31

Cuando llegué a Malibú era noche cerrada. Sólo había un automóvil en el estacionamiento del Channel Club, un deslucido Dodge de preguerra, con el nombre de Tony en la tarjeta adherida a la barra de la dirección. Dentro del club, alrededor de la piscina, no se veía a nadie. Llamé a la puerta de la oficina de Clarence Bassett sin obtener respuesta.

Anduve a lo largo de la galería y descendí los escalones hasta la piscina. El agua temblaba bajo el viento frío y tranquilo de la costa. El sitio aparecía muy desolado. Era ciertamente el último hombre de la fiesta.

Me aproveché de esta circunstancia para entrar en la cabaña de Simon Graff. La puerta tenía una cerradura de tipo Yale, fácil de romper. Entré y encendí la luz, casi esperando encontrar a alguien en el cuarto. Pero estaba vacío, su moblaje intacto, sus cuadros brillantes e inmóviles en las paredes, atrapados fuera del tiempo.

El tiempo me estaba recorriendo, áspero sobre mis nervios, cálido en mis arterias, impalpable como el aliento en mi boca. Tenía la sensación de insomnio que se tiene a veces al final de un caso difícil, cuando uno puede ver, si lo desea, a la vuelta de las esquinas y en las profundidades oscuras de los seres humanos.

Abrí las puertas gemelas de los cuartos de vestir. Cada uno tenía una puerta trasera que daba a un corredor que llevaba a las duchas. La de la derecha contenía un armario de acero gris y una variedad de ropa para playa de hombre: albornoces y pantalones de baño, camisas deportivas y zapatillas. La de la izquierda, que debía haber sido la de la señora Graff, estaba completamente desocupada salvo por un banco de madera y un armario vacío.

Encendí la luz del techo, no muy seguro de lo que estaba buscando. Era algo vago y sin embargo específico: una impresión segura de lo que había sucedido aquella noche de primavera, cuando Isobel Graff había andado suelta y la primera joven había muerto. Por un momento, había dicho Isobel, estuve allí dentro, mirándonos a través de la puerta y escuchándome a mí misma. Por favor, sírvame una copa.

Cerré la puerta de su cuarto de vestir. Las tablillas de la celosía, que estaba situada en la parte superior de la puerta, estaban bastante separadas entre sí y flojas, para que el cubículo sin ventanas se ventilara. Poniéndome de puntillas podía mirar hacia abajo, por entre las tablillas, al cuarto exterior. Isobel Graff hubiera tenido que subirse sobre el banco.

Acerqué el banco a la puerta y me subí sobre él. Veinte centímetros por debajo del nivel de mi vista, en el borde de una de las tablillas, había una serie de muescas que parecían marcas de dientes y alrededor de ellas una leve media luna de lápiz de labios, oscurecida por el tiempo. Examiné la parte inferior de la tablilla de madera blanda y encontré huellas similares. El dolor atravesó mi mente como una cuerda anudada que arrastrara una imagen. Era dolor por la mujer que se había parado sobre este banco en la oscuridad, observando la habitación externa a través de las rendijas de la celosía y mordiendo la madera en su agonía.

Apagué la luz y atravesé el cuarto externo y me detuve frente a la litografía de la Costa Azul de Matisse. Sentía una salvaje nostalgia por ese mundo brillante y ordenado que nunca había llegado a existir del todo. Un mundo donde nadie vivía ni moría, atrapado en el ojo de un sol que no se ponía nunca.

Detrás de mí, alguien carraspeó delicadamente. Me volví y vi a Tony en el vano de la puerta, entrecerrando los ojos por la luz. Su mano estaba en la culata de la pistola.

—Señor Archer, ¿rompió la puerta?

—La rompí.

Movió la cabeza a modo de advertencia y se inclinó para ver el daño que había hecho. Un rasguño brillante cruzaba el montaje de la cerradura y el borde de la madera estaba ligeramente hundido. El índice grueso y oscuro de Tony recorrió el rasguño y la muesca.

—Al señor Graff no le va a gustar esto, está loco por su cabaña, la amuebló él mismo, no como los demás.

—¿Cuándo hizo eso?

—El año pasado, antes de empezar la temporada de verano. Trajo sus propios decoradores, la limpió hasta que relucía y puso cosas nuevas —su mirada era seria, negra, fija. Se quitó la gorra y se rascó la cabeza salpicada de gris—. ¿También rompió la cerradura del portón?

—Sí. Parece que hoy tengo ánimo destructivo. ¿Es importante?

—A la Policía le parecía que sí. El capitán Spero me preguntó varias veces quién había roto el portón. Encontraron otro muerto en la playa, ¿sabe, señor Archer?

—Carl Stern.

—Ajá, Carl Stern. Fue el manager de mi sobrino durante un tiempo. El capitán Spero dijo que era uno de esos ajustes de cuentas entre pistoleros, pero yo no sé. ¿Qué le parece a usted?

—Lo dudo.

Tony estaba en cuclillas junto a la puerta abierta. Parecía ponerlo nervioso el hecho de estar en la cabaña de los Graff. Se rascó de nuevo la cabeza y deslizó el pulgar y el índice por las huellas gire hacían de paréntesis a su boca.

—Señor Archer, ¿qué le pasó a mi sobrino Manuel?

—Fue asesinado anoche.

—Ya lo sé. El capitán Spero me dijo que había muerto de un tiro en un ojo —Tony se tocó el párpado izquierdo con el índice derecho. Su cara levantada hacia mí semejaba una máscara mortuoria de yeso resquebrajado.

—¿Qué más dijo Spero?

—No sé. Dijo que quizá era otra muerte como consecuencia de un ajuste de cuentas, pero no sé. Me preguntó si Manuel tenía enemigos. Le dije que sí, que tenía un gran enemigo, llamado Manuel Torres. ¿Qué sabía de su vida, sus amigos? Que rompió conmigo hace mucho y siguió su propio camino, derecho al infierno, en un convertible con la capota baja.

A través de la estoica máscara del indio, sus ojos brillaban con una pena oscura, viviente.

—No sé. No podía arrancar a ese muchacho de mi corazón. Fue como un hijo para mí, durante una época.

Sus hombros arqueados se movían al ritmo de su respiración. Dijo:

—Me voy a ir de aquí, trae mala suerte para mí y mi familia. Todavía tengo amigos en Fresno. Me hubiera debido quedar en Fresno. No hubiera debido salir de allí. Cometí el mismo error que Manuel, pensando que podía venir y tomar lo que quisiera. No me dejaron tomarlo. Me dejan sin nada, ni mujer, ni hija, ni Manuel.

Cerró el puño, se golpeó la mejilla y paseó la vista por la habitación con un respeto confuso, como si hubiera profanado la morada de los dioses. El cuarto le recordó su deber:

—¿Qué está haciendo aquí, señor Archer? No tiene derecho a estar aquí.

—Estoy buscando a la señora Graff.

—¿Por qué no me lo dijo antes? No necesitaba romper la puerta. La señora Graff llegó hace unos minutos. Buscaba al señor Bassett, pero no está.

—¿Dónde está la señora Graff ahora?

—Se fue a la playa. Traté de detenerla, no parecía estar bien. No quiso venir conmigo. ¿Cree que tendría que telefonear al señor Graff?

—Si puede ponerse en contacto con él. ¿Dónde está Bassett?

—No sé, estaba guardando sus cosas. Quizá se vaya de vacaciones. Siempre se va a México durante un mes, fuera de temporada. Solía mostrarme fotos en colores…

Lo dejé hablando al cuarto vacío y me dirigí al extremo de la piscina. El portón de la cerca estaba abierto. Seis o siete metros más abajo la playa iba en pendiente hacia el agua, limitada por una ondulante línea de espuma. La vista del océano me produjo náuseas: me recordó a Carl Stern haciendo la plancha, muerto.

Las olas surgían como apariciones en la rompiente y caían como mampostería. Detrás de ellas, un muro acolchado de niebla se deslizaba hacia la costa. Bajé los escalones de cemento y me topé con una ráfaga de ruido que había llegado hasta mí entre los golpes sordos de las olas. Era Isobel Graff que hablaba al océano con una voz como el graznido de una gaviota. Lo desafiaba a que viniera a buscarla. Estaba sentada, recogida sobre sus rodillas, apenas fuera del alcance de las olas, y amenazaba con el puño al agua murmurante:

—Vieja cloaca sucia, no te tengo miedo.

Su perfil se proyectaba hacia delante, blanco brillante, con un brillante ojo oscuro en él. Me oyó acercarme y se alejó como asustada, poniéndose un brazo sobre la cara.

—Déjeme. No quiero volver. Antes me moriría.

—¿Dónde ha estado todo el día?

Sus ojos negros y húmedos me atisbaron por debajo de su brazo.

—No le interesa. Váyase.

—Creo que me voy a quedar.

Me senté junto a ella sobre la arena marcada, tan cerca que nuestros hombros se tocaban. Se encogió ante el contacto, pero no hizo ningún otro movimiento. Su cabeza de pájaro, oscura y desaliñada, se volvió hacia mí de pronto. Dijo con su propia voz:

—Hola.

—Hola, Isobel. ¿Dónde ha estado todo el día?

—En la playa; tenía ganas de dar un largo paseo. Una nena me dio un cucurucho de helado, se puso a llorar cuando se lo quité, soy una vieja horrible. Pero eso es todo lo que comí. Le prometí mandarle un cheque, pero tengo miedo de volver a casa. Ese viejo sucio estará allí.

—¿Qué viejo sucio?

—El que se quiso aprovechar de mí cuando tomé las píldoras para dormir. Lo vi cuando perdí el conocimiento. Tenía mal aliento, como Papá cuando murió. Y tenía gusanos que eran sus ojos —hablaba en un sonsonete.

—¿Quién tenía?

—El viejo Papá Noel de la Muerte con su larga, blanca y sucia barba —su humor era malo y ambiguo. No estaba tan enajenada como para no saber lo que estaba diciendo, sólo lo bastante mal como para decirlo.

—Se quiso aprovechar de mí, pero estaba demasiado cansada y por la mañana yo había vuelto al mismo sitio con la misma gente común, caliente y fría. ¿Qué puedo hacer si tengo miedo al agua? No puedo soportar la idea de los métodos violentos y las píldoras para dormir no sirven. Ellos la atontan a una, la hacen andar de aquí para allá y le dan mucho café y una está de vuelta en el mismo sitio.

—¿Cuándo probó las píldoras para dormir?

—Oh, hace mucho tiempo, cuando Papá me casó con Simon. Estaba enamorada de otro hombre.

—¿Clarence?

—Fue el único. Era tan dulce conmigo.

El muro de niebla había cruzado la línea de la espuma y estaba casi sobre nosotros. Detrás de él la marejada golpeaba como una visita desalentada. No sabía si reír o llorar. Miré su cara, inclinada cerca de la mía; una pálida cara fantasmal con dos agujeros-ojos y un agujero-boca. Estaba corroída por la enfermedad y estaba lejos de ser joven, pero en la noche neblinosa se parecía más a una niña que a una mujer. Una criatura desorientada que había perdido su camino y había encontrado a la muerte.

Su cabeza se apoyó en mi hombro.

—Estoy atrapada —dijo—. Todo el día he estado tratando de tener coraje para entrar andando en el agua. ¿Qué haré? No puedo aguantar siempre en un cuarto.

—El suicidio es un pecado para la religión que le enseñaron.

—He cometido otros peores.

Esperé. Ahora la niebla nos rodeaba por completo, un elemento compuesto de aire, agua y un frío de peces. Constituía una especie de limbo fuera de este mundo, donde cualquier cosa podía decirse. Isobel Graff dijo:

—Cometí el peor pecado de todos. Ellos estaban juntos en la luz y yo estaba sola en la oscuridad. Luego la luz parecía cristal roto en mis ojos, pero podía ver para disparar. Le disparé en la ingle y ella se murió.

—¿Eso ocurrió en su cabaña?

Asintió levemente. Más bien que ver su movimiento lo sentí.

—La pesqué allí con Simon. Se arrastró hasta aquí fuera y se murió en la playa. Las olas subieron y se la llevaron. ¡Ojalá me llevaran a mí!

—¿Qué le pasó a Simon esa noche?

—Nada. Se escapó. Para hacerlo otra vez, otro día y hacerlo, hacerlo, hacerlo. Estaba aterrado cuando salí del cuarto de atrás con el arma en la mano. Era el único a quien realmente quería matar, pero se escurrió por la puerta.

—¿Dónde consiguió el arma?

—Era la pistola de tiro al blanco de Simon. La guardaba en su armario. Él mismo me enseñó a dispararla, en esta misma playa.

Se movió dentro de la curva de mi brazo.

—¿Qué piensa de mí ahora?

No tuve que contestar. Una voz se estaba moviendo en la niebla sobre nuestras cabezas. Estaba diciendo su nombre, Isobel.

—¿Quién es? No deje que me lleven —se volvió de rodillas y me tomó la mano. La suya estaba helada. Por los escalones de cemento descendían pasos y luces. Me levanté para ir a su encuentro. El rayo de luz vacilante se acercó a mí. La figura borrosa y débilmente iluminada de Graff estaba detrás. La nariz larga y fina de una pistola de tiro al blanco sobresalía de su otra mano. Mi arma estaba en la mía.

—Le estoy apuntando, Graff. Déjela caer delante de usted.

Su pistola golpeó suavemente la arena. Me agaché y la recogí. Era uno de los primeros modelos de Walther calibre 0.22 alemana, con una culata de nogal hecha a medida, demasiado pequeña para mi mano. Estaba cargada. Desconfiando de su gatillo celoso, le puse el seguro y me la metí en el cinturón.

—Deme la luz, también.

Me entregó su linterna. Dirigí el rayo hacia arriba a su cara y por un instante pude verla desnuda. Su boca blanda estaba torcida y sus ojos asustados.

—Oí a mi mujer. ¿Dónde está?

Barrí la playa con el rayo de la linterna. Su cono de luz se llenó de niebla arremolinada. Isobel Graff huía de ella. Negra y enorme en el aire gris, su sombra corría delante de la mujer. Parecía estar descargando una furia que la empequeñecía y la atormentaba e imitaba todos sus movimientos.

Graff la llamó de nuevo por su nombre y corrió tras ella. Los seguí y la vi caer, levantarse y volver caer. Graff la ayudó a ponerse de pie. Se volvieron en mi dirección, lenta y torpemente. Ella arrastraba los pies y agachaba la cabeza, alejando su cara de la luz. El brazo de Graff que le rodeaba la cintura la empujaba hacia adelante.

Me saqué la pistola de tiro del cinturón y se la mostré.

—¿Es ésta la pistola que usó para matar a Gabrielle Torres?

La miró y asintió en silencio.

—No —dijo Graff—. No reconozcas nada, Isobel.

—Ya ha confesado —dije.

—Mi mujer está mentalmente incapacitada. Su confesión no es válida como prueba.

—La pistola lo es. El departamento de balística del sheriff tendrá las balas que faltan. El arma y las balas juntas serán una prueba irrefutable. ¿Dónde consiguió el arma, Graff?

—Me la hizo Carl Walther, en Alemania, hace muchos años.

—Me refiero a las últimas veinticuatro horas. ¿Dónde la encontró esta vez?

Contestó cuidadosamente:

—Hace más de veinte años que la tengo continuamente en mi poder.

—¡Qué diablos la va a tener! Stern la tenía anoche antes de que lo mataran. ¿Lo mató por eso?

—¡Ridículo!

—¿Lo hizo matar?

—No.

—Alguien liquidó a Stern para quitarle la pistola. Debe saber quién fue y será mejor que me lo diga. Ahora todo saldrá a relucir. Ni siquiera su dinero puede evitarlo.

—¿Es dinero lo que quiere de mí? Tendrá dinero —su voz se arrastraba de desdén. Desdén por mí y tal vez por sí mismo.

—No me vendo como Marfeld —dije—. Su jefe de pistoleros trató de comprarme. Está entre rejas en Las Vegas y tiene un cadáver que explicar.

—Ya lo sé —dijo Graff—. Pero estoy hablando de una gran suma de dinero. Cien mil dólares en efectivo. Ahora. Esta noche.

—¿Dónde conseguiría esa cantidad en efectivo, esta noche?

—De Clarence Bassett. La tiene en la caja fuerte de la oficina. Se la di esta noche. Es el precio que le puso a la pistola. Quítesela y será suya.