29

Mucho más tarde, en el avión del atardecer, pudimos hablar de ello. Leroy Frost, negando, protestando y pidiendo médicos y abogados, había sido depositado con Marfeld y Lashman en el pabellón de seguridad del hospital. Los restos de Hester Campbell se hallaban en el sótano del mismo edificio esperando la autopsia. Les dije al sheriff y al fiscal del distrito lo bastante como para que Frost y sus hombres quedaran detenidos para la posible extradición, bajo sospecha de asesinato. No esperaba que diera resultado. Los pasos finales del caso deberían darse en California.

El DC6 dejó la pista y subió por la rampa de aire azul. Había sólo una docena de pasajeros más, y Rina y yo teníamos la parte anterior del avión para nosotros solos. Cuando se apagó el letrero de No fumar, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo. Sin mirarme directamente dijo con voz frágil:

—Supongo que le debo la vida, como dicen en las novelas. No sé qué puedo hacer para pagarle. Sin duda debo ofrecerle acostarme con usted. ¿Le gustaría eso?

—No lo haga —dije—. Ha pasado un mal rato, ha cometido un error y yo he estado complicado. Pero no tiene por qué tomarla conmigo.

—No quise ser vil —dijo, un poco vilmente—. Estaba ofreciéndole seriamente mi cuerpo. No tengo nada mejor que ofrecerle.

—Rina, termine con eso.

—No soy bastante atractiva, ¿es eso lo que me quiere decir?

—Está diciendo cosas absurdas. No le echo la culpa. Se ha llevado un buen susto.

Me guardó rencor durante un rato, mirando hacia abajo la Muralla China de montañas que estábamos cruzando. Finalmente dijo en un tono más tranquilo:

—Tiene mucha razón. Estaba asustada, realmente asustada, por primera vez en mi vida. Eso le produce cosas raras a una chica. Me hacía sentir…, bueno, casi como una ramera…, como si no tuviera ningún valor ante mí misma.

—Así es como esos canallas quieren que me sienta. Si actuaran como autómatas estaríamos al mismo nivel. Y los sinvergüenzas podrían salirse con la suya en todo. Sin embargo, no es así. Ser sinvergüenza no es tan respetable como antes, ni siquiera en Los Ángeles. Y por eso tuvieron que construir Las Vegas.

No sonrió.

—¿Es un sitio tan terrible?

—Depende de los que elija como compañeros de juego. ¡Usted eligió los peores que encontró!

—No los elegí. Y no son mis compañeros. Nunca lo fueron. Los desprecio. Le advertí a Hester hace años que Lance era un veneno para ella. Y le dije a Carl Stern lo que pensaba de él en su propia cara.

—¿Cuándo fue esto? ¿Anoche?

—Hace varias semanas. Salí con Lance y Hester. Tal vez fue una tontería de mi parte, pero quería averiguar lo que estaba pasando. Hester trajo a Carl Stern para mí, ¿puede imaginárselo? Se supone que es millonario y Hester siempre creyó que el dinero era lo más importante. No podía entender, ni siquiera en ese último encuentro, por qué yo no le seguía el juego a Stern.

»No es que me hubiera servido de algo —agregó irónicamente—. No estaba más interesado en mí de lo que yo en él. Se pasó la noche en diversos nights-clubs haciendo juegos de pies bajo la mesa, con Lance. Hester no se daba cuenta, o tal vez no le importaba. Ella podía ser muy densa respecto a ciertas cosas. Sin embargo, a mí me importaba, por ella. Finalmente les dije lo que pensaba y los dejé a los tres».

—¿Qué fue lo que les dijo?

—La verdad lisa y llana. Que Carl Stern era un pederasta y quizá mucho peor, y que Hester era una chiflada por andar con él y su amiguito.

—¿Se refirió al chantaje?

—Sí. Les dije que sospechaba algo.

—Eso era peligroso. Le dio a Stern un motivo para querer verla muerta. Estoy casi seguro de que pensó matarla anoche. Por suerte para usted, él murió antes.

—¿De veras? No lo puedo creer… —pero lo creía. Su garganta seca se negó a funcionar. Ella se quedó sentada, tragando saliva—. ¿Sólo porque…, porque sospechaba algo?

—Sospechaba que él era un chantajista y lo llamó homosexual. Matar siempre le resultó fácil a Stern. Revisé su ficha esta tarde. Las autoridades de Nevada tienen un legajo completo sobre él. No es extraño que no haya podido conseguir la licencia de juegos a su nombre. Allá por el treinta era uno de los muchachos de Anastasia, bajo sospecha de estar complicado en más de treinta asesinatos.

—¿Por qué no fue detenido?

—Lo fue, pero no pudieron condenarle. No me pregunte por qué. Pregúntele a los políticos que manejaban la Policía en Nueva York, Jersey, Cleveland y otros sitios. Pregúnteselo a los que votaron a esos políticos. Stern acabó en Las Vegas, pero pertenecía a todo el país. Trabajó para Lepke, para Juego Miller en Cleveland, para Lefty Clark en Detroit, para la gavilla Trans America en Los Ángeles. Completó su aprendizaje con Siegel y cuando se la dieron a Siegel, se metió en negocios por su cuenta.

—¿Qué clase de negocios?

—Contactos para los sentenciados, narcóticos, prostitución, cualquier cosa que le dejara dinero rápido y sucio. Era millonario, de veras, varias veces. Metió un millón en el Casbah solamente.

—No entiendo por qué se dedicó al chantaje. No necesitaba dinero.

—Había sido entrenado por el Sindicato y el chantaje ha sido una de sus principales fuentes de poder desde los días de la Mafia. No, no era dinero lo que buscaba. Era status. El nombre de Simon Graff le dio la oportunidad de volverse legal, de ser alguien en ese campo.

—Y lo ayudé —los huesos de su cara destacaban tanto que era casi fea—. Lo hice posible. Quisiera morderme la lengua.

—Antes de hacer eso, por favor, explíqueme qué quiere decir.

Aspiró bruscamente.

—Bueno, en primer lugar, soy enfermera psiquiátrica —se quedó callada. Le costaba mucho empezar.

—Eso me dijo su madre —dije.

Me miró de reojo.

—¿Cuándo vio a mi madre?

—Ayer.

—¿Qué piensa de ella?

—Me gustó.

—¿De veras?

—Me gustan las mujeres en general, y no soy hipercrítico.

—Yo sí —dijo Rina—. Siempre he sospechado de mamá, sus aires, sus concesiones y sus grandes ideas. Y era recíproco. Hester era su favorita, su pequeña compinche. O ella la pequeña compinche de Hester. La consentía y al mismo tiempo tenía exigencias para con ella: sólo quería que Hester destacara. Estuve sentada a un lado durante quince años mirando a las dos niñas que jugaban un ping-pong emocional. O pong-ping. Yo era la espectadora no tan inocente, como parecía, la tercera, la que estaba de más y no caía bien.

Parecía un discurso que hubiera ensayado muchas veces para sus adentros. Había amargura en su voz, mezclada con resignación.

—Puse punto final —continuó— en cuanto mamá me lo permitió, en cuanto terminé la escuela secundaria. Empecé a estudiar para enfermera en Santa Bárbara y luego trabajé profesionalmente en Camarillo.

Hablar de su profesión o decir lo que pensaba de su familia le habían devuelto algo de seguridad. Sus hombros estaban más erguidos y sus pechos eran atrevidos.

—Mamá pensaba que estaba loca. Tuvimos una discusión de rompe y rasga el primer año y desde entonces no la visito mucho. Me gusta hacer algo por los enfermos, especialmente trabajar con los que están alterados. Creo que necesito que me necesiten. Mi principal interés es en este momento la terapia ocupacional. Es lo que estoy haciendo con el doctor Frey.

—¿Es el mismo doctor Frey que dirige el sanatorio en Santa Mónica?

Asintió con la cabeza.

—Hace más de dos años que trabajo allí.

—¿Así que conoce a Isobel Graff?

—¡Si la conoceré! Entró en el sanatorio al poco tiempo de estar yo allí. Había estado internada antes, más de una vez. El médico dijo que estaba peor que de costumbre. Es esquizofrénica, ¿sabe?, desde hace veinte años y en períodos agudos tiene delirios paranoicos. El doctor dice que solían ser dirigidos contra su padre cuando vivía. Esta vez estaban dirigidos contra el señor Graff. Creía que él estaba tramando algo contra ella y quería ganarle la mano. El doctor Frey pensaba que el señor Graff debía hacerla recluir para su propia protección. Cada tanto, un delirio paranoico puede hacer erupción en acciones. Lo he visto. El doctor Frey le dio una serie de tratamientos con metrazol y poco a poco salió de la fase aguda y se tranquilizó. Pero todavía estaba bastante remota cuando pasó eso. Yo todavía no le daba la espalda, pero el doctor Frey dijo que no era peligrosa y sabía más que yo y, después de todo, era el médico.

»A mediados de mayo la dejó salir al parque. No pretendo saber más que él, pero ese fue un error. No estaba preparada para esa libertad. La primera cosa que sucedió la hizo estallar».

—¿Qué fue lo que pasó?

—No lo sé exactamente. Tal vez alguien le hizo un comentario indiscreto o en un tono de voz que la desagradó. Los paranoicos son así, casi como receptores de radio. Recogen una pequeña señal del aire y la aumentan con su propia fuerza hasta que no pueden oír otra cosa. Sea lo que fuere, Isobel se fue y estuvo fuera toda la noche.

»Cuando volvió estaba realmente mal. Con esa horrible mirada vidriosa en los ojos, como un pez con un anzuelo en la boca. Había vuelto al punto de donde había partido en enero, pero mucho peor».

—¿Qué noche se fue?

—El veintiuno de marzo, el primer día de primavera. No olvidaré fácilmente la fecha. Una chica que conocía en Malibú, Gabrielle Torres, fue asesinada esa misma noche. Entonces no asocié ambas cosas.

—¿Pero sí ahora?

Bajó la cabeza sombríamente.

—Hester me hizo ver la conexión. Sabía algo que yo ignoraba: que Simon Graff y Gabrielle eran… amantes.

—¿Cuándo salió eso a la luz?

—Un día del verano pasado en que almorzábamos juntas: Hester estaba prácticamente tocando fondo. La invitaba a almorzar cada vez que podía. Estábamos charlando de una cosa y otra y sacó el tema. Parece que le preocupaba; había vuelto al Channel Club para dar clases de salto. Me contó lo de la aventura amorosa; aparentemente Gabrielle le había hecho confidencias. Sin pensar lo que estaba haciendo, le dije que Isobel Graff se había fugado esa noche. Hester reaccionó como un contador Geiger y empezó a hacerme preguntas. Creía que su único interés era descubrir a la persona que había matado a su amiga. En plan de confidencias le dije lo que sabía sobre Isobel, su escapada y su estado mental cuando regresó.

»Ese día tenía el turno de la mañana temprano y tenía que cuidarla hasta que llegara el doctor Frey. Isobel llegó hacia el amanecer arrastrándose. Estaba en muy mal estado, y no sólo mentalmente. Estaba francamente exhausta. Creo que debió andar, correr y arrastrarse por la costa desde Malibú. Las olas también debieron alcanzarla, porque tenía las ropas mojadas y llenas de arena. Lo primero que hice fue darle un baño caliente».

—¿Le dijo dónde había estado?

—No, no dijo una palabra. En realidad, no habló durante varios días. Durante un tiempo el doctor Frey estuvo un tanto preocupado, temiendo que cayera en una catatonia. Incluso cuando reaccionó y volvió a hablar, nunca mencionó esa noche… por lo menos no con palabras. Sin embargo, la vi en el taller manual, casi al final de la primavera. Vi algunos de los objetos que hizo con arcilla. No tendría que impresionarme después de lo que he visto en los pabellones de mentales, pero algunos de esos objetos me impresionaron —cerró los ojos como para borrarlos de su vista y continuó en voz apagada—. Hacía muñecas, les quitaba la cabeza a pellizcos, y las destruía parte por parte como una bruja de la jungla, y horribles muñecos con enormes… órganos. Animales con caras humanas, copulando. Pistolas y… partes del cuerpo humano, todas mezcladas.

—Nada bonito —dije—, pero no significaban algo necesariamente, ¿verdad? ¿Alguna vez discutió estas cosas con usted?

—Conmigo no. El doctor Frey no alienta a las enfermeras a practicar la psiquiatría.

Al volverse en el asiento, su rodilla rozó la mía, y la retiró rápidamente. Su mirada de color azul oscuro se volvió hacia mi cara. Resultaba extraño que una muchacha que había visto tanto tuviera unos ojos tan inocentes.

—¿Va a ver al doctor Frey? —dijo.

—Probablemente, sí.

—Por favor, no le hable de mí, ¿quiere?

—No tengo motivo para hacerlo.

—Para una enfermera hablar de sus pacientes es quebrar terriblemente la ética, ¿sabe? Me he preocupado hasta enfermarme durante estos últimos meses, desde que se lo conté a Hester. Fui tan tonta. Pensé que por primera vez en su vida era sincera y que lo único que quería era saber la verdad sobre la muerte de Gabrielle. Nunca le debí confiar una información tan peligrosa. Está claro para qué la quería. La quería para hacer chantaje a la señora Graff.

—¿Cuánto hace que sabe esto, Rina?

Su voz o su candor le fallaron durante un rato. Esperé que continuara. Sus ojos estaban casi negros de pensamientos. Dijo:

—Es difícil decirlo. Uno puede hacer una cosa y no saberla. Cuando uno quiere a una persona cuesta tanto tiempo verla cómo es. En realidad, he sospechado todo casi desde el principio. Desde que Hester dejó el club y empezó a vivir sin ningún ingreso evidente. Hizo crisis durante esa horrible salida de dos parejas de que le he hablado. Carl Stern se emborrachó y empezó a vanagloriarse de su nuevo negocio en Las Vegas y de cómo tenía a Simon Graff en un puño. Y Hester se quedó allí sentada, bebiéndose todo con estrellas en los ojos. Se me ocurrió la extraña idea de que planteó que estuviera presente para ver lo bien que le iba a ella; el éxito que había sido su vida, después de todo. Fue entonces cuando perdí los estribos.

—¿Cómo reaccionaron?

—No esperé sus reacciones. Me fui de allí (estábamos en el Bar de Dixie) y tomé un taxi para irme a casa, sola. Nunca volví a ver a Hester. No volví a ver a ninguno de ellos hasta ayer, cuando Lance me llamó.

—¿Para pedirle que volara a Las Vegas bajo el nombre de Hester?

Asintió con la cabeza.

—¿Por qué aceptó?

—Sabe por qué. Se suponía que le tenía que hacer una coartada.

—Eso no explica por qué aceptó.

—¿Tengo que explicarlo? Simplemente quería hacerlo —después de un momento agregó—: Sentí que tenía una deuda con Hester; en cierto modo, soy tan culpable como ella. Este terrible asunto no hubiera empezado si no hubiera sido por mí. La metí en esto y me parecía que tenía que sacarla. Pero para entonces Hester estaba muerta, ¿no?

Empezó a tiritar, temblando de tal modo que sus dientes castañeteaban. Puse mi brazo alrededor de ella hasta que hubo pasado el espasmo.

—No se sienta demasiado culpable.

—Tengo que hacerlo. ¿No ve que si Isobel Graff mató a Hester, yo tengo la culpa?

—No lo veo. La gente es responsable de lo que hace. De todas maneras todavía tengo mis dudas sobre si Isobel mató a su hermana. Ni siquiera estoy seguro de que disparara contra Gabrielle Torres. No lo estaré hasta que consiga pruebas seguras; una confesión, un testigo ocular o el arma que usó.

—Eso es lo que dice.

—No, no lo estoy diciendo solamente. Saqué algunas conclusiones demasiado pronto en este caso.

No me preguntó qué quería decir y quizá fuera mejor. Todavía no tenía las respuestas finales.

—Escúcheme, Rina. Es una chica muy consciente y ha recibido algunos golpes duros. Tiene tendencia a echarse la culpa a sí misma por las cosas. Probablemente esté acostumbrada a echarse la culpa siempre —estaba sentada, tiesa dentro del círculo de mi brazo.

—Es cierto. Hester era joven y siempre se estaba metiendo en líos y mamá me echaba la culpa. Pero ¿cómo lo supo? Tiene una gran agudeza.

—Lástima que generalmente tome la forma contraria. De todos modos, hay una cosa de la cual estoy seguro, y es que no es responsable de lo que le pasó a Hester y de que no hizo nada malo.

—¿Realmente cree eso? —parecía muy sorprendida.

—Naturalmente, lo creo.

Como había dicho la señora Busch, era una buena chica. También era una chica muy cansada, triste y nerviosa. Permanecimos sentados en un silencio incómodo durante un rato. El zumbido de los motores había cambiado. El avión había sobrepasado la máxima altura de su vuelo para comenzar el largo descenso hacia Los Ángeles y el sol rojo. Antes de que el avión tocara tierra, Rina había llorado un poco sobre mi hombro. Luego durmió otro poco.