30

Mi automóvil estaba en el estacionamiento del Aeropuerto Internacional. Rina me pidió que la dejara en casa de su madre, en Santa Mónica. Así lo hice. Luego me dirigí por Wilshire y San Vicente hasta el sanatorio del doctor Frey. Ocupaba un terreno totalmente rodeado de paredes, que había pertenecido a una gran propiedad privada en las afueras entre Sawtelle y Brentwood. Un empleado en traje de calle abrió el portón automático y me dijo que el doctor Frey probablemente estaría cenando.

El edificio central era una mansión de estilo eduardino, con partes agregadas recientemente, que se levantaba sobre una loma en terrazas. El doctor Frey vivía en una casa para huéspedes, a un lado.

Gente que parecía como cualquier otra salvo que tenían un muro alrededor de sus vidas, paseaba por las terrazas. Desde la galería de la casa del doctor Frey podía ver por encima del muro hasta el océano. La niebla y la oscuridad se estaban acumulando sobre su curvada superficie. Debajo del horizonte el sol perdido ardía como un gran avión caído e incendiado.

Hablé con una sirvienta de uniforme, un ama de llaves de pelo canoso y finalmente con el mismo doctor Frey. Era un anciano encorvado, con traje de etiqueta, y tenía un vaso de whisky en la mano. La inteligencia y las dudas habían dejado profundas huellas en su rostro. Se acentuaron cuando le dije que sospechaba que Isobel Graff fuera una asesina. Puso su vaso en la repisa de la chimenea y se paró delante, más bien beligerante, como si hubiese amenazado el centro de su casa.

—¿Debo entender que es policía?

—Detective privado. Más tarde iré a la Policía. Vine a verlo a usted primero.

—No me siento muy favorecido —dijo—. No puede pretender seriamente que discuta semejante asunto, semejante acusación, con un desconocido. No sé nada de usted.

—Sabe bastante sobre Isobel Graff.

Extendió sus largas manos grises.

—Sé que soy médico y es mi paciente. ¿Qué quiere que diga?

—Podría decirme que esto es infundado.

—Muy bien, se lo digo. Es infundado. Ahora, si me permite, tengo invitados a cenar.

—¿Está la señora Graff aquí, ahora?

Me contestó con otra pregunta:

—¿Puedo inquirir cuál es su intención al hacer esas preguntas?

—Cuatro personas han sido asesinadas, tres de ellas en los últimos días.

No demostró ninguna sorpresa.

—¿Esas personas eran amigas suyas?

—En absoluto. Pero eran miembros del género humano.

Dijo con la amarga ironía de la vejez:

—Así que es un altruista, ¿eh? ¿Un héroe de la cultura hollywoodense con chaqueta sport? ¿Se propone limpiar sin ayuda las caballerizas de Augias?

—No soy tan ambicioso. Y no soy problema suyo, doctor. Isobel Graff sí lo es. Si mató a cuatro personas o a una, debería ser encerrada en un sitio donde no pudiera matar más, ¿no está de acuerdo?

Por un minuto no contestó. Luego dijo:

—Esta mañana firmé sus papeles de reclusión voluntaria.

—¿Eso significa que está en camino hacia el hospital del estado?

—Así debería ser, pero me temo que no. Antes de que los papeles pudieran ser…, mmm…, aplicados, la señora Graff se escapó. Estaba muy decidida, mucho más de lo que esperábamos. Reconozco mi error. Debía haberla rodeado de la máxima seguridad. Rompió con una silla una ventana reforzada y se fugó en la parte posterior de un camión de la lavandería.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Esta mañana, poco antes de la hora del almuerzo. Todavía no la han encontrado.

—¿Con qué intensidad se lleva a cabo la búsqueda?

—Tendrá que preguntárselo al marido. Su policía privada la está buscando. Él prohibió… —el doctor Frey apretó los labios y alcanzó su vaso. Cuando bebió un sorbo dijo—: Me temo que no puedo someterme a más interrogatorios. Si fuera un oficial… —encogió los hombros y el hielo tintineó en su vaso.

—¿Quiere que traiga a la Policía aquí?

—Si tiene pruebas.

—Le estoy pidiendo pruebas. ¿La señora Graff mató a Gabrielle Torres?

—No tengo forma de saberlo.

—¿Y a los otros?

—No puedo decirlo.

—¿Usted la ha visto y ha hablado con ella?

—Por supuesto. Muchas veces. La última vez, esta mañana.

—¿Su estado mental era propenso al asesinato?

Sonrió fatigosamente.

—Esto no es un tribunal. Pronto me estará haciendo preguntas hipotéticas, que me negaría a contestar.

—La pregunta no es hipotética. ¿La señora Graff mató a Gabrielle Torres en la noche del veintiuno de marzo del año pasado?

—Tal vez no sea hipotética, pero la pregunta es ciertamente académica. La señora Graff ahora está mentalmente enferma y estaba enferma el veintiuno de marzo del año pasado. No puede ser condenada por asesinato, ni por ningún otro crimen. Así que está perdiendo su tiempo y el mío, ¿no le parece?

—Sólo es tiempo y creo que estoy consiguiendo algo. Prácticamente ha reconocido que ella cometió los asesinatos.

—¿Le parece? A mí, no. Es un joven muy pertinaz y se está perjudicando a sí mismo.

—Estoy acostumbrado.

—Yo, no —se acercó a la puerta y la abrió. Desde el otro lado de la casa llegaron risas masculinas—. Y ahora, si quisiera transportar su deslucido encanto a otro sitio, me ahorraría el trabajo de hacerlo echar.

—Una pregunta más, doctor. ¿Por qué ella eligió ese día de marzo para fugarse? ¿Tuvo alguna visita ese día o el anterior?

—¿Visita? —había conseguido sorprenderlo—. No sé nada de visitas.

—Tengo entendido que Clarence Bassett la visitaba regularmente.

Me miró, con los ojos velados como los de un viejo pájaro.

—¿Tiene un espía entre mis empleados?

—Es más sencillo que eso. He hablado con Bassett. En realidad, fue quien me trajo este caso.

—¿Por qué no lo dijo antes? Conozco a Bassett muy bien —cerró la puerta y dio un paso en mi dirección—. ¿Lo contrató para investigar estas muertes?

—Empezó con la desaparición de una joven y se convirtió en un caso de asesinato antes de que pudiese hallarla. El nombre de la chica era Hester Campbell.

—¡Caramba! Conozco a Hester Campbell. Hace años que la conozco del club. Le di un empleo a su hermana —se detuvo y lo recorrió una ligera excitación que se perdió en seguida. El único rastro que dejó fue un temblor en la mano que sostenía el vaso. Bebió un sorbo para disminuir el tintineo.

—¿Hester Campbell es una de las víctimas?

—La mataron a golpes con un atizador ayer por la tarde.

—¿Y tiene motivos para creer que la señora Graff la mató?

—Isobel Graff está complicada y no sé hasta qué punto. Aparentemente estuvo en el lugar del crimen. Su marido parece aceptar la culpabilidad de ella. Pero eso no es decisivo. Isobel puede ser una víctima inocente. Otra posibilidad es la siguiente: que haya sido utilizada como instrumento en estos asesinatos. Quiero decir que los cometió físicamente, pero que fue incitada a hacerlos por algún otro. ¿Se prestaría ella a ese tipo de sugestiones?

—Cuanto más sé de la mente humana, menos sé —trató de sonreír y fracasó miserablemente—. Predije que haría preguntas hipotéticas.

—Trato de no hacerlo, doctor. Usted parece provocarlas y no ha contestado ni una pregunta sobre las visitas de Bassett.

—Bueno, no había nada de raro en ellas. Visitaba a la señora Graff todas las semanas, creo, y con más frecuencia cuando ella lo pedía. Eran muy íntimos; incluso habían estado comprometidos para casarse en una época, hace muchos años, antes de su matrimonio actual. A veces pienso que debería haberse casado con Clarence Bassett en lugar de con el otro. El tiene una capacidad de comprensión casi femenina, precisamente lo que ella tanto necesita. Ninguno de los dos es capaz de defenderse solo. Juntos, si se hubieran casado, podían haber formado una unidad funcional —su tono era elegíaco.

—¿Qué quiere decir con que ninguno de los dos es capaz de defenderse?

—En el caso de la señora Graff es obvio. Ha sido víctima de episodios esquizofrénicos desde los quince años. En cierto modo, ha permanecido una adolescente en el cuerpo de una mujer madura, incapaz de enfrentarse con las exigencias de la vida adulta —agregó con un dejo de amargura—. Ha recibido poca ayuda del señor Graff.

—¿Sabe lo que provocó su enfermedad?

—La etiología de esta enfermedad es todavía un misterio, pero creo que sé algo de este caso particular. Perdió a su madre cuando aún era muy joven y Peter Heliópoulos no fue un padre muy sagaz. La empujó hacia la madurez y al mismo tiempo la privó de verdadero contacto humano. En sentido social se convirtió en su segunda mujer, aun antes de alcanzar la pubertad. Se le exigió mucho como pequeña anfitriona y como punta de lanza de sus ambiciones sociales. Una punta de lanza muy vulnerable. Estas demandas eran demasiado grandes para quien tenía desde su nacimiento, quizá, una predisposición para la esquizofrenia.

—¿Y Clarence Bassett? ¿Está mentalmente enfermo?

—No hay ningún motivo para creerlo. Es el gerente de mi club, no mi paciente.

—Dijo que no estaba capacitado para defenderse.

—Quise decir en un sentido social y sexual. Clarence es el soltero perenne, el que da fiestas para los demás, el hombre que se conforma con vivir en las afueras de la vida. Su interés por las mujeres se limita a las jovencitas y a las que tienen un defecto, como Isobel, que no han podido dejar atrás su infancia. Todo esto es típico y parte de su adaptación.

—¿Su adaptación a qué?

—A su propia naturaleza. Su debilidad requiere que evite los centros tormentosos de la vida. Desgraciadamente su adaptación recibió una fuerte sacudida hace varios años, cuando murió su madre. Desde entonces bebe mucho. Me arriesgaría a decir que su alcoholismo es esencialmente un gesto suicida. Está literalmente ahogando sus penas. Sospecho que se sentiría feliz de unirse a su querida madre en la tumba.

—¿No lo considera potencialmente peligroso?

El doctor respondió, después de hacer una pausa para pensar:

—Tal vez podría serlo. El deseo de la muerte es poderosamente ambivalente. Puede volverse contra uno mismo o contra los demás. Se ha sabido de hombres incapacitados que trataron de completarse por medio de la violencia. Un Jack el Destripador, por ejemplo, es probablemente un hombre con un fuerte componente femenino que está tratando de anularlo en sí mismo mediante la destrucción de mujeres reales.

Sus palabras abstractas revoloteaban y giraban como murciélagos en la penumbra de la habitación.

—¿Está sugiriendo que Clarence Bassett podría ser un asesino vulgar?

—De ningún modo. He estado hablando en términos muy generales.

—¿Por qué se toma ese trabajo?

Me dirigió una mirada compleja. En ella había compasión, sabiduría trágica y cansancio. Se había agotado en las caballerizas de Augias y había desesperado de la acción humana.

—Soy un hombre viejo —dijo—. Me quedo despierto durante las guardias nocturnas y reflexiono sobre las posibilidades humanas. ¿Está familiarizado con las últimas teorías interpersonales de la psiquiatría? ¿Con el concepto de folie à deux?

Le dije que no.

—Podría traducirse por locura para dos. Una locura, una violencia, puede surgir de una relación aun cuando sus componentes sean individualmente inofensivos. Mis especulaciones nocturnas han incluido a Clarence Bassett e Isobel. Hace veinte años su relación podía haber finalizado en un matrimonio. Tal relación puede también echarse a perder, deteriorarse y ser algo infinitamente peor. No estoy diciendo que éste haya sido el caso. Pero es una posibilidad digna de ser tenida en cuenta, una posibilidad que surge cuando dos personas tienen el mismo deseo inconsciente y prohibido. El mismo deseo de muerte.

—¿Visitó Bassett a la señora Graff antes de su fuga en marzo del año pasado?

—Creo que sí. Tendría que consultar el archivo.

—No se moleste, se lo preguntaré personalmente. Dígame una cosa, doctor Frey, ¿tiene algún otro fundamento además de la especulación?

—Quizá lo tenga. Si lo tuviera, no querría y no podría decírselo —levantó una mano delante de su cara en un vacilante ademán de defensa—. Me apabulla con sus preguntas, y no tienen fin. Soy un hombre viejo, como le he dicho. Esta es, o mejor dicho era, la hora de mi cena.

Abrió la puerta por segunda vez. Le di las gracias y salí. Cerró de un portazo la pesada puerta principal. Las personas que estaban en las terrazas en el crepúsculo volvieron sus rostros pálidos, sorprendidos, de purgatorio, hacia el origen del ruido.