32

Había luz en la oficina de Bassett. Golpeé tan fuerte que se me amorataron los dedos. Abrió la puerta en mangas de camisa. Su cara tenía el color de la masilla con huecos azules bajo los ojos. Estos tenían la mirada de Lázaro y apenas parecieron reconocerme.

—¿Archer? ¿Qué problema hay, hombre?

—Usted es el problema, Clarence.

—Oh, espero que no —se fijó en la pareja que estaba detrás de mí y reaccionó exageradamente.

—¡Oh, la ha encontrado, señor Graff! Me alegro mucho.

—¿De veras? —dijo Graff tristemente—. Isobel ha confesado todo a este hombre. Quiero que me devuelva mi dinero.

El rostro de Bassett sufrió un cambio. El resultado del proceso fue una sonrisa brillante y nerviosa semejante al rictus de un caballo muerto.

—¿Debo entenderlo así? ¿Devuelvo el dinero y no se toca más el tema? ¿No se dirá ni una palabra más?

—Se dirán unas cuantas más. Dele su dinero, Clarence.

Se quedó tenso en el vano de la puerta, cerrándome el paso. Detrás de sus ojos de color celeste pálido mariposeaban y morían visiones de acciones posibles.

—No está aquí.

—Abra la caja y lo comprobaremos.

Ustedes no tienen orden de registro.

—No la necesito. Está dispuesto a colaborar, ¿no es así?

Levantó la mano y comenzó a pellizcarse la garganta por encima del cuello abierto de la camisa, estirando la piel floja y dejándola volver a su sitio.

—Esto ha sido una desagradable sorpresa. En realidad, deseo cooperar. No tengo nada que ocultar.

Se volvió repentinamente, atravesó la habitación y descolgó la foto de los tres campeones de salto. Detrás había una caja fuerte cilíndrica, empotrada en la pared. Le apuntaba con la pistola de tiro al blanco mientras giraba el dial cromado. El arma que había usado contra Leonard probablemente estuviera en el fondo del mar, pero podía haber otra en la caja fuerte. Sin embargo, todo lo que contenía era dinero, fajos de billetes envueltos en papel marrón.

—Tómelo —dijo Graff—, es suyo.

—Sólo serviría para convertirme en un sinvergüenza. Además no podría pagar los impuestos sobre eso.

—Está bromeando. Debe necesitar dinero. Trabaja para ganarlo, ¿no?

—Me hace mucha falta —dije—. Pero no puedo aceptar ese dinero. No me pertenecería, yo le pertenecería a él. Esperaría que hiciera cosas y las tendría que hacer. Me taparía la boca sobre este lío suyo, como a Marfeld, hasta el día del juicio final.

—Sería fácil ocultarlo —dijo Graff.

Volvió un ojo de basilisco hacia Clarence Bassett. Bassett se acható contra la pared. El temor a la muerte invadía su cara y galvanizaba su cuerpo. Me arrancó el arma de la mano, cayó en cuatro patas y aferró la culata. Logré quitársela antes de que apretara la zarpa, lo levanté por el cuello y lo dejé caer en la silla al extremo de su escritorio.

Isobel Graff se había derrumbado en un sillón detrás del escritorio. Su cabeza estaba caída hacia atrás y su pelo despeinado se desparramaba como aceite negro sobre el respaldo de la silla. Bassett evitó mirarla. Estaba sentado, encorvado, en el lado más distante de ella, temblando y respirando fuerte.

—No he hecho nada de lo que deba avergonzarme. He protegido a una vieja amiga de las consecuencias de sus actos. Su marido pensó que debía recompensarme.

—Esa es la más delicada descripción del chantaje que he oído jamás. Pero el chantaje no incluye lo que ha hecho usted. ¿Me va a decir que liquidó a Leonard y a Stern para proteger a Isobel Graff?

—No tengo ni idea de lo que está diciendo.

—Cuando trató de hacer responsable a Isobel del asesinato de Hester Campbell, ¿eso era parte de su servicio de protección?

—No hice nada por el estilo.

La mujer repitió como un eco:

—Clare no hizo nada por el estilo. Me volví hacia Isobel.

—¿Fue a casa de ella, en Beverly Hills, ayer por la tarde?

Asintió con la cabeza.

—¿Por qué fue?

—Clare me dijo que era su último amorío. Es el único que me dice las cosas, el único que se interesa por lo que me pasa. Clare dijo que si los atrapaba juntos podía obligar a Simon a concederme el divorcio. Pero estaba muerta. Entré en su casa y estaba muerta.

Hablando con resentimiento, como si Hester Campbell la hubiera defraudado deliberadamente.

—¿Cómo sabía dónde vivía?

—Clare me lo dijo —le sonrió con alegre reconocimiento—. Ayer por la mañana, cuando Simon se estaba dando su chapuzón.

—Esto es absurdo —dijo Bassett—. La señora Graff se lo está imaginando. Yo ni siquiera sabía dónde vivía, usted es testigo de eso.

—Quería hacerme creer que lo ignoraba, pero lo sabía muy bien. La había hecho seguir y la había amenazado. No podía permitir que George Wall la encontrara viva. Pero quería que la encontrara por casualidad. Y allí entré yo. Necesitaba alguien que llevara a George Wall hasta ella y lo ayudara a usted a hacerle aparecer culpable a él. Por si no salía bien, mandó a la señora Graff a la casa, para estar doblemente seguro. La segunda trampa es la que resultó: por lo menos resultó para Graff y su brillante cohorte. Le ayudaron mucho para encubrir ese asesinato.

—No tuve nada que ver con eso —dijo Graff a mis espaldas—. No soy responsable de la estupidez de Frost y Marfeld. Ellos actuaron sin consultarme —estaba parado, solo, junto a la puerta, como si fuera a evitar el tomar parte en el juicio.

—Eran sus agentes —le dije— y es responsable de lo que hicieron. Son accesorios del asesinato. Debería estar esposado con ellos.

Bassett se envalentonó con nuestro altercado.

—Está tratando de pescarme —dijo—. Tenía cariño por Hester Campbell, como sabe. No tenía nada contra ella. No tenía motivo para hacerle daño.

—No dudo que le tuviera cariño, a su manera. Probablemente estuviera enamorado de ella. Pero ella no lo estaba de usted. Ella estaba tratando de aprovechar la situación. Lo abandonó en septiembre y se llevó su más valiosa joya.

—Soy un hombre pobre. No tengo joyas valiosas.

—Me refiero a este arma —mantuve la pistola Walther fuera de su alcance—. No sé exactamente cómo lo consiguió la primera vez. Ha pasado por bastantes manos en los últimos cuatro meses desde que Hester Campbell la robó de su caja fuerte. Ella se la entregó a su amigo Lance Leonard. Él no tenía ganas de encargarse del chantaje solo, así que buscó la cooperación de Stern, que tenía experiencia en la materia. Stern también tenía relaciones que lo ponían fuera del alcance de los pistoleros de Graff. Pero no fuera del suyo.

»Le reconozco una cosa, Clarence. El coraje de enfrentarse a Stern, aunque yo se lo había ablandado. Más coraje del que tuvieron Graff y su ejército privado».

—No lo maté —dijo Bassett—. Sabe que no lo hice. Usted lo vio salir.

—Sin embargo, lo siguió, ¿no? Y no volvió durante un rato. Tuvo tiempo de dispararle en el estacionamiento, meterlo en su auto y llevarlo hasta el acantilado, donde podía cortarle el pescuezo y tirarlo al mar. Fue un esfuerzo bastante grande para un hombre de su edad. Debe haber deseado mucho esta pistola. ¿Tenía tanta necesidad de cien grandes?

Bassett miró por encima de mí la caja fuerte abierta.

—El dinero no tiene nada que ver —fue su primera afirmación verdadera—. No sabía que tenía ese arma en el automóvil hasta que trató de usarla contra mí. Le pegué con una llave de neumáticos y lo dejé seco. Era cuestión de matar o dejarse matar. Lo maté en defensa propia.

—No le cortó el pescuezo en defensa propia.

—Era un hombre malvado, un criminal que se inmiscuía en asuntos que no entendía. Lo destruí como quien destruye un animal peligroso —estaba orgulloso de haber matado a Stern. El orgullo resplandecía en su rostro. Lo hacía parecer tonto.

—Un delincuente y traficante de drogas, ¿es más importante que yo? Soy un hombre civilizado, vengo de buena familia.

—Así que degolló a Stern. Disparó en el ojo a Lance Leonard. Hundió el cráneo a Hester Campbell con un atizador. Hay mejores maneras de demostrar que se es civilizado.

—Lo merecían.

—¿Admite haberlos matado?

—No admito nada. No tiene derecho a atropellarme. No puede probar nada en contra mía.

—La Policía podrá hacerlo. Investigarán sus movimientos, encontrarán testigos que lo acusarán, hallarán la pistola que usó con Leonard.

—¿Lo harán, realmente? —le quedaba bastante clase como para aparecer sardónico.

—Seguro que lo harán. Les mostrará dónde la arrojó. Ya ha empezado a descubrirse. No es un profesional, Clarence, y no debería tratar de actuar como si lo fuera. Anoche, cuando había terminado su obra y los tres estaban muertos, tuvo que recurrir a la botella. No podía afrontar la idea de lo que había hecho. ¿Cuánto cree que puede resistir sentado en una celda, sin botella?

—Me odia —dijo Bassett—. Me odia y me desprecia, ¿no?

—Creo que no voy a contestar esa pregunta. Responda una mía. Es el único que puede hacerlo. ¿Qué clase de hombre usaría una mujer enferma como chivo expiatorio? ¿Qué clase de hombre le quitaría la vida a una chica joven como Gabrielle para poder cobrar una prima por su muerte?

Bassett lo negó con un repentino gesto retorcido de negación. El movimiento afectó la parte superior de su cuerpo como una convulsión.

Con las mandíbulas tiesas, dijo:

—Ha interpretado todo al revés.

—Entonces explíquemelo al derecho.

—¿Para qué? Nunca podría entenderlo.

—Entiendo más de lo que cree. Entiendo que espió a Graff cuando su mujer estaba en el sanatorio. Lo vio usar su cabaña para encontrarse con Gabrielle. Sin duda sabía que tenía un arma en el armario. Todo lo que sabía o averiguaba se lo pasaba a Isobel Graff. Probablemente la ayudó a fugarse del sanatorio y le dio las llaves necesarias. Todo se resume en asesinatos por control remoto. Hasta ahí lo entiendo. Lo que no entiendo es qué tenía contra Gabrielle. ¿Es que trató de conquistarla y perdió contra Graff? ¿O era simplemente que ella era joven y usted se estaba haciendo viejo, y no podía soportar verla vivir?

Tartamudeó:

—No tuve nada que ver con su muerte —pero se volvió en su silla como si una mano poderosa lo tuviera por la nuca. Por primera vez miró a Isobel Graff, rápida y culpablemente.

Ahora estaba sentada erguida, inmóvil como una estatua. La estatua de una justicia ciega y esquizofrénica, devolviendo la mirada de Bassett con la suya de piedra.

—Sí que tuviste, Clarence.

—No, quiero decir que no lo había planeado así. No pensé en el chantaje. No quería verla asesinada.

—¿A quién quería ver asesinado?

—A Simon —dijo Isobel Graff—, debía haber sido Simon. Pero lo estropeé, ¿no, Clarence? Fue por culpa mía que salió mal.

—Cállate, Belle —era la primera vez que Bassett le hablaba directamente—. No digas nada más.

—¿Pensaba matar a su esposo?

—Sí. Clarence y yo íbamos a casarnos.

Graff dejó escapar un gruñido, medio enojado y medio burlón. Ella se volvió hacia él:

—No te atrevas a reírte de mí. Me encerraste y me robaste mis bienes. Me trataste como una bestia de tu propiedad —su voz se levantó—. Lamento no haberte matado.

—¿Para que tú y tu apolillado cazador de fortunas pudieseis vivir felices para siempre?

—Podíamos haber sido felices —dijo ella—. ¿No es cierto, Clare? Tú me amas, ¿no es así, Clare? Me has amado durante todos estos años.

—Todos estos años —dijo él. Pero su voz estaba hueca de sentimientos, sus ojos estaban muertos—. Si me amas, te callarás ahora, Belle —su tono, brusco y poco amistoso, negaba sus palabras. La había humillado y ella poseía una intuición profunda y errática. Su humor viró violentamente.

—Te conozco —dijo con voz ronca y monótona—. Quieres echarme la culpa. Quieres que me metan en un cuarto para siempre y tiren la llave. Pero tú también eres culpable. Me dijiste que nunca podría ser condenada por ningún crimen. Dijiste que si mataba a Simon in fragrantis… in fragrantis… lo más que podrían hacerme sería encerrarme durante un tiempo. ¿No dijiste eso, Clare? ¿No lo dijiste?

Se negaba a contestar o a mirarla. El odio desdibujaba sus facciones como una ajustada máscara de goma. Ella se dirigió a mí:

—Así que ve que fue a Simon a quien pensaba matar. Su amiguita sólo era un animalito para su uso, un animalito con dos lindas piernas. No mataría a un lindo animalito.

Se detuvo y dijo con extraña sorpresa:

—Pero la maté. Le disparé y rompí las conexiones. Apareció en la oscuridad, detrás de la puerta. Apareció como una representación del pecado, puesto que era el origen del mal. Y era de ella de quien se quería aprovechar el viejo sucio. Así que rompí las conexiones, Clare se enojó conmigo. Pero no había visto las cosas malas que ella hacía.

—¿No estaba él con usted?

—Después sí. Estaba tratando de limpiar la sangre… Sangró sobre mi bonito suelo limpio. Estaba tratando de limpiar la sangre cuando entró Clare. Debió haber estado esperando fuera y vio a la mocosa arrastrándose fuera de la puerta. Se arrastró lejos como un perrito blanco y se murió. Y Clare se enfadó conmigo. Me echó a gritos.

—¿Cuántas veces disparó, Isobel?

—Sólo una.

—¿En qué parte del cuerpo?

Dejó caer la cabeza con espantosa modestia.

—No me gusta nombrarlo en público. Se lo dije antes.

—Gabrielle Torres recibió dos tiros, uno en la parte superior del muslo, el otro en la espalda. La primera herida no fue mortal. Ni siquiera fue grave. La segunda le perforó el corazón. Fue el segundo tiro el que la mató.

—Sólo le disparé una vez.

—¿No la siguió a la playa y le disparó en la espalda?

—No —miró a Bassett—. Díselo, Clare. Sabes que no pude haber hecho eso.

Bassett la miraba con odio, sin hablar. Sus ojos abultaban como pequeños globos pálidos inflados por la presión interior de su cráneo.

—¿Cómo puede saberlo él, señora Graff?

—Porque él llevaba el arma. Yo la dejé caer al suelo de la cabaña. Él la recogió y salió tras ella.

La presión forzó las palabras a salir de la boca de Bassett.

—No la escuche. Está loca…, tiene alucinaciones, yo no estaba a menos de seis kilómetros…

—Sí que estabas, Clare —dijo ella tranquilamente. Al mismo tiempo se inclinó sobre el escritorio y le propinó un golpe salvaje en la boca. Él lo recibió estoicamente. Fue la mujer quien empezó a llorar. A través de sus lágrimas decía:

—Tú tenías la pistola cuando la seguiste fuera. Después volviste y me dijiste que estaba muerta, que la había matado. Pero que guardarías el secreto por mí, porque me querías.

Bassett paseaba su mirada entre ella y yo. Un hilo de sangre corría desde una comisura de su boca como una raya roja en su máscara lívida. El gusano ciego que era su lengua salió para tocar la sangre.

—Me vendría bien un trago. Hablaré si me deja beber algo antes.

—Dentro de un momento. ¿La mató usted, Clarence?

—Tuve que hacerlo —había bajado la voz hasta hacerla un susurro apenas audible, como si un ángel hubiera puesto micrófonos en la habitación.

Isobel Graff dijo:

—Mentiroso, ¡hacerte pasar por amigo mío! Me dejaste vivir en el infierno.

—Te evité un infierno peor, Belle. Iba camino de la casa de su padre, hubiera contado todo.

—¡Así que lo hacías por mí, maldito mentiroso! ¡El Joven Loquinvar lo hizo por Rocío Helioupoulos, la chica del dorado oeste! —sus emociones se habían adueñado de ella. Ahora no lloraba. Su voz era salvaje.

—Por sí mismo —dije—. Perdió el gran premio cuando usted no mató a su marido. Vio la oportunidad de ganarse un premio de consuelo con sólo convencer a su marido de que usted había matado a Gabrielle. Estaba perfectamente maquinado para echarle a usted la culpa, tan perfectamente que hasta la convenció.

La convulsión negativa volvió a recorrer a Bassett, dejándole la boca torcida a un lado.

—No fue así en absoluto. Nunca pensé en el dinero.

—¿Qué es lo que encontramos en su caja fuerte?

—Ese fue el único dinero que recibí y que pedí. Lo necesitaba para irme, había planeado irme a México y vivir. Nunca pensé en el chantaje hasta que Hester robó la pistola y me denunció a esos criminales. Me forzaron a matarlos, ¿no lo ve?, con su avaricia y su indiscreción. Tarde o temprano el caso se reabriría y saldría a relucir la verdad.

Miré a Graff para pedirle confirmación, pero se había ido de la habitación. El vano de la puerta daba a la oscuridad. Le dije a Bassett:

—Nadie lo obligó a matar a Gabrielle. ¿Por qué no pudo dejarla irse?

—Simplemente no pude —dijo—. Se arrastraba hacia su casa por la playa. Había empezado el asunto, tenía que terminarlo. Nunca he soportado ver a un animalito herido, ni siquiera un bicho, ni una araña.

—¿Así que es un asesino piadoso?

—No. Parece que no puedo hacérselo comprender. Estábamos ahí los dos, solos en la oscuridad. La marea estaba subiendo y ella gemía y se arrastraba por la arena. Desnuda y sangrando, una muchacha que había conocido hacía tantos años, cuando era una niña inocente. La situación era tan espantosamente horrible. No ve, tuve que ponerle fin de algún modo. Tuve que hacer que dejara de arrastrarse.

—¿Y ayer tuvo que matar a Hester Campbell?

—Esa era otra. Se hacía la inocente para infiltrarse como un gusano en mi buena voluntad. Me llamaba Tío Clarence, aparentaba tenerme afecto, cuando lo único que quería era la pistola que tenía en la caja fuerte. Le di dinero, la traté como a una hija, y me traicionó. Es trágico cuando las chicas crecen y se vuelven groseras, falsas y lascivas.

—Así que se encarga de que no crezcan.

—Están mejor muertas.

Miré su rostro. No tenía nada fuera de lo común. Era bastante corriente, vulgar y avejentado, con un toque caricaturesco dado por los largos dientes y los ojos saltones. No era el tipo de rostro que la gente podría considerar perverso. Pero era la cara de la perversidad atraída por un deseo vago y apasionado hacia el oscuro acto que aborrecía.

Bassett levantó la vista hacia mí como si hubiese estado muy lejos y me hubiera comunicado con él por transmisión de pensamiento. Bajó los ojos a sus manos entrelazadas. Estas se separaron para extenderse y cerrarse sobre sus muslos delgados. Las manos también parecían estar lejos de él, separadas por algún ignorado desastre de sus intenciones y deseos.

Descolgué el teléfono, que estaba en el escritorio, y llamé a la Policía del distrito. Para ellos sería un asunto de rutina. Quería quitármelo de las manos. Bassett se inclinó hacia delante cuando colgué.

—Mire —dijo cortésmente—, me había prometido un trago. Lo necesito de manera tremenda.

Fui al bar portátil que estaba al otro extremo del escritorio y saqué una botella. Pero Bassett iba a recibir un sedante mucho más potente. Tony Torres entró por la puerta abierta. Andaba agachado y arrastrando los pies, llevando su pesado revólver Colt. Sus ojos eran de un negro terroso. El fuego de su arma fue pálido y breve, pero el estampido fue muy fuerte. Sacudió la cabeza de Bassett hacia un lado. Quedó en esa posición, apoyada en su hombro.

Isobel Graff lo miró con insensible sorpresa. Se levantó y enganchó sus dedos en el escote de su blusa de algodón. Al rasgarla descubrió su pecho al arma.

—Mátame. Mátame a mí también.

Tony movió la cabeza solemnemente.

—El señor Graff dijo que el señor Bassett era el culpable.

Metió el revólver en la cartuchera. Graff entró tímidamente. Andaba en silencio, como un enterrador. Graff cruzó la habitación hasta donde Bassett estaba sentado. Su mano se extendió para tocar el hombro del muerto. El cuerpo se derrumbó haciendo un ruido al golpear el suelo. Era un sonido quejumbroso como el llanto débil y lejano de una criatura por su madre.

Graff saltó alarmado, como si una descarga eléctrica hubiera terminado con la vida de Bassett. En cierto modo, era así.

—¿Por qué meter a Tony en esto? —dije.

—Me pareció lo mejor. A la larga el resultado será el mismo. Le estaba haciendo un favor a Bassett.

—Pero no a Tony.

—No se preocupe por mí —dijo Tony—. Hace dos años en marzo que sólo vivo para esto, para dársela al tipo que le hizo eso a ella. No importa si nunca regreso a Fresno —se enjugó la frente con el dorso de la mano y la sacudió para quitarle el sudor. Cortésmente dijo—: ¿Hay inconveniente, caballeros, en que me vaya fuera? Hace calor aquí dentro. Me quedaré por acá.

—Me parece bien —dije.

Graff lo miró salir y se dirigió a mí con renovado aplomo:

—Me fijé que no trató de detenerlo. Pero estaba armado, hubiera podido impedir ese disparo.

—¿Le parece que hubiera podido?

—Por lo menos ahora podemos evitar que los diarios publiquen lo peor.

—¿Se refiere a su acción de seducir a una adolescente y abandonarla a las primeras de cambio?

Me chistó y miró nerviosamente a su alrededor, pero Tony no podía oírnos.

—No estoy pensando en mí solamente.

Miró intencionadamente a su mujer. Estaba sentada en el suelo, en el rincón más oscuro del cuarto. Tenía las rodillas recogidas hasta tocarle el mentón. Sus ojos estaban cerrados y estaba tan quieta y callada como Bassett.

—Es un poco tarde para pensar en Isobel.

—No, está equivocado. Tiene un gran poder de recuperación. La he visto en peor estado que éste. Pero no puede obligarla a enfrentarse a un juicio público, no es tan inhumano.

—No tendrá que hacerlo. El tribunal psiquiátrico puede reunirse en la sala privada de un hospital. Usted es el único que tiene que hacerle frente al juicio público.

—¿Por qué? ¿Por qué debo sufrir más? He sido víctima de un Yago. No sabe lo que he tenido que soportar en mi matrimonio. Tengo una personalidad creadora, necesitaba un poco de dulzura y suavidad en mi vida. Le hice el amor a una joven, ése es mi único crimen.

—Encendió el fósforo que puso todo en marcha. Encender un fósforo puede ser un crimen si se incendia un edificio.

—Pero no hice nada malo, nada fuera de lo común. Una aventurita, ¿qué importancia puede tener? No me va a destruir por tan poca cosa. ¿Es honesto hacerme el chivo expiatorio del público, destruir mi carrera? ¿Es justo?

Su ansiosa elocuencia carecía de convicción. Graff había vivido demasiado tiempo entre actores. Era un habitante de la ciudad irreal, una falsa fachada sujeta con tirantes.

—No me hable de justicia, Graff. Ha estado encubriendo asesinatos desde hace casi dos años.

—He sufrido terriblemente durante esos dos años. He sufrido y pagado bastante. Me ha costado sumas enormes.

—Lo dudo. Usó su nombre para pagar a Stern. Usó su corporación para pagar a Leonard y a la chica de Campbell. Es un truco ingenioso, si le sale bien conseguir que Impuestos Internos le ayude a pagar sus chantajes.

Debí acertar porque Graff no trató de discutir. Bajó la mirada a la valiosa pistola que tenía en la mano. Era la única prueba física que lo forzaría a figurar en el caso. Dijo urgentemente:

—Deme mi arma.

—¿Para que me pueda liquidar con ella?

En algún punto de la carretera, por encima de los techos, ululó una sirena.

—Dese prisa —dijo—, viene la Policía. Saque las cápsulas y deme el arma. Tome el dinero de la caja fuerte.

—Lo siento, Graff. No necesito la pistola. Es la prueba de homicidio justificado que necesita Tony.

Me miró como si fuera un idiota. No sé cómo lo miré, pero le hice bajar la vista y darse la vuelta. Cerré la caja fuerte. Hice girar el dial y volví a colgar el cuadro de los tres jóvenes campeones de salto. Atrapados en un vuelo inmutable, las dos jóvenes y el muchacho planeaban entre el mar y la brillante desolación del cielo.

La sirena rugió más cerca y más fuerte, como un animal sobre el techo. Antes de que entraran los hombres del sheriff, puse la pistola Walther en el suelo, junto a la mano extendida de Bassett. Los expertos en balística harían lo demás.

— FIN —