidos elegantes, pañuelos de seda y cestas de Navidad: el aire olía a castañas asadas y a barquillos recién hechos y los transeúntes iban de acá para allá en un desfile que acompañaban los sones de un acordeonista apostado en la esquina. Los vendedores callejeros gritaban con un vigor a mi entender más acusado que de costumbre, quizá desesperados al ver que solo les quedaban unas horas para finiquitar sus ventas. La muchedumbre se apretujaba contra mí, empujándome contra uno de los vendedores que se había interpuesto en mi camino y me mostraba unas baratijas para que las inspeccionara. Cuando intenté apartarle a un lado, él insistió:

Mais regardez, madame. Mire qué preciosidades…

Sin embargo, el hombre vio la respuesta en la seriedad de mi rostro y le aparté de un empujón para entrar en la tienda. La verdad sea dicha, no encontré mucha más tranquilidad en el interior, y me costó Dios y ayuda no sucumbir aplastada ante semejante horda de humanidad antes de hacer mi compra y regresar al boulevard Malesherbes.

Mientras escribo, los hombres están en la misa del gallo de la iglesia de Saint-Augustin después de haber dejado a su judía sana y salva en casa. Me he asegurado de que Marcel saliera con tres bufandas, una debajo del chaleco, otra debajo del gabán y la tercera encima, pues me aterra especialmente que este frío gélido le provoque un nuevo ataque. Ha estado bien durante las últimas semanas y afortunadamente hemos logrado evitar vivir una repetición de la espantosa escena que tuvo lugar en noviembre. Desde entonces, tan solo ha sufrido alguna pequeña indigestión puntual. A pesar de que no le dejé asistir al Domingo de madame Caillavet a causa del frío y quería que se quedara en casa también esta noche, sé lo mucho que disfruta con el boato de una buena misa y he decidido no retenerle.

Entraremos tranquilamente en el año nuevo cuando los hombres regresen a casa. Georges y Émilie tienen otra invitación, y tío Louis ha dicho que cuidaría de Papa. Me ha alegrado que seamos solo nosotros cuatro. El que viene será un año más adecuado para celebrar un réveillon apropiado.

PARÍS, 5 DE ENERO DE 1891, LUNES

He renunciado al luto por el bien de mis lobeznos y he prometido a Dick, que debe volver al colegio la semana que viene, un paseo por el Bois esta tarde, seguido de un convite en el salón de té. Dado que las temperaturas han ascendido ostensiblemente, la idea de salir se nos antoja mucho más apetecible. Debo esforzarme por imitar el magnífico ejemplo de entereza y elegancia que ha sido Maman, y aprender a ser valerosa en el dolor. Marcel en particular necesita de mi fortaleza, a pesar de que esté convirtiéndose en un asiduo de la alta sociedad.

Marcel ha recibido un alud de invitaciones por Año Nuevo. Madame Hayman le ha sugerido que empiece a frecuentar su salón, y puede vérsele en el de madame Straus todas las semanas. Marcel charla con la gente prominente del mismo modo que últimamente sale de visita con Jacques Bizet. No hay duda de que la madre de Jacques es una mujer dotada de un gran ingenio, y su padrastro es un hombre encantador. Marcel dice que la semana pasada un nuevo invitado, una anciana dama conocida de monsieur Straus, aunque al parecer no de su esposa, preguntó si a madame Straus le gustaba la música. Ella guardó un instante de silencio antes de responder, para deleite de quienes la rodeaban: «Ah, en mi primera familia la música causaba furor».

¡No creo que la pobre señora supiera que estaba hablando con la viuda de Bizet! O quizá lo sabía pero lo había olvidado en su premura por entablar conversación.

PARÍS, 5 DE FEBRERO DE 1891, JUEVES

A Dios gracias, la gran cena del doctor ha concluido por fin, y creo que ha resultado bastante bien. Félicie ha contado con la ayuda de Geneviève y debo reconocer que ha hecho un buen trabajo con la langosta. Además, siempre podemos contar con su salsa de trufas para el pollo. Y el budín Nesselrode tenía un aspecto espectacular en el aparador. Lo cierto es que, aunque no resulta fácil saber cuál es el resultado de esta suerte de ocasiones, los hombres han pasado un buen rato conversando en el comedor después de que las damas nos retiráramos, y eso suele indicar que están tratando algún asunto de relevancia. Adrien me ha dicho que estaba encantado y que tiene la impresión de que las cosas progresan tan bien en lo relativo a la conferencia programada que puede volver a concentrarse en su ponencia sobre la neurastenia, en la que a decir verdad no ha conseguido avanzar nada desde el nuevo año.

Aparentemente, Marcel se está convirtiendo en un auténtico hombre de salón. El otro día, Adrien coincidió con madame Hayman en una cena y esta no dejó en ningún momento de deshacerse en cumplidos hacia Marcel, diciendo que muy pronto no habrá dama en el Faubourg Saint-Germain que esté a salvo de esos ojos. Todo parece apuntar a que Marcel ha quedado especialmente cautivado por Jeanne Pouquet, que ha estado celebrando pequeñas recepciones para sus amigas a las que también él asiste.

Espero que Marcel sepa manejar sus afectos con un poco más de tacto que en el pasado. Aunque no hay duda de que a todas las damas les gusta ser admiradas, Marcel cae en un estado de inquietud tal que creo que consigue asustar a quienes le rodean… o peor aún, les divierte. Todavía recuerdo su agitación por la pequeña Benardaky, cuando aún estaba en el colegio, y cómo pasaba el día matando el tiempo, esperando a que llegara la hora de ir con ella y con sus amigas a los Campos Elíseos a jugar al rescate. Aunque los padres de la pequeña eran personas sumamente agradables, si bien ligeramente exóticos, Marie tenía tan solo catorce o quince años. Eran demasiado jóvenes para estar hablando de amor y Marcel estaba empezando a enfermar por culpa de todo el asunto. Adrien estuvo de acuerdo conmigo en que había que poner fin a la relación antes de que el niño perdiera por completo el control de sus emociones. Aun así, a menudo me pregunto si no me equivoqué prohibiéndole que volviera a verla. En cuanto lo hice, Marcel sufrió unos ataques espantosos, como si deseara castigarme por mi firmeza. Al menos ahora es lo bastante mayor como para mostrar una actitud más razonable hacia una muchacha bonita.

PARÍS, 18 DE FEBRERO DE 1891, MIÉRCOLES

Marcel está haciendo el más espantoso de los ridículos por culpa de Jeanne Pouquet. Y al parecer la muchacha está prometida a Gastón Arman de Caillavet. No me atrevo a imaginar lo que deben de pensar sus padres. Marcel cree que puede ocultármelo todo, pero cualquiera sabría ver que está enamorado. Vuelve a soñar despierto durante el día como lo hiciera en su día con Marie de B., a la espera del siguiente té o de la siguiente visita. Ayer, cuando Jacques Bizet vino a buscarle y esperaba en el salón a que se vistiera, avivó mis temores al hacerme una confidencia. Jacques dice que el año pasado en Orleans, mientras ambos cumplían el servicio militar, Marcel escribía constantemente a las Pouquet y llegó a proponer a madre e hija que fueran a hacerle una visita. Dios del cielo: el joven príncipe a punto estuvo de alquilar un château próximo —uno pequeño, naturalmente— donde pensaba recibir a sus nuevas amigas. A veces me pregunto si el muchacho es capaz de distinguir entre sus sueños y la realidad. A Jacques la historia le pareció extremadamente divertida, aunque a mí tan solo me causa tristeza. No se la contaré a Adrien, pues tan solo conseguiría hacerle enfadar. Cada vez le preocupa más que Marcel no preste la debida atención a sus estudios.

PARÍS, 5 DE MARZO DE 1891, JUEVES

Ayer tomé el té con tío Louis y en el vestíbulo de su edificio me crucé con su amiga, madame Hayman. Aunque sé que Adrien la ve en algunas cenas de vez en cuando, hacía años que yo no coincidía con ella. Es indudable que la edad no ha hecho mella en su belleza y, a diferencia de la mayoría de coquettes que han superado los treinta años, no lleva ni una pizca de rouge.

A pesar de ser una mujer de dudosa reputación, cuida de tío Louis más de lo que jamás lo hizo su difunta mujer, y hace tiempo que dejé de ser una inocente novia para dar lecciones de moralidad, de modo que la saludé cortésmente y terminamos teniendo una agradable charla. Madame Hayman me habló de las conquistas sociales de Marcel. Cierto es que él asiste habitualmente a su salón de los martes, donde sin duda conocerá a toda suerte de duques y de príncipes, o quizá de duquesas y de princesas. Cuando le hablé muy seriamente de que lo que él necesita es estudiar y descubrir su profesión, ella simplemente se echó a reír y dijo: «Oh, vamos, madame. Para él, su profesión será el salón».

Le conté a tío Louis que había hablado con madame, por si ella decidía mencionárselo. No me apetecía que él creyera que no me llevaba bien con ella. Tío Louis está más que dispuesto a abrir la casa de Auteuil lo antes posible y me apremió para que fuera a visitarlo con Adrien y pasáramos allí la Pascua o quizá más tiempo.

PARÍS, 8 DE ABRIL DE 1891, MIÉRCOLES

Bueno, el hogar de los Proust está a punto de romperse en pedazos por culpa del asunto de los crisantemos. Y no me refiero a los pequeños crisantemos franceses, naturalmente. No tendría sentido permitir que unas flores tan pobres destruyan una familia. No, me refiero a los grandes ejemplares japoneses que tan de moda han estado este invierno, codiciados tanto por la mujer de dudosa reputación como por la duquesa, quizá incluso por la mujer del médico. Esas inmensas flores broncíneas son el motivo de nuestra disputa.

En resumen: Adrien ha visto la factura de la floristería que ha pagado Marcel. No sé con certeza a quién se han enviado esos ramos, además de a madame Hayman, que recientemente informó al doctor de que Marcel le había ofrecido un extravagante ramo que contenía una pequeña nota llena de alusiones a la primavera. Creyó que debíamos saberlo, bendita sea. Mientras tanto, tengo entendido que madame Straus ha dejado claro que no desea recibir esa clase de regalos, y la semana pasada, mientras tomábamos el té en casa de los Faure, la madre de Robert de Billy mencionó que le había asombrado que Marcel hubiera enviado flores al muchacho. Naturalmente, es una familia protestante y por tanto más proclive a sorprenderse ante esta suerte de manifestaciones.

Le comenté a Adrien que Marcel puede gastar su asignación como prefiera, pero es imposible discutir con el doctor. El coste de esas flores, la emoción implícita en estos asaltos al corazón humano y las personas a las que pertenecen esos corazones… todo ello es prueba de un claro desorden. Finalmente logré que el doctor, que había encontrado la factura en el correo de la mañana y que la había abierto sin reparar en que iba dirigida a «Monsieur M. Proust» y no a «Monsieur A. Proust», me permitiera hablar primero con Marcel, antes de que él abordara la cuestión con su hijo. La salud de Marcel se resiente al ver enojado a su padre, por mucho que Adrien insista en que son mis mimos excesivos los que le enferman.

Dentro de unas semanas será el primero de mayo. Habrá floristas vendiendo lirios del valle en cada esquina. ¡Preciosos y baratos!

PARÍS, 11 DE ABRIL DE 1891, SÁBADO

M. Barrère vino ayer a cenar. Fue una cena familiar, aunque no quiso ver a Marcel, que a su vez había huido a una fiesta tras el difícil encontronazo que habíamos tenido durante la tarde. Dick se encargó por tanto de atenderle. Charlamos largo y tendido sobre el progreso de los alemanes, que, según informa Adrien, han desarrollado una antitoxina contra el tétanos. M. Barrère y él debatieron sobre cuál de las dos opciones sería más significativa para poner freno a la enfermedad: la posibilidad de las antitoxinas o simplemente una higiene mejor. Adrien apostaba por la higiene, por supuesto, y Dick se implicó entusiasmado en la conversación, argumentando que el futuro estaba en las antitoxinas. Los hombres le aconsejaron que no creyera en milagros (¡hablaba ya el idealista y joven estudiante de medicina!). M. Barrère se quejó de que sus superiores políticos nunca prestan atención a estas cuestiones hasta que se les echa encima una epidemia y es entonces cuando quieren que los médicos hayan encontrado la cura dos días antes.

La conversación sobre los crisantemos no fue agradable. Después del almuerzo, me llevé a Marcel aparte e intenté hacerle entender que a la gente le avergüenza recibir regalos excesivos y que el coste era desproporcionado para su asignación. Él me dijo que si esa clase de regalos me parecían abrumadores era solo porque carezco de sentimientos exquisitos y que en las casas del Faubourg Saint-Germain los grandes jarrones de flores frescas se consideran indispensables. Se enfadó mucho y menospreció todas las macetas de helechos del salón antes de romper a llorar. Yo salí en defensa de mis helechos y, antes de girar sobre mis talones y salir apresuradamente, anuncié: «Nosotros no vivimos en el Faubourg Saint-Germain».

¡Madre e hijo deberían avergonzarse de tan dramático comportamiento, propio de la mismísima Bernhardt!

Nuestra cronista escribe a diario, todas las mañanas sin falta, llenando estas páginas con una entrada tras otra. La imagino después del desayuno, con un vestido de día que podríamos confundir con un traje de fiesta, en un pequeño estudio adjunto a su habitación o quizá sentada a una mesa en el amplio salón, rememorando al detalle los acontecimientos del día anterior en sus libretas con letra pequeña y precisa. Al otro lado de la ventana, los carruajes recorren en ambas direcciones el boulevard Malesherbes, y apenas se alcanza a oír el chasquido de los cascos de los caballos a través del cristal. Dentro, se oye solo el tictac de un reloj en una habitación amueblada en exceso, con pesados cortinajes, madera oscura, sillas tapizadas con terciopelo o con damasco rojo y helechos llenando aquellos rincones que no estén ocupados ya por grandes jarrones de porcelana, pequeñas statuettes y curiosidades orientales que el doctor ha ido trayendo de sus viajes. Entonces Marcel la interrumpe. Se ha levantado tarde y busca sus guantes, o es Jean el que entra discretamente, esperando instrucciones para el menú de la cena.

Madame Proust es una cronista fiel, regular y consistente, pero no puedo seguir su ritmo, de modo que he empezado a clasificar y a elegir, seleccionando las entradas más explicativas y dejando aparte las más mundanas. He empezado así a dar forma a su vida.

¿Consideran quizá que he cometido un error? ¿Lo juzgan poco erudito, o quizá poco científico? Como el amenazante monsieur Richaud, deben de sospechar que me mueve algún interés oculto y quizá lean cierta tensión culpable en mi mano enguantada o un ángulo poco inocente en la inclinación de mi lápiz. Confieso que he empezado a buscar aquí un estereotipo. ¿Acaso no puede el traductor aspirar a contar una historia? ¿O detectan quizá un acto de desmesura? Una incipiente traductora literaria que pone ya a prueba los límites de sus pequeñas alas, que otea las lejanas copas de los árboles donde anidan los editores y los novelistas y, en un arrebato de estupidez, cree por un instante que con un mínimo aleteo podrá unirse a ellos. Max decía a menudo que se me daba mejor escuchar que hablar, dedicada siempre a colocar las piezas en orden sin atender al contexto necesario para comprender una historia, como la niña que, demasiado ansiosa por repetir un chiste, balbucea el desenlace sin el necesario énfasis. Él sospechaba que la culpa la tenía mi bilingüismo: un talento precoz para las lenguas puede confundir tanto como puede clarificar. Aunque tampoco es que Max fuera un gran narrador después de todo. Pero esta no es su historia, sino la mía. Permítanme que demuestre mi fluidez con las palabras de otro.

TROUVILLE. HÔTEL DES ROCHES NOIRES, 9 DE JULIO DE 1891, JUEVES

Ayer le escribí a Marcel una carta más larga de lo habitual y se la envié a la atención de Jean para que la carta esté en la mesa cuando Marcel se levante mañana por la mañana. De este modo, me aseguro de que el muchacho recibirá la felicitación de cumpleaños de su madre durante el desayuno. Qué bobada no estar juntos en un día como hoy, aunque tendré a Marcel conmigo aquí en la costa antes de fin de mes.

Y es que a veces es más fácil decirle a un hijo lo mucho que le quieres por carta. Le he recordado la fecha del 10 de julio de 1871. Bien es cierto que hoy la inestabilidad de esos días se me antoja muy lejana y la solidez de la República es un hecho. ¡Y pensar que Adrien a punto estuvo de ser alcanzado por una bala en mitad de una calle de París! En cualquier caso, no he olvidado la preocupación. Creo que la llevo conmigo desde el día en que nació Marcel, aunque no es así como lo expreso en mi carta. Además, ese es precisamente el privilegio de toda madre: cuidar de su pequeño a diario.

TROUVILLE. HÔTEL DES ROCHES NOIRES, 13 DE JULIO DE 1891, LUNES

Marcel me ha enviado la más hermosa de las cartas en respuesta a mi felicitación de cumpleaños, una misiva que acabo de leer en este preciso instante y a la que he respondido de inmediato. Ese muchacho es tan sensible que siempre ve el fondo de cualquier cuestión emocional. Empieza dándome las gracias por la pequeña lección de historia. De todos modos, naturalmente, ha sido estúpido de mi parte porque cualquier estudiante de ciencias políticas lo sabe todo sobre la Comuna, el ataque de los alemanes a París, y también el asedio, pero tal y como dice Marcel, nos gusta contar a nuestros hijos las mismas historias familiares una y otra vez. Supongo que es una forma de asegurarnos de que los vínculos sigan siendo fuertes.

Cuántas veces le habré dicho: «Marcel, cuando tu madre te llevaba en el vientre, todo París estaba hambriento pero yo te tenía a ti para sentirme plena…». Su padre tuvo que mandarme a Auteuil por motivos de seguridad y cuando por fin di a luz, Marcel estaba tan enfermo que el médico que me atendió creyó que no viviría. Imagino que no le conté esa parte cuando era pequeño, como tampoco le hablé de la bala perdida que a punto estuvo de matar a su padre, pues a fin de cuentas no procede asustar a los niños con historias de enfermedad y de muerte.

En su carta, Marcel describe mi rostro y me dice cuán querido es para él, además de citar a Loti: «Desearía saludarla con palabras especiales, palabras confeccionadas especialmente para ella». Reconoce que a veces se siente muy triste porque sabe que me causa dolor con su mala salud y su falta de fuerza de voluntad. Me he apresurado a escribirle para tranquilizarle sobre este aspecto y asegurarle que disfruto viendo cómo se aplica en los estudios, que jamás me ha causado un dolor que no hubiera sido un privilegio para cualquier madre sufrir. Para terminar, he recurrido a las cartas de madame de Sévigné a su hija: «Qué bien justificas ese amor excesivo que, como bien saben todos, siento por ti».

PARÍS, 27 DE OCTUBRE DE 1891, MARTES

Las cosas no han empezado con buenos presagios en este nuestro otoño de seriedad académica. Marcel ha protagonizado un rapprochement con madame Straus.

Cierto es que el propio monsieur Straus vino la semana pasada para decirle a Marcel que todo ha quedado olvidado y que puede volver al salón de su esposa todas las semanas como antes. Ha quedado tácitamente aclarado que no habrá más ramos inapropiados ni extravagantes cumplidos, que, según sospecho, resultaban más fastidiosos para monsieur que para madame, aunque la presencia del muchacho se aguarda con ilusión.

Marcel no cabe en sí de gozo y estalló de júbilo con la noticia en cuanto monsieur Straus se marchó (después de que el caballero se detuviera amablemente a presentarme sus respetos de camino a la puerta). En fin, los Straus son gente encantadora. Judíos, por supuesto, pero muy cultos, y estoy segura de que el salón de madame está lleno de las personas más eruditas y literarias. Aun así, el niño no necesita distracciones sociales. Lo que necesita es estudiar. Le advertí de que no fuera con la noticia a su padre porque de lo contrario se metería en problemas.

Mientras tanto, la temporada ha dado comienzo en casa de madame Baignères y en la de madame Arman de Caillavet, donde Marcel espera seguir cultivando su amistad con el propio monsieur France, sin duda deseoso de ver cumplidas sus ambiciones literarias. Ayer, por fin insistí para que Marcel estableciera un horario, dedicando una serie de horas semanales a la lectura, y le comenté que, si insiste en volver a casa a altas horas de la madrugada, los períodos de estudio de nueve horas no me parecen una posibilidad demasiado realista.

PARÍS, 27 DE NOVIEMBRE DE 1891, VIERNES

Puesto que seguimos gozando de tan altas temperaturas, madame Faure y yo salimos ayer a dar un paseo antes de que los preparativos de la temporada lo impidan. Abruma la ronda de cenas y de bailes a los que debe asistir el mes que viene. Ese es, sin duda, el deber de la mujer de un político. De hecho, yo tenía la sensación de estar haciéndole un gran bien al proporcionarle un pequeño tête-à-tête con una buena amiga para variar. Conversamos largo y tendido sobre las obligaciones conyugales y nos preguntamos hasta qué punto debemos cerrar los ojos a la evidencia. Yo no era consciente de que monsieur Faure fuera tan activo fuera de casa. Pobre mujer, sé por experiencia que esa clase de asuntos son una carga tremenda.

Marcel está muy entusiasmado porque ha conocido a la princesa Mathilde en casa de madame Straus. Había oído decir que viste como una mujer sencilla y no duda en mencionar los orígenes humildes de los Bonaparte. Cuando Marcel le tomó la mano y fue a besarla, ella la giró bruscamente y le estrechó la suya. Adrien se quedó realmente impresionado y dijo: «¡Imaginaos al nieto de Louis Proust estrechando la mano de la sobrina de Napoleón!».

Me vi obligada a recordarle con suavidad al doctor que se proclama republicano.

PARÍS, 8 DE ENERO DE 1892, VIERNES

Estamos recuperándonos del enlace Neuburger-Bergson. Marcel y Dick estaban muy elegantes, de pie junto a la novia y al novio bajo el baldaquín. (Qué detalle de su parte honrarles de semejante modo, aunque debo admitir que me sorprendió ligeramente que no consideraran que Maman fuera un familiar lo suficientemente cercano como para que la proximidad del aniversario de su muerte tuviera que evitarse a la hora de fijar la fecha de la boda.) Ese traje nuevo de Eppler tiene un corte perfecto, por no hablar de la encantadora línea que dibuja en los hombros. Quizá debería decirle a Dick que mande hacerse allí las camisas en vez de aquí al lado.

Marcel siente adoración por su primo nuevo. Tuvieron una larga discusión sobre la obra de monsieur Bergson en una de las recepciones celebradas antes del nuevo año y Marcel intentaba explicarme sus teorías. Se trata del modo en que experimentamos nuestros recuerdos del pasado, aunque mentiría si dijera que entendí lo que me decía. Louise estaba preciosa y su vestido lucía las más exquisitas cuentas.

Monsieur Blanche no deja de presionar a Marcel sobre la cuestión del retrato. A pesar de su juventud, cuenta ya con cierta reputación como pintor, de modo que animé a Marcel a que accediera a posar para él. Aunque supondrá sin duda una distracción de sus estudios, sería una lástima dejar pasar una oportunidad así. Si bien monsieur Blanche acometerá el retrato por voluntad propia —al parecer, le gustan los ojos italianos de Marcel, por lo que cualquier madre debe entender que es un hombre de juicio—, he sugerido a Adrien que, si el retrato es un éxito, podríamos incluso comprarlo. Este verano, mi lobezno cumplirá veintiún años, ¡y qué estupendo regalo sería!

PARÍS, 7 DE MARZO DE 1892, LUNES

Anoche tuvimos un acalorado debate familiar sobre los méritos del teléfono. Dick está totalmente a favor y dice que llegará el día en que habrá uno en todas las casas. Llegó incluso a intentar convencer a Adrien de que sería muy útil en su consulta, añadiendo que en Norteamérica todos los médicos tienen ya línea. Marcel es escéptico al respecto y defendió a ultranza el neumático, diciendo que no hay nada que un teléfono pueda hacer que un petit bleu no sea capaz de conseguir con la misma celeridad. Dick respondió que si enviabas una invitación y la otra persona podía responder en cuanto la recibiera, eso aceleraría las cosas. Marcel apuntó entonces inteligentemente que a menudo no deseamos una respuesta inmediata, sino que preferimos disponer de unos días para considerar nuestra agenda social y el resto de invitaciones recibidas. Debo confesar que personalmente no acabo de acostumbrarme a mandar invitaciones empleando el neumático porque siempre he preferido la carta, aunque quizá las cosas sucedan tal y como dice Dick y terminemos por habituarnos al teléfono.

Ahora que visita tan a menudo a los Straus, Marcel vuelve a frecuentar la compañía de Jacques Bizet y de Daniel Halévy. Al parecer, el grupo de antiguos alumnos del Lycée Condorcet desea editar una revista literaria y Marcel está ahora ocupado con las reuniones de lanzamiento y demás. Quiere también ofrecer una cena a sus amigos esta temporada y ahora me toca a mí convencer al doctor para que le dé su permiso. A fin de cuentas, es joven y es natural que los jóvenes quieran entrar en sociedad. Además, no está bien visitar continuamente otras casas sin abrir las puertas de la propia.

AUTEUIL, 25 DE ABRIL DE 1892, LUNES

¿Acaso no nos libraremos nunca de este demonio que es el asma? Aunque no ha sido un ataque demasiado fuerte —tan solo jadeos y resuellos— y ha remitido en seguida, la ansiedad que el asma provoca en mi pobre Marcel me resulta casi insufrible. Sería monstruosamente injusto que siguiera impedido por su salud ya de mayor.

Vivimos bajo esta nube desde el día en que estuvimos en el Bois. De pronto me doy cuenta de que de eso hace exactamente once años, pues pasábamos las vacaciones de Pascua en casa de tío Louis cuando ocurrió, y Marcel tenía once años en aquel entonces. Allí estábamos todos, disfrutando de un precioso día de primavera en el Bois de Boulogne, cuando de repente Marcel empezó a jadear, ahogándose y retorciéndose en el suelo con las manos cerradas sobre el pecho. Jamás olvidaré esa imagen, como tampoco olvidaré cómo un día soleado y perfectamente inocente puede convertirse de pronto, y en cuestión de un solo instante, en una pesadilla. Y al levantar los ojos esperando que de algún modo el tiempo haya cambiado en respuesta a semejante pesar, el cielo azul se burla de ti y la claridad del aire resulta casi maligna.

Supongo que la causa hay que buscarla en los árboles. Esta semana, aunque tarde después del duro invierno, por fin se cubrirán de hojas. A pesar de que había planeado regresar a París el fin de semana, le he dicho a tío Louis que volveré de inmediato, con la esperanza de que Marcel esté más cómodo si no sale del apartamento. Qué curioso se me antoja que consideremos saludable el aire del campo que se respira en Auteuil cuando para él es motivo de enfermedad.

PARÍS, 27 DE MAYO DE 1892, VIERNES

Ayer por la tarde fui sola al Louvre y pasé gran parte del tiempo sumida en la contemplación de La buenaventura de Caravaggio. Aunque debo de haber visto el lienzo en repetidas ocasiones, quizá los cuidadores lo hayan trasladado a una nueva ubicación o lo hayan limpiado y eso explica que me haya llamado hoy la atención como lo ha hecho. La vidente es una vulgar campesina de rostro redondo y rubicundo, pero su cliente, que le tiende la mano y la mira con cierto recelo, es sin duda un hombre de noble cuna, con elegantes vestiduras y de delicados rasgos.

Hasta hoy no había reparado en lo mucho que se parece a Marcel. La nariz es larga y recta, con una leve protuberancia o arqueamiento justo por debajo del puente. Los ojos, pequeños, con una pronunciada línea que cruza la mitad del párpado y que separa la piel del párpado propiamente dicho de la de la frente, como si estuviera labrada en piedra. Las mejillas, encendidas, y los labios, rojos y carnosos. Bueno, no son pocos los que comentan a menudo que Marcel parece italiano. Su tonalidad oscura es de hecho semítica —heredada de su abuelo Weil—, aunque sin duda hay en él algo de los jóvenes nobles florentinos. Aparte del pelo —el cliente de la vidente muestra unos deliciosos mechones rizados—, y de la piel —la de Marcel es menos olivácea—, se parecen mucho. Ah, es ciertamente hermoso.

No es mi deseo aburrir a Marcel con las indulgentes comparaciones de una madre. Ya está demasiado pagado de sí mismo viendo cómo sus anfitrionas revolotean a su alrededor.

Hoy he visto a Max en la biblioteca, detrás del mostrador de peticiones, donde los encargados depositan los manuscritos que han sido devueltos a sus carritos para conducirlos de nuevo a las pilas. Estaba de espaldas a mí y empujaba un carrito en dirección opuesta, hacia la puerta de cristal que lleva a las cámaras ocultas, pero sin duda era él. He reconocido el modo en que los rizos se le pegan por detrás a la cabeza y ese andar ligero, saltarín y levemente indeciso, como si no perteneciera del todo a este mundo. Tan solo el carrito parecía anclarle al suelo. El uniforme de la biblioteca, una bata única de un tono azul descolorido, parecía demasiado grande para su pequeño cuerpo, e imagino que se queja de que no le sienta bien y de que le da un aspecto insignificante o encogido.

Siempre fue un poco vanidoso. En esa época, cuando paseábamos juntos por St. Catherine Street, le sorprendía a veces mirando su propio reflejo en los escaparates, asegurándose de que era tan apuesto como pretendía. Esta mañana, aunque a punto estoy de levantarme de mi escritorio e ir tras él para alcanzarle y verle la cara, el ligero vacío que siento en el estómago me detiene.

El temor y el deseo se entrelazan en mi vientre en un pequeño ballet. Han pasado cinco años desde que se marchó de Montreal, abandonando para siempre la ciudad, y su imagen sigue turbándome. Ante la simple idea de estar en su presencia, aunque nos separe la longitud de esta inmensa sala, me embargan trémulas esperanzas, todas ellas falsas, bien que lo sé, e imposibles sueñecillos. ¿Puede llamarse amor a este atenuado anhelo, prolongado durante meses hasta convertirse en años? Le echo de menos y le temo a la vez, y me pregunto a veces si no será el simple hábito de la congoja el que me enturbia el ánimo. En los momentos en que prima la razón, veo que estoy a kilómetros de distancia del auténtico Max y me pregunto si podría amar al hombre en el que se ha convertido. Y aun así, aquí está, demasiado familiar e infinitamente deseable. Le veo claramente a pesar de la distancia, rondando al fondo de la sala. Soy incapaz de levantarme y de acercarme a saludar. Estoy totalmente convencida de que esta aparición resultará tan solo una quimera.

Vuelvo los ojos hacia la mesa. Estoy dejando que una fantasía me distraiga de la labor que me ocupa. Madame Proust es incansable y debo trabajar más deprisa si quiero terminar de leer todas las libretas. He llegado a la conclusión de que obviaré aquí unos meses. Estoy decidida a terminar hoy esta libreta y seguir con la que corresponde al año 1893.

PARÍS, 8 DE SEPTIEMBRE DE 1892, JUEVES

Gran excitación ayer porque Marcel salió a posar por vez primera para monsieur Blanche. Volvió en perfecta forma, absolutamente maravillado por el espectáculo del estudio, con sus inmensas ventanas situadas en la cara norte, ¡y una joven modelo que se vestía a toda prisa cuando él entró! Bien, aunque suene cuanto menos curioso, estoy convencida de que monsieur Blanche es un hombre absolutamente respetable. Me pareció muy agradable cuando le conocimos el año pasado en Trouville, y a fin de cuentas, su padre también es médico.

Marcel tiene que posar con el esmoquin —lo escondió debajo del gabán y de varias bufandas en el taxi que le llevó al estudio— y me ha estado contando cuán difícil es quedarse de pie e inmóvil. Puede hacer una pequeña pausa cada veinte minutos aproximadamente, pero monsieur Blanche dibuja con yeso en el suelo del estudio la silueta de sus pies para que adopte la misma pose al volver a empezar. Marcel dice que el pintor mordisquea la punta del pincel y suspira a menudo mientras trabaja, y que le prohíbe terminantemente hablar. Me preocupa que Marcel no se esté tomando lo suficientemente en serio sus clases en la Sorbona, aunque al menos las sesiones con monsieur Blanche le servirán para distraerse de la estúpida persecución a la que somete a madame de Chevigné. Creo que espera en la calle delante de su casa para poder verla porque estos días se levanta y sale sospechosamente temprano por la mañana.

PARÍS, 22 DE NOVIEMBRE DE 1892, MARTES

Eh bien. Vamos a recibir la visita del famoso señor Oscar Wilde. Marcel le conoció en una de sus soirées y se quedó encantado. Según dice, es tan ingenioso que a su lado madame Straus parece aburrida, y viste unos chalecos tremendamente coloridos. Marcel le ha invitado a que venga a cenar el jueves, antes de que concluya su gira parisina y deba regresar a Inglaterra. El muchacho insiste en que su padre y yo estemos presentes porque, según dice, aunque el señor Wilde habla un francés muy hermoso, mi inglés debería estar presto por si el caballero prefiere esa lengua. Leer es una cosa y hablar otra muy distinta. Aun así, creo que puedo echar mano del suficiente inglés como para mostrar al señor Wilde que nosotros los franceses no estamos faltos de simpatía hacia los ingleses ni hacia la lengua inglesa (aunque acabo de recordar que en realidad es irlandés. Me pregunto si eso supone alguna diferencia).

PARÍS, 23 DE NOVIEMBRE DE 1892, MIÉRCOLES

Grandes preparativos para mañana. Me he decidido por la blanquette.

PARÍS, 25 DE NOVIEMBRE DE 1892, VIERNES

¡Hemos recibido la visita del gran señor Wilde y ni siquiera he podido prestar atención al hombre! Tenía que venir a cenar ayer. Adrien hizo un gran esfuerzo por volver del hospital con tiempo de sobra a pesar de una reunión vespertina del consejo, y tanto él como yo estábamos a punto en el salón a las siete. Marcel llegó con retraso. A decir verdad, está cada vez más imposible en ese aspecto —me sorprende que llegue a sus fiestas antes de que se acaben—, y todavía no estaba en casa cuando sonó el timbre y Jean fue a abrir la puerta. Aunque nadie apareció en el salón, Jean me contó después que el señor Wilde asomó la cabeza y acto seguido preguntó por el servicio. Marcel llegó instantes más tarde, tuvo lugar una apresurada conversación en el vestíbulo y el señor Wilde volvió a desaparecer sin tan siquiera un simple «Mes hommages, madame». ¡Qué comportamiento más extraño!

Marcel estaba avergonzado y obviamente se lo tomó muy a pecho. Al parecer hubo un malentendido porque el señor Wilde no estaba informado de que se trataba de una invitación para cenar en famille. Quizá había esperado un tête-à-tête y no estaba preparado para una reunión más numerosa. En cualquier caso, tampoco creo que resultemos tan intimidatorios. En suma: la velada se saldó con una buena dosis de orgullo herido y yo pasé la noche consolando a Marcel y a Félicie («una deliciosa blanquette de ternera desperdiciada, y con todo el trabajo que me ha dado la salsa de marisco para el lenguado…»). Por otro lado, Adrien se mostró encantado con lo ocurrido y afirmó que estaba contento porque así podría dedicar la tarde a trabajar en sus papeles. Al menos él disfrutó de la ternera de Félicie con visible apetito, apaciguándola un poco, pero Marcel se negó a probar bocado y subió a su habitación bañado en lágrimas.

De no ser por el gran afecto que profeso al señor Dickens, el señor Wilde bien podría llevarme a citar al propio Montesquieu: «Los ingleses están ocupados. No tienen tiempo para ser corteses».

PARÍS, 18 DE DICIEMBRE DE 1892, DOMINGO

El sábado Marcel volvió a casa del estudio de monsieur Blanche jadeante y entusiasmado, intentando decidir si mostrarse molesto o regocijado con el vuelco que han dado los acontecimientos. Al parecer, el retrato no ha estado yendo bien desde que retomaron las sesiones después de la reciente enfermedad de Marcel y ayer monsieur Blanche anunció que se daba por vencido y que destruiría su obra. Marcel se quedó horrorizado al oír la noticia y le suplicó que reconsiderara su decisión, pero el pintor recogió sin demora su gran caballete. Marcel le arrebató entonces el cuadro todavía húmedo de las manos, pero monsieur Blanche se lo arrebató a su vez, diciendo que era su obra y que haría con ella lo que se le antojara. A fin de cuentas, Marcel no había encargado el retrato. Marcel le contestó que era su viva imagen y que sin duda podía comprárselo al artista si así lo deseaba. Monsieur Blanche se negó, diciendo que no estaba a la venta, y finalmente Marcel le arrebató de nuevo el lienzo, aunque se quedó solo con la mitad superior, y salió corriendo con él a la calle.

Le costó Dios y ayuda intentar volver a casa con él en un taxi sin estropear la pintura. Afortunadamente, la parte superior de la obra estaba prácticamente seca, pues eran las piernas en lo que monsieur Blanche había estado trabajando últimamente. Ahí es donde al parecer se había quedado atascado (Marcel dijo que se quejaba de que no conseguía que la pose pareciera natural).

En cualquier caso, lo que queda del retrato me gusta: lo que conservamos es un bonito retrato de medio cuerpo más que de cuerpo entero, aunque el parecido es realmente encomiable. Blanche ha pintado la piel de Marcel muy blanca, es cierto, pero la nariz larga y recta, los labios ondulados como el arco de Cupido y los ojos oscuros y de gruesos párpados están ahí. Marcel viste esmoquin y lleva una orquídea en el ojal. Es sin duda el retrato de un joven dandi; quizá monsieur Blanche haya creído que no ha logrado captar la inteligencia ni la sensibilidad de Marcel. Indudablemente ha capturado su belleza.

Quizá mi traducción necesite un contexto o algún tipo de introducción. Al menos debería explicarme. En lo que hace referencia a los bibliotecarios que revolotean por doquier, yo soy la lectora que ostenta una reserva del Archivo 263 y poco más. ¿Por qué debería justificarme ante ellos? Aun así, sé que no compartirán sus restrictivos y académicos prejuicios, y que agradecerán el apunte más personal.

De niña viví aquí… aunque no, esta historia empieza después. Se experimenta como un recuerdo, como el primer recuerdo adulto: una remembranza de la infancia como algo ya pasado.

Permítanme que les describa a una muchacha de quince años que está de pie en los escalones del Royal Ontario Museum de Toronto. Todavía no es una mujer. Flaca y de pecho plano, lleva el pelo recogido en dos largas trenzas negras y su cara, la piel blanca, rosadas las mejillas y los rasgos todavía por definir de una niña, tiene forma de corazón. Yo soy esa muchacha.

Llevo los mismos vaqueros ajustados y rectos de siempre. Están de moda en Europa, en lugar de los pantalones de campana, y quizá por ir así vestida hay quien vea en mí a una innovadora, a alguien que lidera en vez de seguir la feroz jerarquía social que marca toda adolescencia. Pero estos vaqueros son mi única excentricidad. Por lo demás, soy tímida, silenciosa, insignificante e invisible, en constante preparación para pasar por la vida como una simple observadora.

He venido hasta aquí en un viaje con el colegio desde Montreal, la ciudad en la que vivo, y he pasado la tarde en compañía de dinosaurios, fragmentos de vasijas y otras muchachas de quince años. Con la llegada de la década de los ochenta, Toronto toma ventaja a su rival histórico a fin de convertirse en la principal ciudad de Canadá, o al menos en un lugar convencido de su propia importancia, aunque todavía no se muestre lo suficientemente segura de sí misma como para tener la certeza de la conformidad del resto. De ahí que nos abrume con sus logros, alardeando y exhibiéndose. Sus museos tienen fama mundial. La torre de telecomunicaciones es la más alta y su apuesta olímpica es una posibilidad firme. Congregadas en los escalones del museo, las colegialas estamos convencidas de ello pues percibimos que la ciudad es un ente más pesado que cualquier muchacha de quince años y, por ende, más impresionante que el lugar de procedencia de cualquiera de ellas. Deseamos tocar la ciudad, formar parte de ella, pero ocultamos nuestro sobrecogimiento y nuestro deseo tras avergonzadas risitas y vanas conversaciones, alzando innecesariamente la voz a fin de demostrar a quienquiera que nos oiga que hablamos esta lengua.

Somos de Montreal, pero sabemos hablar inglés. Hablamos inglés. En la calle, con los vecinos, con los amigos anglófonos, e incluso con algunos de nuestros familiares. No representa para nosotras ningún problema. Aun así, la lengua rotunda y autosuficiente de Toronto nos intimida tanto como las reverberantes salas del museo. La ciudad parece simplemente no necesitar el francés, ni siquiera saber de su existencia. Felizmente inconsciente de lo que se pierde, jamás se ve en la obligación de elegir entre lenguas. Aquí no existe la incomodidad ni la dificultad, no existen los titubeos, los falsos comienzos ni los giros equivocados. Toronto sigue hablando en inglés como si no hubiera alternativas. La idea resulta novedosa, y mientras le damos vueltas en la cabeza, no podemos dejar de ser conscientes de que si viviéramos en este lugar tendríamos que enfrentarnos a la mitad de las tareas en la escuela. Este automático monolingüismo difiere mucho de nuestra realidad bilingüe en eterno cuestionamiento, de nuestra brega lingüística, de nuestra Montreal… y lo que es diferente de nosotras es siempre mejor.

Comparto el entusiasmo de mis compañeras de clase. Estoy plenamente convencida de esta envidiosa visión del mundo, a pesar de que sea nueva para mí. Dos años antes, no había oído hablar de semejante orgullo cívico ni tampoco de semejantes comparaciones geográficas. Todavía no había aprendido a anhelar. Hasta mi decimotercer cumpleaños había vivido en el centro del universo y jamás había concebido que mereciera la pena vivir en ningún otro lugar del mundo, ni que ningún otro habitante del planeta que viviera en otro lugar contara demasiado. Había vivido en París.

Un gélido día de noviembre a las cuatro, mientras la luz muere en las calles, estoy de pie delante del elegante edificio de piedra caliza gris que alberga mi escuela. Visto la falda gris, blusa blanca, cárdigan azul cobalto y blazer azul marino que conforman el uniforme de rigor, que sin embargo no basta para protegerme del frío. Hay unos diez centímetros de piel expuesta desde el borde superior de mis calcetines de lana al extremo inferior de mi falda plisada, y la brisa me azota las piernas. Las clases han terminado y espero a mi madre.

Ubicado entre las elegantes calles diseñadas cien años atrás por el barón Haussmann, el colegio se encuentra al final de un opulento callejón sin salida, y limita en la parte posterior con un gran parque compuesto, como todos los parques franceses, de senderos de arcilla de color amarillo pálido y amplias extensiones de hierba bordeadas de barandas pintadas de verde que impiden el paso de los transeúntes. Por doquier se ven incómodas sillas metálicas que nadie utiliza, pintadas del mismo color que las barandas. En el borde del parque, estratégicamente situado de modo que el olor de su brasero planee hacia los uniformados escolares que en este preciso instante cruzan atropelladamente la gran verja de hierro forjado del colegio, se ha instalado un vendedor de castañas.

Desato la cartera de cuero duro que llevo colgada a la espalda y saco con cuidado una moneda de un franco del estuche de plástico rosa que guardo en el bolsillo delantero.

Des marrons pour mademoiselle? —el hombre emplea los exagerados tonos de todos los vendedores callejeros de París, pronunciando con fuerza las consonantes y arqueando una ceja al mirarme. Le tiendo mi moneda y a cambio él me da un cucurucho de papel cerrado.

Hay que pelar las castañas asadas, y después de volver a colgarme la cartera a la espalda, sujeto el cucurucho caliente entre las rodillas para poder tener libres las manos. Aunque el suelo duro del parque está sembrado de restos de cáscaras que han dejado allí otros niños, guardo las mías con cuidado en el bolsillo del blazer y pruebo la primera castaña. La fruta caliente casi me quema y la hago girar en la boca, inflando los carrillos y encogiendo la lengua. Cuando por fin se ha enfriado lo suficiente, puedo paladear la dulce y pastosa pulpa y su sutil sabor.

Una mujer menuda y de pelo negro se dirige apresuradamente hacia el colegio. Viste un trajecillo de Chanel del que emergen dos delgadas piernas y unos pies delicados que la llevan ligera hacia delante. Los rasgos menudos y los ojos brillantes le confieren una exquisita belleza condenada a desvanecerse y a arrugarse con la edad. Aun así, su frágil encanto ha de ser aún hoy, cumplidos los cuarenta, discernible, aunque apenas, oculto como está por la ansiedad y la prisa. Es mi madre y llega con retraso.

Mi madre está siempre nerviosa, siempre preocupada por algo, siempre insistiendo a voz en grito en hablar inglés cuando necesito que me hable en francés, siempre optando por su francés de marcado acento cuando con su correcto inglés bastaría. Mi corpulento padre, franco-canadiense, la mima en exceso, llamándola su rosa inglesa y riéndose indulgentemente cuando ella le recuerda que su familia fue en un tiempo irlandesa. Pero ella y yo estamos constantemente tropezando la una con la otra y retrocediendo a toda prisa, como dos animalillos que se han asustado mutuamente al aparecer por sorpresa.

Mi madre me lleva con ella lejos del brasero del vendedor de castañas hacia el coche que ha aparcado en un disparatado ángulo en el callejón sin salida, preocupada mientras camina. ¿Le habrán puesto una multa? ¿Me habré enfriado mientras la esperaba? ¿Habré perdido el apetito? ¿No serán quizá las castañas demasiado grasas para mí? Mientras correteo tras ella, brincando para ponerme a la altura de su asustadizo caminar, un niño grita mi nombre:

—Marie, Marie.

Está de pie en la otra acera de la estrecha calle, alegre, afectuoso, sonriendo como un poseso. Tiene el pelo rubio y rizado, sano y lustroso, y la piel tan dorada que parece bronceada, aunque quizá sea simplemente obra de la luz, un extemporáneo rayo de sol que acaba de emerger de pronto dramáticamente tras las nubes de noviembre. Es David. David es norteamericano, o al menos su padre lo es, y el hijo ha heredado de él esa particular muestra de confianza en sí mismo. A pesar de que su madre es francesa, se ha mudado aquí hace poco y todavía no es del todo consciente de que París es el centro del universo. Tan seguro está de sí mismo que quizá ni siquiera lo crea cuando alguien le haga partícipe de esa realidad. Apareció entre nosotros el año pasado, y ni siquiera lo altera su lento progreso en la clase de francés. Me enfurece su negativa a aceptar nuestras pautas —y en una ocasión, presa de una pérdida de control muy poco propia de mí que lamenté al instante, no pude evitar darle una patada por debajo de la mesa cuando se rio, restando importancia a un error que había cometido al conjugar el subjuntivo—, pero envidio su relajado encanto y no puedo sino codiciar sus rizos rubios. Fuera de clase hablamos en inglés, felices de tener eso en común y encantados de la incomprensión que provocamos en nuestros compañeros. Ellos, a su vez, se burlan de nosotros.

Doo uu speek inglish? —chillan, corriendo hacia nosotros y alejándose al instante.

Quizá porque soy su aliada en este nuevo lugar, y porque ambos somos extranjeros, David, a pesar de la rápida patada, confiesa estar colado por mí. Aunque me cuesta creer mi extraordinaria fortuna en ese sentido, es cierto. Durante las excursiones nos hemos pasado notas en el autobús donde admitíamos un amor que, calibrado mediante un sistema de cálculo prestado de nuestros profesores, alcanza un 19,5 de 20. Hecha esta declaración, no sabemos con seguridad qué viene a continuación, y orbitamos entusiasmados el uno alrededor del otro sin llegar nunca a pasar a la acción.

Sorprendentemente, David es judío. Y digo «sorprendentemente» porque, en estos días de vida parisina, conozco personalmente a muy pocos judíos, y el pelo rubio y el carácter alegre de David nada tienen en común con el resto de judíos que conozco, esto es, los que aparecen en las fotos que nos enseñan en el colegio: son seres demacrados, esqueletos vivientes en pijamas de rayas, no se distinguen unos de otros.

—¿Habéis visto el terrorífico espectáculo de Delvaux?

—¿Os ha enseñado ya Delvaux sus fotografías sucias?

Cada año en septiembre, mientras los alumnos más pequeños están todavía intentando conocer a sus nuevos maestros, los mayores, burlones, hacen estas dos preguntas. Se trata de monsieur Delvaux, nuestro profesor de historia, quien, a principios del año escolar, instalará el único y renqueante proyector de diapositivas del colegio, bajará las polvorientas persianas hasta cubrir las ventanas y lanzará una advertencia para prevenir a los que sufran del estómago, animándoles a que abandonen la sala y dediquen esa hora al estudio del Holocausto. En la penumbra creada por la bombilla del proyector y los escasos rayos que se cuelan por las persianas, insiste largamente en las atrocidades y observa nuestras caras con atención, con la esperanza no solo de escandalizarnos, sino también de educarnos. Hombres y mujeres hacinados en vagones de ganado. Cámaras de gas que parecen duchas. Pantallas de lámparas hechas con piel humana. Monsieur Delvaux desea por encima de todo perturbar las blandas superficies de nuestros rostros intactos y aportar cierta dosis de temor o quizá simplemente de duda a nuestras malcriadas vidas. Aunque nació al final de la guerra —parece lamentar no haber estado presente personalmente en sus acontecimientos—, su padre, según dice, estuvo en la Resistencia. Los mayores han oído sus historias muchas veces y se parten de la risa cuando nosotros, los más pequeños, les informamos muy serios de que el padre de monsieur Delvaux combatió contra los nazis.

Estas historias tampoco son nuevas para mí. De hecho, creo conocer desde que tengo uso de razón el destino de seis millones de judíos europeos. Si en lo que a mí respecta mi madre ha sido breve y concisa y me ha explicado con un discurso entrecortado por la vergüenza que sangraré todos los meses, que los niños se crean por la unión de un óvulo y un espermatozoide y que cuando sea mayor aprenderé otras cosas, sin embargo, ha mostrado una firme paciencia a la hora de tratar las lecciones de historia. Mi padre y ella eran adolescentes cuando terminó la guerra y desde Europa llegó la inenarrable noticia. En la década de los sesenta, cuando el mundo empezó, despacio primero aunque con creciente desesperación después, a hablar de las historias de Bergen-Belsen y de Auschwitz, ellos eran unos padres primerizos que mimaban a su nuevo bebé, su primera y única hija. Mi madre expresaba sus ansiedades diarias —¿Y si hay un escape de gas? ¿Y si te resfrías? ¿Y si tu padre se retrasa? ¿Y si cae el franco? ¿Y si los socialistas ganan las elecciones?— con un tono de voz acalambrado y con la frente salpicada de arrugas. Solo al dar voz al mayor temor de todos se transformaba en una mujer inmensa y contundente: «Eso no puede volver a ocurrir jamás».

Sentados a la mesa durante la cena, mis padres se muestran instantánea aunque silenciosamente alarmados cuando les hablo de la sesión de diapositivas de la clase de historia de Delvaux. Son capaces de percibir un soplo de lascivia a un kilómetro de distancia, pues es precisamente ese olor el que ansían erradicar como sea de sus delicados intentos por compartir el mayor horror del mundo adulto con su hija de doce años. Se produce una larga pausa y entiendo, aunque demasiado tarde, que he tropezado con un tema tabú. Es mi padre el que habla.

—¿Te han asustado las imágenes?

—Oh, no, papá. No me han asustado.

No, no me han asustado. Más bien me he sentido abrumada por el gran peso de la historia que se ha llevado a toda esa gente consigo. Me siento pequeña e inepta en mi seguridad, y estoy segura de que ningún acontecimiento tan poderoso como ese podría jamás marcar mi vida. Esos esqueletos sufrientes con sus pijamas de rayas me resultan tan nobles y distantes como el Cristo sangrante y la Virgen bañada en lágrimas cuya imagen cuelga en la pared de la pequeña aula en la que recibimos aburridos las lecciones de catecismo todos los miércoles por la tarde.

Ni que decir tiene que David está exento de la clase de catecismo y puede pasar los miércoles como guste. Esa libertad no hace más que magnificar el halo de buena fortuna natural que parece envolverle. Suspiro por David. Suspiro por ser David, por ser tan afortunada como él, y tan rubia.

Sin embargo, a pesar de toda su felicidad y de su salud, también David reclama en cierta medida el estatus especial de víctima de la historia. Según ha contado a un círculo de jadeantes escolares francesas, David Smith —esa anodina etiqueta anglosajona que ostenta— no es su nombre real. Su nombre real es David Aaron Goldberg, pero sus padres se lo cambiaron cuando se trasladaron aquí, al país de su madre, temerosos de que el antisemitismo impidiera el progreso de su padre en el mundo empresarial europeo. Las otras niñas están profundamente impresionadas. Un exótico cambio de nombre supera las recientes vacaciones de Philippe en Martinica y también los ojos oscuros de Bernard.

—Deberíais saber que la gente es idiota —dice David, y todas asienten, cómplices.

—Ah, sí —dice una—. Tu padre ha hecho bien en tener cuidado.

Sin embargo, yo no estoy del todo segura de creer a David. Es indudable que tiene una vena malévola y que a menudo insiste en que falte a clase de catecismo y pase la tarde del miércoles con él. Cuando lo hago, es siempre protegida por la seguridad del grupo. Sylvie, nuestra cabecilla, ha decidido que todas nos saltemos la clase y vayamos al metro.

En el extremo superior de los Campos Elíseos, bajo el arco de triunfo de la plaza Charles de Gaulle, se entrecruzan tres líneas de metro. El resultado es un laberinto de pasillos interconectados que, como han descubierto los escolares, es ideal para jugar al escondite. Cuando echas a correr por el pasillo que desemboca en el andén Direction Porte Dauphine, oyes vagamente el golpeteo de pisadas y los gritos de júbilo debajo de ti procedentes de otro pasillo. En el andén de baldosas naranjas Direction Nation, donde el tren llega a su estación final antes de volver a retroceder hacia la Rive Gauche, el convoy deja salir a los pasajeros al andén derecho antes de abrir sus puertas para recibir a los que suben desde el izquierdo. Si calculas con cuidado tu llegada, puedes eludir a tu perseguidor atravesando el vagón durante los breves instantes en que las puertas de ambos lados siguen abiertas. Mejor aún si quien te persigue logra subir al tren y las puertas de salida se le cierran en plena cara. Al volverse hacia el lado por el que ha subido, se encontrará con que también esas puertas se cierran, y mientras su presa se ríe encantada al fondo, él se verá transportado hasta la siguiente parada: Kléber.

He utilizado esa artimaña al menos una vez, pero David no es tonto y calcula su fugaz paso por las puertas correctamente, reuniéndose conmigo en el otro lado. Me coge entonces el brazo y no me suelta, jadeando pesadamente debido al esfuerzo del juego y sin saber del todo qué hacer con su trofeo.

Sylvie, la instigadora de las actividades vespertinas, dobla una esquina procedente de la dirección contraria al tiempo que grita mi nombre en francés:

Marie, Marie.

Soy Marie. Me llamaron así por mis abuelas: Mary, una mujer inglesa, menuda y encogida, oculta en un asilo de Liverpool, y Marie, una elegante viuda de Quebec retirada en una casa de campo a la orilla de un lago en Laurentides. Marie es la traducción francesa de Mary, el nombre de la virgen, un nombre muy común en inglés y ligeramente embellecido por Marie, su traducción al francés. Sin embargo, si lo pronunciamos en inglés —me-ri no es más que un estúpido nombrecillo que me hace pensar en las tonadas de los musicales norteamericanos que silba mi padre, o en la peluquera de pelo oxigenado de un salón de belleza de Liverpool en el que estuve una vez, a regañadientes, con mi madre. Soy Marie, pero preferiría no ser Marie.

La familia de mi padre zarpó a Canadá desde Normandía en 1690, o al menos eso es lo que Grand-mère dice. Mi padre hizo el viaje a la inversa en 1960, protagonizando así el peregrinaje de un joven quebequés a la madre patria y haciendo parada en París. Conoció a mi madre en una galería de marfiles medievales del Louvre, y se enamoró de aquella joven inglesa indecisa que hablaba un mal francés y trabajaba como niñera para una familia parisina. Se casaron al cabo de un año y se quedaron en París, en parte por una cuestión de romanticismo y en parte como la primera de las muchas concesiones que haría mi padre a los deseos de mi madre. Ella quería quedarse cerca de su familia inglesa, de ahí que decidieran establecerse en Francia: él conservó su lengua y mi madre, su orilla del Atlántico.

En casa hablamos en inglés. Mi madre se desenvuelve con el acento de clase media que adquirió en la escuela católica. Mi padre ofrece una versión impoluta de los giros norteamericanos que aprendió de les Anglais durante su juventud en Montreal. Mi acento está a medio camino entre los dos. Mi madre lo llama «centro-Atlántico», y yo me imagino una isla rocosa enclavada en algún punto al oeste de Gran Bretaña, llena de gente que habla un inglés como el mío. En cuanto al francés, no hay elección posible. El suave y dulce deje de la lengua canadiense de mi padre es a todas luces un imposible. Hablo como mis compañeros de clase parisinos: con las untuosas úes, las suaves erres y escupiendo las tes como si de pepitas de naranja se tratara.

Vivimos en Francia como turistas permanentes, visitando, observando y diferenciando constantemente, saboreando la cultura y mostrándonos reservados a la vez.

—En Inglaterra… —empieza mi madre, al tiempo que comenta alguna diferencia de costumbres o de hábitos, como la hora a la que la gente come o la edad a la que se casan.

—Vaya, eso es algo que jamás veríamos en Canadá —comenta mi padre ante todo lo que ve, desde una catedral gótica a un niño orinando en la calle. Nuestros fines de semana y nuestras vacaciones están llenos de museos, iglesias y castillos, como si nuestra estancia en este lugar fascinante no fuera a durar siempre. Mi padre vende antigüedades; mi madre practica la superación personal; los tres creemos en el arte.

Y así es como cientos de pueblos franceses vivirán eternamente en el ojo de mi mente. Sombreadas avenidas, fachadas de piedra, sinuosas calles, mareantes espiras, los muros del norte, los tejados del sur. El viento barre una playa de la Bretaña; el sol caldea una terraza ajardinada de la Provenza. Podría nombrar algunos —Étretat, Bergerac, Vaucluse—, pero otros conservan apenas una leve identidad, prácticamente indistinguibles de los sueños. Hay un lugar junto a la orilla de un río, un puñado de calles que dan rápidamente paso a pequeñas casas de campo cuyos jardines lindan con el camino de arrastre. Los hombres pescan, mis padres caminan delante de mí a lo largo del río. ¿He visitado este lugar o lo he soñado? ¿Fue el destino de un fin de semana o acaso mi imaginación ha dado vida tridimensional a una escena pintada por Seurat o Monet que debo de haber visto en algún museo? No sabría decirlo, y aun así venero sus difusos trazos, sabedora de que debe de haber algún motivo por el que siguen acompañándome.

Aunque cientos de pueblos franceses viven en el ojo de mi mente, solo conozco un lugar en Canadá: la casa de campo. Cada dos veranos, mi madre prepara unas enormes maletas, moviendo de un lado a otro bañadores, prendas para la lluvia y gruesos jerséis, mientras mi padre se pavonea radiante por el apartamento, mostrándome billetes de avión y pasaportes y controlando el progreso de nuestros preparativos. Volamos a Montreal, una ciudad que parpadea, enorme y extensa, debajo del avión en descenso, y que ya en tierra no es más que un aeropuerto rodeado de autopistas. No tardamos en dejarla atrás porque, a pesar del largo vuelo, mi padre está impaciente por emprender la marcha. Alquila un coche y nos lleva hacia el norte.

Siempre está oscuro cuando llegamos. Descendemos envueltos en una profunda oscuridad que nos silencia de tal modo que podemos oír el susurro de los árboles y el suspiro de las olas. Me detendría a saborear este lugar nuevo aunque familiar en el que el olor a pino, a aire y a agua apunta a una salvaje geografía que podría incluso llegar a vislumbrar si pudiera esperar el tiempo suficiente para que mis ojos se adaptaran a la noche.

Sin embargo, mis padres no tienen motivo alguno para entretenerse. Parten apresuradamente, ansiosos por anunciar su aparición, buscando el calor y el parloteo de la cocina de la casa de campo con su gran chimenea de piedra. La espaciosa habitación huele a humo de leña y se llena con los besos y el parloteo de tíos, tías y primos. Intercambiamos saludos, desenvolvemos regalos, relatamos nuestros viajes y, hambrientos por la excitación de la llegada, comemos pan con queso que mojamos con té negro, y hablamos hasta que nos vence el agotamiento. Esa larga noche concluye en una estrecha litera situada en el dormitorio que está detrás de la cocina, caldeado por la pared posterior de la misma chimenea de piedra, y señala el comienzo de un lánguido verano de desayunos en vaqueros antes de que el rocío se haya evaporado y de cálidos baños a mediodía bajo enormes cielos azules; veranos de recoger bayas en las tórridas tardes mientras cantan las cigarras y de tranquilos paseos en canoa hasta más allá del gran pino inclinado que señala el límite de nuestra bahía.

Mis primas se ríen de mi vocabulario francés —cuisinière en vez de poêle, shopping en vez de magasiner—, y cuando pasamos al inglés, imitan mi acento transatlántico, aunque les encanta incluirme en sus juegos. Pocas veces hablan en francés. Prefieren el inglés, la lengua que emplean en el patio de la escuela y en la calle, en un simple afán de bravuconería. Dedicamos el verano entero a hacer muñecas de papel, a las competiciones de natación —quién puede bajar a diario al lago por muy fría que esté el agua—, a pillar, a patear la lata o a saltar a la comba. Y nos enseñamos mutuamente las rimas con las que acompañamos los saltos sobre la cuerda y que hemos aprendido durante el año.

Am stram gram, pic e pic et colégram, bourre et bourre et ratatam, am stram gram pic dam.

Engine, engine number nine, going down Chicago line… And you are not it.

Ne pleure pas, Jeannette. Alazim boum boum, alazim boum boum, ne pleure pas, Jeannette, nous te marierons… avec le fils d’un prince ou celui d’un baron

—Calderero, sastre, soldado, marinero, hombre rico, hombre pobre, mendigo, ladrón, medico, abogado, jefe indio.

Jocelyne, la mayor de mis primas, siempre tropieza con la cuerda de goma de vivo color rosa en «hombre rico», o cuando eso falla, en «médico» o en «abogado». Ya sabe que esas son profesiones de fortuna, y moviéndose despacio, dando muestras de una incipiente gordura, deja que los chicos la cojan adrede cuando jugamos a pillar con los vecinos. Yo prefiero a Lisette, su hermana menor. Enjuta y desmañada, tropieza con la cuerda impredeciblemente.

—Un calderero, Lisette, un calderero. Vas a casarte con un calderero.

Aunque no tenemos ni idea de lo que es un calderero, algo nos dice que es poco lo que la pequeña y restringida palabra inglesa promete.

Yo tengo las piernas largas y los brazos fuertes y puedo saltar a la comba sin descanso y sin equivocarme una sola vez, agotando los brazos de mis primas.

—Calderero, sastre, soldado, marinero, hombre rico, hombre pobre, mendigo, ladrón, médico, abogado, jefe indio, calderero, sastre, soldado, marinero, hombre rico, hombre pobre, mendigo, ladrón, médico, abogado, jefe indio, caldererosastresoldadomarinero… Tu ne te marieras pas, Marie. No encontrarás marido, no encontrarás marido.

Me río, convencida de que mis fuertes piernas siempre pueden evitar la cuerda y salvarme de los chicos de la casa de al lado.

Mientras mi madre se adelanta a toda prisa, David me grita en inglés desde la acera de enfrente: «Hasta mañana, Marie». Le saludo con la mano y corro tras mi madre hasta el coche aparcado en un espantoso ángulo en el callejón sin salida.

Delante del Royal Ontario Museum hay carritos de vendedores ambulantes cubiertos de globos rosas y plateados, animales de juguete hinchables y molinetes de rayas. Bajo esa bamboleante y estridente colección, el carrito está anclado al suelo con una caja de cristal de palomitas de maíz amarillas colocada delante e incluye un asiento de bicicleta y dos ruedas que sirven para propulsar el armatoste desde atrás. En el centro del carrito hay un brasero atendido por un macilento hombrecillo mediterráneo, que asa castañas europeas sobre los carbones. Los días de noviembre, el olor del humo amargo y de la dulce pulpa de las castañas flota en la brisa helada y una muchacha de quince años lo aspira y recuerda su infancia en París.