28

Rina conducía el cadillac de Frost. Yo viajaba en el asiento posterior con Frost. Ella le había hecho un vendaje a presión y un cabestrillo para el brazo, con varias toallas del Dewdrop Inn. Él estaba sentado, acunando su brazo, negándose a hablar, salvo para dar indicaciones.

Más allá del aeropuerto giramos a la derecha, hacia las montañas que yacían desnudas y arrugadas al sol. La carretera se encaramaba hacia el sol y a la par que subía empeoraba, convirtiéndose en grava. Pasamos la primera loma baja para dominar con la vista un valle de suelo blanco, donde no crecía nada.

Cerca de la cresta de la ladera interna, un edificio de cemento, con techo redondeado, se hallaba incrustado en la colina. Era chato y no tenía ventanas; parecía un fuerte militar. En realidad era un vaciadero de municiones en desuso.

Frost dijo:

—Está ahí dentro.

Rina miró por encima de su hombro. Su pie nervioso sobre el freno hizo detener bruscamente el auto. Nos apeamos bajo un cielo brillante. La huella de un jet lo cruzaba como una larga cicatriz blanca. Le dije a Rina que se quedara en automóvil.

—Puede guardar su pistola —dijo Frost—. No hay nadie dentro más que ella.

Lo hice trepar la pendiente delante de mí hasta la única puerta del edificio. Blindada con acero oxidado, la puerta estaba medio abierta. Un candado roto pendía de su aldaba. Abrí la puerta de par en par mientras cubría a Frost con mi pistola. Una bocanada de aire caliente llegó del interior. Olía como un horno en el cual se hubiera quemado carne.

Frost se quedaba atrás. Lo obligué a entrar delante de mí. Nos quedamos de pie sobre una angosta plataforma, tratando de penetrar la oscuridad con la vista. El suelo de hormigón del vaciadero estaba casi dos metros por debajo del nivel de la entrada. Nuestras sombras caían sobre él en un marco de luz. Empujé a Frost fuera del rectángulo iluminado y vi lo que yacía en el suelo, una cosa marchita como una momia, ennegrecida y consumida por el fuego en vez de por el tiempo.

—¿Le hizo esto?

Frost dijo sin convicción:

—Diablos, no, fue su marido. Debería hablar con él. La siguió hasta aquí desde Los Ángeles. ¿Sabía eso? La liquidó y prendió fuego al cuerpo.

—Tendrá que mejorar eso, Frost. He hablado con el marido. Lo hizo venir en el avión de Stern para echarle la culpa del homicidio. Probablemente trajo el cuerpo en el mismo vuelo. El cuadro no encaja en ese marco, ni encajará. Su repugnante tramoya va a fracasar totalmente.

Estuvo callado por un período de tiempo, dividido en períodos más cortos por el tic nervioso de su párpado.

—No fue idea mía, sino de Stern. Y lo de la gasolina fue idea suya. Me dijo que le prendiera fuego de manera que cuando encontraran el cuerpo no pudieran determinar cuándo había muerto. La chica estaba muerta, ¿sabe?, lo único que hicimos fue cremarla.

Miró el cadáver. Era la imagen de lo que más temía y le imponía silencio. De pronto extendió su brazo sano y se agarró a mi hombro sin soltarlo.

—¿No podemos salir de aquí, Lew? Soy un hombre enfermo y no puedo estar de pie aquí.

Me desprendí de él de un empujón.

—Cuando me haya dicho quién mató a la muchacha.

Hubo otro silencio palpitante.

—Isobel Graff la mató —dijo finalmente.

—¿Cómo lo sabe?

—Marfeld la vio. Marfeld la vio salir corriendo de la casa, frenética. Entró y Hester estaba en la sala. Tenía la cabeza hundida por un atizador. El atizador estaba atravesado sobre su cuerpo. No podíamos dejarla allí. La policía descubriría la relación con Graff en un abrir y cerrar de ojos…

—¿Qué relación tenía Hester con Graff?

—Isobel creía que vivían juntos, dejémoslo así. De todos modos, yo era el encargado de hacer algo con el cadáver. Quería tirarlo al océano, pero Graff dijo que no…, tiene una casa sobre el océano en Malibú. Entonces a Lance Leonard se le ocurrió esta otra idea…

—¿Cómo se metió Leonard en esto?

—Era amigo de Hester. Ella le pidió prestado el auto y él vino a recogerlo. Tenía la llave de la casa de ella y al entrar se topó con Marfeld y el cuerpo. Tenía sus propias razones para querer encubrirlo, así que sugirió traer a la hermana de ella para ayudar. Las dos se parecían mucho, casi como mellizas, y Leonard las conocía a ambas. Convenció a la hermana de que viniera en avión.

—¿Qué iba a ocurrirle a ella?

—De eso se ocupaba Carl Stern. Pero parecía que Stern se zafó del asunto. No sé cómo puede permitirse el lujo de hacer eso.

—Está fuera de órbita —dije—. Antes era el cerebro. ¿Desde cuándo permite que los matones y criminales piensen por usted?

Frost hizo una mueca y agachó la cabeza.

—No estoy bien. Estoy lleno de demerol desde hace tres meses.

—¿Así que le está dando al demerol?

—Me estoy muriendo, Lew. Se me están destruyendo las entrañas. Estoy sufriendo horribles dolores en este mismo momento. No debería andar.

—No andará. Estará sentado en una celda.

—Es un hombre duro, Lew.

—Y sigue llamándome Lew. No lo haga más. Debería dejarlo aquí para que regresara por sus propios medios.

—¿No me va a hacer eso? —me agarró nuevamente tiritando—. Escúcheme, Lew… señor Archer. Respecto de ese trato en Italia, puedo conseguirle quinientos por semana durante veintiséis semanas. Sin obligaciones, ni nada que hacer. Unas vacaciones pagadas…

—Guárdeselas. No tocaría un centavo suyo ni con guantes de goma.

—¿Pero no me dejará aquí?

—¿Por qué no? La dejó a ella.

—No entiende. Sólo hice lo que tuve que hacer. Estábamos atrapados. Ella misma lo arregló todo para que nos atraparan. Ella tenía algo contra el Hombre y su mujer, tenía pruebas contra ellos y se las entregó a Carl Stern. Él nos obligó a hacer un trato, en cierto modo. Yo lo hubiera manejado de otra manera.

—Así que lo que hizo fue culpa de Stern.

—No digo eso, pero él tenía las riendas. Teníamos que cooperar con él. Hace meses que tenemos que hacerlo. Stern ha llegado a forzar al Hombre a prestarle su nombre para su nueva gran operación.

—¿Qué pruebas tiene Stern contra los Graff?

—¿Le parece que se lo diría?

—Me lo va a decir. Me estoy hartando de usted, Frost.

Retrocedió contra el marco de la puerta. La luz le caía sobre un lado de la cara y hacía aparecer su perfil pálido y delgado como un papel. Como si la corrupción lo hubiera comido hasta que sólo quedara de él una superficie en la oscuridad.

—Una pistola —dijo—. Una pistola de tiro al blanco que pertenece a la señora de Graff. Isobel la usó para matar a una chica hace un par de años.

—¿Dónde guarda Stern la pistola?

—En la caja de seguridad. Averigüé eso pero no pude llegar a ella. Pero anoche él la llevaba consigo en el auto. Me la mostró —sus ojos opacos se iluminaron de amarillo—. Usted sabe, Lew, estoy autorizado a pagar cien mil por esa pistola. Usted es un muchacho fuerte, despierto. ¿Puede quitársela a Stern?

—Alguien lo hizo. Le cortaron el pescuezo durante la noche. Tal vez ya lo sepa, Frost.

—No. No lo sabía. Si es cierto, las cosas cambian.

—Para usted, no.

Fuimos fuera. Abajo el valle brillaba con su propio calor blanco. La huella del jet que cercenaba el cielo se estaba desdibujando. En ese sitio antihumano, el Cadillac, en la carretera, parecía tan fuera de lugar como una nave espacial posada sobre las montañas de la luna. Rina estaba al pie de la pendiente, con la cara vuelta hacia arriba, inexpresiva. Eran graves noticias las que le llevaba.